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Creo

Creer es aceptar que existe algo más allá de lo que captan nuestros sentidos, de modo que
toda nuestra vida se desarrolle dentro de ese plano más amplio que nos ofrece la fe. “La fe
es la plena certeza de lo que no se ve” (Heb 11,1). Los que creemos en Dios nos
adherimos firmemente a su persona y a su palabra, de tal modo que toda nuestra
existencia carece de sentido sin Él.

en Dios,
Nos apoyamos en Dios, en el único Dios. No decimos que tenemos fe en nosotros
mismos, ni en las personas, ni en el futuro, porque todo esto puede fallar. Sólo Dios
permanece siempre fiel. Por eso en la Biblia el símbolo de la fe es la roca. Dios es la roca
sobre la que podemos estar seguros: “Señor, mi Roca, mi fortaleza y mi libertador, mi
Dios, el peñasco en que me refugio, mi escudo, mi fuerza salvadora, mi baluarte” (Sal
18,2).

Padre Todopoderoso,
Dios es Todopoderoso. No hay nada que se pueda poner a la misma altura o por encima
de Dios. No está en competencia con otros dioses, ni hay nadie que pueda ser tan fuerte o
más fuerte que Él. Pero al mismo tiempo se revela como Padre, cercano a cada uno de
nosotros, para sostenernos con su brazo y acariciarnos con su mano. Jesús enseñó que
debemos orar diciendo: “Padre...” (Mt 6,9; Lc 11,2).

Creador del cielo y de la tierra.


Todo lo que existe, desde lo más pequeño hasta lo más grande, lo que se ve y lo que no se
ve, fue hecho por Dios y depende de su voluntad. “Dios miró todo lo que había hecho, y
vio que todo era muy bueno” (Gen 1,31).
Todas las criaturas reflejan las perfecciones de Dios: su belleza, su fuerza, su sabiduría...
y quien las contempla, podrá llegar a tener una idea de la grandeza del Creador (Sab 13,1-
9).

Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor,


El Hijo de Dios, nacido del Padre y en todo igual al Padre, existe desde toda la eternidad.
Él es la Palabra de Dios, por la que todo fue creado (Sal 33,6; Jn 1,3) y que puede revelar
al Padre (Jn 1,18). El Hijo de Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros (Jn 1,14): es
Jesucristo. A Dios se lo llama “el Señor”, y Jesucristo es el único que puede ser invocado
con ese mismo título: “¡Que toda lengua proclame «Jesucristo es el Señor»!” (Fil 2,11).
Cuando decimos que Jesucristo es “nuestro Señor” queremos decir que reconocemos su
dominio sobre nosotros y que nos comprometemos a escucharle y obedecerle.

que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo,


El nacimiento del Hijo de Dios como hombre es un hecho único en la historia. Esto
sucedió por una intervención especial del Espíritu Santo. “El Espíritu Santo descenderá
sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y se
lo llamará Hijo de Dios” (Lc 1,35).

nació de Santa María Virgen,


Para ser verdadero hombre, el Hijo de Dios debió tomar la carne humana y pasar por todo
el proceso que atraviesa un ser humano para nacer. Él es verdadero Dios y verdadero
hombre, “semejante en todo a sus hermanos, menos en el pecado” (Heb 2,17; 4,15). La
Virgen santa María colaboró entregando la carne y la sangre de su seno inmaculado con
las que el Hijo de Dios iba a redimir el mundo. Por eso María es verdaderamente “Madre
de Dios”. “María, su madre, estaba comprometida con José y cuando todavía no habían
vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo” (Mt 1,18).
padeció bajo el poder de Poncio Pilato,
Para que los hombres llegaran a ser hijos de Dios, el Padre quiso que su Hijo se despojara
de la gloria que le corresponde como Hijo de Dios y se hiciera “hijo de los hombres”.
Jesús, por amor al Padre, se entregó en un acto de obediencia, y esa sumisión al Padre es
un verdadero sacrificio que redime la desobediencia que la humanidad arrastra desde el
principio. Por participar de la vida de los hombres, Jesucristo debió soportar injusticias y
violencias, pero Él se mantuvo obediente al Padre hasta el final. “De la misma manera que
por la desobediencia de un solo hombre todos se convirtieron en pecadores, también por
la obediencia de uno solo todos se convertirán en justos” (Rom 5,19).

fue crucificado, muerto y sepultado,


Jesucristo asumió voluntariamente los terribles sufrimientos a los que fue sometido por la
injusticia humana. Jesucristo vio con claridad cuáles eran los padecimientos a los que
sería sometido durante su pasión, y los asumió voluntariamente: “Abbá, Padre... aleja de
mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mc 14,36). En su actitud
durante la pasión mostró que Él era el justo sufriente que en los Salmos clama a Dios
poniéndose en sus manos en medio de sus sufrimientos. Él es el Servidor del Señor que
carga con los pecados de la humanidad y la redime mediante su obediencia: “Él soportaba
nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias... fue traspasado por nuestras
rebeldías y triturado por nuestras iniquidades... por sus heridas fuimos sanados... Al ser
maltratado se humillaba, y ni siquiera abría su boca” (Is 53,4-5.7).

descendió a los infiernos,


“Infierno” significa “inferior, lo que está debajo”. Con ese nombre llamaban los antiguos
al lugar en el que habitaban los muertos: era un lugar de tiniebla, de inactividad, de
incapacidad para actuar. Cuando decimos que Jesucristo “descendió a los infiernos”
queremos decir que su muerte no fue aparente, sino que por ser verdadero hombre, debió
experimentar hasta el final la amargura de la muerte: pasar del vivir al no existir, de la luz
de esta vida a la completa oscuridad. “Tengo mi lecho entre los muertos... como aquellos
en los que tú ya ni piensas, porque fueron arrancados de tu mano. Me has puesto en lo
más hondo de la fosa, en las regiones oscuras y profundas” (Sal 88,6-7).
Después que Jesús resucitó, los creyentes que están unidos con Él no pasan a la completa
oscuridad, sino que participan de su resurrección.

al tercer día resucitó de entre los muertos,


Jesucristo no fue abandonado en el sepulcro. Dios, con el poder del Espíritu, lo arrancó de
las manos de la muerte, pero no para que siga viviendo con las condiciones normales de la
vida humana, sino para que su humanidad entrara a participar de la gloria que el Hijo de
Dios tenía “antes de la creación del mundo” (Jn 17,5). Esta es la afirmación central de la
predicación de los apóstoles: “¡Dios lo resucitó!” (Hch 2,24.32; 3,15; 13,30), y es la
afirmación central de la fe cristiana: “Cristo murió por nuestros pecados y resucitó según
las Escrituras” (1Cor 15,3-4).

subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso.


“Subir al cielo” significa que ya no está visible entre las realidades de este mundo, porque
los cuerpos resucitados no pueden ser vistos por los ojos de la carne. Jesucristo, con su
humanidad, ahora está en el ámbito de Dios. En este mundo se hace presente en los
sacramentos, en especial en la Eucaristía, bajo las apariencias del pan y del vino; está
presente de una manera misteriosa en la Iglesia, en cada persona, en los pobres...
Se dice que está “a la derecha del Padre” para indicar que ocupa el lugar de preferencia.
Allí cumple las funciones de Sumo Sacerdote, como único Mediador que ofrece
eternamente su sacrificio de obediencia al Padre. No está en actitud de juez dispuesto a
condenar sino que intercede siempre a favor de la humanidad: “vive eternamente para
interceder por los que se acercan a Dios” (Heb 6,25).
Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
Al final de nuestra vida, “todos deberemos presentarnos ante el tribunal de Jesucristo para
que cada uno reciba de acuerdo con sus obras” (2Cor 5,10). Al final de la historia, en un
día que sólo Dios conoce, Jesucristo se manifestará ante toda la humanidad, y bajo el
resplandor de la gloria del Hijo de Dios, todo se hará evidente, se manifestará en su
verdad lo que ha sido la vida de cada uno. Nada escapará a la mirada del Juez. Pero a
diferencia de lo que sucede en los tribunales de este mundo, el Juez es al mismo tiempo el
Defensor. Por eso pregunta san Pablo: “¿Quién se atreverá a condenarlos? ¿Será acaso
Jesucristo, el que murió, más aun, el que resucitó, está a la derecha de Dios e intercede
por nosotros?” (Rom 8,34).

Creo en el Espíritu Santo,


El Espíritu Santo es la vida, el dinamismo, el amor de Dios. Con la fuerza del Espíritu,
Dios creó todo lo existente. El Espíritu da vida, crecimiento y unidad a la Iglesia; suscita
en ella ministerios y carismas; santifica a todos los creyentes, actúa en los sacramentos y
hace comprender el Evangelio cada día con mayor profundidad: “Él enseña y hace
recordar todo lo que Jesucristo enseñó” (Jn 14,26); el Espíritu intervino para que Jesús se
engendrara en la Virgen María, y fue enviado para resucitar a Jesús de entre los muertos;
“el que resucitó a Cristo Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales por medio del
mismo Espíritu que habita en ustedes” (Rom 8,11).

la santa Iglesia católica,


Iglesia es el nombre que se le da en la Biblia en griego al pueblo cuando es convocado por
Dios. No es un pueblo como los demás, porque es el pueblo de Dios. Se la llama con
diversos nombres: es la Esposa de Cristo porque Cristo se une con ella y da la vida por
ella; es el Cuerpo que vive porque tiene a Cristo como Cabeza; es el rebaño que Cristo
conduce hacia la vida eterna; es el Templo de Dios, que tiene como piedra fundamental a
Cristo, está edificado sobre los cimientos que son los Apóstoles y sobre la Roca que es
Pedro. La Iglesia es santa porque en ella está la fuerza santificadora del Espíritu, aunque
los cristianos todavía no vivan todos santamente y ella esté siempre necesitada de
purificación. “Católica” significa “universal”, y la Iglesia es católica porque está abierta a
los hombres de toda lengua y nación.

la comunión de los santos,


“Comunión” significa “unión común”, y “santo” es todo lo que pertenece a Dios. Todos
los cristianos son “santos” porque Cristo los ha santificado, aun cuando algunos no vivan
santamente. Todos los redimidos, de todo tiempo y lugar, están en “comunión” porque en
Cristo están todos unidos, y forman realmente un solo cuerpo. Todos reciben el mismo
perdón, la misma gracia, la misma vida, y oran unos por otros.
En el Nuevo Testamento se dice que todos los cristianos viven en “comunión” cuando
tienen la misma fe, trabajan en la misma obra evangelizadora, y comparten los bienes
materiales. “Pido con alegría por todos ustedes, por la comunión de todos ustedes en la
evangelización” (Fil 1,4-5); “Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo
en común: vendían sus propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos según
las necesidades de cada uno” (Hch 2,44).

el perdón de los pecados,


El ser humano fue creado “a imagen y semejanza de Dios” para que con su presencia y
sus acciones reflejara la perfección de Dios. Cuando refleja lo contrario, es decir, en vez
de bondad manifiesta maldad, en vez de verdad manifiesta mentira, en vez de justicia
manifiesta injusticia... de ese modo falsea y deteriora la imagen de Dios, y a eso se le
llama “el pecado”. Si se deteriora la imagen de Dios que es el hombre, nadie puede
repararla sino el mismo Dios: “¿Quién puede perdonar los pecados sino el mismo Dios?”
(Mc 2,7).
Jesucristo no vino para condenar, sino para salvar (Jn 3,17) y encargó a la Iglesia la
misión de anunciar y administrar el perdón de los pecados obtenido por su muerte y
resurrección (Hch 13,38). Cada vez que lo hace, se realiza “una nueva creación” porque
queda restaurada la imagen de Dios en el hombre.

la resurrección de la carne
Ante la muerte, los cristianos “no estamos como los que no tienen esperanza” (1Tes 4,13).
Sabemos que Dios da la vida eterna y la resurrección a los que están unidos a Jesucristo.
“Si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús habita en ustedes, el que resucitó a Cristo
Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales...” (Rom 8,11); “Aquel que resucitó al
Señor Jesús nos resucitará con él y nos reunirá a su lado...” (2Cor 4,14).
Se dice “resurrección de la carne” para indicar que no resucitará un espíritu o un alma,
sino un cuerpo, pero no con las condiciones que tiene en la actualidad, sino
completamente transformado: Se deposita en el sepulcro un cuerpo corruptible, pero
resucitará incorruptible... se deposita un cuerpo humillado, pero resucitará lleno de gloria
(1Cor 15,42-43). La suerte final de los cuerpos humanos está fuera del alcance de toda
imaginación: seremos transformados, de modo que “seremos semejantes a Él, porque lo
veremos tal cual es” (1Jn 3,2).

y la vida eterna.
La vida eterna es mucho más que una vida sin fin: es la vida que vive Dios, una vida que
es un desborde de amor, con total felicidad, sin mezcla de dolor o de algún mal. Y todo
esto, sin fin. Sabemos que se nos ha prometido participar de la vida eterna una vez que
hayamos terminado esta vida mortal, pero comenzamos a gozar de ella desde el momento
del bautismo. “El que cree, tiene ya la vida eterna” (Jn 3,26; 6,40); “El que come mi carne
y bebe mi sangre, tiene ya la vida eterna” (Jn 6,54); “Les escribo para que sepan que
tienen vida eterna” (1Jn 5,13). Esto significa que la vida del cristiano debe ser, desde este
mundo, un reflejo de la vida de Jesús: “debe proceder como Él procedió” (1Jn 2,6). En la
Iglesia llamamos “santos” a los cristianos que han dejado transformar su vida y ya en este
mundo reflejan la vida de Jesús.

Amén.

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