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Ternavasio

Introducción:

El fenómeno rosista fue analizado en gran parte de la historiografía argentina


desde una perspectiva que destacó lo más obvio del régimen impuesto en
1835: la unanimidad basada en la coacción y el terror. Vio en el fenómeno del
caudillismo el predominio de fuertes liderazgos, en general de base rural y
militar, desestimando el papel jugado por las instituciones en este tipo de
regímenes y mucho más aún la función que desempeñaron los procesos
electorales.

Actualmente, para intentar responder a la pregunta sobre el proceso de


constitución de una ciudadanía política en América Latina, nuevos estudios
analizan los procesos electorales.
El proceso de fragmentación que se produce con la crisis del mundo hispánico
reconoce un problema común: ¿cómo reemplazar la legitimidad monárquica
por una nueva legitimidad que garantice la obediencia política?, ¿cómo regular
la nueva relación entre gobernantes y gobernados en el marco de ruptura de
los lazos coloniales? Los intentos por resolver este problema colocan a la
representación política en el centro de las preocupaciones de los actores
decimonónicos. Las respuestas en cada región reflejan, en un horizonte
cultural compartido, vías muy diversas de constitución de la ciudadanía
política.

El Estado de Buenos Aires institucionaliza en 1821 un nuevo régimen


representativo: la incorporación política de la campaña y la vigencia del
sufragio universal y directo. Bajo este régimen se construyeron sucesivamente
dos formas de ejercer el poder político. La primera (1821 y 1835 promovido
por un heterogéneo grupo de la élite liderado por Rivadavia)  amplia
participación electoral, dinámica notabiliar de tipo competitivo (lucha por las
candidaturas) buscó estabilidad política en base a negociaciones interpares. La
segunda (impuesta por Rosas luego de 1835) también amplia participación
en el sufragio, pero suprimiendo la competencia y estableciendo un régimen de
unanimidad, buscó la estabilidad política en un sistema basado en la negación
de la competencia y en el predominio absoluto del Ejecutivo. En ambas
situaciones, el sufragio actuó como el principal elemento legitimador
del poder político.

Si bien, un análisis de las elecciones realizadas durante la hegemonía resista


no puede prescindir de los destierros, asesinatos y amenazas que desde el
gobierno se instrumentaron para acallar a la oposición, estas acciones no
explican las causas que condujeron a la imposición de la unanimidad ni menos
aún las formas que adoptó su organización. No es posible entender el rosismo
sin preguntarnos por el tipo de legitimidad en la que fundó la obediencia
política. No fue el simple resultado de la imposición militar de un caudillo. Hubo
una fuerte dosis de consenso quehizo posible la continuidad por casi dos
décadas de un régimen unanimista.
Entre la legalidad electoral y la tradición pactista:

La ley electoral 1821 marcó una profunda transformación en la práctica política


vigente. Un amplísimo derecho de sufragio —otorgado a "todo hombre libre"
de ciudad y campaña— junto a un régimen de elección directa de diputados a
la Sala de Representantes —poder legislativo provincial creado en 1820 y
encargado a su vez de designar al gobernador— produjo una notable
ampliación del universo representado. La supresión de los colegios electorales,
encargados durante la década revolucionaria de negociar los candidatos electos
para los diversos cargos disputados, dio lugar a una nueva práctica: la lucha
por las candidaturas. Esta lucha se dio en el espacio urbano, ya que en la
campaña imperó el voto por unanimidad.
La prensa —principal vehículo de propaganda de las listas— muestra el modo
en que se cruzaban los nombres en combinatorias diversas, que no reconocían
facciones marcados.
Esta competencia parece alcanzar su máxima expresión en momentos en que
se reúne el Congreso Nacional de 1824-1827, último intento en esta primera
mitad de siglo de organizar y constituir bajo un gobierno central a los estados
autónomos provinciales. La división que se manifiesta dentro del Congreso
entre unitarios y federales se traslada al ámbito provincial, articulándose la
creciente división facciosa a la ya consolidada competencia inter notabiliar.
Comienzan enfrentamientos en las mesas electorales entre los grupos de
votantes, quienes, manifestaban consignas y símbolos de identidad de las
nacientes facciones en pugna. Entre ellos, la forma de ir vestido a una elección
parecía ser un dato relevante: el frac y la levita de los unitarios se contraponía
a la chaqueta —vestimenta más popular— de los federales.
La lógica notabiliar persiste a través de la práctica de las candidaturas: los
personajes identificados con las facciones en pugna aparecen mezclados en las
mismas listas de candidatos. Pero se el margen de negociación en el interior de
la élite. Hasta 1827, la práctica de las candidaturas era sumamente agitada,
pero no generaba actos de violencia destacables en los días de elección. Las
elecciones de 1827 y 1828 parecen romper con esta convicción.
La división facciosa entre unitarios y federales reduce el margen de
negociación internotabiliar. La revolución del 1ro de diciembre de 1828,
acaudillada por un líder militar de tendencia unitaria, el general Lavalle,
destituye por la fuerza al gobernador Dorrego —federal— y a la Sala de
Representantes con mayoría también federal. La revolución se hace en nombre
de la ilegitimidad de origen del gobierno derrocado, dada la corrupción
manifiesta en los comicios de 1828.
Este movimiento promete en sus primeros días de gobierno un
restablecimiento inmediato de la legalidad electoral. La apelación a la legalidad
electoral —aun en un momento en que parece negársela— refleja la
importancia que había adquirido el sufragio en la sociedad porteña como
fuente insustituible de legitimidad. Pero al mismo tiempo se observa la
reducción de los márgenes de negociación existentes en el interior de la élite y
la imposibilidad de seguir con una práctica como la de las candidaturas sin que
ella amenace la estabilidad del sistema. Ante esta amenaza se recurre al pacto
entre las cabezas visibles de grupos enfrentados. Los pactos de Cañuelas y de
Barracas, de 1829, se realizan entre el general Lavalle, unitario, y el
comandante general de campaña Juan Manuel de Rosas, federal. El pacto de
Cañuelas busca remplazar la competencia de listas —y suprimir así la ya
tradicional práctica de las candidaturas— por un compromiso basado en una
lista única concertada entre Lavalle y Rosas.
Naturalmente, este primer intento por suprimir la competencia y establecer
una unanimidad a través del mecanismo de la lista única no resultó fácil de
poner en práctica, sobre todo en el espacio urbano, donde aún prevalecía la
lógica notabiiiar y la presencia de grupos en el interior de la élite que se
negaban a aceptar que se les excluyera por una negociación concertada sólo
entre dos personas.
2 tendencias: competencia vs unanimidad (ambas tendencias conformadas por
unitarios y federales, lo que generó divisiones internas en los dos grupos). La
oposición que llevó a los enfrentamientos más encarnizados —cuyo principal
escenario fueron las elecciones— no era entre las facciones de unitarios y
federales, sino entre quienes defendían una u otra concepción de la
representación. Tanto es así que el grupo unitario desaparece prácticamente
del escenario público y la escisión se traslada al grupo federal: aquellos que
comienzan a denominarse federales doctrinarios defienden la práctica
vigente de competencia de listas y los llamados federales netos —liderados
por Rosas— pretenden suprimirla.

El fracaso y la suspensión de las elecciones del 26 de julio, por no responder


sus resultados a lo convenido en Cañuelas, desembocó en un nuevo pacto: el
de Barracas. Se diagnostica no ser posible comprometer por segunda vez "la
dignidad de aquel gran acto, que el estado actual de agitación y ansiedad no
permite celebrar por ahora", acordándose designar un gobernador provisorio
que restablezca la paz para la convocatoria inmediata a nuevas elecciones.
Luego de un largo debate en el interior de los grupos federales se restituye de
la legislatura derrocada por la revolución de 1828 y la designación del nuevo
gobernador, el comandante general de campaña Juan Manuel de Rosas.

¿Qué tipo de representación? El gran debate (1829 – 1835)

Las concepciones divergentes en torno a la representación y el funcionamiento


del régimen político, se recrudecen apenas asciende Rosas como gobernador
de Buenos Aires a fines de 1829. El debate suscitado en la Sala de
Representantes sobre la pertinencia o no de otorgar al poder ejecutivo
facultades extraordinarias se extiende durante los tres años del primer
gobierno de Rosas. Los federales doctrinarios comienzan a proclamar el
lema "Constitución, libertad, instituciones", la división e independencia de
poderes y un sistema de libre competencia electoral. Los federales netos
reivindican la práctica pactista tradicional entre las diversas fuerzas en pugna
por encima de los congresos y constituciones. Pretendían convertir al Ejecutivo
en un poder omnímodo —desestimando de este modo las atribuciones de la
Sala— y a las elecciones en una ratificación plebiscitaria de dicho poder.
La votación final, luego de un prolongado debate, dio el triunfo a los
doctrinarios por lo que Rosas se negó a aceptar nuevamente la gobernación.
Luego de 1832, quedó abierto el terreno de disputa entre los grupos
enfrentados, y el electoral será el escenario en el que van a desarrollar la
principal pulseada. Las elecciones para renovar los miembros de la Sala de
Representantes, en 1833, ofrecieron a los grupos de la élite la oportunidad de
medir fuerzas. Los preparativos de estos comicios reprodujeron en su máxima
expresión los mecanismos implantados en la década de 1820. La prensa, se
hizo eco de esta disputa publicando innumerables listas con combinaciones
diversas de personajes conocidos cuya cantidad sorprende (fiebre de listas).
Un grupo de mujeres autodenominado Las Porteñas Federales propuso una
lista de candidatos. Este grupo aprovechó la oportunidad para defender sus
derechos al sufragio activo y pasivo.

Las elecciones estuvieron muy influidas por el debate que durante todo el
primer gobierno de Rosas fue delineando las posiciones enfrentadas: asumió la
forma de una disputa argumentativa mucho más densa y sustancial que en
años anteriores. En estas elecciones parecían jugarse opciones que iban más
allá de una competencia entre notables. Los comicios finalmente se realizaron
en un ambiente de suma agitación. El triunfo obtenido por los llamados
oficialistas o federales liberales provocó de inmediato la crítica de los
autodenominados federales netos, leales a Rosas en un clima de creciente
tensión.
El resultado de estas elecciones fue la consolidación de una imagen ya
prefigurada entre los netos: la amenaza que representaba la dinámica
competitiva adquirida por los procesos electorales (la inestabilidad
permanente). Rosas buscaba garantizar la elección a través de una lista única
que eliminara la competencia. El clima de tensión y agitación creció desde
finales de 1833. El gobernador Balcarce —que había sido nombrado al rechazar
Rosas la designación— fue destituido por la fuerza, nombrándose en su
remplazo al general Viamonte. Los llamados restauradores, leales a Rosas, no
cesaron de cometer actos terroristas que obligaron a varios federales
doctrinarios a optar por el camino ya transitado por muchos unitarios: el
destierro. En junio de 1834 el gobernador fue presionado a renunciar,
designando la Sala nuevamente a Rosas como titular del poder ejecutivo.
Cuatro veces consecutivas el ex gobernador se niega a aceptar el cargo. En las
cuatro oportunidades, la Sala lo designa sin otorgarle las facultades
extraordinarias. Finalmente, luego del interinato ejercido por el doctor Maza y
envueltos en un clima de violencia y agitación —provocado y fomentado por los
federales netos—, en marzo de 1835 se designó a Rosas como gobernador por
cinco años, con la suma del poder público. Antes de aceptar, Rosas decide
someter el asunto a un plebiscito en la ciudad para que ésta se exprese a favor
o en contra del otorgamiento de la suma del poder público y del aumento del
periodo del gobernador de tres a cinco años. El resultado fue 9316 votos a
favor de la nueva ley y sólo cuatro votos en contra.

Se inició así una nueva etapa que se caracterizó por la unanimidad


basada en la lista única que elaboraba el propio gobernador y cruzada,
muchas veces, con convocatorias de tipo plebiscitario como la que
acabamos de citar, así como por el ejercicio de un tipo de régimen que
otorga al Ejecutivo poderes casi ilimitados.

La unanimidad rosista:

Rosas no deja nunca de celebrar las elecciones anuales para renovar los
miembros de la Sala de Representantes, tal como indicaba la ley de 1821. En
la organización de las elecciones, primero se elaboraba una lista única, el
encargado naturalmente de hacerlo era el mismo gobernador. En general, las
listas de representantes para ciudad y campaña elaboradas por el poder
ejecutivo repetían sistemáticamente los mismos nombres. Como la renovación
era por mitades, los diputados salientes eran reelectos, constituyendo así un
elenco estable de representantes. Una vez confeccionada la lista se procedía a
organizar el acto electoral, sin dejar ningún detalle de lado. El gobernador le
otorgaba gran importancia al ritual electoral.

La maquinaria así organizada alcanzó un alto grado de perfección y de


creciente mecanización, lo que permitió que se agilizaran los tiempos que
debían utilizarse en la preparación de los comicios. El gobernador se ocupaba
en persona de cuidar hasta los detalles más ínfimos: desde revisar las pruebas
de impresión de las boletas hasta controlar el modo y los tiempos de
distribución de las mismas.

En la campaña, todo se centralizaba en la figura del juez de paz.

En la ciudad, los resultados electorales no difieren demasiado —desde la


perspectiva de la cantidad de sufragantes— de los observados en etapas
anteriores. El piso de electores se crea luego de que se dicta la ley de 1821;
por tanto, esa fecha representa un cambio notable en la cantidad de votantes
movilizados y no parece modificarse luego de 1835. En la campaña, en cambio,
el número de votantes crece de manera significativa en relación con la etapa
precedente. Sin embargo, dicho crecimiento es mucho más vertiginoso en
aquellas secciones electorales en las que se ubica la nueva línea de frontera
ganada al indígena luego de 1833.
Se da una importante ruralización de la política, se destaca el alto grado de
institucionalización bajo el que se desarrolló dicho proceso en el Río de la Plata.
La expansión de la frontera electoral en un territorio recién incorporado bajo la
tutela estatal, junto a la movilización producida a través del sufragio en
poblados débilmente asentados, reflejan la estrecha articulación que se entabla
en la época de Rosas entre el voto y la consolidación del poder provincial en el
campo.
La idea de producir el sufragio no es una novedad del rosismo; está presente
desde el momento mismo en que se impone la nueva representación en 1821.
El papel desarrollado por la élite en este sentido fue clave desde la década de
1820. El llamado —y tan criticado— "oficialismo electoral" fue el que se
encargó de movilizar a un nuevo universo de electores y de consolidar la
práctica del sufragio durante todos esos años. En el caso de Rosas la gran
diferencia radica en el cambio de las reglas de juego informalmente estatuidas:
suprimió la competencia y estableció la unanimidad como forma de régimen.

A la voluntad por producir el sufragio se le unía la voluntad por movilizar.

Todos los detalles de los preparativos de las elecciones indican una fuerte
voluntad por movilizar a votantes reales: las prevenciones a suspender la
elección en caso de lluvia, la preocupación por distribuir en tiempo y forma las
boletas con los candidatos, el control ejercido por el gobernador en las pruebas
de impresión de dichas boletas, la selección de los encargados de
redistribuirlas entre los sufragantes, apuntan todos en el mismo sentido.

el alto grado de formalización que alcanza el proceso electoral

demuestra que el sufragio sigue siendo el principal elemento de legitimación


del poder político. Al mismo tiempo, el apego a las formas legales estatuidas
en la etapa precedente desnuda la profunda ambigüedad que encierra el
régimen rosista. Esta vocación por movilizar y legitimar por vía electoral 40 un
poder que había roto con las dos premisas más importantes del régimen
instaurado en 1821 —la competencia internotabiliar y la centrali-dad de la Sala
de Representantes— se basa, por un laclo, en la legalidad

liberal heredada de la etapa rivadaviana, y por otro, en una concepción de la


representación profundamente antiliberal.
La noción de unanimidad, lejos de asociarse a los valores del universo liberal,
se vincula con una concepción organicista y jerárquica de la sociedad y con el
predominio del ideal de unidad por encima de la diversidad de funciones. 41 En
este marco, la división de poderes es reemplazada por la absorción en manos
del poder ejecutivo de las atribuciones de los otros dos poderes, y la aspiración
a un orden legal estable basado en la noción de constitución es sustituida por
una antigua práctica de tipo pactista.
El punto clave para Rosas fue imponer este ideal de representación en el
espacio urbano porque en la campaña ya estaba presente desde el momento
mismo en que se instrumentó la nueva representación; el voto por
unanimidad, casi generalizado en el campo desde 1821, es una muestra de
ello. Por lo tanto, el problema fue siempre la ciudad: escenario de disputas que
mostraban la diversidad y pluralidad de una opinión pública en ciernes.
En este contexto, el fenómeno del caudillismo en el Río de la Plata —
estigmatizado en la persona de Rosas— y su corolario inmediato, el proceso de
ruralización y militarización de la política, lejos de asimilarse al modelo clásico,
que supone la ausencia de legalidad, muestra una tendencia a absorber la
legalidad liberal heredada del espacio urbano, para institucionalizarse con el
signo inverso: una representación invertida que prefigura la noción de un
gobierno elector —tal como dejó señalado Natalio Botana— 42 en vez de la
noción de un pueblo elector. Este tránsito fue indudablemente complejo y deja
al desnudo la distancia que separa a Rosas de la más moderna experiencia
competitiva de la etapa precedente como, asimismo, de la más lejana
representación estamental del Antiguo Régimen.

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