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ORGULLOS Y PASIONES

La historia de
Los Prisioneros

Julio Osses

Vía X Ediciones

A Emilia Osses Rosenblut.


A Sebastián Osses Lean.
A Camila Osses Lean.
Y a Boni, siempre.

Dedicado a la memoria de Rodrigo Achondo y Arnoldo Rosenblut



MISMO DESTINO, mismos personajes, otra mirada.
La mirada del tiempo recobrado. Eso que uno trata de acunar cuando vuelve sobre los hechos
de la vida. Propia o, en este caso, ajena. No es el orden sino lo que queda gravitando. Eso es lo buscado.
Lo que pasa sobre los años para venir al presente y encarnarse como si tuviera vida en este momento.
¿Será esto lo más cercano a la verdad que podemos llegar? ¿La fe ciega en nuestros propios recuerdos?
¿En la historia? ¿En el periodismo? ¿En el arte?
Este libro es un Frankenstein. Tiene el corazón de mi libro anterior sobre los sanmiguelinos,
“Exijo ser un héroe: La historia (real) de Los Prisioneros”, publicado en 2002, pero sólo para funcionar.
Podría ser una segunda parte, pero es más (¿distinto?) que eso. Es un remix. Una nueva versión. Otro
relato sobre el mismo tema.
Los Prisioneros eran tres. En esa condición impar disfuncional surge la chispa que encenderá el
fuego sanmiguelino. En la mirada sagaz de Miguel Tapia, un tipo práctico y directo, inventor del
nombre “Los Prisionero”s. En el candor imperecedero de Claudio Narea, “El canario”, el Dorian Grey
del rock chileno, el obrero de la guitarra eléctrica. Un tipo que nació para el stacatto de la guitarra a lo
Clash. En el talento en llamas de Jorge González, faro del rock chileno. Una tormenta hecha músico.
En su asertividad brillante y su viaje personal de ida y vuelta al infierno, el mito de Los Prisioneros
termina por cristalizarse.
Han pasado doce años desde ese primer libro.
En el intertanto, Chile cambió y no para mejor. Los televisores salieron del living y asesinamos
el teléfono fijo. La transición democrática que suponíamos nos había librado del apagón cultural de
Pinochet se sacó los postizos, y una mañana cualquiera despertamos como ciudadanos, miramos a la
almohada del lado y nos dimos cuenta de que habíamos estado durmiendo con nuestros torturadores.
Los jóvenes salieron las calles. Nunca más se calló una demanda. Y luego, el Armagedón de la política.
La desconfianza total.
El reinado de las redes sociales. El ascenso de la vida digital sobre lo presencial. Lo funcional
sobre lo genuino.
En la estética, lo mismo. El rock de principios del siglo XXI es el Tin Pan Alley de la era lo-fi
digital. Sucedáneo mejor que el original. Nunca escuchamos a Hendrix, Sly & The Family Stone, Chic o
los Fab Four mejor que hoy, con esta calidad. El pequeño detalle es que no son ellos, son sus clones
culturales los que los mantienen vivos hoy, engendros como Jack White. O como Gepe. Bluseros de la
era del laptop. Folcloristas digitales. Rock urbano como el mejor de un Elmore James pesado —como
Yardbird y mañoso como Rory—, o un Jara de chaqueta a lo Emanuel y desprejuicio Violetero,
heredero de la electrónica alemana y, por supuesto, beneficiario del fuego de San Miguel.
En medio de todo ese girasol brutal de sincronías sociales, la breve reunión de Los Prisioneros
terminó abruptamente una mañana de septiembre de 2003, con ruido de vasos quebrados y micrófonos
de prensa en el suelo, bajo la ira de Jorge González, quien, acostumbrado al candor pusilánime de los
medios, no logró tolerar el cuestionamiento de los periodistas sobre la misteriosa e inesperada salida de
Claudio Narea. En la misma mesa, como si fuera parte de un plan superior, Álvaro Henríquez, la voz
del rock de los noventa, observaba estupefacto, hinchado de buena vida y absurdamente disfrazado de
Che Guevara. Me cuesta entender cómo semiólogos y sociólogos no leyeron ese momento histórico
como el fin definitivo de la transición democrática. O mejor dicho, el desenmascaramiento de una
mentira cruel y amarga: la de que los chilenos nos habíamos convertido en una sociedad modelo. ¿Te
acuerdas cuando todo era amable y divertido? ¿De cuando nos llamaban los jaguares de Latinoamérica?
¿Qué pasó? ¿En que momento odiar a Chile se transformó en el mejor pasatiempo de nuestros vecinos
limítrofes?.
Esta biografía se sustenta en la convicción personal de que Los Prisioneros tuvieron la misma
vida útil de la relación artística y personal del trío conformado por Jorge, Claudio y Miguel. Es en esos
cinco discos esenciales del trío (incluyo aquí la recopilación “Ni por la razón ni por la fuerza”, de 1996)
donde arde aún el fuego San Miguel..

Este libro está dedicado tanto a las nuevas audiencias prisioneras como a las generaciones análogas, el
público de los años ochenta, especialmente a los cuarentones, esos que estábamos dormidos en plena
edad del plástico. Tal vez tuvimos que conformarnos con mirar, y nuestro rol no fue el de actor
principal. Pero, al menos, una profecía se cumplió: de las entrañas de nuestras ciudades, de este sitio
exótico para visitar pero inadecuado para habitar, surgió la piel que vistió al mundo. A este mismo
mundo. Que sigue ahí. El post Pinochet. El de la brecha digital con las nuevas generaciones. El del
poliamor, y el conocerse por redes sociales, un mundo donde los fotologs ya son arqueología, y
abundan las intervenciones en el cuerpo y los tatuajes.
Somos la cultura de la basura. No nos acompleja revolver los estilos.
Presley, ya sabes lo que tienes que hacer.

Julio Osses,
enero de 2016
PRIMERA PARTE

Fuego de San Miguel


JORGE

—Los buenos músicos son aburridos.


Los Prisioneros en un titular de revista Wikén de El Mercurio. 19 de abril de 1985

—Cuando tenía once, intenté hacer una canción con un amigo del colegio. Me quedó horrible. Pero al tiempo después,
empecé a componer con Miguel. Yo hacía la música y el hacía letras. Con Claudio hacíamos canciones cómicas, y también
él hacía parte de las letras y yo la música. Pero llegó un momento en que yo empecé a escribir letras y me quedaron súper
buenas. O sea, al comienzo escribíamos entre todos. Pero las canciones que yo hacía solo me quedaban mejor. Y ahí quedé
yo como el compositor.
De mi primera entrevista con Jorge González, en la casa de Federico Froebel.

—¿A que se debe que tus textos sean tan directos?


—A qué no soy poeta, a que soy una persona de la calle, a que tengo educación de liceo fiscal.
Jorge González en entrevista con revista La Bicicleta.
ENERO DE 2016

Barrio Yungay. Vicente Ruiz, Jacqueline Fressard, Patricia Rivadeneira y Cecilia Aguayo lanzan el rescate
que Uwe Schmidt (también conocido como Atom Heart) ha hecho de la música que Jorge González
compuso para el cuarteto de performance Las Cleopatras, que ellas mismas integraban bajo la dirección
de Ruiz.
Patricia Rivadeneira se ha levantado tres veces de su asiento para acercarse hasta el que ocupa el
líder Prisionero en un rincón alejado de la vista de la concurrencia, que no alcanza a copar todas las
localidades del auditorio del flamante centro cultural Nave. El edificio es excéntrico, ampuloso, y ocupa
la esquina opuesta a la mítica Peluquería Francesa, joya activa del Santiago antiguo (ese de gomina
Glostora y Piña Nobis), a la que le cantó Redolés entrando en la década del 2000, en el radioteatro
ficticio “Bailables de Cueto Road”. Gran parte de los letreros y locales y pequeños negocios que fueron
objeto de canciones en ese disco ya no existen. En su lugar, farmacias y centros de llamados que en las
horas de alta demanda se llenan de inmigrantes dominicanos, peruanos y colombianos y sus ropas
coloridas y su hablar fuerte. Ellos ocupan las veredas. Usan las viejas calles de Santiago como una tierra
prometida. Es un paraíso de basura sin recoger, edificios antiguos rayados con tags hiphoperos y
marcas del lumpen. Y edificios. Muchos edificios. Nuevos y ya anticuados. Edificios de mierda que
crecen como callampas en la infección de la civilización. 
Jorge González no quiere hablar. Rivadeneira no se da por vencida y le lleva el micrófono a su
asiento. “Es muy bueno haber trabajado con mujeres tan bellas”, articula brevemente la voz de LA
estrella de rock chilena por definición, la de una generación, el ídolo punk, el portador del fuego
sanmiguelino. Pero suena distinta. Destemplada, espástica.

Jorge convalece de un accidente cerebro-vascular que lo ha dejado en estado de disminución al menos


motriz. Los varios infartos cerebrales que sufrió en febrero de 2015 le han afectado el centro del habla
y la habilidad para desplazarse. La información provista por su manager, Alfonso Carbone, ha sido
confusa y poco clara. Durante gran parte de este año, se ha ocultado de la prensa y los medios los
detalles de la condición de salud de Jorge González. En lo concreto, pude enterarme que su estado fue
lamentable hasta mitad de 2015. Cuando entraban las primeras semanas de invierno, Jorge, comatoso,
pasó un dramático fin de semana en la clínica UC de San Carlos de Apoquindo. Los médicos lo
desahuciaron.
Sin embargo, en un giro luminoso del destino, Jorge logró prevalecer y salir airoso, vivo, del
episodio, que para la prensa fue informado como “exámenes de rutina”.
A esas alturas, Jorge González estaba maltrecho, pero de inmediato activó a todo su séquito de
colaboradores (viejos y recientes, como el productor de eventos Jorge Portugueis, gestor del homenaje a
Gustavo Cerati con un músicos chilenos) para comenzar los preparativos de lo que sería su nueva meta:
volver a tocar en vivo. Beto Cuevas fue el primero en sumarse y le siguió el Quién es Quién del pop
chileno.
Es bastante probable que un perfeccionista González no quisiera que en la memoria de la gente
perduraran las sobrecogedoras imágenes de esos minutos terribles en varios escenarios del sur de Chile,
durante los días previos a su colapso en febrero de 2015, víctima de casi dos docenas de ACV
(accidentes cerebro-vasculares) que podrían haber liquidado a otro ser humano. Incoherente.
Tambaleante. Sin control. Un Dios del rock sin poder sobre sí mismo.
¿Cuánto del Jorge González que conocemos está en ese cuerpo, que parece el mismo de
siempre, con el pelo un poco más blanco y un semblante algo más enjuto?. El fuego sanmiguelino ha
dado paso a una suavidad bonachona.
Jorge está a metro y medio de mí. Tras la ceremonia, me he acercado al escenario por un
costado. Lo flanquean su ex esposa, Loreto Otero, y Cecilia Aguayo, ex Prisionera, ex Cleopatra,
doctora y antigua amiga íntima de Jorge. Se acerca a saludarlo Emiliano Aguayo, periodista que escribió
un libro de entrevistas sobre él. Se le echa encima con un abrazo que hace tambalear al convaleciente
Jorge, quien recibe la imprevista muestra de afecto sin variar su sonrisa congelada, pero con evidente
incomodidad. ¿Tendrá Jorge González alguna idea de quien lo abraza en este momento?
Gira la cabeza y cruzamos miradas brevemente. Alguien lo toma del brazo para sacarse una
foto.
Doy media vuelta y me alejo rápidamente de la escena. Antes, cruzo una palabras con Cecilia
Aguayo. Le quiero enviar el recado a Jorge. Estoy haciendo otro libro sobre Los Prisioneros.

—“Estoy a punto de enojarme conmigo de nuevo”. Me lo dijo en el estudio, estando los dos solos. Yo
le había dicho que tal vez lo mejor es que me fuera de la banda. A esas alturas, era fome estar en una
banda así. Yo no le encuentro sentido a cómo trabaja él con la gente, como querer fabricar cualquier
cosa y ponerle el nombre Los Prisioneros. No me sentía capaz de tomar estas canciones y hacerles
arreglos porque no me sentía a gusto. Y el tiempo me dio la razón. Nadie se acuerda de esas
canciones”.
Es Claudio Narea el que habla. Es enero de 2016, pero el tema es su abrupta salida de la
reunión de Los Prisioneros, el año 2003. En un taller de Valparaíso alquilado por trueque, transcribo la
primera de dos largas entrevistas que acabo de hacerle a Narea en Viña del Mar. Claudio está
participando de la Feria del Libro con “Biografía de una amistad”, su relato en primera persona de la
historia de Los Prisioneros. Una campanilla de WhatsApp perturba mi silencio porteño.

21-01-16 22:40:43: Claudio Narea: Hace poco rato MT me llamó


21-01-16 22:40:43: Claudio Narea: Dijo que jg le escribió pidiéndole mi correo
21-01-16 22:41:10: Claudio Narea: Qué tal?
21-01-16 23:43:05: Julio Osses: Chuuu

22-01-16 14:12:55: Julio Osses: Cómo va?


22-01-16 14:14:27: Julio Osses: Qué has pensado?
22-01-16 14:14:52: Claudio Narea: Hola
22-01-16 14:15:08: Claudio Narea: Nada
22-01-16 14:15:15: Claudio Narea: No me ha llegado correo

26-01-16 12:46:54: Claudio Narea: Jg


26-01-16 12:46:55: Claudio Narea: Asunto: palabras
26-01-16 12:46:55: Claudio Narea: deseo lo mejor para ti y sería bueno que me desearas bien.
j
26-01-16 12:46:55: Claudio Narea: Me escribió eso
26-01-16 12:46:55: Claudio Narea: Mi respuesta:
26-01-16 12:46:55: Claudio Narea: Jorge, yo siempre te deseo el bien. Y ya que mencionas lo que “sería bueno”...
Sería bueno que le digas a tu familia y a tus amigos que yo he dicho la verdad. Eso sería noble de tu parte. No sacas
nada con desearme el bien si tienes a un ejército de gente insultándome.
Espero que tu recuperación vaya muy bien.
Saludos.
Claudio.

ABRIL DE 1998
18 años antes

No hay histeria por Jorge González. Los saludos son cálidos y tímidos. Estamos en Chile, país insignia
del grito a mansalva, pero la mayor cantidad de transeúntes se limita a apuntarlo de lejos, con cara de
asombro. “¡Prisionero! ¡Prisionero! ¡Grande, Jorge”, grita un oficinista con maletín de junior desde la
ventana de una micro, en la demostración más efusiva de esta tarde de sol caliente, en el corazón de
Providencia. He acompañado a Jorge en trámites menores, toda la tarde, después de almorzar tallarines
verdes con salsa de champiñones en mi casa de San Miguel. La idea es aprovechar al máximo el tiempo
para las entrevistas. Nos subimos al auto y enciendo la grabadora. Me habla del estilo señourrita, con que
define “Sudamerican rockers”, que no es otra cosa que la manera en que los gringos ven la música
hecha en Latinoamérica. En este caso, una mezcla de rockabilly a-la-chicano y hip-hop.
Al finalizar la tarde, me pasa a dejar en su Fiat Azul. En esa época aún usábamos contestadores
automáticos y en el mío hay un mensaje de Claudio Narea. Quiere ver qué puedo hacer para que Jorge
le pague una plata que le debe. Lo llamo de vuelta. Me dice que habló con Marco, el hermano de Jorge
y guardián de este tipo de asuntos, pero que no ha tenido resultados. Pienso que me está poniendo en
una situación difícil pero no lo digo en voz alta. Claudio es mi amigo y le digo que veré lo que puedo
hacer, dentro de mi escaso diámetro de influencia. Corto y me quedo pensando. Eso metido hasta el
cuello en la historia de Los Prisioneros.

ENERO DE 1999
9 meses después

Ha sido una tarde muy calurosa. Ya es de noche, pero el departamento sin cortinas que Jorge González
ocupa junto a su novia en la calle Arzobispo Donoso acusa todavía los restos del aire caliente veraniego.
Luego de varias semanas de interrupción, a causa de la apretada agenda de actuaciones de Los Dioses,
Jorge ha decidido retomar las sesiones de entrevistas para este libro. En el televisor, La Red pasa la
actuación grabada de Los Dioses en el Festival de Arica.
“Estuve conversando con Miguel… y yo cacho que es bueno que se me caiga el casé no más”,
dice para empezar la conversación. “No queremos herir a nadie. Yo menos. Pero lo que me importa es
que lo que se diga (se escriba), sea la verdad. Por eso lo cuento”, concluye.
Tenemos vino y cocaína, pero no comida. Esta sesión será la más larga, la más ardua, la más
difícil. Hemos conversado bastante con Jorge sobre el tema de las droga. De esta droga. Su visión es,
paradójicamente, lúcida: es el polvo del diablo, un anestésico disfrazado de energía instantánea que te
quita toda la humanidad y te convierte en un animalito, te esclaviza a los impulsos, te seca el toque
divino que es el motor del alma y te deja vagando en un mundo feo, lógico, caótico, carente de sentido,
donde todo es posible porque nada parece valer la pena. Qué se puede perder cuando existes en un
mundo devastado por la racionalidad. La cocaína es una droga para tontos, que suele enganchar a gente
valiosa. Un azote para el talento. Como leí alguna vez, es una droga que por una sola y mezquina
ocasión te convierte en un hombre nuevo, pero luego lo primero que ese hombre nuevo quiere es más
cocaína.
Durante varias horas, Jorge González habla sin filtro de la vorágine de hechos que rodearon a la
separación de Los Prisioneros en 1990. La falta de plata, las desavenencias artísticas. Y el famoso lío
sentimental.
—Hasta “La cultura de la basura” no sabíamos lo que era un fracaso. Pero se había ensalzado
mucho mi figura como compositor… y entonces Claudio y Miguel decidieron que también querían
componer. Yo no tengo buenos recuerdos de ese disco, porque creo que había mucha autoindulgencia
alrededor. No estoy satisfecho por eso: creo que mis letras no estaban muy buenas. Hay gente que
piensa que es el mejor. No estoy de acuerdo. Yo me siento una persona que tiene la onda de hacer
canciones pop que pegan… y ese disco no fue tan popular… no me dejó satisfecho. Claro que en pinta
y en los shows, fue nuestra mejor época. Y me distancié de los muchachos por una cosa natural. Estaba
creciendo. Estaba abriendo mi mente. Y ellos estaban pegados.
La honestidad brutal de Jorge hace que a uno lo sature la emoción. Escucharlo hablar así, con
esa claridad, esa asertividad kamikaze, hace que uno le den ganas de portarse mal. De decir cosas. De
salirse de madre.
—En ese momento yo era una persona que estaba haciendo lo que le gustaba hacer, a su pinta.
Y más encima tenía éxito. Pero creo que en el caso de esta chica, habría sido mejor si hubiéramos
seguido siendo amigos. No era necesario que nos acostáramos. Pero yo en esa época no tenía mucha
moral.
—¿Tuviste en algún momento la intención de conversar con Claudio?
—No, nunca. Siempre sentí que él y Miguel estaban muy lejanos de mí.
—¿Pero cachabas que eso podía separar a Los Prisioneros?
—No, no caché en ese momento. Yo creía que la cosa no iba pasar a mayores. Porque tenía
muchas amigas con las que me había acostado una vez y nunca más. Pensé que con ella iba a ser así. No
me imaginé que nos íbamos a enganchar de tal forma. Cuando uno es joven piensa que es necesario el
sexo para relacionarse. Después ya te das cuenta de que no. En todo caso yo no me arrepiento, porque
aprendí ene. Hice parte de mis más bellas canciones por esa situación.
El ambiente se ha vuelto espeso. El fantasma de una certeza terrible flota en el aire. Se
corporiza.
—Fue super penca para nosotros enfrentarnos —continúa Jorge—. Porque yo lo quería ene. Y
él me quería ene a mí… Yo me siento… y me he sentido súper culpable por eso. De hecho, cuando
quedó la cagá, y el Claudio se volvió medio loco y nos pusimos súper mal… en el paso del 89 al 90…
yo tomé la triste decisión de meterme en la tina y cortarme las venas… porque pensaba que me
esperaban unos años bien difíciles. Y era verdad. Pensaba que había perdido la inocencia…
Jorge González cierra los ojos. Su sinceridad me estruja el corazón pero, cableado como estoy,
me he despersonalizado y soy un director que ha puesto la cámara y decide seguir rodando después del
tiempo acordado. Más allá de lo prudente, para ver qué pasa. Había algún disco de vinilo puesto en una
tornamesa Technics 1200 con plato de cuarzo. Pero hace rato dejó de sonar.
—Me quedé dormido en el agua…
La voz de Jorge se ha vuelto quebradiza. Casi cantarina. El zumbido del ventilador es un
murmullo gordo y aterciopelado, como una tibia placenta donde las palabras reverberan mullidas en un
colchón invisible. Como cuchillas.
—Y no me morí. Cuando me estaba desvaneciendo… sentí que me estaba yendo a un lugar
nada que ver. Onda retrocede cinco puntos. Y no me morí…
Sigo registrando.
—Yo lo quería ene al Claudio… Y él me quería ene a mí… Yo me equivoqué en lo que hice.
Pero desgraciadamente… era mi destino.
Hace una pausa larga.
—El poder y el éxito son dos cosas súper fuertes.
—¿Cuándo te diste cuenta de que las cosas estaban fuera de control? —pregunto intentando
que no se note el nudo de la garganta. No podría decir si es el efecto anestésico de la droga. O la
emoción.
—Las cosas nunca han estado bajo control, Julio —responde Jorge con tono severo, casi
enojado— Yo soy lo que soy porque me dejé llevar por mi destino. Después de mi romance con esta
niña, volver, separarnos, pelearnos, toda esa onda… nosotros seguíamos ensayando. Teníamos disco
nuevo. Yo había hecho todas esas canciones, y entre medio fui a Los Angeles, a grabar “Corazones”.
Hace otra pausa. En ningún momento respira hondo. Su color de voz es templado y profundo,
como declamando.
—¿Cuánto alcanzó a ir? —pregunto.
—Como a tres ensayos… salían súper bien con él… pero le dio lata y no fue más. Con Miguel
encontramos que estaba bien. El Claudio, yo creo, encontraba que esas canciones eran buenas, pero…
le dolían. Nos llamó un día para avisar que no iba a ir al ensayo. Otra mañana… estábamos en la casa
de mi mamá, esperándolo… y no llegó. El apoyo de Miguel en esa época fue tan importante… porque
a él se le desarmó la banda sin tener ni arte ni parte, de repente vio que todo se desintegraba y quedaba
la cagá. Él fue super importante, porque apechugó con todo. Al comienzo me odió, pero después me
quiso. Cuando comprendió que yo estaba enamorado de verdad… me entendió.
—Pero igual con Miguel se distanciaron un poco.
—Un rato, sí… pero después nos acercamos más. El hecho de que “Corazones” haya sido un
disco exitoso se debe en gran parte a Miguel, porque le puso el hombro y empujó la promoción… yo
no tenía valor pa ná.
Mientras habla, pienso que este es un Jorge distinto al que aparece en los medios de
comunicación. Más vulnerable, más crudamente sincero, más parecido al personaje que asoma en sus
discos. Me dice que no es su interés volver atrás, pero que siente que, reunido con Miguel, está
empezando de nuevo.
—Siento que la música que seguí haciendo después (de Los Prisioneros) fue una evolución.
Pero también creo que los dos discos que hice pecaron de unidimensionales porque me faltaba una
banda. Mis discos solo… no eran tan buenos como los con Los Prisioneros, en la factura. A pesar de
que las ideas detrás eran buenas.
Hace un silencio largo. Fija la vista en la grabadora. Respira hondo por primera vez desde las
últimas horas de la tarde.
—Nunca pensé en volver atrás. Prefiero pensar que nunca he estado mejor que ahora.
—Si tuvieras que elegir el mejor momento de los tres, el de mayor comunión, cuando sentiste
que el triángulo perfecto…
—Yo creo que en “La voz de los 80”. Nuestro momento peak fue cuando grabamos ese disco.
Porque ya para “Pateando piedras” el que siempre me acompañaba en la grabación era Miguel. El
Claudio estaba pololeando, entonces casi siempre se iba más temprano. Además, en “Pateando piedras”
yo tenía el concepto súper claro. Siempre he sido una persona que puede manejar muy bien lo
abstracto. Imaginarme las pistas que iban… los arreglos sin hacerlos. Realmente me estaba disparando
de los demás… cosa que a Miguel nunca le pareció mal. Pero a Claudio le empezó a producir un poco
de incomodidad.
—Viéndolo desde adentro ¿Es posible tomar consciencia de lo que Los Prisioneros hicieron
por la música chilena?
—Yo te voy a explicar cómo es la cosa. Yo siento que nosotros estamos conscientes de lo
importante que fue lo que hicimos. Pero creo que los discos no quedaron tan buenos como hubiéramos
querido. Al grabarlos, o al tocarlos, sentíamos eso. Creo que todavía no hemos hecho el disco que
hubiéramos querido. Igual me llama la atención el hecho de que cuando nosotros estábamos haciendo
todo eso era por una hueá super honesta, por hacer el bien ¿cachai? Por hacer algo que fuera de verdad.
Y resultó. Con eso desmentimos toda una movida que había de que para ser famosos y te fuera bien
había que venderse y ser falso. Eso no es así. En Chile la única forma de pasar a la posteridad y que la
gente se enamore de ti es ser honesto, como pasó con Violeta Parra. O con Víctor Jara.
—¿Te da lata que Los Prisioneros hayan terminado así? ¿Te hubiera gustado otro final?
—Encuentro alucinantemente romántico que nos hayamos separado por un lío de faldas.. lo
encuentro súper bello.

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