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Paradiso (fragmento)
de José Lezama Lima
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Una era la noche estelar que descendía con el rocío. La otra era la noche
subterránea, que ascendía como un árbol, que sostenía el misterio de la entrada
en la ciudad, que aglomeraba sus tropas en el centro del puente para
derrumbarlo. Cosa rara, el claroscuro buscaba más el color rojo cremoso del Oficio: Arder
cangrejo que el dibujo de BUS muelas tiznadas de negro. Se sonrió con cierto
temor incipiente, ver como en dos carteles lumínicos, muy cerca uno de otro, de Efraín Bartolomé
muela de cangrejo y carie dental. Condescender con esa ligera broma, le permitió
apresurar el paso, como si le prestasen una capa para hacerse indistinto en la
noche. Así la noche no tendría que perseguirlo ni él se vería obligado a arengarla, El poeta y yo
dando manotazos en la neblina, cortando los párrafos como si rompiese el encaje
de la araña. Sentía, separando los cañaverales de la Orplid, la curvatura del de Saúl Ibargoyen
pescuezo de un caballo de bronce, por donde ascendían los termitas
profesionales. El caballo, de granito rojo o gris nocturno, pasaba por debajo del
arco de triunfo y contemplaba durante mucho tiempo las carteleras con el único Adán de barro fresco
teatro en esos confines de las playas no descubiertas. Noche de los idumeos,
escudo de granadillo de la caballería hitita, flanco derecho en la batalla de de Jaime Sabines
Cannas. La arcilla mezclada con el polvo de carbón, hacía espesar las sombras
hasta dar manotazos. Forzó la mirada para no ver el caballito de bronce en el
centro de la isleta, el rabo era de color escarlata y toda la crin del pescuezo Palabracaidista
estaba embadurnada de amarillo. En el claroscuro del fondo se veían pasar
tachonazos verdes, amarillos, blancos. Era la noche verdosa, sombría, desde de Héctor Rosales
luego, pero muy cerca del árbol, a la entrada del puente que se hundía a cámara
lenta.
Memoriabierta
El avance de Cerní dentro de la noche —eran ya las tres menos cuarto, pudo
precisar tan indeciso como inquieto—, fue turbado cuando su absorto ingurgitó. por Jorge Carrol
Una casa de tres pisos, ocupando todo el ángulo de una esquina, lo tironeó con
un hechizo sibilino. Toda la casa lucía iluminada y el halo lunar que la envolvía le
hizo detener la marcha, pero sin precisar detalles; por el contrario, como si la casa
evaporase y pudiese ver manchas de color que después se agrupaban esos
agrupamientos le permitían ir adquiriendo el sentido de esas distribuciones
espaciales. La casa en sus tres pisos repetía el mismo ordenamiento interior: una
pequeña pieza seguida de un salón. En el salón se distribuían parejas y pequeños
grupos que parecían hablar apretando los labios. No obstante, la convergencia de
esas personas en la medianoche, no mostraban ese conocimiento que se tiene de banners del portal
la casa de todos los días, o la que se visita con reglada continuidad. Parecían
extraños que por primera vez hubieran coincidido en esa unidad espacial, aunque poetas en la red
entre los asistentes unos parecían familiares y otros más solemnes y estirados,
revelaban un trato por el oficio, la vecinería o la coincidencia de la infancia en comunidad poética
colegio, playa o excepcionales momentos de peligro o de placer. reglas de la poesía
Le sorprendía la totalidad de la iluminación de la casa. Chorreaba la luz en los tres antivirus on line
pisos, produciendo el efecto de un ascendit que cortaba y subdividía la noche en
tajadas salitreras. Era una gruta de sal, un monte de yagruma, una línea noticias culturales
interminable de moteados de marfil, gaviota, dedales de plata y la sorprendente
sutileza con que la lechuza introduce sus tallos de amarillo en la gran masa de
blancura. Cuchicheaban, sumergían la conversación, reaparecían dándose un
golpecillo en la nariz. Las pecheras sobresalían como un pavón con la cresta de
ópalo. No era la blancura sorprendente de la cresta de diamantes, era la blancura
espesa del ópalo. Opalescencia, palores, licustre, vida que desfallece a la orilla
del mar. Pero hasta allí un abullonado crescendo de la luz, hinchado en bolsa de Autores en amazon.com
celentéreo, mordiendo implacablemente el verde en la línea horizontal de la
iguana, inflando sus carrillos como en una aleluya de marina consagración. Sin
sonar los zapatos, parecía que soplaran la puerta de espejo, como si fueran a
comenzar a bailar, pues sus pasos al acercarse eran medidamente lentos y
buscar
Ceñido el amanecer, los
blancos de Zurbarán, pompas
del rosicler. Los anillos
estarán con el pepino y el Web palabravirtual
nabo de las huestes de
Satán. Cualquier fin es el
pavo, tocado por la cabeza,
pero ya de nuevo empieza a
madurar por el rabo.
embadurnaba con el sudor y esa agua acaudalada le bajada por las orejas
formando un volante arete napolitano. La cara trasudada y el carbón de la noche a
su lado, le daba el aspecto del timonel de una máquina infernal. Temblonas sus
rodillas golpeaban la madera del círculo del parque infantil y así esa línea divisoria
comenzó también a temblar formando como un aquelarre, donde cada una de las
clavadas estacas comenzó una danza grotesca dentro del redondel protegido por
la oblicuidad lunar.
Aquel bosque que había entrevisto al final de su marcha, donde los monos y los
perros saltaban sobre un elefante que se hundía y elevaba, se le fue acercando.
La casa misma parecía un bosque en la sobrenaturaleza. Se veía el entrelazado
ornamento de la verja que servía también de puerta. En su centro, un cuadrado de
metal muy reluciente, donde estaba la cerradura. El tamaño de esta última
revelaba que necesitaba una llave de excesivas dimensiones, como para abrir el
portón de un castillo. Por el costado de la casa se veía un corredor aclarado por la
blancura lunar. El final del corredor permitía penetrar en una extensa terraza, que
estaba rodeada de un jardín descuidado, donde faltaban las podaderas y el
ejercicio voluptuoso. ¿Se atrevería Cerní por aquel corredor, cuyo recorrido era
desconocido y su final, en la terraza, ondulaba como la marea descargada por un
espejo giratorio?
El corredor era todo de ladrillos y su techo una semicircunferencia igualmente de
ladrillos rojos. A lo largo del corredor se veían en mosaicos de fondo blanco,
lanzas, llaves, espadas y cálices del Santo Grial. La lanza penetraba en un
costado del que ascendía un bastón, la llave franqueaba la entrada a un castillo
hechizado, la espada de las decapitaciones en una plaza pública y los caballeros
del rey Arturo se sentaban alrededor de la copa con sangre. Los emblemas de los
mosaicos estaban tratados en rojo cinabrio, la lanza era transparente como el
diamante, un gris acero formando la espada encajada en la tierra como un phalus,
y cada trébol representaba una llave, como si se unieran la naturaleza y la
sobrenaturaleza en algo hecho para penetrar, para saltar de una región a otra,
para llegar al castillo e interrumpir la fiesta de los trovadores herméticos. Una
guirnalda entrelazaba el Eros y el Tánatos, el sumergimiento en la vulva era la
resurrección en el valle del esplendor. Después de atravesar el corredor, que era
el costado de toda la extensión de la casa, Cerní salió a una terraza del mismo
tamaño que el corredor. En uno de sus ángulos más distantes pudo percibir un
dios Término, su graciosa cara era en extremo socarrona, al centro de la piedra se
veía muy prolongado el bastón fálico. La carcajada que rezumaba el rostro de
Término, era de la misma índole que la alegría que ordenaba su gajo estival. Al
lado de la piedra del dios socarrón, se veía una mesa, que tapada por el dios
ofrecía una oscuridad indescifrable. Se veía que allí pasaba algo, pero qué era lo
que escondía ese pedazo de oscuridad, qué era ese escudo que tapaba el rostro
en el momento en que iba a ser esclarecido por la oblicuidad lunar.
El hechizo de la casa estaba en los escalonamientos que ofrecía su entrada.
Estaba construida sobre un mogote y la escalerilla para penetrarla se apoyaba
sobre la tierra que tenía como dos metros de altura. Esa altura donde estaba la
casa, le prestaba todo su encantamiento. En lo alto de sus columnas chorreaban
calamares, los que se retorcían a cada interpretación marina para receptar los
consejos lunares. El avance de cada columna estaba interrumpido por peanas con
pinas de estalactitas y en cada una de las hojas de su corona, se extendían y
bostezaban lagartos cuya inquietud describía círculos infernales con sus ojos,
mientras su cuerpo prolongaba el éxtasis durante toda la estación. Entraban y
salían de la piedra las agujas; las abejas, el lince y el perezoso jugaban sin
romper el silencio nocturno en la copa de un árbol formado por la luz cristalizada.
Una mezcla de pulpo y estalactita trepaba por aquellas columnas inundadas de
reflejos plateados. La casa parecía sin moradores, o éstos estaban adormecidos
como el lagarto durante el otoño. Mientras duraban sus sueños, iban uniéndose la
gota de agua que forma la estalactita y la gota de la tinta del calamar, ablandando
una piedra que repta y asciende en la medianoche. Cerní volvía ya por el
corredor, cuando sintió como la obligación dictada por los espíritus de los hijos de
la noche, de precisar qué era lo que pasaba en el ángulo ocupado por el dios
Término, donde se veían dos bultos amasijados por el espesor de la nocturna.
Atravesó de nuevo el corredor, se paró frente a la terraza. Recorrió todo el
cuadrado que parecía brotar una blancura como una pequeña hierba. Fue
calmosamente a la esquina del dios, con los dos bultos que la oscuridad tornaba
en una capa hinchada cubriendo un saco de plomo. Al lado del dios Término, vio
dos espantapájaros disfrazados de bufones, jugando al ajedrez. Uno adelantaba
la mano portando el alfil, la mano se prolongaba en la oblicuidad lunar. Recordó
que en francés los alfiles son llamados fous, locos, y que están representados en
trajes de bufones. El otro espantapájaros estaba en la actitud de esperar la
oblicuidad que avanzaba, la locura que como una estrella errante iba a exhalar la
noche, el salto que iba a dar el bufón en su danza grotesca. Estaba escrito con un
carbón en la mesa, el verso de Mathurin Régnier: Les fous sont aux écheos, les
plus proches des rois, los locos en el ajedrez son los más inmediatos a los reyes.
Contemplados por Cerní, los dos bufones, rendidos al sueño, doblaron sus
cuerpos y se abandonaron al éxtasis del lagarto, como si sobre sus cabezas
hubiera caído la gota de agua que forman las estalactitas, unida a la gota de la
tinta del calamar.
Fue ascendiendo por la escalera. Pudo ver unos salones vacíos y otros llenos de
murmuradores minuciosos, que acercaban las palabras a los oídos como para que
el silencio no fuera interrumpido. Al llegar al tercer piso, notó que de una de
aquellas capillas brotaba una exacerbada proliferación lucífuga. Reinaba una luz
de volatinero, semejante a la que en el circo acompaña al cuerpo que salta como
un pájaro, sólo que aquí el parecido estaba en los más opuestos confines, pues la
luz batía en torno a la más extremada inmovilidad. Al salir de la escalera, se
inmovilizó momentáneamente, notó que de repente una persona se levantaba del
coro de los conversadores y que después de mirarlo como para reconocerlo
comenzaba a hacerle señas con la mano para que se acercara. Cerní penetró en
la cámara de los conversadores silenciosos. Era la hermana de Oppiano Licario la
que lo había llamado —yo sabía que usted vendría esta noche última. No pude
llamarlo, desconocía la dirección de su casa, sin embargo, yo sabía que usted no
faltaría esta noche —le dijo a Cerní, con un desesperado dolor sereno. Cerní
comprendió de súbito que aquella fiesta de la luz, la musiquilla del tioviovo, la
casa trepada sobre los árboles, el corredor con sus mosaicos, la terraza con sus
jugadores extendiendo la oblicuidad lunar, lo habían conducido a encontrarse de
nuevo con Oppiano Licario. Recordó el relato de doña Augusta, su bisabuelo
muerto, con uniforme de gala, intacto, que de pronto, como un remolino invisible,
se deshacía en un polvo coloreado. La cera de la cara y las manos, con su urna
de cristal, de Santa Flora, ofreciendo una muerte resistente, dura como la imagen
del cuerpo evaporado. La cera repentinamente propicia al trineo del tacto,
ofreciendo un infinito deslizamiento. De nuevo la voz de su padre, escondido
detrás de una columna, y diciéndole con voz fingida: —cuando nosotros
estábamos vivos, andábamos por un camino, y ahora que estamos muertos,
andamos por este otro—. Cobró vivencia de la frase "andar por el otro camino".
Ascendió la imagen de Oppiano Licario, pero ya solo en el ómnibus, con todos los
demás asientos vacíos, sonando sus colecciones de medallas, mandando a
detener al caballito de sus dracmas griegos, con sus pechos y sus ancas
desproporcionados en relación con la cara y con las patas pequeñas que rotaban
sobre un tambor. El inmenso tambor de la noche, un tambor silencioso, que
fabricaba ausencias, huecos, retiramientos, desconchados por los que cabía un
brazo de mar.
JOSÉ CEMÍ
No lo llamo, porque él viene,
como dos astros cruzados
en sus leyes encaramados
la órbita elíptica tiene.
Yo estuve, pero él estará,
cuando yo sea el puro conocimiento,
la piedra traída en el viento,
en el egipcio paño de lino me envolverá.
La razón y la memoria al azar
verán a la paloma alcanzar
la fe en la sobrenaturaleza.
La araña y la imagen por el cuerpo,
no puede ser, no estoy muerto.
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