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D E LA DEMOCRACIA MODERNA
M A N U E L A L E J A N D R O GUERRERO
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orden de las cosas y sirve para mantener el statu quo. E n las sociedades
occidentales modernas ha surgido una serie de conceptos vinculados
a la democracia que, en la conciencia cotidiana, se han transformado
en verdaderos mitos que ayudan a sostener la aceptación del sistema
democrático. Así, conceptos tales como pueblo, participación, opinión
pública, elecciones y representación son mitos fundamentales del sistema
Giovanni Sartori, The Theory of Democracy Revisited. The Contemporary Debate (pri¬
1
mera parte), NuevaJersey, Chatham House Publishers, Inc., 1987, pp. 102-103.
Bronislaw Malinowski, Magic, Science and Religion and Other Essays, Nueva York,
2
1948, p. 93.
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3
Murray Edelman, The Symbolic Uses of Politics, Chicago, University of Illinois Press,
sexta edición, 1974, p. 2.
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4
Sartori, The Theory of Democracy..., op.át. (primera parte), p. 22.
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Ibid., p. 32.
5
mayoría de los sufragios, aunque también se dan casos en que, debido a que no hay
una mayoría clara, quienes ocupan el poder son aquellos que alcanzaron los votos de
la primera minoría, como ha sucedido en Gran Bretaña.
En los casos donde existen grupos étnicos dominantes, el estatus de la o las mi-
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norías resulta más fácil de verificar sin necesidad de que estos grupos protesten ante
ciertas políticas, no así cuando existen minorías tales como grupos homosexuales en
sociedades relativamente conservadoras.
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componían los otros dos Estados, el tercero era el pueblo. Las razones
que ofrece Siéyes para demostrarlo son tres. En p r i m e r lugar señala
ventajas socioeconómicas: él subraya que son los individuos pertene-
cientes a este Estado quienes desarrollan las actividades económicas
fundamentales, así como también los que llevan a cabo "19/20" de las
tareas públicas y, a pesar de ello, no tienen posibilidades de llegar a
puestos de mando, lucro o prestigio. Así, aunque son estos indivi-
10
8
Aristóteles, Política, libro IV, p. 225, en Aristóteles, Ética nicomaquea. Política, ver-
sión española e introducción de Antonio Gómez Robledo, México, Editorial Porrúa,
decimoprimera edición, 1985.
9
Murray Forsyth, "Emmanuel Siéyes: What is the T h i r d Estate?", en Murray
Forsyth, Maurice Keens-Soper y John Hoffman (eds.), The Political Classics. Hamilton to
Mill, Oxford, Oxford University Press, 1993, p. 58.
Ibid., p. 59.
10
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Ibid., p. 60.
11
Ibid., p. 61.
12
Jean Touchard, Historia de las ideas políticas, trad. de J. Pradera, México, Ed. Rei,
15
Hay que notar que ésta no es una tradición compartida por algunos países de-
17
Peter Singer, Great Política! Thinkers. Machiavelli, Hobbes, Mili and Marx, Oxford, Oxford
University Press, 1992, pp. 341-343.
20
No obstante, a pesar de la identificación entre ambos conceptos, procesos elec-
torales y democracia no siempre fueron aguas de un mismo río. Las elecciones prece-
dieron la consolidación de las democracias modernas. Tanto en la Inglaterra medieval
como en la Italia renacentista la gente -algunos notables, claro está- tenía el privilegio
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ejerce el poder como elector" parece ser la frase que califica mejor la
idea que se tiene de la función de los procesos electorales en las de-
mocracias modernas.
Dieter N o h l e n a f i r m a que en las democracias occidentales las
elecciones se pueden entender como u n acto mediante el cual el elec-
torado expresa su confianza en las personas elegidas; se escoge u n
parlamento representativo, y se puede reelegir, destituir o ejercer con-
trol sobre el gobierno en t u r n o . Pero, además, se supone que los repre-
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de votar. De la misma forma, en las provincias de Francia se votaba para elegir a los re-
presentantes del Tercer Estado. Estos procedimientos nunca tuvieron por bandera la
democracia, a la que, por cierto, se despreció después del siglo XIX.
El ethos de los procesos electorales modernos es distinto al de aquellos que se cele-
braban hace todavía un par de siglos. Ello se debe a que en la vida política moderna, el
voto descansa sobre dos pilares democráticos, la participación y la igualdad. Asimismo,
la idea de elección significa competencia y libertad de escoger entre dos o más opcio-
nes, lo cual deja fuera la idea de elección como mera ratificación.
21
David Butler, "Electoral Systems", en David Butler, Howard R. Penniman y
Austin Ranney, Democracy ai the Polis. A Comparative Study of Compeüüve National Elec¬
tions, Washington, D.C. y'Londres, American Enterprise Institute for Public Policy Re-
search, 1981, p. 7.
22
Dieter Nohlen, Elecciones y sistemas electorales, Fundación Friederich Ebert, Cara-
cas, Nueva Sociedad, 1995, p. 16.
23
Arendt Liphart, Electoral Systems and Party Systems, Oxford, Oxford University
Press, 1994, p. 1.
24
Braud, op.cil.,p. 75.
25
Vernon Bogdamor, "Introduction", en V. Bogdamor y David Butler, Democracy
and Elections. Electoral Systems and their Political Consequences, Cambridge, Cambridge
University Press, 1983, pp. 1-2.
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Anthony Birch, The Concepts and Theories of Democracy, Londres, Routledge, 1993,
26
pp. 82-83.
Braud, op.cit, p. 75.
27
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Anthony Downs, An Economic Theory of Democracy, Nueva York, Harper, 1957. So-
28
bre el comportamiento racional de los individuos véase también Mancur Olson, The
Logic of Collective Action, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1965.
Robert Dahl, A Preface to Democratic Theory, Chicago, Chicago University Press,
29
1956, p. 125.
Sartori, The Theory of Democracy... op.cit. (primera parte), p. 108.
30
Polsby, Handbook of Political Theory, Reading: Addison-Wesley, vol. 4, 1975, pp. 118-125.
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pación en las urnas deja mucho que desear, la realidad es que las teo-
rías democráticas sobrevaloran las supuestas virtudes ciudadanas y no
consideran que a fin de cuentas el grado de participación en las vota-
ciones, aunque bajo en ciertos países, sigue siendo funcional para cu-
brir los requisitos de u n sistema democrático. Este tipo de observacio-
nes permite suponer que, a pesar de la baja participación electoral en
Estados Unidos, por ejemplo, su democracia sigue funcionando relati-
vamente b i e n . 34
existen otras formas en las cuales los individuos pueden influir en las
decisiones de los gobernantes. E n las sociedades democráticas moder-
nas u n a buena parte de los ciudadanos es indiferente frente a la ma-
cropolítica nacional. Las exigencias de especialización de (y sobre) las
decisiones políticas hacen que el ciudadano promedio se sienta aleja-
do de la posibilidad de i n f l u i r en ellas. Esto sucede debido a que en
las urnas no se eligen las políticas a seguir, sino a los individuos que
podrán decidir tales o cuales políticas. La toma de decisiones macro-
políticas es una facultad de la meritocracia que se encuentra al frente
del gobierno nacional.
can Political Science Review, vol. 62, nüm.l, marzo de 1968, p. 28.
33
Samuel Brittan, The Economic Consequences of Democracy, Londres, Temple Smith,
1977, p. 130.
34
B. Berelson, P. Lazarsfeld y W. McPhee, Voting, Chicago, Chicago University
Press, 1954, p. 312.
35
Richard Rose (ed.), Electoral Participation. A comparative Analysis, Washington, D.
C , SAGE Publications, 1980, p. 1.
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36
Véase Jean-Marie Cotteret y Claude Emeri, Los sistemas électorales, trad. de Juan
Garcia-Bosch, Barcelona, Oikos-Tau, 1973, pp. 149 y ss.
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American Political Science Review, vol. 90, num. 1, septiembre de 1996, p. 475.
Jos C. N. Raadschelders, "Rediscovering Citizenship: Historical and Contempo-
38
rary Reflections", Public Administration, vol. 73, invierno de 1995, pp. 611-625. Robert
Dahl destaca en su obra La poliarquía. Participación y oposición (versión en español para
Editorial Tecnos, Madrid, de Julia Moreno San Martín, 1989) que en los sistemas de-
mocráticos el verdadero conflicto de intereses y por el poder tiene lugar entre un sin-
número de organizaciones y grupos localizados en todas las diferentes esferas y grados.
Ello origina su teoría sobre la poliarquía.
Benello y Roussopoulos, The Case for Participatory Democracy, Nueva York, Gross-
39
40
Citado en Valdimer O. Key, Opinión pública y democracia, trad. de A. Sánchez,
Buenos Aires, Bibliográfica Omeba, 1967, p. 24.
41
La opinión pública tiene que ver también, por ejemplo, con las opiniones que
se tienen de los candidatos, los partidos, la relación entre gobierno y sociedad, así co-
mo con cualquier opinión de importancia política. Ibid., pp. 24 y 25.
&
Ibid., p. 15.
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Robert E. Lañe y D. O. Sears, Public Opinión, Nueva Jersey, Prentice Hall, 1964, p. 58.
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Pero, ¿quién podía tomar en sus manos esta labor de educación cí-
vica del ciudadano? L i p p m a n n criticaba severamente la subjetividad y
parcialidad de la prensa de su tiempo - q u e , en este sentido, no es muy
distinta de la actual-. Para algunos autores, en nuestros días el principal
enemigo de la formación cívica del ciudadano es la televisión. Si bien la
transformación de los medios informativos ha hecho posible la comuni-
cación entre lugares muy distantes, de forma instantánea y superando
fronteras, cabe preguntarnos hasta qué punto también ha socavado la
participación activa de la gente en los asuntos públicos. La televisión ha
46
Ibid., p. 60.
17
Además, quedó demostrada la importancia de los referentes en el mundo social
-líderes sindicales y étnicos, la posición de un partido político, las opiniones que se es-
cuchan en la tienda o el trabajo- para definir las preferencias políticas del público.
Ibid., p. 62.
48
Walter Lippmann, Public Opinión, Nueva York, Penguin Books, 1922, p. 303.
49
Ibid., p. 308.
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Si los datos de TV Guide son correctos, el estadunidense promedio ve televisión
más de siete horas al día. Considerando que una persona promedio trabaja ocho horas
diarias, duerme otras ocho y come en dos horas, este ciudadano dedicaría menos una
hora - o una hora negativa- a leer, discutir y participar. Curtís Cans, "Political Partici-
pation's Enemy # 1", Spectrum, 1993, p. 26.
51
Ibid., p. 27.
32
Loc. cit.
53
Loc. cit.
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U N CUARTO M I T O : LA REPRESENTACIÓN
C O M O EXPRESIÓN DE LA VOLUNTAD POPULAR
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Como sostiene Anthony Birch, el desarrollo de las instituciones representativas
en la Europa medieval tuvo que ver más con las necesidades fiscales y administrativas
de los reyes que con el deseo de aumentar la influencia política de los ciudadanos.
Anthony H. Birch, Representation, Londres, Pall Malí Press, 1971, p. 24.
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este sentido, sobre las diferentes acepciones del término "representante". Idem.
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La esencia de este punto de vista era que "si el Parlamento iba a ser el centro
del poder político más que un mero freno al poder del rey, el miembro del Parlamen-
to habría de ser libre para hacer lo que creyera mejor en nombre del interés nacional,
más que actuar como un agente para sus distritos". Ibid., p. 37.
57
Ibid., p. 42.
58
Autores como J. J. Rousseau, por el contrario, consideran que las virtudes de la
democracia se ven socavadas cuando se acude a la representación. En este sentido, pa-
ra Rousseau la soberanía -que no es sino el ejercicio de la voluntad general- no puede
nunca enajenarse, ya que el soberano, como ser colectivo, no puede ser representado
por nadie más. Así, aunque el poder puede transmitirse, la voluntad no. Véase Juan J.
Rousseau, El contrato social, México, UNAM, colección Nuestros Clásicos, núm. 23, cuarta
edición, 1984, pp. 33-37.
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Shannon C. Stimson y M. Milgate, "Utility, Property, and Political Participation:
James Mill on Democratic Reform", American Political Science Review, vol. 87, num. 4,
1993, p. 907
60
A. Birch, Representation..., op. at, p. 48.
ei Giovanni Sartori, "Representational Systems", en David L. Sills (ed.), Internatio-
nal Encyclopedia of the Social Sciences, vol. 13, Nueva York, The Macmillan Company y
The Free Press, 1968, p. 467.
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Llegados a este punto cabe preguntar qué tan responsables son los
primeros frente a los segundos cuando las elecciones ocurren sólo pe-
riódicamente y además la relación entre unos y otros está mediada por
los partidos políticos, cuya disciplina interna - a l menos en los regíme-
nes parlamentarios- ha cambiado la naturaleza de los sistemas de repre-
sentación. Con frecuencia se ha sostenido que la presencia de partidos
políticos facilita al votante su elección porque le muestra de manera cla-
r a distintos programas de acción, le otorga al voto u n significado m u -
cho mayor - e n cuanto hace de él u n voto razonado- y fomenta la res-
ponsabilidad del partido que gana la mayoría ante los ciudadanos. No
obstante, como ya se discutió en el apartado sobre participación, hay
elementos para dudar de una absoluta racionalidad del elector.
Muchos partidos no presentan programas de actuación definidos
e n sus plataformas, sino sólo algunas de sus principales propuestas.
Incluso en aquellos casos en que elaboran cuidadosamente sus plata-
formas y el elector tiene acceso a ellas, se ha descubierto que con fre-
cuencia el voto se halla condicionado p o r ciertas lealtades tradiciona-
les, p o r la imagen que el elector tiene del partido, así como por el
desempeño del gobierno en t u r n o . Además, las acciones que este últi-
m o lleva a cabo normalmente están dictadas más por las circunstan-
cias imperantes que por las promesas que el partido hizo durante su
campaña. Por consiguiente, es indudable que el vínculo entre gober-
nantes y gobernados es relativamente débil, y lo es aún más a medida
que el intermediario (el partido) se ha fortalecido. Es de esperarse que
el representante esté más obligado con los intereses del partido que lo
llevó al poder que con las promesas hechas ante los electores durante
su campaña, lo cual no significa que éstas no i m p o r t e n .
Entonces, ¿qué nos queda en la práctica de u n sistema de repre-
sentación democrática? En términos teóricos, al menos dos condicio-
nes deben satisfacerse para que pueda existir u n sistema de represen-
tación democrática: a) que la gente elija libre y periódicamente u n
cuerpo de representantes y b) que los gobernantes sean responsables y
d e n cuenta de sus actos ante los gobernados. Independientemente de
que los representantes, una vez en el Parlamento, encarnen a la nación
o al pueblo, o defiendan exclusivamente los intereses particulares de
aquel que votó por ellos, la función más i m p o r t a n t e de la representa-
ción para la democracia es que el representante, al ser electo, encarna
los intereses de una entidad, y que son legítimamente aceptados por
todos (o casi todos) como superiores a los suyos. Ello, a su vez, legitima al
sistema y al poder de aquellos que dirigen el gobierno y contribuye a ha-
cerlos responsables. Las instituciones representativas sirven para movili-
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BIBLIOGRAFÍA
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Ibid., p. 468.
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