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Eclesia 15-03 - El Don de Sí Es El Origen La Comunión Es El Fruto
Eclesia 15-03 - El Don de Sí Es El Origen La Comunión Es El Fruto
Ya desde finales de 2013 –desde la aparición de Evangelii Gaudium– hemos dedicado varios
artículos a analizar la categoría “comunión” a la que nos invita Francisco, contemplando a la
Comunión Suprema que es el Dios cristiano: la Santísima Trinidad.
Ahora intentaremos una profundización –simple pero abarcadora– que significará compartir el
fruto más rico que me quedó después de seis años de estudio, preparando la tesis doctoral. La
propuesta consiste en considerar los misterios de la fe y de la vida cristiana desde una doble mirada:
el “don de sí mismo” y la “comunión”.
Si consideramos estos dos aspectos desde la vivencia humana, vemos que el don de sí mismo es
la actitud básica del amor de caridad al que nos invita Jesús, y del cual nos da ejemplo: amor que se
dona al Padre y a los hermanos “hasta el fin” (Jn 13,1) y que se derrama para salvación de muchos
(Mt 26,28) como un derroche divino (Ef 1,8) vaciándose de sí mismo (Fil 2,7).
Y el propio Jesús nos invita a que ese amor sea recíproco: “Les doy un mandamiento nuevo:
ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los
otros” (Jn 13,34). Y, si esto se realiza, el don de sí mismo que cada uno hace a los demás, fructifica
en comunión: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie
consideraba sus bienes como propios, sino que todo era común entre ellos” (Hch 4,32).
Pero, de nuevo, la fuente y el modelo supremo de todo esto es la Trinidad divina. Pues cuando
contemplamos a la Trinidad podemos mirarla desde dos perspectivas complementarias (que en la
realidad son una, pero que nuestra pobre mente humana necesita separar para comprender un poco).
Si contemplamos cómo el Padre engendra al Hijo, y como el Padre y le Hijo hace proceder al
Espíritu Santo vemos el “don de sí mismo”. Este “don de sí mismo” comienza en el Padre, quien es
“la fuente y el origen de toda la divinidad” (CCE 245); continúa en el Hijo –quien se devuelve con
todo su amor infinito al Padre que lo engendró– y de este infinito amor mutuo procede el Espíritu
Santo, quien es el “Abrazo Trinitario” que se entrega a al Padre y al Hijo que lo hicieron proceder.
Y en esta mirada desde el “don de sí mismo” vemos el “dinamismo” infinito y eterno de la
Trinidad, en el don mutuo en el amor.
Pero también podemos contemplar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo desde la categoría
comunión. Y aquí vemos una comunión perfecta, inmutable, infinita como la que contemplaba la
Beata Isabel de la Trinidad, y en la cual ansiaba entrar a participar: