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Mil respuestas

a la necesidad de creer
Manual para una vida plena sin monoteísmos
Índice de contenidos
Introducción 4
Primera parte 12
No existe sociedad sin religión 15
¿Programados para oír a Dios? 17
Estupor y temblores 19
Muchedumbres sentimentales 21
El blues de la edad adulta 22
Padre nuestro que estás en los cielos... 24
Segunda parte 26
El nacimiento del monoteísmo 27
Egipto, cuna de los dioses 28
De un dios a otro 29
El odio a los ídolos 30
El reino del Miedo 32
Licencia para matar 33
La letra y el espíritu 35
La inversión de los valores 36
La conquista de las almas impuras 37
A nuevos tiempos, nuevas costumbres 39
Los engranajes del pecado 41
«Por donde pasa mi caballo» 43
«Credo, quia absurdum» 45
No cedamos ante los caprichos de Dios 47
Tercera parte 50
Volver a ser los dioses que somos 52
El ingeniero y el chamán 54
Los encantos de lo invisible 55
La otra verdad 57
Cada pagano tiene su propio politeísmo 58
Los herejes son los verdaderos modernos 61
Conclusión 64
Introducción
Dios: ¿una trampa tan vieja como el tiempo?
Desde hace tiempo, la imaginación de los hombres pobló el cielo de
criaturas divinas. No sabemos nada de lo que llevó a los primeros
hombres a inventar esos ídolos, que dibujaban en las cuevas o inclu-
so tallaban en las rocas. Quizás tenían la esperanza de enfrentarse,
de ese modo, a una naturaleza todopoderosa, pues lo invisible ejerce
una fascinación poderosa sobre la mente humana, que lo conduce
a buscar el misterio y a pedirle más y más a lo desconocido. Pero a
esos hombres no se les ocurrió ni siquiera por un instante que los
dioses fueran uno, ni que uno de esos dioses pudiera declarar que es
el amo de los demás.

En Occidente, el hombre ya no cree en esas fuerzas con las que


poblaba a la naturaleza para sentirse seguro. Los bosques sagrados
desaparecieron de nuestras selvas. Nuestros océanos no tienen nin-
fas. En nuestros días, los ríos alimentan las turbinas de las plantas
eléctricas más que nuestra imaginación. El hombre mismo calienta
sus casas, sus torres de oficinas, sus bancos. Los enfría cuando lo
necesita, sin tener que acudir al dios de las lluvias. Mejor dicho, la
naturaleza ha perdido sus colores y su encanto para los hombres
modernos.

¿Significa esto que nos hemos vuelto menos creyentes? A mí se me


hace que no. Es verdad que, en nuestra manera de explicar el mu-
ndo, las fuerzas les dieron paso a las ecuaciones, los espíritus a las
moléculas y a las ondas gravitacionales. Pero la ciencia no ha hecho
desaparecer esa necesidad de entender, que no se puede reprimir, y
que le da origen a toda creencia.

Al fin y al cabo, yo puedo entender que el hombre haya necesitado


de dioses en el pasado. Si hubiera estado en el lugar de mis ances-
tros, seguramente les habría rezado a las deidades de la tormenta.
Si hubiera tenido que proteger mis cosechas del rayo, la idea de un
dios no me habría parecido una solución descabellada. Después de
todo, ¿no se trata de una reacción instintiva, un reflejo de lo más
natural? Quizá le hubiera pedido a Atenea que me ayude a cazar,
para volver a casa a mediodía cargando mi presa, o hubiera dejado
un pedazo de carne al pasar junto a la estatua de Apolo, con la es-
peranza de encontrar una esposa, ¿quién sabe? Vencer la incertitud
por medios propios forma parte del comportamiento humano. Y la
necesidad de creer es un instinto que no es tan fácil de explicar
como se cree.

En cualquier caso, no podemos deshacernos de la necesidad de creer


sólo porque así lo queramos. Claro, hubo quienes intentaron hacer
borrón y cuenta nueva, eliminando todas las creencias anteriores.
Los comunistas, como también los tipejos del Reich, tenían planes
para borrar las religiones de la vida humana. Intentaron influir en
su naturaleza con su mortífera ideología para hacerle olvidar sus
necesidades más primitivas. Pero no se dieron cuenta que, al desna-
turalizar al hombre, seguían los pasos de las peores sectas religiosas.
¿El dicho no dice acaso que una religión es una secta exitosa? Está
claro, entonces, que hay veces en que las ideologías políticas rivali-
zan con las peores derivas religiosas. ¿Nosotros mismos no estamos
constantemente expuestos a ataques de fanáticos?

¿Cómo explicar que, entre tantas creencias, la creencia en un Dios


único siga resistiendo, a pesar de los cambios y convulsiones?
Vean cómo la mayoría de nuestros contemporáneos, hoy en día, se
muestran incapaces de concebir otras formas de deidades y de espi-
ritualidad que no sean las que presentan las tres grandes religiones.
El monoteísmo ha destruido cualquier rastro de imaginación entre
los hombres. Hasta les parecería inconcebible que Dios no sea esa
nebulosa de la que les hablan desde el catequismo y cuya existencia
ya ni siquiera resulta problemática. La moral se encargó de hacer
que se tragaran los principios de la religión, como la “miel dorada
y dulce” con la que se cubren los medicamentos para dárselos a los
niños. En cierto modo, el monoteísmo se nos coló en la gargan-
ta como una poción mágica, se confundió con nuestra vida de tal
manera que hoy en día resulta imposible distinguirla de nuestra
civilización occidental.
¿El monoteísmo goza, como algunos afirman, de algún tipo de su-
perioridad respecto a otras creencias? He oído esa afirmación en
varias ocasiones, como si fuera obvio que el monoteísmo es la for-
ma más “civilizada” de la creencia o, al menos, la más “racional” de
todas.

Para esta gente, el monoteísmo se distingue de las demás creencias


pues no nace del miedo o de una creencia en fuerzas sobrenaturales,
sino de una elección: el monoteísmo nos haría más espirituales al
interiorizar la fe, según me dicen, y nos abriría un camino a ámbi-
tos de comprensión que nos estarían vedados, si no fuera por Dios.
Dicen que incluso grandes científicos, como Einstein, lo recono-
cieron al final de sus días. ¡Como si esto fuera una demonstración!
Y, además, resultaría poco probable que nuestros antepasados se
hayan quedado encerrados durante siglos en una ilusión…

Los argumentos se van volviendo más y más sublimes cuando en-


tramos en el campo de la moral. Según afirman, el dogma ofrece
una solución ideal para nuestros dilemas morales, nos facilita la
vida porque seguimos sus mandamientos. Pues sí, que las reglas son
claras y precisas. Es más, ¿acaso los judíos no hicieron un compen-
dio de diez leyes y seiscientas trece buenas acciones? La lista de los
deberes no podría ser más simple, vaya. Estos maestros de la casuís-
tica agregan que la religión nos hace la vida fácil y más agradable al
imponerles límites a nuestra responsabilidad. Al mismo tiempo, nos
libera de nuestra libertad. Una vez que nos acostumbramos a ello,
es casi un placer vivir bajo la autoridad de ese Dios paterno, cuyo
poder infinito hace girar los astros y despierta a los muertos de su
sueño eterno. Ese Dios, que le da sentido a nuestra existencia per-
mitiéndonos soportar la idea de la muerte por medio de la promesa
de una vida en el más allá. Que nos promete “ciento veinte vírge-
nes” y todas las bienaventuranzas del mundo en el Paraíso, cuando
nos llegue el momento: de las huríes con “ojos negros de cervatillas”
hasta “valles de leche y miel”, o quién sabe qué más cosas.

A los profetas no se les queda corta la imaginación cuando describen


las recompensas que recibirán los sabios tras la muerte. Recompen-
sas que, curiosamente, se parecen mucho a los placeres que podrían
obtener aquí en la Tierra, si se tomaran el tiempo aprovecharlas.
Pero bueno… Hace poco, el juicio de los atentados de Charlie Hebdo
y del Hyper Cacher, en Francia, nos mostró hasta qué punto el ins-
tinto de muerte puede motivar el sentimiento religioso. Como se lo
explicaba un terrorista a una de las víctimas: “Ustedes los judíos se
equivocan, porque piensan que la vida es lo más importante, siendo
que lo importante es la muerte.” No se puede resumir mejor, en mi
opinión, la doctrina de los grandes monoteísmos cuando se llevan
a extremos, es decir, al odio de sí mismo y al desprecio de la vida
terrenal.

No sé qué pensar de todos esos argumentos. Siempre me los die-


ron personas de buena fe, por así decir. Pero para pensar que el
monoteísmo se parece a lo que ellos se imaginan, es necesario no
haber pisado nunca países como Arabia Saudita o el Irak de Dáesh.
No veo por qué la creencia en un Dios único tendría que ser una
creencia más moderna o más civilizada que las demás. A quienes
aún lo piensan, les recomiendo que vayan a darse una vuelta por
uno de esos maravillosos países, donde se inventó la idea del Dios
único hace unos cuantos milenios. Ya veremos entonces si siguen
defendiendo el “humanismo” de su religión y la felicidad de vivir
bajo la autoridad de un Dios todopoderoso, después de haber visto
la ciudad de al-Raqa destruida por las bombas.

Así las cosas, no sé si el monoteísmo le haya abierto el camino al


progreso, como dicen… ¿Acaso tenemos más información sobre lo
que ocurre después de la muerte? ¿El monoteísmo es más “desarrol-
lado” que las religiones que veneran espíritus o ídolos de marfil? En
muchas formas, tenemos tantas respuestas para estas interrogantes
como el hombre de Cromañón ante el primer amanecer.

Los que piensan que su Dios se impuso a los hombres con amor
y benevolencia me hacen reír. “Los dioses han muerto,” decía
Nietzsche, “sí, se han muerto de risa al oír a uno de ellos decir que
era el único.” Los dioses siempre han estado en guerra. El Dios del
monoteísmo no es la excepción. Un Dios único es un dios celoso,
un vampiro que subyuga por completo la voluntad y la atención de
sus adeptos. Un ser de esos no es un simple detalle en la vida de un
creyente, sino una totalidad. Creador de todas las cosas, controla
su vida y regula cada uno de sus aspectos, desde su moral hasta sus
preferencias sexuales. Como lo veremos más adelante, el monoteís-
mo es ante todo la victoria de un Dios por sobre los demás dioses,
una toma de poder. Una victoria que se obtiene por la fuerza, por
medio del establecimiento de una moral represiva, que nada tiene
que ver con la espiritualidad, sino, más bien, con el deseo de domi-
nar a los demás.

No pasa lo mismo con las religiones politeístas que, por el contrario,


siempre han sido más tolerantes y abiertas a la pluralidad. Para mí,
no es una coincidencia que la racionalidad moderna, al igual que la
democracia, hayan surgido por vez primera entre los griegos, antes
de difundirse en el resto del mundo. Como lo veremos, los griegos
podían tomar prestadas las deidades de sus vecinos cuando veían en
ellas una cualidad o un poder que le faltaba a su panteón. Nunca
se les habría ocurrido arrasar con una ciudad para convertir a sus
habitantes, o declarar “paganos” a los desgraciados que no creyeran
en la Trinidad.

Sí, hay que repetirlo, el paso del politeísmo al monoteísmo no fue


un milagro. Hubo que preparar y domesticar al hombre para que
aceptara someterse a un solo jefe. Mucha gente piensa que en esa
transición sólo cambia la cantidad: un dios por el precio de quince,
¡no se puede dejar pasar esa promoción! Pero en realidad se trata de
una transformación fundamental en la vida de todos sus adeptos,
una revolución de las mentalidades, todo un cambio político que
exige ser analizado. ¿Cómo funciona ese proceso? ¿Cuáles son sus
mecanismos? Me parece que sabemos muy poco de esa micropolí-
tica de la creencia. ¿Por qué? Me imagino que por miedo a cues-
tionar las obviedades que hemos aprendido a lo largo de nuestra
educación. Tal vez sea también por miedo a convulsionar nuestras
convicciones más arraigadas.

¿Cuál fue exactamente el papel del monoteísmo en el proceso de


civilización del Hombre? No en la fantasía que se tiene del proceso,
la que cuenta la Biblia, sino en el devenir concreto e histórico del
Hombre. ¿Es cierto que el monoteísmo hizo al Hombre mejor de lo
que era antes de la Revelación? No nos incumbe decidir si existe
uno o varios dioses, sino saber qué valor tienen esas creencias para
nosotros. Eso lo único que cuenta. ¿Es mejor, para el Hombre, creer
en la existencia de un Dios único, o en varios?

Siguiendo los pasos de Nietzsche, según quien “las convicciones


hacen más daño que las mentiras”, propongo la idea que toda re-
ligión debe ser analizada, ante todo, desde el punto de vista de su
utilidad para la vida humana. Si el hombre siente esa necesidad
de creer, ¿podemos imaginar una religión o un sistema en el cual
podrá satisfacerla sin que esta le impida vivir plenamente? Es ne-
cesario, para zanjar esta cuestión, contemplar todos los puntos de
vista y utilizar, si es necesario, nuestras propias espiritualidades oc-
cidentales. No por puro placer intelectual, sino para ser más felices,
más libres y para saborear los placeres de la vida, vivir plenamente
esa existencia que sólo podemos es dado vivir una sola vez.

Este trabajo ofrece, por supuesto, una protesta ante la violencia in-
telectual que ejerce la cultura judeocristiana, pues al plantear esa
cuestión nos salimos de los límites conformistas. Aceptamos, por
ejemplo, considerar que otras formas de creencia son igual de legíti-
mas que las religiones establecidas. No busco convencer a persona de
que se convierta en chamán o en sacerdote de vudú – por el contra-
rio— pero quisiera abrirle una puerta a la libre reflexión. Llevar a
cabo un pequeño experimento, aceptando, durante el tiempo que
lleva leer unas cuantas páginas, contemplar otras posibilidades de
creencias. Así es, ha llegado el momento, creo yo, de liberar la ne-
cesidad natural de creer de las cadenas de un monoteísmo dañino,
producto artificial utilizado durante milenios para controlar, vigilar
y castigar. Asumo plenamente mi reflexión y espero que le permita
a ciertas personas liberarse de un pensamiento religioso excesiva-
mente simplista. Quienes dicen ser “creyentes” rara vez se hacen las
preguntas indicadas. Es una lástima, ya que se darían cuenta de que
parte de esas verdades que aprendieron en su infancia se desploman
cuando se toma un momento para reflexionar. Les han inculcado
tanto que el monoteísmo es la verdad que se perdido la costumbre,
o las ganas, de pensar en contra de los dogmas.
Primera parte
Espejismos de la fe
Vengo de Rusia, un país en que la religión por poco desaparece. En
1917, una ley de separación de la Iglesia y el Estado fue proclamada
por los bolcheviques. Desde entonces, dejó de hablarse de religión en
la Unión soviética durante por lo menos medio siglo. Todo el mundo
recuerda las campañas del Partido, en los años 50, para “fortalecer la
educación atea del pueblo”. Había, como lo decía un marxista famoso,
“cortar la religión de raíz, no golpearla sino extraerla, erradicarla por
completo”. Así se podría cambiar al Hombre, en su esencia para que
acepte por fin la verdad del materialismo. De esa campaña antirreli-
giosa llevada a cabo por el régimen, la principal víctima fue la iglesia
ortodoxa. Durante varios años, miles de sacerdotes fueron enviados
a campos de los que nunca regresaron. Así lo resumía un funcionario
de la época: “la religión podría desaparecer pronto, digamos en unos
veinte o treinta años, pues aquí, en la URSS, hemos alcanzado un pu-
nto en que un hombre culto ya no puede creer en Dios”.

Bueno, pues era un poco optimista. Las viejas creencias no desapare-


cieron nunca en Rusia. Vale decir que, a veces, la propaganda del ré-
gimen era excesiva, incluso en la cúpula del Estado. ¿Cómo olvidar,
por ejemplo, la famosa frase que pronunció Jrushov en 1961 cuando la
nave Spútnik regresó a la tierra? “Gagarín estuvo en el espacio, pero
no vio ningún Dios”. En mi opinión, eso no bastaba para convencer
al pueblo de que abandonara a sus patriarcas. En efecto, mientras el
partido comunista predicaba ciegamente su catequismo revoluciona-
rio, el pueblo seguía creyendo en sus viejas tradiciones. A pesar de
las deportaciones y los crímenes políticos, la religión sobrevivía en la
sombra y en secreto, en las cocinas, a veces a escondidas. Hasta en-
trados los años 80, el régimen intentó expulsar a la Iglesia ortodoxa y
de destruir el apego que sentían los rusos por su religión. ¡Qué fracaso
estruendoso! ¡Un verdadero fiasco, del que sólo lograron darse cuenta
años más tarde!

Incluso los dictadores más terribles, como Stalin, se habían dado


cuenta de su error. Al percatarse del fracaso del ateísmo revoluciona-
rio, se comenzó a tolerar el culto ortodoxo por pequeñas dosis, luego
se reintrodujo oficialmente en los años 80. Hoy en día, esas querellas
pertenecen al pasado y la guerra con la Iglesia ortodoxa ha sido en-
terrada.

Yo mismo, que no soy creyente, siempre he pensado que es abso-


lutamente cruel y particularmente ineficaz, de pretender convertir
un pueblo entero a su ideología. No hay diferencia, en mi opinión,
entre un pensamiento totalitario y una religión monoteísta segura de
sí misma. De hecho, la ideología comunista absorbió por completo,
a su manera, los códigos de la religión ortodoxa. ¿Hay que recordar
que el afiche del “padrecito de los pueblos”, Stalin, estaba pegada en
cada esquina de cada habitación y que era venerada como un ícono?
Los comunistas gastaron una energía extraordinaria luchando contra
la religión, pero ¿cuál fue el resultado? Muy poco, al fin y al cabo. En
su ceguera, no se dieron cuenta de que habían remplazado la antigua
religión por una nueva, mucho más cruel. Tampoco quisieron ver que
habían inventado un misticismo revolucionario, tan brutal y obstina-
do como el anterior.

Desafortunadamente, no creo que se puedan suprimir las creencias


de la humanidad. Las creencias forman parte de su vida o, de manera
más profunda, de su naturaleza. No se puede decidir, como los comu-
nistas, cambiar al Hombre de un día para otro para mejorarlo o hacer
que se conforme a su ideal. El Hombre no es una página en blanco. El
comunismo tenía como objetivo el transformar a la humanidad, crear
una especie nueva, borrar su naturaleza a favor de un modelo único.
Aunque yo considere que el ateísmo es una opinión absolutamente
respetable –al igual que las opiniones religiosas- siempre he recha-
zado enfáticamente esa manera de forzar a los demás a ser ateos. Me
parece inútil, y sobre todo, de una crueldad execrable, querer obligar a
la gente a que crea cosas que no quieren creer. Creer en el cielo, en los
ángeles o en el marxismo no es una elección. Nacemos en una familia
con tradiciones en la que las elecciones personales cuentan, al fin y al
cabo, bastante poco. Como el monoteísmo, el marxismo creó un modo
de pensamiento único que no podía funcionar. Los comunistas termi-
naron entendiéndolo muy tarde. No se hará desaparecer una religión
de este mundo sólo porque Marx así lo había decidido…
Desde ese punto de vista, existe una profunda afinidad entre el tota-
litarismo y el monoteísmo, puesto que, cuando una ideología propone
cambiar la naturaleza del Hombre y le prohíbe el derecho a creer, la
política engendra los mismos efectos que el fanatismo. Y eso que no
hablo de lo que la religión y la política pueden producir juntas cuan-
do declaran guerras santas (Irán-Irak, 1979-89), tribunales religiosos
(Irán en la actualidad) y crímenes masivos (las cruzadas). Al igual
que las religiones, las ideologías totalitarias llevan a jóvenes a hacerse
mártires y olvidar hasta a sus familias en nombre de su “santa” abdi-
cación. Hay que decirlo, los mecanismos del totalitarismo en la creen-
cia religiosa funcionan igual que en la política. Para retomar nuestra
comparación, se podría decir que la revolución bolchevique engendró
un culto al Partido y una creencia cuasi religiosa, a pesar de ser atea.
No creo que sea exagerado decir que esa religión, el marxismo de Es-
tado, terminó por devorar a sus propios hijos.

No existe sociedad sin religión


Me parece que del ejemplo de Rusia se puede sacar una primera
conclusión: no existe poder político, ni argumento milagroso, que
haga que el hombre deje de creer. Por el contrario, cuando tratan
de prohibir su religión, la sociedad se crea avatares o engendros que
justifiquen sus creencias –a lo sumo se puede remplazar una creencia
con otra, y ya. Eso hicieron los comunistas, a su manera, al imponer
el culto de la personalidad. Y no me digan que el ateísmo fracasó en
Rusia porque el pueblo vivía privado de libertad. ¡Aunque hubiera vi-
vido feliz, o libre, no hay manera de que la religión hubiera desapare-
cido de ese país! La razón es muy simple: la creencia forma parte del
Hombre, es un elemento casi físico o natural. Lo demuestra, en nues-
tros días, el regreso a Occidente de nuevas formas de espiritualidad.

A pesar de que las religiones oficiales tengan cada vez menos se-
guidores, los individuos van “armándose” sus propios sistemas de
creencia. Vemos, por ejemplo, el relativo éxito de que gozan en Oc-
cidente ciertas prácticas exóticas. Gente que vive entre comodidades
occidentales se preocupa, sin embargo, por el budismo, el taoísmo o
la meditación. Personas que lo tienen todo para ser felices resultan
buscándole sentido a su vida. Se trata de una búsqueda en la que no
dejan de sentir, en su fuero interno, una carencia o un vacío sideral.
La sociedad del “Yo” exhausto, dopada con antidepresivos, incapaz de
hacer otra cosa que no sea consumir valores e ideas prefabricadas. Es
culpa de la ideología científica del mundo occidental, según la cual la
ciencia erradica las creencias. Cometen el mismo error que los comu-
nistas, que pensaban que el aparato tecnocientífico condenaría a la
religión al olvido.

Resultado: Tom Cruise se une a la Iglesia de cienciología; grandes em-


presarios buscan soluciones para irse a vivir en otro planeta; grupos
de norteamericanos pagan miles y miles de dólares por experiencias
químico-místicas en Brasil y en la Amazonia. ¿Cómo explicar tales
reacciones? ¿No basta acaso con vivir en una sociedad en plena pros-
peridad para acabar con la religión y volverse, por fin, ateo?

Ahora sabemos que la razón nunca podrá erradicar la religión. Nunca


podremos hacer que muera la creencia. Pero, en ese caso, ¿cómo en-
tender esa necesidad de creer, tan esencial? Yo pienso que la creencia
es una de las dimensiones antropológicas de nuestra naturaleza. La
“necesidad” de creer forma parte de nuestra condición, junto a otras
necesidades sicológicas y fisiológicas. Desde esa perspectiva, es na-
tural seguir esa tendencia. Esto no significa, sin embargo, que esto
resulte razonable siempre, pues ciertas opiniones son más firmes que
otras. Desde la infancia, aprendemos a seguir creencias que carecen de
demonstración alguna. Por ejemplo, todos supimos de nuestra fecha
de nacimiento por nuestros padres. ¿Cómo asegurarnos de que ese
fue realmente el día de nuestro nacimiento y no otro día cualquiera?

Nunca tendremos esa certeza, tampoco lo experimentaremos jamás.


A pesar de todo, aceptamos creerlo, ya que aprendimos que no vale la
pena hacerse esa pregunta. Así es como funciona la razón: a veces, no
hay que hacerse preguntas inútiles. En nuestra vida cotidiana, acep-
tamos suspender nuestras certidumbres para creer en afirmaciones
inciertas: aunque las certidumbres que nacen de la creencia no sean
totalmente fidedignas, nos fiamos a ellas para no tener que estar du-
dando constantemente.

¿Programados para oír a Dios?


Así pues, es posible afirmar que existen creencias naturales. Cosas que
no podemos poner en duda sin saber exactamente porqué. Creencias
que son como costumbres o ropa que nos ponemos sin hacernos pre-
guntas. Los sicólogos explican que esa parte instintiva que organiza
nuestras vidas se debe a varios factores, entre ellos la “fatiga de deci-
sión”: con el fin de no quedar exhausto ante una cantidad excesiva de
alternativas, el cerebro prefiere actuar limitándose a un lineamiento
que seguirá siendo el mismo a pesar de los cambios. Por eso, Mark
Zuckerberg y Barack Obama decidieron usar la misma ropa todos los
días para no tener que preocuparse por eso. “Sólo uso trajes azules o
grises, intento reducir al mínimo el número de decisiones que tomo”
explica Barack Obama. “No quiero tomar decisiones cuando se trata
de vestirme o de comer, porque ya tengo muchas otras que tomar.”

Al fin y al cabo, la creencia funciona más o menos de la misma mane-


ra. Las costumbres aprendidas en la juventud nos permiten evitar la
toma de decisiones en la vida cotidiana. Un día terminamos creyendo
en su eficacia, como por arte de magia. En realidad, las creencias nos
relajan a la hora de elegir y evitan que pensemos demasiado. En algún
lado leí: “Si usted hace algo una sola vez, es una experiencia. Si lo hace
dos veces, es una traición.”

En cualquier caso, esta es una de las hipótesis formuladas por los


científicos, actualmente, para explicar el origen de la necesidad de
creer.

Hoy en día se acepta la posibilidad de que parte de nuestro cerebro


esté “programada para creer”. En Estados Unidos, investigadores
como Andrew Newberg observaron que la meditación y las experien-
cias místicas suscitan respuestas de áreas especiales del cerebro. Va-
rios investigadores en el campo de la neurología se dieron cuenta de
que la actividad del córtex parietal disminuye cuando un creyente se
concentra para entrar en una experiencia mística. Es muy posible que
los sentimientos religiosos estén arraigados en la actividad profunda
del cerebro cuando entra en un esfuerzo de introspección.

De la misma manera, el neurólogo Michael Persinger afirma que logró


causar experiencias místicas en personas no religiosas, con lo cual
demostró que era posible manipular el cerebro de un no creyente.
El investigador estadounidense logró estimular el lóbulo temporal de
los participantes. Al estimular esa parte del cerebro, responsable de
las crisis de epilepsia y de la diferenciación entre la conciencia de sí
mismo y de lo que no es “sí mismo”, le permitió obtener resultados
similares a los de una experiencia mística, en pacientes “normales”.
Sorprendente, ¿no? Sobran las investigaciones que demuestran que
existe un “centro religioso del cerebro”. Pero no nos precipitemos...

Hoy por hoy, nada demuestra que dichos fenómenos sólo estén aso-
ciados a experiencias religiosas. Es muy posible que esas mismas
emociones sean observables cuando se practica la esgrima de alto ni-
vel, o una actividad que exige una gran concentración. De hecho, cada
uno de nosotros, incluso los no creyentes, ha podido experimentar
lo que los sicólogos llaman el “flow”: Se trata de un estado que surge
cuando entramos de lleno en una actividad y ese estado de concen-
tración extrema nos procura un sentimiento gozoso de paz interior.

Yo ya he sentido ese tipo de excitación a pesar de que no pienso haber


sido “tocado por la gracia”. En pocas palabras, existen variados sen-
timientos religiosos que no pueden asociarse solamente con simples
fenómenos neurológicos. La diversidad de creencias, desde la creencia
en el abominable hombre de las nieves a la existencia de un Dios ab-
soluto, implica que no se pueda poner todas las convicciones religiosas
en el mismo canasto: no todas las creencias pertenecen a la misma
categoría de fenómenos mentales. La neurología puede ayudarnos a
entender el funcionamiento de la fe, pero no puede interpretar las
creencias en nuestro lugar.

Estupor y temblores
Interpretar es algo que hacemos todos los días sin saberlo. Contra
las quimeras de la religión, la interpretación sigue siendo nuestra
mejor arma y nuestro aliado más fiel. Así es: no todas las creencias
son igualmente válidas. Una religión que respeta la naturaleza del
Hombre, sin exigirle que cambie por completo su vida, como el taoís-
mo, no tiene, en mi opinión, el mismo valor que una religión mo-
noteísta, en la cual el respeto a Dios se parece al que se le debe a un ser
ávido de obediencia, un Gran Hermano espiritual. En el primer caso,
las creencias remiten a una visión tranquila del Hombre, en la que lo
importante es, ante todo, cuidar de los suyos y de sí mismo. En la otra,
una visión de la existencia hecha de angustias, en la que el miedo a
morir y a ir al infierno se apoderan de todas las demás emociones.
Necesitamos una sicología que acepte hacerse del lado del Hombre y
no de Dios, para entender cuáles son las emociones que se espera por
parte de los fieles en cada religión, en suma, una antropología filosó-
fica de las religiones. Gracias a tal aproximación, podríamos saber si
existen creencias alegres y creencias tristes, como existen adicciones
peligrosas o comportamientos riesgosos.

Esto fue lo que un tal Friedrich Nietzsche intentó construir a lo largo


de su vida. En el siglo diecinueve, el joven filósofo publica ensayos,
de manera algo dispersa, en los que se esboza todo un programa. Sólo
procediendo a una “sicología de la fe”, nos dice, podremos entender
la verdadera necesidad que lleva a los Hombres a creer. No por las
falsas razones que este mismo aduce, como los milagros o la verdad
que contienen las Escrituras, sino por la necesidad vital, como dice
Nietzsche, de “aferrarse” a algo. “La fuerza de un hombre o, mejor
dicho, su debilidad, puede medirse en el grado de fe del que necesita
para prosperar, en la cantidad de asideros intocables de los que se
puede agarrar,” escribe en La gaya ciencia. Más abajo, prosigue: “Esa
necesidad de fe, de apoyo, de sostén, de puntales” sólo puede venir
de un “instinto de debilidad”, ya que, según Nietzsche, la voluntad
de poseer “algo seguro” no es nada más que el signo de una carencia
absoluta de voluntad y de fe en sí mismo. “Cuando más se anhe-
la la fe como algo urgente y necesario, es cuando falta la voluntad”
concluye, burlándose de los “batallones” de hombres que necesitan
certidumbres, como los patriotas “chauvinistas”, las mentes de labo-
ratorio e incluso los nihilistas que, a veces, son “ateos hasta el mar-
tirio”.

No sé si ese “deseo de apoyo y de sostén” sea el que conduzca al


Hombre a los brazos de la Iglesia. Lo cierto es que, en la creencia, el
Hombre busca un modo de darse confianza y serenarse. Al fin y al
cabo, las penas y placeres son una parte integral de la naturaleza hu-
mana. Generalmente evitamos las primeras tanto como buscamos los
placeres. No resultaría para nada sorprendente que la creencia fuera
una respuesta a la preocupación que sentimos. A fin de cuentas, los
Hombres sienten emociones contradictorias: el miedo y el respeto, la
envidia y el desprecio… Para hacerle frente a sus contradicciones, con
frecuencia encuentran una compensación imaginaria en la religión,
que apacigua todas esas contradicciones. Para calmar sus preocupa-
ciones, se imaginan que todo existe y funciona con un fin y que el
mundo como tal persigue un objetivo, tal y como lo hacen ellos mis-
mos al actuar. Así pues, cada vez que acontece algo, van de causa en
causa hasta llegar a la idea de un Dios concebido a imagen y semejan-
za del hombre, dotado de una voluntad y un entendimiento infinitos.
Dado que los Hombres ignoran la causa verdadera de los fenómenos
que observan, los interpretan como efectos de una voluntad divina.

Vimos que la creencia nos brinda alivio a la hora de tomar ciertas deci-
siones. Ahora bien, que la creencia en Dios permita realmente vivir de
manera serena… Me parece dudoso. ¿Acaso no nos inspira más miedo
que alivio? Me resulta obvio e incontrovertible que la religión desem-
peñe un papel de analgésico para la enorme masa de seres de mente
débil; para ellos, la creencia es una especie de poderoso painkiller.
En efecto, les permite consolarse cuando viven momentos dolorosos,
soportar sufrimientos extremos y prepararse para lo más difícil que
hay –su propia muerte. Nadie quiere resignarse a pudrirse en la tierra
entre gusanos; todos deseamos, con ahínco, aferrarnos a la esperanza
y seguir creyendo en el cuento de la vida eterna que, desde ese punto
de vista, se metamorfosea en un espejismo de increíble belleza. Si la
existencia del Reino de Dios y de la vida eterna estuviera garantizada
a un 50% (yo hasta me conformaría con un 20%), yo sería el primero
en ir a quemar en público este libro y salir corriendo a internarme
para siempre en la primera iglesia que viera. Pero, desafortunada-
mente, no es más que una ilusión. Es cierto que el Hombre busca un
alivio en la religión, pero si la necesidad de Dios para serenarnos fuera
racional, hace tiempo nos habríamos librado de ella.

Muchedumbres sentimentales
Si las creencias religiosas no sirven para serenarnos, ¿por qué segui-
mos creyendo? En mi opinión, las creencias sobreviven por varios
motivos. La primera es la necesidad de rituales. El ser humano ne-
cesita puntos de referencia como estructura simbólica para su vida.
Tales rituales estructuran su vida mental, como hemos visto, pero
también cumplen una función social. Es posible, por tanto, que nues-
tra necesidad de creer tenga que ver con procesos de imitación de
los demás. Es imposible no ver que las personas religiosas, como por
ejemplo los evangelistas, se transmiten entre ellos su entusiasmo.

En un libro publicado en 1841, La locura de las masas, el periodista es-


cocés Charles Mackay tomaba como ejemplo a la bolsa para comparar
la locura del hombre de negocios con el carisma del hombre de fe.
Las finanzas, según hacía notar, puede llegar a provocar olas de en-
tusiasmo similares a las de una creencia mística. Mackay propone un
ejemplo. Cuenta que, cuando los financistas del siglo dieciséis creye-
ron que se habían inventado nuevas variedades de tulipanes, se creó
una burbuja especulativa entorno a dicha flor. Presas de la euforia,
los financistas compraron grandes cantidades de bulbos o partes de
bulbos para revenderlos a mejor precio.
Surgió el mito de un tulipán negro y la creencia se confirmaba con
cada persona que creía en él. ¡Si es que hasta los precios iban aumen-
tando! Según él, la “tulipomanía” fue la primera crisis financiera del
capitalismo, pero también un buen ejemplo de la manera como las
profecías se realizan cuando gran cantidad de individuos, que ignoran
las causas del fenómeno, creen en ellas. “Observamos que, de manera
súbita, comunidades enteras fijan sus mentes en un objeto único y se
enloquecen al intentar alcanzarlo; que millones de personas se dejan
impresionar simultáneamente por una ilusión y la persiguen hasta el
momento en que otra locura, más atractiva que la primera, les llama
la atención.” Para entrar en razón, nos explica el periodista, no hay
nada mejor que pasar un poco de tiempo tranquilo, en el campo, cam-
biando de ideas. “Los hombres, bien lo dijo alguien, piensan como
rebaños y como rebaños se enloquecen, pero sólo pueden volver en sí
lenta e individualmente,” agregaba con optimismo algo excesivo, tan
innegablemente british.

El blues de la edad adulta


¿Son las creencias un fenómeno de grupo? La sicología de las masas
nos ofrece una pista interesante para nuestra investigación. La es-
tudiaron, entre otros, Freud y Gustave Le Bon, uno de sus predece-
sores. Para mí, el “pensamiento de manada” explica gran parte de los
comportamientos religiosos, pero no puede resolver por completo el
problema de la creencia en Dios.

Afortunadamente, el sicoanálisis nos permite profundizar el análi-


sis del sentimiento religioso. A Freud siempre le llamó la atención el
parecido entre el comportamiento de los neuróticos y el funciona-
miento de las personalidades religiosas: se caracterizan por mañas y
manías bastante peculiares, por supersticiones que nos hacen pensar
en trastornos maníacos. No me cabe la más mínima duda de que la
religión funcione como una “neurosis” de la humanidad. A comienzos
del siglo pasado, Freud ya había formulado una hipótesis parecida. Se
preguntaba el sicólogo cómo un líder religioso había logrado tomar
posesión de la “horda primitiva” hasta hacerle perder la razón. “Es
necesario,” escribe Freud, “que el líder mismo esté fascinado por una
fe poderosa para despertar la fe en el espíritu de otros, que posea una
voluntad potente e imperiosa que una masa sin voluntad acepte y
reciba de parte suya.”

Pero la hipnosis o la “sugestión”, como la llama Freud, no basta para


que convenza a alguien de sus propias creencias, ya que los Hombres
no siempre creen en Dios con el fin de darle gusto a un líder o para
seguir a su manada. Según el sicoanalista, el origen de la fe está en
un conflicto religioso reprimido. Todos los niños experimentan la an-
gustia en la primera infancia. Para calmar su angustia, recurren a los
poderes protectores de sus padres. Sin embargo, Freud nos dice que la
relación al padre siempre se ve afectada por una “particular ambiva-
lencia.” El niño espera que su padre lo proteja pero, al mismo tiempo,
le teme a su protección por causa de la rivalidad que los lleva a ambos
a buscar el amor de la madre. Para el sicoanálisis, “los signos de esa
ambivalencia dejan marcas profundas en todas las religiones.” Aquí
aparecen, a la vez, el temor mezclado al respeto del culto del Dios mo-
noteísta y la dimensión mística de la fusión con la madre, en el tema
del “niño maravilloso” o de “la unión con lo Uno”, también presente
en un sinnúmero de religiones.

Así pues, en la vida del espíritu habría que saber descifrar las refe-
rencias a la infancia como un subtexto sicoanalítico. “Ninguna in-
vestigación, por minuciosa que sea, podría la convicción que nuestra
concepción religiosa del mundo está determinada por nuestra situa-
ción infantil,” escribe Freud, y añade que “queda particularmente
claro que cada uno crea un dios a imagen y semejanza de su padre.”
Para Freud, la relación con Dios es sólo un disfraz de la relación con
los padres. “Cuando el niño, al crecer, entiende que está destinado a
seguir siendo un niño por siempre, que no podrá nunca prescindir de
protección contra poderes soberanos y desconocidos, sólo entonces
les presta a éstas los rasgos de la figura paterna, se crea dioses, a los
que teme, cuyo favor desea obtener, y a quienes encomienda la tarea
de protegerlo. Cuando, más tarde, el adulto reconoce su verdadero
abandono y su debilidad frente a las grandes fuerzas de la vida, se
encuentra en una situación como la de su infancia y entonces busca
desmentir esa situación desesperada al resucitar, por medio de la re-
gresión, los poderes que lo protegían en la infancia.”

Padre nuestro que estás en los cielos...


¡de ahí no te muevas!
¡Ay de la nostalgia! Todas esas creencias, todos esos dioses, ¿será que
no son más que miedos infantiles? ¿Y la fe, una nostalgia de la pro-
tección paterna? ¡Pero qué alivio! En ese caso, basta con resolver los
traumas de infancia con sus padres, como lo hace la gente grande,
para dejar de andar buscando inconscientemente a un protector divi-
no. Es precisamente lo que dice Freud, que de ese modo explica cómo
se puede salir de la religión. “Qué inmenso alivio para la psiquis indi-
vidual, deshacerse de los conflictos infantiles que nacen del complejo
del padre.” O sea, deshagámonos de los problemas de nuestra infancia
y Dios se hará olvidar solito. “Hay jóvenes que pierden la fe en el
momento preciso en que se desmorona el prestigio de la autoridad pa-
terna”, nos cuenta el viejo sicólogo hablando de su propia experiencia.
En otras palabras, no confundamos nuestras propias angustias con
otras inquietudes, más importantes, totalmente naturales, sobre la
“vida después de la muerte” o “el nacimiento del mundo”.

Yo sigo viendo tanta gente que confunde sus angustias insignificantes


con interrogantes legítimas como esas. Pero esas personas se equivo-
carían si buscaran soluciones en la religión, siendo que lo que les hace
falta es una buena terapia.

Con esto acabamos nuestro pequeño repaso general, que nos permitió
explorar diferentes teorías sobre esa extraña necesidad de creer en el
cielo, a pesar de la evolución de la ciencia y de nuestras sociedades.
Aunque no expliquen del todo el apego del Hombre por Dios, ahora
podemos entender por qué las creencias resisten y por qué prevale-
cerán frente a cualquier progreso posible del conocimiento. Y no es
que esas creencias sean reales. Por el contrario, son muy frágiles si
las examinamos a la luz de la razón. Su poder no viene de la verdad
que contienen, sino de nuestra naturaleza, que nos incita, a veces, a
que sigamos opiniones que nadie ha demostrado, a que sigamos a un
grupo o, tal vez, a que sintamos vagas emociones. Pero el hecho de sa-
berlo debería avivar nuestra lucha contra las ilusiones religiosas. Li-
berarnos de las cadenas de las creencias nefastas y permitirnos por fin
vivir nuestras vidas según leyes exclusivamente humanas. La familia
se presenta como uno de los terrenos en los que tales creencias echan
raíz. Entonces procuremos cuidar de nuestra propia salud mental y,
por tanto, de nuestros parientes, para no tener que vivir dependiendo
de un Gran Hermano.

Quizás la creencia sea un mal necesario, pero ahora sabemos cómo


combatir su influencia. El sicoanálisis nos enseñó que era posible
deshacernos de las creencias que paralizan nuestro inconsciente y nos
impiden enfrentar al mundo con valor y seguridad.
Segunda parte
La fábrica de la intolerancia
El nacimiento del monoteísmo
En la naturaleza no hay nada que nos obligue a dedicarle nuestra vida
a una deidad. Creer en Dios sólo porque estamos programados para
hacerlo sería cometer un grave error. Hay creencias que destruyen
a un hombre, creencias que dan náuseas y enloquecen hasta que la
vida se vuelve insoportable. El miedo a un dios que se la pasa viendo
nuestras vidas para hacernos sentir culpables, por ejemplo. Es suma-
mente importante evitar ese tipo de creencia, cuyas consecuencias
pueden resultar drásticas para nuestra salud mental. No cruzarse con
religiones que le echan la culpa al Hombre y lo manipulan para poder
despojarlo de sus fuerzas con mayor facilidad. El monoteísmo ofrece
especímenes variados de creencias monomaníacas. Por su naturaleza,
es fundamentalmente distinto de las demás religiones.

Sería un error no estudiarlo un poco para entender hasta dónde llega


su influencia. Por lo tanto, propongo que le dediquemos unas cuantas
páginas a una invención que constituyó la etapa fatal de la historia
del Hombre. El momento en que Dios se volvió, más que una creencia
metafísica, un modo de vida, un sistema político hecho para aplastar
las voluntades y ahogar los espíritus libres.

La invención del monoteísmo es un descubrimiento curioso. Sus


orígenes se remontan a un período tan remoto que ignoramos cómo
fue esa doctrina en el momento de su creación. Con frecuencia me he
preguntado qué fue lo que ocurrió en la mente de su inventor ese día:
¿era un egipcio, un hebreo o un iraquí? Afortunadamente, existen
pistas que permiten desandar el camino recorrido, desde la creencia
en una multitud de dioses, hasta el Dios de las religiones monoteístas.
Sabemos, gracias a la historia y a la filosofía, cómo el monoteísmo
destruyó la forma natural de la creencia, la única que nos permite
vivir en armonía con nuestra esencia, la que nos dice que sigamos
nuestros deseos, a la escucha de nuestras voluntades y deseos. Pero
antes de volver a esa esencia, de la que hablamos en el capítulo ante-
rior, me gustaría detenerme un instante en lo que fue el monoteísmo
en su momento original. Esa creencia primitiva, tan profundamente
tóxica, creó tal desorden en la mente humana que ya no es posible, en
nuestros días, hablar de creencia sin hablar de Dios en singular.

Egipto, cuna de los dioses


Los historiadores todavía no logran determinar la fecha exacta en que
apareció. Durante mucho tiempo, se admitió que una primera forma
de monoteísmo haya surgido en Egipto. En efecto, es posible identi-
ficar temas monoteístas en las reformas del faraón Akenatón (hacia
1353-1336 antes de Cristo) en Tell-el-Amarna, donde las excavaciones
permitieron hacer hallazgos extraños. En los archivos que se encon-
traron en aquel lugar, hay tabletas que le imploran a un “Dios único”,
que supuestamente “creó el universo según sus deseos”. Al parecer,
los dioses que adoraban los habitantes de la capital del reino, que
se llamaba Aketatón, fueron abolidos a favor de un solo Dios, Atón,
durante varios años. Según parece, esa deidad, representada en for-
ma de disco solar, se convirtió en el Dios oficial de la dinastía. Para
algunos egiptólogos, como Erik Hornung, esta reforma prueba que
el monoteísmo habría podido surgir no entre los hebreos, como lo
afirma la tradición, sino en Egipto, en un contexto bastante diferente
del que imaginamos.

Poco nos importa que el origen del monoteísmo sea Egipto u otro
sitio. Si menciono esa anécdota es porque nos revela un indicio in-
teresante para lo que sigue de nuestra investigación. En efecto, esto
indica que el monoteísmo, en sus orígenes, nació de un impulso del
poder. Por medio de ese culto, el faraón busca afirmar su poder sobre
los demás sacerdotes de Egipto.

No sabemos si Akenatón tenía pensado suprimir a sus adversarios,


pero ya empezamos a ver cómo el virus del monoteísmo, el de la do-
minación totalitaria, se va infiltrando en los espíritus. Por supuesto,
Atón todavía no es el único dios, sino “el mejor de los dioses”, el que
inunda con su luz a todos los seres, desde el “pájaro que pía en su cás-
cara de huevo” hasta los “reyes”. Aún no se ha convertido en el dios de
Abraham, el terrible, el único, que hará temblar a su pueblo. Es cierto.
Pero no deja de ser un dios solar y solitario. Y con toda la razón: ese
dios expresa la voluntad de dominación de su creador que, hacia 1350
antes de Cristo, toma la decisión de expulsar a los sacerdotes tradi-
cionales. ¡Sorpresa! Con Akenatón, el monoteísmo empieza a asomar
las narices. Y créanme cuando les digo que no está dispuesto a hacer
marcha atrás.

De un dios a otro
En realidad, la aventura monoteísta sólo comenzó mucho más tarde,
alrededor del siglo 10 antes de nuestra era. Según varios historiadores,
es posible que el monoteísmo les haya llegado a los hebreos a partir
de una vieja tradición, de la que habla Freud en su libro El hombre
Moisés. El sicoanalista sugiere la hipótesis de que Moisés haya tenido
orígenes egipcios y, por tanto, que haya sido heredero de la primera
religión de Amarna. No tenemos prueba de ello, pero lo cierto es que
el monoteísmo retoma fuerzas hacia el siglo 10 en Mesopotamia. Es-
tamos en el reino de Israel, entre lo que es Siria e Israel hoy en día,
donde empieza a formarse una extraña religión. En esa provincia,
en la que se venera a varios dioses, un pueblo empieza a rechazar el
culto a las demás deidades. Atacan a los dioses venerados por otros
pueblos de la región: Baal, el dios de la tormenta, que vive en las mon-
tañas; Atart, el dios de la guerra; y otros, cuyos nombres conocemos
gracias a las excavaciones que se llevaron a cabo en los años 1930 en
Ras el-Shamra, la antigua ciudad de Ugarit. Entre todos esos dioses,
un pequeño grupo de sacerdotes va a conservar a uno solo, al que le
darán el nombre de “Elohim” o “Dios de dioses”, quien no tardará en
convertirse en “el Dios de Israel.”

Esa decisión es radical y constituye una ruptura para el mundo medi-


terráneo. En esa época, el judaísmo tolera la existencia de otros dioses,
siempre y cuando a sus seguidores no les dé por perseguirlos. Según
el historiador Thomas Römer, se podría decir que los habitantes de
Judea por ese entonces eran “monólatras”; mejor dicho, esos hombres
y mujeres siguen teniendo prácticas idólatras, pero sólo en honor de
un único Dios, que se transforma, poco a poco, en el único legítimo.
“Poco a poco se impone la idea, para los Israelitas, de que los dioses de
otras naciones son dioses falsos,” escribe el historiador.

Las demás deidades no son rechazadas, sino asociadas a una forma


de mentira que los profetas y los reyes de Israel tenían por misión
de hacer olvidar. Por eso hay que ser convincentes, emplear todos los
argumentos posibles para imponer su visión de la unicidad divina. Se
puede decir que, desde ese punto de vista, el monoteísmo originario
fue el primer sistema en introducir la famosa distinción entre reli-
giones falsas y verdaderas.

El monoteísmo fue el primer sistema de pensamiento que introdujo


esa ecuación tóxica. A partir del momento en que se hacía posible, sin
ambigüedades, distinguir entre religiones falsas y verdaderas, entre
el Dios verdadero y los falsos dioses y, por lo tanto, situarse del lado
correcto de la frontera entre lo cierto y lo falso, el régimen totalitario
del monoteísmo pudo imponerse. También se hacía posible marcar
un hito con la adopción de la conversión como práctica. Se trataba
del paso de una falsa religión a la religión verdadera. Como vemos,
desde un principio, el monoteísmo, como doctrina, obedece a una mo-
tivación claramente identificada: destruir a los dioses ajenos, como se
destruía a los enemigos del Partido bajo el régimen estalinista, para
imponer el propio por medio de la conversión forzada.

El odio a los ídolos


A primera vista, el dios de Israel es, ante todo, un dios nacional, lla-
mado “Yahweh”. Se le venera en los templos de Samaria y de Jerusa-
lén, las capitales de los dos principales reinos judíos de ese entonces,
Israel y Judá. Sin embargo, como cualquier creencia totalitaria, el
monoteísmo actúa sin delicadeza ni miramientos. Por ese motivo, no
soporta las diferencias ni la independencia. Es algo que el Antiguo
Testamento, redactado por hebreos exiliados en Babilonia en el sép-
timo siglo, nos confirma en cada página. El Libro de los reyes cuen-
ta, por ejemplo, cómo los enemigos de Israel lideraron la ofensiva
contra los enemigos de Israel en nombre del “Eterno”. Los moabitas,
los edomitas, los filisteos: ¡la lista de pueblos idólatras por convencer
es larga! Eso sí: en ocasiones, la Biblia se confunde un poco, como
cuando le atribuye al dios de Abraham atributos de otras divinidades,
como los cuernos de toro, o adjetivos que hacen pensar en el dios de
la tormenta, Hadar. Las huellas de ese politeísmo primitivo fueron
borradas meticulosamente por los redactores de la Biblia. Así, el rey
Josías (hacia 630 antes de Cristo) ordena que se “retiren del santuario
de Yahweh todos los objetos de culto creados para Baal, Ashera y todo
el ejército del cielo.” Sin embargo, a pesar de esos esfuerzos de censura
y centralización, para amordazar a las demás religiones, aún hay pa-
sajes de la Biblia que recuerdan la presencia de dioses rivales: el cruel
Dagan, dios de los filisteos, o el terrible Moloch, venerado por los ha-
bitantes de Amón, que la tradición convertirá en un poder demoníaco.

En este nuevo mundo maniqueo, los dioses ajenos no tienen lugar


alguno y encarnan, necesariamente, personalidades demoníacas. Por
eso la magia y cualquier forma de superstición serán perseguidas por
los rabinos. En un contexto en el que Dios constituye el origen de lo
existente, incluso del mal, no puede compartir su poder con otras
creaturas. En la historia de Job, Dios le da a Satanás el derecho de
martirizar a un pobre pastorcillo inocente. Satanás lo acusa de haber
perdido la fe, lo despoja de sus bienes, de sus hijos, degüella a sus ove-
jas. Así, Dios comparte su poder con Satanás para poner a prueba la fe
de Job, pero nunca le otorga un poder absoluto. Satanás es su hombre
de confianza. De este modo se explica la actitud particularmente ne-
gativa de las religiones del Libro respecto de las prácticas mágicas que,
saltándose a Dios, intentar fortalecer la personalidad del individuo y
devolverle el poder que le fue robado.
El reino del Miedo
Queda claro que, desde el principio, el monoteísmo busca romper con
el mundo de antes. Se presenta como iconoclasta y no respeta nin-
guna de las creencias anteriores. Por eso representa una pequeña re-
volución en el paisaje de Judea. Una revolución violenta e intolerante,
cuyo recuerdo fue conservado en el Antiguo Testamento. El dios de
los hebreos, cuyo nombre ha sido remplazado ahora por las tres letras
YHV, se dirige en persona a los hombres, que ya no quieren prestarle
atención. En su nombre, los amenaza con las peores represalias, si
acaso dejan de creer en él. “No seguiréis a otros dioses, dioses de los
pueblos que os rodean, pues Yahweh, tu señor, que está en medio de
ti, es un Dios celoso.” Así comienza el miedo, como régimen de su-
misión, que tendrá tanto éxito en el islam. El dios monoteísta forma
una totalidad. Por ese motivo, no tolera las diferencias ni la indepen-
dencia. La no adhesión conduce a que se “cancele” la persona, ya sea
en un sentido simbólico (anatema) o en un sentido físico (la condena
a muerte).

Dios mismo se comporta como un rey, un amo y un señor, cuyo reino


es absoluto. La ira es su primer acto de existencia. En el monoteísmo,
todo está sometido a un principio regulador que todos deben conocer.
Dios hace mucho más que regular toda la vida del hombre: sencil-
lamente arrasa con todo lo que a él se opone. Es exclusivo, totalita-
rio, intolerante, porque es portador de una verdad única, que debe
suplantar a las demás. La naturaleza y la finalidad del monoteísmo
son distintas de las de las demás religiones. Al eliminar toda creencia
rival e imponer un orden ritual cerrado, extremadamente restrictivo,
invade la vida del hombre hasta tal punto que, casi naturalmente,
tiende a funcionar según modelos teocráticos y autoritarios.
Licencia para matar
Lo más grave es que el monoteísmo no se adapta. Considera que
cualquier otra forma de espiritualidad es una herejía pagana. Las an-
tiguas creencias se convierten en blanco de un ensañamiento abso-
luto. Es necesario, a como dé lugar, destruir los ídolos, humillar las
creencias anteriores y ¿por qué no? ridiculizar a los demás dioses.
“Los ídolos de ellos son plata y oro”, lamenta el profeta Isaías, “obra
de manos de hombres. Tienen boca y no hablan, ojos y no ven, orejas
y no oyen.” (Isaías, salmo 115.)

Todo se vale, entonces, para poner a sus congéneres en el camino cor-


recto. La maldad y, si es necesario, la mentira. Así, el profeta Jeremías
no duda en invocar los sacrificios de niños que practican los enemigos
de Israel en honor a Baal Ha’amón, también conocido como el “Sa-
turno africano”. “Construyeron santuarios a Baal, para pasar a fuego
a sus hijos en honor a Baal. Algo que yo no les había ordenado y que
ni se me había pasado por la mente”, le hace decir a Dios en el libro
de las Lamentaciones. ¿Sacrificios de niños? Los arqueólogos nunca
encontraron la menor huella de ello, por lo menos no en el lugar que
indica la Biblia. Pero cuando se trata de convencer seguidores, no hay
que descartar ninguna herramienta. Ni siquiera las mentiras, como lo
demuestra, incluso en la actualidad, la información falsa que ciertos
salafistas usan en Siria para enlistar combatientes.

En esta batalla contra los ídolos, a su Dios no se le niega nada. Ni


siquiera la guerra, cuando es necesaria. Como ya lo hemos visto, en
ese entonces, la exclusión de las demás creencias no se ha vuelto sis-
temática aún, pero terminará siéndolo con el paso del tiempo, con el
fin de distinguir a los “propios” de los “demás.” La comunidad se en-
cierra en su identidad: el precio que paga es la guerra. La violencia y la
división son centrales para su funcionamiento. “Así debéis hacer con
ellos: derribaréis sus altares, destruiréis sus estatuas, quebraréis sus
imágenes y quemaréis a fuego sus imágenes talladas,” les exige Dios a
sus fieles. En ese sentido, el concepto de un Dios único divide profun-
damente a los hombres. No existe mejor mecanismo para promover
la intolerancia, las purgas de “heréticos” y las guerras de religión. Por
eso los autores del Libro dan licencia para matar a quienes no creen.
Sabemos cuál es el futuro que tendrá ese principio en el islam con las
fetuas pronunciadas por los imames contra los enemigos del culto,
como los caricaturistas de Charlie Hebdo, o el novelista inglés Salman
Rushdie. Los “kufar”, como los llama el islam, merecen la muerte
según algunos ulemas (o sabios religiosos) sólo por aceptar leyes que
no sean de las de Alá. La incitación al asesinato “purificador” o “ex-
piatorio” se remontan a una antigua tradición bíblica que cuenta, con
lujo de detalles, las masacres impuestas a las poblaciones vecinas, que
se habían alejado de la religión justa. Aunque sean exagerados, esos
incidentes causaron seguramente miles de muertos. En un libro abso-
lutamente indispensable, el sicólogo australiano Steve Wells enumera
los 2,8 millones de víctimas de Dios que pudo contar en la Biblia, es
decir, muchos más que la suma del genocidio armenio y el genocidio
de Ruanda. Steve Wells estima que Dios mata directamente a 160 de
esas víctimas y por lo menos a dos millones de forma indirecta.

Los métodos de Dios son crueles y, muchas veces, más que cuestio-
nables. El dios del Antiguo Testamento “castiga con enfermedades” a
sus adversarios, derriba sus muros, les envía insectos, un “ejército de
langostas”, o leones, cuando no prefiere, sencillamente, amputarles el
prepucio a sus adversarios como recompensa. Los autores de la Biblia
se deleitan describiendo las “diez plagas” que coinciden con el éxodo
de Egipto: el agua transformada en sangre, las ranas, los piojos, las
moscas, el granizo, la muerte de los rebaños, las úlceras, los salta-
montes, las tinieblas y la muerte de los primogénitos. Un poco más
tarde, cuando Dios divide el mar en dos para que pasen los hebreos,
hundirá el ejército del Faraón el cerrar las aguas a su paso. Qué ma-
ravilla, ¿no?

El monoteísmo hace surgir un odio sistémico al Otro y así contradice


totalmente la moral que pretende hacerles respetar a sus seguidores.
¡Como si fuera posible establecer reglas para sí mismo y no respetarlas
cuando de otros se trata! Todo el mundo conoce el mandamiento: “No
codiciarás la mujer de tu prójimo.” ¿Acaso ese mandamiento le impide
a David, rey de Israel, enviar al frente a uno de sus soldados, Urías,
para robarle su mujer? ¿Qué diremos del famoso mandamiento que
ordena “no matar”? ¿Acaso el rey Saúl, “el mayor asesino de la Biblia”
según Steve Wells, lo olvidó cuando pasó a cuchillo a doscientos fi-
listeos para hacerse con sus tierras? La violencia es moneda corriente
en la Biblia. Se abate sobre quienes se rebelan contra la voluntad de
Dios y seguirá haciéndolo en todas las religiones monoteístas que sur-
girán después del judaísmo, entre ellas el islam. Como es bien sabido,
el Corán está lleno de azoras ultraviolentas, todas inspiradas por la
vida de Mahoma que, no lo olvidemos, antes de volverse un “sabio”
en Medina, fue un temible guerrero.

La letra y el espíritu
Resulta interesante notar que los ideólogos de los monoteísmos se
rehúsan a reconocer que sus textos sagrados sean violentos. Atri-
buyen a “errores de comprensión”todos los actos violentos cometidos
en nombre de sus textos. Pero, como hemos visto, la intolerancia está
claramente arraigada en sus textos y representaciones. A las reli-
giones en cuestión les gusta llamarse “religiones del Libro”, o sea reli-
giones de cultura y de interpretación, que sólo pueden serles hostiles
a la violencia y al desorden.

¡Cómo no! ¡La interpretación resulta bien fácil cuando se trata de for-
zar un texto a que diga lo que uno quiere! Los límites de la estupi-
dez se extienden al campo de la interpretación religiosa, en la que se
acepta cualquier idiotez siempre y cuando “respete” el espíritu del
texto. Se podría decir que el monoteísmo encuentra su expresión per-
fecta en esa distinción entre la “letra” y el “espíritu”, que retuercen en
cualquier dirección. Sobre todo cuando esa “letra” nos permite come-
ter horrores en su nombre, como empujar a homosexuales del techo
de un edificio, poner bombas en aviones o cortarle los cabellos a una
joven porque perdió su virginidad…
“Lapida a los idólatras… aunque sea tu hermano, tu hijo y la mujer
que duerme en tu pecho”: es una de las órdenes que da un pasaje del
Antiguo testamento. ¿Cómo quieren interpretar esa frase en un sen-
tido no literal? Más claro no se puede. A pesar de que los creyentes se
froten los ojos y se hagan los de la vista gorda, ¡está clarísimo! Sí, ¡el
texto los incita a que les tiren piedras a los miembros de su familia! Y,
en caso de que no hayan entendido, los fanáticos les indicarán exac-
tamente el procedimiento y la manera de perfeccionar su puntería.

En la televisión nos dicen que los destructores de Palmira, que deca-


pitan periodistas, no son “musulmanes de verdad”. Una lectura literal
de los textos religiosos puede conducir a la violencia, afirman, pero
una lectura seria de los textos no lleva a esos extremos. Pero ¿cómo
puede un creyente hacer abstracción de las páginas de la Biblia o del
Corán que, con impecable claridad, promueven la matanza? Hasta
la fecha, ninguna tendencia religiosa progresista ha revocado oficial-
mente, de manera clara y precisa, ninguno de esos mandamientos.
Hasta nueva orden, siguen siendo la norma para quienes quieran se-
guir la palabra de Dios al pie de la letra.

La inversión de los valores


Como lo hemos visto, al monoteísmo lo impulsa una voluntad de do-
minación por parte de los sacerdotes. Sin embargo, sus inventores
nunca lograron domar por completo la región en que vivían. A dife-
rencia de las civilizaciones asiria, meda o babilonia, los hebreos nunca
expandieron sus conquistas más allá de sus fronteras. Incluso en la
época del gran rey Salomón, el reino de Israel siempre estuvo atascado
entre el valle del Jordán y el Mediterráneo.

El judaísmo, entonces, sigue siendo, y seguirá siendo, una religión


minoritaria. Se propagará por el resto del mundo con el ritmo de la
historia, por causa de las distintas persecuciones que sufrirá, como
la deportación hacia Babilonia, en 586, o la destrucción de Jerusalén
en el año 70 después de Cristo. Aun así, fundamentalmente, el ju-
daísmo es obra de un pueblo que se vio obligado a exilarse en varias
ocasiones, un pueblo que sintió la necesidad de inventarse fuerzas y
conseguir su revancha contra los poderosos.

El judaísmo sueña y fantasea con la revancha como lo hace notar


Nietzsche con gran pertinencia en la Genealogía de la moral. En rea-
lidad, no la obtendrá nunca, o sólo de forma imaginaria. Los judíos
sintieron la necesidad de creer en los mitos que habían inventado,
explica Nietzsche, y crearon una moral para reinar en un mundo en
el que no representaban nada. El monoteísmo, por lo tanto, es una
“revuelta de esclavos”, es decir una teología de la liberación, en la que
las “pasiones tristes” como la revancha o el resentimiento, prevalecen
sobre los demás valores, sin aportar nada a cambio. Así fue como los
sacerdotes lograron invertir los puntos de referencia existentes.

En el mundo de ese entonces, es bueno todo lo que afirma la vida,


todo lo que la promueve. En otras palabras, todo lo que caracteriza
a los amos. Los esclavos, en cambio, no crean valores a partir de sí
mismos. Su moral se define con relación a los amos, transformando
los valores de esos últimos en valores negativos. Por eso, Nietzsche
acusa a los sacerdotes de haber actuado como falsificadores de mone-
da. Con toda la razón: en ese sistema, la cobardía se hace paciencia,
la sumisión obediencia y la impotencia bondad. Por donde se la mire,
esta inversión de los valores es la consagración de la debilidad de un
pueblo impotente, que prepara el terreno para la llegada del cristia-
nismo. Prestémosle un momento nuestra atención.

La conquista de las almas impuras


El nacimiento del cristianismo causa una profunda conmoción en
el mundo mediterráneo. En unos cuantos siglos, el cristianismo
convierte al Imperio romano e impone definitivamente la idea del
monoteísmo. Por eso es la religión que contiene el secreto de dicha
doctrina. O, por lo menos, el secreto de su éxito. Todo el mundo co-
noce el primer período del cristianismo porque el Nuevo Testamento
lleva siglos dando lata con ese cuento. Todos hemos oído hablar de la
anunciación del ángel a Marie, de san Juan el Bautista, de los após-
toles y la forma espectacular como los habitantes de Judea se convir-
tieron a lo que, en ese entonces, era sólo una secta profética entre mu-
chas otras. Gracias a una artimaña astuta, Jesús logró hacerse pasar
por el Mesías que tanto aguardaban sus compatriotas en un período
agitado por la dominación romana. Desde el año 63 antes de Cristo,
cuando las legiones de Pompeya invadieron la región de Judea, Pa-
lestina había sido una provincia romana. En ese contexto, Jesús supo
darle esperanzas a un grupo de judíos que se sentían abandonados,
encomendándoles como misión que amaran a su prójimo sin sentir
ningún odio por Roma.

Con Cristo se radicaliza la moral de los esclavos de la que hablaba


Nietzsche. Gracias a él, la moralización del mundo se pone en marcha.
Pero, esta vez, la revuelta promete cambios más profundos al oponer
débiles y ricos, habitantes de Judea y romanos, humildes y poderosos.
Al hacer la apología del sufrimiento en contra de la vida, Cristo sacude
a la Roma antigua: en unos cuantos años, un pastorcillo de pacotilla
logra poner patas arriba los valores del imperio.

Es un éxito rotundo. En poco tiempo, el cristianismo fascina a las


masas y se transforma en una industria de atracción y reproducción
de hombres débiles, una religión de resentimiento que intenta borrar
la desigualdad natural. Así es: la idea de igualdad es esencial para que
el cristianismo se abra paso en la mente de la gente. Para esa religión,
todos los pobres forman parte de la “carne de Cristo” lo que los hace
acreedores a la caridad de los demás. Así es como el sistema católico
va a desbaratar por completo la representación judía de lo divino al
introducir en la unicidad de una sola esencia divina, una variedad de
representaciones y de personas divinas, entre ellas la de Cristo como
intercesor. Esas Personas divinas terminan formando una única tri-
nidad que posee una sola naturaleza divina. María y los ángeles se
sumarán a Cristo y lo acompañará ante “Dios Padre.”
A nuevos tiempos, nuevas costumbres
Con la llegada del cristianismo se inaugura una nueva “era”, ya que
nada puede seguir siendo como antes. Todo debe volver a empezar:
el calendario, la estructura social, la historia. El cristianismo fue una
de las primeras religiones en entender la importancia del calendario
en la vida humana. La proposición de adoptar el nacimiento de Cristo
como punto de referencia es aceptada en el año 532 de nuestra era.
La idea la sugirió un monje, Dionisio el Exiguo, que le dedicó su vida
a encontrar la fecha exacta del nacimiento de Cristo. Su testarudez
logró convencer a la Iglesia de que remplazara el calendario roma-
no, adoptando el nacimiento de Cristo como “año cero”. Se trata de
una revolución total, que corresponde con una nueva visión teológica
del mundo. La creencia en un Dios único refleja un nuevo concep-
to del tiempo, dirigido hacia el futuro (y no hacia el presente, como
antes), un futuro que hay que construir y domesticar. En definitiva,
el cristianismo nos impone la necesidad de ganarnos la salvación y de
prevalecer sobre un futuro que sólo promete la muerte. Los profetas
no dejan de repetirle al creyente que polvo es y que, cuando acabe su
vida, polvo será. Mientras llega ese día, hay que construir. Muy bien.
¿Pero construir qué?

Desde un principio, la creencia en un Dios único parece obligar al


creyente a oponerse de frente al mundo, como si no sólo no estuviera
en el lugar que le corresponde, sino tampoco en el momento adecua-
do. Entonces nace un conflicto en el fuero interno del hombre, que
debe sufrir su pasado y temerle al futuro (y, al mismo tiempo, al juicio
de Dios, de lo que nos reserva para más tarde). Por eso, el encontrar
la paz y la calma se convierte en el asunto más crucial para quien cree
en Dios. Con la llegad del cristianismo, esa crisis se agudiza aun más,
entre la esperanza mesiánica y el miedo del Infierno. Por medio de
la lógica de la Salvación, el cristianismo hace entrar al Hombre en la
recta final de la escatología.

Así, la moral cristiana crea una brecha entre lo que es y lo que debería
ser. El mundo no es aún: por eso debe ser, por eso aún no corresponde
a la perfección planeada por Dios, por eso los Hombres se lanzan en
una búsqueda indefinida, olvidando el valor del presente.

En el cristianismo, el Hombre se vuelve, realmente, un animal


histórico. Esa idea debía resultarles bastante extraña a las sociedades
tradicionales en las que los Hombres son lo que son y no pueden cam-
biar de destino. Pero así no es, porque llegó el momento de ponerse
a trabajar. A partir de ahora los Hombres deben conquistar su lugar
“bajo el sol”, como lo dice el Eclesiastés, “ganarse el pan con el su-
dor de su frente.” Es lo que repiten los Salmos página tras página.
“Comerás del trabajo de tus manos: dichoso serás y te irá bien. Tu
mujer será como fecunda vid en tu casa y tus hijos como plantas de
olivo alrededor de tu mesa. Así será bendecido quien teme al Señor”.
Los Evangelios, tan apreciados por los protestantes, no pueden hablar
más claramente del destino del Hombre: “Hermanos míos amados,
sed firmes y constantes, abundando en la obra del Señor siempre,
sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano.”

Por estas épocas en que la ecología nos preocupa a todos, no creo


que sea inútil recordar hasta qué punto la Biblia les recomienda a los
hombres que dominen la naturaleza y se multipliquen, siendo que
precisamente es ese el problema quie nos preocupa hoy en día: ¡somos
demasiados! “Sed fecundos y multiplicaos,” dice el Génesis, “llenad la
tierra y sometedla; dominad sobre los peces de la tierra, sobre las aves
del cielo y sobre todos los animales que anda sobre la tierra.” Palabras
que, más tarde, serán empleadas para justificar el papel destructor del
Hombre en la naturaleza.

En las sociedades monoteístas, los hombres y las mujeres deben ele-


varse en el plano moral y luego en el campo del adiestramiento de la
naturaleza por medio del progreso técnico, para mayor gloria de Dios.
Por eso deben trabajar como si fueran esclavos de su Amo y Creador,
sin hacer preguntas. También deben progresar en su estudio de los
Textos, rumiando cada día los Evangelios… Qué vida tan triste.
Es una vida espiritual ilusoria: impide que el hombre cree sus propios
valores, que se pierden rumiando textos viejos y sus verdades supues-
tamente eternas. Ell hecho mismo de que esos textos sagrados existan
significa que los demás libros son ridículos, destruye la cultura y hace
imposible el verdadero progreso humano: el creyente no lo necesita
en lo más mínimo.

Los engranajes del pecado


Pero que el Hombre deba mejorar moralmente significa que la ética
no basta y que es necesaria que las mentalidades se vayan transfor-
mando, poco a poco, en una moral de mandamientos. Como lo de-
mostró Michel Foucault, la imagen del pastor con su rebaño expresa
maravillosamente la relación de Dios con su pueblo en el cristianismo.
El Eterno se comporta con sus fieles como un pastor con sus ovejas.
Al cuidar de cada una de ellas, se preocupa porque no les falte nada.
“Echad vuestra ansiedad sobre él, pues él cuida de vosotros,” escribe
Pedro en una de sus Epístolas. La imagen del pastor es el origen de
toda la moral cristiana, la de la vigilancia de sí mismo y de la concien-
cia culpable. En efecto, si tras los movimientos de sus ovejas se en-
cuentra Dios, la libertad se convierte en un valor ficticio. Dios conoce
su destino por anticipado, lo que hacen, lo que desean en secreto. No
se le puede ocultar nada, tampoco se le puede mentir, pues “el Señor
oye a quienes lo llaman”, comentan los Salmos.

Esa omnisciencia terminará imponiendo, con el cristianismo, la


aterradora idea de que Dios observa desde el cielo a cada uno de los
hombres, contemplando, sopesando, juzgando una y otra vez cada una
de sus acciones. Todo lo oye Dios y, a pesar de que nunca se muestra,
todo lo sabe. De nada sirve rezar en voz alta, “Dios ve lo que se hace en
secreto”, escribe Marcos en uno de sus Evangelios. La omnipresencia
de Dios es el instrumento de persecución más formidable que haya
inventado el cristianismo. Ese concepto permite activar el mecanismo
de la culpabilidad, ahora universal, puesto que remite a Dios mismo.
El verdadero creyente es un sicópata cuyo miedo, en ocasiones, se su-
blima en la dominación y la violencia que le hace sufrir a su prójimo.
Uno de los puntos fuertes del cristianismo es el que haya sabido usar
a la perfección las falencias sicológicas del Hombre. El cristianismo
hace su agosto con nuestro sentimiento de culpa y sabe sacarle pro-
vecho para endilgarle al Hombre el origen del mal y de los pecados.
Que viva asustado esperando el Juicio final, el infierno y el castigo
divino, pues eso le sienta muy bien. Al cristianismo no le importa
la felicidad humana. Introdujo el concepto de pecado para sacar al
hombre de su entorno natural. Ese concepto es una brillante estrate-
gia de mercadeo con la que puede manipular fácilmente la mente de
la gente. Descredita por completo a todos los hombres sin excepción
y hace que tengan sentimientos agudos de deber y de culpa ante Dios,
además del deseo ferviente de arrepentirse para purificar su alma y
alcanzar la salvación, o sea la Jerusalén celeste. Además, sólo quien es
consciente de su naturaleza pecadora puede “ser salvado”. Confesar
la falta de ese modo permite reconocer la propia debilidad y crecer
“espiritualmente”. Así, el ser sensible al ascetismo y a la mortificación
se transforman en rasgos distintivos del hombre de fe.

A quienes, por no reflexionar o por estar apegados a su vida terrestre,


no quieren sentirse culpables, se les promete sufrimientos atroces en
el Infierno. La audacia intelectual del cristianismo resulta impresio-
nante, ya que encierra al creyente por completo en su propia psiquis,
como si fuera una prisión. La salvación religiosa es una deuda enorme
que el creyente no podrá pagarle nunca a Dios: el Hombre se lo debe
todo a Dios, sin cuya ayuda es imposible purificar su alma del pecado
y obtener la inmortalidad. Sin embargo, ¡ay de él! Dios no puede ofre-
cerle nada a cambio, salvo el sufrimiento en la Tierra y la esperanza
de una vida mejor en el más allá. Y para eso sólo existe un camino:
seguir la religión cristiana que afirma ser la única fuente de la reden-
ción del pecado y de las faltas del Hombre ante Dios.

De ese modo todo lo viviente y todos los valores materiales pierden


su importancia y, un día, la muerte termina suplantando a la vida.
Aun así, no hay que creer que el monoteísmo celebre cualquier forma
de espiritualidad. En realidad, es más bien lo contrario: le prohíbe al
hombre que tenga una vida espiritual exclusivamente humana —pues
la única vida realmente espiritual, según el monoteísmo, es dedicarse
por completo a venerar a Dios y a estudiar las leyes que Él dictó.
He ahí cómo actúa el mecanismo sicológico del cristianismo sobre los
fieles. Desde el instante en el que ponen un pie en la máquina, esta se
cierra como una trampa y no los deja respirar.

“Por donde pasa mi caballo no vuelve a


crecer la hierba”
Se habría podido creer que el cristianismo le aportaría algo de dulzura
al mundo mediterráneo. Pero ha quedado claro que, en realidad, es una
nueva tormenta que se cierne sobre las demás creencias. Podríamos
haber esperado que el cristianismo acabara con el ciclo de vengan-
zas que caracterizaba específicamente el monoteísmo de los hebreos.
Pero lo que ocurre con esta religión es precisamente lo contrario. ¿El
Dios de amor y su hijo, Jesucristo, renunciaron a la guerra para de-
jar que sus fieles vivieran, por fin, su espiritualidad sin obligaciones?
Pareciera que sí. ¿Reconocen el poder establecido? Más o menos o,
en todo caso, no intentan desafiarlo abiertamente. Aún no… No nos
dejemos engañar por sus intenciones aparentemente pacíficas. Puede
que Jesucristo se presente como un manso corderito pero, en realidad,
lo que hace es fomentar una revuelta social y anunciar la poderosa
religión que invadirá a Europa varios siglos más tarde.

El cristianismo desarrolló rápidamente un proselitismo brioso, es de-


cir la infiltración taimada que echa raíces en otras comunidades y
otros pueblos: ahora que los suyos se han salvado, ahora ha llegado
el momento de rescatar, urgentemente, a los demás. En vez de re-
nunciar a las tendencias autoritarias del judaísmo, el cristianismo va
a dedicarse a convertir a los romanos y a los hebreos. Como se sabe,
esto no gustó mucho en ese entonces. Pero ni las persecuciones ni
los martirios amedrentaron a los discípulos de Jesús en su viacrucis.
El monoteísmo tiene como designio político el someter las mentes,
las creencias, las almas. Para los cristianos, lo que está en juego es la
conversión, es decir el control de las almas. Convertir, no es sólo dar
testimonio del concepto propio de la salvación, sino también erradicar
las demás religiones, “por amor”, como escribe el obispo de Hipona,
mejor conocido como Agustín. Sonará paradójico, pero quien mejor
describió el resultado del proselitismo religioso fue uno de los paganos
más famosos, Atila el Huno: “por donde pasa mi caballo no vuelve a
crecer la hierba”.

Puede que nos respondan que la primera religión monoteísta, el ju-


daísmo, no era proselitista en lo más mínimo. Claro, es verdad. Sin
embargo, que no haya habido proselitismo no se debe específicamente
a la naturaleza del judaísmo, sino a un error de estrategia. Desde sus
comienzos, el judaísmo dijo ser la religión del pueblo elegido, los
hebreos. Los cristianos le responden a ese error universalizando su
mensaje. Un mensaje o, más bien, un eslogan. ¿De quién? De San
Pablo, un joven judío nacido en Tarso que se cayó de su caballo en el
camino a Damasco hacia el año 30 después de Cristo y creyó que había
asistido a una revelación. “Ya no hay judío, ni griego, escribe el joven
apóstol, no hay esclavo ni hombre libre, no hay mujer ni hombre,
pues todos vosotros sois uno sólo en Jesucristo.” Es difícil compren-
der el alcance revolucionario de ese mensaje. ¿Cómo así que no había
griegos ni judíos, en un contexto en que la pertenencia a una ciudad
se definía antes que nada por la ciudad y la etnia? Con esa fórmula, el
proselitismo católico acababa de encontrar su arma letal, la conver-
sión considerada como “humanismo”. Aún en la actualidad sufrimos
las consecuencias de ese desarraigo supuestamente “humanista”…

Los primeros años de existencia del cristianismo fueron arduos. Los


intentos de oposición más fuertes vinieron de parte de los judíos, por
supuesto, que no reconocían a ese mesías. Pero también de los pa-
ganos, a quienes no les gustaba que el pueblo se aparte de la religión
cívica que se practicaba por ese entonces en Roma. Aunque el cris-
tianismo no represente sino la décima parte de la población, los ricos
romanos sienten que el viento está cambiando y entienden que la
religión se les está saliendo de las manos. En Roma no queda nadie
que siga creyendo en las leyendas de Rómulo y Remo. La conversión
espontánea del emperador Constantino le da un verdadero golpe de
gracia a los Romanos. En 312, Constantino ve una aparición cerca del
Puente Milvio y se convierte ahí mismo y renuncia a perseguir a los
cristianos al promulgar un edicto de tolerancia hacia su religión. Así
empieza el imperio cristiano cuya capital será desplazada de Roma a
Constantinopla en 330.

Desde entonces, el cristianismo les va a pedir a los reyes lo que el


paganismo nunca se había atrevido a pedirle al poder: “difundir lo
más lejos posible el culto de Dios.” Tal es la función que San Agustín
le asigna al cristianismo, su misión divina. La más reciente de las
religiones monoteístas pretende, desde un principio, desempeñar un
papel de primer orden. Los cristianos ya no quieren seguir trabajando
tras las bambalinas de la historia, como los judíos, practicando su
religión en casa. Exigen practicarla a la vista de todos: así empieza el
derecho a colonizar el espacio público, como lo harán más tarde los
musulmanes en la Francia del siglo veintiuno al arremeter contra los
valores de la laicidad.

La intolerancia de las religiones monoteístas conduce naturalmente a


otras formas de violencia. En la historia del cristianismo, no se des-
cartará ninguna solución para convencer a los pueblos “paganos”, ni
el lavado de cerebro de niños y adultos, ni la represión de heréticos y
heterodoxos, ni las cruzadas.

« Credo, quia absurdum »


Como puede verse, las religiones de la Revelación no hacen más que
darle al creyente la ilusión de que lleva una vida espiritual. En reali-
dad, tienen objetivos más “terrenales”. En su búsqueda por el poder,
hacen mano de cualquier herramienta para manipular a sus segui-
dores y hacer que anden por el camino correcto. Pero si se trata de
elevar al Hombre, me temo que son tan útiles como un sacacorchos
o una pajilla para abrir una lata de conserva. Me explico. Me parece
que el monoteísmo le prohíbe al hombre crear sus propios valores y,
por ende, lo incita a la sumisión, cuyo apogeo se alcanza quizás con el
islam, en el plano espiritual. El término islam proviene precisamente
de esa palabra y el crear una religión o un Dios todopoderoso no per-
mite que se ejerza el libre albedrío. En efecto, Dios creó el mundo y el
mundo debe vivir sometido a él. La idea de un mundo en el que Dios
está en el centro de todo, creó un sistema antropológico en el que el
hombre sólo representa debilidad y miseria. Esa idea, a su vez, les
abrió el camino a diferentes estrategias de represión del cuerpo, la
razón y la libertad.

“Creo quia absurdum”, proclama el teólogo de Cartago, Tertulia-


no –¡otro converso más! En español, “Creo, porque es absurdo”. La
confesión será, como todos los demás “deberes de verdad”, un acto
de fe y, por ende, un acto ciego. La confesión contiene una obligación
más para la vida de los fieles: que no escondan ninguno de sus deseos
ni de sus pensamientos, y que tampoco mientan. En el cristianismo
surge un control aun más estricto de la intimidad. Entre las estrate-
gias represivas del monoteísmo percibimos una marcada tendencia a
la antirracionalidad.

El cristianismo va a desarrollar varias técnicas para impedir el pensa-


miento autónomo. Esto demuestra, de hecho, que le interesa mucho
más lo que ocurre en los corazones de sus seguidores que lo que se
encuentra realmente en el cielo. La confesión, así como el examen de
conciencia, marcan un hito en la historia occidental. Esas prácticas
aparecieron hacia el fin de la Antigüedad, en las esferas religiosas.
Aunque ya hubieran existido antes en varias sectas filosóficas, como
la de los pitagóricos, la confesión aún no era, en modo alguno, un
ejercicio “espiritual”. Lo cierto es que el cristianismo se la impondrá
de manera general a todos los creyentes. ¿Pero se trata realmente de
una práctica espiritual? ¿No será una herramienta de poder? Si Dios
todo lo sabe, ¿para qué confesarle todos sus pecados? A la Iglesia no
le preocupan tales contradicciones, a pesar de lo obvias que son. Pues
sí, ¡qué importa!
Como el islam, que aparecerá más tarde, los rituales del cristianismo
encierran al creyente en un mundo de prácticas, en el que se termina
considerando que el cuerpo no está en el lugar que le corresponde.
El hombre del monoteísmo lleva una vida separada en dos partes
opuestas: el alma sublime y eterna, cuyo destino se verá sellado tras
la muerte del individuo y el vil cuerpo, maculado por el pecado, cuya
vida debe dedicarse total e incondicionalmente a la vida del alma.
Así es como el cuerpo se transforma en la “cárcel del alma” o incluso
el “receptáculo del pecado”. De este modo, el mundo, para los fieles,
estará totalmente escindido entre, por un lado, el espíritu noble y, por
el otro, el cuerpo pecador. Al introducir tal distinción, el monoteís-
mo cumple en modo brillante con la tarea de debilitar al hombre,
condenándolo en su propia fragilidad.

En esas religiones, el proceso de mortificación se acaba de una manera


absolutamente lógica, coherente y triste.

El terrorismo, así como el deseo de convertirse en mártires, de los que


somos testigos hoy en día, encuentran su fundamento teórico en esa
apología de la muerte, dado que la necesidad de someter las necesi-
dades físicas a “necesidades” espirituales conduce, inevitablemente,
a la ascesis, o sea, a la opresión del cuerpo, en particular del deseo
sexual, y también al culto del sufrimiento. Seamos coherentes: el de-
dicarse por completo a Dios conlleva la adoración de la muerte y el
deseo de estar muerto en vida, o sea el deseo de convertirse en cadáver
viviente. En cristiano, a esto se le llama naturalmente “mortificación
de la carne”; en el idioma del islam, es el “yihad”, es decir, combatir
contra sí mismo y contra los demás.

No cedamos ante los caprichos de Dios


Como hemos visto, el monoteísmo es, desde su origen, un sistema de
creencias fundado en la obediencia y el odio a las demás religiones. La
historia del monoteísmo confirma lo que pensábamos: la intolerancia
que practican los fieles no es obra de un accidente, sino un rasgo esen-
cial de su discurso desde que apareció en Judea —¿o en Egipto?— en
el siglo diez antes de nuestra era. El monoteísmo confirma también
su carácter autoritario y dominante. Y es que incluso el cristianismo,
que afirma ser una religión de amor, ha sido incapaz de desmentir esa
tendencia. El cristianismo nunca intentó hacer más fuerte al Hombre.
Por el contrario, siempre buscó debilitarlo, recalcando la imperfección
y la impotencia de la humanidad en general. El cristianismo moralizó
el monoteísmo, convirtiéndolo en una mayor privación de vida, in-
ventando la Salvación, el Juicio final y, por lo tanto, la mala concien-
cia.

Nos dirán que las religiones contemporáneas no tienen nada que ver
con lo que eran en la Antigüedad. El pasado ya pasó. Eso oímos decir
con frecuencia a los defensores del islam que, según ellos, no está
estancado en la Edad Media. A mí me quedan dudas… Pero basta un
poco de cultura y de historia para entender que el monoteísmo les
sigue siendo fiel a sus primeras pasiones. Para mí, sigue siendo idén-
tico a lo que siempre fue, a saber, una tremenda máquina de guerra
contra los “infieles”. Una moral, más mortal que la propia muerte y
más venenosa que el peor de los venenos.

Así es: el monoteísmo carece de toda utilidad para nuestras vidas.


Espero que esta breve presentación haya sido convincente. Con todos
estos ejemplos, creo que por lo menos hice que a varias personas se les
quitaran las ganas de convertirse. Por si acaso a un cura le diera por
venir a hablarles de culpa y de conciencia... Ha llegado la hora de pre-
guntarnos qué podría ser la creencia sin todos esos dogmas que nos
metieron en la cabeza esos saltimbanquis, esos pensadores de tercera,
esos inquisidores mal hablados. ¿Qué alternativa tenemos para volver
a nuestras creencias naturales?
Tercera parte
¿Será que las brujas tenían razón?
Basta de lavado de cerebro que, a largo plazo, nos va a causar mi-
grañas. Olvidemos durante unos cuantos minutos la herencia del
monoteísmo, que nos prohíbe seguir nuestras creencias naturales.
Quiero hablar de las creencias primitivas, originarias, en las que el
hombre regresa al contacto con lo elemental. Todos, a nuestro alrede-
dor, conocemos ejemplos de lo que la creencia permite hacer cuando
no se opone a nuestra naturaleza.

Creer en un ideal, por ejemplo, permite realizar grandes logros,


aunque pueda también llegar a cegarnos, aunque a veces nos min-
tamos a nosotros mismos al seguir nuestras convicciones. Pero estas
mismas son necesarias para construir imperios, crear una empresa
o irse a conquistar Marte, como Elon Musk. Por eso, según yo, nada
debe excluirse en nuestra búsqueda de la libertad, ni siquiera las reli-
giones, cuando estas pueden aportarnos un sentimiento de seguridad
y confianza en nosotros mismos. Esa gran serenidad que nos permite
progresar, sin hacernos sufrir. Me refiero a aquellas creencias libres
que fortifican al Hombre, que hacen que sienta su propia fuerza y
aumentan su sensibilidad.

Creencias que puede ser bueno seguir, aunque sean mentira, aunque
nos engañen sobre lo que es la realidad. “La madurez del hombre es
el haber regresado a la seriedad que tenía cuando era niño”, decía
Nietzsche. Concuerdo completamente: es volver a esa seriedad que
teníamos, cuando niños, al aceptar que es posible atesorar nuestras
ilusiones sin buscar deconstruirlas.

El velo de ilusiones que incita al hombre a actuar no siempre es una


cortina de humo. Las religiones politeístas y animistas lo demuestran
claramente. Las creencias naturales pueden ser nuestra fuerza,
siempre y cuando no nos prohíban nada. Por eso quisiera detenerme
en el caso de prácticas como la magia o el animismo, que fueron tira-
das a la basura de la historia, sin juicio alguno ni reflexión por parte
de las religiones monoteístas. Pienso que deberíamos, por el contra-
rio, inspirarnos de esas religiones monoteístas como si fueran una
“caja de sugerencias” para ampliar los horizontes de nuestra reflexión.
Aceptemos, entonces, por un instante, adoptar creencias que nos dan
fuerzas, creer en nosotros mismos como si fuéramos dioses o gigantes.

Volver a ser los dioses que somos


No sé si existan muchas religiones en las que el sentimiento de ino-
cencia del que acabamos de hablar pueda realizarse con plenitud. Las
religiones monoteístas, en todo caso, son demasiado represivas para
ello. No consiguen tolerar la falta de “seriedad”, ni tampoco el me-
nor indicio de “liviandad”. A diferencia de los grandes monoteísmos,
existen, sin embargo, prácticas espirituales sin restricciones, simi-
lares a algo que podría llamarse magia, en un sentido amplio. Dichos
cultos, a veces politeístas, lograron conservar algo de esa frescura que
las demás religiones perdieron con el paso del tiempo. Es una ino-
cencia que da gusto ver. A mí, en todo caso, siempre me ha parecido
encantadora. Los politeístas se preocupan por cultivar la libertad y
por encantar la vida, investigando los poderes de la naturaleza, en lo
más profundo de Gaia, como la llaman los griegos. En el politeísmo,
la única fuente de inspiración y el fin último de la existencia pare-
ce estar en la vida terrenal, en esta misma realidad en la que vive
el Hombre y en la que intenta disfrutar de un máximo de placeres,
en particular los de la carne. No se trata de pensar en “el más allá,
mañana” (o sea, nunca) sino en el “aquí y ahora”, el lugar donde todo
gira entorno a los intereses del Hombre y de nadie más.

Me da la impresión, de hecho, de que no soy el único al que fascinan


las culturas “New Age”, “Wicca” o el neopaganismo. Desde hace varios
años, nuevas religiones surgieron en los campus de Estados Unidos y
los medios intelectuales europeos las estudian con interés. Pensemos,
por ejemplo, en la fascinación que ciertas feministas de hoy sienten
por las brujas, esas rebeldes de la Edad Media. “La magia se presenta,
paradójicamente, como un recurso extremadamente pragmático, un
impulso vital, una forma de arraigarse en el mundo y en su vida en
un momento en que todo parece conspirar para precarizar y debili-
tarnos,” escribe la periodista Mona Chollet, que alaba a esas mujeres
marginales capaces contemplar “el fondo de sí mismas”.

El best-seller de Mona Chollet demuestra que en nuestra sociedad


existe curiosidad por prácticas que sufrieron prohibiciones y perse-
cuciones durante siglos, en nombre de cierta idea de la libertad. En
particular entre las mujeres, para quienes reapropiarse de esa apela-
ción se ha convertido en un combate desde la creación del movimien-
to Witch en Estados Unidos. Basta con darse una vuelta en alguna
librería: se toparán seguramente con uno de los 60 rituales sagrados
que permiten retomar contacto con el poder femenino o también, con
escritoras muy serias que escriben sobre la necesidad de “hacerse bru-
ja” para emanciparse del patriarcado.

Pero a las brujas no les basta con promover el feminismo, también


incitan a los marginados a recuperar su lugar en la sociedad: perso-
nas víctimas de represión por sus prácticas sexuales, mujeres que no
quieren tener hijos, mujeres de edad, homosexuales y todos los que,
durante largo tiempo, fueron considerados anormales o pervertidos
y que, además, fueron castigados con toda la violencia que contienen
tales palabras. Es de notar que las magas, o las brujas, con frecuen-
cia fueron condenadas por sus prácticas sexuales, porque supuesta-
mente su libido no acataba límites ni control. O más bien porque los
hombres no podían controlarlas. “La sexualidad femenina obsesiona
y aterra a la vez a los cazadores de brujas. Consideran que el Sabat es
un lugar de sexualidad desenfrenada, sin control”, confirma Mona
Chollet sirviéndose de varios testimonios de aquella época. La ma-
gia, en cambio, ofrece un lugar para que las pulsiones reprimidas se
liberen y demuestra cierta tolerancia por las prácticas sáficas, homo-
sexuales y a veces, incluso, sadomasoquistas.

La adivinación, la astrología, la brujería, los libros de hechizos, todas


esas prácticas alternativas encuentran su lugar en las sociedades li-
berales, como reacción a escándalos sanitarios, religiosos o ecológicos.
En ellas, las contraculturas encontraron un terreno fértil para ideas
nuevas, y no tan nuevas… El que Gerald Garder, el fundador del mo-
vimiento Wicca, haya propuesto resucitar a la diosa Hécate, podría
mover resultar ridículo, pero también interesante. Nada es ridículo
cuando alguien acepta estar abierto a ideas que no conoce. En 2008,
una encuesta del instituto estadounidense Pew Forum hecha en Es-
tados Unidos estimó que cerca de 1,2 millones de estadounidenses
practicaban religiones New Age. El wiccanismo es el primero en la
clasificación. Que los wiccanos reivindiquen la brujería, la magia y las
energías astrales debe ser tomado en serio. Claro está, hay que hacerlo
con prudencia, ya que esas prácticas pueden conducir a comporta-
mientos sectarios que escudriñan en lo peor de los rasgos del Hombre,
como la sumisión o la dependencia. Pero algo de curiosidad por esas
religiones exóticas, o incluso estrambóticas, no puede hacernos daño
(la curiosidad nunca es dañina…). Si hay que cometer equivocaciones
o errores para descubrir otras culturas, otras ideas, acepto ese riesgo
con el mayor de los gustos.

El ingeniero y el chamán
Yo tuve la fortuna de conocer personalmente a uno de esos chamanes.
No un chamán “New Age”, de esos que les sirven de modelo a las espi-
ritualidades de Estados Unidos, sino un brujo tradicional, un chamán
de Siberia. No todo el mundo tiene la suerte de consultar a uno de esos
hombres, que llevan una existencia discreta, con frecuencia rural. En
ese entonces, yo era senador en Rusia y me propusieron conocer a uno
de esos böös, como los llaman en la república de Buriatia.

Los böös son personajes muy respetados en la región del lago Baikal,
al sur de Siberia. Es muy poco conocido el hecho de que en la región
existen al menos doscientos chamanes en actividad alrededor del lago.
Estos últimos cuentan incluso con asociaciones en Irtusk, Chita y Ulán
Undé, para luchar contra los “falsos chamanes”. El culto chamánico
es una de las religiones oficiales de esa región junto con el budismo
y el cristianismo ortodoxo. Los trances siberianos siguen siendo una
tradición local. La gente acude a ellos cuando el crecimiento de un
niño es demasiado lento; se rocían de vodka antes de un viaje o para
hacer que un marido infiel regrese a casa. En otras palabras, en todas
las circunstancias importantes de la vida, el chamán está presente
acompañando a la familia.

Yo ya había oído hablar de esos magos, pero nunca había tenido la


oportunidad de hablar con uno de ellos y menos de asistir a uno de
esos rituales en los que el curandero hace entrar en su tienda a los
invitados. Imagínense la aprensión que podía sentir un ingeniero de
Moscú, criado en la más pura tradición soviética, ante la idea de co-
nocer a un brujo. El encuentro había sido organizado con el mayor de
los cuidados. Como senador, no me incumbía pisotear las tradiciones
de ese hombre con mis certidumbres; todo debía hacerse respetando
las tradiciones y también a los individuos. El hombre apareció. Lle-
vaba puestas sus mejores vestiduras, cargaba su tambor tradicional
y me presentaba sus ritos golpeando la piel seca del instrumento. Le
pregunté para qué servía toda esa coreografía con el tambor. “Es para
darte fuerzas”, me contestó el chamán con firmeza.

Frente a mí se erguía un hombre de mente simple, hay que decirlo,


pero su respuesta me conmovió. En cualquier caso, estaba a leguas
de mis expectativas. Los rituales tampoco se parecían a lo que yo me
había imaginado. No era una sesión de adivinación o de espiritismo,
sino que se trataba de pronunciar palabras para darse fuerzas. Era lo
que me hacía falta. Los chamanes “cultivan de manera virtuosa las
aptitudes mentales que comparten todos los seres humanos, pero cuya
fuera es ignorada por nuestras sociedades”, escribe un etnólogo acerca
de esos viajes simbólicos al más allá que proponen los chamanes. Era
cierto, la imaginación tenía el poder de fortalecer la salud yo salí de
esa experiencia con una energía que nunca antes había sentido.

Los encantos de lo invisible


No voy a negar que esa experiencia me abrió las puertas de un mun-
do desconocido. Nunca habría pensado que, al conocer a uno de esos
curanderos, me iba a conmover la fuerza de sus tradiciones. A fin de
cuentas, no soy creyente y no tenía razón alguna de unirme a tales
ritos. El encuentro con el chamán me abrió la puerta de un mundo
en el que las fuerzas de la naturaleza se dirigen directamente a los
hombres, sin dioses, sin intermediarios. Un animismo, si se quiere,
en el que cada individuo podía poseer un espíritu y, por ende, cierto
poder de influencia sobre los demás. Fundamentalmente, se trata una
visión de la naturaleza que no dista mucho de la Spinoza para quien,
al fin y al cabo, no somos más que una parte de la naturaleza, cuya es-
encia no consiste en nada más que en perseverar en su ser, en situarse
al nivel de los grandes poderes de la naturales. El Hombre respeta el
cosmos al reconocerse como parte de él. Desde esa perspectiva, la vi-
sita al chamán no fue una pérdida de tiempo: la sesión tenía el poder
de inspirar un pensamiento muy simple: “Eres un gigante, sí puedes.”

Por vez primera me di cuenta del error que había cometido. Había
confundido las religiones con la superstición. Me había hecho una
idea equivocada de lo que las religiones chamánicas y las demás (ani-
mistas, politeístas, etc.) le habían aportado a la humanidad. Ahora
que me daba cuenta de ello, tenía que ponerme al día. Me puse a
estudiarlas para entender mejor cómo funcionaban. Me daba cuenta
de hasta qué punto las demás religiones habían caricaturizado esos
rituales y esas prácticas mágicas. Como la mayoría de la gente, me
había dejado guiar por la imagen que promovían la Iglesia y los mo-
noteístas, que consideran que las religiones nacidas en tiempos inme-
moriales nunca lograron evolucionar y se quedaron estancadas en el
fango de las creencias primitivas. A diferencia de lo que me habían
enseñado, los chamanes no son brujos ni charlatanes que estafan a
sus clientes vendiéndoles pociones milagrosas. Saben que no podrán
curar ciertas enfermedades, ni convencer a los espíritus del bosque,
aunque finjan que sí pueden. Con cierta malicia, prefieren dejar que
los espíritus escojan el éxito de la “suerte” o de la “bendición”.

Como un monje budista, que sabe que nadie se comerá las comidas
que le ofrecen a su dios y que tendrá que retirar las ofrendas cuando
la comida se haya podrido, el chamán es consciente de que la magia
no lo puede todo, pero no por ello deja de creer en los espíritus del
bosque. La creencia ofrece siempre dos niveles: el primero tiene que
ver con el hecho de saber, el segundo con el hecho de creer. Pero
me parece que no está organizada del mismo modo en las creencias
politeístas, en las que la incertidumbre forma parte del juego de la
experiencia espiritual. El mundo del sueño, por ejemplo, es un espa-
cio en el que las fuerzas de la naturaleza pueden hablarle al chamán.
¿Qué diferencia, a fin de cuentas, existe entre creer en el inconsciente
y creer que los espíritus, como mensajeros nocturnos, pueden hablar-
nos en sueños? Así como es posible saber que los dioses no se comerán
las ofrendas y creer, sinceramente, que las ofrendas son de su gusto,
es posible saber que los sueños son ilusiones y creer que nos revelan
verdades sobre nosotros mismos. Entre dioses y Hombres siempre es
posible arreglárselas con pequeños ajustes. De hecho, todos solemos
ser un poco animistas. La viejita que le habla a su perro en el parque,
no está más loca que el chamán cuando piensa que está comunicán-
dose con los espíritus.

La otra verdad
Es cierto, los chamanes no les piden a los hombres que cambien su
naturaleza, no reprenden a las mujeres que engañan a su marido, ni el
alcohólico prendado de su divina botella. En pocas palabras, aceptan
al hombre tal y como es, no como debería haber sido. Los chamanes,
los druidas y los sacerdotes de las mitologías eslavas encarnan el polo
opuesto de lo que representa el monoteísmo, es decir una fuerza de
transformación de las masas, una ideología de rebaño, un estrecho
camino de ideas conformistas.

Así resulta más fácil entender la actitud negativa de las religiones


abrahámicas respecto a la magia que, al eludir a Dios, busca fortalecer
al hombre y aumentar su poder. La magia siempre ha sido, para esas
religiones, un espantapájaros nocturno e inquietante, ya que amenaza
con revelar una verdad distinta. ¿Qué respuesta puede aportarles la
Iglesia a esos aires de libertad? ¡La caza de brujas, obviamente! “No
dejarás con vida a la hechicera,” se puede leer en el Éxodo (22:17).
Claro: las hechiceras serán perseguidas y quemadas en la plaza públi-
ca en toda Europa. Entre 1400 y 1782, se estima que entre 50000 y
10000 mujeres fueron llevadas a la hoguera o sometidas a suplicios
aun peores, como la garrucha o el de las “marcas del diablo”.

Por el contrario, ninguna hechicera ni ningún chamán ha llamado


nunca al exterminio de los adeptos de otros cultos. Y aunque así fue-
ra, nunca lo habría conseguido, ya que el chamanismo, como todo
politeísmo, no concibe la idea de una jerarquía entre los dioses. Im-
poner sus creencias por la fuerza va totalmente en contra del po-
liteísmo, puesto que no existe credos ni artículos de fe en el culto de
los espíritus. No se le puede jurar fidelidad a un espíritu sin suscitar
la ira de otro, que tal vez sea un enemigo del primero. Si este llega a
descubrirlo, se enfurecerá que lo hayan abandonado de ese modo, y
así sucesivamente. Como en el Panteón de esas religiones existe un
sinnúmero de dioses, estos se ven obligados a compartir el poder entre
ellos, lo cual le quita fuerzas a cada uno de ellos, y reduce la distancia
que los separa del Hombre. Además, hay un argumento económico:
la existencia de una multitud de dioses-ídolos que viven enfrentán-
dose unos a otros, les permite a los Hombres tener sus propias pre-
ferencias. En esas condiciones de competencia extrema, los tiranos
demuestran más benevolencia a sus súbditos, por miedo a perderlos.
En resumen, el politeísmo les impide a los dioses comportarse mal
con los hombres, en un juego en el que todos ganan por partes iguales.

Cada pagano tiene su propio


politeísmo
Así pues, el politeísmo no nos deja escoger nuestro campo. Esto hace
que, por definición, sea más abierto que el monoteísmo, cuyo com-
portamiento totalitario aplasta cualquier forma de oposición. El dios
politeísta era un “socio principal”, según el vocabulario empresarial;
sus relaciones con los creyentes no tienen nada que ver con las de un
amo con sus esclavos. Si un dios no respondía a las esperanzas que
depositaban en él, era fácil intercambiarlo por otro dios, o incluso ve-
nerar varios a la vez. La libertad de elegir le daba al hombre suficiente
confianza en sí mismo y lo llevaba a preocuparse más por su propio
ser. En muchas de las religiones de la Antigüedad, por ejemplo, los
dioses de pueblos distintos eran considerados equivalentes y, a veces,
intercambiables. “No existe la verdad politeísta”, dice la historiadora
de la Antigüedad, Vinciane Pirenne-Delforge en un video del Collège
de France, sino una pluralidad de puntos de vista, lo cual implica que
los dioses del vecino no representan un problema. Nadie va a tratar
de convertir a ese vecino. A veces, si alguien se da cuenta que algo
falta en su Panteón, se puede incluso tomar prestado un dios donde el
vecino.” Pues sí, los griegos adoptaban con frecuencia las divinidades
de sus vecinos, aunque Dios no lo quisiera, por así decirlo.

De este modo, dado que el creyente podía serles fiel a distintos dioses
del Panteón, el politeísmo poseía una tolerancia natural, casi absolu-
ta, hacia diferentes creencias, ya sea las del pueblo local o las de los
extranjeros. Tal tolerancia se ve respaldada por el hecho de que los
dioses se parezcan a los hombres: les hablan, sienten celos, los de-
safían; tienen incluso mayor proximidad con las mujeres pues buscan
su compañía, las desean y se acuestan con ellas. Por eso la manera
como son representados indica ese parentesco: es posible verlos, ha-
blarles y esperar que respondan. Poseen, con gran frecuencia, un
aspecto idealizado: cuerpos perfectos, incluso sensuales. En realidad,
cuando se representa a un dios se parte de una idea de la perfección:
un dios es más bello, más grande, más fuerte… no necesariamente
más sabio, pero qué importa. En otras palabras, los dioses viven entre
nosotros y es posible admirar su grandeza cuando se entra a un tem-
plo y su poder afuera, en la naturaleza.

Pero la libertad que percibimos en las religiones animistas o politeís-


tas remite a un lugar más lejano. Esa libertad está relacionada con la
posibilidad de pensar sin dogmas, sin marco religioso, en el sentido
que el término cobró en nuestros tiempos. “En Grecia, todos los actos
de la vida cotidiana están cargados de religiosidad: cuando uno come o
viaja, en cada circunstancia de la vida, su conducta se ve marcada por
la presencia de un universo divino con el que hay que conformarse.
Pero no existe una esfera religiosa que les dé forma, necesariamente,
a las certidumbres”, explica el historiador Jean-Pierre Vernant. Esto
lo confirma, en el caso de Roma, el historiador de la Antigüedad Paul
Veyne: “Existía una costumbre cuando uno pasaba frente a la estatua
de Diana cazadora: si alguien quería tener una hija tan hermosa como
ella, había que enviarle un beso con los dedos y, tal vez, más tarde, un
par de ofrendas”. Las religiones griegas o romanas no trazaban una
línea de conducta que había que seguir de manera absoluta. La moral
formaba parte de la filosofía y le incumbía a la política el hacer que se
manifestara en los actos de la vida cotidiana.

Hay que recordar que los grandes imperios (como el de Alejandro y,


sobre todo el imperio romano) eran como encrucijadas religiosas en
las que se encontraban espiritualidades muy diferentes. Así, las reli-
giones orientales se mezclaron progresivamente con las antiguas tra-
diciones occidentales y modificaron profundamente la relación que
se tenía con lo divino. Esto jamás habría sido posible si las religiones
indoeuropeas y sus mitologías hubieran estado basadas en principios
exclusivos e intolerantes respecto a la novedad.

Estos cuantos factores permiten subrayar la adaptabilidad caracterís-


tica del politeísmo, debida, en parte, al hecho de que carezca de orto-
doxia y de revelación alguna y, por ende, de un mensaje que dios le
comunique en modo vertical directamente a los hombres. Los relatos
de los que provienen los mitos van pasando de generación en genera-
ción, en una operación de “bricolaje” como dicen los etnólogos. Poco a
poco, el relato va cambiando, se transforma y se adapta, aunque sigue
siendo el mismo en sus lineamientos generales. La oralidad desem-
peña un papel importante en la evolución de las antiguas tradiciones.
No olvidemos que tampoco existen cleros ni autoridades religiosas, lo
cual les permite a los creyentes interpretar muy libremente y como
mejor les parezca el mensaje de los mitos. Así es: cada pagano tiene
su propio politeísmo.
Los herejes son los verdaderos
modernos
El creyente podía incluso (y así ocurrió en ocasiones) inventarse sus
propios valores, lo cual le inspiró a Nietzsche la observación siguiente:
“En el politeísmo estaba la primera imagen del pensamiento libre y
múltiple del hombre: la fuerza de crearse ojos nuevos y personales,
ojos a cada instante renovados, cada vez más personales: así, sólo el
hombre, entre todos los animales, carecía de horizontes y perspectivas
eternas.” En efecto, el politeísmo no promete nada: no hay vida eterna
ni vírgenes en el paraíso, sino una vida aquí y ahora, hic et nunc. Así,
el Hombre se concentra en su vida e intenta vivirla exitosamente. Por
supuesto, existen mitos, historias con numerosas versiones, pero las
religiones tradicionales no cuentan con textos provenientes de una
Revelación, lo cual significa que el Hombre no conoce los límites de
mandamientos ni de dogmas definidos para toda la eternidad. Puede
dedicarse libremente al pleno desarrollo de su ser y al progreso. Un
progreso que no está descrito en ningún lado y que hay que buscar por
sí solo, con la fuerza de la voluntad.

La misma actitud se manifiesta en todos los movimientos que busca-


ron subvertir el monoteísmo, como por ejemplo los grupos satanistas
como el de Anton LaVey. En los años 60, el filósofo, con su rostro de
Mefistófeles, inventó un seudoculto, “la Iglesia de Satanás”, en la que
el único Dios era el hombre y la regla absoluta era el individualis-
mo. Anton LaVey convirtió en principio la liberación de los deseos,
de tal manera que todo lo que se consideraba anteriormente como un
“mal” se transformó, a partir de 1966, en “bien”. En vez de condenar
a los homosexuales, los invitó a que se unieran a su Iglesia: a quienes
decían ser asexuales, les otorgaba el derecho a vivir su frigidez en paz;
en lo que a las mujeres respecta, no había que condenar su libido sino,
por el contrario, proponerles que la utilizaran para manipular a los
hombres y restablecer, de ese modo, la igualdad entre los sexos. Ya no
había necesidad de condenar el egoísmo, o el sexo, era necesario que
todos creyéramos en nosotros mismos y nos adoráramos, empleando
la energía que otrora gastábamos en rezos y plegarias, para crear va-
lores nuevos. Todo se hacía más claro: la fiesta más importante, para
el Hombre, era su cumpleaños, y el peor de los males era su muerte.
Lo demás, no tenía por qué importarle al Hombre-diablo que se in-
ventó Anton LaVey, matador de religiones, genial provocador, libre de
todo prejuicio.

¿Cómo no sentirse tentado por ese Hombre-diablo? Aquí no existe el


pecado. El chamán, el druida o el mago no se autoflagelan, no viven
sintiendo culpa ante un dios todopoderoso. Tampoco viven aterrados
por miedo a un juicio irrevocable al final de sus días. Le temen a la
muerte, pero consideran que es el fin natural de todo ser. En ese sen-
tido, el creyente lidia directamente con la realidad, sin sufrir de las
neurosis del monoteísta: delirios de persecución, deseos de “volver” a
Dios, confesiones morbosas… Por donde se mire, el politeísmo valora
la “gran salud”, el desarrollo de las pulsiones de vida, la búsqueda de
soluciones concretas como la acupuntura, los tratamientos con hier-
bas, como remedio para el dolor. Resulta interesante, de hecho, que
los poderes de los chamanes y de los sacerdotes sean asociados, con
frecuencia, a los de los médicos. Las curanderas y “curalotodos” de
Europa estuvieron a cargo, durante largo tiempo, de prácticas que la
moral condenaba, como el aborto. En absoluto secreto, las parteras, las
brujas y las “hechiceras” hacían los trabajos que nadie quería hacer,
porque temían irse al infierno. ¡Qué afortunados somos de que haya
habido gente como ellas! Valientes y libres en cuanto a sus creencias,
capaces de inventar sus propios valores.

Por eso hay que darles las gracias a esas prácticas magias y a esos
druidas, porque desafiaron reglas y prohibiciones y les permitieron
a otras que vivieran sin temer terminaren la hoguera o ser aban-
donadas. Habrá que esperar siglos, en el caso del aborto, para que
la Iglesia acepte que existe un problema y considere (faltaba más)
prohibir la contracepción, como lo hizo la encíclica del papa Pablo
VI como reacción a la liberación sexual del año 1968. Sólo en años
recientes, en 2020, frente a la presión de parte de la opinión, un arzo-
bispo francés pudo aceptar el uso del coitus interruptus (coito inter-
rumpido), para que ciertas parejas no tengan niños. El resto del clero
prefiere precipitarse ciegamente y con los brazos abiertos entre los
rangos de los “provida”, cuyos representantes en Estados Unidos y
Francia no siempre han entendido el peligro que constituye hoy en
día la explosión demográfica en el planeta. Una vez más, rechazan la
naturaleza… pero ya nos hemos acostumbrado. Sabemos que nunca
habrá una solución que nos permita vivir en paz sobre la tierra junto a
las religiones monoteístas ni, de hecho, de métodos de contracepción
eficaces, si hemos de creerle a Monseñor el arzobispo….
Conclusión
Algunas reglas de oro

para vivir plenamente sin ningún monoteísmo


El aceptar el dogma religioso y el de la moral religiosa le cuesta parti-
cularmente caro a la humanidad. A mí me sorprende que los Hombres,
en su mayoría, todavía no se hayan dado cuenta de ello. Toda religión
monoteísta insiste en que sólo su Dios, el Dios de la fe verdadera, sea
reconocido como todopoderoso, omnipresente y omnisciente. Todos
los demás dioses, obviamente falsos, no gozan de tal privilegio. Por
ese motivo los Hombres viven divididos entre quienes comparten ese
dogma y la moral religiosa que le corresponde, y quienes no la reco-
nocen, o siguen otro dogma, otra moral.

Saber que el mundo no existe para darnos gusto, que no tiene expli-
caciones que darnos, y sentirse alegre al mismo tiempo, esa puede ser
la lección de nuestro excurso por el monoteísmo. Yo quería hacerlos
acceder a ese sentimiento, a esa alegría de no pertenecerle a maestro
alguno. No quiero obligar a nadie a que se vuelva chamán, prefiero
dejar que cada uno encuentre sus propios valores. En lo que a mí
respecta, me quedo con la lección de tolerancia que nos ofrecen las re-
ligiones politeístas: de nada sirve limitar los deseos del Hombre para
hacer de él un creyente.

Es absolutamente posible alcanzar ese estado sin necesidad de pri-


varse de nada, ni dejarse morir de hambre. Los ayunos, las confe-
siones, los remordimientos, se los dejo a quienes les gusta torturarse
en vida y que, sea como sea, no cambiarán de opinión. Sólo espero
que ese libro haya sido útil para los lectores más libres, los que no
le tienen miedo a contemplar que haya otra verdad. Aquellos que no
tienen miedo de mirar de frente a las quimeras, directamente a los
ojos, ni de decirles: “No”. No acuso ni incito a nadie a que se convierta
a esa u otra religión, ya que no distingo entre los Hombres por su
religión, sino por sus méritos: en efecto, en la vida práctica no existen
tipos humanos puros. Incluso hay gente razonable y suficientemente
racional que toca madera para evitar la mala suerte, cambia de acera
cuando ve un gato negro que cruza la calle, y repite a menudo “gra-
cias a Dios”, aunque no se lo crea para nada. El Hombre está lleno de
contradicciones, pero las creencias son un hecho natural para él y no
está mal seguir ilusiones, siempre y cuando no sean destructivas. Para
conseguir una espiritualidad plácida y agradable, no existen milagros,
pero hemos explorado algunas de las vías de regreso a la confianza en
sí y la consciencia sana.

Nos quedaría faltando una vía. Una vía que permitiera reconciliar las
ventajas de todas las religiones al mismo tiempo. La vía de una reli-
gión personal, o deísta, en la que cada uno se inventaría un Dios como
mejor le pareciera. Un deísmo en el que todos tuvieran derecho a
inventarse su propia relación con lo divino. El deísmo de los filósofos,
el de Diderot y el de Voltaire. Una aproximación como esta no implica
que haya que decidir si Dios existe, ya que no habla con nosotros y
tampoco nos observa. No resulta útil, en modo alguno, hacerle rezos
y plegarias, ya que no nos ayudará. Pero puede que al menos exista,
¿quién sabe? para brindarnos la confianza necesaria para encarar la
vida. En esta concepción, ya no se plantea el problema de la tole-
rancia, de la distinción entre “lo propio y lo ajeno” ni el de la moral
divina. Así es: un ser de ese tipo es único para todos, sin distinción.
Quizás sea ese el Dios que nos hace falta, un Dios que, como un faro
en el océano, nos muestra el camino, nos atrae a él, pero sin forzarnos.
Un foco de luz y de espíritu, al que podemos acercarnos sin que nada
nos obligue o nos impida continuar nuestra vida humana.

Personalmente, pienso que esa es la solución para poder pasar página


con el monoteísmo. La religión ideal sería una conciliación entre las
creencias naturaleza, las de las religiones politeístas y el esfuerzo ra-
cional del monoteísmo, para entender esos dioses, y el de los teólogos
y filósofos ilustrados, como Hegel. Soñaría con tocar el tambor del
chamán al ritmo de un réquiem de Mozart; poner a bailar a Zara-
tustra al son de los órganos de la Iglesia. En otras palabras, inventar
la religión que hace falta, la de los espíritus libres y hedonistas, que
descubriría en las tradiciones una forma de embellecer la vida, en vez
de someterla.

Espero que el ejemplo del chamanismo, y de las brujas, hagan que al-
gunos prosigan sus investigaciones y encuentren otras ideas para ali-
mentar su propia espiritualidad respetando a los demás. Descubrirán,
tal vez, alguna pócima para olvidar sus penas, interpretaciones más
originales de sus sueños y rutinas para ponerse en forma, gracias a las
brujas de Instagram. ¿Quién sabe? Yo afirmo que tales creencias son
buenas, aunque no todas sean eficaces, siempre y cuando nos brinden
fuerzas. Y, si así es, aunque me arda la boca al decir esa palabra, amén.

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