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ANTOLOGÍA

LITERARIA
Colegio Ana María Rivier

2.do año
Antología literaria

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Antología literaria

Calixto Garmendia
1884
CIRO ALEGRÍA
(PERUANO)

Déjame contarte —le pidió un hombre llamado Remigio Garmendia


a otro llamado Anselmo, levantando la cara—. Todos estos días,
anoche, esta mañana, aún esta tarde, he recordado mucho... Hay
momentos en que a uno se le agolpa la vida... Además, debes
aprender. La vida, corta o larga, no es de uno solamente.

Sus ojos diáfanos parecían fijos en el tiempo. La voz se le fraguaba


hondo y tenía un rudo timbre de emoción. Blandíanse a ratos las
manos encallecidas.

—Yo nací arriba, en un pueblito de los Andes. Mi padre era


carpintero y me mandó a la escuela. Hasta segundo año de primaria
era todo lo que había. Y eso que tuve suerte de nacer en el pueblo,
porque los niños del campo se quedaban sin escuela. Fuera de su
carpintería, mi padre tenía un terrenito al lado del pueblo, pasando
la quebrada, y lo cultivaba con la ayuda de algunos indios a los que
pagaba en plata o con obritas de carpintería: que el cabo de una
lampa o de hacha, que una mesita, en fin. Desde un extremo del
corredor de mi casa, veíamos amarillear el trigo, verdear el maíz,
azulear las habas en nuestra pequeña tierra. Daba gusto. Con la
comida y la carpintería teníamos bastante, considerando nuestra

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Antología literaria
pobreza. A causa de tener algo y también por su carácter, mi padre
no agachaba la cabeza ante nadie. Su banco de carpintero estaba en
el corredor de la casa, dando a la calle.

Pasaba el alcalde. «Buenos días, señor», decía mi padre, y se acabó.


Pasaba el subprefecto. «Buenos días, señor», y asunto concluido.
Pasaba el alférez de gendarmes. «Buenos días, alférez», y nada más.
Pasaba el juez y lo mismo. Así era mi padre con los mandones. Ellos
hubieran querido que les tuviera miedo o les pidiese o les debiera
algo. Se acostumbran a todo eso los que mandan. Mi padre les
disgustaba. Y no acababa ahí la cosa. De repente venía gente del
pueblo, ya sea indios, cholos o blancos pobres. De a diez, de a veinte
o también en poblada llegaban. «Don Calixto, encabécenos para
hacer ese reclamo».

Mi padre se llamaba Calixto. Oía de lo que se trataba, si le parecía


bien aceptaba y salía a la cabeza de la gente, que daba vivas y metía
harta bulla, para hacer el reclamo. Hablaba con buena palabra. A
veces hacía ganar a los reclamadores y otras perdía, pero el pueblo
siempre le tenía confianza. Abuso que se cometía, ahí estaba mi
padre para reclamar al frente de los perjudicados. Las autoridades y
los ricos del pueblo, dueños de haciendas y fundos, le tenían echado
el ojo para partirlo en la primera ocasión. Consideraban altanero a
mi padre, quien no los dejaba tranquilos. El ni se daba cuenta y vivía
como si nada le pudiera pasar. Había hecho un sillón grande, que
ponía en el corredor. Ahí solía sentarse, por las tardes, a conversar
con los amigos. «Lo que necesitamos es justicia», decía. «El día que
el Perú tenga justicia, será grande». No dudaba de que la habría y se
torcía los mostachos con satisfacción, predicando: «No debemos
consentir abusos».

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Antología literaria

Sucedió que vino una epidemia de tifus, y el panteón del pueblo se


llenó con los muertos del propio pueblo y los que traían del campo.
Entonces las autoridades echaron mano de nuestro terrenito para
panteón. Mi padre protestó diciendo que tomaran tierra de los
ricos, cuyas haciendas llegaban hasta la propia salida del pueblo.
Dieron de pretexto que el terreno de mi padre estaba ya cercado,
pusieron gendarmes y comenzó el entierro de muertos.

Quedaron a darle una indemnización de setecientos soles, que era


algo en esos años, pero que autorización, que requisitos, que
papeleo, que no hay plata en este momento... Se la estaban
cobrando a mi padre, para ejemplo de reclamadores. Un día,
después de discutir con el alcalde, mi viejo se puso a afilar una
cuchilla y, para ir a lo seguro, también un formón. Mi madre algo le
veía en la cara y se le prendió del cogote y le lloró diciéndole que
nada sacaba con ir a la cárcel y dejarnos a nosotros más
desamparados. Mi padre se contuvo como quebrándose. Yo era
niño entonces y me acuerdo de todo eso como si hubiera pasado
esta tarde.

Mi padre no era hombre que renunciara a su derecho. Comenzó a


escribir cartas exponiendo la injusticia. Quería conseguir que al
menos le pagaran. Un escribano le hacía las cartas y le cobraba dos
soles por cada una. Mi pobre escritura no valía para eso. El
escribano ponía al final: «A ruego de Calixto Garmendia, que no
sabe firmar, fulano». El caso fue que mi padre despachó dos o tres
cartas al diputado por la provincia. Silencio. Otras al senador por el
departamento. Silencio. Otra al mismo Presidente de la República.
Silencio.

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Por último, mandó cartas a los periódicos de Trujillo y a los de Lima.
Nada, señor. El postillón llegaba al pueblo una vez por semana,
jalando una mula cargada con la valija del correo. Pasaba por la
puerta de la casa y mi padre se iba detrás y esperaba en la oficina
del despacho, hasta que clasificaban la correspondencia. A veces, yo
también iba. «Carta para Calixto Garmendia?», preguntaba mi
padre. El interventor, que era un viejito flaco y bonachón, tomaba
las cartas que estaban en la casilla de la G, las iba viendo y al final
decía: «Nada, amigo».

Mi padre salía comentando que la próxima vez habría carta. Con los
años, afirmaba que al menos los periódicos responderían. Un
estudiante me ha dicho que, por lo regular, los periódicos creen que
asuntos como ésos carecen de interés general. Esto en el caso de
que los mismos no estén en favor del gobierno y sus autoridades, y
callen cuanto pueda perjudicarles. Mi padre tardó en desengañarse
de reclamar lejos y estar yéndose por las alturas, varios años.

Un día, a la desesperada, fue a sembrar la parte del panteón que


aún no tenía cadáveres, para afirmar su propiedad. Lo tomaron
preso los gendarmes, mandados por el subprefecto en persona, y
estuvo dos días en la cárcel. Los trámites estaban ultimados y el
terreno era de propiedad municipal legalmente. Cuando mi padre
iba a hablar con el Síndico de Gastos del Municipio, el tipo abría el
cajón del escritorio y decía como si ahí debiera estar la plata: «No
hay dinero, no hay nada ahora. Cálmate, Garmendia. Con el tiempo
se te pagará». Mi padre presentó dos recursos al juez. Le costaron
diez soles cada uno. El juez los declaró sin lugar. Mi padre ya no
pensaba en afilar la cuchilla y el formón. «Es triste tener que hablar
así —dijo una vez—, pero no me darían tiempo de matar a todos los
que debía». El dinerito que mi madre había ahorrado y estaba en

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una ollita escondida en el terrado de la casa, se fue en cartas y en
papeleo.

A los seis o siete años del despojo, mi padre se cansó hasta de


cobrar. Envejeció mucho en aquellos tiempos. Lo que más le dolía
era el atropello. Alguna vez pensó en irse a Trujillo o a Lima a
reclamar, pero no tenía dinero para eso. Y cayó también en cuenta
de que, viéndolo pobre y solo, sin influencias ni nada, no le harían
caso. ¿De quién y cómo valerse? El terrenito seguía de panteón,
recibiendo muertos. Mi padre no quería ni verlo, pero cuando por
casualidad llegaba a mirarlo, decía: «¡Algo mío han enterrado ahí
también! ¡Crea usted en la justicia!» Siempre se había ocupado de
que le hicieran justicia a los demás y, al final, no la había podido
obtener ni para él mismo. Otras veces se quejaba de carecer de
instrucción y siempre despotricaba contra los tiranos, gamonales,
tagarotes y mandones.

Yo fui creciendo en medio de esa lucha. A mi padre no le quedó otra


cosa que su modesta carpintería. Apenas tuve fuerzas, me puse a
ayudarlo en el trabajo. Era muy escaso. En ese pueblito sedentario,
casas nuevas se levantarían una cada dos años. Las puertas de las
otras duraban. Mesas y sillas casi nadie usaba. Los ricos del pueblo
se enterraban en cajón, pero eran pocos y no morían con frecuencia.
Los indios enterraban a sus muertos envueltos en mantas sujetas
con cordel. Igual que aquí en la costa entierran a cualquier peón de
caña, sea indio o no. La verdad era que cuando nos llegaba la noticia
de un rico difunto y el encargo de un cajón, mi padre se ponía
contento. Se alegraba de tener trabajo y también de ver irse al hoyo
a uno de la pandilla que lo despojó. ¿A qué hombre, tratado así, no
se le daña el corazón?

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Antología literaria
Mi madre creía que no estaba bueno alegrarse debido a la muerte
de un cristiano y encomendaba el alma del finado rezando unos
cuantos padrenuestros y avemarías. Duro le dábamos al serrucho, al
cepillo, a la lija y a la clavada mi padre y yo, que un cajón de muerto
debe hacerse luego. Lo hacíamos por lo común de aliso y quedaba
blanco. Algunos lo querían así y otros que pintado de color caoba o
negro y encima charolado. De todos modos, el muerto se iba a
podrir lo mismo bajo la tierra, pero aún para eso hay gustos.

Una vez hubo un acontecimiento grande en mi casa y en el pueblo.


Un forastero abrió una nueva tienda, que resultó mejor que las otras
cuatro que había. Mi viejo y yo trabajamos dos meses haciendo el
mostrador y los andamios para los géneros y abarrotes. Se inauguró
con banda de música y la gente hablaba del progreso. En mi casa
hubo ropa nueva para todos. Mi padre me dio para que lo gastara
en lo que quisiera, así, en lo que quisiera, la mayor cantidad de plata
que había visto en mis manos: dos soles.

Con el tiempo, la tienda no hizo otra cosa que mermar el negocio de


las otras cuatro, nuestra ropa envejeció y todo fue olvidado. Lo
único bueno fue que yo gasté los dos soles en una muchacha
llamada Eutimia, así era el nombre, que una noche se dejó coger
entre los alisos de la quebrada. Eso me duró. En adelante no me
cobró ya nada y si antes me recibió los dos soles, fue de pobre que
era.

En la carpintería, las cosas siguieron como siempre. A veces


hacíamos un baúl o una mesita o tres sillas en un mes. Como
siempre, es un decir. Mi padre trabajaba a disgusto. Antes lo había
visto yo gozarse puliendo y charolando cualquier obrita y le quedaba
muy vistosa. Después ya no le importó y como que salían del paso

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con un poco de lija. Hasta que al fin llegaba el encargo de otro cajón
de muerto, que era plato fuerte. Cobrábamos generalmente diez
soles. Dele otra vez a alegrarse mi padre, que solía decir:
«Se fregó otro bandido, ¡diez soles!» A trabajar duro él y yo; a rezar
mi madre, y a sentir alivio hasta por las virutas. Pero ahí acababa
todo. ¿Eso es vida? Como muchacho que era, me disgustaba que en
esa vida estuviera mezclada tanto la muerte.

La cosa fue más triste cada vez. En las noches, a eso de las tres o
cuatro de la madrugada, mi padre se echaba unas cuantas piedras
bastante grandes a los bolsillos, se sacaba los zapatos para no hacer
bulla y caminaba medio agazapado hacia la casa del alcalde. Tiraba
las piedras, rápidamente, a diferentes partes del techo, rompiendo
las tejas. Luego volvía a la carrera y, ya dentro de la casa, a oscuras,
pues no encendía luz para evitar sospechas, se reía. Su risa parecía a
ratos el graznido de un animal.

A ratos era tan humana, tan desastrosamente humana, que me daba


más pena todavía. Se calmaba unos cuantos días con eso. Por otra
parte, en la casa del alcalde solían vigilar. Como había hecho
incontables chanchadas, no sabían a quién echarle la culpa de las
piedras. Cuando mi padre deducía que se habían cansado de vigilar,
volvía a romper tejas. Llegó a ser un experto en la materia. Luego
rompió tejas en la casa del juez, del subprefecto, del alférez de
gendarmes, del síndico de gastos.

Calculadamente, rompió las de las casas de otros notables, para que,


si querían deducir, se confundieran. Los ocho gendarmes del pueblo
salieron en ronda muchas noches, en grupos y solos, y nunca
pudieron atrapar a mi padre. Se había vuelto un artista de la rotura
de tejas. De mañana salía a pasear por el pueblo para darse el gusto

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de ver que los sirvientes de las casas que atacaba, subían con tejas
nuevas a reemplazar las rotas. Si llovía era mejor para mi padre.
Entonces atacaba la casa de quien odiaba más, el alcalde, para que
el agua le dañara o, al caerles, los molestara a él y su familia.

Llegó a decir que les metía el agua a los dormitorios, de lo bien que
calculaba las pedradas. Era poco probable que pudiese calcular tan
exactamente en la oscuridad, pero él pensaba que lo hacía, por
darse el gusto de pensarlo.

El alcalde murió de un momento a otro. Unos decían que de un


atracón de carne de chancho y otros que de las cóleras que le daban
sus enemigos. Mi padre fue llamado para que hiciera el cajón y me
llevó a tomar las medidas con un cordel. El cadáver era grande y
gordo. Había que verle la cara a mi padre contemplando al muerto.
Él parecía la muerte. Cobró cincuenta soles adelantados, uno sobre
otro. Como le reclamaron el precio, dijo que el cajón tenía que ser
muy grande, pues el cadáver también lo era y además gordo, lo cual
demostraba que el alcalde comió bien. Hicimos el cajón a la diabla.

A la hora del entierro, mi padre contemplaba desde el corredor


cuando metían el cajón al hoyo, y decía: «Come la tierra que me
quitaste, condenado; come, come». Y reía con esa su risa horrible.
En adelante, dio preferencia en la rotura de tejas a la casa del juez y
decía que esperaba verlo entrar al hoyo también, lo mismo que a los
otros mandones. Su vida era odiar y pensar en la muerte. Mi madre
se consolaba rezando. Yo, tomando a Eutimia en el alisar de la
quebrada. Pero me dolía muy hondo que hubieran derrumbado así a
mi padre. Antes de que lo despojaran, su vida era amar a su mujer y
su hijo, servir a sus amigos y defender a quien lo necesitara. Quería

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a su patria. A fuerza de injusticia y desamparo, lo habían
derrumbado.

Mi madre le dio esperanza con el nuevo alcalde. Fue como si mi


padre sanara de pronto. Eso duró dos días. El nuevo alcalde le dijo
también que no había plata para pagarle. Además, que abusó
cobrando cincuenta soles por un cajón de muerto y que era un
agitador del pueblo. Esto ya no tenía ni apariencia de verdad. Hacía
años que las gentes, sabiendo a mi padre en desgracia con las
autoridades, no iban por la casa para que las defendiera.

Con este motivo ni se asomaban. Mi padre le gritó al nuevo alcalde,


se puso furioso y lo metieron quince días en la cárcel, por desacato.
Cuando salió, le aconsejaron que fuera con mi madre a darle
satisfacciones al alcalde, que le lloraran ambos y le suplicaran el
pago. Mi padre se puso a clamar:
—«Eso nunca! ¿Por qué quieren humillarme? ¡La justicia no es
limosna! ¡Pido justicia!»

Al poco tiempo, mi padre murió.

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Antología literaria

EL COLLAR
1884
GUY DE MAUPASSANT
(francés)

Era un de esas lindas y encantadoras muchachas nacidas como por


un error del destino, en una familia de empleados. No tenía dote, ni
esperanzas, ni el menor medio de que un hombre rico y distinguido
la conociera, la comprendiera, la amara y la llevara al altar, y dejó
que la casaran con un empleadillo del Ministerio de Instrucción
Pública.

Al no poder engalanarse, fue sencilla, pero desgraciada


como si hubiera venido a menos; pues las mujeres no tienen casta ni
raza, y su belleza, su gracia y su encanto les sirven de nacimiento y
de familia. Su natural finura, su instintiva elegancia, su agilidad de
espíritu constituyen su única jerarquía, e igualan a las hijas del
pueblo con las grandes señoras.

Sufría sin cesar, sintiéndose nacida para todas las


delicadezas y todos los lujos. Sufría por la pobreza de su hogar, por
la miseria de las paredes, por el desgaste de las sillas, por la fealdad
de las telas. Todas esas cosas, en las cuales otra mujer de su casta ni
siquiera habría reparado, la torturaban e indignaban. La visión de la
joven bretona que le servía de criada despertaba en ella añoranzas
desoladas y sueños enloquecidos.

Pensaba antecámaras mudas, acolchadas con colgaduras orientales,


iluminadas por grandes hachones de bronce, y en dos altos lacayos

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de calzón corto durmiendo en los anchos sillones, amodorrados por
el pesado calor del calorífero. Pensaba en grandes salones
revestidos de viejas sedas, en muebles finos con chucherías
inestimables, y en saloncitos coquetos, perfumados, hechos para la
charla de la cinco con los amigos más íntimos, los hombres
conocidos y buscados cuya atención ambicionan y desean todas las
mujeres.

Cuando se sentaba, para cenar, ante la mesa redonda cubierta por


un mantel de tres días, frente a su marido que destapaba la sopera,
declarando con aspecto arrobado: “¡Ah! ¡Qué buen cocido! No
conozco nada mejor…” pensaba en cenas de gala, en servicios de
plata resplandeciente, en tapicerías que poblaban las paredes con
personajes antiguos y extrañas aves en medio de un bosque de
cuento de hadas; pensaba en platos exquisitos servidos en vajillas
maravillosas, en galanterías susurradas y escuchadas con sonrisa de
esfinge, al tiempo que se paladeaba la carne rosada de una trucha o
un alón de faisán.

No tenía hermosos trajes, ni joyas, nada. Y solo le gustaba eso; se


sentía hecha para ello. ¡Habría dado tanto por agradar, ser deseaba,
ser seductora y asediada!

Tenía una amiga rica, una compañera del colegio de monjas a la


que ya no iba a ver, porque sufría mucho al regresar a casa. Y lloraba
durante días enteros, de pena, de nostalgia, de desesperación y de
angustia.

Ahora bien, una noche su marido volvió a casa con aire


triunfante, y llevando en la mano un ancho sobre.
-Mira -dijo-, aquí hay algo para ti.
Ella rasgo vivamente el papel y sacó una tarjeta impresa con
estas palabras: “El ministro de Instrucción Pública y la señora de

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Ramponneau ruegan al señor y la señora Loisel les hagan el honor
de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del ministerio”.
En lugar de estar encantada, como esperaba su marido, tiró con
despecho la invitación sobre la mesa, murmurando:
-Qué quieres que haga con eso?
-Pero, querida, pensaba que estarías contenta. No sales nunca, y
es una ocasión. ¡Y estupenda! Me costó mucho trabajo conseguirla.
Todo el mundo la quiere; es muy buscada, y no han dado muchas a
los empleados.
Verás allí a todo el mundo oficial.
Ella lo miraba con ojo irritados, y declaró con impaciencia:
-¿Y qué quieres que me ponga para ir?
Él no lo había pensado; balbució:
-¡Pues el traje con el que vas al teatro. Me parece muy bien, ¡por
lo menos a mí!...
Se calló, estupefacto, pasmado, al ver que su mujer lloraba. Dos
gruesas lágrimas descendían lentamente de las comisuras de los
ojos hacia las comisuras de la boca; tartamudeó:
-¿Qué tienes? ¿Qué tienes?
Pero ella, con un violento esfuerzo, había domado su pena y
respondió con voz tranquila, enjugándose las húmedas mejillas:
-Nada. Solo que, como no tengo nada que ponerme, no puedo ir
a esa fiesta. Dale tu tarjeta a cualquier colega cuya mujer esté mejor
trajeada que yo.
Él estaba desolado. Prosiguió:
-Veamos, Matilde. ¿Cuánto costaría un traje decente, que
pudiera servirte en otras ocasiones, una cosa sencillita?
Ella reflexionó unos segundos, echando sus cuentas y pensando
también en la suma que podía pedir sin atraerse una negativa
inmediata y una pasmada exclamación del ahorrativo empleado.
Por fin respondió vacilando:

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-No sé exactamente, pero me parece que podría arreglarme con
cuatrocientos francos.
Él palideció un poco, pues se reservaba exactamente esa suma
para comprarse una escopeta y permitirse unas partidas de caza, al
verano siguiente, en la llanura de Nanterre, con algunos amigos que
salían a tirar a las alondras, por allí, los domingos.
Dijo, sin embargo:
-Está bien. Te doy cuatrocientos francos. Pero trata de conseguir
un bonito vestido.
Se acercaba el día de la fiesta, y la señora Loisel parecía triste,
inquieta, ansiosa. Sin embargo, su traje estaba preparado. Su marido
le dijo una noche:
-¿Qué tienes? Veamos, llevas tres días muy rara.
Y ella respondió:
-Me fastidia no tener una joya, ni la más insignificante piedra,
nada que ponerme. Así tendré un aire pobretón. Casi preferiría no ir
a esa velada.
Él prosiguió:
-Ponte flores naturales. Esta temporada se llevan mucho. Por
diez francos tendrás dos o tres rosas magnificas.
Ella no estaba muy convencida.
-No… no hay nada más humillante que tener pinta de pobre
entre mujeres ricas.
Pero su marido exclamó:
-¡Qué tonta eres! Ve a ver a tu amiga, la señora Forestier, y
pídele que te preste alguna joya. Tienes bastante amistad con ella
para hacerlo.
Ella lanzó un grito de gozo:
-Es cierto. No se me había ocurrido.
Al día siguiente se dirigió a casa de amiga y le contó su apuro.

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Antología literaria
La señora Forestier fue hacia su armario de luna, cogió un gran
cofre, lo trajo, lo abrió, y le dijo a la señora Loisel:
-Escoge, querida.
Vio primero brazaletes, después un collar de perlas, luego una
cruz veneciana, de oro y pedrería, un admirable trabajo. Se probó
los aderezos ante el espejo, vacilaba, no podía decidirse a
quitárselos, a devolverlos.
Preguntaba siempre:
-¿No tienes nada más?
-Claro que sí. Busca. No sé lo que puede agradarte.
De repente de descubrió, en una caja de satén negro, un
soberbio collar de brillantes; y su corazón empezó a latir con un
deseo inmoderado. Sus manos temblaban al cogerlo. Lo sujetó en
torno a su garganta, sobre su traje de cuello alto, y se quedó
extasiada consigo misma.
Después preguntó, vacilante, llena de angustia:
-¿Puedes prestarme esto, solo esto?
-Claro que sí, desde luego.
Saltó al cuello de su amiga, la abrazó con arrebato, y después
escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora Loisel tuvo un verdadero
triunfo.
Estaba más linda que ninguna, elegante, graciosa, sonriente y
loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su
nombre, pedían que se la presentaran. Todos los directores
generales querían valsar con ella.
El ministro se fijó en ella.
Bailaba con entusiasmo, con arrebato, embriagada de placer, sin
pensar en nada, entre el triunfo de su belleza, entre la gloria de su
éxito, entre una especie de nube de felicidad compuesta por todos

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Antología literaria
los deseos despertados, por esa victoria tan completa y tan dulce
para el corazón de las mujeres.
Se marchó hacia las cuatro de la madrugada. Su marido dormía,
desde medianoche, en un saloncito desierto, con otros tres señores
cuyas mujeres se divertían mucho.
Él echó sobre los hombros la prenda que había traído para la
salida, modesta prenda de la vida ordinaria, cuya pobreza chocaba
con la elegancia del traje de baile. Ella lo notó y quiso escapar, para
que no repararan en ella las otras mujeres que se envolvían en ricas
pieles.
Loisel la retenía:
-Espera. Vas a coger frío afuera. Voy a llamar un simón.
Pero ella no lo escuchaba y bajada rápidamente la escalera.
Cuando estuvieron en la calle, no encontraron un coche; y
empezaron a buscar, gritándoles a los cocheros que veían pasar a lo
lejos.
Bajaban hacia el Sena, desesperados, tiritando. Por fin
encontraron en el muelle uno de esos cupés noctámbulos que solo
se ven en París cuando cae la noche, como su durante el día se
avergonzaran de su pobreza.
Los llevó hasta la puerta, en la calle des Martyrs, y subieron
tristemente a su casa. Se había acabado, para ella. Y él, por su parte,
pensaba en que tendría que estar en el misterio a las diez.
Ella se quitó la prenda con que se había cubierto los hombros,
delante del espejo, con el fin de verse una vez más en plena gloria.
Pero de pronto lanzó un grito.
¡Ya no llevaba el collar en torno al cuello!
Su marido, medio desvestido ya, preguntó:
-¿Qué te pasa?
Se volvió hacia él, enloquecida:
-¡No…, no…, no tengo el collar de la señora Forestier!

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Antología literaria
Y buscaron entre los pliegues del traje, entre los pliegues del
abrigo, en los bolsillos, por todas partes. No lo encontraron.
Él preguntó:
-¿Estás segura de que aún lo tenías al salir del baile?
-Sí, lo toqué en el vestíbulo del ministerio.
-Pero, si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.
Debe de estar en el simón.
-Sí, es probable. ¿Te quedaste con el número?
-No. Y tú, ¿no te has fijado?
-No.
Se contemplaban aterrados. Por fin Loisel volvió a vestirse.
-Voy a desandar todo el camino que seguimos a pie –dijo- a ver si
lo encuentro.
Y salió. Ella se quedó vestida de gala. Sin fuerzas para acostarse,
caída en una silla, sin fuego, sin ideas.
Su marido regresó hacia las siete. No había encontrado nada.
Se dirigió a la prefectura de Policía, a los periódicos, para
prometer una recompensa, a las compañías de coches de alquiler,
en fin, a todos los lugares a donde lo empujaba un vislumbre de
esperanza.
Ella esperó todo el día, en el mismo estado de pasmo ante aquel
horrible desastre.
Loisel regresó por la noche, con el rostro hundido, pálido; no
había descubierto nada.
-Hay que describirle a tu amiga –dijo- que se te ha roto el cierre
del collar y que lo están arreglando. Eso nos dará tiempo para
solucionarlo.
Ella escribió al dictado.
Al cabo de una semana habían perdido toda esperanza.
Y Loisel, que había envejecido cinco años, declaró:
-Hay que pensar en sustituir esa joya.

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Antología literaria
Cogieron, al día siguiente, el estuche que la había encerrado, y se
dirigieron al joyero cuyo nombre se encontraba en el interior.
Consultó sus libros:
-No fui yo, señora, el que vendió ese collar, solo debí de
proporcionar el estuche.
Entonces fueron de joyería en joyería, buscando un collar
parecido al otro, consultando sus recuerdos, enfermos ambos de
pesar y de angustia.
Encontraron, en una tienda del Palais Royal, una sarta de
brillantes que les pareció enteramente igual a la que buscaban. Valía
cuarenta mil francos. Se lo dejarían en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que no vendiera antes de tres días. Y pusieron
la condición de que lo devolverían, por treinta y cuatro mil francos,
si encontraban el primero antes de finales de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil francos que le había dejado su padre.
Pediría prestado el resto.
Tomó en préstamo, pidiendo mil francos a uno, quinientos a
otro, cinco luises por aquí, tres luises por allá. Hizo pagarés, adquirió
compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con todas las razas
prestamistas.
Comprometió todo el final de su existencia, arriesgó su firma sin
saber si podría hacer honor a ella, y, espantado por las angustias del
futuro, por la negra miseria que iba a abatirse sobre él, por la
perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas
morales, fue a recoger el nuevo collar, depositando sobre el
mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.
Cuando la señora Loisel le devolvió el collar a la señora Forestier,
esta le dio, con aire ofendido:
-Hubieras debido devolvérmelo antes, pues podía haberlo
necesitado.

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Antología literaria
No abrió el estuche, cosa que su amiga temía. Si se hubiera dado
cuenta de la sustitución, ¿qué habría pensado?, ¿qué habría dicho?
¿No la habría tomado por una ladrona?
La señora Loisel conoció la horrible vida de los necesitados. Se
resignó por lo demás, de repente, heroica. Había que pagar aquella
espantosa deuda. Pagaría. Despidieron a la criada, cambiaron de
casa, alquilaron otra, una buhardilla bajo los tejados.
Conoció los trabajos pesados del hogar, las odiosas tareas de la
cocina, lavó la vajilla, desgastando sus rosadas uñas en los pucheros
grasientos y el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las
camisas y los paños de cocina, que tendía a secar en una cuerda;
bajó a la calle, todas las mañanas, la basura y subió el agua,
deteniéndose en casa piso para recobrar el resuello. Y vestida como
una mujer del pueblo, fue a la frutería, a la tienda de ultramarinos, a
la carnicería, con su cesto bajo el brazo, regateando insultaba,
defendiendo céntimo a céntimo su miserable dinero.

Cada mes era preciso pagar unos pagarés, renovar otros, ganar
tiempo. El marido trabajaba, por la tarde, pasando a limpio las
cuentas de un comerciante, y de noche, a menudo copias a
veinticinco céntimos la página.
Y esta vida duró diez años.
Al cabo de diez años lo habían devuelto todo, todo, con los
porcentajes de la usura y la acumulación de los intereses
superpuestos.
La señora Loisel parecía vieja, ahora. Se había convertido en la
mujer fuerte, y dura, de las parejas pobres. Mal peinada, con las
sayas torcidas y las manos rojas, hablaba en voz alta, fregaba los
suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en la
oficina, se sentaba junto a la ventana, y pensaba en aquella velada

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Antología literaria
de antaño, en aquel baile, donde había estado tan hermosa y tanto
la festejaron.
¿Qué habría ocurrido de no perdido el collar? ¡Quién sabe!
¡Quién sabe! ¡Qué singular es la vida, qué mudable! ¡Cuán poca
cosa se necesita para perdernos o salvarnos!
Ahora bien, un domingo, habiendo ido a dar una vuelta por los
Campos Elíseos para descansar de los quehaceres de la semana, vio
de repente a una mujer que paseaba un niño. Era la señora
Forestier, siempre joven, siempre hermosa, siempre seductora.
La señora Loisel se sintió emocionada. ¿Le hablaría? Sí, claro. Y
ahora que había pagado, se lo diría todo. ¿Por qué no?
Se acercó
-Hola, Jeanne.
La otra no la reconocía, y se extrañó de que aquella burguesa la
llamase con tanta familiaridad. Balbuceó:
-Pero… ¡señora!... Yo no sé… Usted debe confundirse.
-No. Soy Matilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito:
-¡Oh!... ¡Pobre Matilde, qué cambiada estás!...
-Sí, he pasado días muy duros, desde que dejé de verte; y
muchas miserias… ¡y todo por tu culpa!...
-Por mi culpa… ¿Cómo?
-¿Recuerdas aquel collar de diamantes que me prestaste para ir
a la fiesta del ministerio?
-Sí. ¿Y qué?
-Pues lo perdí.
-¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
-Te devolví otro muy parecido. Y hace diez que lo estamos
pagando. Comprenderás que no fue fácil para nosotros, que no
teníamos nada… en fin, ya se acabó, y estoy terriblemente contenta.
La señora Forestier se había detenido.

21
Antología literaria
-¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir el
mío?
-Sí. No te habías dado cuenta, ¿eh? Eran muy parecidos.
Y sonreía con una alegría orgullosa e ingenua.
La señora Forestier, muy emocionada, le cogió las dos manos.
-¡Oh! ¡Pobre Matilde! Pero, ¡si el mío era falso! Valía a lo sumo
quinientos francos…

22
Antología literaria

EL GIGANTE WA Y MACHÍN,
EL MONO BLANCO
Tradición oral aguaruna

Antiguamente el gigante Iwa comía gente. Exterminaba a los


aguarunas y huambisas del Alto Marañón. Nadie podía con él. Y
entonces Machín, el travieso mono blanco, quiso salvar a los
aguarunas y huambisas. Al Machín siempre le gusta hacer bromas.

Un día Machín se fue al interior del bosque y junto a un barranco


profundo sembró un árbol de yaásu1 cerca del camino por done
todos los días pasaba el gigante Iwa. Pronto creció el árbol y
maduraron sus frutos.
Otros aguarunas cuentan que Machín sopló o escupió a un árbol del
monte cualquiera y ese árbol se convirtió en caimito cargado de
frutos.

Cuando Iwa se acercaba por la trocha, Machín se subió al árbol y lo


llamó diciendo:
-Oye, compadre Iwa, detente un rato y ven a gustar estos frutos
de caimito, que son muy sabrosos. Son más sabrosos aun que la
carne de los aguarunas y huambisas que tú acostumbras comer.
Como Iwa no podía pasar, pues le separaba un barranco, dijo:
-¿Por dónde paso, Machín?
-Espérame ahí, no te muevas, que te voy a llevar unas frutas de
caimito para que pruebes.

23
Antología literaria
Y diciendo esto, Machín, el mono blanco, se descolgó por un
bejuco que colgaba del árbol y de unos cuantos altos llegó a donde
estaba Iwa.

-Toma, come caimito -dijo Machín.


A Iwa le agradó la fruta. Dijo:
-Está buena. Dame más caimito para mí y mi familia.
-Sube tú mismo a cogerla.
Decía Machín con malicia. Pero Iwa respondía:
-Yo no puedo subir.

Machín le dice:
-Mira, llévate estos pocos frutos de caimito para que des a
probar a tu mujer y a tus hijos, y mañana te vienes con tu familia a
llevarte todos los que quieras. Tráete bastantes canastas para que te
lleves llenas. Mientras tanto, yo mismo voy a prepararte un buen
puente para que puedas tú y tu familia pasar este barranco y subir al
árbol sin dificultad.

Apenas se hubo ido el gigante Iwa a avisar a su familia, Machín


preparó un puente de bejucos y lianas que atravesaba al barranco.
Abajo corría entre peñascos una quebrada de aguas transparentes
de color sangre llamada Numpatken.

Al día siguiente, desde muy temprano, Machín, el travieso mono


blanco, tenía todo preparado y estaba bien alegre saltando y
esperando que llegase el gigante Iwa. Por fin apareció al otro lado
del barranco con toda su familia. Cada uno traía colgando a su
espalda una canasta de tamshi2 .

24
Antología literaria
-Compadre, dame permiso, vengo a llevar caimito con mi mujer y
con todos mis hijos. ¿Ya preparaste el puente?

Así habló Iwa. Machín le contestó:


-Sí, ya está listo. Yo voy a probarlo para que veas que es
resistente.
Y diciendo así corriendo y saltando Machín pasó el puentecillo sin
dificultad. Lo probó tanteándolo todo. Dijo:
-Está bueno, compadre. Puedes pasar sin dificultas. Cuando
llegas al medio me avisas.
Entonces el gigantesco Iwa comienza a pasar el puente de
bejucos y lianas. Su mujer y sus hijos iban detrás llevando sus
canastas. Iwa al llegar al centro dice:

-¡Ya estamos en medio del puente! ¡Ya llegamos!


Entonces, Machín pasó la voz a unas ardillas que tenía avisadas
de antemano para que royeran los bejucos y lianas. Las ardillas
kunán y waiwásh, y las pequeñas ardillas wichin, aserraban con sus
muelas los bejucos y lianas del puente. Rápidamente quedó trozado.
Y el puente se desplomó precipitando a todos los Iwa al barranco.
Los Iwa al caer chocaron contra los peñascos de la correntosa
quebrada y murieron hechos pedazos.

Para asegurarse de la muerte de todos, el mono blanco


Machín se bajó del árbol del caimito con cuidado y con un palo
fracturaba las cabezas de los Iwas muertos. Después buscando
encontró al gigante Iwa y le sacó los sesos, y Machín se los puso en
su cabeza. Desde entonces el mono blanco tiene la cabeza grande y
piensa como gente.

25
Antología literaria
Machín se marchó llorando a grandes gritos. Por gusto
lloraba y fingía como que estaba triste y asustado. Porque temía que
alguno de la familia Iwa hubiese sobrevivido y le culpase de la
muerte del gigante Iwa y de su numerosa familia.

Pero todos estaban bien muertos y él, Machín, el mono


blanco del Alto Marañón, era el único realmente vivo.

---------
1. Yaàsu: es el árbol llamado caimito que produce una fruta del mismo nombre muy sabrosa y
carnosa, pero que deja los labios pegajosos.
2. Tamshi: liana muy resistente y fuerte que se utiliza para amarrar los palos y vigas en la
construcción de las viviendas, para sujetar las canoas en las orillas, fabricar canastas etc.

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Antología literaria

EL DUENDE DE LA TORMENTA
1956
CARLOTA CARVALLO DE NÚÑEZ
(peruana)

Cierta vez unos viajeros encontraron cerca de una mina abandonada


un muchachito indio dormido. Les llamó la atención que un ser
humano estuviera en un paraje tan frío y solitario y trataron de
averiguar cómo había llegado hasta allí, pero él permaneció mudo.
Le preguntaron el nombre de sus padres, sin obtener respuesta
alguna. Los miraba extrañado como si no comprendiera una palabra.
Vacilaron entre dejarlo allí abandonado a su suerte o llevarlo
consigo. Decidieron esto último y montándolo a la grupa de una de
sus cabalgaduras, fueron con él hasta el caserío más cercano. Allí lo
dejaron en manos de una buena mujer, que vivía con cierta
comodidad y tenía dos hijos.

Ella lo tuvo en su casita, lo vistió y le dio de comer. Luego le


preparó un blando lecho y lo trató con cariño. Pero el chico parecía
un animalito del monte, pues no hablaba y miraba con recelo a su
protectora.

Después de unos días, pensó dedicarlo a las faenas del campo


y le dio un costal para que fuera a cosechar papas, pero el
muchacho se puso a dormir y regresó sin las papas y sin el costal.

Al otro día la buena mujer se dijo: “No sirve para la cosecha,


pero en algo tiene que ayudar. Hoy lo mandaré a cuidar el rebaño”.
Y así se lo ordenó. Pero esa tarde el muchacho se presentó con dos
ovejas de menos.

27
Antología literaria
Su mayor placer consistía en seguir a los peones que
trabajaban en las minas. Se introducía allí sin que nadie se ocupara
de él. Amaba la oscuridad y en los días de sol se metía en rincón más
oscuro de la casa.

Una noche se desató una furiosa tempestad. Los truenos


retumbaban en las montañas vecinas y le viento rugía en los tejados
de las chozas.

La mujer y sus hijos se abrazaron llenos de temor. Entonces


sucedió una cosa extraordinaria. El muchachito se animó, sus ojos
brillaron de alegría y empezó a cantar con una vocecita destemplada
y chillona, en un idioma desconocido. Luego se puso a bailar
agitando los brazos. Sus movimientos se hacían cada vez más
rápidos, hasta que de improviso abrió la puerta y se lanzó afuera,
perdiéndose entre la oscuridad.

La pobre mujer salió a llamarlo, porque le había tomado


cariño, pero el arisco muchacho no regresó nunca más. Pasó mucho
tiempo. Los hijos de la viuda crecieron y fueron mineros, como había
sido su padre. Un día hubo un desplome en la mina y uno de ellos
quedó sepultado junto con otros operarios. La pobre mujer acudió
desconsolada y no quiso moverse en todo el día, esperando que
extrajeran a su hijo.

Pero llegó la noche y los mineros abandonaron la tarea. La


mina quedó desierta y la pobre mujer permaneció llorando sentada
en una piedra.

De pronto empezó a retumbar el trueno y a iluminar el rayo,


el cielo ennegrecido por la tormenta. Una figura humana se agitó
entre la oscuridad. Al pasar cerca de la mujer, está lo reconoció. Era
el muchachito a quien ella había recogido en su casa, hacía tanto
tiempo.

Él se detuvo a mirarla y un relámpago iluminó en ese


momento el semblante lloroso de la pobre mujer. Entonces le hizo
una seña para que lo siguiera y se perdió en la oscuridad de la mina.

28
Antología literaria
La mujer anduvo a tientas, durante un largo rato. El muchacho le
indicaba el camino con agudos gritos. Al fin se detuvo y con sus
manos afiladas empezó a arañar la dura roca.

Pronto quedó abierto un agujero por donde pudo penetrar.


Un rato después volvía con el cuerpo del minero a cuestas. Estaba
con los ojos cerrados y parecía muerto. Le sopló en la cara y así lo
reanimó. Después se incorporó y pudo andar. El muchacho los guió
hasta la entrada de la mina.

Los truenos seguían retumbando, peo ya la pobre mujer no


tenía miedo, había recobrado a su hijo y se sentía demasiado feliz.
Cuando quiso agradecer al extraño hombrecillo su buena acción, ya
este había desaparecido.

A la luz de un relámpago, lo vio alejarse bailando, siempre


bailando entre la tempestad.

29
Antología literaria
SALOMÓN Y AZRAEL
aproximadamente 1273
YALAL AL-DIN RUMI
(persa)

Un hombre vino muy temprano a presentarse en el palacio del


profeta Salomón, con el rostro pálido y los labios descoloridos.
Salomón le preguntó:
-¿Por qué estás en ese estado?
Y el hombre le respondió:
-Azrael, el ángel de la muerte, me ha dirigido una mirada
impresionante, llena de cólera. ¡Manda al viento, por favor te lo
suplico, que me lleve a la India para poner a salvo mi cuerpo y mi
alma!
Salomón mandó, pues, al viento que hiciera lo que pedía el
hombre. Y, al día siguiente, el profeta preguntó a Azrael:
-¿Por qué has echado una mirada tan inquietante a ese hombre,
que es un fiel? Le has causado tanto miedo que ha abandonado su
patria.
Azrael respondió:
-Ha interpretado mal mi mirada. No lo miré con cólera, sino con
asombro. Dios, en efecto, me había ordenado que fuese a tomar su
vida en la India, y me dije: ¿Cómo podría, a menos que tuviese alas,
trasladarse a la India?

¿De quién huyes tú? ¿De ti mismo?


Eso es algo imposible.
Más vale poner uno su confianza en la verdad.

30
Antología literaria

EL ZAPATERO Y EL DIABLO
1888
ANTÓ N CHÉ JOV
(ruso)

Era la víspera de Navidad. María llevaba ya un buen rato roncando


sobre la estufa y en la lamparilla había ardido ya todo el petróleo,
pero Fiódor Nílov seguía trabajando. Lo habría dejado hacía tiempo
y se habría marchado a la calle, pero un cliente en el callejón
Kolokolni, que le había encargado unos empeines para sus botas dos
semanas antes, había ido a verle el día anterior, le había ordenado
que acabara sin falta el trabajo antes del servicio matinal.
-¡Vaya una vida! –rezongaba Fiódor mientras trabajaba-,
Algunas personas llevan ya un buen rato durmiendo, otras
pasándoselo bien, y yo aquí trabajando como una mula, cosiendo
para el primero que llega…
Para no quedarse dormido, cogía de vez cuando una botella
que había debajo de la mesa y bebía, sacudiendo la cabeza después
de cada trago y diciendo en voz alta:
-Que alguien me explique por qué mis clientes se divierten
mientras yo tengo que coser para ellos. ¿Acaso porque ellos tienen
dinero y yo soy pobre?
Odiaba a todos sus clientes, especialmente al que vivía en el
callejón Kolokolni. Era un hombre de aspecto sombrío, con el pelo
largo, tez amarillenta, grandes lentes azules y voz ronca. Tenía un
apellido alemán impronunciable. Nadie parecía saber cuál era su
profesión ni en qué se ocupaba. Dos semanas antes, cuando Fiódor

31
Antología literaria
fue a si casa a tomarle las medidas, lo había encontrado sentado en
el suelo, machacando alguna cosa en un mortero. Antes de que
Fiódor tuviera tiempo de saludarlo, el contenido del mortero
relampagueó y empezó a despedir una llama roja y brillante, se
levantó un olor a azufre y plumas quemadas y toda la habitación se
lleno de un espeso humo de color rosa que hizo a Fiódor estornudar
cinco veces. De camino a casa, pensaba: “Nadie que tenga temor de
Dios podría ocuparse de esas tareas”.

Cuando la botella se quedó vacía, Fiódor piso las botas sobre


la mesa y se quedó pensativo. Apoyó la pesada cabeza en el puño y
se hundió en consideraciones sobre su pobreza, sobre su vida triste
y sombría.
Luego pasó a ocuparse de los ricos, de sus grandes casas, de sus
coches y de sus billetes cien rublos… ¡Qué bien estaría si las casas de
esos malditos ricos se vinieran abajo, sus caballos se murieran y sus
abrigos y gorros de piel se desgastaran! ¡Qué bien estaría si los ricos
poco a poco se volvieran pobres y no tuvieran nada para comer, y él,
un pobre zapatero se convirtiera en un hombre adinerado y se
pavoneara ante un zapatero pobre la víspera de Navidad!
Fiódor ocupó algunos minutos en esas ensoñaciones, pero
de pronto se acordó de su tarea y abrió los ojos.
“¡En qué estoy pensando! –pensó, contemplando las botas-.
Hace tiempo que he terminado el trabajo y sin embargo sigo aquí
sentado, ¡Tengo que llevárselas al cliente!”.
Envolvió el calzado en un pañuelo rojo, se puso el abrigo y
salió a la calle, caía una nieve fina y pesada que punzaba su rostro
como agujas. Hacía frío, reinaba la oscuridad y el suelo estaba
resbaladizo. Las farolas de gas despedían una luz opaca; en toda la
calle, por alguna razón, había tal olor a petróleo que Fiódor se vio
obligado a toser y carraspear. En una y otra dirección pasaban

32
Antología literaria
hombres pudientes en sus carruajes, todos ellos con un jamón y una
botella de vodka. Dese los coches y los trineos ricas señoritas
miraban a Fiódor, le sacaban la lengua y le gritaban entre sonrisas:
-¡Un mendigo! ¡Un mendigo!
Detrás de él caminaban algunos estudiantes, oficiales,
mercaderes y generales, y todos le insultaban:
¡Borracho! ¡Borracho! ¡Zapatero sin Dios! ¡No crees más que
en tus suelas! ¡Mendigo!
Todo eso era ofensivo, pero Fiódor guardó silencio y se
limitó a escupir. Cuando se encontró con Kuzmá Lebedkin, un
maestro zapatero natural de Varsovia, este le dijo:
-Yo me he casado con una mujer rica y en mi taller trabajan
aprendices. Pero tú eres pobre y no tienes nada que llevarte a la
boca.
Fiódor no se contuvo y se lanzó tras él. Le estuvo
persiguiendo hasta que llegó al callejón Kolokolni. Su cliente vivía en
la cuarta casa contando desde la esquina, en un apartamento
situado en la planta más alta.
Para llegar hasta allí había que atravesar un patio largo y oscuro,
luego subir por una escalera muy alta y resbaladiza que se
tambaleaba. Cuando Fiódor entró en la vivienda, encontró a su
cliente sentado en el suelo, triturando alguna sustancia en el
mortero, igual que dos semanas antes.

-¡Le traigo sus botas, Excelencia! –exclamó Fiódor con aire


sombrío.
El cliente se levantó y empezó a ponerse las botas en
silencio. Con intención de ayudarlo, Fiódor hincó una rodilla en
tierra y le quitó una de las botas viejas, pero inmediatamente se
puso en pie y, aterrado, retrocedió hasta la puerta. En lugar de pie
aquel hombre tenía una pezuña de caballo.

33
Antología literaria
“¡Vaya! –pensó Fiódor-. ¡Menuda historia!”.
Lo primero que debía haber hecho era persignarse, dejarlo
todo y escapar escaleras abajo; pero enseguida consideró que aquel
era su primer encuentro, y probablemente el último, con el diablo y
que sería una tontería no aprovecharse de sus servicios. Se dominó y
trató de probar fortuna. Tras ocultar las manos en la espalda para no
hacer la señal de la cruz, tosió respetuosamente y exclamó:
-La gente dice que no hay nada peor ni más vil en el mundo
que el diablo, pero en mi opinión, Excelencia, el Señor de las
Tinieblas es muy instruido. El diablo, dicho sea de paso, con perdón,
tiene pezuñas y rabo, pero es más inteligente que cualquier
estudiante.
-Le agradezco mucho esas palabras –exclamó el cliente,
sintiéndose halagado-. ¡Muchas gracias, zapatero! ¿Qué es lo que
quieres?
Y el zapatero, sin pérdida de tiempo, se puso a quejarse de
su suerte.
Empezó diciendo que había sentido envidia de los ricos desde niño.
Siempre le había molestado que no todas las personas vivieran en
grandes casas y tuvieran buenos caballos. ¿Por qué, se preguntaba,
él era pobre? ¿En qué era peor que kuzmá Lebedkin, natural de
Varsovia, que tenía su propia casa y una mujer que llevaba
sombrero? Su nariz, sus manos, sus piernas, su cabeza y su espalda
en nada se diferenciaban de las de los ricos; entonces, ¿por qué se
veía obligado a trabajar mientras los otros se divertían? ¿Por qué
estaba casado con María y no con una dama que desprendiera olor a
esencia? En casa de los clientes ricos había visto con frecuencia
bellas señoritas, pero ellas no le prestaban ninguna atención, solo a
veces se reían y murmuraban entre sí:
-¡Vaya nariz roja que tiene este zapatero!

34
Antología literaria
En verdad, María era mujer buena, amable y trabajadora,
pero carecía de educación, tenía una mano de hierro y pegaba
fuerte. Además, cuando se hablaba de política o de algún tema
elevado en su presencia, enseguida se entrometía, pronunciando las
más disparatadas insensateces.
-¿Qué es lo que quieres? –le interrumpió su cliente.
-Ya que es usted tan amable, señor diablo, me gustaría que
me hiciera rico, Excelencia.
-Muy bien. Pero debes entregarme tu alma a cambio. Antes
de que canten los gallos, tienen que firmarme este papel
asignándomela.
-¡Pero, Excelencia! –exclamó Fiódor respetuosamente-.
Cuando me encargó usted esos empeines, yo no le pedí dinero por
adelantado.
Antes de exigir dinero hay que cumplir lo pactado.
-¡Bueno, de acuerdo! –convino el cliente.
De pronto en el mortero surgió una brillante llama, de la que
se desprendió un humo rosado y denso, y a continuación empezó a
oler a azufre y a plumas quemadas. Cuando el humo se disipó,
Fiódor se frotó los ojos y advirtió que ya no era Fiódor el zapatero,
sino otra persona distinta, ataviada con un chaleco, una leontina y
unos pantalones nuevos, que se hallaba sentada en un sillón junto a
una gran mesa. Dos lacayos le presentaban diversos platos, al
tiempo que hacían profundas reverencias y exclamaban;
-¡Buen apetito, Excelencia!
¡Qué riqueza! Los lacayos le sirvieron una gran porción de
cordero asado y un plato con pepinillos. Luego trajeron en una
sartén un ganso asado y algo después cerdo al horno con salsa de
rábanos. ¡Y qué noble y distinguido era todo! Fiódor comió,
bebiendo un gran vaso de excelente vodka antes de cada plato, igual
que un general o un conde cualquiera. Después del cerdo le trajeron

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Antología literaria
unas gachas de avena con grasa de ganso asado y a continuación
una tortilla con una grasa de cerdo e hígado frito, alimentos todos
que degustó y apreció. ¿Y qué más? También sirvieron un pastel de
cebolla y nabo al vapor con kuas.
“¡No sé cómo los señores no revientan con estas comidas!”,
pensó.
Como colofón le trajeron un gran tarro de miel. Después de
la comida apareció el diablo con sus lentes azuladas y, haciéndole
una profunda reverencia, le preguntó:
-¿Estás satisfecho de la comida, Fiódor Panteleich?
Pero Fiódor no pudo pronunciar palabra, tan lleno estaba.
Después de ese exceso de comida se sentía incómodo y pesado.
Tratando de distraerse, se puso a examinar la bota de su pie
izquierdo.
-Por unas botas como estas yo no pediría menos de siete
rublos y medio. ¿Qué zapatero las ha hecho? –preguntó.
-Kuzmá Lebedkin –contestó el lacayo.
-¡Traedme aquí a ese imbécil!
Al poco apareció Kuzmá Lebedkin, natural de Varsovia. Se
detuvo en el quicio de la puerta, adoptando una actitud respetuosa,
y preguntó:
-¿Qué ordena Su Excelencia?
-¡Cállate! –le gritó Fiódor, golpeando el suelo con el pie-. No
te atrevas a contestarme. ¡Acuérdate de tu condición de zapatero y
de la clase de hombre que eres! ¡Estúpido! ¡No sabes hacer unas
botas! ¡Te voy a partir la cara! ¿A qué has venido?
-Por mi dinero, señor.
-¿Qué dinero? ¡Vete! ¡Vuelve el sábado! ¡Criado, dale un
tortazo!
Pero en ese momento recordó cuánto le habían
atormentado a él mismo sus clientes y sintió que se le encogía el

36
Antología literaria
corazón. Para distraerse, sacó del bolsillo una gruesa billetera y se
puso a contar su dinero. Había muchísimo, pero Fiódor quería
todavía más. El diablo de las lentes azuladas le trajo otro billetero
aún más lleno, pero él ansiaba todavía más, y cuanto más contaba
los billetes más insatisfechos se mostraba.
Al atardecer, el diablo le trajo una señorita alta y de
generoso busto, ataviada con un vestido rojo, y le dijo que aquella
era su nueva esposa.
Pasó toda la tarde besándola y comiendo dulces. Por la noche se
tumbó en un blando colchón de plumas, pero estuvo cambiando de
postura cada dos o tres horas, incapaz de conciliar el sueño. Se
sentía inquieto.
-Tenemos mucho dinero –le dijo a su esposa-, y eso puede
atraer a los ladrones. ¡Coge una vela y vete a echar un vistazo!
No pegó ojo en toda la noche y no paró de levantarse para
comprobar si el cofre estaba intacto. Al amanecer tenía que ir a la
iglesia para asistir al oficio de maitines. En la iglesia ricos y pobres
recibían idénticos honores. Cuando Fiódor era pobre, rezaba en la
iglesia con estas palabras:
“¡Señor, perdona a este pecador!”. Esos mismos vocablos pronunció
ahora que era rico, de modo que ¿dónde estaba la diferencia?
Además, después de la muerte al rico Fiódor no lo enterrarían entre
oro y diamantes, sino en la tierra negra, como al más pobre
pedigüeño. Fiódor ardería en el mismo fuego que los zapateros.
Todo eso le pareció ofensivo. De nuevo volvió a sentir en el cuerpo
la pesadez de la comida; en lugar de oraciones, le venían a la cabeza
distintas consideraciones relativas al cofre, el dinero, los ladrones y
su alma vendida y condenada.
Salió contrariado de la iglesia. Para alejar de sí esos
inoportunos pensamientos se puso a entonar una canción con todas

37
Antología literaria
sus fuerzas, como siempre había hecho. Pero nada más comenzar,
un guardia se acercó a él y le dijo, llevándose una mano a la visera:
-¡Excelencia, no es propio de señores cantar en la calle! ¡Ni
que fuera usted un zapatero!
Fiódor se reclinó contra una valla y trató de buscar otro
entretenimiento.
-¡Señor! –le gritó un portero-. No se apoye demasiado en
esa valla o se manchará el abrió.
Fiódor entró en una tienda y se compró el mejor acordeón; a
continuación saló a la calle y se puso a tocar. Todos los transeúntes
le señalaban con el dedo y se reían.
-¡Vaya un señor! –se mofaban los cocheros-. ¡Se comporta
como un zapatero!
-No podemos dejar que los señores perturben la paz –le dijo
un guardia-. ¡Será mejor que se vaya a una taberna!
-¡Señor, por el amor de Dios! –le gritaban los pobres,
rodeando a Fiódor por todos lados-. ¡Denos algo!
Antes, cuando era zapatero, los pobres no le prestaban
menos atención; ahora, en cambio, no se apartaban de él.
En casa se encontró con su nueva esposa, vestida con una
blusa verde y una falda roja. Hizo intención de acariciarla, pero ya
había levantado la mano con intención de propinarle un golpe en la
espalda, cuando ella exclamó con enfado:
-¡Bruto! ¡Grosero! ¡No sabes cómo tratar a una dama! Si me
amas, bésame la mano. Pero no voy a permitir que me pegues.
“¡Vaya una vida de perros! –pensó Fiódor-. ¡Y a esto le
llaman vivir! No puede uno ni cantar ni tocar el acordeón ni
pasárselo bien con su mujer… ¡Uf!”.
En cuanto se sentó con la señorita a tomar el té, apareció el
diablo de las lentes azuladas y exclamó:

38
Antología literaria
-Bueno, Fiódor Panteleich. He cumplido mi parte del
acuerdo, así que firma ese papel y sígueme. Ahora sabes lo que
significa ser rico, de modo que ya es suficiente.
Y sin más preámbulos arrastró a Fiódor al Infierno, donde
una multitud de diablos apareció volando por todas partes y se puso
a gritar:
-¡Estúpido! ¡Imbécil! ¡Burro!
En el Infierno había un olor a petróleo tan terrible que
apenas se podía respirar.
De pronto todo desapareció. Fiódor abrió los ojos y vio su
mesa, las botas y la lamparilla de hojalata. El cristal de la lamparilla
estaba negro y de la pequeña llama de la mecha se elevaba un humo
maloliente, semejante al de una chimenea. Junto a él estaba el
cliente de las lentes azuladas, gritándole con enfado.
-¡Estúpido! ¡Imbécil! ¡Burro! ¡Voy a darte una lección,
estafador! ¡Hace dos semanas que te hice este encargo y las botas
aún no están listas! ¿Crees que tengo tiempo para venir aquí cinco
veces al día a recogerlas? ¡Canalla, miserable!
Fiódor sacudió la cabeza y se ocupó de las botas. El cliente
pasó un buen rato insultándolo y amenazándolo cuando al cabo de
un rato se tranquilizó, Fiódor le preguntó con aire sombrío:
-¿En qué se ocupa usted, señor?
-Preparo bengalas y cohetes. Soy pirotécnico.
Carruajes y trineos con mantas de piel de oso se
desplazaban en una y otra dirección. Por la acera paseaban
comerciantes, señores y oficiales, junto con gente sencilla… Pero
Fiódor ya no tenía envidia de nadie y no se quejaba de su suerte.
Ahora pensaba que el destino de los ricos y pobres era igual de
desdichado. Los unos podían ir en carro, los otros cantar con todas
sus fuerzas y tocar el acordeón, pero a todos les esperaba la misma

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Antología literaria
tumba. Nada había en la vida por lo que mereciera la pena entregar
al diablo ni siquiera una pequeña parte del alma.

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Antología literaria
LOS OJOS DE JUDAS
1914
ABRAHAM VALDELOMAR
(peruano)

El puerto de Pisco aparece en mis recuerdos como una mansísima


aldea, cuya belleza serena y extraña acrecentaba el mar. Tenía tres
plazas. Una, la principal, enarenada, con una suerte de pequeño
malecón, baranda de madera, frente al cual se detenía el carro que
hacia viajes “al pueblo”; otra, la desolada plazoleta donde estaba mi
casa, que tenía por el lado de oriente una valla de toñuces 1; y la
tercera, al sur de la población, en la que había de realizarse esta
tragedia de mis primeros años.
En el puerto yo lo amaba y todo lo recuerdo porque allí todo
era bello y memorable. Tenía nueve años, empezaba el camino
sinuoso de la vida, y estas primeras visiones de las cosas, que no se
borran nunca, marcaron de manera tan dulcemente dolorosa y
fantástica el recuerdo de mis primeros años que así formose el
fondo de mi vida triste. A la orilla del mar se piensa siempre; el
continuo ir y venir de olas; la perenne visión del horizonte; los
barcos que cruzan el mar a lo lejos sin que nadie sepa su origen o
rumbo; neblinas matinales durante las cuales los buques perdidos
pitean clamorosamente, como buscándose unos a otros en la
bruma, cual ánimas desconsoladas en un mundo de sombras; las
“paracas”, aquellos vientos que arrojan a la orilla a los frágiles botes
y levantan columnas de polvo monstruosas y livianas; el ruido
cotidiano del mas, de tan extraños tonos, cambiantes como las
horas; y a veces, en la apacible serenidad marina, el surgir de
rugidores animales extraños, tritones pujantes, hinchados, de

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Antología literaria
pequeños ojos y viscosa color, cuyos cuerpos chasquean las aguas al
cubrirlos desordenadamente.
En las tardes, a la caída del sol, el viaje de los pájaros
marinos que vuelven del norte, en largos cordones, en múltiples
líneas, escribiendo en el cielo no sé qué extrañas palabras. Ejércitos
inmensos de viajeros de ignotas regiones, de inciertos parajes que
van hacia el sur agitando rítmicamente sus alas negras, hasta
esfumarse, azules, en el oro crepuscular. En la noche, en la profunda
oscuridad misteriosa, en el arrullo solemne de las aguas, vanas luces
que surgen y se pierden a lo mejor como vidas estériles… En mi casa,
mi dormitorio tenía una ventana que daba hacia el jardín cuya única
vid desmedrada y raquítica, de hojas carcomidas por el salitre,
serpenteaba agarrándose en los barrotes oxidados. Al despertar
abría yo los ojos y contemplaba, tras el jardín, el mar.

Por allí cruzaban los vapores con su plomiza cabellera de


humo que se diluía en el cielo azul.
Otros llegaban al puerto, creciendo poco a poco, rodeados de
gaviotas que flotaban a su lado como copos de espuma y, ya
fondeados, los rodeaban pequeños botecillos ágiles. Eran entonces
los barcos como cadáveres de insectos, acosados por hormigas
hambrientas.
Levantábame después del beso de mi madre, apuraba el
café humeante en la taza familiar, tomaba mi cartilla e íbame a la
escuela por la ribera. Ya en el puerto, todo era luz y movimiento. La
pesada locomotora, crepitante, recorría el muelle. Chirriaban como
desperezándose los rieles enmohecidos, alistaban los pescadores
sus botes, los fleteros empujaban sus carros en los cuales los fardos
de algodón hacían pirámide, sonaba la alegre campana del
“cochecito”; cruzaban en sus asnos pacientes y lanudos, sobre los
hatos de alfalfa, verde y florecida en azul, las mozas del pueblo;

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Antología literaria
llevaban otras en cestos de caña brava la pesca de la víspera, y los
empleados, con sus gorritas blancas de viseras negras, entraban al
resguardo, a la capitanía, a la aduana y a la estación del ferrocarril.
Volvía yo antes del mediodía de la escuela por la orilla cogiendo
conchas, huesos de aves marinas, piedras de rara color, plumas de
gaviotas y yuyos que eran cintas multicolores y transparentes como
vidrios ahumados, que arrojaba el mar.

II
Mi padre, que era empleado en la Aduana, tenía un
hermoso tipo moreno. Faz tranquila, brillante mirada, bigote
pródigo. Los días de llegada de algún vapor vestíase de blanco y en
la falúa rápida, brillante y liviana, en cuya popa agitada por el viento
ondeaba la bandera, iba mar afuera a recibirlo. Mi madre era
dulcemente triste. Acostumbraba llevarnos todas las tardes a mi
hermanita y a mí a la orilla a ver morir el sol. Desde allí se veía el
muelle, largo, con sus aspas monótonas, sobre las que se elevaban
las efes de sus columnas, que en los cuadernos, en la escuela,
nosotros pintábamos así:
III

Pues de los ganchitos de las efes pendían los faroles por las
noches. Mi padre volvía por el muelle, al atardecer, nos buscaba
desde lejos, hacíamos señales con los pañuelos y él perdíase un
momento tras de las oficinas al llegar a tierra para reaparecer a
nuestro lado. Juntos veíamos entonces “la procesión de las luces”
cuando el sol se había puesto y el mar sonaba ya con el canto
nocturno muy distinto del canto el día. Después de la procesión,
regresábamos a casa y durante la comida papá nos contaba todo lo
que había hecho en la tarde.

43
Antología literaria
Aquel día, como de costumbre, habíamos ido a ver la caída
del sol y a esperar a papá. Mientras mi madre sobre la orilla
contemplaba silenciosa el horizonte, nosotros jugábamos a su lado,
con los zapatos enarenados, fabricando fortalezas de arena y
piedras, que destruían las olas al desmayarse junto a sus muros,
dejando entre ellos su blanquísima espuma. Lentamente caía la
tarde.
De pronto mamá descubrió un punto en el lejano límite del
mar.
-¿Ven ustedes? –nos dijo preocupada-, ¿no parece un
barco?
-Sí, mamá –respondí-. Parece un barco…
-¿Vendrá papá? –interrogó mi hermana.
-Él no comerá hoy con nosotros, seguramente –agregó mi
madre-.
Tendrá que recibir ese barco. Vendrá de noche. El mar está muy
bravo –y suspiró entristecida…
El sol se ahogó en sangre en el horizonte. El barco se divisó
perfectamente recortado en el fondo ocre. Sobre el puerto cayó la
noche. En silencio emprendimos la vuelta a casa, mientras
encendían el faro del muelle y desfilaba “la procesión de las luces”.
Así decíamos a un carro lleno de faroles que salía de la
capitanía y era conducido sobre el muelle por un marinero, quien a
cada cincuenta metros se detenía, colocando sobre cada poste un
farol hasta llegar al extremo del muelle extendido y lineal; mas,
como esta operación hacíase entrada la noche, solo se veían
avanzando sobre el mar, las luces, sin que el hombre ni el carro ni el
muelle se viesen, lo que daba a ese fanal un aspecto extraño y
quimérico en la profunda oscuridad de esas horas.
Parecía aquel carro un buque fantasma que flotara sobre las
aguas muertas. A cada cincuenta metros se detenía, y una luz

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Antología literaria
suspendida por invisible mano iba a colgarse en lo alto de un poste,
invisible también. Así, a medida que el carro avanzaba, las luces iban
quedando inmóviles en el espacio como estrellas sangrientas; y el
fanal iba disminuyendo su brillar y dejando sus luces a lo largo del
muelle, como una familia cuyos miembros fueran muriendo
sucesivamente de una misma enfermedad. Por fin la última luz se
quedaba oscilando al viento, muy lejos, sobre el mar que rugía en las
profundad tinieblas de la noche.
Cuando se colgó el último farol, nosotros, cogidos de la
mano de mi madre, abandonamos la playa tornando al hogar. La
criada nos puso los delantales blancos. La comida fue en silencio.
Mamá no tomó nada. Y en el mutismo de esa noche triste, yo veía
que mamá no quitaba la vista del lugar que debía ocupar mi padre,
que estaba intacto con su servilleta doblada en el aro, su cubierto
reluciente y su invertida copa. Todo inmóvil. Solo se oía el chocar de
los cubiertos con los platos o los pasos apagados de la sirviente, o el
rumor que producía el viento al doblar los árboles del jardín. Mamá
solo dijo dos veces con su voz dulce y triste:
-Niño, no se toma así la cuchara…
-Niña, no se come tan de prisa…

III
Papá debió volver muy tarde, porque cuando yo desperté en
mi cama, sobresalto al oír una exclamación, sonaron frías, lejanas,
las dos de la madrugada. Yo no oí en detalle la conversación de mis
padres; pero no puedo olvidar algunas frases que se me han
quedado grabadas profundamente.
-¡Quién lo hubiera creído! –decía papá-. Tú conoces a Luisa,
sabes cuán honorable y correcto es su marido…

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Antología literaria
-¡No es posible, no es posible! –respondió mi madre, con voz
medrosa.
-Ojalá no lo fuese. Lo cierto es que Fernando está preso; el
juez cogió al niño y amenazó a Luisa con detenerlo si ella no decía la
verdad, y ya ves, la pobre mujer lo ha declarado todo. Dijo que
Fernando había venido a Pisco con el exclusivo objeto de perseguir a
Kerr, pues había jurado matarlo por una vieja cuestión de honor…
-¿Y ella ha delatado a su marido? ¡Qué horrible traición, qué
horrible!
-¿Y qué cuestión ha sido esa?...
-No ha querido decirlo. Pero, admírate. Esto ha ocurrido a
las cuatro de la tarde; Kerr ha muerto a las cinco a consecuencia de
la herida, y cuando trasladaban su cadáver se promovió en la calle
un gran tumulto, oímos gritos y exclamaciones terribles, fuimos
hacia allí y hemos visto a Luisa gritar, mesarse los cabellos y, como
loca, llamar a su hijo. ¡Se lo habían robado!
-¿Le han robado a su hijo?
Sentí los sollozos de mi madre. Asustado me cubrí la cabeza
con la sábana y me puse a rezar, inconsciente y temeroso, por todos
esos desdichados a quienes no conocía.
-Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es
contigo, bendita eres…
Al día siguiente, de mañana, trajeron una carta con un
margen de luto muy grande y papá salió a la calle vestido de
negro.

IV
Recuerdo que al salir de la población, pasé por la plazuela
que está al fin del barrio Del Castillo y empecé a alejarme en la curva

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Antología literaria
de la costa hacia San Andrés, entretenido en coger caracoles,
plumas y yerbas marinas.
Anduve largo rato y pronto me encontré en la mitad del camino, al
norte, el puerto ya lejano de Pisco aparecía envuelto en un vapor
vibrante, veíanse las casas muy pequeñas, y los pinos, casi borrados
por la distancia, elevábanse apenas. Los barcos del puerto tenían un
aspecto de abandono, cual si estuvieran varados por el viento del
sur. El muelle parecía entrar apenas al mar. Recorrí con la mirada la
curva de la costa que terminaba en San Andrés. Ante la soledad del
paisaje, sentí cierto temor que me detuvo. El mar sonaba apenas. El
sol era tibio y acariciador. Un ave marina apareció a lo lejos, la vi
venir muy alto, muy alto, bajo el cielo, sola y serena como un alma;
volaba sin agitar las alas, deslizándose suavemente, arriba, arriba.
La seguí con la mirada, alzando la cabeza, y el cielo me pareció
abovedado, azul e inmenso, como si fuera más grande y más grande
y más hondo y mis ojos lo miraran más profundamente.
El ave se acercaba, volví la cara y vi la campaña tierra
adentro, pobre, alargándose en una faja angosta, detrás de la cual
comenzaba el desierto vasto, amarillo, monótono, como otro mar
de pena y desolación. Una ráfaga ardiente vino de él hacia el mar.
En medio de esa hora me sentí solo, aislado, y tuve la idea
de haberme perdido en una de esas playas desconocidas y remotas,
blancas y solitarias donde van las aves a morir. Entonces sentí el
divino prodigio del silencio; poco a poco se fue callando el rumor de
las olas, yo estaba inmóvil en la curva de la playa y al apagarse el
último del mar, el ave se perdió a lo lejos. Nada acusaba ya a la
Humanidad ni a la vida. Todo era mudo y muerto. Solo quedaba un
zumbido en mi cerebro que fue extinguiéndose, hasta que sentí el
silencio, claro, instantáneo, preciso. Pero solo fue un segundo. Un
extraño sopor me invadió luego, me acosté en la arena, llevé mi
vista hacia el sur, vi una silueta de mujer que aparecía a lo lejos, y

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Antología literaria
mansamente, dulcemente, como una sonrisa, se fue borrando todo,
todo, y me quedé dormido.

V
Desperté con la idea de la mujer que había visto al dormirse,
pero en vano la buscaron mis ojos, no estaba por ninguna parte.
Seguramente había dormido mucho, y durante mi sueño, la
desconocida, que tenía un vestido blanco, había podido recorrer
toda la playa. Observé, sin embargo, los pasos que venían por la
orilla. Menudos rastros de mujer que le mar había borrado en
algunos sitios, circundaban el lugar donde yo me había dormido y
seguían hacia el puerto.
Pensativo y medroso no quise a san Andrés. El sol iba a
ponerse ya, y restregándose los ojos, siguiendo los rastros de la
desconocida, emprendí la vuelta por la orilla. En algunos puntos el
mar había borrado las huellas, buscábalas yo adivinándolos casi. Y
por fin las veía aparecer sobre la arena húmeda. Recogí una conchita
rara, la eché en mi bolsillo y mi mano tropezó con un extraño
objeto. ¿Qué era? Una medalla de la Purísima, de plata, pendiendo
de una cadena delgada, larga y fría. Examiné mucho el objeto y me
convencí de que alguien lo había puesto en mi bolsillo.
Tuve una sospecha, la mujer; quise arrojarle, pero me detuve.
Guardé la medalla y cavilando en el hallazgo, llegué a casa
cuando el sol ponía. Mi curiosidad hizo que callara y ocultara el
objeto; y al día siguiente, martes de Semana Santa, a la misma hora,
volví. El mar durante la noche había borrado las huellas donde me
acostara la víspera, pero aproximadamente elegí un sitio y me
recosté. No tardó en aparecer la silueta blanca. Sentí un violento
golpe en el corazón y un indecible temor. Y sin embargo tenía una
gran simpatía por la desconocida que vestida de blanco se acercaba.

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Antología literaria
El miedo me vencía, quería correr y luchaba por quedarme.
La mujer se acercaba cada vez más. Me miró desde lejos, quise irme
aún; pero ya era tarde. El miedo y luego la apacible mirada de
aquella mujer me lo impedían.
Acercase la señora. Yo, de pie quitándome la gorra, le dije:
-Buenas tardes, señora…
-¿Me conoces?...
-Mamá me ha dicho que se debe saludar a las personas
mayores…
La señora me acarició sonriendo tristemente y me preguntó:
-¿Te gusta mucho el mar?
-Sí, señora. Vengo todas las tardes.
-¿Y te quedas dormido?...
-¿Usted vino ayer, señora?...
-No; pero cuando los niños se quedan dormidos a la orilla
del mar, y son buenos, viene un ángel y les regala una medalla. ¿A ti
te ha regalado el ángel?...
Yo sonreí incrédulo; la dama lo compendió, y conversando,
perdido el temor hacia la señora vestida de blanco, cogido de su
mano, emprendí la vuelta a la población.
Al llegar a la plazuela Del Castillo, vimos unos hombres que
levantaban una especie de torre de cañas.
-¿Qué hacen esos hombres? –me preguntó la señora.
-Papá nos ha dicho que están preparando el castillo para
quemar a Judas el Sábado de Gloria.
-¿A Judas? ¿Quién te ha dicho eso? –Y abrió
desmesuradamente los ojos.
-Papá dice que Judas tiene que venir el sábado por la noche
y que todos los hombres del pueblo, los marineros, los trabajadores
del muelle, los cargadores de la estación, van a quemarlo, porque
Judas es muy malo…

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Antología literaria
Papá nos traerá para que lo veamos…
-¿Y tú sabes por qué lo queman?...
-Sí, señora. Mamá dice que lo queman porque traicionó al
Señor…
-¿Y no te da pena que lo quemen?...
-No, señora. Que lo quemen. Por él los judíos mataron a
nuestro Señor Jesucristo. Si él no lo hubiese venido, ¿cómo habrían
sabido quién era los judíos?...
La señora no contestó. Seguimos en silencio hasta la
población. Los hombres se quedaron trabajando y al despedirse la
señora blanca me dio un beso y me preguntó:
-Dime, ¿tú no perdonarías a Judas?...
-No, señora blanca; no lo perdonaría.
La dama se marchó por la orilla oscura y yo tomé el camino
de mi casa. Después de la comida me acosté.

VI
Estuve varios días sin volver a la playa, pero el Sábado de
Gloria en que debían quemar a Judas, salí a la playa para dar un
paseo y ver en la plaza el cuerpo del criminal, pues según papá, ya
estaba allí esperando su castigo el traidor, rodeado de marineros,
cargadores, hombres del pueblo y pescadores de San Andrés. Salí a
las cuatro de la tarde y me fui caminando por la orilla.
Llegué al sitio donde Judas, en medio del pueblo, se elevaba, pero le
tenían cubierto con una tela y solo se le veía la cabeza. Tenía dos
ojos enormes, abiertos, iracundos, pero sin pupilas y la inexpresiva
mirada se tendía sobre la inmensidad del mar. Seguí caminando y al
llegar a la mitad de la curva, distinguí a la señora blanca que venía
del lado de San Andrés. Pronto llegó hasta mí. Estaba pálida y me
pareció enferma. Sobre su vestido blanco y bajo el sombrero alón,
su rostro tenía una palidez de marfil. ¡Era tan blanca! Sus facciones

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Antología literaria
afiladas parecían no tener sangre; su mirada era húmeda, amorosa y
penetrante. Hablamos largo rato.
-¿Has visto a Judas?
-Lo he visto, señora blanca…
-¿Te da miedo?...
-Es horrible… A mí me da mucho miedo…
-¿Y ya le has perdonado?...
-No, señora, yo no lo perdono. Dios se resentiría conmigo si
le perdonase… ¿Usted viene esta noche a verlo quema?...
-Sí.
-¿A qué hora?...
-Un poco tarde. ¿Tú me reconocerías de noche?... ¿No te
olvidarías de mi cara? Fíjate bien –y me miró extrañamente-.
Fíjate bien en mi cara…
Yo vendré un poco tarde… Dime, ¿le has visto tú los ojos a Judas?...
-Sí, señora. Son inmensos, blancos, muy blancos…
-¿Dónde miran?...
-Al mar…
-¿Estás seguro? ¿Miran al mar? ¿Te has fijado bien?...
-Sí, señora blanca, miran al mar…
Sobre la arena donde nos habíamos sentado, la señora miró
largamente el océano. Un momento permaneció silenciosa y luego
ocultó su cara entre las manos. Aún me pareció más pálida.
-Vamos –me dijo.
Yo la seguí. Caminamos en silencio a través de la playa, pero
al acercarnos a la plazuela donde estaba el cuerpo de Judas, la
señora se detuvo y mirando al suelo, me dijo:
-Fíjate bien en él… Me vas a contar adónde mira. Fíjate
bien… Fíjate bien.

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Antología literaria
Y al pasar ante el cuerpo, ella volvió la cara hacia el mar,
para no ver la cara de Judas. Parecía temblar su mano, que me tenía
cogido por el brazo, y al alejarnos me decía:
-Fíjate adónde mira, de qué color son sus ojos, fíjate, fíjate…
Pasamos. Yo tenía miedo. Sentí temblar fuertemente a la
señora, que me preguntó nuevamente:
-¿Dónde miran los ojos?
-Al mar, señora blanca… Bien lejos, bien lejos…
Ya era tarde. La noche empezó a caer y las luces de los
barcos se anunciaron débilmente en la bahía. Al llegar a la altura de
mi casa, la señora me dio un beso en la frente, un beso muy largo, y
me dijo:
-¡Adiós!
La noche tenía un color brumoso, pero no tan negro como
otras veces.
Avancé hasta mi casa pensativo, y encontré a mi madre
llorando, porque debía salir un barco a esa hora y papá debía ir
despacharlo. Nos sentamos a la mesa. Allí se oía rugir el mar,
poderosos y amenazador. Madre no tomó nada y me atreví a
preguntarle:
-Mamá, ¿no vamos a ver quemar a Judas?...
-Si papá vuelve pronto. Ahora vamos a rezar…
Nos levantamos de la mesa. Atravesamos el patiecillo. Mi
hermana se había dormido y la criada la llevaba en brazos. La luna se
dibujaba opacamente en el cielo. Llegamos al dormitorio de mi
madre y ante el altar, donde había una Virgen del Carmen muy linda,
nos arrodillamos. Iniciamos el rezo. Mamá decía en su oración:
-Por los caminantes, navegantes, cautivos cristianos y
encarcelados…
Sentimos, inusitadamente, ruidos, carreras, voces y
lamentaciones. Las gentes corrían gritando y de pronto oímos un

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Antología literaria
sonido estridente, característico, como el pitear de un buque
perdido. Una voz gritó cerca de la puerta:
-¡Un naufragio!
Salimos despavoridos, en carrera loca, hacia la calle. El
pueblo corría hacia la ribera. Mamá empezó a llorar. En ese
momento apareció mi padre y nos dijo:
-Un naufragio. Hace una hora que he despachado el buque.
Seguramente ha encallado…
El buque llamaba con un silbido doloroso, como si se quejara
de un agudo dolor, implorante, solemne, frío. La luna seguía
opacada. Salimos todos a la playa y pudimos ver que el barco hacía
girar un reflector y que del muelle salían unos botes en su ayuda.
El pueblo se preparaba. Estaba reunido alrededor de la
orilla, alistaba febrilmente sus embarcaciones, algunos habían
sacado linternas y farolillos y auscultaban el aire. Una voz ronca
recorría la playa como una ola, pasaba de boca y estallaba:
-¡Un naufragio!
Era el eterno enemigo de la gente del mar, de los
pescadores, que se lanzaban en los frágiles botes, de las mujeres
que los esperaban temerosas, a la caída de la tarde; el eterno
enemigo de todos los que viven a la orilla… El terrible enemigo
contra el que luchan todas las creencias y supersticiones de los
pueblos costaneros; que surge de repente, que a veces es el molino
desconocido y siniestro que lleva a los pescadores hacia un vórtice
extraño y no los deja volver más a la costa; otras veces el peligro
surge en forma viento que alejaba de la costa las embarcaciones
para perderlas en la inmensidad azul y verde del mar. Y siempre que
aparece este espíritu desconocido y sorpresivo las gentes sencillas
vibran y oran al apóstol pescador, su patrón y guía, porque
seguramente alguna vida ha sido sacrificada.

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Antología literaria
Aún oímos el rumor de las gentes del mar. Cuando empezó a
retirarse, se apagaron los reflectores y el piteo cesó. Nadie
comprendía por qué el barco se alejaba; pero cuando este se perdía
hacia el sur, todo el pueblo, pensativo, silenciosa e inmenso, regresó
por las calles y se encaminó a la plaza en la que Judas iba a ser
sacrificado. Mamá no quiso ir, pero papá y yo fuimos a verle.
Caminamos todo el barrio Del Castillo y al terminarlo y
entrar a la plazoleta, la fiesta se anunció con una viva luz sangrienta.
A los pies de Judas ardía una enorme y roja llamarada que hacía
nubes de humo y que iluminaba por dentro el deforme cuerpo del
condenado, a quien yo quería ver de frente.
Pero al verlo tuve miedo. Miedo de sus grandes ojos que se
iluminaban de un torno casi rosado. Busqué entre los que nos
rodeaban a la señora blanca, pero no la vi. La plaza estaba llena, el
pueblo la ocupaba toda y de pronto, de la casa que estaba a la
espalda de Judas y que daba frente al mar, salieron varios hombres
con hachones encendidos y avanzaron entre la multitud hacia Judas.
-¡Ya lo van a quemar! –gritó el pueblo. Los hombres
llegaron. Los hachones besaron los pies del traidor y una llama
inmensa apreció violentamente. Acercaron un barril de alquitrán y la
llamarada aumentó.
Entonces fue el prodigio. Al encenderse el cuerpo de Judas,
los ojos con el reflejo de la luz tornáronse rojos, con un rojo
iracundo y amenazador; y como si toda aquella gente semiperdida
en la oscuridad y en las llamas, hubiera pensado en los ojos del
ajusticiado, siguió la mirada sangrienta de este que fue a detenerse
en el mar. Un punto negro había al final de la mirada que casi todo
el pueblo señalo. Un golpe de luz de la luna iluminó el punto lejano y
el pueblo, que aquella noche estaba como poseído de una extraña
preocupación, gritó abandonando la plaza y lanzándose a la orilla:
-¡Un ahogado, un ahogado!...

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Antología literaria
Se produjo un tumulto horrible. Un clamor general que tenía
algo de plegaria y de oración, de maldición pavorosa y de tragedia,
se elevó hacia el mar, en esa noche sangrienta.
-¡Un ahogado!
El punto era traído mansamente por las olas hacia la playa.
Al grito unánime siguió un silencio absoluto en el que podía
percibirse el mudo manso del mar. Cada uno de los allí presentes
esperaba la llegada del desconocido cadáver, con un presentimiento
doloroso y silente. La luna empezó a clarear. Debía ser muy tarde y
por fin se distinguió un cadáver ya muy cerca de la orilla, que parecía
tener encima una blanca sábana. La luna tuvo una coloración violeta
y alumbró aún el cadáver que poco a poco iba acercándose.
-¡Un marinero! –gritaron algunos.
-¡Un niño! –dijeron otros.
-¡Una mujer! –exclamaron todos. Algunos se lanzaron al mar
y secaron el cadáver a la orilla. El pueblo se agrupó alrededor. Le
clavaban las luces de las linternas, se peleaban por verle, pero como
allí en la orilla no hubiese luz bastante, lo cargaron y lo llevaron
hacia los pies de Judas que aún ardía en el centro de la plaza. Todo
el pueblo volvía a ella y con él yo -cogido siempre de la mano de
papá-. Llegaron, colocaron en tierra el cadáver y ardió el último
resto del cuerpo de Judas quedando solo la cabeza, cuyos dos ojos
ya no miraban a ningún lugar sino a todos. Yo tenía una extraña
curiosidad por el cadáver. Mi padre seguramente no deseaba otra
cosa, quiso abrir sitio y como las gentes de mar lo conocían y
respetaban, le hicieron pasar y llegamos hasta él.
Vi un grupo de hombres todos mojados, con la cabeza
inclinada teniendo en la mano sus sombreros, silenciosos, rodeando
el cadáver, vestido de blanco, que estaba en el suelo. Vi las telas
destrozadas y el cuerpo casi desnudo de una mujer. Fue una horrible
visión que no olvido nunca. La cabeza echada hacia atrás, cubierta el

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Antología literaria
rostro con el cabello desgreñado. Un hombre de esos se inclinó,
descubrió la ara y entonces tuve la más horrible sensación de mi
vida. Di un grito extraño, inconsciente, y me abracé a las piernas de
mi padre.
-¡Papá, papá, si es la señora blanca! ¡La señora blanca, papá!
Creí que el cadáver me miraba, que me reconocía; que Judas
ponía sus ojos sobre él y di un segundo grito más fuerte y terrible
que el primero.
-¡Sí; perdono a Judas, señora blanca, sí, lo perdono!...
Padre me cogió como loco, me apretó contra su pecho, y yo,
con los ojos muy abiertos, vi mientras que mi padre me llevaba,
rojos y sangrientos, acusadores, siniestros y terribles, los ojos de
Judas que miraban por última vez, mientras el pueblo se desgranaba
silencioso y unos cuantos hombres se inclinaban sobre el cadáver
blanco.
Ocultábase la luna…

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Antología literaria
EL TIGRE Y EL VENADO

Una vez un tigre, el más feroz y vigoroso de la selva amazónica,


cansado de deambular sin rumbo, sin propósito, decidió buscar un
lugar tranquilo donde construir su casa. Cierta mañana después de
tanto caminar, llegó a las orillas de una quebrada de aguas
cristalinas y ahí se encontraba el sitio indicado para radicar.

Coincidentemente, el venado, animal vistoso y elegante, pero


tímido y frágil, le pasó cosa igual; eligieron el mismo lugar, un
hermoso sitio, rodeado con frondosos árboles que brindaban su
sombra todo el día y por ahí cerca pasaba una quebrada con
abundante agua limpia y cristalina que corría entre las salientes
piedras.

Al día siguiente, muy temprano antes que aparezcan los primeros


rayos del sol, el venado con herramientas bien afiladas, comenzó a
remover el hierbal para tumbar algunos árboles pequeños y sus
ramas picachear para su pronto secado. Después de esta tarea
preliminar, se marchó al bosque en búsqueda de alimentos.

En el mismo lugar, cuando empezaba a calentar el sol, el tigre


salió de su guardia con ánimos de empezar la tumba de los árboles.
Grande fue su sorpresa al encontrar todo cortado, los árboles y
ramas picadas en el suelo, listo para shuntear. Al ver esto exclamó:
“Es tupa, el Dios de la selva, que ha venido en mi ayuda”, y se puso a
juntar las ramas y formar los shuntos para quemar. Terminando esta
pequeña tarea, después de un breve descanso, se fue al monte a
buscar sus alimentos.

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Antología literaria
Cuando el venado llegó al día siguiente, se encontró con que
toda la palizada estaba juntado exclamó a su vez…” Que bueno es
tupa, ha venido a ayudarme”. Cogió sus herramientas y se puso a
cortar y luego a cargar todo el material necesario para la
construcción de su casa. Una vez terminada, ésta fue dividida en dos
habitaciones y se instaló en una de ellas.

Cuando el tigre regresó del monte trayendo su comida, se


encontró con la casa terminada y dijo: “Es obra de tupa y se instaló
en la otra habitación”. Descansó esa noche en su nueva habitación y
al levantarse al día siguiente, se encontró con el venado y recién
pudo comprender lo ocurrido. El venado dijo: “Ha de ser Tupa quien
ha dispuesto que vivamos juntos”. ¿Quieres que vivamos juntos? El
tigre contestó: ¡Sí, vivamos juntos!

Después de una larga conversación y acuerdos tomados, el tigre


le dijo: “hoy iré a buscar la comida y mañana irás tú”.

Afiló sus garras y salió al bosque a buscar que cazar, caminó toda
la tarde y a eso de la media noche regresó cargando un venado rojo,
que fue arrojado hasta casi golpear las patas de su socio, diciéndole:
“Toma, haz la comida”. El venado temblando de miedo y horror,
preparó la comida, lo sirvió y se retiró a su dormitorio, donde, por
temor a ser devorado por el tigre, no concibió sueño toda la noche.

Al día siguiente le tocó al venado, buscar la comida y se fue por el


bosque preguntándose ¿Qué hacer? Caminando y caminando,
pensando como cazar algo para comer los dos. Al pasar cerca de un
bosque enmarañado, se encontró con un tigre más grande que su
compañero, y al verle fuerte y bastante joven, se trazó un plan.
Corrió por el bosque en búsqueda del oso hormiguero, el más
forzudo de la comarca y le contó su plan.

58
Antología literaria
El oso hormiguero en forma sigilosa y calladamente se acercó al
tigre y le agarró por el cuello con sus poderosos brazos, le apretó y
lo mató por ahogamiento.

El venado comprobó que ya estaba muerto, agradeció al Oso


hormiguero. Se ingenió para llevarle arrastrándolo hasta su casa y
poniéndole ante las patas del tigre y despreciativamente le dijo:
“toma, come, es lo poco que puede encontrar”. El tigre, callado, no
le dio nada, pero quedó receloso, no comió nada y en la noche
tampoco durmieron ninguno de los dos. El venado esperaba la
venganza del tigre y éste ser muerto como había sido el tigre mayor.

Ya de día, ambos se caían de sueño; la cabeza del venado golpeó


la pared que separaba las habitaciones; el tigre creyó que su
compañero iba a atacarlo y echose a correr, pero hizo ruidos con sus
garras y creyendo el venado igual cosa del otro, salió
precipitadamente quedando la casa abandonada.

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Antología literaria
LA YARA

Después de la nueve de la noche, comenzaron a llegar los


invitados de Esther Panduro, a celebrar su 18 aniversario. Las calles
débilmente iluminadas por tenues rayos de plata, iban quedándose
en silencio, uno que otro perro ladraba al ver pasar a los invitados
de la cumpleañera. La casa de Esthercita, estaba ubicada cinco
cuadras de la orilla del caudaloso río Ucayali, que para llegar tenían
que pasar un caño cerca a la casa del recodado y querido J.P.V.

Siendo más de las diez de la noche, después de prestar sus


servicios y cumplir con el reglamento Militar, el Comandante de
Puesto de la Comisaría Policial de Tiruntán, Cabo Fernando Pasquel,
eficiente y disciplinado miembro de las Fuerzas Policiales, llegó a la
fiesta deseoso de compartir este magno acontecimiento familiar.
Hacia la medianoche la fiesta estaba en todo su furor, los
amigos hacían hurras y vivas por la cumpleañera, y dándose
pellizcones muy propio de los selváticos, bailaban el citaracuy.
Fernando, al entrar a la cocina para cumplir una invitación de
los dueños de casa y servirse un pate de chicha de jora, se encontró
frente a frente con una linda chica llamada Carmen Fababa, que
antes no le había visto en la fiesta. Ella se ruborizó al sentir la
penetrante mirada de Pasquel, que fue correspondido con una
mirada angelical. Este no vaciló en invitarle a bailar un citaracuy que
estaba a punto de terminar, ella coquetona aceptó gustosa.
Desde ese momento fue la pareja más llamativa de la fiesta y
todos los jóvenes de ambos sexos se ponían celosos de no poder
bailar una sola pieza musical.
La preciosa Carmen destacaba en todo, pues además de su
belleza natural y de su buen gusto para vestir, sobresalían sus finos

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Antología literaria
modales de chica atenta, cariñosa y respetuosa. Después de un largo
silencio, se inició el siguiente diálogo: Mira preciosa, ya hemos
bailado pandillas, changanacuy, sitaracuy, boleros y hasta ahora no
me has dicho tu nombre. La chica contestó un poco pausada “Me
llamo Carmen… Carmen Fababa, y ¿Tú?, continuó: “Fernando
Pasquel, para servirte cariño y soy policía”. Eso ya me dijeron, le
contestó Camuchita ¿Eres soltero? Por supuesto señorita y estoy
buscando una chica hermosa y encantadora como Ud. Para hacerla
mi esposa y Fernando le preguntó ¿Quieres ser mi novia?
Camuchita se quedó pesando sobre el pedido y luego le
contestó, “lo pensaré Fernando”; no sé qué dirán mis abuelitos, son
muy celosos, tal es que no me quisieron mandar a la fiesta; gracias a
mis vecinas, con las que tienen mucha confianza, me mandaron. Ya
es hora de volver, van a ser las tres de la madrugada. El Comisario
muy solícito le dijo: “No tienes por qué preocuparte Camuchita, yo
les acompañaré hasta tu casa” y conversar con tus abuelitos el
porqué de la tardanza.
¿Y dónde vives amiguita Carmen?, le miró brevemente a los
ojos y le contestó: Yo vivo en la calle Dos de Mayo, detrás del Camp
de fútbol, pasando el caño shipay. ¿Y tú Fernando?... “Yo, en la
Comisaría por órdenes de mis superiores, cerca al puerto principal.
¿Y tus padres Camuchita?, muy solícita le contestó: “Tengo
padres y cuatro hermanos”. Ellos están en San Jerónimo. Acá, en
este hermoso pueblo de Tiruntán, estoy con mis abuelitos y mis tíos.
Seguía la conversación de los enamorados. Esto es lo que se
llama amor a primera vista.
Casi al final de la fiesta, aprovecharon la algarabía de los
invitados para salirse de ella.
Entre mimos y decires llegaron a la casa de la chica.
Las amigas y Carmen, le despidieron a Fernando con la promesa
de verse en el Malecón, en la banquita donde se espera a los nuevos

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Antología literaria
llegados y fijaron la hora de espera entre 7 a 9 de la noche. Carmen
le advirtió que no le buscara en su casa por ser muy celosos sus
abuelitos; cualquier aviso le haría con su primo.
Un tierno beso selló la despedida de esa noche y Fernando de
cierta distancia de la casa, pudo ver que ella desaparecía en el
umbral de la puerta.
Pasaron cinco meses en plan de enamorados. Cada vez más
atraídos el uno al otro, viéndose cada cierto tiempo tal como habían
acordado.
Cierta noche que estuvieron conversado en la banquita del
puerto, Carmen le dijo a Fernando: El próximo sábado vamos a
asistir a la Fiesta de Gala, que va ofrecer el Club Vásquez, por
motivos de su aniversario y quiero que tú no faltes, porque va a ser
la oportunidad para presentarte a mis abuelitos.
No olvides que vamos a estar a las nueve de la noche y tú no te
muevas de la Comisaría, mientras no llegue mi primito llevándote
una nota de aviso, donde te diré la hora de salida al salón de la
fiesta. Tomados y convenidos los acuerdos, se despidieron hasta el
próximo sábado.

Transcurrieron los días y por fin llegó el sábado, día tan


esperado, para la pareja más feliz del pueblo. El Comisario Pasquel,
visitó muy elegante con su nuevo terno de chasqui celeste y sacando
su silla a la vereda se sentó a esperar impaciente el aviso de su
amada.
A las nueve en punto de la noche, llegó un niño trayendo un
papel, que al momento de recibirlo se sorprendió de la rareza de su
rostro y que nunca le había visto en el pueblo. Tomó la nota y se
puso a leer, pero, ¡Fatalidad del destino! La abuelita había sufrido un
accidente, justo en el momento que salíamos a la fiesta, motivos por
las cuales no ha sido posible asistir al aniversario. Sin embargo, en el

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Antología literaria
mismo papel le puso una llamadita y le decía: “dentro de media hora
espérame en el sitio de siempre, saldré a como dé lugar de mi casa,
espero que se acuesten mis abuelitos. No, intentes venir por mí, ni
pasar por mi casa”, le previno.
Espérame allí que pronto estaré, tal vez para siempre; eso lo
decidiremos esta noche. Te repito, solamente espero que mis
abuelitos se retiren a dormir para salir sin que lo noten.
Fernando estrujó con las manos el papel y le metió en el bolsillo
y corrió a posesionarse del banco donde tantas veces se habían
jurado amor eterno.
Pasó media hora, una hora y la amada no aparecía. Fernando
agonizaba de angustia, pero ya había tomado la resolución de ir a
ver a su amad, aunque tuviera que llegar a la casa de Camuchita y
enfrentarse a sus abuelitos.
Se paró y miró su reloj y dijo: “son las diez de la noche y no
llega”. Fernando, resuelto a no esperar más, tomó el camino para
dirigirse a la casa.
Cuando recién había dado diez pasos, a lo lejos distinguió la
figura de la conocida e inconfundible Camuchita. Este corrió a su
encuentro. Estaba realmente deslumbrante y vestía como una
Reina, con un vaporoso traje de gasa y hermosas joyas.
Después de estrecharse amorosamente, vinieron los reproches
de Fernando, porque era un militar muy disciplinado y que no
estaba acostumbrado a esperar tanto. Ella, con su sonrisa y dulzura,
le hizo comprender que sus abuelitos tenían la culpa por no retirarse
a descansar pronto.
El enamorado estaba extasiado de tanta belleza, le miraba y
remiraba, porque nunca le había visto vestida, así tan deslumbrante.
Ella dándose cuenta de la situación dijo. “Mi vestido es importado y
las joyas herencia de mis noches, en la que sellaremos nuestro amor
para siempre.

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Antología literaria
Era noche de luna llena y el murmullo de las aguas del río
Ucayali, se escuchaba muy cerca, estaba crecida y turbulenta.

Los minutos y las horas fueron pasando. Ya era cerca de la


media noche, la chica le dijo: “siento demasiado calor. Creo que
debemos bajar a sentarnos a la orilla del río para refrescarnos con su
brisa. Este no vaciló un instante en complacer a su amada;
cogiéndose de la cintura bajaron hasta la orilla. Allí permanecieron
brevemente, jalando un poco de agua con las manos y luego
Camuchita le manifestó su deseo de tomar baño y le pidió que le
acompañara para nadar un rato. Ante tal descabellada idea,
reaccionó de inmediato y le contestó: No seas atrevida Camuchita,
como vamos a meternos al río estas horas, estando así tan crecido y
sin prendas de baño.
Si quieres bañarte, vamos a los pozos que están cerca de la
Escuelita, yo estaré cuidándose. Sin hacer caso de las sugerencias,
comenzó a desvestirse y fue colocando sus prendas cerca de él.
Fernando, todo confuso, escuchaba su voz suplicante
insistiendo que le acompañara a nadar. Ella estaba allí, a su lado
completamente desnuda; mostrando unas jamás visto por ningún
mortal. No salía de su asombro, cuando Carmen fue penetrando al
río lentamente sin dejarlo de llamar. Invitándolo a seguirla. “Ven
amor mío, no temas, aquí sellaremos nuestro amor para siempre”,
le iba repitiendo a medida que le iban cubriendo las aguas. Luego se
puso a nadar mientras seguía llamándolo con una mano en alto, que
él podía distinguir perfectamente con la claridad de la luna.
Con la mirada fija en la muchacha que se alejaba más y más
siempre llamándolo, él intentó sacarse los zapatos y entrar al agua,
pero súbitamente volvió hacia atrás, al observar que las aguas
comenzaron a crecer en forma repentina, amenazando inundar la
escalinata y arrastrarlo a las profundidades.

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Antología literaria
Antes de dar el salto atrás, quiso recoger las ropas de su amada,
pero estas habían desaparecido misteriosamente del sitio donde se
encontraban, hacía breves momentos.
Aturdido con lo acontecido, quiso gritar pidiendo auxilio, pero
la voz no le salía. Comenzó a correr por las calles, no paró hasta caer
desmayado en la misma puerta de la Comisaría. Había perdido el
habla y el conocimiento.
Sus compañeros de cuartel corrieron a llamar al Sanitario de la
Posta, quién miró sorprendido el cuadro, aplicó todos sus
conocimientos médicos y no pudo hacer un diagnóstico del mal. Solo
atinó a recomendar que lo vea un vegetalista. De inmediato salió
una Comisión al pueblo de Alfonso Ugarte a traer el mejor médico
vegetalista del lugar. El curandero al verlo pálido y demacrado le
aplicó unas sopladas con cigarro mapacho, varias chupadas y
algunas icaradas. Terminado la visita, tampoco pudo diagnosticar y
se comprometió volver al día siguiente, porque en la noche iba a
tomar su ayahuasca para ver que le sucedió al Cabo Pasquel.
Enterado sus familiares, amigos, su novia Carmencita,
acudieron de inmediato a ver al enfermo, quién no mostraba signos
de vida.
Transcurrieron tres días y Fernando seguía en el mismo estado.
A las 10.00 de la mañana llegó el médico vegetalista, le tocó el pulso,
le cantó uso ícaros y dijo: “La Yara, demonia del agua le quiso llevar”
ya debe reaccionar, hay que esperar.
Camuchita a su lado, no se perdía un día desde que se enteró
que su adorado Fernando, estaba enfermo, y todos los presentes
quedaron sorprendidos del diagnóstico del curandero.

Al promediar la tarde del cuarto día, empezó a reaccionar el


hechizado Pasquel. Primero abrió los ojos, como si estuviera
despertando de un profundo sueño. Luego miró a su alrededor y en

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Antología literaria
su semblanza se notó el asombro, cuando se dio cuenta que estaba
en una tarima de la Posta Sanitaria; rodeado de familiares y entre
ellos su adorada Camuchita. Sorpresivamente Fernando se levantó y
le abrazó fuerte diciéndole: ¡Amor mío, gracias a Dios que te has
salvado! ¿Quién te ha sacado del agua? ¿Tu papá? ¿La
encontraron?... ¡Cuéntame lo que ha pasado, mira que por tu culpa
estoy en esta tarima, que al creerte perdida para siempre me volví
loco de pena, al sentirme impotente para remolinos! ¡Como creías
que yo te iba a seguir! Ni el mejor nadador lo haría. Da gracias a Dios
que ambos nos hemos salvado, tú de morir y yo de pena.

Camuchita, y los presentes no alcanzaron a comprender el por


qué se expresaba de esa manera y al ver que todos le miraban en
silencio y nadie le decía nada, por la sorpresa que estaban pasando.
Pasquel no supo reprimir su disgusto y medio colérico exclamó:
¡Que está pasando aquí! ¡Por qué no me hablan! Y tú Camuchita
¿Por qué te quedas callada? No contestas a mis preguntas. ¿Dime
qué ha pasado? o ¿Crees que estoy loco?
Al sentirse duramente increpada, Camuchita rompió el silencio
para decirle que en ningún momento había estado con él, desde una
semana atrás, debido a que tenía que cuidar a su abuelita que había
sufrido una caída la noche de la fiesta de gala del Club Vásquez y
que no te mandé avisar, porque no tenía con quien hacerlo y
esperaba la próxima cita para explicarte lo sucedido cuando
salíamos a la fiesta.

Y al día siguiente me enteré que te encontrabas enfermo. El


escuchaba sin interrumpirla y cuando termino de hablar, su única
expresión fue: ¡Dios mío, tú me has amparado del mal! ¡Gracias
señor, gracias!

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Antología literaria
La noticia corrió y los comentarios dieron rienda suelta a la
fantasía. Las viejecitas se santiguaban diciendo: ¡Virgen María, salva
a nuestros hijos de la Yara! Esa demonia que atrae a los hombres y
luego se les lleva al río.

Unos meses después, Carmen y Fernando se casaron y viven


rodeados de sus hijos y familiares.

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Antología literaria

Historia de Abdalá,
el mendigo ciego

–Comendador de los Creyentes, nací en Bagdad. Quedé


huérfano cuando era aún un muchacho, pues mis padres murieron
con pocos días de diferencia uno de otro. Heredé de ellos una
pequeña fortuna, y trabajé duro día y noche para aumentarla.
Finalmente logré ser dueño de ochenta camellos que alquilaba a
mercaderes ambulantes, a quienes muchas veces acompañaba en
sus diversos viajes, y siempre regresaba con grandes ganancias.
Un día que volvía de Basora, a donde había llevado una carga
de mercancías destinadas a la India, me detuve al mediodía en un
lugar solitario que prometía abundantes pastos para mis camellos.
Estaba descansando a la sombra de un árbol cuando llegó un
derviche (monje entre los mahometanos) que iba a pie a Basora y se
sentó a mi lado. Le pregunté, entonces, de dónde venía y a dónde se
dirigía. Pronto nos hicimos amigos, y después de las preguntas
habituales,
sacamos la comida que llevábamos y calmamos el hambre.
Mientras comíamos, el derviche me dijo que en un lugar no
lejos de donde estábamos sentados había un tesoro escondido, tan
grande que aun si cargara mis ochenta camellos hasta que no
pudieran llevar más, el escondrijo parecería tan lleno como si nunca
hubiera sido tocado.
Al oír esta noticia, estuve a punto de volverme loco de alegría y
codicia, y me arrojé al cuello del derviche exclamando:
–Buen derviche, veo claramente que las riquezas de este
mundo no son nada para ti; así, ¿de qué te sirve el conocimiento de
ese tesoro? Solo y a pie, no podrías llevarte más que un puñado.

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Antología literaria
Pero dime dónde está, y yo cargaré mis ochenta camellos con él y te
daré uno de ellos como muestra de mi gratitud.
Es cierto que mi oferta no sonaba muy generosa, pero era
grandísima para mí, pues al oír las palabras de aquel hombre una
oleada de codicia inundó mi alma, y sentí casi como si los setenta y
nueve camellos que quedaban no fueran nada en comparación.
El derviche percibió claramente lo que estaba pasando en mi
mente, pero no mostró lo que pensaba de mi propuesta.
–Hermano mío –contestó con toda tranquilidad–, sabes tan
bien como yo que te comportas de manera injusta. Podía no haberte
revelado mi secreto y guardar ese tesoro para mí. Pero el hecho de
que te hubiera hablado de su existencia demuestra que confiaba en
ti y que esperaba ganar tu gratitud para siempre al hacer tu fortuna
y la mía. Antes de que te revele el secreto del tesoro,
debes jurar que después de que carguemos los camellos con
todo lo que puedan llevar, me darás la mitad, y luego cada quien
seguirá su camino. Creo que verás que esto es lo justo, pues si me
otorgas cuarenta camellos, yo por mi parte te daré los medios para
comprar mil más.
Obviamente, no podía negar que lo que el derviche decía era
perfectamente razonable, pero a pesar de eso, la idea de que él
fuera tan rico como yo era insoportable para mí. Sin embargo, no
servía de nada discutir el asunto, y tenía que aceptar sus
condiciones o lamentar hasta el final de mi vida la pérdida de una
inmensa riqueza. De modo que reuní mis camellos y partimos juntos
bajo la dirección del derviche. Después de caminar algún tiempo,
llegamos a lo que parecía ser un valle, pero con una entrada tan
estrecha que
mis camellos solo podían pasar de uno en uno.

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Antología literaria
El pequeño valle, o espacio abierto, se encontraba encerrado
entre dos montañas, cuyas laderas estaban formadas de riscos tan
lisos que ningún humano podría escalarlos.
Cuando estuvimos exactamente en medio de las dos montañas,
el derviche se detuvo.
–Haz que tus camellos se echen en este espacio abierto –dijo–,
a fin de que podamos cargarlos con facilidad. Luego nos dirigiremos
al sitio donde se encuentra el tesoro.
Hice lo que el derviche me pidió, y después fui a reunirme con
él. Lo encontré tratando de encender fuego con un poco de madera
seca. En cuanto se prendió, echó en él un puñado de perfumes y
pronunció unas palabras que no entendí.
Enseguida, una densa columna de humo se elevó en el aire.
Separó el humo en dos columnas, y luego vi que una roca, que se
erguía como un pilar entre las dos montañas, se abría lentamente y
un espléndido palacio aparecía ante nuestros ojos.
Pero, Comendador de los Creyentes, el amor por el oro se había
adueñado de mi corazón a tal punto, que ni siquiera pude
detenerme a examinar las riquezas.
Me abalancé sobre el primer montón de oro a mi alcance y
empecé a meterlo en el saco que llevaba conmigo.
El derviche también se puso a trabajar, pero no tardé en darme
cuenta de que se limitaba a recolectar piedras preciosas, y pensé
que sería inteligente seguir su ejemplo. Finalmente, cargamos los
camellos con todo lo que podían llevar, y ya no quedaba más que
sellar el tesoro y marcharnos de allí.
No obstante, antes de hacerlo, el derviche se acercó a un gran
jarrón de oro hermosamente grabado y sacó de él una cajita de
madera, que escondió en la pechera de su túnica diciendo,
simplemente, que contenía un tipo especial de pomada. Acto
seguido, volvió a encender el fuego, le arrojó el perfume y murmuró

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Antología literaria
el hechizo desconocido. La roca se cerró y volvió a su posición
anterior.
El paso siguiente fue repartir los camellos y cargar el tesoro.
Después de hacer esto, cada uno asumió el mando de su propia
recua para salir del valle.
Nos separamos al llegar al sitio en el camino alto en el que las
rutas se bifurcan.
El derviche se dirigía a Basora y yo a Bagdad. Nos abrazamos
con cariño y le expresé profusamente mi gratitud por haberme
hecho el honor de elegirme para aquella gran riqueza. Tras
despedirnos con efusividad, nos dimos la espalda y corrimos hacia
nuestras recuas de camellos. Apenas había llegado al lugar donde se
encontraba la mía, cuando el demonio de la envidia se apoderó de
mi alma. “¿Qué quiere hacer el derviche con una riqueza como
esa?”, me dije. “Solo él tiene el secreto del tesoro y puede siempre
sacar cuanto le plazca”. Hice que mis camellos se detuvieran junto al
camino y corrí tras él. Corría rápido, y no tardé mucho en alcanzarlo.
–Hermano mío –exclamé tan pronto como pude hablar–, casi
en el momento mismo de nuestra despedida, se me vino a la mente
un pensamiento que tal vez sea nuevo para ti. Tu oficio es el de
derviche. Vives una vida muy tranquila, dedicado a hacer el bien y
despreocupado de las cosas de este mundo. No te das cuenta de la
carga que te impones al reunir en tus manos tanta riqueza, además
del hecho de que una persona que no está acostumbrado a los
camellos desde su nacimiento, jamás podrá llegar a controlar estas
obstinadas bestias. Si eres inteligente, no querrás quedarte con más
de treinta, y te darás cuenta de que esto ya te dará suficientes
problemas.
–Tienes razón –contestó el derviche, que me entendía muy
bien, pero no quiso discutir aquel asunto–. Confieso que no había
pensado en ello. Escoge los diez que quieras y llévatelos.

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Antología literaria
Seleccioné diez de los mejores camellos y los conduje al camino
para reunirlos con los que había dejado atrás. Había conseguido lo
que quería, pero fue tan fácil persuadir al derviche que me arrepentí
de no haberle pedido diez más. Miré hacia atrás. No había avanzado
más que unos cuantos pasos, de modo que lo llamé.
–Hermano mío –le dije–, no quiero separarme de ti sin
señalarte algo que creo que apenas entiendes: es necesaria una gran
experiencia en la conducción de camellos para que una persona
pueda mantener unida una recua de treinta.
Por tu propio bien, estoy seguro de que estarías mucho más
tranquilo si me confiaras diez más, ya que con mi práctica me da lo
mismo llevar dos que llevar cien.
Al igual que antes, el derviche no puso traba alguna, y con
júbilo me llevé mis diez camellos, dejándole veinte. Tenía ahora
sesenta, y cualquiera habría imaginado que ya estaría satisfecho.
Pero Comendador de los Creyentes, hay un proverbio que dice:
“Cuanto más se tiene, más se quiere”. Así me pasó a mí. No podía
descansar mientras hubiera un solo camello en manos del derviche.
De modo que tras volver junto a él, redoblé mis ruegos, mis abrazos
y mis promesas de gratitud eterna, hasta que me dio los últimos
veinte.
–Haz buen uso de ellos, hermano mío –me dijo el hombre
santo.
Recuerda que a veces las riquezas tienen alas si las guardamos
para nosotros, y que los pobres están a nuestras puertas
expresamente para que podamos ayudarles.
Mis ojos estaban tan cegados por el oro, que no presté
atención a su sabio consejo. En cambio, miré en derredor en busca
de algo más que pudiera tomar.

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Antología literaria
Recordé de repente la cajita de pomada que el derviche había
escondido y que muy probablemente contenía un tesoro más
precioso que todos los demás.
Dándole un último abrazo, comenté sin querer:
–¿Qué vas a hacer con esa cajita de pomada? No me parece
que valga la pena que te la lleves. Deberías dejármela. Y en realidad,
un derviche que ha renunciado al mundo no tiene necesidad de
pomadas.
¡Ay, si hubiera al menos rechazado mi petición! Pero si lo
hubiera hecho, yo se la habría arrebatado por la fuerza, tan grande
era la locura que se había adueñado de mí. Sin embargo, lejos de
rechazarla, el derviche me la ofreció, diciendo con dignidad:
–Tomala, amigo mío, y si hay algo más que yo pueda hacer para
que seas feliz, solo házmelo saber.
Cuando tuve en mis manos la caja, abrí la tapa de un tirón.
–Ya que eres tan amable –empecé a decirle–, te ruego que me
digas cuáles son las virtudes de esta pomada.
–Son muy curiosas e interesantes –respondió el derviche–. Si
pones un poco en tu ojo izquierdo, verás en un instante todos los
tesoros escondidos en las entrañas de la tierra. Pero ten cuidado de
no tocar tu ojo derecho con ella, pues tu vista será destruida para
siempre.
El derviche tomó la cajita que yo le tendía. Ordenándome cerrar
el ojo izquierdo, lo tocó suavemente con la pomada.
Cuando volví a abrirlo, vi extenderse innumerables tesoros de
todo tipo, como si estuvieran ante mí. Pero como durante todo
aquel tiempo había estado obligado a mantener cerrado mi ojo
derecho, lo que era muy agotador, le rogué al derviche que también
pusiera un poco de pomada en ese ojo.

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Antología literaria
–Si insistes en ello, lo haré –contestó el derviche-, pero debes
recordar lo que te dije hace un momento: si toca tu ojo derecho,
quedarás ciego en el acto.
Lamentablemente, a pesar de haber comprobado la verdad de
las palabras del derviche en tantas ocasiones, yo estaba firmemente
convencido de que entonces me estaba ocultando alguna virtud
oculta y preciosa de aquella pomada. De modo que hice oídos
sordos a todo lo que dijo.
–Hermano mío –respondí sonriendo–, veo que estás
bromeando.
No es lógico que la misma pomada tenga dos efectos tan
exactamente opuestos.
–Sin embargo, es cierto –contestó el derviche-, y te convendría
creer en mi palabra.
Pero no quise creerle y, deslumbrado por el apetito de la
codicia, pensé que, si un ojo podía mostrarme riquezas, el otro me
enseñaría cómo tomar posesión de ellas. Yo seguí presionando al
derviche para que me untara la pomada en el ojo derecho, pero este
se negó firmemente a hacerlo.
–Tras haberte concedido tantos beneficios –dijo él–, estoy poco
dispuesto a hacerte semejante mal. Piensa en lo que significa
quedar ciego, y no me obligues a hacer algo de lo que te
arrepentirás toda la vida.
Sus palabras no sirvieron de nada.
–Hermano mío –manifesté firmemente–. Te ruego que no digas
nada más.
Solo haz lo que te pido. Hasta ahora has satisfecho todos mis
deseos, no estropees el recuerdo que tendré de ti por algo de tan
poca trascendencia.
Yo asumiré las consecuencias de lo que suceda, y nunca te
reprocharé nada.

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Antología literaria
–Puesto que estás resuelto a hacerlo –contestó él con un
suspiro-, no tiene
sentido seguir hablando.
Tomó la pomada y me untó un poco en el ojo derecho, que yo
tenía bien cerrado. Cuando intenté abrirlo, densas nubes de
tinieblas flotaban ante mí.
¡Quedé tan ciego como ahora me ves!
–¡Miserable derviche! –grité–. ¡Entonces era verdad lo que
decías después de todo! ¡En qué pozo sin fondo me ha hundido mi
codicia de oro! ¡Ah, ahora que mis ojos se han cerrado, los he
abierto de verdad! Sé que yo mismo he sido el causante de todas
mis congojas. Pero tú, buen hermano, que eres tan amable y
caritativo, y conoces los secretos de tan vasto saber, ¿no tienes nada
que me devuelva la vista?
–Hombre infeliz –respondió el derviche–, no es mi culpa que
esto te haya sucedido, pero es un castigo justo. La ceguera de tu
corazón ha acarreado la de tu cuerpo. Sí, tengo secretos. Tú lo has
visto en el corto tiempo que llevamos de conocernos. Pero no tengo
ninguno que pueda devolverte la vista. Tú has demostrado ser
indigno de las riquezas que se te concedieron. Ahora han pasado a
mis manos, y de ellas pasarán a las de otros menos codiciosos y
desagradecidos que tú.
El derviche no dijo nada más y me dejó allí, mudo de vergüenza
y confusión, y tan desdichado que quedé petrificado en aquel lugar,
mientras él reunía los ochenta camellos y proseguía su camino a
Basora. En vano le rogué que no me abandonara, que al menos me
llevara a algún sito que estuviera a mano de la primera caravana que
pasara. Fue sordo a mis súplicas y gritos, y habría muerto de hambre
y miseria si al día siguiente no hubieran llegado unos comerciantes
que amablemente me llevaron de regreso a Bagdad.

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Antología literaria
En un instante dejé de ser un hombre rico y me convertí en
mendigo. Hasta el día de hoy he vivido únicamente de las limosnas
que me dan. Pero, para expiar el pecado de la avaricia, que fue mi
perdición, obligo a todos los transeúntes a darme una bofetada.
Esta es mi historia, Comendador de los Creyentes.
Cuando el ciego terminó de hablar, el Califa se dirigió a él:
–Baba-Abdalá, tu pecado verdaderamente es grande, pero ya
has sufrido lo suficiente. De ahora en adelante, haz tus penitencias
en privado, pues yo me ocuparé de que todos los días recibas dinero
suficiente para todas tus necesidades.
Al oír estas palabras, Baba-Abdalá se lanzó a los pies del Califa y
oró para que el honor y la felicidad fueran parte de su fortuna por
siempre.

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