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a la necesidad de creer
Manual para una vida plena sin monoteísmos
Índice de contenidos
Introducción 4
Primera parte 12
No existe sociedad sin religión 15
¿Programados para oír a Dios? 17
Estupor y temblores 19
Muchedumbres sentimentales 21
El blues de la edad adulta 22
Padre nuestro que estás en los cielos... 24
Segunda parte 26
El nacimiento del monoteísmo 27
Egipto, cuna de los dioses 28
De un dios a otro 29
El odio a los ídolos 30
El reino del Miedo 32
Licencia para matar 33
La letra y el espíritu 35
La inversión de los valores 36
La conquista de las almas impuras 37
A nuevos tiempos, nuevas costumbres 39
Los engranajes del pecado 41
«Por donde pasa mi caballo» 43
«Credo, quia absurdum» 45
No cedamos ante los caprichos de Dios 47
Tercera parte 50
Volver a ser los dioses que somos 52
El ingeniero y el chamán 54
Los encantos de lo invisible 55
La otra verdad 57
Cada pagano tiene su propio politeísmo 58
Los herejes son los verdaderos modernos 61
Conclusión 64
Introducción
Dios: ¿una trampa tan vieja como el tiempo?
Desde hace tiempo, la imaginación de los hombres pobló el cielo de
criaturas divinas. No sabemos nada de lo que llevó a los primeros
hombres a inventar esos ídolos, que dibujaban en las cuevas o inclu-
so tallaban en las rocas. Quizás tenían la esperanza de enfrentarse,
de ese modo, a una naturaleza todopoderosa, pues lo invisible ejerce
una fascinación poderosa sobre la mente humana, que lo conduce
a buscar el misterio y a pedirle más y más a lo desconocido. Pero a
esos hombres no se les ocurrió ni siquiera por un instante que los
dioses fueran uno, ni que uno de esos dioses pudiera declarar que es
el amo de los demás.
Los que piensan que su Dios se impuso a los hombres con amor
y benevolencia me hacen reír. “Los dioses han muerto,” decía
Nietzsche, “sí, se han muerto de risa al oír a uno de ellos decir que
era el único.” Los dioses siempre han estado en guerra. El Dios del
monoteísmo no es la excepción. Un Dios único es un dios celoso,
un vampiro que subyuga por completo la voluntad y la atención de
sus adeptos. Un ser de esos no es un simple detalle en la vida de un
creyente, sino una totalidad. Creador de todas las cosas, controla
su vida y regula cada uno de sus aspectos, desde su moral hasta sus
preferencias sexuales. Como lo veremos más adelante, el monoteís-
mo es ante todo la victoria de un Dios por sobre los demás dioses,
una toma de poder. Una victoria que se obtiene por la fuerza, por
medio del establecimiento de una moral represiva, que nada tiene
que ver con la espiritualidad, sino, más bien, con el deseo de domi-
nar a los demás.
Este trabajo ofrece, por supuesto, una protesta ante la violencia in-
telectual que ejerce la cultura judeocristiana, pues al plantear esa
cuestión nos salimos de los límites conformistas. Aceptamos, por
ejemplo, considerar que otras formas de creencia son igual de legíti-
mas que las religiones establecidas. No busco convencer a persona de
que se convierta en chamán o en sacerdote de vudú – por el contra-
rio— pero quisiera abrirle una puerta a la libre reflexión. Llevar a
cabo un pequeño experimento, aceptando, durante el tiempo que
lleva leer unas cuantas páginas, contemplar otras posibilidades de
creencias. Así es, ha llegado el momento, creo yo, de liberar la ne-
cesidad natural de creer de las cadenas de un monoteísmo dañino,
producto artificial utilizado durante milenios para controlar, vigilar
y castigar. Asumo plenamente mi reflexión y espero que le permita
a ciertas personas liberarse de un pensamiento religioso excesiva-
mente simplista. Quienes dicen ser “creyentes” rara vez se hacen las
preguntas indicadas. Es una lástima, ya que se darían cuenta de que
parte de esas verdades que aprendieron en su infancia se desploman
cuando se toma un momento para reflexionar. Les han inculcado
tanto que el monoteísmo es la verdad que se perdido la costumbre,
o las ganas, de pensar en contra de los dogmas.
Primera parte
Espejismos de la fe
Vengo de Rusia, un país en que la religión por poco desaparece. En
1917, una ley de separación de la Iglesia y el Estado fue proclamada
por los bolcheviques. Desde entonces, dejó de hablarse de religión en
la Unión soviética durante por lo menos medio siglo. Todo el mundo
recuerda las campañas del Partido, en los años 50, para “fortalecer la
educación atea del pueblo”. Había, como lo decía un marxista famoso,
“cortar la religión de raíz, no golpearla sino extraerla, erradicarla por
completo”. Así se podría cambiar al Hombre, en su esencia para que
acepte por fin la verdad del materialismo. De esa campaña antirreli-
giosa llevada a cabo por el régimen, la principal víctima fue la iglesia
ortodoxa. Durante varios años, miles de sacerdotes fueron enviados
a campos de los que nunca regresaron. Así lo resumía un funcionario
de la época: “la religión podría desaparecer pronto, digamos en unos
veinte o treinta años, pues aquí, en la URSS, hemos alcanzado un pu-
nto en que un hombre culto ya no puede creer en Dios”.
A pesar de que las religiones oficiales tengan cada vez menos se-
guidores, los individuos van “armándose” sus propios sistemas de
creencia. Vemos, por ejemplo, el relativo éxito de que gozan en Oc-
cidente ciertas prácticas exóticas. Gente que vive entre comodidades
occidentales se preocupa, sin embargo, por el budismo, el taoísmo o
la meditación. Personas que lo tienen todo para ser felices resultan
buscándole sentido a su vida. Se trata de una búsqueda en la que no
dejan de sentir, en su fuero interno, una carencia o un vacío sideral.
La sociedad del “Yo” exhausto, dopada con antidepresivos, incapaz de
hacer otra cosa que no sea consumir valores e ideas prefabricadas. Es
culpa de la ideología científica del mundo occidental, según la cual la
ciencia erradica las creencias. Cometen el mismo error que los comu-
nistas, que pensaban que el aparato tecnocientífico condenaría a la
religión al olvido.
Hoy por hoy, nada demuestra que dichos fenómenos sólo estén aso-
ciados a experiencias religiosas. Es muy posible que esas mismas
emociones sean observables cuando se practica la esgrima de alto ni-
vel, o una actividad que exige una gran concentración. De hecho, cada
uno de nosotros, incluso los no creyentes, ha podido experimentar
lo que los sicólogos llaman el “flow”: Se trata de un estado que surge
cuando entramos de lleno en una actividad y ese estado de concen-
tración extrema nos procura un sentimiento gozoso de paz interior.
Estupor y temblores
Interpretar es algo que hacemos todos los días sin saberlo. Contra
las quimeras de la religión, la interpretación sigue siendo nuestra
mejor arma y nuestro aliado más fiel. Así es: no todas las creencias
son igualmente válidas. Una religión que respeta la naturaleza del
Hombre, sin exigirle que cambie por completo su vida, como el taoís-
mo, no tiene, en mi opinión, el mismo valor que una religión mo-
noteísta, en la cual el respeto a Dios se parece al que se le debe a un ser
ávido de obediencia, un Gran Hermano espiritual. En el primer caso,
las creencias remiten a una visión tranquila del Hombre, en la que lo
importante es, ante todo, cuidar de los suyos y de sí mismo. En la otra,
una visión de la existencia hecha de angustias, en la que el miedo a
morir y a ir al infierno se apoderan de todas las demás emociones.
Necesitamos una sicología que acepte hacerse del lado del Hombre y
no de Dios, para entender cuáles son las emociones que se espera por
parte de los fieles en cada religión, en suma, una antropología filosó-
fica de las religiones. Gracias a tal aproximación, podríamos saber si
existen creencias alegres y creencias tristes, como existen adicciones
peligrosas o comportamientos riesgosos.
Vimos que la creencia nos brinda alivio a la hora de tomar ciertas deci-
siones. Ahora bien, que la creencia en Dios permita realmente vivir de
manera serena… Me parece dudoso. ¿Acaso no nos inspira más miedo
que alivio? Me resulta obvio e incontrovertible que la religión desem-
peñe un papel de analgésico para la enorme masa de seres de mente
débil; para ellos, la creencia es una especie de poderoso painkiller.
En efecto, les permite consolarse cuando viven momentos dolorosos,
soportar sufrimientos extremos y prepararse para lo más difícil que
hay –su propia muerte. Nadie quiere resignarse a pudrirse en la tierra
entre gusanos; todos deseamos, con ahínco, aferrarnos a la esperanza
y seguir creyendo en el cuento de la vida eterna que, desde ese punto
de vista, se metamorfosea en un espejismo de increíble belleza. Si la
existencia del Reino de Dios y de la vida eterna estuviera garantizada
a un 50% (yo hasta me conformaría con un 20%), yo sería el primero
en ir a quemar en público este libro y salir corriendo a internarme
para siempre en la primera iglesia que viera. Pero, desafortunada-
mente, no es más que una ilusión. Es cierto que el Hombre busca un
alivio en la religión, pero si la necesidad de Dios para serenarnos fuera
racional, hace tiempo nos habríamos librado de ella.
Muchedumbres sentimentales
Si las creencias religiosas no sirven para serenarnos, ¿por qué segui-
mos creyendo? En mi opinión, las creencias sobreviven por varios
motivos. La primera es la necesidad de rituales. El ser humano ne-
cesita puntos de referencia como estructura simbólica para su vida.
Tales rituales estructuran su vida mental, como hemos visto, pero
también cumplen una función social. Es posible, por tanto, que nues-
tra necesidad de creer tenga que ver con procesos de imitación de
los demás. Es imposible no ver que las personas religiosas, como por
ejemplo los evangelistas, se transmiten entre ellos su entusiasmo.
Así pues, en la vida del espíritu habría que saber descifrar las refe-
rencias a la infancia como un subtexto sicoanalítico. “Ninguna in-
vestigación, por minuciosa que sea, podría la convicción que nuestra
concepción religiosa del mundo está determinada por nuestra situa-
ción infantil,” escribe Freud, y añade que “queda particularmente
claro que cada uno crea un dios a imagen y semejanza de su padre.”
Para Freud, la relación con Dios es sólo un disfraz de la relación con
los padres. “Cuando el niño, al crecer, entiende que está destinado a
seguir siendo un niño por siempre, que no podrá nunca prescindir de
protección contra poderes soberanos y desconocidos, sólo entonces
les presta a éstas los rasgos de la figura paterna, se crea dioses, a los
que teme, cuyo favor desea obtener, y a quienes encomienda la tarea
de protegerlo. Cuando, más tarde, el adulto reconoce su verdadero
abandono y su debilidad frente a las grandes fuerzas de la vida, se
encuentra en una situación como la de su infancia y entonces busca
desmentir esa situación desesperada al resucitar, por medio de la re-
gresión, los poderes que lo protegían en la infancia.”
Con esto acabamos nuestro pequeño repaso general, que nos permitió
explorar diferentes teorías sobre esa extraña necesidad de creer en el
cielo, a pesar de la evolución de la ciencia y de nuestras sociedades.
Aunque no expliquen del todo el apego del Hombre por Dios, ahora
podemos entender por qué las creencias resisten y por qué prevale-
cerán frente a cualquier progreso posible del conocimiento. Y no es
que esas creencias sean reales. Por el contrario, son muy frágiles si
las examinamos a la luz de la razón. Su poder no viene de la verdad
que contienen, sino de nuestra naturaleza, que nos incita, a veces, a
que sigamos opiniones que nadie ha demostrado, a que sigamos a un
grupo o, tal vez, a que sintamos vagas emociones. Pero el hecho de sa-
berlo debería avivar nuestra lucha contra las ilusiones religiosas. Li-
berarnos de las cadenas de las creencias nefastas y permitirnos por fin
vivir nuestras vidas según leyes exclusivamente humanas. La familia
se presenta como uno de los terrenos en los que tales creencias echan
raíz. Entonces procuremos cuidar de nuestra propia salud mental y,
por tanto, de nuestros parientes, para no tener que vivir dependiendo
de un Gran Hermano.
Poco nos importa que el origen del monoteísmo sea Egipto u otro
sitio. Si menciono esa anécdota es porque nos revela un indicio in-
teresante para lo que sigue de nuestra investigación. En efecto, esto
indica que el monoteísmo, en sus orígenes, nació de un impulso del
poder. Por medio de ese culto, el faraón busca afirmar su poder sobre
los demás sacerdotes de Egipto.
De un dios a otro
En realidad, la aventura monoteísta sólo comenzó mucho más tarde,
alrededor del siglo 10 antes de nuestra era. Según varios historiadores,
es posible que el monoteísmo les haya llegado a los hebreos a partir
de una vieja tradición, de la que habla Freud en su libro El hombre
Moisés. El sicoanalista sugiere la hipótesis de que Moisés haya tenido
orígenes egipcios y, por tanto, que haya sido heredero de la primera
religión de Amarna. No tenemos prueba de ello, pero lo cierto es que
el monoteísmo retoma fuerzas hacia el siglo 10 en Mesopotamia. Es-
tamos en el reino de Israel, entre lo que es Siria e Israel hoy en día,
donde empieza a formarse una extraña religión. En esa provincia,
en la que se venera a varios dioses, un pueblo empieza a rechazar el
culto a las demás deidades. Atacan a los dioses venerados por otros
pueblos de la región: Baal, el dios de la tormenta, que vive en las mon-
tañas; Atart, el dios de la guerra; y otros, cuyos nombres conocemos
gracias a las excavaciones que se llevaron a cabo en los años 1930 en
Ras el-Shamra, la antigua ciudad de Ugarit. Entre todos esos dioses,
un pequeño grupo de sacerdotes va a conservar a uno solo, al que le
darán el nombre de “Elohim” o “Dios de dioses”, quien no tardará en
convertirse en “el Dios de Israel.”
Los métodos de Dios son crueles y, muchas veces, más que cuestio-
nables. El dios del Antiguo Testamento “castiga con enfermedades” a
sus adversarios, derriba sus muros, les envía insectos, un “ejército de
langostas”, o leones, cuando no prefiere, sencillamente, amputarles el
prepucio a sus adversarios como recompensa. Los autores de la Biblia
se deleitan describiendo las “diez plagas” que coinciden con el éxodo
de Egipto: el agua transformada en sangre, las ranas, los piojos, las
moscas, el granizo, la muerte de los rebaños, las úlceras, los salta-
montes, las tinieblas y la muerte de los primogénitos. Un poco más
tarde, cuando Dios divide el mar en dos para que pasen los hebreos,
hundirá el ejército del Faraón el cerrar las aguas a su paso. Qué ma-
ravilla, ¿no?
La letra y el espíritu
Resulta interesante notar que los ideólogos de los monoteísmos se
rehúsan a reconocer que sus textos sagrados sean violentos. Atri-
buyen a “errores de comprensión”todos los actos violentos cometidos
en nombre de sus textos. Pero, como hemos visto, la intolerancia está
claramente arraigada en sus textos y representaciones. A las reli-
giones en cuestión les gusta llamarse “religiones del Libro”, o sea reli-
giones de cultura y de interpretación, que sólo pueden serles hostiles
a la violencia y al desorden.
¡Cómo no! ¡La interpretación resulta bien fácil cuando se trata de for-
zar un texto a que diga lo que uno quiere! Los límites de la estupi-
dez se extienden al campo de la interpretación religiosa, en la que se
acepta cualquier idiotez siempre y cuando “respete” el espíritu del
texto. Se podría decir que el monoteísmo encuentra su expresión per-
fecta en esa distinción entre la “letra” y el “espíritu”, que retuercen en
cualquier dirección. Sobre todo cuando esa “letra” nos permite come-
ter horrores en su nombre, como empujar a homosexuales del techo
de un edificio, poner bombas en aviones o cortarle los cabellos a una
joven porque perdió su virginidad…
“Lapida a los idólatras… aunque sea tu hermano, tu hijo y la mujer
que duerme en tu pecho”: es una de las órdenes que da un pasaje del
Antiguo testamento. ¿Cómo quieren interpretar esa frase en un sen-
tido no literal? Más claro no se puede. A pesar de que los creyentes se
froten los ojos y se hagan los de la vista gorda, ¡está clarísimo! Sí, ¡el
texto los incita a que les tiren piedras a los miembros de su familia! Y,
en caso de que no hayan entendido, los fanáticos les indicarán exac-
tamente el procedimiento y la manera de perfeccionar su puntería.
Así, la moral cristiana crea una brecha entre lo que es y lo que debería
ser. El mundo no es aún: por eso debe ser, por eso aún no corresponde
a la perfección planeada por Dios, por eso los Hombres se lanzan en
una búsqueda indefinida, olvidando el valor del presente.
Nos dirán que las religiones contemporáneas no tienen nada que ver
con lo que eran en la Antigüedad. El pasado ya pasó. Eso oímos decir
con frecuencia a los defensores del islam que, según ellos, no está
estancado en la Edad Media. A mí me quedan dudas… Pero basta un
poco de cultura y de historia para entender que el monoteísmo les
sigue siendo fiel a sus primeras pasiones. Para mí, sigue siendo idén-
tico a lo que siempre fue, a saber, una tremenda máquina de guerra
contra los “infieles”. Una moral, más mortal que la propia muerte y
más venenosa que el peor de los venenos.
Creencias que puede ser bueno seguir, aunque sean mentira, aunque
nos engañen sobre lo que es la realidad. “La madurez del hombre es
el haber regresado a la seriedad que tenía cuando era niño”, decía
Nietzsche. Concuerdo completamente: es volver a esa seriedad que
teníamos, cuando niños, al aceptar que es posible atesorar nuestras
ilusiones sin buscar deconstruirlas.
El ingeniero y el chamán
Yo tuve la fortuna de conocer personalmente a uno de esos chamanes.
No un chamán “New Age”, de esos que les sirven de modelo a las espi-
ritualidades de Estados Unidos, sino un brujo tradicional, un chamán
de Siberia. No todo el mundo tiene la suerte de consultar a uno de esos
hombres, que llevan una existencia discreta, con frecuencia rural. En
ese entonces, yo era senador en Rusia y me propusieron conocer a uno
de esos böös, como los llaman en la república de Buriatia.
Los böös son personajes muy respetados en la región del lago Baikal,
al sur de Siberia. Es muy poco conocido el hecho de que en la región
existen al menos doscientos chamanes en actividad alrededor del lago.
Estos últimos cuentan incluso con asociaciones en Irtusk, Chita y Ulán
Undé, para luchar contra los “falsos chamanes”. El culto chamánico
es una de las religiones oficiales de esa región junto con el budismo
y el cristianismo ortodoxo. Los trances siberianos siguen siendo una
tradición local. La gente acude a ellos cuando el crecimiento de un
niño es demasiado lento; se rocían de vodka antes de un viaje o para
hacer que un marido infiel regrese a casa. En otras palabras, en todas
las circunstancias importantes de la vida, el chamán está presente
acompañando a la familia.
Por vez primera me di cuenta del error que había cometido. Había
confundido las religiones con la superstición. Me había hecho una
idea equivocada de lo que las religiones chamánicas y las demás (ani-
mistas, politeístas, etc.) le habían aportado a la humanidad. Ahora
que me daba cuenta de ello, tenía que ponerme al día. Me puse a
estudiarlas para entender mejor cómo funcionaban. Me daba cuenta
de hasta qué punto las demás religiones habían caricaturizado esos
rituales y esas prácticas mágicas. Como la mayoría de la gente, me
había dejado guiar por la imagen que promovían la Iglesia y los mo-
noteístas, que consideran que las religiones nacidas en tiempos inme-
moriales nunca lograron evolucionar y se quedaron estancadas en el
fango de las creencias primitivas. A diferencia de lo que me habían
enseñado, los chamanes no son brujos ni charlatanes que estafan a
sus clientes vendiéndoles pociones milagrosas. Saben que no podrán
curar ciertas enfermedades, ni convencer a los espíritus del bosque,
aunque finjan que sí pueden. Con cierta malicia, prefieren dejar que
los espíritus escojan el éxito de la “suerte” o de la “bendición”.
Como un monje budista, que sabe que nadie se comerá las comidas
que le ofrecen a su dios y que tendrá que retirar las ofrendas cuando
la comida se haya podrido, el chamán es consciente de que la magia
no lo puede todo, pero no por ello deja de creer en los espíritus del
bosque. La creencia ofrece siempre dos niveles: el primero tiene que
ver con el hecho de saber, el segundo con el hecho de creer. Pero
me parece que no está organizada del mismo modo en las creencias
politeístas, en las que la incertidumbre forma parte del juego de la
experiencia espiritual. El mundo del sueño, por ejemplo, es un espa-
cio en el que las fuerzas de la naturaleza pueden hablarle al chamán.
¿Qué diferencia, a fin de cuentas, existe entre creer en el inconsciente
y creer que los espíritus, como mensajeros nocturnos, pueden hablar-
nos en sueños? Así como es posible saber que los dioses no se comerán
las ofrendas y creer, sinceramente, que las ofrendas son de su gusto,
es posible saber que los sueños son ilusiones y creer que nos revelan
verdades sobre nosotros mismos. Entre dioses y Hombres siempre es
posible arreglárselas con pequeños ajustes. De hecho, todos solemos
ser un poco animistas. La viejita que le habla a su perro en el parque,
no está más loca que el chamán cuando piensa que está comunicán-
dose con los espíritus.
La otra verdad
Es cierto, los chamanes no les piden a los hombres que cambien su
naturaleza, no reprenden a las mujeres que engañan a su marido, ni el
alcohólico prendado de su divina botella. En pocas palabras, aceptan
al hombre tal y como es, no como debería haber sido. Los chamanes,
los druidas y los sacerdotes de las mitologías eslavas encarnan el polo
opuesto de lo que representa el monoteísmo, es decir una fuerza de
transformación de las masas, una ideología de rebaño, un estrecho
camino de ideas conformistas.
De este modo, dado que el creyente podía serles fiel a distintos dioses
del Panteón, el politeísmo poseía una tolerancia natural, casi absolu-
ta, hacia diferentes creencias, ya sea las del pueblo local o las de los
extranjeros. Tal tolerancia se ve respaldada por el hecho de que los
dioses se parezcan a los hombres: les hablan, sienten celos, los de-
safían; tienen incluso mayor proximidad con las mujeres pues buscan
su compañía, las desean y se acuestan con ellas. Por eso la manera
como son representados indica ese parentesco: es posible verlos, ha-
blarles y esperar que respondan. Poseen, con gran frecuencia, un
aspecto idealizado: cuerpos perfectos, incluso sensuales. En realidad,
cuando se representa a un dios se parte de una idea de la perfección:
un dios es más bello, más grande, más fuerte… no necesariamente
más sabio, pero qué importa. En otras palabras, los dioses viven entre
nosotros y es posible admirar su grandeza cuando se entra a un tem-
plo y su poder afuera, en la naturaleza.
Por eso hay que darles las gracias a esas prácticas magias y a esos
druidas, porque desafiaron reglas y prohibiciones y les permitieron
a otras que vivieran sin temer terminaren la hoguera o ser aban-
donadas. Habrá que esperar siglos, en el caso del aborto, para que
la Iglesia acepte que existe un problema y considere (faltaba más)
prohibir la contracepción, como lo hizo la encíclica del papa Pablo
VI como reacción a la liberación sexual del año 1968. Sólo en años
recientes, en 2020, frente a la presión de parte de la opinión, un arzo-
bispo francés pudo aceptar el uso del coitus interruptus (coito inter-
rumpido), para que ciertas parejas no tengan niños. El resto del clero
prefiere precipitarse ciegamente y con los brazos abiertos entre los
rangos de los “provida”, cuyos representantes en Estados Unidos y
Francia no siempre han entendido el peligro que constituye hoy en
día la explosión demográfica en el planeta. Una vez más, rechazan la
naturaleza… pero ya nos hemos acostumbrado. Sabemos que nunca
habrá una solución que nos permita vivir en paz sobre la tierra junto a
las religiones monoteístas ni, de hecho, de métodos de contracepción
eficaces, si hemos de creerle a Monseñor el arzobispo….
Conclusión
Algunas reglas de oro
Saber que el mundo no existe para darnos gusto, que no tiene expli-
caciones que darnos, y sentirse alegre al mismo tiempo, esa puede ser
la lección de nuestro excurso por el monoteísmo. Yo quería hacerlos
acceder a ese sentimiento, a esa alegría de no pertenecerle a maestro
alguno. No quiero obligar a nadie a que se vuelva chamán, prefiero
dejar que cada uno encuentre sus propios valores. En lo que a mí
respecta, me quedo con la lección de tolerancia que nos ofrecen las re-
ligiones politeístas: de nada sirve limitar los deseos del Hombre para
hacer de él un creyente.
Nos quedaría faltando una vía. Una vía que permitiera reconciliar las
ventajas de todas las religiones al mismo tiempo. La vía de una reli-
gión personal, o deísta, en la que cada uno se inventaría un Dios como
mejor le pareciera. Un deísmo en el que todos tuvieran derecho a
inventarse su propia relación con lo divino. El deísmo de los filósofos,
el de Diderot y el de Voltaire. Una aproximación como esta no implica
que haya que decidir si Dios existe, ya que no habla con nosotros y
tampoco nos observa. No resulta útil, en modo alguno, hacerle rezos
y plegarias, ya que no nos ayudará. Pero puede que al menos exista,
¿quién sabe? para brindarnos la confianza necesaria para encarar la
vida. En esta concepción, ya no se plantea el problema de la tole-
rancia, de la distinción entre “lo propio y lo ajeno” ni el de la moral
divina. Así es: un ser de ese tipo es único para todos, sin distinción.
Quizás sea ese el Dios que nos hace falta, un Dios que, como un faro
en el océano, nos muestra el camino, nos atrae a él, pero sin forzarnos.
Un foco de luz y de espíritu, al que podemos acercarnos sin que nada
nos obligue o nos impida continuar nuestra vida humana.
Espero que el ejemplo del chamanismo, y de las brujas, hagan que al-
gunos prosigan sus investigaciones y encuentren otras ideas para ali-
mentar su propia espiritualidad respetando a los demás. Descubrirán,
tal vez, alguna pócima para olvidar sus penas, interpretaciones más
originales de sus sueños y rutinas para ponerse en forma, gracias a las
brujas de Instagram. ¿Quién sabe? Yo afirmo que tales creencias son
buenas, aunque no todas sean eficaces, siempre y cuando nos brinden
fuerzas. Y, si así es, aunque me arda la boca al decir esa palabra, amén.