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PASO DE SER EGOÍSTA

El egoísmo, visto desde fuera, es patético... pero a veces no


solo cuesta reconocerlo sino también querer remediarlo. Y
caemos en sus mil trampas y nos dejamos engañar y embaucar
por él... En muchas ocasiones, con consecuencias nefastas e
irremediables.
Si de algo todos tenemos experiencia, es que el egoísmo nos
hace pasar de Dios y de los demás. Por eso este libro lanza un
mensaje nítido: 'Paso de ser egoísta'... porque el hecho de no
querer serlo ya es el primer paso para salir de esta situación. Sin
olvidad nunca que 'Dios hace milagros en los corazones
generosos'.

©2014, Pérez Villahoz, Antonio


Editorial: Cobel Ediciones
ISBN: 9788494331749
Generado con: QualityEbook v0.78
Paso de ser egoísta

DIOS hace milagros en los corazones generosos


INTRODUCCION
Mala prensa tiene el egoísmo… pero no pocos seguidores.
Nadie desea ser egoísta… pero muchos practicamos este vicio con
demasiado entusiasmo.
El egoísmo tiene mucho de parásito… Cuando se instala en el alma no hay
medicamento que lo expulse definitivamente. Regresa una y otra vez. Se
reproduce constantemente. Reaparece en los peores momentos y tardamos
en darnos cuenta del daño inmenso que nos hace.
No lo queremos, pero tampoco ponemos los medios para quitarlo de nuestro
interior. Se queda instalado dentro como un virus maldito y contagia toda
nuestra alma… y acaba destruyendo amistades, modos de pensar y de ver
las cosas, alegrías, nobles sentimientos y hasta nuestros principios más
sólidos… y dinamita, sin duda, nuestro trato con Dios.
El egoísmo, visto desde fuera, es patético… pero a veces no solo cuesta
reconocerlo sino también querer remediarlo. Y caemos en sus mil trampas y
nos dejamos engañar y embaucar por él… En muchas ocasiones, con
consecuencias nefastas e irremediables.
Si de algo todos tenemos experiencia, es que el egoísmo nos hace pasar de
Dios y de los demás. Por eso este libro lanza un mensaje nítido: "Paso de
ser egoísta"… porque el hecho de no querer serlo ya es el primer paso para
salir de esa situación. Sin olvidar nunca que Dios hace milagros en los
corazones generosos.
ASÍ ESTA EL PATIO».
Hablemos de egoísmo… pero hagámoslo con seriedad. Vivimos en un
mundo sumamente falso, que por un lado alaba todo tipo de actos solidarios
y benéficos y, por otro, sin anestesia inducida, te engulle con mensajes del
tipo "piensa en ti", "no te dejes influir", "ve a lo tuyo y haz con tu vida lo
que te plazca".
Todos estamos muy dispuestos a retituitear frases de apoyo a los asesinados
en países en guerra, a los negros y a los blancos que se mueren de hambre, a
las niñas violadas de un país africano, a los voluntarios de una misión
humanitaria de cualquier continente… pero, a su vez, somos incapaces de
tratar con respeto a la vecina del quinto, a no rajar del jefe en el trabajo o
ayudar a un compañero al que se le dan mal las matemáticas. Parece que
nos afecta mucho la injusticia del que está lejos pero obviamos la del que
tenemos enfrente. Y pasamos al lado, todos los días, de personas que sufren
porque tienen hambre, no tienen trabajo o están en la más absoluta soledad,
y ni nos inmutamos… Vemos a un pobre en la puerta de una iglesia, o a un
rumano instalado en un semáforo, y se despierta en nosotros la
desconfianza y el recelo… Nos aterra saber que se utiliza a niñas de doce o
quince años como mercancía de explotación sexual en países europeos…
pero no nos preocupa violar con nuestra imaginación a esa adolescente que
pasea por nuestra urbanización.
Esta es la falsedad de nuestro mundo. Nos movemos en una sociedad con
falta de autenticidad y de coherencia. Vivimos en una calle narcotizada
contra la generosidad concreta con el de al lado. Nos encanta la palabra
"servir", pero preferimos dejarla para actos de gran envergadura, para
programas de solidaridad de fila o… pero no para su uso diario…, no vaya
a ser que eso fastidie nuestra egoísta manera de vivir.
Y si aplicamos este modo de ver la vida con respecto al alma, entonces nos
ponemos a la defensiva, como con miedo a que nos puedan echar algo en
cara. Cualquier discurso que hable de lucha personal, esfuerzo, sacrificio,
olvido de sí, templanza, salir de nuestras comodidades, etc., nos huele a
palabras huecas. Parece entonces que los únicos vocablos que deseamos oír
son aquellos que no comprometan a nada. Y reducimos el afán de santidad
a una quimera inalcanzable. Nos agazapamos en ese lenguaje perverso de la
sociedad de hoy: "no hay que exagerar con nada… y menos con Dios" o "la
religión para aquellos a los que les guste perder el tiempo y el dinero", o
peor todavía: "no creo en aquellos que se pasan el día rezando en lugar de
estar en África cuidando a los muertos de hambre". Nos hemos instalado,
admitámoslo, en una especie de miedo a Dios, de rechazo a todo lo que
tenga tintes de cosa sobrenatural.
Y para colmo, los cristianos hemos reducido nuestra fe a ir a Misa de doce
el domingo… y además llegando tarde.
Y así pasan los años hasta que un día llega alguien, y con su ejemplo de
vida, abofetea nuestra conciencia adormecida de tanto pensar en uno
mismo… Mira lo que escribía un periodista tras fallecer un misionero de un
país africano por contagio del ébola: "Yo soy ateo. No agnóstico. Ateo. O
sea, que estoy convencido de que los curas se pasan la vida creyendo en una
mentira. Creo, además, que toda mentira es dañina. Y de sobremesa en
sobremesa exhibo con arrogancia mi materialismo. Pero la coquetería me
dura hasta el preciso instante en que me entero de que un misionero se ha
dejado la vida en Liberia por limpiarle las pústulas a unos negros
moribundos. Entonces me faltan huevos para seguir impartiendo lecciones
morales. Principalmente por lo aplastante del argumento geográfico. Él
estaba allí con su mentira y yo aquí con mi racionalismo".
Así somos los hombres. Así somos tú y yo. Así está el patio del mundo en
el que vivimos. Por eso, si quieres que hablemos de egoísmo, hagámoslo.
Pero seamos serios… No es un tema, visto las consecuencias, para
tomárselo a broma por muy pavos que estemos.
¿YO SOY EGOÍSTA?
A nadie le apetece que le tilden de egoísta. No es un calificativo que de
gusto oír en boca de otro cuando se refiere a uno mismo… pero la realidad
es tozuda. Y ante la pregunta de si tú y yo somos egoístas, la única
respuesta verdadera es decir que sí… Y lo somos por muchas razones, pero
la primera es porque llevamos dentro el pecado original y tenemos una
inclinación innata a ir a lo nuestro, a encerrarnos en el caparazón de la
comodidad, a usar a los demás, a pensar en el yo en primer lugar, a desear
antes que nada nuestro beneficio… Por eso, y por muchos más motivos que
iremos descubriendo, no podremos negar que tú y yo somos dos perfectos
egoístas… Ahora bien, el problema no es ser egoísta… el problema es que
nos dé igual ser egoístas… Ahí está la diferencia entre estar delante de una
buena persona y no estarlo…
A veces nos justificamos pensando que los seres humanos nacen siendo
generosos o nacen egoístas… No te niego que la educación recibida, el
propio carácter y el temperamento de cada uno facilitan o entorpecen la
virtud de la generosidad… pero es falso afirmar que nuestra forma de ser en
la vida lo determinan nuestros cromosomas… y es falso, porque todos
experimentamos esa lucha entre ir a lo nuestro o darnos a los demás…
Todos -todos los días- hemos de pelear contra ese hombre viejo, contra esos
deseos innatos de comodidad y de egoísmo… y unas veces ganamos y otras
perdemos, pero, o partimos del firme convencimiento de que llevamos
dentro un egoísta que desea mandar sobre nosotros mismos, o jamás
podremos matar a ese tirano.
Por eso, el problema no es ser egoísta… el problema es pensar que uno no
lo es. Muchas veces identificamos al egoísta con un ser imaginario que deja
desvalida a una pobre anciana caída en mitad de un paso de cebra… Y eso
claro que es ser egoísta, pero lo triste es lo indulgentes que somos con
nuestras manifestaciones concretas de egoísmo… Siempre nos parecen algo
sin importancia, poca cosa, algo que hace todo el mundo. Ni siquiera
reflexionamos sobre nuestra actitud por miedo a descubrir hechos que no
nos gusten. Y dejamos pasar, una tras otra, mil manifestaciones de ir a
nuestra bola y de no estar pendientes de los demás… Y ese egoísmo, si no
se percibe y se lucha por remediar, acaba creando una costra en el alma que
impide dejarnos anidar. Nos dirán en la dirección espiritual que tenemos
manifestaciones de egoísmo y nos enfadaremos porque no queremos
aceptarlo… y más tarde, cuando es evidente nuestro egoísmo hasta para
nosotros mismos, ya no desearemos rectificar y nos diremos que ya es
imposible poder cambiar, que somos así, que ese es nuestro carácter. Y
nuestras razonadas sinrazones harán ineficaz el empeño por ayudarnos…
Piénsalo… Quien no pone esfuerzo en ser generoso, en darse a los demás,
en tener manifestaciones concretas de servicio… entonces está invirtiendo
en el propio "yo". El egoísmo no es neutro. O va a más o va a menos.
Cada mañana, al levantarse, solo hay una pregunta a la que responder:
¿Elijo a Dios y a los demás… o me elijo a mí mismo? Esa es tu vida y la
mía… Y la elección que hagamos marcará el camino de nuestra existencia
en esta tierra. Y de responderla bien -acertadamente- nos va la felicidad en
ello. Por eso es tan importante luchar por ser generoso… luchar por no ser
egoísta.
¿Sabes cuál es el verdadero mal del egoísmo? Escúchalo despacio, deja
paladear la respuesta en tu inteligencia, no leas esto de corrido como si
fuera una frase hecha… porque no lo es. Porque ese mal que trae consigo el
egoísmo, a tu alma y a la mía, se llama corrupción…
Quien cas en v.na. vida egoísta, quien se queda sin salir de ahí, destruye las
más íntimas de sus convicciones, cambia un corazón bueno por un empeño
en ir a lo suyo, deja de ser hombre de deseos para convertirse en un hombre
de profundos desalientos… y esa alma -te insisto- se corrompe porque deja
de tener una amistad personal con Cristo…, no interioriza; cumple, pero
está vacío, reza, pero no ama… su trato con Dios no es personal, es propio
de almas de folleto pero no de almas reales, de esas que cuando sufren -
porque todos hemos de sufrir- prefieren cobijarse en el corazón de ese
Cristo que les quiere y no en los placeres de su «yo».
Por eso, el egoísta no se entera, no pilla el fondo de las cosas, no se fía, no
se deja ayudar, no abre su alma de verdad… De ahí que sea tan difícil
«despertarle»… porque él siempre tiene razón… porque solo mira lo que le
interesa, porque deja de agradecer, de ver su vida como un regalo y una
misión… porque solo quiere el beneficio inmediato, aquello que le apetece
y que siempre coincide -es curioso- con lo que no supone esfuerzo. Se huye
del sacrificio, de mirar el bien del otro… y el alma queda corrompida y
atrapada en un «yo» que, más antes que después, le genera el hastío hacía
mismo.
Eso sí -no lo olvides-, al final es la soledad, la desesperanza y la tristeza el
único premio que se obtiene de esta amarga manera de vivir.
¿VALE LA PENA SER EGOISTA?
Todos contestaremos con un rotundo no a esta pregunta, pero…
Y es que hay muchos peros en nuestra respuesta.
Decimos de carrerilla que ser egoísta no merece la pena porque eso no hace
feliz a nadie. Pero aunque lo sepamos, seguimos siendo egoístas y a veces,
incluso, amamos profundamente ser egoístas; encerrarnos dentro de
nosotros mismos y desentendemos completamente de Dios y de los demás.
Seguir la senda del egoísmo es absurdo, pero todos tendemos a ello. La
calle nos lo grita de continuo… Mensajes como "piensa en ti", "no te
comprometas con nada ni con nadie", "haz lo que se te apetezca" o "sigue
tus instintos" están en boca de muchos… y a veces en el comportamiento
propio ¿Por qué? Por la sencilla razón de que desea ser un egoísta puro pero
tampoco renunciar del todo al egoísmo. Todos deseamos probar, antes o
después, el supuesto placer de vivir mi vida para mí.
¿Pero esto merece realmente la pena?, ¿es feliz quien vive constantemente
pensando en los demás?, ¿no es bueno un poco de egoísmo, aunque sea en
pequeñas dosis? Preguntas que todos nos hacemos y que conviene saber
responder con acierto.
¿Qué dirías de una madre que dijera que ella prefiere ser egoísta? Pues
aparte de agradecer mucho que esa madre no sea la tuya, algo nos avisaría
por dentro que esa madre actúa mal, algo chirria cuando vemos el
calificativo de egoísmo puesto al lado de palabras como madre, amor,
padre, Dios, amistad, novia, etc… Y es que, sencillamente, ser egoísta es
incompatible con ser generoso y con saber amar. Y nada merece tanto la
pena como estas dos realidades. Otra cosa muy diferente es que muchas
veces cueste, no apetezca o suponga un sacrificio notable, pero sólo quien
no desea ser egoísta de verdad, quien está dispuesto a dejar de serlo, quien
quiere luchar por ello… es la persona que sabe responder a la pregunta de si
merece la pena ser egoísta…
No» no merece jamás la pena, pero eso hay que comprobarlo con la propia
pelea diaria, con ese ir enterrando el "yo" que nos aparta de Dios y de los
demás, con ese ganar y perder, acertar y equivocarse de cada día, pero
siempre con el deseo de rectificar, de pedir perdón y de recomenzar esta
batalla contra el egoísmo personal. Así -peleando así- es como se sabe a
ciencia cierta que no merece la pena ser egoísta.
¿Y cómo llegar a la generosidad? ¿Cómo se logra no vivir pendiente de uno
mismo? La pregunta tiene una sola respuesta: amando. Sólo quien aprende
a amar a Dios y a los demás por encima del propio yo saborea esa felicidad
inmensa que proporciona la generosidad. Por eso, el regusto del egoísmo
siempre tiene sabor a placer amargo.
Sólo quien se sabe profundamente egoísta es capaz de-desear de verdad no
serlo. Quien se engaña pensando que no lo es -que hay muchos peores que
nosotros-, jamás dejará de buscar su placer y su comodidad.
Sólo quien es capaz de matar el "me apetece" para sustituirlo por el "darse a
los demás", entenderá que no hay negocio más rentable que vaciar el propio
"yo" para que solo quepan los otros… pero eso es algo que le toca a cada
uno descubrir. Así es como se experimenta que no hay alegría mayor que
vivir para servir a Dios y a las almas…
Así es como se entiende que para conseguir «la felicidad no se necesita una
vida cómoda sino un corazón enamorado».
Por eso, ¡qué triste es el sendero de los que renuncian a ese ideal grande de
la generosidad» qué penosa la existencia de los que prefieren una vida sin
lucha y sin esfuerzo! Y si eso es el camino que quieres» entonces continua
con esos días de no hacer nada… Déjate -como siempre- vencer a la hora de
la tentación. Acuéstate cuando más te apetezca y levántate cuando te venga
en gana. No tengas ningún plan de vida de piedad. Procura no aprovechar el
tiempo en el estudio. Marea todo lo que puedas y mira toda la televisión que
te dejen. Víciate con cualquier juego de ordenador y navega por internet sin
límites de tiempo y sin criterio. Deja que tus ojos vean todo lo que quieran
y dile a tu imaginación que corra y vuele por el trastero de tu sensualidad…
Y» sobre todo» no pienses en los demás sino en ti y en tus cosas. Llena de
antipatías y recelos tu trato con los otros» apégate a los que te caigan bien y
adormece tu conciencia cuando te hable de conceptos como Dios» lucha»
sacrificio» reciedumbre, alegría» servicio, entrega, lealtad, honradez o
generosidad…
¿Serás capaz luego de decirte que eres una persona feliz… que estás
contento de verdad?
EL GENEROSO ATRAE… Y EL
EGOISTA REPELE
¿Quién es realmente feliz en esta vida? ¿Aquellos que lo tiene todo y no
necesitan de nada? Por el índice de suicidios de los multimillonarios, ya se
ve que no… Entonces, ¿para ser feliz hay que vivir en una cloaca y pasar
hambre hasta rabiar…? ¿Nuestra felicidad depende del dinero que haya en
nuestra cuenta bancaria?, ¿o de que todo nos salga bien, no tengamos
problemas con nadie, aprobemos sin estudiar, estemos sanos y nos toque la
lotería dos veces al año? Es verdad que hay cosas que ayudan a alcanzar la
felicidad, pero todos sabemos que ser feliz no es eso… es algo más. Mucho
más.
La felicidad, a veces, es difícil definirla… pero la tristeza es más fácil de
detectar. Quien no está alegre es porque tiene egoístas problemas
personales; le falta paz y le sobran miserias acumuladas. La tristeza es fruto
de una imaginación descontrolada que nos hace sentirnos victimas cuando
las cosas no salen como queremos, y entonces nos comparamos con los
demás y nos entristecemos por no tener lo que ellos tienen (dinero, poder,
belleza, éxito…). Y olvidamos que sólo quien piensa de manera habitual en
los demás es capaz de salir de uno mismo. Sólo quien desea la felicidad de
las personas que le rodean, que son sangre de su sangre, amigos que
trabajan junto a él, aquellos con los que comparte afanes e ilusiones… sólo
ese descubre que la auténtica felicidad está en darse generosamente a los
otros.
La persona que es generosa, atrae, y el que es egoísta crea a su alrededor un
sentimiento de rechazo, un deseo de no estar junto a él. Nadie está a gusto
al lado de un tipo que va a la suya, sólo pendiente de sus cosas y de
pasárselo bien. Por eso, hay planes -una cena, una convivencia o la
celebración de un cumpleaños- en que uno está mejor si una persona
determinada no acude…
Y por el contrario, todos admiramos a aquellos que son generosos, que
saben darse y pensar en los demás, que se olvidan de sus problemas
personales para dedicarse a los problemas de los otros. A todos nos resulta
fácil querer a aquellos a los que de verdad les importamos… Por eso, hasta
humanamente hablando el egoísmo es repulsivo, es una lacra que debemos
eliminar de nuestro interior. Pero jamás lo lograremos si vivimos pendientes
de nuestro «yo», de nuestra propia felicidad, de buscar constantemente
compensaciones que nos satisfagan ¿Alguna vez hemos pedido al cielo que
mate por completo nuestro egoísmo? ¿Deseamos de verdad dejar de ser
egoístas con Dios y con los demás o, por el contrario, nos quedamos
anclados buscando una y otra vez nuestro capricho, nuestros planes,
nuestros gustos? ¿Estamos dispuestos a darnos aunque no nos apetezca?
Piénsalo despacio… Sólo quien vive pendiente de los demás puede ser
feliz. Sólo quien desea ser generoso descubre una verdad imposible de
asimilar en el mundo del egoísta: que Dios y los demás son más importantes
que yo. Y de ahí se deriva que la vida solo merece la pena ser vivida si está
al servicio de Dios y de las almas. Y aceptar eso supone rechazar muchas
verdades que el propio yo nos hace creer como ciertas. Y la primera es
convencerte de que serás un desgraciado si pones todo tu corazón y todo tu
empeño en querer a Dios y a los otros por encima de ti mismo. Es una de
las grandes paradojas del cristianismo… el único que es feliz de verdad es
aquel que se decide a no serlo, que se decide a matar su propio "yo" (sus
gustos, su tiempo, sus caprichos…) para poner todo su ser al servicio de ese
Dios que le ama con locura, y de los demás hombres que conviven con él.
Por eso, querer ser generoso compromete de verdad, aunque sea mucho más
fácil y más cómodo ser egoísta…
Pero ante ese panorama, ante este ambiente que hace tan atractiva la vida
egoísta, ante esta calle que una y otra vez nos habla de huir de Dios, de ir a
la nuestra, de no complicarnos la vida, de pensar solo en nosotros… hemos
de recordar -¡cuántas veces lo olvidamos!- que tú y yo ¡somos de Dios!…
Eso se lo habremos dicho a Cristo muchas veces: «¡Señor, quiero ser
enteramente tuyo!» ¿Y luego?… Luego vemos que cambiamos de parecer,
que preferimos nuestros tesoritos humanos, nuestras seguridades, nuestro
afán de disfrute, nuestra pereza, nuestros placercillos sensuales y
asquerosos… Y ha de ser el pensamiento -¡la convicción!- de saber que
Dios se apoya en ti y en mí lo que sacuda tanto egoísmo anclado en el
alma… Y llenos de una fuerza que no es nuestra, seremos capaces de
decirle de nuevo a ese Dios que nos espera: «¡Soy tuyo y a Ti me
entrego!… Toma mi barca, mi juventud, mis rebeldías, mis pasiones, mis
miedos y mi vida entera… ¡y haz con ella lo que quieras!»
Ten por seguro, entonces, que lo que nos sacará tantas veces de nuestra
poltronería, lo que ahuyentará los miedos de saberse tan poca cosa por
dentro… y tan capaz de fornicar con el pecado…, lo que convertirá en
fecundo las tierras quemadas de nuestra labor apostólica, lo que vencerá a
nuestras inseguridades, lo que cambiará nuestro corazón egoísta en un
corazón generoso… será ese ímpetu divino -¡la Gracia!- que nos empujará a
desear cada día el título más noble de un cristiano: ¡ser el consuelo de Dios!
¿Serás capaz de preguntarte ahora sí deseas o no una vida generosa?
RADIOGRAFÍA DE UN EGOÍSTA
Hablar de actitudes egoístas es hablar de nuestra vida de cada día. El
egoísmo no es un privilegio de unos pocos… es un cáncer extendido en el
alma de casi todos. La única diferencia radica en el afán de curarnos,
aunque nos vaya toda la existencia en ello y jamás acabemos de estar
totalmente sanados. No querer ser egoísta es la gran medicina que combate
de raíz este mal del alma.
Sin ánimo de agotar el tema, se exponen a continuación algunos síntomas
claros de egoísmo. Identificarse con ellos es la cosa más normal del mundo.
Pretender eliminarlos ya es tarea que compete a cada uno con la ayuda del
cielo y de esa persona que dirige tu alma.
Le primera manifestación del egoísta es no querer dejar de ser egoísta.
Parece obvio pero a veces lo olvidamos. Egoístas somos una inmensa
mayoría… pero no querer dejar de serlo nos hace doblemente egoístas y,
además, nos hace incapaces de salir de ese túnel que conduce al peor de los
fracasos: olvidarse de amar.
Otra manifestación es la soledad que desborda el egoísta. Y la soledad no es
solo física (que a veces también lo es, porque nadie desea estar a su lado)
sino que es sobre todo interior. Por eso, la conversación del egoísta acaba
cansando porque no tiene nada que aportar que no sea hablar sobre él
mismo y sus circunstancias.
El egoísta, a su vez, se vanagloria de estar pensando en él. Su "yo" aparece
de continuo. Cuando cuenta algo, siempre queda bien y los otros casi
siempre quedan mal. Lo que él hace o dice está mejor hecho y mejor dicho
que lo que dicen o hacen los demás. Y encima no le importa mentir sobre
sus hazañas si con ello queda mejor ante los otros.
El que anda por la senda del egoísmo tiende a sobredimensionar los
problemas; lo exagera todo y, cuando cuenta lo que le pasa, parece que todo
es irremediable y nada tiene solución. Interpreta de forma torcida la palabra
y las reacciones de los demás. Sospecha, de inicio, de aquellos que no le
admiran y es capaz de juzgar sus pensamientos e intenciones, aún sin
preguntar a los interesados. Adquiere una susceptibilidad casi enfermiza
ante bromas y comentarios que no buscan ofender a nadie. Se llena de
problemas personales que inventa su imaginación: envidias encubiertas de
juicios críticos, un orgullo que se siente herido ante cualquier corrección, un
estar evaluando de continuo el "cómo estoy" y el "cómo quedo". Y esa
retahila de agravios inventados acaba haciendo insoportable la convivencia.
Crea a su alrededor un clima irrespirable donde falta confianza y
amistad…» y ahí es difícil que los otros se muestren naturales, como
realmente son… Por eso, los que están a su alrededor acaban adoptando
posturas defensivas… y el egoísta, muchas veces de manera inconsciente,
se encierra más y más en sí mismo y deja así de disfrutar de la compañía de
los demás.
El egoísta desea dominarlo todo. No soporta que los "suyos" hagan las
cosas de forma diferente a como él desea que se hagan. Su afán de control
llega a la obsesión de querer moldear el carácter de los otros a su gusto y
semejanza. En su relación con los demás se llena de antipatías y
apegamientos. Desea constantemente despertar admiración entre sus
compañeros y amigos» lo que le conduce a una dependencia afectiva sobre
la opinión que los demás tienen sobre él. Sus estados anímicos suben y
bajan por nimiedades bastante irracionales, y hace poco por dominarlos. De
ahí que sus enfados y quejas asomen con demasiada frecuencia… Se siente
herido por acciones que apenas tienen importancia, y se altera con palabras
que no suponen en modo alguno una ofensa… Es su imaginación -centrada
en él mismo- quien le hace ver la realidad de una manera tan desenfocada y
susceptible. Por eso, el egoísta, camuflado en el traje de una seguridad en sí
mismo, es realmente una persona tremendamente insegura…, es como un
niño pequeño que busca constantemente la aprobación y la aceptación de
los demás. Y esa huidas constantes de todo lo que supone sacrificio, impide
que abandone esa inmadurez humana y afectiva.
Egoísta es quien prefiere mil veces hacer sus planes aunque los otros deseen
algo diferente. Egoísta es quien trata con desprecio a sus amigos… porque
en el fondo se considera superior a los demás. Y no tiene reparos en
llamarlos por el mote aunque suponga humillarlos. O hace el chiste fácil
aún a costa de dejar en ridículo al de al lado. Lo único que desea el egoísta
es no quedar él nunca mal, pero no le importa si eso les ocurre a otros…
aunque sean a los que califica como sus "mejores amigos".
El egoísta es aquel que prefiere que le cuenten cosas que le diviertan para
así no cansarse él en hablar. Por eso, pocas veces inicia un diálogo
preguntando por las vidas de los demás. Y en su vertiente opuesta, es aquel
que acapara todas las conversaciones y nunca deja hablar a los otros.
Egoísta en su versión más educada es aquel que solo coge el teléfono y
responde un whatsaap si a él le interesa. Y no devuelve las llamadas a sus
amigos porque nunca encuentra el momento ideal. Pero ay si es el otro
quien no coge el teléfono cuando soy yo el que le llamo…
Egoísta es aquel que no estudia cuando sabe muy bien que ese es su deber, a
sabiendas del sacrificio de unos padres que se gastan cada día por darle la
mejor educación, muchas veces a costa de pasarlo mal y de hacer
innumerables renuncias.
Egoísta es quien utiliza los dones que ha recibido de Dios para su disfrute
personal, olvidando que no son suyos y que habrá de rendir cuentas de
cómo los ha empleado. Nuestro paso por la tierra puede servir para hacer
felices a los otros o para buscar nuestra exclusiva felicidad… O se vive
"poniendo el corazón en el suelo para que los demás pisen blando" o bien se
usa a los otros de alfombra para que mi "yo" no sufra al pisar el duro suelo.
Y uno se convierte en egoísta en grado heroico cuando pierde la capacidad
de compadecerse de los demás. Quien no sufre por un amigo que pasa por
una pena es que se ha quedado sin corazón… no digo quien finge sufrir sino
quien no sufre de veras. Egoísta es quien pasa de otro cuando ve que tiene
un problema. Egoísta es quien no reparte alegría a su alrededor, o el que va
de guay y trata a los demás con desprecio, como mirándoles por encima del
hombro.
Y finalmente, y sin ánimo de abarcarlo todo, la peor manifestación del
egoísta -v la madre de todos los egoísmos posibles- es pretender ponerse
por encima de Dios, tratándole con la fría moneda de la indiferencia. Quien
no es capaz de tener un corazón que sepa pedir perdón, quien renuncia al
arrepentimiento y al dolor ante el propio egoísmo…, ha tirado por la borda
enteramente su vida… porque será incapaz de recibir a Dios, incapaz de
descubrir el inmenso bien de un corazón generoso, incapaz de dejarse amar
por Él.
Al egoísta le repatea darle su tiempo a Dios, y huye, por tanto, de hacer
oración, o de ir a Misa, o de tener un detalle de delicadeza con Dios si no es
a cambio de algo… Y es que llamarse cristiano y no querer que Cristo coja
tu vida entera, no solo no es posible sino que es totalmente imposible.
EL PEOR EGOÍSMO… EL QUE NO SE
RECONOCE
Si existieran varios grados de egoísmo, el peor de todos, el único incurable
y mortal… sería el egoísmo que no se reconoce.
Y te aseguro que este tipo de egoísmo está mucho más extendido de lo que
uno se imagina.
A veces confundimos ser una persona egoísta con no darle pipas al tío que
tenemos al lado viendo una película, o al que dice todo el día sandeces
sobre lo buena persona que es, los magníficos dones que tiene o lo
inteligente que ha salido… Pero esos egoísmos son tan patentes que es
difícil picar sin darse uno cuenta… o sin que el vecino te lo restriegue a la
cara con una frase irónica y mordaz.
El egoísmo más peligroso es aquel que escondemos en envoltorios de papel
brillante bajo la forma de virtud, cuando en realidad actuamos con
intenciones retorcidas en nuestro corazón… ¡Cuántos "favores" habremos
hecho solo con el fin de conseguir algo de la otra persona! ¡Cuántos
aparentes detalles desinteresados esconden deseos de ser admirado o
valorado por los demás! ¡Qué peligroso es ese tipo de egoísmo! ¿Sabes cuál
es la prueba de la generosidad verdadera? Aquella que se hace fuera de los
focos de las cámaras, que no busca el aplauso ni mendiga un premio por lo
que hace; aquella que comienza en la rectitud de intención del corazón;
aquella que empieza queriendo servir a ese Dios con el único deseo de
agradarle…
A veces las personas somos muy retorcidas. Las intenciones nobles y
mezquinas se entremezclan, se contraponen y conviven demasiado juntas…
Por eso, caer en el egoísmo es muy fácil, aunque no nos demos cuenta de
ello, y por eso nos conviene rectificar de continuo, y más cuando
percibamos asomarse en nuestro interior un "yo" que se anda buscando a sí
mismo.
Ser egoísta se consigue sin esfuerzo. Lo complicado y costoso es luchar por
no serlo. Y lo peor es no reconocer que somos muchas veces egoístas… y
todavía peor es querer negarlo cuando en la dirección espiritual nos lo
hacen ver con claridad. ¡Qué triste toparse con alguien que se niega a ver la
realidad de su vida… la realidad de una existencia que se ha cerrado a Dios
por puro egoísmo y que se va cerrando a los demás porque solo priman los
intereses personales! ¡Y qué pena si somos tú y yo quienes padecemos esta
triste enfermedad!
Por eso, estemos alerta… y tengamos los oídos bien abiertos para que Dios
pueda ayudarnos a no caer en esta sordera del alma. Un egoísmo que no se
reconoce es un egoísmo incurable. Y como muchas veces tendemos a
juzgarnos comparándonos con los demás (¡craso error!), nos excusaremos
diciendo que hay muchos peores que nosotros. Y evitaremos así reconocer
que somos egoístas, y le llamaremos pequeños descuidos a lo que son
manifestaciones de egoísmo evidentes, y le llamaremos olvidos a lo que es
pasar de Dios a todas luces… y no querremos rectificar porque no le
daremos importancia a nuestros errores": Estaremos más preocupados de
satisfacer nuestro "yo", de ir a nuestra bola… y así no se puede amar ni a
Dios ni a los demás, porque entonces los otros (incluido Dios) solo me
interesarán si me aportan algo, y por ahora no veo nada interesante que me
lleve a darme a ellos…, y como mucho me limitaré a cumplir con meras
posturas corteses y formularias que tranquilicen mi conciencia… Y me
conformaré con ir a Misa cuando toca y con hacer alguna cosa más, pero mi
corazón y mi forma de razonar estarán muy lejos de Dios.
No será cumplir su voluntad lo que me importe… No será darme por entero
a Él, no será entregarle mi cariño y mi corazón, no será sacrificarme yo para
darle satisfacción a Él lo que me mueva… Y ese es el peor egoísmo de
todos, porque muchas veces ni se ve ni se quiere reconocer» aunque resulta
patente si ponemos un poco de mirada cristiana en nuestra vida.
Muchas veces deberíamos preguntarnos: Honradamente, ¿a mí me importan
Dios y los demás?, ¿O me importa solo pasármelo bien, ser bueno a secas,
no pecar gravemente y ya está? Porque hasta que Dios y las almas no
ocupen el primer lugar de mi vida, tendré a la tristeza de compañera
inseparable… Pero para tener una alegría estable en el alma y matar nuestro
egoísmo, primero hay que reconocerlo. Así se puede empezar a luchar sin
vivir en un mundo de mentiras. Así se puede ser cristiano sin que tengamos
que esconder nuestra conciencia.
Por eso, cuando la Iglesia -esa Iglesia nuestra a la que hemos de amar cada
día más- nos llama a "montar lio", nos llama a lanzarnos a dar paz y alegría
a las almas, a conquistar el corazón de los nuestros para Dios, entonces, no
podemos cerrar nuestros oídos, hacer como que no escuchamos, huir de esta
pelea por dar consuelo a un mundo tan falto de esperanza… ¡Tú y yo no
podemos quedarnos a la orilla ante ese grito de Cristo de "ir mar adentro";
no podemos -no queremos- convertirnos en unos calculadores egoístas, en
personas cuyo único afán sea contentar a todos al precio de encoger los
hombros y volver la espalda ante esa petición de nuestro Dios… ¡Tú y yo
hemos de ser pioneros, conquistadores de nuevos mundos que pongamos a
los pies de ese Cristo deseoso de la amistad con los hombres… Y ese querer
servir a Dios -no a nuestro "yo"- será motivo para rechazar el egoísmo y
entregarnos del todo; no un poco, no hasta que nos cueste, no hasta que no
apetezca… ¡Si nos damos, nos damos del todo… hasta la eternidad!
EL "SANTO" EGOÍSTA
Hay un tipo de personas que padecen una enfermedad de difícil remedio.
Son los "santos" egoístas… Y como no es fácil definirlos, podemos
aproximarnos a ellos analizando su forma de funcionar por la vida: son
personas aparentemente buenas, de educación exquisita, de maneras
sociales envidiables, con grandes dotes para la relación con los demás…
pero absolutamente vacías por dentro. Te aproximas un poco más a ellos y
compruebas que todo lo que destilan es fachada, pura apariencia, mero
formalismo… un simple dar el pego pero sin nada que aportarte.
Y dentro de esta especie, están aquellos que llevan aparentemente una vida
cristiana ejemplar, pero solo de cara a la galería. Son gente estupenda que
va a Misa incluso alguna vez entre semana, hacen su rato de oración casi a
diario, poseen un vocabulario ascético que emplean cuando hablan con el
sacerdote… pero no tienen a Dios dentro de sí… Son pura hojarasca,
parecen que tienen luz pero están apagados en su interior; cumplen pero no
viven lo que hacen, son educados pero no generosos… están tan ocupados
en "ser santos" que no tienen tiempo para escuchar los problemas reales de
los demás… Son aquellos -ojalá no nos ocurra esto a ti y a mí- que
conviven con la apariencia de un deseo de Dios cuando, en realidad, su
corazón está muy lejos de Él.
Son los mismos que se llenan la boca de palabras como generosidad, paz,
amor, tolerancia, respeto… de sentimientos de compasión con los más
pobres y necesitados, de indignación ante la exclusión social y la necesidad
de ayudar a los más desfavorecidos… pero luego en su casa no hay quien
los aguante. Son los mismos que critican la falsedad y la hipocresía de este
mundo… pero luego no tienen pudor alguno en rajarte por la espalda. Son
los mismos que se escandalizan cuando oyen hablar de dinero fácil y
corrupción… pero luego no les repugna llenar con céntimos el cepillo de la
Iglesia. Sus actos denotan la más pura frialdad cuando se trata de darle a
Dios su tiempo y su cariño… Son los mismos que dicen que Dios es lo
primero en sus vidas y luego actúan poniendo a ese Dios a misma altura del
betún.
Por eso, el "santo" egoísta tiene esa extraña capacidad de engañarse a sí
mismo sin apenas pestañear… Dice con la boca que desea amar a Dios
sobre todas las cosas pero luego refunfuña si le planteas objetivos más altos
en su vida cristiana; afirma que Dios es lo primero y luego detesta
preguntarle a ese Dios qué hacer con su vida por miedo a escuchar la
respuesta… Y para que su conciencia no le eche nada en cara, se dice a sí
mismo que está a gusto como está… ¿Por qué es tan difícil reconocer que
nuestro problema es de puro egoísmo? ¿Por qué mentirse así y pretender
esconderse de ese Dios que nos súplica que salgamos de nuestro caparazón
egoísta?
Este tipo de personas tienen, a su vez, un don innato para lograr que Dios
adapte su voluntad a lo que ellos desean… ¿Cómo un Dios que dice que me
ama va a pedirme algo que me cuesta horrores hacer? Y así, sin inmutarse,
cree que ya puede quedarse tranquilo porque Dios ha entendido su
irrefutable razonamiento… Y tras esa manera de pensar tan "cristiana",
introduce en el capazo de su egoísmo argumentos tan obscenos como estos:
"¿Quién se ha creído Dios que es para pedirme que haga la oración o vaya a
Misa todos los días, o que luche por vivir con finura la santa pureza, o que
abandone esas compañías que me alejan de Él, o que me convierta de
corazón para encauzar mi vida hacía la santidad, o que tenga la generosidad
de entregarle mi vida entera por completo?".
Pensarás que esto no le ocurre a nadie con dos dedos de frente, pero
desgraciadamente no es así. He conocido a muchos que se comportan de
esta manera. Tratan a Dios como si fuera uno más de los "pesados" que
llaman a tu puerta para venderte una enciclopedia… Parece como si se
contentaran con darle algo de vez en cuando para que les deje tranquilos (un
rato de oración a destiempo, una Misa a mitad de semana, una pequeña
mortificación echa casi por equivocación…), cuando en realidad lo que les
está pidiendo Dios es un corazón generoso que sepa darse a todos. Y esa
actitud de rechazo» apenas perceptible en sus inicios, va configurando un
carácter y un corazón calculador incapaz de amar de verdad… incapaz de
entender que la peor enfermedad del alma es precisamente desbancar a Dios
para poner el "yo" en primer lugar. Y así, si no se rectifica a tiempo, el
corazón se embota» la persona se encierra en sí misma y se muestra incapaz
de arrepentirse de su actitud. Queda atrapada en un egoísmo atroz,
camuflado de respeto por Dios cuando en realidad se hace el peor de los
desprecios: poner el "yo" en el lugar que le corresponde a Dios.
Y ese Dios lo que nos pide a ti y a mí es una vida de confianza plena en Él.
Desea una unión total con nosotros, una entrega que lo abarque todo. Por
eso un cristiano es una persona que quiere decirle a Dios que sí en todo lo
que le pida… y ¡siempre!
Cristo, en su paso por la tierra, tenía la única ilusión de cumplir la voluntad
de su Padre. Ese era su alimento, su razón de vivir. Por eso, ser egoísta -
desear cumplir mi voluntad- es la vida menos cristiana posible. El egoísmo
y el cristianismo son dos posturas irreconciliables.
De ahí que ante las grandes locuras divinas -la Encarnación, Dios hecho
Hostia- podemos los hombres corresponder con pequeñas locuras humanas
-un piropo encendido, un gesto de amor- que alegren el rostro de Cristo
maltratado por esos presuntos cristianos -los "santos" egoístas- que buscan
con ahínco que su voluntad se imponga a la de Dios.
TU VIDA PARA DIOS 0 TU VIDA PARA
TI
"No voy a ir a Misa porque paso. Además, hoy no es domingo y no tengo
obligación de ir". Me lo decía un chico de apenas quince años una mañana
de un jueves gris de febrero. La frase me impactó más bien poco. Lo que
más me llamó la atención fue el tono de desprecio y desinterés con que la
dijo. Parecía que se refería más bien a un cualquiera… ¡y era Dios! Lo que
me impactó de este chico fue su frialdad con las cosas divinas. Y pensé:
"Oh Dios mío, ¡cuántas veces habré actuado yo igual, o peor, y jamás
hubiera imaginado el dolor que te estaría causando!".
Y es que cuando nos referimos a Dios, el egoísmo se convierte
esencialmente en algo patético. Cuando Cristo dice: "el que quiera venirse
conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga" (Mt,
16, 24), lo que nos está diciendo es que la vida o se la das a Dios y a los
demás… o la empleas en beneficio propio. Así se entiende mejor aquello de
que "si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la
encontrará" (Mt, 16, 25)
Siempre he pensado que es el egoísmo la razón última por la que tantas y
tantos se alejan de Dios. Ese vivir constantemente centrado en uno mismo y
ese rehuir toda ayuda posible para nuestra alma, es la causa de que muchos
hayan construido sus vidas al margen de Dios. Pero si Él existe -¡y existe!-
me reconocerás que esa actitud es patética… por mucho que tú y yo la
vivamos con demasiada frecuencia.
Porque la vida -la tuya y mía de todos los días- solo cabe vivirla cara a Dios
o de espaldas a Él. No sirve el sí pero no… ¡no sirve aunque lo intentemos
de continuo! Es absurdo decirse a uno mismo que quiero que Dios sea lo
primero, y luego actuar con la frialdad de un desalmado cuando toca elegir
a Dios o a nuestro yo. Y lo patético es funcionar como si nada, como si
diera exactamente igual actuar bien o mal con Dios…, como si aquí el
único importante fuera nuestro puñetero "yo", nuestra comodidad, nuestro
egoísmo.
De verdad que es muy conveniente pararse de vez en cuando a meditar
sobre esta realidad: ¿Quién eres tú y quién es Dios? ¿Cabe en alguna cabeza
sensata tratar a Dios como si de un ser inferior se tratara, cómo si nosotros
fuéramos más importantes que Él?, ¿es lógico actuar así con Dios?
Y este es el mayor error en el que caemos habitualmente… el de pensar que
da igual cómo actuar de cara a Dios. Él es Padre misericordioso… es
verdad, pero eso no nos da ningún derecho -al contrario- a tratarlo con
desprecio. Pensarás que lejos de ti esa actitud… ¿Pero no es algo muy
parecido al desprecio ofender a alguien y no dolerse siquiera de ello?, ¿no
es desprecio ver en tu vida y en la mía tanto egoísmo ante las cosas de Dios
y no pedir siquiera perdón?, ¿no es desprecio huir de Dios cada día al
rechazar un sacrificio hecho por Él, o al omitir voluntariamente una práctica
de piedad, o no luchar para tenerle más presente durante la jornada, o caer
una y otra vez… y que nos dé exactamente igual?
Si al final de tu día ves que no has rezado nada porque no has querido, o te
has dejado llevar por la pereza y no has estudiado, o tienes tu habitación sin
recoger, o le has dicho que no a Dios en una pequeña mortificación, o no
has querido luchar en tener más presencia de Dios en la calle o en el
colegio, o has descuidado la vista y has dejado que tus pasiones corrieran
mientras navegabas por internet, o ves que no haces ni caso de lo que te
aconsejan en tu dirección espiritual… entonces es la hora del dolor sincero,
de pedir perdón con el corazón, con el deseo de rectificar… No olvides que
el cáncer del egoísmo surge cuando perdemos el hábito de la contrición, el
hábito de pedir perdón… cuando dejamos de ser delicados con las cosas de
Dios y la piel de nuestra alma se embrutece ante tantas omisiones en
pequeños detalles de amor.
Piénsalo: podemos hacer las cosas mal pero no nos puede dar igual hacer
las cosas mal. Esa es la absoluta diferencia entre ser un egoísta perfecto y
luchar por no querer serlo. Cuando se deja de decir "Dios mío, te pido
perdón", cuando nos da exactamente igual hacer las cosas bien que mal…,
hemos caído en el peor pozo posible. Y te aseguro que detrás de ese rechazo
de Dios vendrá una retahíla de traiciones y lamentos en los que jamás
querríamos haber entrado…
Por eso es ahora el momento de recomenzar. De pedir perdón a Dios con
toda el alma por nuestras omisiones, de corazón, sin disimulos ni mentiras,
por todas las veces en que no nos ha importado ser egoístas. Si de verdad
decides -de hoy hasta el último día de tu vida- que te duela tu egoísmo… si
rechazas esa actitud de que te dé igual ser egoísta que no serlo… si pones
todo tu empeño en pedir perdón cuando te veas mil veces vencido… no
dudes que entonces habrás ganado la más importante de las batallas de un
cristiano: la de responder que sí cada mañana para que tu vida sea para Dios
y no para desperdiciarla en satisfacer tu "yo" egoísta.
EL EGOISMO MATA A DIOS
Esta es, posiblemente, la consecuencia más visible de aquellos que no
luchan por matar su egoísmo: la muerte de Dios en su vida concreta. Para el
egoísta, Dios ha muerto a efectos prácticos… Puede creer vagamente en Él,
puede incluso ir a Misa o hacer un rato de oración pero, en el fondo de su
corazón, ya no cuenta con Él, no quiere saber nada de Él, no se preocupa
por Él. Dios es un ser extraño que incomoda, un vago recuerdo de la
infancia, alguien o algo al que no se le puede amar porque no se le desea
tratar.
Una vez le hablaba así a un chico en plena adolescencia. Se me quedó
mirando con cara de decir: "¿pero qué la pasará a este buen hombre para
decir estas cosas?". Como percibí su perplejidad, le dije: ¿No me crees?
Entonces piensa en tus amigos, o en aquellas épocas de tu vida en que no
has contado con Dios: ¿por qué era? Dime si no es verdad que a veces
tratamos a Dios como si fuera un Dios muerto o un Dios tonto. Eso se ve en
el modo de rezar, en el modo de estar en Misa o después de comulgar. A
veces cacareamos frases sin sentido, a toda pastilla, cuando rezamos el
rosario…, o estamos mirando al techo o al reloj cuando hacemos un rato de
oración. Y eso nos pasa porque no nos creemos que a Dios le importamos
de verdad…, y a ese Dios le duele nuestra obstinación, nuestro cerrarnos a
Él, nuestro vivir como si estuviera muerto; un Dios al que no le
reconocemos que pueda influir en nuestra vida de cada día, del que
pensamos que no tiene derecho a pedirnos nuestro amor, nuestro tiempo,
nuestra dedicación o nuestra existencia entera…
No sé si este chico entendió algo de lo que quería decirle, pero pienso que
es así. Pienso que la triste suerte de la vida de los cristianos de hoy -
muchas veces de la tuya y de la mía- es ver cómo la fe se nos ha quedado en
la cabeza pero no ha penetrado en el corazón. Nuestra fe no es una fe
práctica que sabe que yo a Dios le importo. Es una fe teórica, una fe de
asistir a Misa el domingo, de cartel de cristiano pero que no influye en mi
vida concreta, que no influye en los problemas que tengo, o en mis alegrías
o en mis dolores. Vemos a Dios como un Dios de museo de cera, como un
Dios momia que anda en las alturas pero que no forma parte de mí mismo.
Y es que el egoísmo es vivir con el convencimiento de que Dios, a efectos
prácticos, está muerto.
Por eso, nos dice San Josemaría Escrivá, "considera si te has entregado de
una manera oficial y seca, con una fe que no tiene vibración: si no hay
humildad, ni sacrificio, ni obras en tus jornadas; si no hay en ti más que
fachada y no estás en el detalle de cada instante…, en una palabra, si te falta
amor".
Pero ese Dios asesinado por nuestro egoísmo, lo que desea decirnos es que
está vivo… que la vida nuestra a Él le interesa. Y ante ese grito de súplica
de Dios, muchas veces el hombre vive ignorando a Dios. Porque vivir con
Dios compromete. Vivir sabiendo que yo a Dios le importo supone salir de
uno mismo, remar en un mundo que no es cómodo, tener que complicarse la
vida en favor de los demás. Por eso el egoísta necesita olvidar a Dios,
matarle por la espalda con el fin de no pensar que vivir así es vivir una vida
absurda… Es el narcótico que esta sociedad quiere hacernos tragar para que
nadie nos recuerde que Dios sigue vivo.
Quien tiene un corazón generoso, sin embargo, se encuentra con Dios. Se
encuentra delante de todo un Dios hecho hombre, Jesucristo, que le
pregunta: ¿Qué quieres que haga por ti?, ¿qué necesitas de mí? Y descubre
entonces que el mayor gozo de ese Dios vivo es la felicidad de los suyos…
¡tu propia felicidad! Y es así como Él nos enseña a ti y a mí a no vivir en
soledad… en la soledad que produce una vida vivida sin Dios, en la soledad
que produce la tristeza de tener un corazón seco, aburrido, donde no cabe
más preocupación que los sinsabores que genera el propio "yo". Y si le
dejamos, Dios nos enseña la belleza de una vida vivida para los demás; nos
convence que hacer felices a los otros, preocuparse por los otros, servir a
los otros es el único camino -no hay más- para encontrar la alegría y la paz
interior.
Pero todo eso supone querer cambiar. ¡Y eso cuesta! ¡Y a eso nos resistimos
como pez fuera del agua porque pensamos que acercarse a Dios supondrá
dejar de ser feliz, dejar de hacer lo que nos gusta! Y le cogemos miedo a
Dios, y nos entran espasmos ante la idea de entregarnos a Él, y
empequeñecemos nuestra generosidad por temor a que Dios cada vez nos
pida más.
Y así no saldremos nunca de la mediocridad, de un trato con Dios
puramente formal, pero que no influye en nuestra vida concreta. Y por eso
nuestra oración es siempre aburrida, porque no queremos abrirle
enteramente el corazón a Dios, porque nos resistimos a tener que entregar
nuestra comodidad y nuestro egoísmo… ¿Y cómo salimos de este círculo
vicioso, de ese estar siempre enfangado en las mismas cosas? ¡Pidiéndoselo
a Dios! Él ya sabrá cómo hacerlo, cómo convencemos y cómo sacarnos de
ahí… Y si lo hacemos, si se lo pedimos con todo el corazón, habremos
empezado a descubrir la maravilla que es una vida entregada para dar gloria
a Dios y para servir a las almas… ¡y cuando lo descubras verás que eso sí
merece la pena de verdad!
PONER EN VENTA TÚ
PERSONALIDAD
¡Si queremos, con nuestras vidas, mostrar a Cristo a los demás -esa es la
misión de un cristiano-, no podemos hacerlo ni con caras tristes ni con
caracteres amargos y resentidos! ¡Demasiados se han alejado ya de Dios por
tener delante cristianos que lo eran sólo de nombre!
Para dar a conocer a Dios con nuestra vida necesitamos tener
personalidad… la personalidad que da la amistad con Cristo… Los santos
han sido, antes que nada, hombres y mujeres de verdad, personas
atrayentes, gigantes del cariño y de la preocupación por los otros… Los
santos son la idea más plena y más perfecta que tuvo Dios cuando creó al
hombre… son los éxitos de Dios, su obra más querida… Por eso, fijémonos
en ellos si queremos saber lo que es ser una persona atrayente… pero para
eso necesitamos ser auténticos, ser nosotros mismos… no ser la copia
barata de otro… o la copia barata de una sociedad que te impone cómo has
de ser tú. Necesitamos tener una personalidad recia que no dependa del sol
que más caliente.
Cuentan de un joven - ¡no ocurre con todos! - que cuando entró en el
seminario era alegre, juguetón, bromista, pillo como el que más y buen
deportista. Pasados unos años volvió a su pueblo natal, y sus amigos se
encontraron a un tipo apocado, con la cabeza baja, tímido, «humildico», que
no sobresalía en nada y que ya no trataba con nadie. Su conversación antes
era amena y divertida, ahora solo sabía hablar del tiempo. Y entonces, uno
de sus amigos no pudo reprimirse: «¡Me lo han cambiado! -dijo-. Ahora
debe ser muy santo pero ya no hay quien le quiera».
¿Es que para ser cristiano hay que dejar de ser normal?, ¿el precio de la fe
es dejar de ser hombre o mujer auténticos? ¡No!
Ser santo -que es lo contrario a ser egoísta- nos exige darnos a todos,
expresar con nuestras vidas que llamarse cristiano es lo más lejano a salir
hecho de un molde prefabricado…, todos iguales, sin que pueda
distinguirse nuestra propia personalidad… esa que Dios nos ha dado y que
Él ama con locura.
Tener personalidad es tener vida propia y motor propio. Un cristiano no es
un copiador de gestos. Es un alma que se ha enamorado de Cristo y que
desea ser otro Cristo, entre sus iguales los hombres, con su propia
personalidad, con su propio modo de ser, con su marca concreta que enseña
a los otros cuando les trata… Y esa marca propia, cuando está embebida de
los valores que le enseña su fe, atrae, contagia el entusiasmo por Dios,
levanta a las almas de su amodorramiento, devuelve a todos esa imagen de
un Dios que les ama con locura porque sí.
Un egoísta es un hombre o una mujer sin personalidad… Pensará que él es
«yo y al que no le guste que no mire»… pero esa es una personalidad que
no atrae, que no me hace mejor, que no me saca del cieno de mi propio
«yo»… es una personalidad muerta, vacía de contenido, estéril,
inservible… Por eso, un egoísta pone en venta su personalidad a cambio de
quedarse embobado contemplándose a sí mismo. Un egoísta, si no rectifica,
es lo más parecido a un aborto… Jamás verá la luz de un mundo terreno
donde existen Dios y los demás.
¡Son demasiados los jóvenes de hoy que renuncian a tener personalidad
propia por miedo a la opinión de la mayoría… por terror a que le señalen
con el dedo y le digan que él ya no es uno más de ellos! Ser de la mayoría,
no destacar por nada, opinar lo que opinan todos, hacer lo que hacen
todos… Esa es la única manera que algunos tienen de mostrar su presunta
personalidad…
Pero para un cristiano, para alguien que ha decidido dar su vida por Cristo -
porque eso es ser cristiano-, ese esconderse en la masa, ese afán por no
destacar y que no se note que está presente, ese renunciar a ser quien uno es
para que no le señalen…, es la más horrenda de las blasfemias que se le
puede dedicar a Dios. Él te ha puesto en este mundo precisamente para que
seas levadura que haga crecer a todos en una vida feliz, luz de los demás
para un mundo que anda en tinieblas… para que des vida auténtica a los
otros. Porque no olvides nunca que si Dios quiere algo de ti es precisamente
que hagas felices a los que tienes a tu alrededor. Esa es la personalidad que
Dios te pide… Y eso es imposible si tú y yo seguimos pensando en nuestros
egoístas problemas personales… ¿Acaso con ese modo tuyo de ser
concreto, con esa personalidad que dices tener, serás capaz de atraer a
alguien a la santidad? ¿No podrán decir de ti también que esa imagen de
cristiano que ofreces es la cosa menos atrayente y más falsa con la que se
han topado? ¿Es que hace falta dejar de ser normal para ser santo?
A muchos, este mundo de hoy, les ha obligado a vender su fe y su
personalidad a cambio de ser así aceptados… ¡Ese es el precio para recibir
el aplauso de unos cuantos! Y a ti, antes o después, te harán la misma
propuesta… «¡Véndenos tu personalidad, véndenos tu fe… y serás uno de
los nuestros!», oirás que te susurran al oído. ¡Y verás a tu alrededor que no
son pocos los que aceptan este trueque! ¿Sabes por qué? Porque quien no
está dispuesto a defender lo que ama, acaba en brazos de lo que antes no
defendía… Es el único consuelo para los que apuestan su vida entera a la
carta de vivir para sí mismos. ¡Que Dios te ayude, buen amigo!
¿SER CRISTIANO HOY ES POSIBLE?
¿Se puede ser generoso en el mundo actual? O mejor hago la pregunta de
este otro modo: ¿Hoy, de verdad, se puede ser un cristiano auténtico sin
parecer un extraterrestre?, ¿puedo vivir mi fe plenamente en esta sociedad -
que ya no es cristiana- sin que rae tachen de ser más raro que un perro
verde?
A este gran enigma se enfrenta todo aquel que decide vivir su vida
generosamente.
Basta echar una mirada rápida para certificar que existen jóvenes que se
dicen cristianos, tan a gusto con los halagos de una sociedad hedonista y
alejada de Dios, que te das cuenta enseguida que su virtud más recia se
llama frivolidad. Viven como despreocupados de cualquier
responsabilidad… también de las que exige su fe. Por eso son presa fácil
para una calle deseosa de engullir a todo aquel que ose presentarse como
seguidor de Jesucristo… Pero es verdad…, son solo cristianos de nombre,
adjetivo de una tradición familiar, reminiscencias de la fe de sus abuelos…
porque esa fe en ellos no influye, no condiciona sus vidas… son tierras
pantanosas donde nada puede cimentarse… Bastará una crisis de las
suaves… y dejarán también de tildarse de cristianos.
Todo esto es así, para desgracia de muchos. Pero no es menos cierto que
algunos se empeñan en hacer incompatible ser cristiano con disfrutar de esa
calle que pisamos todos los días…, Y se buscan fórmulas rarísimas para que
la fe de un joven no se destruya por culpa de su contacto con el mundo…
Pero lo muy cierto -¡lo único cierto! - es que a ti y a mí, Dios nos ha pedido
algo que es muy fuerte: ¡que seamos santos… en el mundo! No nos ha
dicho que «a pesar» del mundo, sino en el mundo, en esa calle que nos
acoge cada mañana.
Sin pretenderlo, hemos echado capazos de prevenciones y de miedos a este
mundo nuestro. Interpretamos los mandamientos exclusivamente como
negaciones: no hagas esto, no hagas lo otro, no robes, no forniques, no
mates, no mientas… Y hemos pasado de aquel santo «temor de Dios» al
horror y al pánico al mundo, al ambiente, a la calle, a los hombres… ¡y
hasta al mismo Dios!
Esta obsesión por ver el mundo y las cosas del mundo como algo
profundamente pecaminoso, ha logrado que cualquier joven que hoy desee
vivir cristianamente, tenga como lapado al corazón y a la inteligencia la
convicción de que el mundo -¡nuestra calle!- solo tiene peligros y
calamidades… Y así -también sin quererlo- hemos alejado a nuestros
jóvenes del mundo real donde se desenvuelven sus amigos… con sus
grandezas y peligros innegables. Y pretendemos -»para que no se pierdan»,
nos decimos- encerrarlos en invernaderos prefabricados de tufo a sacristía y
cosa oscura y cerrada.
Pero no nos engañemos… esos ambientes ni atraen ni son saludables para el
cuerpo y para el alma. Aislando a la gente solo se obtiene el abstencionismo
más salvaje en ese «llevar a Cristo a todas las almas». ¿Cómo podemos
pretender que sea atrayente el mensaje cristiano, si para vivirlo has de
esconderte tras las columnas de un salón parroquial destartalado?, ¿es que
para ser santo hoy hay que dejar de ser normal, dejar de ser compañero de
pupitre o de mesa de biblioteca… o de barra de la tasca de la esquina?
Así solo hacemos del cristianismo una lista de noes y prohibiciones, y de la
vida del cristiano… un paso por la tierra triste, ridículo y cobarde.
¿Por qué no enseñar a todos, a esos que desean ser generosos con sus vidas,
que este mundo salió de las manos de Dios y "vio Dios que era bueno"?
¿Por qué no decir alto y claro que el miedo al mundo no es cristiano? ¿Por
qué no empujar a todos a amar a esta calle nuestra con locura… para
curarla, para sanarla, para llevarla a Dios con el ejemplo de nuestras vidas?
Eso sí, nos toparemos con el mal -porque en el mundo habitan hombres y
mujeres de carne y hueso, no ángeles del cielo sin pecado original-,
chocaremos contra la mentira, la lujuria, la envidia, la soberbia, la vanidad
y todos los vicios más perversos de cualquier depravación posible…
Nuestra naturalidad cristiana se estampará contra las exigencias
antinaturales de un mundo que también está podrido… ¡Pero es nuestro
mundo real! El que amamos, el que nos hace sufrir y llorar, y reír a
carcajadas… Es ese mundo que nos ha enseñado a pecar, es verdad… pero
que también nos ha enseñado a amar.
Y los cristianos -¡luchando cada día por ser santos!- estamos para devolver
a esta calle nuestra que pisamos a diario, toda la belleza con la que Dios la
ha creado y la ha pensado… ¡Por eso, la solución no es nunca huir del
mundo y del hombre! La solución es transmitir con nuestras vidas -con la
generosidad que Cristo nos ha enseñado- que se puede amar
apasionadamente al mundo y amar apasionadamente a Dios… ¡Y quién se
empeñe en alejar a un joven de ese mundo en el que vive… solo logrará
traer a esta tierra un ser informe y monstruoso!
¿Cómo tenerle miedo a un mundo que ha sido santificado con las pisadas de
Cristo? ¡Es verdad! El ambiente que destilan nuestras calles se come a
muchos "presuntos" cristianos, pero es muy cierto que sin calle no hay
santidad… Ocurre como con el dolor… A algunos les mata y les lleva al
odio hacia Dios… y a otros les santifica, pero el dolor es el mismo para
todos.
Tendremos que cuidar de nuestra fe, formarnos, respirar aire puro para
luego salir a combatir en esta calle nuestra, pero lo que hoy necesita la
Iglesia es el ejemplo de personas que se han jugado la vida por ser
generosas de verdad, que huyen como de la peste de vivir una vida egoísta,
y que saben transmitir a otros esa grandeza sin apartarse un ápice de
quienes serán siempre los suyos… para bien o para mal.
Y es así de cierto… O amamos al mundo con locura y lo purificamos de ese
hedor que lo pudre en nuestras manos, o ciertamente nuestra fe será el
mayor de los fracasos… Por eso, para un cristiano de hoy, dejarse embaucar
y engañar por una vida egoísta… es el espectáculo más esperpéntico posible
¿Acaso se escondieron los primeros cristianos en las catacumbas? ¿No
supieron cambiar el mundo por completo? ¿Piensas que llevar esta calle a
Dios no es tarea para ti? Con toda la fuerza de la que soy capaz, deseo
contestarte en lo más hondo de mi alma: ¡Sí… ser generoso, ser cristiano,
en este mundo concreto de hoy… es posible! Si lo deseas de verdad, con la
gracia de Dios, ¡podrás!
LA MIRADA TRISTE
Hay una especie de verdad a medias que todos tendemos a creer con más o
menos convencimiento… Y es aquella que dice que el egoísmo, aunque es
malo, sí que da la felicidad. Ocurre como con el tabaco. Todos sabemos que
es perjudicial para la salud pero el placer de un pitillo es también
incuestionable. Y ya se sabe… ¡todos tenemos nuestros vicios ocultos!
Pues bien, esto es una gran mentira. El egoísmo jamás ha dado la felicidad a
nadie… Placer y diversión, aunque sea a corto plazo y en pequeñas dosis, sí
que da el egoísmo, pero de felicidad te quedas en blanco. Si de algo está
vacío el corazón de un egoísta es precisamente de eso… de felicidad. Por
eso se empeña inútilmente en llenar ese vacío de chutes de placer y
diversión… cada vez más sofisticados.
De ahí que la mirada del egoísta refleje siempre la ausencia de esa felicidad
interior… Es una mirada triste porque sus ojos se van haciendo incapaces
de ver las necesidades de los demás. Está tan centrado en sí mismo que no
percibe los sufrimientos de los que tiene alrededor. Todo su tiempo lo
dedica a invertir en su propia diversión, en llenar con algún tipo de
sucedáneo la felicidad que no tiene.
Su risa es una mueca con dibujos de mentira. Sus estados de ánimo definen
a su alma: si se levanta de buen humor, resulta un tipo agradable. Si se
despierta melancólico o enfadado, amarga la vida a todo hijo de vecino…
Por eso, el egoísta suele ser un tipo ansioso, calculador, cuyo aprecio es
siempre interesado, pesimista y con tendencia a la traición, e incapaz de
dedicar su tiempo a tareas que no le reporten un beneficio inmediato… El
egoísta valora a los demás por lo que pueden beneficiarle a él. Jamás tendrá
la iniciativa de dedicar un par de horas a cuidar de un enfermo, o a charlar
con un anciano aburrido, u ofrecerse a explicar a un compañero una materia
que no entiende. Y si lo hace será porque así obtiene un beneficio
determinado (una chica que le valorará más, un premio o un reconocimiento
social, o simplemente lograr que se hable bien de él).
Y todo ese calcular qué gano y qué pierdo si hago esto o dejo de hacerlo,
hace olvidar al egoísta que todos los bienes que hemos recibido en nuestra
vida son un regalo, un don inmerecido… Somos amados por Dios sin
ningún mérito por nuestra parte, somos queridos por mucha gente (nuestra
madre, nuestro padre, familiares y amigos) sin que jamás podamos llegar a
corresponderles. Tenemos dones humanos que nos han sido regalados…
Hemos recibido mucho a cambio de nada para ponerlo al servicio de los
otros. Pero al egoísta ese mensaje no le interesa. Él desea sacar beneficio de
todo lo que ha recibido gratuitamente. Por eso no duda en pasar de Dios, o
de sus padres o amigos, si de pronto los ve como enemigos de su búsqueda
del placer, si se convierten en una amena/a para lograr sus propios intereses.
Por eso el egoísta tiene siempre una mirada triste… Puede sonreír y
derrochar carcajadas a espuertas, pero sus ojos le descubren como una
persona vacía por dentro. Su mirada es triste porque no ha sabido salir de sí
mismo. El egoísta vive en un mundo falso donde confunde la felicidad con
el placer, la alegría con la diversión.
Y cuando esa evidencia la acaba descubriendo, intenta esconder su mirada
triste con la máscara de una felicidad aparente. Y esa máscara primero la
usa ante Dios huyendo de Él, luego ante los demás, haciéndoles culpables
de sus males y, finalmente, ante el empeño por no querer rectificar, se
esconde tras el parapeto de la incomprensión de los demás hacia él… Todo
menos reconocer que la culpa proviene de su tozudez en no querer salir de
su egoísmo.
Esta es la triste vida del egoísta. Esta es tu vida y la mía cuando ponemos al
"yo" delante de Dios y de los demás. Por eso, cuando veas asomar la
tristeza en el alma, pregúntate dónde has puesto tu corazón. Descubrirás -
descubriremos- que tal vez lo hemos puesto en el ansia por satisfacer
nuestros deseos, por llenar nuestra vida de compensaciones, por olvidarnos
del grato sacrificio de servir a Dios y a los demás.
Y cuando te veas así, poca cosa, será el momento de rectificar, de quitarle el
polvo a esas prácticas de piedad que has abandonado, de volver a poner tu
interés en querer más a los otros y menos a ti mismo, de pensar que puedes
hacer hoy en concreto para que los tuyos sean más felices (empezando por
tus padres y hermanos), qué detalles de servicio puedes realizar, en qué
cosas te puedes sacrificar por los demás (poner o quitar la mesa, ayudar a
otro en su estudio, servir el agua o el café, hacer sonreír al que está triste,
hacer algo por Dios que te suponga esfuerzo, etc).
Y desecha entonces la idea de que estás condenado a vivir como un
desgraciado. Cogerle gusto a servir es una tarea que no ha matado nunca a
nadie.
Y así, luchando y alejando el propio yo del centro de tus pensamientos, es
como irás transformando esa mirada triste en una mirada acogedora,
comprensible con los demás, alentadora y estimulante. Sentirás la dicha de
vivir para los otros… y eso es algo que nunca decepciona. Vivir para uno
mismo, además de acarrear una vida desgraciada, es algo que no merece la
pena…, porque nuestro "yo" siempre acaba defraudando. De verdad.
NUESTRA MIRADA Y NUESTRAS
INTENCIONES
¿Cómo es nuestra mirada? La vista es el sentido que más datos nos aporta.
Sin embargo, la mayor parte de las cosas del mundo no las puedo ver.
Algunas porque están muy lejos y mi vista no las alean/apotras porque son
tan grandes que no las puedo abarcar. Si tengo enfrente una montaña
enorme, puedo verla parcialmente, pero hay cosas que se me quedan
ocultas, y además pierdo los detalles. Otras cosas son demasiado pequeñas
para poder percibirlas, y solo con la ayuda de potentes microscopios puedo
alcanzar a verlas.
Sin embargo, Dios lo ve todo. Todas y cada una de las estrellas del
firmamento. El mar y toda su amplitud. Montes, valles y llanuras. Lo
inmenso y las realidades más minúsculas del cosmos, están todas bajo la
mirada de Dios. Él ve todo lo que ocurre en cualquier lugar del mundo en
este momento. Y todo lo que ha ocurrido en cada momento del pasado.
Incluso antes de que hubiese hombres que poblasen la tierra.
Pero eso no es todo. «El hombre mira las apariencias, Dios mira el corazón»
(Efesios 4, 6). En el hombre hay una vida externa y una vida interior.
Normalmente lo que manifiesto externamente está determinado por mi
vivencia interior: La sonrisa manifiesta mi alegría, el insulto manifiesta mi
ira, los ojos atentos manifiestan mi interés.
Dios lo ve todo. Dios mira el corazón. Y lo ve directamente, aunque yo
actúe de un modo engañoso, con comportamientos que no reflejan mi
interior. Puedo decir sí, pensando no. Puedo decir perdón, mientras
internamente prometo venganza. Puedo dar amistosamente la mano
mientras mi corazón odia. Puedo molestar cuando mi intención era ayudar.
Pero Dios mira el corazón. También lo escondido y no manifestado
internamente. No hay gestos, disimulos ni mentiras que puedan ocultarse a
la mirada de Dios.
Piensa, por ejemplo, en una persona que realiza un servicio a otra. Si le
preguntamos por qué hace ese favor, podrá contestarnos que lo hace para
ayudarle. Al responder así, no nos estará mintiendo. Pero si le pedimos que
mire más a fondo, quizá se dé cuenta de que lo hace para sentirse útil, o
quizá lo haga por vanidad o por quedar bien. O a lo mejor hay otros
motivos más profundos que él mismo desconoce.
La persona es a veces un ser complejo que esconde muchas intenciones
ocultas en todo lo que hace, y donde en ocasiones influyen mucho los
estados de ánimo, o pasiones desordenadas, o el afán de disimular, o actos
nobles que se entremezclan con disfraces de hipocresía.
¿Quién podrá penetrar, con su mirada, todo el interior del hombre en cada
uno de sus actos?
A las personas esto nos resulta difícil. En muchas ocasiones sólo Dios será
capaz de conocer la verdadera intimidad. A una santa, Dios le dijo en una
ocasión: «Estoy más en ti que tú misma». Y así es de hecho. Dios ve en el
interior. Él conoce el interior, el origen, la causa y las distintas motivaciones
de todo lo que hacemos, de todo lo que pensamos y de todo lo que nos
ocurre.
Cuántas veces no sabemos ni siquiera cómo expresar lo que queremos. Y
cuántas otras no sabemos lo que nos pasa, o el motivo que nos lleva a estar
de bajón o de altón, o por qué eso que nos ha ocurrido nos ha afectado
tanto… Todo esto lo ve y lo sabe Dios. Nada queda oculto a su mirada. Por
eso, las cosas son, en realidad, como son a los ojos de Dios: ante Dios todo
se encuentra al desnudo, como realmente es. De ahí que si queremos
conocernos de verdad, saber cómo somos, hasta donde ha llegado el
egoísmo a penetrar en nosotros mismos…, la única manera es mirarnos
como Dios nos mira; dejarle a Él que nos diga cómo nos ve… y así poder
rectificar… así poder luchar de veras por abandonar la senda del egoísmo.
Pero quien no se deja mirar por Dios -o mejor-, quien no se mira como Dios
le mira, jamás podrá conocerse a sí mismo…
LA MIRADA DE DIOS HACIA
NOSOTROS
Muy acertadamente expresa esta idea José Pedro Manglano:
Saber que Dios nos ve de continuo y ve las intenciones más ocultas de la
persona» puede llevar a preguntarnos: ¿no es un poco agobiante que Dios
me esté mirando todo el rato? Si desconocemos de qué tipo es la mirada
atenta de Dios, es lógico que se reaccione así. Puede invadirte el miedo, o la
inquietud de estar continuamente ante la mirada curiosa, vigilante y
justiciera de un Ser Omnipotente.
Es verdad que la mirada influye en quien se siente mirado. Pero hay muchas
formas de sentirse mirado.
Hay miradas curiosas, malintencionadas. Estas miradas hacen daño a la
persona, molestan, hacen que uno no actúe con libertad. Son miradas que
cohíben. Ponen a la defensiva.
Hay miradas de antipatía, que hieren y distancian.
Hay miradas inexpresivas y frías, que expresan indiferencia, que resultan
ofensivas e incluso humillantes.
Por otra parte, hay miradas de estima, que manifiestan aprecio, animan, y
nos hacen sentirnos libres.
Hay miradas bondadosas, que transmiten ganas, optimismo, ilusión.
Hay miradas amorosas, que derriten cualquier dureza, que abren lo que
estaba cerrado, que sueltan lo que se encontraba agarrotado, que influyen
fuerza en quien ya se sentía fracasado, que dan vida a quien estaba
derrotado, que despiertan esperanza en quien antes dudaba, que liberan y
ayudan a sacar lo mejor de uno mismo.
Así es la mirada de Dios.
Dios ama todo lo que ha creado. Su mirada es amorosa; es más, su mirada
es amor. Mira a todas sus criaturas, y las mira en toda su verdad. Y cuando
las mira, le ocurre lo que narra el Génesis sobre la creación: "vio Dios todo
lo que había hecho, y he aquí que era muy bueno" (Génesis i, 31); Dios
mira con cariño, con la satisfacción de quien ve su ilusión hecha realidad,
con el ánimo de protegerla para seguir gozando de su obra.
Las criaturas existimos porque Dios nos está mirando amorosamente.
Existimos dentro de la mirada amorosa de Dios. Es esa mirada la que nos da
calor y consistencia.
El Señor ve las posibilidades de cada persona y le indica la manera de
aprovecharlas. Él ve la maldad y la mide, ve el pecado y lo juzga, y su
juicio penetra hasta el fondo, sin que nadie se pueda esconder. Pero Él nos
ha dicho que es amor, compasión, perdón, salvación y en su mirada se
expresan todas estas cosas.
Cuando alguien nos conoce muy bien, y no nos quiere, su presencia es
incómoda. Su mirada nos intimida, nos desnuda. Nos sentimos al
descubierto cuando estamos ante ella. La mirada de Dios no desnuda, sino
que nos protege. Mantiene nuestro secreto, y se pone de nuestra parte,
porque su mirada es amorosa.
Por eso, quien sabe cómo es la mirada de Dios, la busca y la desea. Quien
tiene una alegría íntima, o sufre en su interior por una realidad humillante, o
por un acto vergonzoso, busca ponerlo al descubierto ante quien sabe que le
comprenderá porque le quiere. Pone ante su vista su secreto, y así se alivia,
porque sabe que la mirada de quien le mira bien, le protege; le brindará la
ocasión de recibir su ayuda.
Así somos nosotros ante la mirada de Dios. Y ante esa mirada de amor por
nosotros, ¿tiene alguna lógica tenerle miedo a Dios?
LA MIRADA EGOÍSTA ES ABSURDA
Si así nos ve Dios, con una mirada de amor…, entonces, solo mirando
como Dios nos mira, seremos capaces de salir de nosotros mismos. Si las
cosas son realmente como las ve Dios, ¡qué ciego está entonces quien se
deja llevar por el egoísmo!; si Dios nos ve como realmente somos, ¡qué
absurdo es, por tanto, huir de Él, qué absurdo ocultar nuestro egoísmo a
nuestra mirada!
Por eso, nada mejor que poner ante la ojos de Dios lo que somos y tenemos
en nuestro interior. Qué lógico entonces, cuando nos veamos egoístas,
decirle a Dios: "Señor, aquí estamos. Así soy de egoísta. Aquí me tienes
pensando todo el día en mí y en mis cosas, buscando ser el centro de la
atención de todos. Aleja, por favor, de mi vida el miedo a cambiar. Quítame
tanta vanidad, tanto buscar quedar bien, tanto vivir falsamente ante los
demás y ante mí mismo. Hazme generoso. Sabes que soy poca cosa pero
quiero quererte de verdad. Mira lo bueno que hay en mí, si es que hay algo,
y mira también mis defectos. Todo lo feo, injusto, malo, miserable, y
egoísta que hay en mí… todo, míralo, Dios mío y cámbiame el corazón".
A veces, será tanta nuestra miseria y tendremos el corazón tan imbuido de
egoísmo que no será posible hacer otra cosa que gritarle a Dios que nos
ayude y nos cambie. Pedirle que al menos Él nos mire tal como somos. En
ocasiones, nuestro egocentrismo no dejará que nos arrepintamos con la
sinceridad que sería conveniente… Pues que al menos Dios lo vea. Es más,
deberíamos alegrarnos de que Dios vea todo nuestro mundo interior, aunque
todavía nuestro arrepentimiento sea muy imperfecto. De hecho, Él lo ve y
Él lo sabe todo. Lo malo surge cuando intentamos ocultarlo, cuando
vivimos subjetivamente sin el consuelo de sabernos mirados por Él. Dios
siempre nos mira con cariño, también cuando nuestro corazón está lleno de
egoísmo y de rechazo hacia Dios. Pero necesitamos "dejarnos mirar".
Siempre hay en nosotros algo defectuoso y malo… un cáncer de egoísmo
que está muy dentro de mí. Pero con solo querer voluntariamente que los
ojos de Dios nos vean, ya hemos puesto el punto de partida de nuestra
propia conversión. Todo es posible cuando dejamos a Dios que nos cambie.
Todo es imposible cuando nuestra libertad y nuestra voluntad rechazan la
conversión. Por eso, cuando empleamos ante Dios una mirada egoísta,
cerrada y centrada en uno mismo, es como si viéramos las cosas al revés de
cómo son. Hasta que uno no abre su corazón a la mirada de Dios, hasta que
no se deja ver tal y como es, nuestra mirada egoísta nos hará vivir en una
vida falsa, creada artificialmente, que no llena porque no es verdadera.
Siempre tendremos por dentro esa sensación de que algo no marcha bien,
esa impresión de que van pasando los días y todo nos decepciona, esa
inquietud por ver que nada nos sacia, que nuestra vida no tiene cimientos
sólidos, que parecemos una marioneta que manejan los hilos de las
circunstancias o de los estados anímicos. Por eso, la mirada egoísta que se
impone a la mirada de Dios… es absurda, porque ni nos hace felices ni nos
hace conocernos tal y como somos en realidad.
De ahí la importancia de dejarse mirar por Dios, de no mentirnos a nosotros
mismos diciéndonos que hacemos las cosas bien cuando realmente las
hacemos francamente mal. Y de ahí también la necesidad de alejar el miedo
por acercamos a Cristo para que así podamos ser curados. Cuando
contemplamos esa mirada de Dios hacia nosotros es cuando desaparecen
todos los miedos, todas las inquietudes, toda esa vida de cartón-piedra que
hemos construido a nuestro alrededor por culpa de nuestra mirada egoísta.
Por eso, el inicio de la curación de nuestro egoísmo empieza mirando a
Dios cara a cara en el Sagrario. Sí hacemos la oración con sinceridad de
vida, abriendo todas las ventanas de nuestro interior… Dios podrá sanamos.
Él jamás rechaza un corazón contrito que desea ser generoso.
Vernos como Dios nos ve y vernos como Dios desea que seamos. Así es
como evitaremos esa mirada egoísta en la que tanto nos gusta
contemplarnos. Así es como podremos vivir una vida real que logrará
apartamos de esa vida falsa, de plástico, vacía y absurda en la que nos
introduce nuestra mirada egoísta.
EL EGOISMO NOS HACE
INSINCEROS
Este mundo nuestro conoce muy bien el recorrido de la mentira.
Todos demandan tratarse con sinceridad y respeto -padres e hijos» novias y
novios, amigos y amigas-, pero a la hora de la verdad, la mentira es la reina
de la fiesta: se miente con rabia, con conocimiento pleno, por no quedar
mal, con deseos de hacer daño, con pasión o por pura fragilidad humana…
se miente en la familia, se miente en la política y se mienten los esposos…
se miente en la prensa» en la radio, en internet, en la televisión…, se
mienten entre los que se consideran amigos o compañeros de trabajo… se
miente al niño en el colegio» se mienten los hombres a sí mismos… y se
intenta mentir a Dios.
Y tanta mentira acaba, sin duda, matando la confianza entre las unas y los
otros, y entre el alma y Dios… Y cuando desaparece la confianza, ¿qué
queda?… Sólo vivir del disimulo y del engaño.
Notamos todos el zarpazo de un pecado original que oscurece el afán de ser
sinceros… El egoísmo nos convierte en personas que dejan de amar la
verdad y de vivir en la verdad. Por eso, cuando no queremos ver nuestra
vida como la ve Dios, es porque tampoco nos atrevemos a dirigir la mirada
a nuestro propio interior.
Y no nos atrevemos a mirar por dentro porque tememos encontrar cosas que
no queremos ver… Esas cosas pueden ser debilidades naturales, que
conviene afrontar correctamente. Cuando uno experimenta en carne propia
sus limitaciones y complejos (hablar bien o mal, ser bajito o feo, ser
miedoso, ver que uno es tímido o no demasiado listo, etc), nuestra estima
queda aplastada contra al suelo. Pero cuando somos conscientes de que
nuestro ser es fruto de la mirada amorosa de Dios, nuestras limitaciones nos
importan muy poco. Porque, si Dios me quiere así, ¿por qué voy a ponerme
nervioso por ser de otra manera? No necesito pensar si valgo más o menos
que otros, porque Dios me quiere como soy, con mis limitaciones, y su
amor infinito me da una riqueza enorme. Valgo porque Dios me quiere: Él
es mi Padre. De esta manera es como desaparecen todos mis posibles
problemas de autoestima. Podemos afirmar con seguridad: Yo no necesito
preocuparme de mi autoestima, porque a mí me estima Dios.
Cosa muy diferente es esa sensación de fracaso que genera la huella sucia
de nuestros pecados… la inmensa soledad interior que genera una vida
centrada en uno mismo. Es la soledad del narcisista, del que se ha
enamorado de sí mismo, del que está convencido que es mejor y más
valioso que los demás, del que desea una vida vivida solo para satisfacer su
propio "yo", para hacer lo que le apetece, para no tener que asumir así la
responsabilidad de ayudar a otras almas.
Lo que sí es triste -muy triste- es esconderse en el caparazón del propio
"yo" para no cambiar ni rectificar. Nos sucede que no nos atrevemos a mirar
lo que hemos hecho, lo que hemos pensado o deseado, porque nos causa
horror. Y no conseguimos ser sinceros porque reconocer que nos hemos
equivocado es algo que nos aterra. Sabemos que si acudimos a Dios en la
confesión, allí los pecados se borran del todo, pero es nuestra mirada
egoísta y orgullosa la que nos hace ver a Dios como un enemigo… y no
como un Padre que desea abrazarnos, perdonarnos y alentarnos en nuestra
pelea.
Por eso, luchar por ser sinceros es luchar por dejar de ser egoístas, y al
revés. Hay personas que después de haber hecho alguna barbaridad,
necesitan borrarlo de su memoria, enterrarlo en si subconsciente. Y, a veces,
esto provoca varias perturbaciones interiores. Sin embargo, el que se
reconoce tal y como es, el que acude a la confesión para ser perdonado,
tiene la absoluta seguridad de quedar limpio; la inmensa alegría de saber
que Dios le perdona y le mira con cariño.
De ahí que el egoísta huya de la confesión y de la ayuda que se le presta en
la dirección espiritual. Pero ten por seguro que hasta que uno no se muestra
tal y como es ante Dios y ante aquellos que dirigen su alma, el egoísmo no
deja de ganar y ganar terreno en nuestra vida. Querer dejar de ser egoísta es
querer dejar de ser mentiroso, querer dejar de ocultar nuestros defectos. Y
no olvides tampoco que darle tanta coba al "yo" es la peor de las
inversiones para quien desea adquirir una vida feliz.
El egoísta, en su vertiente más práctica, desea que nadie le vea tal y como
es. Es un intento ridículo de vivir siempre en la pura apariencia, como si
Dios y los otros no pudieran ver más allá de nuestros embustes. Por eso, la
mentira hace ciego al egoísta, porque le impide verse tal y como realmente
es.
¡Cuántas y cuántos desperdician los mejores días de su juventud en
construirse una apariencia de felicidad que, en realidad, no tienen! Por eso,
si quieres huir de una vida egoísta, déjate mirar por Dios, mira las cosas
como las mira Él y mírate a ti mismo como realmente eres. Sólo reconocer
que tú y yo somos egoístas y querer no serlo, es el inicio del camino para
matar ese mal en nuestra vida. Y sólo quien pelea contra ese mal,
conseguirá una vida plena, auténtica, sin dobleces, alejada de esa
insinceridad de vida que tantos padecen hasta llegar a límites enfermizos.
Y querer ser sincero es contar las cosas como son, como realmente han
ocurrido… no como a nosotros nos hubiera gustado que ocurrieran. Ser
sincero en general es más o menos fácil. Lo difícil es ser sincero cuando
hay que contar pecados concretos, caídas concretas, perezas concretas,
egoísmos concretos. Y eso supone hacer examen de nuestra vida y no
dejarse secuestrar por la vergüenza. ¡Y qué cosa más absurda es ir al
médico del alma, a contarle nuestros fallos, con la intención de quedar bien!
Por eso, en las cosas del espíritu, ¡quedar mal es quedar bien… y querer
quedar bien es quedar mal!
Te copio unas letras de un buen sacerdote, escritas sin apenas pausa para
respirar y que ayudaron a muchos a salir del fango de la insinceridad:
«¡Habla! Da a conocer pronto esa situación peligrosa en la que te
encuentras. Rompe rápido esa cadena del silencio tortuoso que te aprisiona.
Desahoga tu corazón con quien conoce tu alma. Dile los proyectos de tu
traición. Sé sincero, aun-
- j os momentos de intenso dolor el hablar te cueste sangre. Te aseguro,
como sacerdote de Dios, que no conozco ni siquiera un hombre que haya
perdido el camino cuando ha tenido la valentía y la lealtad de abrir a la luz
los rincones ocultos de su alma (…) ¡No, todavía no es tarde! Después
puede que lo sea. No tengas vergüenza… Hay mucho que desempolvar, sí,
pero… ¿y la alegría y la paz que trae consigo la sinceridad? Y luego, no te
faltarán la ayuda y el cariño, la oración y el sacrificio de ese otro hombre
que quiere morir por ti antes de que vuelvas la cara a Dios… Estás llamado
a cosas grandes, pero así como te encuentras, sólo acabarás suicidando tu
alma».
DECISIONES QUE NO
COMPROMETAN
Si de algo huye un egoísta es de la palabra compromiso. Porque no nos
engañemos… para tomar decisiones que no comprometan a nada…
cualquiera vale.
¿Se comprometerá un egoísta a cumplir un plan de vida que incluya hacer
un rato de oración cada día, rezar el Rosario, tener una lista de
mortificaciones seria, acudir semanalmente a una charla de formación, o
atender una catequesis en una parroquia? Decididamente no. Es verdad que
algo hará… Un tiempo de oración de uvas a peras, algún rosario rezado de
cualquier manera, alguna Misa entre semana, alguna meditación aislada…
pero nunca nada que le exija un compromiso constante y que haya de hacer
con ganas o sin ellas. Argumentará que se le ha olvidado, que no ha tenido
tiempo, que se ha liado con tal cosa, que él prefiere rezar cuando "sienta" y
que tiene que hacerlo pero no de una manera "obligada" cada día… Y es
verdad, se reza porque se quiere rezar, porque se desea devolver amor a ese
Dios que nos quiere con locura…, no por obligación, pero ¿cuántos ven
necesario hacer un rato de oración a diario y luego dejan de hacerlo por
simple egoísmo? Y también: ¿cuántos quieren de inicio cumplir un plan de
vida pero hoy no lo hago porque me he quedado en casa todo el día?, ¿o
cuantos dejan de ir a Misa el sábado porque no estamos en el colegio y
entonces tendría que ir a Misa por mi cuenta?
El egoísta huye del compromiso… Prefiere que sus omisiones no
certifiquen su fracaso. Es más cómodo y más fácil no comprometerme a
nada que me exija luego tener que dar cuentas ante Dios, ante los demás o
ante mi propia conciencia. Por eso, el egoísmo fomenta tanto la inmadurez.
Porque sólo quien lucha, quien sufre y ama el sacrificio, quien procura
pelear con ganas o sin ellas, quien desea mirar por encima de su capricho y
de sus gustos…, es capaz de madurar, de asumir compromisos, de crecer
como persona… de salir de sí mismo cada día.
Por el contrario, el egoísta preferirá mil veces que sea su gusto y su placer
quien guie su conducta. Si hoy me apetece rezar, pues rezo; si mañana ir a
Misa me supone no hacer otro plan que me tira más, pues no voy a Misa y
se acabó… Y es verdad, así se puede vivir un tiempo más o menos largo,
pero al final todo acaba derrumbándose. Donde no hay compromiso no hay
relación verdadera. Nadie puede aspirar a tener una novia a la que trate
cuando le venga en gana y como le plazca… Ese compromiso es efímero,
falso y con fecha de caducidad. Lo mismo puede decirse del trato con Dios.
Nadie se enamora de Cristo si no pelea por tratarlo, por ser fiel ante los
compromisos que supone una vida cristiana coherente. Y eso choca
directamente contra un planteamiento de vida egoísta. Nos guste o no nos
guste.
Si deseas de verdad salir de ese túnel nefasto que genera el egoísmo,
entonces, comprométete. Sal de ti mismo. Lucha por aquello que merezca la
pena. Sé honrado con tu conciencia. Aleja tu vida de esa búsqueda de la
pura apariencia, de pretender dar el pego ante todo y ante todos. No seas
más falso que un Judas de plástico… y ¡comprométete! Nadie pierde la
libertad por hacer lo que cree que tiene que hacer, con ganas o sin ellas, con
aplausos de unos o con abucheos de los otros. Pretender construir la vida a
partir de la opinión de los demás se llama esclavitud… además de ser algo
que no hace feliz a nadie. Por eso sé libre, siéntete enormemente libre y
actúa con una conciencia bien formada, y así verás como comprometerse
con decisiones que te exigirán una responsabilidad, te hará mejor persona y
más feliz, aunque no sea ya entonces el "me apetece" quien guie tu
conducta.
Buen momento ahora para concretar qué compromisos deseas adquirir en tu
trato con Dios» y luego con su gracia y la ayuda de la dirección espiritual,
luchar de verdad por cumplirlos. Concrétate» sí lo deseas» unas prácticas de
piedad que hagan constante tu trato con Dios» y así, en esa lucha diaria, irás
logrando el temple y la fuerza que necesitas para adquirir una sólida
personalidad y una auténtica vida cristiana.
LAS DIFICULTADES SE COMEN AL
EGOISTA
Hoy, los que decimos llamarnos cristianos, hemos caído en la
blandenguería, en el miedo constante a las dificultades» en el deseo de que
nuestra vida pase sin penas ni dolores… Adoramos esos días "en que no
pasa nada", parecemos sentirnos constantemente cansados aunque no se
sabe muy bien de qué… Buscamos con ahínco "desconectar" de nuestra
tarea de todos los días… de la profesional y de la apostólica. Parecemos
personas cansadas antes de empezar cualquier tarea… pero no nos
engañemos, ¡muchas veces nuestro problema está en la alergia que le hemos
cogido a tener que luchar!
Vemos el mundo tan lejos de Dios, vemos a la gente tan "despistada", nos
da tal terror leer la prensa o ver un telediario, que andamos de queja en
queja… ¡pero sin movernos por hacer algo! Parece que solo ansiamos
retirarnos del mundanal ruido, buscar oasis donde relamemos las heridas,
aún a costa de perder el contacto directo con nuestros iguales… Algunos
buscan refugiarse en el tufo de olor a sacristía» escondiendo su fe para no
molestar a nadie. Otros se mimetizan con ese ambiente alejado de Dios con
el fin de no ser señalados. Pero unos y otros caen, al final, en una vida
aburrida, cómoda e individualista.
Visto el esperpento que damos los cristianos, la triste vida que a veces
reflejamos, ¿puede alguien querer vivir una vida cristiana?… ¿Para acabar
así voy a poner mi vida en juego?… parecen gritarnos los descreídos de
hoy.
A los que nos decimos discípulos de Cristo nos ha entrado el tembleque
cuando nos rozamos con nuestros hermanos los hombres… ¡Hay miedo a
vivir en cristiano porque nos hemos olvidado de Cristo y nos hemos
preocupado de caer bien a todo el mundo! ¡Es tal nuestro afán por huir de
los problemas que hemos acabado huyendo de Dios! Y dejamos nuestra fe
para la media hora de la misa del domingo… ¡y con tristeza ven los otros
que hemos desconectado a Dios de nuestra vida real de todos los días!
¡Y lo más triste es que nuestra fe languidece y se muere por el terror a tener
que sufrir, por un puro afán de que no nos señalen, por un deseo innato a
vivir nuestra vida sin complicaciones ni dificultades!
Pero ser generoso, no darse importancia a uno mismo, no querer ser el
centro de atención…, supone ser personas que saben sufrir callando, y que
no lo vociferan para que no les compadezcan; es poner el dolor ajeno por
encima del propio; es no tener miedo al sacrificio ni a la lucha» sin
timideces ni complejos… y fiados por entero de ese Dios que nos ruega»
suplicando y puesto de rodillas» que pongamos nuestras vidas al servicio de
los otros.
¿Pero qué le ocurre al egoísta cuando llegan las dificultades» cuando
aparecen los sinsabores» los días en que todo cuesta, el viento que no
acompaña? ¡Que huye despavorido!
A las personas, es verdad, se les conoce cuando llegan las malas y las duras,
no cuando todo sale a pedir de boca y no existen los problemas ¿A cuántos
conoces tú que han dicho que sí a todo hasta que se les ha pasado el
entusiasmo? ¡Menos mal que tu madre y la mía tuvieron mucho más
aguante!
¡Es bueno tener que luchar! Esta vida no vale si solo quieres vivirla para
ti… Darse a los demás, es complicarse la vida, es tener que sufrir… ¡pero
hay tanto gozo en este pasarlas negras!
Al egoísta se lo comen las dificultades porque no desea tener dificultades.
La vida de un cristiano no es más fácil que la vida del que no lo es. Ha de
luchar en las mismas cosas que el resto, pero sabe que no está solo… ¡Dios
es su fiel compañero que nunca abandona!
Por eso, quien se arruga ante los golpes del ambiente, quien vuelve la cara
atrás porque llegan los problemas, quien se desentiende de sus hermanos los
hombres porque es más cómodo pasar de todos, quien huye del sacrificio,
del olvido de sí y de hacer la vida más amable a los demás… no merece la
pena llamarse cristiano…
Es triste - ¡muy triste!- el espectáculo que damos cuando vivimos una vida
egoísta camuflados de hombres y mujeres de fe. ¡Esa no fue la vida de
Cristo! Por eso, si no quieres ser de esos a los que las dificultades se los
acaba engullendo por entero… de aquellos a los que la calle y el ambiente
se lo comen con patatas… huye, entonces, del egoísmo.
AMIBOLA.COM
12.15 de la mañana de un sábado cualquiera. A las doce he quedado para
charlar con un chico que ya casi roza la mayoría de edad. Supongo que se le
habrá hecho tarde y espero su llegada. A las 13:40 decido llamarle a su
móvil pero no contesta. Le mando entonces un whatsapp para preguntarle si
le ha pasado algo. Sin respuesta. Cuando ya sé que no vendrá porque es la
hora de comer y no ha dado señales de vida, decido llamarle a casa más que
nada para quitarme la intranquilidad de que le haya ocurrido algo. Ante mi
sorpresa, su madre me dice que se ha levantado tarde y se está duchando.
Sonrío por dentro y dejo pasar el asunto… El lunes, ya en el colegio, le
busco y me dice que se le hizo un poco tarde… y volvemos a quedar para
unos días después. Y la escena se repitió… Y hubo una tercera y una cuarta
ocasión en que volvió a ocurrir lo mismo. El mensaje de fondo era claro:
por la razón que fuera, este chico prefería no hablar conmigo, y no le di más
importancia al asunto. Lo que me sorprendió fue que, un par de meses
después, recibí un mensaje de este chico pidiéndome el móvil de un amigo
común. Tardé cuarenta y siete minutos en leer su whatsapp porque me pilló
dando una clase. Lo que me llamó poderosamente la atención fue ver otro
mensaje que decía: "Oiga, si pasa de darme el móvil de este tío, me lo dice
y punto… pero luego no predique tanto de egoísmo y más pensar en los
demás…"
Así es un adolescente… así somos tú y yo muchas veces. Vamos a nuestra
bola de una manera descarada. Nos importa lo nuestro. Lo que a mí me
afecta. Lo que a mí me interesa… Y si por nuestra culpa dejamos a otros
heridos o descolocados, pues lo siento… Y luego nos ponemos hechos unas
furias cuando alguien no hace lo que deseamos y a la primera… Desde
luego, el egoísmo, hasta humanamente, resulta patético.
Ir a nuestra bola es algo que nos encanta. Hay que reconocerlo. No sé yo las
veces que habré actuado como ese chico con otras personas, pero es que
nuestras excusas siempre son perfectas. Nos sentimos muy heridos cuando
otros nos fallan a nosotros, pero al revés, si somos nosotros los que dejamos
tirados a los demás, entonces nuestra percepción cambia completamente. Ya
no nos parece algo tan grave.
¿Y por qué nos pasa esto? Porque -conviene reconocerlo- somos muy
egoístas, muy dados a pensar en nuestro "yo" pero no en el "yo" de los
otros. Si hiciéramos el esfuerzo -yo el primero- de servir con más empeño a
los demás, de estar más pendiente de ellos, de olvidarse de mis problemas y
tener en la cabeza sus problemas… entonces todo sería muy diferente.
Recuerdo también a otro chico con el que había quedado para hablar en una
tarde de invierno. Por razones varias, llegué una hora y media tarde. Le vi
esperando en la puerta de mi despacho. Me disculpé con una frase típica de
"lo siento chaval pero había mucho tráfico", y quedamos para otro día
porque yo tenía cosas muy importantes que hacer. Un par de días después,
de pura casualidad, me enteré que ese chico tenía un examen muy
importante al día siguiente de esa cita a la que llegué tarde. ¡Y él jamás se
quejó por hacerle yo perder el tiempo! ¡Y lo había despachado con una
frase absurda con la que solo pretendía quedar bien! Te aseguro que ese
chico me dio una lección imborrable de generosidad, de saber estar, de
pensar en los demás…, Y entendí que lo único importante que yo tendría
que haber hecho esa tarde era disculparme de corazón con ese chico… Pero
así de engreídos y egoístas somos a veces los hombres.
Por eso, cuando te veas enganchado a la web del alma de amibola.com, sal
de allí cuanto antes. Desconéctate de ese mundo en el que los demás son
solo cosas que yo uso para disfrute de mí propio "yo", y pongámonos a
servir, a adelantarnos a sus necesidades, a tener detalles concretos y
contables de servicio y de cariño por los demás. Sólo actuar así, solo
ponerse en concreto a hacer cosas por los otros sin esperar nada a cambio,
nos sacará de ese mundo egoísta en el que todos tendemos a introducirnos
para no salir nunca de ahí. Suerte, chaval. Yo también la necesito.
EL VALOR DE LA AMISTAD
Estarás de acuerdo conmigo que cuando se comparte con otro un momento
feliz, la alegría es el doble de grande y, sin embargo, cualquier pena se
multiplica por dos cuando uno se siente sólo. Esa es la grandeza del valor
de la amistad… algo que el egoísta no llegará a experimentar hasta que no
abandone la ruta del enaltecimiento de su propio "yo".
La verdadera amistad y la felicidad auténtica siempre han sido vocablos
intercambiables. Nadie está a disgusto cuando tiene delante a un amigo…
amigo. Sentirse querido, acompañado, consolado y comprendido por aquel
o aquella a quien aprecias de verdad, es el resumen de la amistad. Ante un
buen amigo me siento estimado por quien soy, no por lo que tengo, por lo
que aporto, por lo que consigo o por lo que soy capaz de dar… Por eso
abundan tan poco, desgraciadamente, los buenos amigos.
Ahora bien, no es lo mismo tener amigos, que tener gente que conozcas,
gente con la que quedes de vez en cuando o personas a las que trates
esporádicamente. La amistad verdadera no se obtiene dándole al botón de
"me gusta" en facebook, no es el grupo de gente que coincide en un foro de
internet… La amistad verdadera no se busca, se encuentra. Es gratuita, es
un don, es un tesoro de valor incalculable, que cuando se cimienta bien no
hay situaciones o malentendidos que puedan destruirla… porque está
basada en una confianza absoluta y en un deseo de sacrificarse por la otra
persona.
Pero de todo esto un egoísta no entiende nada… Para él, los "amigos" son
colegas a los que usar. "Hoy yo te doy esto y tú mañana me das lo otro". Es
una transacción de intereses. "Ahora tú me sirves para divertirme y por eso
somos amigos. Mañana no me sirves y te quito de mi grupo de whatsapp".
Esa es la amistad a la que muchos aspiran pero que a nadie satisface.
Por eso, cuando uno descubre un amigo, uno cambia… para bien o para
mal. La amistad -cada amigo- va definiendo mi personalidad. Los amigos
influyen tanto que son capaces de destruir tu vida o de llevarla a las más
altas cotas de la perfección humana. Un buen amigo hace que yo estudie
más. Uno malo, me aparta de mis obligaciones. La amistad no entiende de
clases sociales, ni de edades, ni de fronteras, ni de equipos de fútbol. Es tal
cual es. Eso sí, la amistad sí que entiende -¡y mucho!- del corazón del
hombre. Por eso puede agrandarlo o llenarlo de las más ruines miserias
humanas… Ahí se distinguen los buenos amigos de los que me
perjudican… ¿Tú de qué lado estás? ¿Qué eres para tus amigos?, ¿qué les
ha aportado a ellos tu amistad?, ¿qué sello has dejado en sus vidas?
No me digas -¡no te digas!- que tu amistad es simplemente eso… amistad.
Que tú no quieres influir en los otros y que los otros no influyen en ti…
porque eso es sencillamente mentir. Las amistades influyen - ¡deben de
influir! - si son verdaderas amistades. Al egoísta esto no le importa. Lo que
te importa es que esos amigos le sirvan a sus intereses, a lo que él desea
conseguir. Por eso nunca sabrá lo que es tener un buen amigo.
Tener amigos es necesario para formarse como personas. Los tendremos de
todos los colores y de todas las tendencias… si de verdad somos generosos.
A un amigo no le importa que otro piense de manera diferente o lleve una
vida que a él no le parezca la correcta. Yo no soy amigo de nadie para
cambiarlo. Soy su amigo porque sí. Pero quien no desea ofrecerle a su
amigo lo mejor que tiene, no es un amigo… es un egoísta consumado que
sólo se busca a sí mismo. Tú y yo cuando hemos cambiado a mejor -al
menos yo- ha sido gracias a un amigo, gracias a alguien que me ha querido
y me ha dado lo mejor de sí. He podido tardar mucho o poco en
reconocerlo, en desear eso que él me otorgaba… pero el gran motivo por el
que yo cambio a mejor es porque alguien a quien quiero me lo ofrece y veo
que eso me hace más feliz. Y todos los que nos han ayudado a cambiar lo
han hecho de forma desinteresada, por puro aprecio y gastando a veces
muchas horas de sacrificio y de amistad leal…, Por eso se dice que quien
tiene un buen amigo tiene un tesoro de incalculable valor.
La amistad supone tiempo, dedicar horas, tener las cosas de los otros en la
cabeza, estar preocupado por sus penas, buscar su trato y compañía, hacer
favores que fastidian mi comodidad y mis gustos. Y para alguien que se
llame cristiano, la amistad tiene tintes de valor divino. Por eso no ahorra
esfuerzos por querer con hechos concretos a los que llama amigos. Y se da
a todos, y reza por todos, quiere y respeta a todos, comprende a todos y los
aprecia de verdad… cambien o no cambien, quieran o no quieran acercarse
a Dios. Será la autenticidad de nuestras vidas lo que mueva sus corazones
con la gracia de Dios… pero ese Dios actúa solo de ordinario donde hay
una amistad verdadera y sacrificada por los otros, no donde anidan los
corazones egoístas.
SER AGRADECIDO NO CUESTA
NADA
Bueno» costar sí que cuesta algo. No mucho, pero algo. Lo que sí que no
cuesta nada es ser egoísta y no dar nunca las gracias a nadie…
¡Cómo nos gusta a todos que nos agradezcan lo que hacemos!, ¡y cuántas
veces nosotros nos olvidamos de decir la dichosa palabra "gracias" a los
otros!
Recuerdo que una vez tuve que echar una bronca» dicho vulgarmente» a un
chico de apenas quince años. Ni me acuerdo del asunto que era. Lo que sí
recuerdo es que» además, ese día me levanté con el pie izquierdo y andaba
de cierta clásica mala uva… Vino el chico a mi despacho, le insuflé un
discurso apocalíptico sobre su falta de responsabilidad y» al acabar, me dijo
con una mirada picara pero sincera: "muchas gracias". Así se fue. Yo me
quedé sorprendido, pero lo peor de todo ocurrió al cuarto de hora siguiente.
Llegó entonces otro chaval al despacho con cara de cordero degollado y
medio arrastrado por su tutor…, y ahí caí en la cuenta que me había
confundido de «victima»…, Le había metido un broncón espectacular a un
pobre tipo que vendría a no sé qué cosa… pero que nada tenía que ver con
su irresponsabilidad. Aquí el único irresponsable había sido yo…
Y es que para ser agradecidos hay primero que pensar en los otros antes que
en uno mismo. Muchas veces decimos que la palabra gracias es un puro
formalismo, pero no es así. Es una palabra mágica que te abre la puerta a un
mundo que se llama generosidad. Te lo pregunto a bocajarro: ¿cuándo fue la
última vez que le distes a tu madre o a tu padre las gracias por prepararte la
comida? No me digas que ese es su deber… porque es para matarte ¿Te
crees acaso un tipo lleno de derechos, con una legión de chachas puestas a
su servicio?
Hay mucha gente a tu lado que está todo el día sirviéndote, preocupándose
por ti, ayudándote en tu vida… Primero y fundamentalmente tus padres» y
también tus hermanos (¡aunque esto te cueste más creértelo!)» y esos
amigos que te echan una mano en muchos momentos del día» ¿y tú? ¿Tú a
quien ayudas? ¿Tú por quien haces algo cada día? Ahí está la cuestión. Un
adolescente, muchas veces de manera inconsciente, se pasa el tiempo
dejándose servir (te dan de comer, te lavan la ropa, te pagan los estudios, te
quieren a pesar de tus modales, etc, etc) y ni siquiera es capaz de dar las
gracias… porque se cree con derecho a todo. Por favor, que no seamos tú y
yo de este tipo de personas. Que de nuestra boca salga muchas veces la
palabra "gracias", y así verás cómo creas a tu alrededor un ambiente más
amable, más humano y serás tú el primer beneficiado…
¿Te imaginas lo feliz que se pondrá tu madre si oye de tu boca la palabra
"gracias"?
Y, en primer lugar, seamos muy agradecidos con Dios. Ya dice el refrán que
es de bien nacidos el ser agradecidos. Pues eso. Lo primero con Dios… por
quererte como eres, por perdonarte tantas veces, por quererte llevar al cielo,
por ser un "enchufado". Y así, si sabes ser agradecido con Él (y con las
personas que te ayudan a acercarte a Él), le querrás mucho más cada día. Y
comprobarás que Dios es el mejor pagador, y que a Él "le basta una sonrisa,
una palabra, un gesto, un poco de amor para derramar copiosamente su
gracia sobre el alma del amigo" (san Josemaría Escrivá)
DIOS HACE MILAGROS EN LOS
CORAZONES GENEROSOS
He visto a tantos adolescentes dar tales giros de 180 grados en sus vidas,
que ya me asombran pocas cosas… pero me sigue fascinando ver a chicos y
a chicas que parecían unos desastres totales ^profesionales del egoísmo-,
imprimir en sus vidas un grado de autenticidad y de madurez humana y
sobrenatural sin aparente explicación posible. Es verdad que la gracia de
Dios es quien cambia a estos jóvenes… pero hacía falta querer dejarse
cambiar.
Cuando a pesar del grado de presión que ejerce la calle para alejar nuestras
vidas de Dios… cuando a tu alrededor hay tan pocos ejemplos de vidas
generosas y sacrificadas, cuando la mayoría solo piensa en cómo
montárselo cada fin de semana más y mejor que el anterior, cuando se huye
de tal manera de conceptos como responsabilidad, sacrificio, fidelidad,
compromiso, etc, resulta milagroso -y no le quito una letra a esta palabra-
ver cómo hay jóvenes deseosos de entregar su vida a Dios, y de dar todo su
tiempo y energías a tareas en servicio a los demás… ¿y qué hay detrás?
Mucha gracia de Dios y, habitualmente, unos padres ejemplares, es
verdad… pero sobre todo hay una persona de corazón grande en el que Dios
ha podido actuar.
Se llamaba Alberto… Tenía 16 años y un corazón inquieto. Su vida andaba
entre una mezcla de rompecorazones y un rufián buscando gresca a toda
hora. Su madre, limpiadora de casas ajenas, trabajaba hasta partirse el
lomo… y el guacho, el tal Alberto, solo parecía exigir derechos a su madre.
Gastaba como un condenado y no estudiaba ni a tiros…
Así entró un día en mi despacho, más como obligación que por otra cosa.
Charlamos apenas unos minutos y ya vi que "el rollo del cura" le traía sin
cuidado… así que fui a la medular, al enfrentamiento directo, al golpe sin
avisar: "Oye Alberto, le dije, ¿tú además de hacerle a tu madre la vida
imposible y aprovecharte de ella cada día que pasa… sabes hacer alguna
cosa más?". Puso tal cara que pensé que la cosa iba a acabar mal… pero no
fue así. Se levantó, y sin dirigirme la palabra se fue.
Un par de días después, a las nueve en punto de la mañana, me lo encontré
en la puerta de la capellanía. Nos miramos sin decimos nada, y al poco me
soltó: "Quiero hablar con usted". Y ahí empezó una charla entre amigos que
se prolongó varios meses. Este chico escondía un corazón grande debajo de
su chupa de matón… pero la vida y las malas compañías (¡cuánto ayuda y
cuánto destroza un buen o un mal amigo!) le habían hecho despistarse y
volverse un egoísta de libro.
El resto de la historia te la puedes muy bien imaginar… este chico cambió y
cambió mucho. Lloró primero de lo lindo porque era grande el daño que
había hecho a su alrededor… pero supo empezar a luchar, y a ver las cosas
desde un punto más lógico, donde Dios y los otros (empezando por su
madre) estaban antes que su "yo". No arregló su vida en un par de semanas
ni en un par de meses, pero supo arrear consigo mismo cuando venían las
desganas y las horas malas. Aprendió a tener un trato sincero y confiado
con Dios, a pedirle perdón cuando se equivocaba y a saber recomenzar. No
se engañaba con excusas de cobarde y perdedor. Supo y quiso poner su "yo"
en su sitio. Hincó los codos, cambio su actitud, rezaba con el corazón y no
de boquilla, y empezó él a cambiar a sus amigos. Su vida era auténtica
porque la manejaba él, no la calle, no cuatro desalmados que le llevaron por
caminos tortuosos.
A todos nos sorprendió su cambio… menos a su madre. Ella sabía cómo
era» ella lloró por él muchas veces y rezó por él cientos de veces más…
Ella conocía su corazón; "solo necesitaba -decía esta buena señora- que
alguien o algo le diera al botón de on".
Es verdad: Dios hace milagros en los corazones generosos… Tal vez sea
ahora tu momento. No dejes escapar el instante presente. No desperdicies tu
vida rebuscando algo de alegría en los bajos fondos del "yo". Lánzate a ser
generoso de verdad. Preocúpate sinceramente por los demás. Déjale a Dios
actuar en tu vida. Dale al "on" de una existencia que merezca realmente la
pena. Y acuérdate de aquello que decía en una ocasión San Josemaría: "casi
todos los que tienen problemas personales, los tienen por el egoísmo de
pensar en sí mismos. Es necesario darse a los demás» servir a los demás por
amor de Dios: ese es el camino para que desaparezcan nuestras penas. La
mayor parte de las contradicciones tienen su origen en que nos olvidamos
del servicio a los demás hombres y nos ocupamos demasiado de nuestro yo.
Entregarse al servicio de las almas» olvidándose de sí mismo, es de tal
eficacia» que Dios lo premia con una humildad llena de alegría".
SI QUIERES MATAR TU EGOISMO,
¡DÉJATE AYUDAR!
No quieras arreglar tú solo tus problemas. No caigas en esa actitud infantil
de pensar que no necesitas a nadie para sacar adelante tu vida.
No podemos ser tan soberbios y tan estúpidos de creer que no necesitamos
la ayuda de otros. Segundo porque no es verdad y ¡lo sabes!, y en primer
término porque ya la vida nos ha demostrado, muchas veces, que solos no
podemos.
Y más si nos referimos al egoísmo. Nadie es buen juez en causa propia. Es
decir, todos tendemos a ser muy severos con el comportamiento de los
demás y muy indulgentes con nosotros mismos. ¡Qué fácil resulta juzgar a
los otros pensando que tú y yo no tenemos esos mismos errores! Pero eso
muchas veces no es así. Es todavía mucho peor de lo que pensábamos.
Dejarse ayudar en la dirección espiritual es clave para avanzar por un
camino seguro. Matar el egoísmo no es una tarea fácil, ni de un día para
otro. Exige constancia, valentía y generosidad… mucha generosidad. Pero
exige sobre todo saber dónde hemos de cambiar, saber en qué nos estamos
equivocando y saber cómo tenemos que hacerlo. Y eso supone
conocimiento propio y aceptar los consejos que nos clan.
Pero esto a veces no resulta tan sencillo. Ya sabemos que todos estamos
dispuestos a reconocer nuestros errores, mientras sean genéricos. Nadie
duda en afirmar que muchas veces en su vida ha sido un egoísta. El
problema está si concretamos ese egoísmo en una acción concreta. Ahí
solemos saltar a la yugular del otro sin contemplaciones… No es lo mismo
saberse soberbio o egoísta así en general, que cuando se concreta. La
concreción es lo que hace rascar al alma…
Por eso, cuando acudas a la dirección espiritual, has de estar dispuesto a
dejarte decir las cosas… aunque no nos guste lo que escuchamos. Cuanto
más escuece el consejo que nos han dado, suele ser porque más aciertan en
el blanco de nuestro problema… Pero esa persona, si se deja ayudar y
aconsejar, cambiará… ¡y no es una frase hecha! Cambiará porque es
humilde y porque Dios no deja nunca tirados a aquellos que le piden su
ayuda.
Y querer escuchar es querer también cambiar. Nadie va al médico para
mostrarle sus heridas y luego pasa de tomarse la pastilla que le receta… ¡y
si pasa de hacerlo… que luego no se queje de seguir enfermo! Por eso
hemos de ir al médico de nuestra alma -a nuestro director espiritual- a
obedecer de verdad y hasta el final. Y eso supone fiarse y querer cambiar,
aunque cueste o precisamente porque cuesta ¿Por qué somos tan
agradecidos y dóciles cuando se trata de curar nuestro cuerpo y nos
resistimos luego tanto en poner los remedios que precisa nuestra alma?
¿Somos tan carnales para no ver que se necesita también la ayuda de una
medicación correcta para aliviar y curar las heridas del espíritu? ¿Te parece
poco grave saber que tu alma se desangra y tú no estar haciendo nada?
Acude, entonces, a la dirección espiritual con toda la sinceridad del mundo
y con todo el deseo de dejarse ayudar para curar nuestro egoísmo. Algunas
veces te darán consejos que no sabrás cómo poner en práctica. Pregunta el
modo de concretar tu pelea. Y no dejes que la desesperanza se cuele en tu
vida. Pensar que es imposible cambiar, que no hay nada que hacer… es no
darse cuenta que la gracia puede más que el pecado, que la gracia puede
más que la adolescencia. Además, la desesperanza es el lenguaje que utiliza
el diablo para hacer que te hundas, para que pienses que nunca serás capaz
de vencer en tus defectos dominantes. ¡Tú…, ni caso! Déjate ayudar de
verdad y verás que, con la gracia de Dios, se puede vencer el egoísmo si
eres dócil a la ayuda que recibes… si te tomas las pastillas que necesita tu
alma.
Y querer que te ayuden es acudir con constancia a la dirección espiritual, no
tener que andarte buscando. ¿Cuándo fue la última vez que fue tuya la
iniciativa de ir a hablar con esa persona que lleva tu alma? ¿Eres de los que
hay que arrastrar para que les ayuden o de los que abren su interioridad de
par en par para darse a conocer? ¿Recuerdas los consejos que has recibido
en tu última charla…, o eres de los que se olvidan a los tres minutos de sus
puntos de lucha porque no ponen interés? ¿o es sencillamente porque no
deseas salir de tu egoísmo?
Tu vida cristiana y la mía está hecha de luchas concretas, de peleas contra
ese "yo" que suplica no ser apartado de sus caprichos adquiridos… Por eso,
salir del egoísmo depende de ti, de dejarte conducir por ese Dios que te
grita que te hagas servidor de todos, que ames a todos, que te vuelques con
todos, que sufras y te alegres con todos, que ayudes a todos… Y eso es una
vida apasionante donde no queda tiempo para dedicárselo a uno mismo.
EL RENCOR Y LA ENVIDIA, ÍNTIMOS
AMIGOS DEL EGOISMO
Decía el Papa Francisco: "Si uno se estanca, corre el riesgo de ser egoísta.
Y el agua estancada es la primera que se corrompe".
Y es que el egoísmo que se queda anclado en el corazón acaba
corrompiendo nuestra capacidad de amar limpiamente.
Querer a la gente, apreciar de veras a los demás, transmitir alegría y paz,
derrochar cariño y servicio a los otros es lo propio de un corazón
generoso… Lo propio del egoísta en encerrarse en sí mismo y buscar solo
lo que a mí me beneficia… Por eso, es muy fácil corromper el corazón
dejando que la envidia y el rencor aniden en nuestro interior.
El discurso del egoísta gira siempre en torno a sí mismo. Lo que importa es
lo que a mí me pasa y cómo me afectan a mí las circunstancias y las demás
personas. Y cuando se cruza en mi camino alguien que creo que no cumple
mis expectativas, o no me satisface, o me siento dolido -justa o
injustamente- con algún comentario que me dice… entonces lo tacho de mi
lista y lo crucifico por dentro. Mis juicios de valor suelen ser tremendos y
procuro -aunque sea de manera inconsciente- dejarlo mal cuando se habla
de él o de ella en las conversaciones… y eso me ocurre porque le he dado
cabida al rencor o a la envidia dentro de mí. He dejado que mi corazón se
corrompa porque tengo una mirada egoísta… No soy capaz de ver más allá
de mí mismo.
Si a veces somos tan severos en nuestros juicios es por pura envidia. Esa
persona nos exaspera porque en el fondo pensamos que no nos valora como
nos merecemos. Tenemos la percepción de que no se fija en nuestros
méritos y que nos trata de un modo inferior y humillante. Y nos cabrea ver
que otros hablen bien de él, o le alaben y destaquen sus cualidades. Nuestro
"yo" herido por el orgullo nos impide disfrutar de una amistad sincera con
el otro, y no estamos dispuestos a entablar una relación amable con él hasta
que no valore como merecen nuestras grandes cualidades… Pero nos guste
o no, detrás de este planteamiento hay mucha envidia y unas gotas de
rencor peligrosísimas.
También el egoísta busca la amistad con el fin de ser admirado. Nos
gustaría tener las cualidades o las cosas que tiene el otro, y al carecer
nosotros de ellas, buscamos su trato para estar más cerca de esas cosas que
anhelamos poseer. Pero si no rectificamos a tiempo, lo que podría ser una
buena amistad se acaba convirtiendo en una amistad posesiva, en una
dependencia afectiva que no es sana porque no nos permite crecer con la
autonomía necesaria. El corazón egoísta acaba siendo estrujado por los
celos y por una susceptibilidad casi enfermiza que ve desprecios y burlas
allí donde no hay nada. Y el alma se mete por caminos tortuosos de
sufrimientos imaginarios… ¿La solución? Darse a todos y no buscarse a sí
mismo. Querer servir, no querer que nos sirvan. Querer querer, no buscar
ser el primero en la vida de los demás… Eso solo lo entiende un corazón
generoso.
¿Y qué decir del rencor? Pues que es un arma triste que empleamos cuando
no hemos aprendido a perdonar. La gente -los demás- tienen fallos y errores
-como tú y como yo- y no es justo querer a la gente siempre y cuando sean
personas que no se equivocan nunca. Hay que aprender a perdonar, a saber
pasar por alto un detalle molesto, a saber disculpar y comprender que todos
tenemos derecho a tener un día malo… y a no llevar a la tremenda actos o
acciones que no suponen en nada un agravio. No nos demos tanta
importancia a nosotros mismos, que de verdad no merecemos tanto la
pena… Y aprendamos a saber perdonar cuando los otros se porten mal con
nosotros. Actuemos con ellos del mismo modo que nos gustaría que
actuaran conmigo» pero no enturbiemos nuestro corazón con heridas mal
curadas en su interior… Eso no nos hace ningún bien. Guardar rencor»
tenérsela jurada a otro» esperar el momento de devolvérsela… no solo no es
cristiano sino que empequeñece nuestra vida. Nos hace vivir en la ansiedad
de una existencia rencorosa. Y nos aleja tremendamente de Dios… porque
Él fue el primero que se adelantó a perdonar nuestras ofensas. Por eso,
muchas veces, saber perdonar no es la mejor solución… es la única
solución.
APEGARSE A LAS PERSONAS NO ES
LO MISMO QUE QUERERLAS
Luis conoció a Pablo cuando los dos cursaban 40 de ESO. Pronto entablaron
amistad. Se notaba que congeniaban a la perfección a pesar de ser los dos
muy diferentes de carácter.
Pablo era un tipo deportista, de carácter sencillo y afable. Caía bien a todo
el mundo porque era muy normal y muy generoso. Era de esas personas que
despiertan admiración allá por donde pasan y ellos parecen no darse cuenta
de ello. Luis, por el contrario, era menudo y poca cosa. Cualquier intento de
destacar en los deportes era un fracaso anunciado. Eso sí, era gracioso como
él solo. Le gustaba decir tacos cada dos por tres y se notaba que era un
pasional por los cuatro costados del alma. Los dos eran estudiantes
normales tirando a buenos y sus familias eran sólidas y con muy pocos
recursos económicos.
Esa amistad se hizo firme entre los dos. Se veía desde fuera que Pablo era
capaz de darse por entero a cualquiera» y se volcaba en detalles con unos y
con otros sin importarle quien estuviera delante. Luis» por el contrario»
parecía buscar sólo la amistad y el trato con Pablo. Sin darse apenas cuenta,
Luis se fue empequeñeciendo y su admiración por Pablo acabó en una
dependencia afectiva de tintes peligrosos. Comenzaron a surgir en su alma
las envidias por ver que su amigo no le dedicaba todo el tiempo que él
quería, y empezó a sentir celos de otros que también tenían una amistad
sincera con Pablo. El bueno de Luis acudió a verme desconsolado, porque
tenía buen corazón y sabía que algo no estaba yendo bien por dentro. Sufría
pensando que se había enamorado de Pablo, sufría pensando que en su
corazón anidaban sentimientos que no eran nobles porque estaban llenos de
egoísmo.
Hablando y hablando (mi tarea consistía en escucharle), Luis fue
desmenuzando su situación y él mismo llegó a la conclusión que el
problema no lo tenía Pablo ni el resto de las personas con las que se
relacionaba… El problema estaba dentro de él… en haber dejado que se
fraguara una amistad que estaba cogiendo tintes de apegamiento a otra
persona. Fue grande el consuelo de Luis al darse cuenta que admiraba a
Pablo porque tenía cosas que a él le gustaría tener (sobre todo su carácter)
… pero que eso no podía generar una excesiva dependencia afectiva ni un
sentimiento de ansiedad… sino más bien de agradecimiento por tener un
amigo, así. Comprendió que sus celos y envidias eran fruto de su egoísmo,
de querer disfrutar él solo de la amistad con Pablo, de no desear compartirlo
con nadie más… Y ahí entendió, como una lección inolvidable para su
alma, que los otros no están ni para usarlos ni para poseerlos. Que todo ser
humano -y más nuestros amigos- están para servirles, para ayudarles a ser
felices, para alegrarse con sus alegrías y dolerse por sus penas, para estar
con ellos en los momentos buenos y malos… no para querer yo disfrutar
egoístamente de ellos.
Luis experimentó la capacidad de grandeza y de miseria que puede albergar
el corazón de cualquier persona… y decidió llenarlo de grandeza
comiéndose sus egoísmos, sus celos y sus envidias. Supo reconducir su
manera de amar, y eso le dio mucha libertad interior y una buena dosis de
generosidad y de sacrificio por los demás.
Nada vale la pena lograr que no se alcance con sacrificio. El cariño
verdadero por otro o por otra exige esfuerzo, exige que esa amistad nos
haga mejores a nosotros mismos y mejor a la otra persona. Esa es la prueba
de que nuestro aprecio es auténtico, porque de lo contrario el corazón se
embota con razonamientos humanos que son solo secuelas del egoísmo. No
podemos apegarnos a nadie porque eso es no querer a esa otra persona.
Querer a los otros tiene mucho más que ver con cuánto me sacrifico por los
otros. Apegarse es querer desordenadamente, es quererse en el fondo a uno
mismo… y eso siempre nos acaba haciendo daño.
La otra enfermedad del corazón, que a veces aparece por haber cerrado en
falso una herida pasada de apegamiento a una persona, es tener un corazón
frio incapaz de saber amar… un corazón que se resiste a querer por temor a
acabar sufriendo. Eso es algo tan monstruoso y tan inhumano que nos
conviene mucho saber curar siempre bien las heridas de nuestro corazón…
Amar a otro es estar dispuesto a sufrir por el otro (¡y si no que se lo
pregunten a una buena madre!), pero ese sufrimiento nunca nos puede
llevar a cerrar nuestro corazón por miedo a tener que sufrir. Eso nos haría
unas almas gélidas y abandonadas a nuestra soledad. El hombre y la mujer
han sido hechos para amar y sentirse amados. Todos tendremos que
aprender a saber querer, pero que nunca nuestro corazón busque la falsa
complacencia de cerrarse en sí mismo. Habríamos caído entonces en la peor
de las desgracias: no aprender nunca a amar.
EL EGOISMO, PUERTA DE LA
IMPUREZA
La impureza es la manifestación más visible y más directa que genera el
egoísmo. En un corazón que busca a toda costa la satisfacción del propio
"yo", la impureza reluce en todo su esplendor. Por eso, dejar de ser egoísta
pasa necesariamente por adquirir un corazón y una vida limpia.
El egoísmo es la puerta de la impureza… y la impureza solo reactiva el
corazón egoísta de la persona. Son dos fuerzas que se atraen y se necesitan
mutuamente. Las dos se llaman de continuo y procuran retroalimentarse una
a la otra. Es tan difícil encontrar un corazón egoísta que no caiga en la
impureza como imposible es detectar una vida sucia que no sea fruto de un
corazón egoísta.
Vivir limpiamente es propio de corazones generosos. Caer es humano, lo
que es inhumano es regodearse en la caída, no querer salir de ella,
conformarse con esa situación, no tener deseos grandes -transformados en
hechos concretos de prudencia y lucha- por querer salir de esa situación.
Por eso, quien procura vivir limpiamente no sólo es más feliz, sino que
educa a su corazón en la generosidad, en valores que están por encima de
uno mismo, no centrados en su "yo" y en su placer personal.
Es verdad que vivimos en una sociedad sexualizada… Todo parece
invitarnos a dejarnos llevar por los instintos más básicos. La calle grita
mensajes repletos de hedonismo y donde se asemeja a toda hora felicidad
con placer, alegría con diversión… cuando en realidad son valores, a veces,
tan poco coincidentes.
Por eso, un adolescente de hoy solo puede vencer esta tendencia si está
decididamente decidido a luchar por no picar, por no caer en la trampa fácil
de dirigir su vida a la conquista del placer más inmediato, a pelear por
llenar su corazón de un cariño sincero a los otros, por adquirir una mirada
limpia que no busque ver en los demás sólo objetos de placer sino personas
a las que servir y procurar hacer felices…
¡Cuánto cambia el corazón humano cuando aprende la ciencia del saber
mirar bien! Aprender a mirar es reconocer en el otro -o en la otra-, toda la
dignidad que tiene; es no usar su cuerpo para mi disfrute visual, es querer a
la gente por lo que es y no por lo que enseña… Y es respetar mi propio
cuerpo para no hacer de él un dios al que adorar o un objeto del que
abusar… Y para lograrlo, hemos de apartar de nuestro corazón todas esas
insinuaciones que despierta la búsqueda del placer desordenado. Pero todo
esto es incapaz de entenderlo y de quererlo un corazón repleto de egoísmo.
La generosidad, por el contrario, nos permite comprender una verdad muy
necesaria: saber amar tiene muy poco que ver con una vida guiada por la
impureza… Al que procura ser generoso le costarán las mismas cosas que
al que procura ser egoísta, pero aquel tendrá un motivo por el que luchar…,
que no es otro que cifrar su vida en ideales que merecen realmente la pena.
Y dar satisfacción al propio "yo" no es uno de ellos. Demasiadas veces le ha
demostrado la vida que ese no es el camino que conduce a la felicidad.
La lucha de un cristiano no está nunca basada en el temor y en el miedo.
Nosotros luchamos por amor… El miedo se lo dejamos a los que se
consideran esclavos… Un cristiano es un ser libre, hijo de Dios. Y sabe
muy bien que elegir vivir limpiamente o abrazarse a la pasión
desordenada… te hace santo o te mata. Vencer o perder… rejuvenece o
envejece al alma. Santifica o agota, pero siempre deja huella. Se lucha por
amor» no por temor o por terror a la caída… Pero es la lucha serena y
decidida la que nos hace libres y enamorados de verdad…
Por eso» esforcémonos en adquirir una vida limpia. Que no nos importe
tener que luchar y tener que pelear para adquirirla. Llenar el corazón de
sentimientos nobles y limpios nos hará entender que ser feliz es vivir
enamorado… nos permitirá comprender que sólo en los corazones
generosos anida el verdadero secreto de la felicidad: haber aprendido a
amar limpiamente.
ADOLESCENTES CON EL ALMA
CANSADA
Al egoísta todo le parece difícil y todo le cansa antes de empezarlo… ¡Está
como agotado… y apenas ha hecho nada! ¡Se obsesiona con desconectar y
descansar…, aunque no se sepa muy bien de-qué!
El egoísmo… ¡agota! Es tal el esfuerzo que supone estar todo el día
pendiente de uno mismo… es tal el vacío interior que genera el propio "yo",
que ese cansancio se acaba colando en los pliegues del alma ¡Todo nos
parece difícil e inalcanzable! ¡Oímos hablar de ideales altos, de darse a los
demás, de santidad, de vivir para Dios y los otros… y ya son conceptos que
nos cansan… ¡Y despiertan en el rostro esa mueca fácil -risotada de hombre
derrotado en demasiadas peleas interiores- al pensar en lo ingenuos que
fuimos en su día creyendo que esta vida podía vivirse de otro modo! ¡Todo
nos decepciona… estamos cansados de muchas cosas… pero especialmente
estamos hastiados de nosotros mismos!
Al joven egoísta -al que no lucha por dejar de serlo-, antes o después» se le
acaba apagando la ilusión con la que comenzó a luchar ¡Sus días son en
blanco y negro… vida aburrida y anodina! sin fuerza ni pasión para
arrastrar ese "yo" cansado y ese corazón herido que le hace estar roto por
dentro… ¿Y cuál es el por qué de ese aparente fracaso? ¿El por qué de esa
vida que no llena» de esa falta de vibración y de entusiasmo?…
La respuesta -en cristiano- está en haber bajado la mirada a la tierra, al
suelo que pisamos, a la miseria que nos embarga… y ese dejar de poner la
mirada en lo alto -nuestros ojos en el rostro de Cristo-, nos ha llevado a
cifrar nuestra felicidad en la búsqueda de placeres, de compensaciones
egoístas, de lograr, al fin, una vida cómoda y sin sobresaltos. ¡Y el joven se
vuelve un viejo prematuro de piel imberbe! ¡Su alma cansada marca una
edad que en realidad no tiene!… El pecado -esa aberración contra su
felicidad- es ahora el dueño y señor de su vida y el dueño y señor de sus
estados de ánimo. El egoísta deja de mirar a Cristo para pasar a mirarse a sí
mismo… Y ahí está la razón del asco y el vació que le produce casi todo.
Es el "yo" -ese puñetero yo- el que tantas veces nos engaña con promesas
de felicidad que son puras mentiras, que son solo el reflejo de un placer que
acaba en lágrimas amargas ¡Cambiar a ese buen Dios por un "yo" que guie
nuestra vida… es el peor de los negocios!
¿La solución? ¡Volver los ojos a ese Cristo que nos mira, pedir perdón por
tu vida egoísta y por la mía… y lanzarse sin miedo a hacer la vida más
amable a los demás!
Y ese Cristo que nos mira desde lo alto de un madero, solo, abandonado de
los hombres, está gritando a todo el que desea escucharle: ¡»Id por todo el
mundo…!» Para muchos ese será el chillido amargo de un fracasado muerto
en una Cruz, de un moribundo que desconoce las trampas de este mundo
nuestro, de un iluso que no sabe que esta calle que pisamos ya no es
cristiana… ¡Pero eso lo piensan sólo los que se apoyan en sus propias
fuerzas, los cobardes de alma y espíritu que no han aprendido a fiarse de su
Dios!
Mirar a Cristo rejuvenecerá tu alma y la mía, transformará en ilusiones de
hombre enamorado ese estado de ánimo en que todo es desesperanza,
cansancio por la vida y enorme decepción hacia uno mismo. Cuando no es
el "yo" quien nos maneja, cuando renace en nosotros el empeño por darnos
a Dios y a los demás, entonces las dificultades se empequeñecen, el hastío
se transforma en ilusión y el alma recupera esos ideales que la hacen joven
y capaz de todo…
¡Cuando tú te fíes de verdad de Dios» toda la miseria propia se acabará
rompiendo como barro seco en tus manos duras!
EL FRUTO DEL EGOISMO SE LLAMA
TRISTEZA
Si fuera posible tener una vida plenamente feliz y ser egoísta, entonces la
más acertada decisión sería amar el egoísmo, abrazarse a él y no soltarlo
pasase lo que pasase… pero la tozuda realidad es diametralmente opuesta
¿Conoces a alguien que desee con todas sus fuerzas ser egoísta? Por algo
será, amigo mío.
Cualquier ser humano que lleve fuera del vientre de su madre un tiempo
más o menos corto, sabe por experiencia propia que los momentos más
felices de su vida no se deben al egoísmo. A todos, lo que más nos llena y
satisface interiormente es darnos a los demás, hacer algo útil por los otros,
saber que uno es capaz de amar y ser amado. Contra eso no hay nada
comparable.
Cuando llega el sufrimiento, tal vez, buscamos eliminarlo llenando nuestra
vida de placeres aparentes, de cosas materiales, de planes de diversión.
Pretendemos, ante las incertidumbres que genera la vida, tener un futuro
asegurado…, pero todo lo de aquí abajo se derrumba en cuestión de
minutos. ¿A quién no se le han roto todos los esquemas cuando visita un
hospital, acompaña a un moribundo o ve languidecer la vida de un niño de
apenas ocho años? Todas las promesas humanas se demuestran pura mentira
y falsedad cuando uno es azotado por la enfermedad, la desdicha o la
injusticia. Todos huimos del sufrimiento porque buscamos una vida
placentera, sin penas ni dolores… pero esa vida no existe. La vida o se vive
como donación de mí mismo a los demás o se convierta en la peor de las
mentiras. La vida egoísta es una vida vivida en la más trágica de las
soledades. Por eso la tristeza es el fruto más visible del que decide pasar su
existencia pensando en sí mismo.
Todos tenemos que sufrir. La vida es muchas veces una sucesión de
dificultades que hay que aprender a superar…, pero quien no tiene nada por
lo que sufrir es que no tiene nada por lo que vivir porque no tiene nada a lo
que amar. Y aprender a amar tiene mucho que ver con aprender a sufrir, ¡y
si no, mira la vida de tu madre y la vida de los que te han querido! ¡Cuántos
han tenido que sufrir por tu culpa! ¡Por intentar ayudarte han padecido lo
que no está escrito…, por evitar que cayeras en agujeros negros del alma
han sufrido muchas veces tu desprecio y tus rajes interiores!… pero el tener
que sufrir no les ha alejado de ti. Te han amado sufriendo, y esa era la razón
de su vivir. Por eso quien no ama no es nunca feliz. Y amar es sacrificarse
por los otros, no usarlos para que yo pueda disfrutar más.
Y ahora es a ti a quien se pide que arrimes el hombro, que abandones esa
vida cómoda y egoísta que muchas veces tienes, que te des a los demás a
cambio de nada, que sirvas a los otros y aprendas a sufrir por ellos para
hacerlos felices y dichosísimos… Eso es descubrir que la vida solo merece
la pena vivirse por Dios y por las almas.
Y quien decide vivir para sí mismo se topará con la profunda decepción y
amargura que genera el egoísmo. Hay un tipo de tristeza, que no tiene nada
que ver con que tu equipo favorito la palme en la Liga del domingo, que se
inserta en el alma de todos los que nos empeñamos en ser egoístas.
Y es una tristeza que corroe por dentro, que nos hace estar desesperados,
enfadados con nosotros mismos, insatisfechos con todo. Podremos
movernos mucho, hacer planes muy diversos, buscar diversiones de todo
tipo… pero esa tristeza no se irá. Puede apaciguarse, pero cada mañana
vuelve a llamar a nuestra puerta para recordarnos que sigue ahí. Podemos
intentar narcotizarla con la droga de una vida alocada y la búsqueda de
sensaciones cada vez más complejas… pero nada de eso conseguirá
eliminar esa sensación amarga que flota una y otra vez por dentro. Nos
sentiremos personas sin nimbo, exploradores fracasados de una vida que
transcurre sin sentido. Seremos de esos que ríen pero no disfrutan, que
buscan pero no encuentran, que desean amar pero no hayan nada que
perdure y satisfaga de verdad. Carcajadas de alma cansada que no sabe a
dónde va…
Y es que el egoísmo, por mucho que nos empeñemos, no compensa. No da
nada para lo mucho que quita. La solución no está en buscar cosas que nos
distraigan, aunque eso no sea malo. La solución está en salir de nosotros
mismos, en poner en marcha el reloj de la generosidad, de darse a los otros,
de servir a los demás. Ahí encontraremos la solución a nuestro problema, y
entenderemos otra vez de nuevo que solo los que son generosos son en
verdad personas felices.
¿POR QUÉ EL EGOÍSMO NOS ALEJA
DE DIOS?
En su obra "Primeros cristianos", el padre Villar escribe: "El corazón
egoísta va perdiendo la capacidad para lo espiritual y sus deseos se van
convirtiendo poco a poco en necesidades (que es lo propio de los animales).
Por el contrario, el corazón espiritual transforma sus deseos en esperanzas
(que es el modo lógico de amar)".
El egoísmo -¡lo tenemos bien experimentado!- es una bomba de gran
capacidad destructiva en el trato con Dios. Y lo es porque se ha elegido el
"yo" como criterio de conducta. Lo importante es lo que yo sienta, lo que yo
piense, lo que yo decida, lo que a mí me guste… y, por lo tanto, se concluye
pensando que Dios es un enemigo de esa felicidad que yo deseo. ¿El
motivo? Sus mandamientos son un obstáculo para hacer lo que a mí me
apetece. La opción es bien sencilla: entre hacer la voluntad de Dios o hacer
la mía, me quedo con la mía. "Muchos caen en el egoísmo -termina
diciendo Villar- porque es una senda más cómoda y más placentera a corto
plazo que la de ser generoso".
Ahora bien, si lo que quiero es no ser egoísta ¿qué hacer cuando busco mi
apetencia y mi «yo»?» ¿Cómo se cura uno de esta enfermedad del alma tan
contagiosa y a veces tan incurable?… El remedio es bien sencillo:
¡queriendo ser generoso… en primer lugar con Dios!
Si sé -¡lo has comprobado muchas veces en tu alma!- que el egoísmo me
aleja de Dios y me hace un infeliz… ¿por qué lo escojo una y otra vez? La
respuesta la encontramos en ese afán nuestro por querer hacer, de primeras,
nuestra voluntad… por ese empeño en dejarse llevar por el «me apetece».
Pero eso no puede extrañarnos…
Basta -¡de verdad!- no querer ser egoísta, desear poner a Dios y a los demás
por encima de uno mismo, para dar el primer paso contra el egoísmo. A
veces, el diablo nos hace creer que estamos condenados al fracaso en
nuestra lucha… para que así nunca la comencemos. Su táctica es bien
sencilla: a los dos primeros pasos de la ilusión del hombre por acercarse a
Dios, ya le está introduciendo el desaliento en el alma… esa sensación de
que uno, haga lo que haga, acabará en la caída. Y claro, así es muy poco
emocionante ponerse a luchar.
Pero dejarse llevar por ese sentimiento es seguir en el círculo vicioso del
propio "yo". Es replantearse una y otra vez si yo podré, si a mí me apetece
hacerlo, si yo seré capaz de ello… y tantas vueltas y revueltas nos lleva a
caer de nuevo en la misma trampa. Seguimos haciendo girar nuestra
existencia en torno al propio «yo», seguimos siendo nosotros el centro de
nuestros pensamientos… y así no hay quien avance.
Los actos egoístas nos hacen más egoístas y los actos generosos nos hacen
más generosos. Y no hay más. Esta sencilla regla de comportamiento es el
arma más eficaz para abandonar las sendas del egoísmo. Ahí radica el
secreto para salir de nuestro "yo", de ese alejamiento de Dios y de los
demás en el que nos hemos introducido con más o menos voluntad.
Por eso, si la actitud egoísta aleja nuestra vida de Dios, los actos de
generosidad nos acercarán enormemente a Él. Esa es la prueba del algodón
para saber si nos estamos curando de la enfermedad de nuestro egoísmo.
Cuantos más actos de generosidad haga en mi vida, más cerca estaré de
Dios. Por eso, quien desea luchar de verdad, notará el cambio en su vida…
y será un cambio comprobable.
Quien antes sólo pensaba en su modo de divertirse ahora estará más
pendiente de que los demás se lo pasen bien, de servirles, de tratarlos como
a ellos les gusta ser tratados, de quitar ese mote a aquel que sé que le
molesta, de ayudar a otro a preparar un examen, de dejar todo recogido para
que los que vienen detrás se encuentren una sala ordenada, de ayudar en
casa a poner la mesa o el lavavajillas para que mi madre pueda descansar un
rato, de decir una palabra amable cuando dos discuten, de escuchar con
interés al que te cuenta algo, de hacer favores, de no rajar de nadie por
detrás, de ir de cara sin afán de ocultar nada, de sonreír cuando no
apetece…
¿Y con Dios? Pues algo muy parecido. Primero sabré pedir perdón y ayuda
para no caer en ese egoísmo, y pondré mi empeño en quererle a Él con
actos concretos, y procuraré tratarle haciendo un rato de oración y
visitándole en el Sagrario para decirle de corazón que le quiero, y pondré
interés en sus cosas, aunque a veces me cueste… Ese empeño un día y otro
me alejará de mi egoísmo… ¡y lo notaré!, por dos cosas: La segunda es
porque me dejaré ayudar mejor en la dirección espiritual al desear no ser
egoísta… y la primera porque habrá con Dios una amistad más real, más
personal, de más confianza en Él… Habré comprobado que hacer actos de
generosidad me hace estar más cerca de Dios.
¿POR QUÉ NUESTRO EGOISMO
ALEJA A LOS OTROS DE DIOS?
Tú puedes pensar que tu vida no influye en la de nadie más… pero no solo
no es cierto sino que además es mentira. Tu vida y la mía influye, nos guste
o no, en la de muchos otros. Eso sí, puede influir para bien o puede influir
para mal… Y si ya hemos hablado de que el egoísmo aleja a cualquier alma
de Dios, ahora nos conviene mucho entender que nuestra vida egoísta
también aleja a los otros de Dios. Y de eso, no nos engañemos, los
responsables somos tú y yo. Nadie más.
Que tienes amigos que están lejos de Dios es tan cierto como la vida misma.
Ahora bien, algo de esa responsabilidad nos tocará a nosotros, supongo. Tú
podrás contarte la milonga de que tus amigos no tienen formación y que
cuando se les habla de Dios ponen cara de pez, como si les estuvieras
hablando a unos marcianos. Que no entienden nada y que no entenderán
nunca nada. Y que sus padres no practican o que no han ido a un colegio
religioso. Y no te lo niego, todo eso influye, pero no es el problema de
fondo ¿O acaso tú has conocido a Dios por ciencia infusa sin que nadie te
ayudara?, ¿no has tenido al lado unos padres, unos amigos y un ambiente
que te han enseñado cómo acercarte a Él? ¿Vas a decirme ahora, viendo tu
vida, que un buen amigo no es capaz de acercar a otro a Cristo?
Ahora bien, es lógico que nos preguntemos, viendo como está el patio de la
calle: ¿a qué grado de egoísmo hemos llegado los cristianos para que sea
tan poco atrayente seguir a Cristo?, ¿por qué tantos huyen y tienen miedo
de Dios? Y más todavía: ¿Es que los que nos decimos amigos de Cristo no
tenemos hoy fuerza para transformar esta tierra en qué vivimos?, ¿en qué
hemos convertido hoy el cristianismo para que sean tan pocos los que se
sientan atraídos y deseen dar la vida por Dios? Y lo que es peor: ¿tan vacíos
estamos por dentro de Dios para que no sepamos entusiasmar a los demás
por las cosas divinas?
Las respuestas podemos hacerlas largas y complejas, pero resultarían
estériles. Serían respuestas de laboratorio, sin vida, caducas y falsas porque
estaríamos olvidando que la única respuesta verdadera es que «estas crisis
mundiales son crisis de santos». El mundo está como está -tus amigos están
como están- porque tú y yo no queremos ser santos. La razón del olvido de
Dios está en nuestra falta de santidad, en nuestro poco empeño por asumir
el único precepto que da sentido a nuestras vidas: «Amaras al Señor, tu
Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu alma y con todas
tus fuerzas». Ese es el deseo de Dios para nosotros… Y ese mandato de ser
santos no será tan imposible de lograr cuando Dios lo pide a todos los
cristianos… luego también a ti y a mí.
Y esa falta de santidad nuestra, que hace tan poco atractivo seguir a Cristo,
es la razón por la que tantos y tantas no emprenden el camino para
acercarse a Dios. Es ese poco empeño nuestro por darnos a Dios de verdad
lo que genera en nosotros una vida egoísta y acomodada… una vida que no
atrae a nadie. Es nuestra falta de afán de Santidad lo que nos hace alejarnos
de la Cruz, de todo lo que suponga sacrificio por Dios y por nuestros
amigos.
¡Cuántos se sacrifican por tener un cuerpo diez, por cuidar la salud, por
estar más atractivos! Y para ello pasan penurias para adelgazar, gastan
horas de gimnasio y se someten, incluso, a costosas operaciones… Pero
cuando se trata de mortificarse para estar más cerca de Dios, entonces se
huye de ese empeño… Del mismo modo que hay que sacrificarse para
cuidar el cuerpo, también necesitamos de la mortificación para avanzar en
la vida interior. Pero es el egoísmo y la comodidad lo que nos impide tener
el alma a punto. La falta de sacrificio nos hace estar fondones
interiormente; tenemos muchos kilos de más en el alma…, y ese sobrepeso
nos impide correr hacia Dios y gastar nuestras fuerzas en dar a conocer a
Cristo a los demás.
Uno es cristiano cuando Cristo le coge por entero, cuando Cristo se apodera
de su vida. Por eso Dios te pide -nos pide- que renuncies a los días vacíos e
insulsos del egoísta, a ese afán de vivir solo para ti como si no existieran
tantísimas personas que necesitan tu ejemplo y tu palabra para encontrarse
con Cristo.
¡Y saber que Dios nos necesita hace más imperdonable que tú y yo
andemos trajinando con las esclavitudes de una existencia egoísta, sin
asumir el firme compromiso de poner nuestra vida al servicio de Dios y de
las almas!
Recuerdo a una anciana de 71 años que tenía en su casa una charla de
doctrina cristiana a la que acudían cada semana más de 40 universitarios…
¡y esto durante varios años!… ¡e iban! Me parecía algo tan asombroso que
no pude reprimirme en preguntar a esos chicos y chicas donde estaba el
secreto para que asistieran a esas charlas. Y unos de un modo y otros de
otro, me explicaron que el secreto de esta abuela -¡el único!- era el cariño
que derrochaba con ellos y el entusiasmo que transmitía cuando hablaba de
Dios… ¡Y te hablo de una anciana de vi años que daba charlas a más de 40
universitarios de todos los pelajes!… ¡y todas las semanas!
Apostar por la generosidad es el único camino que hace grande al corazón
humano. Y un corazón grande es capaz de amar y sacrificarse en ayudar a
los suyos a estar cerca de Dios.
¿Entiendes ya por qué nuestro egoísmo sí que aleja a los otros de Dios?
LA VIDA DEL CRISTIANO ES SERVIR
A LOS DEMAS
¿Quiénes son las personas importantes?, ¿quiénes son mejores que otros?,
¿quiénes valen más que los demás? Los que miran solo hacia abajo te dirán
que los importantes son los famosos, los que tienen el poder político o
económico de un país, los que tienen sus cuentas bancarias llenas de
ceros… pero para un cristiano, para un hijo de Dios, el más importante es el
que más sirve.
Cristo murió en una cruz, escupido y abofeteado por quienes decidieron
darle muerte, en la más absoluta indiferencia y acompañado tan solo por su
madre, unas cuantas mujeres y un apóstol joven -Juan- que no huyó de allí
porque tenía un corazón generoso. La muerte de Cristo en la cruz refleja el
más absurdo fracaso para aquellos que buscan en la vida solo pasárselo bien
y disfrutar a toda costa. Cristo será siempre para ellos un fracasado, y la
cruz la más absurda de las muertes… Son los mismos que andan con la
cabeza erguida, mirando hacia adelante c incapaces de girar la vista cuando
pasan al lado del que sufre, del que necesita ayuda…
Y es Cristo quien nos enseña a ti y a mí que lo único que nos distinguirá de
llamarnos cristianos no es si ganamos mucha pasta, o si nos van muy bien
las cosas, o si triunfamos a los ojos de los demás y somos admirados… Lo
que nos distinguirá como cristianos será el cariño que pongamos en el trato
con los demás… «En esto conocerán que sois mis discípulos: si tenéis
caridad unos con otros» (Jn, 13, 35). Un cristiano es cristiano si sirve a los
demás, si quiere desinteresadamente a todos, si pone a Dios por encima de
su «yo». Por eso, nuestra vida sirve… si es para servir.
Y poner cariño -amar- es estar dispuesto a sufrir… arriesgarse a que te
hagan daño, arriesgarse a que te decepcionen, arriesgarse a no ser
correspondido. Amar es poner todo lo que soy y todo lo que tengo al
servicio de los otros, aunque los otros, aparentemente, no respondan. Esa es
la lógica del amor… la lógica de la Cruz de todo un Dios que murió con el
único afán de hacerte la vida más feliz a ti y a mí, aunque sean tan pocos los
que se lo agradezcan.
Cristo no es un Dios con apariencia de hombre. Cristo tiene un alma y un
cuerpo, y unos sentimientos, como los tuyos y los míos. Cristo nació en el
seno de una mujer. Cristo es de nuestra raza. Cristo es de los nuestros.
¡Cristo sufrió por las almas lo indecible! Lloró -llora ahora- por el amigo
que murió, y por tantos que están muertos por el pecado y el egoísmo… por
tantos que han dicho "no" a una vida generosa, a una vida de servicio.
¡Cristo conoció la traición de los que decían ser sus amigos, de aquellos que
alardeaban de estar dispuestos a dar la vida por Él!… Pero Cristo no se
cansa de servir… ¡también a esos… también a ti y a mí cuando le dejamos
de lado! Y es que Cristo amó con corazón de hombre -¡nada de lo humano
le es ajeno!-. Por eso, tú y yo no podemos tener miedo a ser excesivamente
humanos. Miedo y horror hemos de tenerle a no amar como amó Cristo;
miedo al egoísmo, a esa búsqueda del "yo", a las capillitas, a los celos, a
querer ser el centro de atención, a los apegamientos, a las envidias y a los
rencores… ¿pero a amar como amó Cristo, del todo y hasta el final? ¿A
servir a todos sin temor a olvidarse de uno mismo? ¡No! ¡A eso nunca!
Por eso para nuestro Dios, las personas importantes son las que más sirven
a los demás… Ojalá escuchemos tú y yo también esas palabras que le decía
Cristo a un alma santa: "Tú para mí eres muy importante, y lo que más
ilusión me puede hacer es que no te importe servir, que no te importe
gastarte por los demás. Es lo que yo hago por ti".
Y no olvidemos que hay dos modos de servir: uno, a regañadientes,
haciendo las cosas con cara de amargado y recordándole a todo el mundo lo
mucho que hacemos por los demás, cacareando a grito pelado lo sacrificado
que somos… y el otro, sonriendo, transmitiendo alegría y ganas de luchar,
sin ningún afán porque nos lo agradezcan o nos admiren. Ese es el modo de
servir de alguien que se llama cristiano… Y eso compromete.
No vale la pena colgarse el cartel de cristiano y luego ir por la vida de
egoísta consumado. No vale la pena porque eso es un fraude, es ser
cristiano de boquilla, pero no es vivir la vida que Dios nos pide a ti y a mí.
La identidad de un cristiano es servir a todos. Ese fue el modo de vivir de
Cristo en la tierra. El pasó haciendo el bien, queriendo también a los que
querían hacerle daño… Es tan escandaloso este modo de pensar y de actuar
para el mundo en el que tú y yo vivimos…, es tan absurdo, tan ilógico, tan
propio de iluminados y de chiflados, que hemos de pensarnos seriamente si
deseamos de verdad ser llamados cristianos, discípulos de Cristo. Porque si
la respuesta es que sí, entonces el egoísmo es la más horrenda de las
blasfemias.
Jamás podrá llamarse cristiano quien pretenda construir su vida para sí
mismo, quien huya de hacer de su existencia un servicio generoso, quien no
desee darse enteramente a los demás, quien prefiera mil veces su beneficio,
su descanso, su propia felicidad que la de los otros, quien no tenga ansias
verdaderas de que su vida sea enteramente para Dios.
Es verdad que Dios nos pide una santidad personal pero no una santidad
individualista. "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus
amigos". Ese fue Cristo. Ese es quien decide ser discípulo de Cristo…
Nadie que diga llamarse cristiano podrá jamás desear entonces una vida
egoísta. "
CONSECUENCIAS DEL OLVIDO DE SÍ
Olvidarse de uno mismo para estar pendiente de los demás es una frase
mucho más fácil de escribir que de vivirla… Está tan metido el egoísmo
dentro de nosotros mismos, es tal nuestra atracción hacia un individualismo
enfermizo, que esta sociedad nos ha hecho creer a pies juntillas que yo solo
soy yo…; y no es así, porque yo no me puedo entender a mí mismo si no
me veo con los ojos de Dios… Por eso, quien desconoce que es hijo de
Dios, y no vive como tal, desconoce su verdad más íntima. Yo he sido
creado para algo más que para satisfacer mi yo… He sido creado y
redimido para vivir una amistad personal con Jesucristo y con la misión de
servir a todas las personas, empezando por los que tengo más a mano. Mi
vida pierde todo su sentido cuando me encierro en mí mismo» cuando me
alejo de una vida vivida junto a Dios y a los demás. Por eso, renunciar al
egoísmo -con el fin de vivir para Dios y los otros- es lo que se llama olvido
de sí.
¿Y cómo se logra esto? Pidiéndoselo a Dios porque es un don y, a la vez»
una tarea que exige nuestra correspondencia. Y a modo de ejemplos, te
pongo algunas cosas en la que tal vez tú y yo podamos hacer algo más de lo
que hacemos.
Para olvidarse de uno mismo» lo primero es querer a los demás. No se trata
de informar a la gente que sentimos aprecio por ellos. Se trata de
demostrárselo con hechos. Por nuestra forma de actuar» deberán comprobar
que les queremos. "Nada arrastra tanto como el cariño'', decía San
Josemaría. Y ese empeño por querer a la gente es lo que distingue a un
discípulo de Cristo de uno que no lo es. Y es verdad que poniendo mucho
cariño y buena educación, a veces, se puede poco. Pero a las malas, sin
cariño, nunca se consigue nada.
Y querer a la gente es quererles como son. El egoísta solo quiere a los que
responden a su gusto y» porque no vive el olvido de sí, se desentiende del
resto, sigue su vida, va a lo suyo y los pone muy por detrás de su yo. Por el
contrario, la persona generosa quiere a los demás tal y como son,
procurando ayudarles, pero no rechazándolos porque ve incompatibilidades
de carácter, o de gustos o de opiniones. El generoso trata a todos y no hace
capillitas, eliminando de su lista a unos y ensalzando a otros.
El olvido de sí, a su vez, nos exige ser responsables de aquellos que Dios ha
puesto a nuestro lado; responsables de su felicidad, de su alegría, de
hacerles la vida más agradable con una sonrisa a tiempo, con una frase
amable, con saber estar con ellos cuando toca y dejarles tranquilos cuando
también toca. Responsables también, por nuestro ejemplo y nuestra oración,
de su cercanía con Dios, de su santidad… sabiéndoles entusiasmar con una
vida que sabe mirar alto… por encima de los egoístas problemas
personales.
Olvidarse de uno mismo, vivir para los demás, exige adecuarse al modo de
ser concreto de las personas que tengo junto a mí: que nuestro modo de ser
y de tratarlos esté condicionado por lo que necesitan los que están junto a
nosotros: hablo si tienen ganas de oír, me callo si tienen ganas de hablar;
opino sin crear distancias…, gasto la broma que va a ayudar, no la que va a
herir; no me consiento ser molesto para nadie…, y menos ser una dificultad
para que otra persona pueda estar cerca de Dios.
A su vez, este deseo de servir me llevará a no ir por la vida "siendo yo"…,
porque tengo una fuerte personalidad, y los demás que se acomoden:
porque yo hablo mucho, porque yo tengo unas opiniones fundadas en roca,
porque impongo mis temas de conversación, porque establezco qué ideas
son valiosas y cuáles no, o si no coinciden con las mías empiezo una
argumentación de réplica y contrarréplica… y aboco a la discusión…
Cuando se crea este ambiente de amabilidad y de cariño verdadero a mi
alrededor, entonces es muy fácil que las personas se puedan mostrar tal y
como son, sin rigideces, sin caer en un trato convencional donde la
conversación más íntima no sobrepasa el manoseado "pues parece que hoy
va a llover", que es una frase útil para cuando subes en el ascensor con un
desconocido pero no con alguien al que dices querer. Y eso supone también
abrir nuestra intimidad a los demás. Olvidarse de uno mismo supone no
tener miedo a ser querido y a ser conocido. Es lógico y bueno que los
demás nos conozcan bien porque no les hemos puesto un muro donde no
pueden acceder.
Y, por último, olvidarse de uno mismo, querer de verdad a los demás, es
entender muy bien aquello de que la caridad más que en dar está en
comprender: no sólo en el sentido de disculpar…, sino también en el de no
juzgar los defectos de los demás como actos que van contra mí, sino de
oportunidades de ayudar. No podemos pensar mal de los otros…, hay que
aprender a disculparlos y sentirse importante en sus vidas porque quiero
ayudarles, pero no para que sean como a mí me gustan, sino para que sean
felices, siendo ellos mismos, sin moldes ni consignas preestablecidas.
Todo esto, en parte, son consecuencias concretas de ese olvido de sí que
todos hemos de luchar por adquirir. De lo contrario, es el egoísmo el que
acaba ganando la partida.
EL EGOÍSMO, ENEMIGO DEL
APOSTOLADO
Al egoísta» el apostolado es una tarea que le espanta. No es que esté en
contra de hacer apostolado» o que le parezca que es algo malo…
¡simplemente no hace apostolado! Y no lo hace» casi siempre» porque le da
vergüenza hablar con sus amigos de su vida cristiana, porque piensa que no
le van a entender y teme quedar mal» porque eso le compromete a él a
llevar una vida más generosa. Por eso es un tema del que huye, por puro
egoísmo. Es más cómodo no hacer nada.
El apostolado genera compromisos que atan» que exige salir de uno mismo,
que supone descubrirse ante los demás. Y eso es algo que siempre puede
marcar tu futuro. Nadie, en su sano juicio, habla a otro de acercarse a Dios
y a su vez le incita a alejarse de Él. Nadie invita a un amigo a hacer un rato
de oración diciéndole que él nunca la hace… Por eso el apostolado es un
tema incómodo para el egoísta. Porque el apostolado le compromete a
cambiar de vida, a cambiar de manera de funcionar.
Ahora bien, ¿por qué no darle la vuelta al planteamiento? Si el egoísmo, es
verdad, es enemigo del apostolado… la generosidad será íntima amiga de
ayudar a los demás a estar cerca de Dios. Es decir, quien lucha por hacer
apostolado está ya saliendo de su egoísmo. Por eso, el alma apostólica es un
alma generosa porque procura llevar a los demás el mayor bien posible: la
amistad con Dios.
¿Has tenido alguna vez la experiencia de ayudar a un buen amigo a
acercarse a Jesucristo? Te aseguro que es algo que llena el alma de verdad.
Nadie que ha hecho apostolado alguna vez, puede negar esta afirmación.
Ayudar a otro a encontrarse con Cristo, a través de una amistad sincera y
personal, supone una alegría inmensa.
Míralo desde este otro punto de vista: Invertir en tu egoísmo es lo mismo
que dejar de lado tu apostolado. Hay tantas almas que te necesitan, que ser
egoísta da una pena tremenda. Tus amigos, tus familiares, tus compañeros
del colegio o de la Universidad, tus conocidos… necesitan que les ayudes
para estar cerca de Dios. No te engañes diciendo que eso ya lo harán otros,
porque sabes que no es así. Dios te ha puesto al lado de esas almas para que
las quieras, las comprendas y las lleves a Él con tu ejemplo, tu oración y tu
cariño. Desentenderse de este gustoso deber es una cobardía por tu parte y
una injusticia que clama al cielo.
Por eso, el egoísmo es tan dañino para tu alma y para los tuyos. Ser egoístas
nos hace personas de corazón pequeño, cristianos sin afán de llevar a
nuestros amigos a Dios. El egoísmo nos adormece, nos hace desentendernos
del empeño por ayudar a los nuestros, nos hace cobardes en este pelear un
día y otro, a pesar de los obstáculos, en facilitar a muchos a encontrarse con
Cristo.
Y es ese egoísmo, del que muchas veces parece que no queremos salir, el
que hace que un amigo nuestro se quede tirado en el camino porque no
tiene nadie quien le ayude. Y no me digas que tú sí estás dispuesto a ayudar
a quien te lo pida, porque bien sabes que nuestra obligación es salir a
buscarlos, ir a donde ellos están y hablarles a tiempo y a destiempo.
Ofrecerles nuestra amistad desinteresada, nuestro ejemplo de una vida
coherente, nuestra conversación amable, nuestro cariño sincero… "El
cristiano no puede ser egoísta; si lo fuera, decía en una ocasión San
Josemaría, traicionaría su propia vocación. No es de Cristo la actitud de
quienes se contentan con guardar su alma en paz —falsa paz es ésa—,
despreocupándose del bien de los otros. Si hemos aceptado la auténtica
significación de la vida humana —y se nos ha revelado por la fe—, no cabe
que continuemos tranquilos, persuadidos de que nos portamos
personalmente bien, si no hacemos de forma práctica y concreta que los
demás se acerquen a Dios".
¿Tan poco queremos a Dios como para tener que esconderlo cuando
estamos delante de los demás en el colegio, o cuando paseas por la calle,
cuando tomas una cerveza o charlas con los amigos? ¿Tanta vergüenza nos
da que sepan que somos cristianos y que procuramos actuar como
cristianos? ¿Por qué dejamos de decir que vamos a Misa cuando estamos
delante de personas que no van a Misa y se mofan de las cosas de Dios por
pura ignorancia?… ¿Es que no nos importa la vida de nuestros amigos?
«Hay un obstáculo real para el apostolado: el falso respeto, el temor a tocar
temas espirituales -sigue diciendo el fundador del Opus Dei- porque se
sospecha que una conversación así no caerá bien en determinados
ambientes, porque existe el riesgo de herir susceptibilidades. ¡Cuántas veces
ese razonamiento es la máscara del egoísmo! No se trata de herir a nadie,
sino de todo lo contrario: de servir. Aunque seamos personalmente
indignos, la gracia de Dios nos convierte en instrumentos para ser útiles a
los demás, comunicándoles la buena nueva de que
Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la
verdad" (Es Cristo que pasa, 175).
Nuestros amigos, muchos de ellos sin saberlo, nos están diciendo:
"Demostrarnos con vuestras vidas que Cristo vive". Este es el grito de
bastantes descreídos cuando oyen hablar de la fe que profesamos ¿Y qué
van a encontrar cuando busquen en nosotros?… Los libros de teología ya
no bastan para mostrar a Cristo a los hombres ¡Necesitan toparse con
personas de carne y hueso que lleven en sus venas la pasión por Dios y por
las cosas de Dios! Personas corrientes que viven con todas sus
consecuencias el mandato de "amaos los unos a los otros como yo os he
amado"…
¿De verdad crees que ser egoísta es lo que Dios desea de ti?, ¿no te pide el
corazón y la cabeza que dejes ya de perder el tiempo y te lances de una vez
a esta aventura maravillosa de llevar a Cristo a los demás con tu vida
generosa?
EL EGOÍSMO Y LA LLAMADA DE
DIOS
Que Dios elija personalmente a gentes concretas para darles una misión
determinada es lo que solemos llamar vocación, llamada de Dios.
La histeria de la Iglesia está repleta de hombres y mujeres que han recibido
una particular vocación divina, y Dios sigue llamando a muchas personas
hoy en día, en multitud de vocaciones diversas y para un sinfín de tareas.
La vocación es, por eso, una elección gratuita e inmerecida de Dios. Por
qué Dios elige a unos sí y a otros no, sigue siendo un misterio irresoluble,
pero toda iniciativa en la llamada surge de Dios. Es al hombre al que le toca
descubrirla y responder libremente a ese querer divino.
No es secreto alguno afirmar que en la vieja Europa -y en otros numerosos
países que se llaman católicos y en muchos de los que llamamos primer
mundo-, las vocaciones disminuyen y ponen en peligro, en no pocos casos,
la supervivencia de instituciones de la Iglesia que durante siglos han llevado
la doctrina cristiana y el amor de Dios hecho vida a numerosas personas.
La Iglesia no es sólo continuadora de las enseñanzas de Cristo… Cuando
una persona funda una empresa y la pone en marcha, es inevitable que
pasados unos años sean otros los que sigan su idea de negocio, bien porque
el dueño se jubila o bien porque traspasa la empresa a terceros (siempre y
cuando no se haya hundido antes por las deudas).
La Iglesia no es eso. La Iglesia es Cristo presente entre nosotros. La Iglesia,
cualquier vocación dentro de la Iglesia, no tiene como misión hacer
recordar unas ideas fantásticas de un hombre maravilloso que vivió hace ya
más de veinte siglos. ¡No! ¡La Iglesia es Cristo que vive hoy entre nosotros!
Por eso Dios sigue llamando a muchas personas para que participen de su
misión redentora, que no es otra que la de salvar a todas las almas… La de
lograr que todos participen ya aquí en la tierra de su vida divina y disfruten
para toda la eternidad de Dios en el cielo.
Para eso existe, entre otras razones, lo que llamamos vocación divina (ser
sacerdote, monja, casado, laico comprometido o lo que sea)… Pero si las
vocaciones disminuyen no es porque Dios llame a menos personas sino
porque son menos los que se muestran dispuestos a decirle a Dios que sí…
Desde luego, esta calle nuestra no invita nada a la generosidad, a sacrificar
gustosamente la vida para dársela a Dios. Y es fácil que me reconozcas que
si hoy surgen menos vocaciones, eso tendrá mucho que ver con el egoísmo
y el individualismo al que muchos nos abrazamos con demasiada
frecuencia.
Querer ser egoísta y querer ser generoso con Dios… no es posible. O lo uno
o lo otro, pero ambas no hay quien las case. Y si la vocación, la respuesta a
la llamada de Dios, bien sabemos que es un asunto de generosidad y no de
obligatoriedad, pues es fácil deducir que el mayor obstáculo para responder
hoy afirmativamente a una vocación… es precisamente el egoísmo. Y
teorizar con más historietas son solo ganas de complicarnos la vida.
He conocido a unos cuantos que cuando se plantean la vocación empiezan
preguntando si es pecado decirle a Dios que no… y claro, en ese clima de
generosidad lo mejor es dejar el tema quieto… Hoy, esta sociedad hedonista
y lujuriosa, nos ha metido el miedo a Dios en el cuerpo y en el alma.
¡Cuántos son los que ven la vocación como una jugarreta sucia de Dios!
¡Cuántos piensan que es un desperdicio de vida darle todo lo tuyo a Dios
cuando puedes estar disfrutando de los bienes y de las diversiones de este
mundo! Y deducen que la vocación es la cosa más absurda y más patética
que un hombre puede llegar a plantearse…
¡Y cuántos padres, desgraciadamente, ven la posibilidad de que su hija o su
hijo entreguen su vida a Dios como una maldición, como si el deseo de
Dios fuera estropear la vida de su hijo! Y les alientan a que abandonen esa
idea que tachan de comedura de coco ¡Y todo por no querer reconocer que
es muchas veces su egoísmo o sus miedos los que les hacen ponerse en
contra de la vocación!… pero Dios no es así. Tenemos mucho miedo ante
un Dios que no existe, porque el Dios que existe es alguien que te ama con
locura… que desea lo mejor para ti y para los tuyos.
Y razonando así… ¿Quiénes serán los que se hagan sacerdotes, o monjas, o
lleven a Dios a los demás estando en medio del mundo? ¿Quién va a decirle
a Dios que sí con este modo de ver las cosas? Si por ellos fuera… ni sus
peores enemigos.
Por eso, no nos engañemos. Si queremos saber lo que Dios desea de
nosotros y conocer así nuestra vocación, lo primero es matar nuestro
egoísmo, no dejarle que sea él quien lleve las riendas de nuestro encuentro
con Cristo. Déjale hablar a tu corazón generoso… déjale ver a tu mirada
limpia que se sabe amada por Dios de continuo… déjale hablar a esa mente
cristiana que conoce que Dios es el mejor pagador… y que su único deseo
es hacernos plenamente felices. Por eso, si quieres preguntarle a Cristo qué
desea de ti… que no sean nuestros razonamientos egoístas los que enturbien
y entorpezcan ese dialogo divino entre tú y Él. Y eso depende de ti y de la
ayuda que le pidas a la Virgen… ¡Ella jamás abandona a los que le suplican
su ayuda para ser almas enamoradas de su Hijo!
Y jamás olvides que Dios hace milagros en los corazones generosos.
¡SE ME HA PASADO LA ILUSIÓN!
¿Y qué decir a los que llevan meses o años procurando tratar a Cristo de
verdad y de pronto experimentan que se les ha pasado la ilusión? ¿Qué
decir a aquellos que destilan en el alma como un vacío interior, como una
indiferencia no consentida» por Dios y por las cosas de Dios?… ¿Qué hago
cuándo pienso que se ha marchado el entusiasmo del principio» de todo
aquello que me llevó a decirle a Dios que sí» a poner la vida entera y de
verdad al servicio de Él y de los otros?
En la vida, antes o después» toca dejar de ser niño… ¡Se acaba la vida fácil
del que no tenía problemas, ni dificultades del ambiente, ni luchas con ese
corazón que pide más y más estiércol… por mucho que uno no lo quiera! A
todos llega el maldito desaliento, que te hace estar cansado por casi todo,
sin fuerzas y sin ganas de pelear esas batallas que se le han de exigir a un
hijo de Dios…
¿Y? ¿Me voy a quedar en el intento?, te preguntas.
¿No te grita el corazón entonces -en lo más hondo de tu ser- aquello de que
el mundo es de Dios y Dios lo alquila a los valientes? ¿Vas a echarte atrás
porque a la puerta de tu vida -de tu iniciada y estrenada vida- aparecen las
dificultades, los derechos perdidos que nos reclama nuestro "yo" egoísta?
¿Tan poco crees que vale tu condición de hijo de Dios? ¿Tan poco crees que
es capaz de hacer por ti ese Dios que todo lo puede?… ¿En tan poco tienes
tu palabra?
A los que se tropiezan con ese «yo» egoísta camuflado de desaliento, habría
que decirles: ¿No te das cuenta que Dios sigue pidiéndote ese «serviam» -te
serviré, Señor- de cada mañana, de cada mes, de cada año…, de tu vida
entera? Cuando las cosas se ponen difíciles, cuando la carne aprieta y las
pasiones se levantan, y el orgullo se infla y tu labor parece estéril, es la hora
entonces de ser fiel a ese Dios que desde la Cruz te dice: ¡Fíate de mí!…
¡Porque fuera de Cristo todos tus ideales fracasarán! ¡Fuera de Cristo
reventarán nuestras vidas de aseo y de rabia!… Muchos dirán -ha pasado
siempre con los que se consideran viejos prematuros- que "seguir de cerca a
Cristo es un ideal inalcanzable, una ilusión propia de almas buenas pero
demasiado ingenuas. El tiempo y el ambiente acabarán por destruir ese
entusiasmo. Esos jóvenes caerán del nido antes o después…" Pero no es
verdad…, lo que mata los ideales no es el tiempo ni el ambiente… ¡son los
estragos que en el alma produce el pecado, la desgana, la desidia, la tibieza,
el egoísmo… En definitiva, una vida donde se deja de ser generoso para
buscar, entonces» el mero placer de la comodidad!
¡Y a esas almas sin Amor, a esas que dicen que no podremos perseverar,
que ese sí dicho a Dios en la juventud es caduco, flor de un día, platos de
usar y tirar… que antes o después esta calle nuestra nos apartará de nuestro
Dios, que el desaliento abrigará en nuestras almas…, les diremos: ¡Si, si…
se-puede perseverar! Y se lo repetiremos cuando seamos viejos… ¡Es fácil,
es fácil… Basta con enamorarse de Dios!
La juventud -bien experimentado lo tienes- es tiempo de ideales que llenen
el alma ¿Y qué ideal mayor que entregar nuestra vida a ese Cristo para
hacer felices a muchos otros?
Con el paso de los días y los años, podrás sufrir reveses» crisis más o
menos duraderas» experiencias de dolor y desalientos» sentimientos de
fracaso y alguna que otra decepción al ver que unos „o quisieron seguir
empujando del carro… pero quien de verdad procura enamorarse de ese
Cristo joven, sabe que Dios es capaz de colmar completamente las
necesidades del corazón humano…
«Este es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último
instante ¡Deo gratias!»

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