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El “don de sí” es el origen; la comunión es el fruto.

Ya desde finales de 2013 –desde la aparición de Evangelii Gaudium– hemos dedicado varios
artículos a analizar la categoría “comunión” a la que nos invita Francisco, contemplando a la
Comunión Suprema que es el Dios cristiano: la Santísima Trinidad.
Ahora intentaremos una profundización –simple pero abarcadora– que significará compartir el
fruto más rico que me quedó después de seis años de estudio, preparando la tesis doctoral. La
propuesta consiste en considerar los misterios de la fe y de la vida cristiana desde una doble mirada:
el “don de sí mismo” y la “comunión”.
Si consideramos estos dos aspectos desde la vivencia humana, vemos que el don de sí mismo es
la actitud básica del amor de caridad al que nos invita Jesús, y del cual nos da ejemplo: amor que se
dona al Padre y a los hermanos “hasta el fin” (Jn 13,1) y que se derrama para salvación de muchos
(Mt 26,28) como un derroche divino (Ef 1,8) vaciándose de sí mismo (Fil 2,7).
Y el propio Jesús nos invita a que ese amor sea recíproco: “Les doy un mandamiento nuevo:
ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los
otros” (Jn 13,34). Y, si esto se realiza, el don de sí mismo que cada uno hace a los demás, fructifica
en comunión: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie
consideraba sus bienes como propios, sino que todo era común entre ellos” (Hch 4,32).
Pero, de nuevo, la fuente y el modelo supremo de todo esto es la Trinidad divina. Pues cuando
contemplamos a la Trinidad podemos mirarla desde dos perspectivas complementarias (que en la
realidad son una, pero que nuestra pobre mente humana necesita separar para comprender un poco).
Si contemplamos cómo el Padre engendra al Hijo, y como el Padre y le Hijo hace proceder al
Espíritu Santo vemos el “don de sí mismo”. Este “don de sí mismo” comienza en el Padre, quien es
“la fuente y el origen de toda la divinidad” (CCE 245); continúa en el Hijo –quien se devuelve con
todo su amor infinito al Padre que lo engendró– y de este infinito amor mutuo procede el Espíritu
Santo, quien es el “Abrazo Trinitario” que se entrega a al Padre y al Hijo que lo hicieron proceder.
Y en esta mirada desde el “don de sí mismo” vemos el “dinamismo” infinito y eterno de la
Trinidad, en el don mutuo en el amor.
Pero también podemos contemplar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo desde la categoría
comunión. Y aquí vemos una comunión perfecta, inmutable, infinita como la que contemplaba la
Beata Isabel de la Trinidad, y en la cual ansiaba entrar a participar:

“Dios mío, Trinidad que adoro,


ayúdame a olvidarme enteramente de mí mismo
para establecerme en ti,
inmóvil y apacible
como si mi alma estuviera ya en la eternidad;
que nada pueda turbar mi paz,
ni hacerme salir de ti, mi inmutable,
sino que cada minuto me lleve más lejos
en la profundidad de tu Misterio.
Pacifica mi alma.
Haz de ella tu cielo,
tu morada amada
y el lugar de tu reposo.
Que yo no te deje jamás solo en ella,
sino que yo esté totalmente allí,
totalmente despierto en mi fe,
totalmente en adoración,
totalmente entregado a tu acción creadora”.
Esta Comunión perfecta de Vida, Luz y Amor que describe Isabel de la Trinidad (y que está citada
en CCE 260) es la meta de nuestras vidas y es la luz que las ilumina ya desde hoy (CCE 234), en
medio de los avatares y las inseguridades de nuestra peregrinación en este mundo.
Concluyamos, entonces, por ahora diciendo que estas dos categorías complementarias –el “don de
sí mismo” y la “comunión”– tienen su fuente, modelo y fin supremos en la Trinidad divina,
contemplada desde dos ángulos complementarios (que la tradición teológica latina llamó “Trinidad
in fieri” y “Trinidad in facto esse”: la Trinidad “haciéndose” por el don mutuo de las Personas
Divinas y la Trinidad “ya hecha” en la Comunión infinita y eterna de las Tres Personas).
Por eso, cuando vivimos el “don de sí” y nos entregamos a los demás sentimos una felicidad
profunda: es que estamos viviendo a “imagen y semejanza” del Dios Trino que nos creó. Y, sobre
todo, cuando este “don de sí” es mutuo y florece la comunión que nos llena de vida, de luz y de
amor, es cuando nos “sentimos en la gloria”... y no estamos lejos de ella, pues eso mismo –en
grado infinito y con dimensiones eternas– es la Trinidad divina.
Que el Padre nos conceda su Espíritu por mediación de su Hijo, para que la Iglesia pueda ser
“casa y escuela de comunión”, como nos pedía San Juan Pablo II, en los albores de este tercer
milenio.

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