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Poema con voz

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Paradiso (fragmento)
de José Lezama Lima

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: . Poema con voz

Rodaba ya el primer cuadrante de la medianoche y José Cerní tarareaba y quería


pasar más dentro del silencio. La noche caía incesante como si se hubiera apeado libros pdf
de un normando caballo de granja. Cerní se sentía apoyado por el traqueteo de
los ómnibus, los dialogantes esquinados, disciplinantes y procesionales del Gran manuscritos
Uno. La brisa tenía algo de sombra, la sombra de hoja, la hoja mordida en sus
bordes por la iguana columpiaba de nuevo a la noche. La noche agarraba por los
brazos, sostenía en su caída al reloj de pared, dividía el cuerpo de la harina con
su péndulo de obsidiana. Cerní sentía la claridad lunar delante que oscilaba como
la silueta del pájaro Pong, desde el mar hasta la caparazón de la tortuga negra. La
blancura descendía hasta ese capazarón y se hacían visibles para la lectura sus
veinticuatro cuadrados emblemáticos.
ecards varias
No, no era la noche paridora de astros. Era la noche subterránea, la que exhala el
betún de las entrañas trasudadas de Gea. Su imago reconstruía un cangrejo rojo y ecards amor
crema saliendo por un agujero humeante. ¿Se había despedido de Fronesis? ¿Se
volvería a encontrar en el puente Rialto en el absorto producido por la misma ecards desamor
canción? ¿Cerca estaría Foción en acecho? Esas preguntas pesaban como un
tegumento de humo y hollín en cada una de sus pisadas. Sentía dos noches. Una, ecards amistad
la que sus ojos miraban avanzando a su lado. Otra, la que trazaba cordeles y ecards para la madre
laberintos entre sus piernas. La primera noche seguía los dictados lunares, sus
ojos eran también astros errantes. La otra noche se teñía con el humillo de la ecards para el padre
tierra, sus piernas gravitaban hacia las entrañas terrenales. Bajaba los párpados,
le parecía ver sus ojos errantes describiendo órbitas elípticas en torno al humillo
evaporado o el animal carbunclo.

Una era la noche estelar que descendía con el rocío. La otra era la noche
subterránea, que ascendía como un árbol, que sostenía el misterio de la entrada
en la ciudad, que aglomeraba sus tropas en el centro del puente para
derrumbarlo. Cosa rara, el claroscuro buscaba más el color rojo cremoso del Oficio: Arder
cangrejo que el dibujo de BUS muelas tiznadas de negro. Se sonrió con cierto
temor incipiente, ver como en dos carteles lumínicos, muy cerca uno de otro, de Efraín Bartolomé
muela de cangrejo y carie dental. Condescender con esa ligera broma, le permitió
apresurar el paso, como si le prestasen una capa para hacerse indistinto en la
noche. Así la noche no tendría que perseguirlo ni él se vería obligado a arengarla, El poeta y yo
dando manotazos en la neblina, cortando los párrafos como si rompiese el encaje
de la araña. Sentía, separando los cañaverales de la Orplid, la curvatura del de Saúl Ibargoyen
pescuezo de un caballo de bronce, por donde ascendían los termitas
profesionales. El caballo, de granito rojo o gris nocturno, pasaba por debajo del
arco de triunfo y contemplaba durante mucho tiempo las carteleras con el único Adán de barro fresco
teatro en esos confines de las playas no descubiertas. Noche de los idumeos,
escudo de granadillo de la caballería hitita, flanco derecho en la batalla de de Jaime Sabines
Cannas. La arcilla mezclada con el polvo de carbón, hacía espesar las sombras
hasta dar manotazos. Forzó la mirada para no ver el caballito de bronce en el
centro de la isleta, el rabo era de color escarlata y toda la crin del pescuezo Palabracaidista
estaba embadurnada de amarillo. En el claroscuro del fondo se veían pasar
tachonazos verdes, amarillos, blancos. Era la noche verdosa, sombría, desde de Héctor Rosales
luego, pero muy cerca del árbol, a la entrada del puente que se hundía a cámara
lenta.
Memoriabierta
El avance de Cerní dentro de la noche —eran ya las tres menos cuarto, pudo
precisar tan indeciso como inquieto—, fue turbado cuando su absorto ingurgitó. por Jorge Carrol
Una casa de tres pisos, ocupando todo el ángulo de una esquina, lo tironeó con
un hechizo sibilino. Toda la casa lucía iluminada y el halo lunar que la envolvía le
hizo detener la marcha, pero sin precisar detalles; por el contrario, como si la casa
evaporase y pudiese ver manchas de color que después se agrupaban esos
agrupamientos le permitían ir adquiriendo el sentido de esas distribuciones
espaciales. La casa en sus tres pisos repetía el mismo ordenamiento interior: una
pequeña pieza seguida de un salón. En el salón se distribuían parejas y pequeños
grupos que parecían hablar apretando los labios. No obstante, la convergencia de
esas personas en la medianoche, no mostraban ese conocimiento que se tiene de banners del portal
la casa de todos los días, o la que se visita con reglada continuidad. Parecían
extraños que por primera vez hubieran coincidido en esa unidad espacial, aunque poetas en la red
entre los asistentes unos parecían familiares y otros más solemnes y estirados,
revelaban un trato por el oficio, la vecinería o la coincidencia de la infancia en comunidad poética
colegio, playa o excepcionales momentos de peligro o de placer. reglas de la poesía
Le sorprendía la totalidad de la iluminación de la casa. Chorreaba la luz en los tres antivirus on line
pisos, produciendo el efecto de un ascendit que cortaba y subdividía la noche en
tajadas salitreras. Era una gruta de sal, un monte de yagruma, una línea noticias culturales
interminable de moteados de marfil, gaviota, dedales de plata y la sorprendente
sutileza con que la lechuza introduce sus tallos de amarillo en la gran masa de
blancura. Cuchicheaban, sumergían la conversación, reaparecían dándose un
golpecillo en la nariz. Las pecheras sobresalían como un pavón con la cresta de
ópalo. No era la blancura sorprendente de la cresta de diamantes, era la blancura
espesa del ópalo. Opalescencia, palores, licustre, vida que desfallece a la orilla
del mar. Pero hasta allí un abullonado crescendo de la luz, hinchado en bolsa de Autores en amazon.com
celentéreo, mordiendo implacablemente el verde en la línea horizontal de la
iguana, inflando sus carrillos como en una aleluya de marina consagración. Sin
sonar los zapatos, parecía que soplaran la puerta de espejo, como si fueran a
comenzar a bailar, pues sus pasos al acercarse eran medidamente lentos y

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aterciopeladamente ceremoniosos. Pero no, se acercaban para preguntar un


teléfono o un manantial de chocolate. Daban las gracias, se retiraban, apenas se
oían sus sílabas.
Buscar
Cerní adelantó la cabeza, después la echó hacia atrás, como quien quiere
cristalizar la luz. Pero lo seguía acompañando con gran nitidez ese cuadrado de
luz. La casa lucífuga, muy clavada en su esquina, con una luz que descendía, a
medida que se iba endureciendo, tironeada por el cangrejo cremoso, hacia la
hibernación subterránea. El topo clavado por el rabo, el conejo dominical, el gato
moviendo sus bigotes como si fuera a unir dos palabras, esperaban al visitador
sorprendido por el retroceso del balano y la aparición del casquete de cornalina.
La luz aglomerada tiró también de Cerní, sentía que se iba sucediendo el tranquilo
oleaje de las sílabas:

buscar
Ceñido el amanecer, los
blancos de Zurbarán, pompas
del rosicler. Los anillos
estarán con el pepino y el Web palabravirtual
nabo de las huestes de
Satán. Cualquier fin es el
pavo, tocado por la cabeza,
pero ya de nuevo empieza a
madurar por el rabo.

Cerní seguía su caminata en la medianoche y oyó de pronto cómo se levantaba inicio


una musiquilla. Era un tiovivo, una estrella giratoria y un whip. El tiovivo con
pequeños caballos velazqueños, regalados de pechos y ancas, rojos, amarillos,
negros. Detrás de los rifosos iban unas carrozas, hechas para tías con niños muy
pequeños. Un provecto se veía que engrasaba los motores para entreabrir el
domingo. Los carros de whip tenían una capota húmeda que cenia al coche para
evitar el goteo de los grillos. Parecía que el látigo restallaba sobre la música
temblona. El provecto acariciaba la capota del whip, para escurrir el agua que se
deslizaba dentro del coche. Gamuzaba los caballos avivando sus monturas y sus
ijares. Encendía la estrella y la iba revisando asiento por asiento, la confianza en
su eje, su movilidad, el cierre de sus puertas. Comenzó a darle vueltas al
manubrio y la música empezó a refractarse, a desprender como centellitas.
Pasaban los globos de cristal entre los caballos y las carrozas. Pero ninguno de
ellos se rompía contra un belfo o contra las ancas. Eran como grupos de abejas
que seguían rumbos videntes, paseando entre los rifosos, describiendo gozosas el
círculo de la estrella giratoria y estableciéndose sobre la capota, después de alejar
el grillo goteando. El hombre muy viejo que cuidaba el pequeño parque infantil,
parecía un limosnero anclado allí para pasar la noche. Pero quería justificar su
trabajo, hacer algo, quería que por la mañana le regalaran unas cuantas pesetas.
La musiquilla durante toda la noche aparecía como el compás de su trabajo sin
tregua. Pero lo mismo podía hacer ese trabajo en la media noche, que esconder
un feto en uno de los carros de la estrella, poner flores pestíferas en la boca de los
caballitos velazqueños o soltar una tuerca del whip para que sus cervezados
tripulantes descendieran al sombrío Orco. Se cimbreaba al caminar, con los
movimientos de un gusano recorriendo cuadrados blancos y negros. Después de
unos plumerazos, se dirigió a uno de los asientos de la estrella y pareció
agazaparse más que adormecerse. Agazapado, remedaba el agua silenciosa que
escurría el grillo en una gota que tenía el tamaño de su excremento.
Cerní siguió avanzando en la noche que se espesa, sintiendo que tenía que hacer
cada vez más esfuerzo para penetrarla. Cada vez quedaba un paso le parecía
que tenía que extraer los pies de una tembladera. La noche se hacía cada vez
más resistente, como si desconfiase del gran bloque de luz y de la musiquilla del
tiovivo. Le pareció ver un bosque, donde los árboles trepaban unos sobre otros,
como el elefante apoyando las dos patas delanteras sobre una banqueta, y sobre
el lomo del elefante perros y monos danzando, persiguiendo una pelota, o
saltando sobre un ramaje, para caer de nuevo sobre el elefante. La transición de
un parque infantil a un bosque era invisiblemente asimilado por Cerní, pues su
estado de alucinación mantenía en pie todas las posibilidades de la imagen. No
obstante sintió como un llamado, como si alguien hubiese comenzado a cantar, o
un nadador que después de unir sus brazos en un triángulo isósceles se lanza a la
piscina, más allá de la empalizada. Era un ruido inaudible, la parábola de una
pistola de agua, una gaviota que se duerme mecida por el oleaje, algo que separa
la noche del resto de una inmensa tela, o algo que prolonga la noche de una tela
agujereada por donde asoman su cabeza de clavo unos carretes de ebonita. Era
un pie de buey lo que pisaba a la noche.
Se sintió Cerní como obligado a mirar hacia atrás. El cuidador había emprendido
una marcha frenética desde el asiento de la estrella giratoria, donde parecía
adormecerse, hasta la cerca que rodeaba el parque infantil. Una oblicuidad lunar
asumió la blancura y Cerní pudo percibir en aquel rostro una espinilla negra, a la
que la prolongación de la blancura daba como el tamaño de una lengua que
resbalara a lo largo de la nariz. Miraba el guardador a uno y otro lado como un
osezno tibetano enredado en el fósforo de su propio círculo. La cara se le

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embadurnaba con el sudor y esa agua acaudalada le bajada por las orejas
formando un volante arete napolitano. La cara trasudada y el carbón de la noche a
su lado, le daba el aspecto del timonel de una máquina infernal. Temblonas sus
rodillas golpeaban la madera del círculo del parque infantil y así esa línea divisoria
comenzó también a temblar formando como un aquelarre, donde cada una de las
clavadas estacas comenzó una danza grotesca dentro del redondel protegido por
la oblicuidad lunar.
Aquel bosque que había entrevisto al final de su marcha, donde los monos y los
perros saltaban sobre un elefante que se hundía y elevaba, se le fue acercando.
La casa misma parecía un bosque en la sobrenaturaleza. Se veía el entrelazado
ornamento de la verja que servía también de puerta. En su centro, un cuadrado de
metal muy reluciente, donde estaba la cerradura. El tamaño de esta última
revelaba que necesitaba una llave de excesivas dimensiones, como para abrir el
portón de un castillo. Por el costado de la casa se veía un corredor aclarado por la
blancura lunar. El final del corredor permitía penetrar en una extensa terraza, que
estaba rodeada de un jardín descuidado, donde faltaban las podaderas y el
ejercicio voluptuoso. ¿Se atrevería Cerní por aquel corredor, cuyo recorrido era
desconocido y su final, en la terraza, ondulaba como la marea descargada por un
espejo giratorio?
El corredor era todo de ladrillos y su techo una semicircunferencia igualmente de
ladrillos rojos. A lo largo del corredor se veían en mosaicos de fondo blanco,
lanzas, llaves, espadas y cálices del Santo Grial. La lanza penetraba en un
costado del que ascendía un bastón, la llave franqueaba la entrada a un castillo
hechizado, la espada de las decapitaciones en una plaza pública y los caballeros
del rey Arturo se sentaban alrededor de la copa con sangre. Los emblemas de los
mosaicos estaban tratados en rojo cinabrio, la lanza era transparente como el
diamante, un gris acero formando la espada encajada en la tierra como un phalus,
y cada trébol representaba una llave, como si se unieran la naturaleza y la
sobrenaturaleza en algo hecho para penetrar, para saltar de una región a otra,
para llegar al castillo e interrumpir la fiesta de los trovadores herméticos. Una
guirnalda entrelazaba el Eros y el Tánatos, el sumergimiento en la vulva era la
resurrección en el valle del esplendor. Después de atravesar el corredor, que era
el costado de toda la extensión de la casa, Cerní salió a una terraza del mismo
tamaño que el corredor. En uno de sus ángulos más distantes pudo percibir un
dios Término, su graciosa cara era en extremo socarrona, al centro de la piedra se
veía muy prolongado el bastón fálico. La carcajada que rezumaba el rostro de
Término, era de la misma índole que la alegría que ordenaba su gajo estival. Al
lado de la piedra del dios socarrón, se veía una mesa, que tapada por el dios
ofrecía una oscuridad indescifrable. Se veía que allí pasaba algo, pero qué era lo
que escondía ese pedazo de oscuridad, qué era ese escudo que tapaba el rostro
en el momento en que iba a ser esclarecido por la oblicuidad lunar.
El hechizo de la casa estaba en los escalonamientos que ofrecía su entrada.
Estaba construida sobre un mogote y la escalerilla para penetrarla se apoyaba
sobre la tierra que tenía como dos metros de altura. Esa altura donde estaba la
casa, le prestaba todo su encantamiento. En lo alto de sus columnas chorreaban
calamares, los que se retorcían a cada interpretación marina para receptar los
consejos lunares. El avance de cada columna estaba interrumpido por peanas con
pinas de estalactitas y en cada una de las hojas de su corona, se extendían y
bostezaban lagartos cuya inquietud describía círculos infernales con sus ojos,
mientras su cuerpo prolongaba el éxtasis durante toda la estación. Entraban y
salían de la piedra las agujas; las abejas, el lince y el perezoso jugaban sin
romper el silencio nocturno en la copa de un árbol formado por la luz cristalizada.
Una mezcla de pulpo y estalactita trepaba por aquellas columnas inundadas de
reflejos plateados. La casa parecía sin moradores, o éstos estaban adormecidos
como el lagarto durante el otoño. Mientras duraban sus sueños, iban uniéndose la
gota de agua que forma la estalactita y la gota de la tinta del calamar, ablandando
una piedra que repta y asciende en la medianoche. Cerní volvía ya por el
corredor, cuando sintió como la obligación dictada por los espíritus de los hijos de
la noche, de precisar qué era lo que pasaba en el ángulo ocupado por el dios
Término, donde se veían dos bultos amasijados por el espesor de la nocturna.
Atravesó de nuevo el corredor, se paró frente a la terraza. Recorrió todo el
cuadrado que parecía brotar una blancura como una pequeña hierba. Fue
calmosamente a la esquina del dios, con los dos bultos que la oscuridad tornaba
en una capa hinchada cubriendo un saco de plomo. Al lado del dios Término, vio
dos espantapájaros disfrazados de bufones, jugando al ajedrez. Uno adelantaba
la mano portando el alfil, la mano se prolongaba en la oblicuidad lunar. Recordó
que en francés los alfiles son llamados fous, locos, y que están representados en
trajes de bufones. El otro espantapájaros estaba en la actitud de esperar la
oblicuidad que avanzaba, la locura que como una estrella errante iba a exhalar la
noche, el salto que iba a dar el bufón en su danza grotesca. Estaba escrito con un
carbón en la mesa, el verso de Mathurin Régnier: Les fous sont aux écheos, les
plus proches des rois, los locos en el ajedrez son los más inmediatos a los reyes.
Contemplados por Cerní, los dos bufones, rendidos al sueño, doblaron sus
cuerpos y se abandonaron al éxtasis del lagarto, como si sobre sus cabezas
hubiera caído la gota de agua que forman las estalactitas, unida a la gota de la
tinta del calamar.

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Cerní volvía ahora al cuadrado de donde había partido. La misma ofuscadora


cantidad de luz y los mismos grupos de murmuradores. Un ritmo guiaba sus pasos:

Un collar tiene el cochino,


calvo se queda el faisán,
con los molinos del vino
los titanes se hundirán.
Navaja de la tonsura,
es el cero en la negrura
del relieve de la mar.
Naipes en la arenera,
fija la noche entera
la eternidad... y a fumar.

Fue ascendiendo por la escalera. Pudo ver unos salones vacíos y otros llenos de
murmuradores minuciosos, que acercaban las palabras a los oídos como para que
el silencio no fuera interrumpido. Al llegar al tercer piso, notó que de una de
aquellas capillas brotaba una exacerbada proliferación lucífuga. Reinaba una luz
de volatinero, semejante a la que en el circo acompaña al cuerpo que salta como
un pájaro, sólo que aquí el parecido estaba en los más opuestos confines, pues la
luz batía en torno a la más extremada inmovilidad. Al salir de la escalera, se
inmovilizó momentáneamente, notó que de repente una persona se levantaba del
coro de los conversadores y que después de mirarlo como para reconocerlo
comenzaba a hacerle señas con la mano para que se acercara. Cerní penetró en
la cámara de los conversadores silenciosos. Era la hermana de Oppiano Licario la
que lo había llamado —yo sabía que usted vendría esta noche última. No pude
llamarlo, desconocía la dirección de su casa, sin embargo, yo sabía que usted no
faltaría esta noche —le dijo a Cerní, con un desesperado dolor sereno. Cerní
comprendió de súbito que aquella fiesta de la luz, la musiquilla del tioviovo, la
casa trepada sobre los árboles, el corredor con sus mosaicos, la terraza con sus
jugadores extendiendo la oblicuidad lunar, lo habían conducido a encontrarse de
nuevo con Oppiano Licario. Recordó el relato de doña Augusta, su bisabuelo
muerto, con uniforme de gala, intacto, que de pronto, como un remolino invisible,
se deshacía en un polvo coloreado. La cera de la cara y las manos, con su urna
de cristal, de Santa Flora, ofreciendo una muerte resistente, dura como la imagen
del cuerpo evaporado. La cera repentinamente propicia al trineo del tacto,
ofreciendo un infinito deslizamiento. De nuevo la voz de su padre, escondido
detrás de una columna, y diciéndole con voz fingida: —cuando nosotros
estábamos vivos, andábamos por un camino, y ahora que estamos muertos,
andamos por este otro—. Cobró vivencia de la frase "andar por el otro camino".
Ascendió la imagen de Oppiano Licario, pero ya solo en el ómnibus, con todos los
demás asientos vacíos, sonando sus colecciones de medallas, mandando a
detener al caballito de sus dracmas griegos, con sus pechos y sus ancas
desproporcionados en relación con la cara y con las patas pequeñas que rotaban
sobre un tambor. El inmenso tambor de la noche, un tambor silencioso, que
fabricaba ausencias, huecos, retiramientos, desconchados por los que cabía un
brazo de mar.

—Venga conmigo, vamos a verlo —dijo la hermana de Oppiano Licario. Trigueña


pálida, con ojos azules que parecían una balanza que soportase un peso
desconocido, tal vez un pez entrevisto entre el claroscuro de su plata y la noche
posada en el árbol de coral. Su piel, extremadamente pulimentada, mostraba el
contrapunto de sus poros, hecha invisible la entrada y salida de la aguja que había
elaborado esa malla. Su piel era la defensa de su intelligere, su órgano de visión,
penetración y rechazo. Desde el aire hasta la mano que ceñía su mano, daban
una excusa o se justificaban en su piel. Su nombre era Ynaca Eco Licario, le
decían sus familiares Ecohé, mostraba como su hermano una total confianza
religiosa en sí misma y ese sí mismo estaba formado por dos líneas que se
interceptaban en un punto. Y ese punto era el encuentro entre su azar y su
destino. Su misterio estaba en que a veces su piel temblaba, sin saber quién
dictaba ese temblor.
Se acercó a la lámina de cristal, el rostro de Oppiano mostraba ya una
impasibilidad que no era la de su habitual sindéresis, la de su infinita respuesta.
Como un espejo mágico captaba la radiación de las ideas, la columna de
autodestrucción del conocimiento se levantaba con la esbeltez de la llama, se
reflejaba en el espejo y dejaba su inscripción. Era la cola de Juno, el cielo
estrellado que se reflejaba en el paréntesis de las constelaciones. Su cuerpo ya
no paseaba por las azoteas, para fijar la errante lectura de los astros. Cerrados los
párpados, en un silencio que se prolongaba como la marea, rendía la llave y el
espejo.
La hermana de Licario deslizó en la mano de Cerní un papel doblado, al mismo
tiempo que le decía: Creo que fue lo último que escribió. Apretó Cerní el papel
como quien aprieta una esponja que va a chorrear sonidos reconocibles. Entre los
familiares y amigos que rodeaban el féretro, pudo encontrar un lugar donde
sentarse. Todas aquellas personas habían sentido esa inflamación de la

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naturaleza para alcanzar la figura, esa irrupción de una misteriosa equivalencia


que siempre había despertado Oppiano Licario. Lo que gravitaba en la pequeña
capilla era eso precisamente, la ausencia de respuesta. Cerní extendió el papel y
pudo leer:

JOSÉ CEMÍ
No lo llamo, porque él viene,
como dos astros cruzados
en sus leyes encaramados
la órbita elíptica tiene.
Yo estuve, pero él estará,
cuando yo sea el puro conocimiento,
la piedra traída en el viento,
en el egipcio paño de lino me envolverá.
La razón y la memoria al azar
verán a la paloma alcanzar
la fe en la sobrenaturaleza.
La araña y la imagen por el cuerpo,
no puede ser, no estoy muerto.

Vi morir a tu padre; ahora, Cerní, tropieza.

Cerní con los ojos muy abiertos atravesaba el inmenso desierto de la


somnolencia. Veía a la llamita de las ánimas que se alzaba en los cuerpos
semisumergidos de los purgados durante una temporada. Llamitas fluctuantes de
las ánimas en pena. Luego, contemplaba unas fogatas que como árboles se
levantaban en el acantilado. Lucha tenaz entre el fuego y las piedras. Después,
eran llamaradas que querían tocar el embrión celeste y a su lado un tigre blanco
que daba vueltas circulizadas en torno a las llamas, comenzando a escarbar en
sus sombras oscilantes. Lamía sin descanso el tigre blanco en la médula de
saúco; el espejo con una fuente en el centro, levantaba un remolino traslaticio,
llevaba al tigre por los ángulos del espejo, lo abandonaba, ya muy mareado, con
el rabo enroscado al cuello.
Iba saliendo de la duermevela que lo envolvía. La ceniza de su cigarro resbalaba
por el azul de su corbata. Puso la corbata en su mano y sopló la ceniza. Se dirigió
al elevador para encaminarse a la cafetería. Lo acompañaba la sensación fría de
la madrugada al descender a las profundidades, al centro de la tierra donde se
encontraría con Onesppiegel sonriente. Un negro, uniformado de blanco, iba
recogiendo con su pala las colillas y el polvo rendido. Apoyó la pala en la pared y
se sentó en la cafetería. Saboreaba su café con leche, con unas tostadas
humeantes. Comenzó a golpear con la cucharilla en el vaso, agitando lentamente
su contenido. Impulsado por el tintineo, Cerní corporizó de nuevo a Oppiano
Licario. Las sílabas que oía eran ahora más lentas, pero también más claras y
evidentes. Era la misma voz, pero modulada en otro registro. Volvía a oír de
nuevo: ritmo hesicástico, podemos empezar.

JOSÉ LEZAMA LIMA

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