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Creer es aceptar que existe algo más allá de lo que captan nuestros sentidos, de modo que
toda nuestra vida se desarrolle dentro de ese plano más amplio que nos ofrece la fe. “La fe
es la plena certeza de lo que no se ve” (Heb 11,1). Los que creemos en Dios nos
adherimos firmemente a su persona y a su palabra, de tal modo que toda nuestra
existencia carece de sentido sin Él.
en Dios,
Nos apoyamos en Dios, en el único Dios. No decimos que tenemos fe en nosotros
mismos, ni en las personas, ni en el futuro, porque todo esto puede fallar. Sólo Dios
permanece siempre fiel. Por eso en la Biblia el símbolo de la fe es la roca. Dios es la roca
sobre la que podemos estar seguros: “Señor, mi Roca, mi fortaleza y mi libertador, mi
Dios, el peñasco en que me refugio, mi escudo, mi fuerza salvadora, mi baluarte” (Sal
18,2).
Padre Todopoderoso,
Dios es Todopoderoso. No hay nada que se pueda poner a la misma altura o por encima
de Dios. No está en competencia con otros dioses, ni hay nadie que pueda ser tan fuerte o
más fuerte que Él. Pero al mismo tiempo se revela como Padre, cercano a cada uno de
nosotros, para sostenernos con su brazo y acariciarnos con su mano. Jesús enseñó que
debemos orar diciendo: “Padre...” (Mt 6,9; Lc 11,2).
la resurrección de la carne
Ante la muerte, los cristianos “no estamos como los que no tienen esperanza” (1Tes 4,13).
Sabemos que Dios da la vida eterna y la resurrección a los que están unidos a Jesucristo.
“Si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús habita en ustedes, el que resucitó a Cristo
Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales...” (Rom 8,11); “Aquel que resucitó al
Señor Jesús nos resucitará con él y nos reunirá a su lado...” (2Cor 4,14).
Se dice “resurrección de la carne” para indicar que no resucitará un espíritu o un alma,
sino un cuerpo, pero no con las condiciones que tiene en la actualidad, sino
completamente transformado: Se deposita en el sepulcro un cuerpo corruptible, pero
resucitará incorruptible... se deposita un cuerpo humillado, pero resucitará lleno de gloria
(1Cor 15,42-43). La suerte final de los cuerpos humanos está fuera del alcance de toda
imaginación: seremos transformados, de modo que “seremos semejantes a Él, porque lo
veremos tal cual es” (1Jn 3,2).
y la vida eterna.
La vida eterna es mucho más que una vida sin fin: es la vida que vive Dios, una vida que
es un desborde de amor, con total felicidad, sin mezcla de dolor o de algún mal. Y todo
esto, sin fin. Sabemos que se nos ha prometido participar de la vida eterna una vez que
hayamos terminado esta vida mortal, pero comenzamos a gozar de ella desde el momento
del bautismo. “El que cree, tiene ya la vida eterna” (Jn 3,26; 6,40); “El que come mi carne
y bebe mi sangre, tiene ya la vida eterna” (Jn 6,54); “Les escribo para que sepan que
tienen vida eterna” (1Jn 5,13). Esto significa que la vida del cristiano debe ser, desde este
mundo, un reflejo de la vida de Jesús: “debe proceder como Él procedió” (1Jn 2,6). En la
Iglesia llamamos “santos” a los cristianos que han dejado transformar su vida y ya en este
mundo reflejan la vida de Jesús.
Amén.