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La Generacion Del Noventa y Ocho
La Generacion Del Noventa y Ocho
imprimieron:
LA
GENERACION DEL
NOVENTAY OCHO
MADRID • MCMXLV
D IA N A . A rtes G ráficas.—Darra, 12. Madrid.
INDICE
Páginas
CAPITULO I
Un paisaje y s u s inventores .— D escubrim iento de un p aisaje.
L o s hombres del 98 ..................................................................... 21
C A P IT U L O I I
C A P IT U L O I I I
CAPITULO IV
E l sabor de la Historia.—La España de la Restauración.—
P rim eros contentos del grupo con la historia de España,— :
Las lecturas de la generación.—Crisis religiosa juvenil.—
- El irracionalism o de la generación del 98 .......................... 97
CAPITULO V
M adrid .-—Intermedio sobre Madrid.—El Madrid del 98 ........... 136
CAPITULO VI
AMOR AMARGO.—El am or a E sp añ a. —L a crítica de E sp añ a.—
C rítica de la versión esp añ ola de la vid a m oderna.— C rítica
de la h istoria de E spaña.— C rítica del esp añ ol real como
tip o hum ano ............................................................................................. 163
CAPITULO VII
"Historia s in e H istoria ”.—La generación del 98 ante el pro
blema de la Historia.—La historiología de Unamuno.—El
tiempo y la evocación en Astorin y en Antonio Machado.—
Ganivet y el problema del acontecer histórico.—La His
toria en las novelas históricas de Baroja y de Valle-Inclán. 261
CAPITULO VIH
DE LA acción AL ensueñ o .— Con a to s de intervención en la vida
p olítica y social de E spaña.— F racaso y evasión h a cia el
ensueño ........................................................................................................ 303
CAPITULO IX
ESPAÑA SOÑADA.—El tema del ensueño.—Los caminos del en
sueño: el interiorismo.—España soñada.—La tierra: el pai
saje de España.—Los hombres: el español posible.—El pa
sado: la historia soñada.—El futuro: posibilidades y misión
de España ....................................................................................... 318
IO S H O M B R E S D EL 98
¡Campo de Baeza,
soñaré contigo
cuando no te vea!
(P. O., 256.)
¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas
por donde traza el Duero
su, curva de ballesta
en torno a Soria...!
(P . C., 136.)
¿Qué elementos pueden distinguirse en la visión macha-
diana del campo de Castilla? Está, por una parte, la reali
dad misma de la tierra. El color y la figura del campo con
templado incitan los ojos y el alma del poeta y promueven
las pinceladas de sensorialidad impresionista que acá. y allá
decoran la superficie visible del verso: “grises” alcores, ála
mos “dorados”, “plomizos” peñascales, montes “de violeta”.
Todas estas notas elementales se ordenan dentro del mundo
interior del artista en metáforas y adjetivaciones puramente
líricas, edificadas, en último extremo, sobre el mundo de los
recuerdos comunes a todos los hombres capaces del sacra
mento poético: “agria melancolía” de las ciudades viejas y
decrépitas, “turbante de nieve y de tormenta” sobre las sie
rras, “olifante del sol”, inevitable “temblor del alma” ante
los hayedos y pinares...
Al lado de la elemental sensación de la tierra, directa o
metafóricamente expresada, hállase la emoción que esa tie
rra tiene para la personal intimidad del poeta. ¿Podrá olvi
dar Antonio Machado que dentro de la tierra castellana, en
ese camposanto que llaman El Espino, quedó para siempre
un cuerpo de mujer, el cuerpo a través del cual le hablaba
la otra mitad ds su alma?
¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
(P. C., 176.)
(16) Coetáneos suyos son tam bién Asín Palácios, Gómez de Ba-
quero, Bonilla y San M artín, Gómez Moreno; y, no lo olvidemos, don
Miguel Primo de Rivera.
La generación de españoles subsiguiente a la llam ada “del 98” está
constituida por Ortega y Gasset, Eugenio d’Ors, Pérez de Ayala, Gre
gorio Marañón, Azaña, Angel H errera, Eduardo Marquina, Julio Rey
P asto r... Gabriel Miró y Ju an Ramón Jiménez son los eslabones m e
dianeros entre la generación del 98 y esta otra, cuyo balbuceo origina;
se advierte entre 1905 y 1910,
CAPITULO lï
¿GSNEBACIOH BEL 9 8 ?
x "'y‘
KJLnamüno, Ázorvn, Antonio Machado, Valle-Inclán, Baroja,
Maeztu, Benavente, Manuel Bueno, Buloaga... ¿Formad todos
estos hombres, por ventura, una verdadera generación de
españoles? ¿Hay en sus almas, revélase en sus obras algo
que permita agruparles en uno de esos tipos de la comunidad
histórica que hoy llamamos “generaciones” ?
Todo se mueve, discurre, corre o gira.,-
cambian la mar y el monte y el ojo que los mira,
(3) O. S„ 171.
naturalistas (Galdós, la Pardo Bazán, Pereda). José Mar
tínez Ruiz, el más alertado y petulante del grupo, cree que
a todos simboliza su criatura “Antonio Azorín” ; esto es, la
persona de José Martínez Ruiz. “Antonio Azorín” es, sin
duda, el adelantado de la futura “generación del 98”.
Pocos saben, sin embargo, y nadie ha dicho, que el primer
nombre con que Azorín bautizó a su famosa generación fué
distinto del que hoy tan acubadamente lleva. El 19 da mayo
de 1910 publicó Azorín en A B O un artículo titulado “Dos
generaciones”. En él coteja el valor literario y moral de la
suya con el harto más escaso de otra ulterior, “desenfrena
damente entregada al más bajo y violento erotismo” (4). Es
esta la primera ocasión en que Azorín habla expresamente
del grupo generacional a que pertenece: incluye en él a Valie-
Inclán, Benavente, Baroja, Unamuno y Maeztu, y le llama
“generación de 1896”. Antonio Machado, Villaespesa y En
rique de Mesa habrían sido los más inmediatos continua
dores de esa generación. Llega Azorín hasta a señalar los
caracteres1diferenciales de la generación de 1896: “Su cua
lidad dominante—afirma—era un profundo amor al arte y
un honrado prurito de protesta contra las fórmulas ante
riores, y de independencia” ; en otro párrafo del mismo ar
tículo ve “su rasgo distintivo” en “el desinterés, la ideali
dad, la ambición y la lucha por algo elevado, por algo que
no es lo material y bajo, por algo que en arte o en política
.representa pura objetividad, deseo de cambio, de mejora-
ción, de perfeccionamiento, de altruismo... Se trabajó en
tonces tenazmente por el idioma; se escudriñó el paisaje;
se creó una inquietud por el misterio; se procuró un estado
de refinamiento intelectual”.4
(7) Op, cit., pág-s. 174, 183, 211. La actitud reivindicatoría de Ba
roja respecto a la “presunta”, “a stra l”, “espectral” o “supuesta” ge
neración del 98—como él reiteradam ente dice—le lleva, en último ex
tremo, a la consecuencia de afirmarla.
Es curioso que Baroja haya puesto tanto empeño en. negar la lla
m ada "generación del 98”, cuando él mismo, atendiendo más a la
fecha de nacimiento que a la de aparición, la h a descrito con el nom
bre de “generación de 1870” (véase su conferencia “Tres generacio
nes”, pronunciada en 1926 y recogida en el volumen titulado E ntre
tenimientos, págs. 127 a 182). ¿S erá el año del rótulo—1898—lo que
descontenta a B aroja?
Describe Baroja tres generaciones de españoles: las de 1840, 1870
y 1900. La prim era está compuesta por los hombres de la prim era
República y da la Restauración (Cánovas, Castelar, Salmerón, Eche-
garay, Letamendi, Núñez de Arce, Pradilla, etc.) y es, en su concepto,
retórica, huera, inmoral, mezquina: “a esta generación—resume Ba
roja—E spaña se entregó, no como una. m ujer a su amante, sino como
una g'olfilla. a su chulo, y ese chulo no supo hacer por ella má<s que
También Maeztu viene a, reconocer su existencia, En su
Defensa de la Hispanidad recuerda sus años de mocedad:
“Cuando yo era joven, en el atropello del 98, que fuá nues
tro Siimii uncí Drwng...”, dice (3). Llámese o no “genera
ción” al atropellado grupo del 98, Maesíu lo afirma y, muy
sagazmente, lo compara con el Bturrn m d Drang germá
nico. No hay como empeñarse en negar una cosa para ter
minar afirmándola.
La idea de una “generación del 88” debía llenar un ñusco,
como dice Baroja, en la visión de la España contemporánea,
cuando tantas y tales cosas se han dicho en torno al tema
y al mote. Sobre, de, bajo, por, contra la generación del 98
han hablado o escrito luego casi todos los que en España
mueven pluma literaria o política; es decir, una legión cíe
españoles (9). Las precisiones conceptuales e históricas en
el tratamiento del tema han sido muy diversas, y pocas
veces medianamente satisfactorias; los juicios estimativos
acerca de tal generación, divergentes y hasta contradicto
rios. La habitual tosquedad del espíritu ha pretendido a
veces reducir el problema de la generación del 98 al caduco*89
(13) Op. d i., pág_ 195. Hechor Fernández Almagro ha tenido tam
bién el acierto cíe poner en evidencia la comunidad de estilo existente
entre los noventayochistas madrileños y el grupo del fin de siglo bar
celonés : Rusiñol, Pompeyo Gener, Ramón Casas, TJtrillo. De ellos pro
cede el culto estético al Greco, al que los madrileños, como hemos
oído decir a, Azorín, “dieron aire’’.
(14) Op, ori., pág. 196.
florece el ensayo, modo irresponsable y sugestivo de tratar
io más arduo, fíe hace, por uno c por otro, Filosofía literaria,
Economía literaria, Historia literaria, Geografía literaria,
etcétera. Y, por supuesto, Literatura muy literaria” (15).
¿Qué notas definidoras, aparte la reacción crítica contra,
ja España del desastre y esta monarquía de la Literatura y
de la Estética en la configuración ele su obra, caracterizarían
a los hombres del 68 ? Fernández Almagro se acerca con vi
sible cautela al problema que esta interrogación plantea. “No
será fácil—dice una vez, refiriéndose a la generación del 98—
definirla por sus afirmaciones: tan distintas las de Azorin,
por ejemplo, a las de Valle-Inclán, corno las de éste a las
de Baroja, y todas a Jus de Unamuno... Mas no es difícil
señalar una negación común, exteriorizada en una reacción
hostil contra los valores de la crítica oficial.” Refiérese Fer
nández Almagro, es obvio, a los valores literarios entonces
vigentes: Echegaray, Campoamor, Núñez de Arce, Pardo
Bazán, Galdós... Contra ellos disparan sus venablos los recién
llegados jóvenes de 1898. Ye también nuestro historiador en
el alma de todos ellos “una emoción compleja de tristeza y
de entusiasmo, un ideal mixto de españolismo y europeiza
ción” (18).
•J:' (23) ¿Puede decirse, sin embargo, que Unammio, Ganivet y Ba
rója escribieron en lenguaje modernista,? Unamuno vituperó por es
crito el modernismo de Rubén Darío y Valle-Inclán. Mucho más exacto
me parece lo que dice Asorin: “se esfuerza (la, generación del 98) por
acercarse a la, realidad y en desarticular el idioma, en agudizarlo, en
aportar a él viejas palabras, plásticas palabras, con objeto de aprisio
nar menuda, y fuertem ente esa, realidad”. ®n algunos dominó la orien
tación modernista; en todos se cumplió, m ás o menos, esta, observación
de A so t’r.i, coincidente con las de Fernández Almagro que antes trans
cribí.
arte inmediatamente anterior estaba anquilosado, es más,
que la enfermedad de la España en que habían nacido era
una terrible parálisis.”
La conclusión de Salinas no es ambigua. “Para mí—re
sume—la consecuencia no admite duda: hay una generación
del 98. En ese grupo de escritores, los elementos exigidos
por Petersen como indispensables para que exista una ge
neración, se encuentran casi sin falta. Y al ir comparando los
hechos con la doctrina, vemos acusarse sin vacilación alguna
entre aquellos turbios principios de siglo los perfiles exactos
de un nuevo complejo espiritual perfectamente unitario' que
irrumpía en la vida española: la generación del 98.”
Giménez Caballero se encara con la generación del 98
desde una posición política y literaria definida, por tres co
ordenadas. Es la primera la expresada por un mote que él
inventa y adopta: “nieto del 98”. “Por cronología mecánica,
biológica—dice Giménez Caballero—, los hijos del 98 tuvie
ron que ser aquellos intelectuales europeos de la preguerra
y de la guerra europea; los que desde mil novecientos y tan
tos a mil novecientos veintitantos fijaron su filiación en li
bros, revistas y periódicos de todos conocidos... Hijo del 98
—primogénito—fué don José Ortega y Gasset... Por tanto,
los nietos del 98} los hijos de esos hijos del 98} cronológica
mente tendrían que ser aquellos escritores españoles cuajados
en la postguerra” (24).
La segunda de las coordenadas consiste en el orgullo con
que Giménez Caballero proclama tal nietez y en la tácita
convicción de que los nietos espirituales se asemejan más a
los abuelos que a los padres. “En la. vida intelectual de las
generaciones de un pueblo--añado—no todo es cronología
mecánica... Me consta que a muy pocos, por no decir a nin
guno, de esos nietos automáticos del 98 le interesa asumir
tal nietez... Un grupo de jóvenes unarnunidas (Sánchez Ma-
LA G E N E R A C IO N D EL 98 Y SU E S T R U C T U R A
4, Indefinición temáticos. ■
— No liay actitudes ni temas
rigurosamente privativos de la generación del 98. No todos
los críticos de aquella España oficial ni todos los escritores
modernistas pertenecen al grupo estricto de los hombres
del 98. Viceversa: no todos los hombres del grupo del 98
son críticos de la España oficial ni comulgan en el moder
nismo. Valle-Inclán y Benavente apenas hacen crítica directa
de aquella España (28); Unamuno y Baroja no son precisa
mente escritores modernistas; Valíe-Inclán vive poco el pai
saje de Castilla, y Ganivet se declamó incapaz para el paisa
je; etc., etc.
S?
figuras accesorias, como Bargiela, Süverio Lanza, etc.) por
Unamuno, Ganivet, Azorín, Baroja, Antonio y Manuel Ma
chado, Maeztu, Valle-Inclán, Benavente, Manuel Bueno, (Zu-
loaga.. Junto a ellos, parecido en algo, distinto en no poco,
está Menéndez Pidal.
El grupo generacional que acabo de señalar ha sido más
o menos convencionalmente aislado de otros grupos de espa
ñoles, contemporáneos o coetáneos suyos. He aquí los más
considerables :
72
¿Qué huella va a dejar en el alma de todos estos hom
bres su primer contacto con la tierra de la provincia na
tiva ? ¿ Cómo influirá en su vida ulterior este primer alimento
de sus ojos, esta nourriture terrestre} que diría Gide? Inda
guemos con atento desvelo el mundo de sus recuerdos y las
impresiones de sus retornos a la tierra madre. Para lo cual,
indudablemente, será bueno preguntarse de antemano1por lo
que el hombre recuerda de su propia infancia.
¿ Qué experiencias infantiles recuerdan los hombres adul
tos? ¿Cuáles olvidan? ¿Cómo recuerdan lo recordado? Con
fesemos que la Psicología de los manuales al uso—mucho
más científico-natural, hasta ahora, que propiamente biográ
fica—apenas ha empezado a dar una respuesta satisfactoria
a estas interrogaciones. Las conclusiones de los psicoana
listas están demasiado- determinadas por el apriori interpre
tativo, tan groseramente unilateral, de todo el movimiento
psicoanalítico; y aunque pertenezca a éste el innegable mé
rito de haber iniciado 1a. orientación biográfica en el estudio
de la Psicología, la idea que el psicoanálisis tiene del bios
humano impide aceptar sin prolija revisión los resultados de
su pretenso “empirismo”. Sólo las investigaciones de los psi
cólogos ulteriores al auge de la doctrina psicoanalítica han
comenzado a edificar una descripción válida y sistemática de
la vida del hombre (2).
No es este lugar adecuado para exponer una doctrina
psicológica más o menos acabada acerca de los recuerdos y
reminiscencias infantiles. Me conformo con indicar los tres2
(19) o. S„ 142.
(20) O. S., 192. Con el tra n sc u rso de los añ o s s e h a rá n in fin ita
m ente m á s du lces lo s ju ic io s d e Azorin so b re lo s h ab itad o re s del p a i
s a je ibérico. L u e g o verem os la s razo n es p ro fu n d as de a sta m u dan za.
Castilla adoptiva y adoptada. Recuérdese el comienzo de su
famoso autorretrato:
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla-,
y un huerto claro donde madura el limonero;
m i juventud, veinte años de tierra de Castilla..'
(p. C., 103. )
O'Y
cjí
la tierra castellana y la tierra vasca. Una y otra, dura y
ardiente aquélla, suave y tibia ésta, son tal vez los primor
diales alimentos de su alma.
La tierra ibérica, vascongada o castellana, es para Ba-
roja, como para Unamuno, Azorín y Machado, una realidad
consistente, pura, incontaminada. Espoleada por un hondí
simo anhelo o apaciguada por un reposo dulce, el alma del
contemplativo Baroja siente ante ella una íntima sensación
de plenitud humana. ¿Podrá decirse lo mismo cuando sobre
esa tierra surja, perceptible y operante, la vida de los hom
bres que la habitan?
Por lo que al paisaje castellano toca, Camino de perfec
ción nos colmará las medidas de la respuesta. Topa Fernando
Ossorio con unos campesinos de Manzanares: “Eran tipos
clásicos...—comenta Baroja—. Las caras terrosas, las mi
radas de través, hoscas y pérfidas” (22). Más duras son to
davía las expresiones del novelista frente a los habitantes
de otro pueblo serrano: “aquella gentuza innoble y mise
rable, sólo capaz de fechorías cobardes” (23). No salen mejor
librados los moradores de Yécora: “gente de vicios sórdidos
y de hipocresías miserables” (24). La abierta y sincera cru
deza del lenguaje barojiano no deja lugar a dudas respecto
a la verdad de la conclusión que más arriba adelanté: pára
los escritores del 98, el habitante de los campos ibéricos es,
ante todo, un perturbador del paisaje.
Más clemente es el juicio de Baroja frente a los habi
tantes de su paisaje natal; pero, con todo-, los campesinos,
pastores o contrabandistas de la montaña vasca distan mu
cho de esa cuasiarcádiea pureza con que son pintados los
personajes rústicos en las novelas de Pereda o de Palacio-
Valdés. Entre los campesinos de Pereda no cabe la. tragedia.
eo
dicen textualmente las creyentes palabras del poeta-cicerone.
¿Cómo será, si cabe su retrato en nuestras pobres letras
humanas, ese “verde milagro” ? Dejemos la descripción al
poeta: “Soy poeta y tengo derecho al alfabeto”, hace decir
él mismo a Max Estrella, en Luces de Bohemia. lie aquí el
testimonio que de su tierra nos regala Valle-Inclán:
(26) 0. 0„ Ï, 35.
(27) 0. 0., I, 39.
(23) 0, 0,t I, 38.
cuadro compuesto por el ensueño del artista ? El propio Valle-
Inelán se encarga de darnos la respuesta:
(30) O. O,, X, 1148. ¿Q uién no adv ierte una, b ru sc a tran sició n entre
la n obleza de la s p a la b ra s que describen el p a isa je y la visib le iron ía
de la s que aluden a l a s dos madrileñas— " la s m a d a m a s”— que tra n sita n
sobre la in gen u a hermosura de la t ie r r a ?
En el paisaje de la provincia nativa—un paisaje remoto,
transfigurado por la distancia y la nostalgia—están anclados
los recuerdos infantiles de todos los escritores del 98. A ese
paisaje se unirá luego otro, descubierto y conquistado ya
avanzada su juventud: el paisaje de Castilla. Estos dos pai
sajes, el provincial y el castellano, nupciaimente enlazados
en las almas de todos, incitan en ellas, con rara constancia,
un sentimiento complejo, en el cual se funden el gozo del
descanso, cuando la tierra se ofrece desnuda 3 intacta, y
una acerba desazón humana y española, cuando el hombre-
proyecta su sombra sobre la tierra.
Pero, triste o gozoso-, acerbo o dulce, sosegador o inquie
tante, el campo ibérico es para todos ellos una realidad pura,
sincera, auténtica. Coincidirían en ella plenamente la aparien
cia y el ser verdadero. Para la generación del 98, el campo
y sus habitantes representan una España real, sólida; su
belleza es verdadera, las pasiones de sus hombres son gritos
fidedignos del alma española. Los hombres que habitan las
sierras y los páramos donde crecen la encina, la retama y
el chopo serán con frecuencia crueles y toscos, mas nunca
dejan de ser hombres enterizos y consistentes. “Son inge
nuos y sencillos como mujihs rusos”, dice Asorín de los cam
pesinos manchegos; “era uno de esos hidalgos mujeriegos
y despóticos, hospitalarios y violentos, que se conservan como
retratos antiguos en las villas silenciosas y muertas”, cuenta
Valle-Inclán de Don Juan Manuel Montenegro, el castizo
vinculero de las Comedias Bárbaras.
Esta curiosa coincidencia que en todos los escritores
del 98 ofrece el rostro de los recuerdos, infantiles nos plan
tea inmediata.men.te el problema de su origen. ¿De qué de
pende tal semejanza? ¿Cómo debemos entenderla? Los re
cuerdos de la vida infantil—decía, al comenzar este capítulo—
son conservados por el adulto a. través de todas sus expe
riencias biográficas. Debe pensarse, en consecuencia, que la
semejanza entre los recuerdos infantiles de personas indi
vidualmente tan diversas—¡qué distancia, por ejemplo, entre
Unamuno, Baroja y Valíe-Inclán!—está determinada por la
semejanza en sus experiencias biográficas fundamentales. Y,
precisando más, por la semejanza en el ingrediente histó
rico de esa experiencia biográfica. Lo cual nos lleva de la
mano a investigar con cierta minuciosidad cómo acontece
el ingreso de estos hombres del 98 en las aguas de la. His
toria,
CAPITULO IV
M BO B BE L. mw sm m
11S
El conjunto de tales lecturas muestra al observador aten
to dos notas fundamentales: casi todas ellas son “europeas”
y “modernas”. Tengamos presente este ávido comercio con
el espíritu europeo y moderno a la hora de comprender lo
que de común hay en la reacción de todos estos jóvenes.
Esta reacción es, en primer término, el puro anhelo, la
inquietud anhelante. La inquietud, la autoproposición y la
operación, he dicho en otro lugar, son tres momentos suce
sivos en el despertar del joven a la vida histórica. Y es la
lectura, esa apetentísima relación con la letra impresa “eu
ropea” y “moderna” lo que incita y configura, dentro de la
esbozada vaguedad que tienen los proyectos del alma juve
nil, la anhelante inquietud inicial de estos jóvenes del 98.
La inquietud adolescente de Unamuno—intelectual antes
que toda otra cosa, pese a su antiintelectualismo—se prefi
gura como apetito de saber. Saber, saberlo todo- por uno mis
mo, la utopía del intelectual “moderno” y del intelectual de
todos los tiempos,, es el señuelo que enciende las más hon
das ilusiones de su alma recién despierta: “Aprendí—dice,
recordando su adolescencia—que había un mundo nuevo ape
nas vislumbrado por m í; ... que la hermosura de reflejo que,
como la luna su lumbre, derramaban aún aquellas discipli
nas y lecciones sobre mi mente, aunque lumbre pálida y fría,
era reflejo de un sol vivo, de un sol vivificante, del sol de
la ciencia. Salí (del bachillerato) enamorado del saber” (26).
Más tarde entenderá de otro modo el objeto de ese vivísimo
apetito intelectual: “Cuando yo era algo así como spenee-
riano me creía enamorado de la ciencia—escribe en un en
sayo de 1906— ; pero después he descubierto que aquello fue
un error... No; nunca estuve enamorado- de la ciencia, sino
que siempre busqué algo detrás de ella. Y cuando, tratando
de romper su fatídico relativismo, llegué al ignorabimm,
comprendí que siempre me había disgustado la ciencia” (27).
(26) Recuerdos.,., 120.
(27) "S o b re la europeización ” , Ensayos, T, 889.
Dejemos de lado la cuestión de si todos los enamorados de
la ciencia, hasta los más cientificistas, buscan “algo detrás
de ella” ; dejemos también el problema de si Unamuno, el
Unamuno anticientífico, buscaba un saber, una cierta “cien
cia” de ese “algo” que hay allende la Ciencia de los cientí
ficos—estas son las dos objeciones capitales que cabría hacer
a la interpretación unamuniana de su propia actitud—, y
recojamos en esos textos autobiográficos el sentido “intelec
tual” y “moderno” de los vagos anhelos que aleteaban en
el alma del adolescente Miguel de Unamuno.
Baroja, que siempre ha proclamado su entusiasmo por los
grandes genios de la ciencia positiva, se conformaba en su
adolescencia con anhelar una vida muy por fuera de lo vul
gar: “Yo sentía curiosidades—nos confiesa— ; pero, en defi
nitiva, vocación clara y determinada, ninguna. Fuera de que
me hubiera gustado tener éxito con las mujeres y correrla
por el mundo, ¿qué más había en mí? Nada; vacilación. Oía
hablar de viajes marítimos y me hubiera gustado embar
carme; hablaban de pintura, y me parecía un oficio muy
bonito el de ser pintor; leía aventuras de un viajero, y so
ñaba con el desierto o con los ríos inexplorados. Pero el ser
médico, militar, abogado o comerciante no me hacía ninguna
gracia..., De joven, y sin cultura, no iba yo a forjarme un
concepto, una significación y un fin de la vida, cuando flo
taba y flota en el ambiente la sospecha de si la vida no ten
drá significación ni objeto...” (28). Esta “sospecha” que per
cibía el joven Baroja en su ambiente espiritual determinará
en buena medida la peculiaridad de su obra literaria futura,
Valle-Inclán se sentía llamado a ser héroe, conquistador,
desfacedor de entuertos y dueño de rendidas Altisidoras: “El
día que descubrió en el Museo de las familias un romance
del Cid—cuenta Fernández Almagro—, no pudo menos de
sentirse llamado a una misión heroica... Una mañana asaltó
(28) F a m i l i a . . 182-184.
un melonar, empuñando un sable viejo contra algún ene
migo más o menos quimérico. Se sentía, en efecto, conquis
tador, misionero o cruzado de no sabía qué causa” (29). ¿No
habría sido don Ramón, en el fondo, un Hernán Cortés que
buscó en la obra literaria el soñado sucedáneo de una ha
zaña heroica imposible en el medio histórico de su vida, tan
mediocre y alicorto?
También Azorin siente que le llena el alma una inconcreta
ambición intelectual y estética, y un deseo de acción para
el cual no se siente dotado. “Por este ansioso mariposeo in
telectual, ilógico como el hombre y como el universo ilógi
co;, por este ansioso mariposeo intelectual... es por lo que
nosotros amamos a Larra”, dice de sí mismo y de sus ca
maradas de generación en La Voluntad (30). En “la gene
ración romántica de 1830” ven Azorin y Baroja (el Olaiz de
La Voluntad) “cierto lirismo, cierto ímpetu hacia im ideal...
Y por eso nosotros, cuatro o seis o los que seamos, al ir a
celebrar la memoria, de Larra, darnos un espectáculo extraño,
discordante del medio en que vivimos’). El “ansioso mari
poseo” y ese “cierto ímpetu hacia un ideal” son los que el
muchacho José Martínez Ruiz, lector intrépido e incansable,
hombre irresoluto, ha comenzado a sentir en su alma ado
lescente durante los años del internado en Yecla.
Antonio Machado, en fin, recuerda una vez—-¡con qué pe
netración psicológica valbra los hastíos de la incipiente ado
lescencia!—las horas en que despertó su inquietud:
... ¡el primer hastío
en el salón familiar
las claras tardes de estío
en que yo empecé a soñar!
______________ (P . O ., 61) (31).
M a lm a del p o eta
se orien ta hacia el m isterio ,
(F. O., 76.)
distintivas: son, en su mayor parte, lecturas “europeas” y
“modernas”. A través de la literatura, del ensayo, del relato
histórico y del libro filosófico, entran sus almas en inmediato
contacto con la Europa “moderna”—tómese este vocablo en
su sentido historiográfico más estricto—y descubren la des
lumbradora y terrible aventura hacia la total secularización
de la vida que desde el siglo xvii., y aun desde más atrás,
había emprendido el europeo. El arte, el pensamiento, el
vivir mismo de los hombres que se agitan en las páginas leí
das—páginas de Shakespeare y Montaigne, de Hegel y Bai-
zae, de Leopardi y Stendhal—muestran o sugieren en el espí
ritu lector, cuando éste es suficientemente sensible, la estre-
mecedora gigantomaquia de la Europa moderna en torno a
la autarquía del espíritu humano. “El tiempo y yo, contra
todos”, dice con irónico optimismo—esto es, con pesimismo
larvado—la sabiduría popular española; “mi naturaleza y
yo, contra todo”, ha proclamado, mucho más directa y orgu-
llosamente, el hombre europeo posterior al siglo xvi. Duran
te los siglos xvii y xviil se vió bajo especie de “razón” la
índole de esa ambiciosa “naturaleza” ; en el remate del xix,
vacilante ya la antigua fe en la omnipotencia de la razón
humana, prefirió el hombre mirar en su “naturaleza” lo que
en ella hay de ímpetu vital, de “vida”. Razón y vida, por
muy ardua que hace unos lustros fuese la ya pasada con
tienda éntre intelectualistas y vitalistas, han sido históri
camente los dos motes sucesivos de una misma pretensión:
la pretensión que el hombre ha tenido y sigue teniendo de
bastarse a sí mismo en la tarea de hacer su propia vida,
y El anhelante contacto de nuestros adolescentes con los
testimonios escritos de esa gigantomaquia—en su segunda
fase, la antirracional o transracional, si se quiere mayor pre
cisión—y el desabrido contacto de todos ellos con la España,
de su tiempo, tan yerma de encantos históricos, actúan de
consuno sobre sus almas y determinan en. ellas una reacción
semejante: un visible apartamiento de la ortodoxia, católica.'
Aquellas almas jóvenes, educadas en un catolicismo más con
suetudinario que realmente vivido—tal vez deba exceptuarse
a Unamuno, por lo que de sí mismo cuenta—, carentes del
apoyo que presta a la fe una religiosidad socialmente vigo
rosa, acaban por separarse de la pasiva creencia infantil y
aún de toda práctica católica regular.
El historiador católico—historiador soy ahora, aunque
sea tan cercano a mi presente el pasado que relato—debe ves
tirse de una delicada cautela, puesto a comprender esta ju
venil disidencia religiosa de nuestra generación del 98. Nin
gún católico puede justificar la disidencia religiosa ele un
hombre, y menos aceptar los. juicios que acerca*de cuestio
nes religiosas emita ese hombre desde su situación de disi
dente. Esta aserción tan categórica tiene, sin embargo, un
exigente reverso: ningún católico debe juzgar ligera y des
piadadamente los problemas religiosos de un hombre, cuan
do esos problemas parecen—basta con que parezcan—since
ramente vividos. Una disidencia religiosa es, desde luego,
absolutamente injustificable, pero en modo alguno tiene que
ser siempre absolutamente ininteligible.
A la vista de la disidencia religiosa de los jóvenes del 98,
comencemos preguntando: ¿daba aquella España de 1880
grande apoyo racional e histórico a la fe religiosa? Dios
concede a lo» hombres, a fin de que puedan acercarse a la
verdadera fe, los motivos de credibilidad y de credentidad
que en el dogma descubren y distinguen los teólogos. Quie
nes nos llamamos cristianos damos a veces a los no cristia
nos, con nuestra sequedad de corazón, nuestros descarríos
morales o nuestra rudeza intelectual, frecuentes motivos hu
manos de descreencia. ¿Qué apoyos concedía aquella E s
paña a la fe de los tibios y a la falta de fe de los apartados ?
Contestaré a esta grave interrogación con dos testimo
nios de calidad, uno de aquellos años, otro de los nuestros.
En 1889 se celebró en Madrid el Primer Congreso Católico
Nacional Español. Menéndez Pelayo, que habló sobre La
Iglesia y las escuelas teológicas en Msyoiña, decía en él, Heno
de dolor y deseoso de esperanza—hallábase, según su propio
testimonio, entre “los más próximos al desaliento”—estas
significativas palabras: “¡Y. entre tanto los católicos espa
ñoles (doloroso es decirlo, pero estos son ellas de grandes
verdades), distraídos en cuestiones estúpidas, en amargas
recriminaciones personales, vemos avanzar con la mayor in
diferencia la marea de las impiedades sabias y corromper
cada día un alma joven, y no acudimos a la brecha cada día
más abierta de la Metafísica, ni a la de la .exégesis bíblica,
ni a la de las ciencias naturales, ni a la de las ciencias his
tóricas, ni a ninguno de los campos donde siquiera se dilatan
los pulmones, con el aire generoso de las grandes bata
llas!” (33). Entre aquellas “almas jóvenes” seducidas cada
día por “la marea de las impiedades sabias” estaban en 1889
las de los hombres del 98. ¿Acudía alguien provisto de efica
cia histórica a la brecha de salvarles?
Constituyen el segundo de estos dos testimonios los va
lentísimos e incuestionables juicios del P. Qromí acerca de
la crisis religiosa del joven Unamuno.\ El P. Oromí ve en
aquella España, mirándola desde la de 1942— ¡cuánto desen
gaño, cuánto dolor en los setenta años intermedios!—, una
“religión decadente, virtualmente practicada por un clero
demasiado' metido en política, sin vigor apostólico y con mu
cha ignorancia del credo que debía enseñar”. “Lo clerical y
lo eclesiástico estorbábanles—añade, refiriéndose a los inte
lectuales disidentes del catolicismo—más que los mismos
dogmas. No fué la corrupción de costumbres lo que movió
a los jóvenes intelectuales a abandonar el dogma católico,
como suele decirse por ahí muchas veces por pereza inte
lectual o por simplificar la historia, sino una verdadera indi-
edad ju v e n il: la ten dencia a d istin g u irse del medio, el u rgen te latid o
de la carn e, etc. C uando el catolicism o se h a lla h istó ric a y socialm en te
“en fo rm a ” , es tam b ién eo ipso ca p a z de vencer tod os los escollos
op u estos a la buena, y firm e educación religiosa.
(3S) 1Vpistohmo, 274.
(37) Vida y obra de Angel Ganivet, 271-72. Quien desee conocer
con e x a c titu d y detalle la actitu d de G anivet an te su propio problem a
religioso, h a r á bien leyendo este libro de M. F ern án d ez A lm agro . L a
cuestión de la o rto d oxia o de la hetero doxia de los e sc rito s de G an ivet
e stá m in uciosam en te a n a liz a d a en Los intelectuales y la. Iglesia, de
G arc ía de C astro.
La vida religiosa de Miguel de Unamuno, perpetuo ago
nista y agonizante en torno al problema de su propia in
mortalidad, muestra al biógrafo cuatro etapas sucesivas:
sincera y devota fe católica cuando muchacho; en la adoles
cencia, crisis hondamente vivida; un fugaz optimismo cien-
tificista en años de mocedad, “cuando era algo así como spen-
ceria.no” ; y, por fin, una religiosidad íntima, agnóstica, más
idónea al canto que a la expresión teológica, y la agonía
dubitante, y ese cristianismo dolorido y antidogmático de
que son testimonio Mi religión, La Fe, El sentimiento trá
gico, La agonía del Cristianismo y San Manuel Bueno, már
tir. “Mi religión—escribía Unamuno en 1907—es buscar la
verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas
de que no he de encontrarlas mientras viva; mi religión es
luchar incesantemente e incansablemente con el miste
rio...” (38). “Yo no aseguro ni puedo- asegurar que hay otra
vida—confiesa en otro lugar— ; no estoy convencido de que
la haya; pero no me cabe en la cabeza que un hombre de
veras, no sólo se resigne a no gozar más que de ésta, sino
que renuncie a otra y hasta la rechace” (39). Unamuno fué
en este respecto lo qne él mismo llamaba “un hombre de
veras”. Otra vez afirma la intención religiosa de su obra poé
tica y el sentido que esta obra tiene en la vida de un hom
bre incapaz de “razonar” su propia religiosidad: “Esos sal
mos de mis poesías... son mi religión, y mi religión cantada
y no expuesta lógica y razonadamente. Y la canto, mejor o
peor, con la voz y el oído que Dios me ha dado, porque no
la puedo razonar” (40) . “Dios en nuestros espíritus es Espí
ritu y no Idea, amor y no dogma, vida y no lógica”,/había
dicho en 1900 (41), demasiado influido, tal vez, por sus co-
M A D R I D
no.
viente, sin intrahistoria, como un campamento, siente ei
que llega a la vida propia de la ciudad una curiosa sen
sación—¿agradable?: tal vez sí—de facilidad, de ligereza,
de acidez. Pensará que ha penetrado y se dirá para su
coleto el veni, vi di, vici. Lo pensará hasta que advierta con
extrañado encanto que no ha penetrado nada, porque está
caminando sobre espuma. Si tiene recursos y habilidad,
para proseguir tan peregrina andadura, sacará de su con
tinuado esfuerzo una fingida impresión—una impresión
permanentemente provisional, si se me permite el giro—
de seguridad, de apoyo. Si no los tiene, quedará inmedia
tamente despedido hacia el pasado y pronto será disuelto,
digerido, reducido a sombra o a recuerdo de sombra por
una sociedad que sólo como recuerdo admite su propio
pretérito. La tradición en Madrid tiene un nombre tre
mendo: recuerdo. “¿Fulano? ¡Ah, sí, ahora recuerdo!”,
dicen siempre en Madrid los qué viven al día de los que
sólo hace meses “pasaron”. Madrid, antihoraciano, podría
decir en su escudo: Nulla renascentur. Mejor: Nulla prose-
quuntur.
Madrid, hervidero de pura actualidad. La esencia de
Madrid consiste, como del carácter nacional alemán ponti
ficó Nietzsche, én estar siempre haciéndose;■y si esta sen
tencia conviene in modo recto a todo organismo viviente
y real, puede también decirse in modo obliquo, hasta con
justificación reduplicada, de las ciudades que se definen
por vivir disolviendo su propia tradición. “¡A Madrid, a
Madrid!”, dicen cada otoño, sobre toda la haz de la in
quieta y anchurosa España, unas docenas de jóvenes ávidos
de eminencia artística e intelectual y unos cientos de fun
cionarios, menestrales y hombres de jornal, deseosos de
negocio o de soldada. Van, desde luego, a ensanchar un
poco el cuerpo de Madrid; van también a nutrir la hir-
viente actualidad de la vida madrileña, espuma, super
ficie y espejo de la vida histórica española. Madrid es un
vórtice al revés, que en lugar de tragar hacia el fondo,
levanta perpetuamente hacia su pura actualidad—la ac
tualidad de la historia de España—el nombre y la hazaña
de todos los españoles ambiciosos y disconformes con la
calma o la estrechez de su provincia nativa. Ortega les ha
dibujado un espléndido retrato: “me parece verlos—ha
escrito—en el rincón de un casino, silenciosos, agria la mi
rada, hostil el gesto, recogidos sobre sí mismos como pe
queños tigres que aguardan el momento para el magnífico
salto predatorio y vengativo
Esta condición campamentol y actualizadora de la vida
madrileña hace que Madrid arrastre hacia sí, vortigino
samente, lo m ejor y lo peor de la provincia española. Todo
lo cual se expresa por doble modo, un modo efectivo y otro
simbólico, en la realidad material del cuerpo de Madrid.
Como siempre, el cuerpo es la expresión del alma.
Muestra el cuerpo de Madrid la terrible energía actua
lizadora—permítanme los aristotélicos esta redundancia—
que distingue a la vida histórica madrileña, y empieza por
mostrarla efectivamente. Con otras palabras: hay algo en
el cuerpo de Madrid que expresa como efecto la operación
causal inherente a esa activa peculiaridad de su vida. El
brío actualizador, la sed de puro presente que tiene el vivir
de Madrid determinan dos efectos muy visibles en la arqui
tectura de la ciudad: la falta de plan en su plano y la
caprichosa dispersión de sus monumentos arquitectónicos.
Mirad un momento el plano de Madrid. Veréis en él
—aceptadme, os lo ruego, esta pedantería botánica—una
inmensa hoja palminervia. y palmihendida, la hoja de
parra con que cubre su árida desnudez el cuerpo de Cas
tilla. El peciolo de esta hoja de parra, interrumpido por
la estrecha ribera del Manzanares, está constituido por la
Casa de Campo y la Plaza de Oriente; es centro u ombligo
de la nerviación foliar la superficie del triángulo que se
extiende entre el edificio de la Capitanía General, la igle-
sia de la Encarnación y la Puerta del Sol; son, en fin, ner
vios principales las calles de la Princesa, San Bernardo,
Hortaleza, Alcalá, Atocha, Embajadores y Toledo.
¿Quién ha dado a Madrid esta aproximada configura
ción foliar de su plano? No ha sido un plan, sino el ca
pricho sucesivo de sus hacedores; o, si se quiere, una serie
de planes, cada uno de los cuales ha buscado su primera
peculiaridad—hasta ahora, cuando menos—en desconocer
todo lo posible la existencia y la viabilidad de los ante
riores. Si todo plan humano es, por definición, un acto
en que se cuenta con el futuro, los planes de los sucesivos
hacedores de Madrid fueron siempre una constante lucha,
una lucha vana y dramática contra un futuro que casi por
necesidad histórica había de empeñarse en desconocerlos;
lo cual ha sido tanto más grave y significativo, cuanto que
la edificación de Madrid comenzó hace tres siglos y medio,
a la hora en que ya se había iniciado entre los europeos
el hábito de calcular y prever a largo plazo sus obras sobre
la tierra. Madrid, por obra de su condición campamental,
ha sido un permanente Adán de~ su propia vida. Quien
sepa comparar el plano de Madrid con los planos de París,
de Viena o de Buenos Aires, tendrá ante sus ojos la prueba
suficiente.
La energía actualizadora de Madrid se expresa tam
bién en la irregular dispersión de sus monumentos arqui
tectónicos. Cada una de las situaciones históricas que ha
vivido Madrid ha dejado en la figura de la ciudad algún
testimonio pétreo de su capacidad creadora y de su esti
lo: del M adridaustríaco quedan, con la plaza Mayor, los
palacios de Santa Cruz y de la Villa; el Madrid dieciochesco
e ilustrado dejó el Palacio de Oriente, el Museo del Prado,
la Casa de la Aduana, San Francisco el Grande, el Obser
vatorio, la Puerta de Alcalá; el Madrid napoleónico y fer-
nandino, la Puerta de Toledo; el Madrid isabelino, el Pa
lacio de las Cortes y la Biblioteca Nacional; el de la Res-
iaiiración, el Banco de España. ¿Puede descubrir alguien
la existencia de un plan en la necesaria dispersión topo
gráfica de todas estas edificaciones? ¿Cuántas de ellas han
sido emprendidas contando con una perspectiva posible
en lo futuro? ¿Cuántas han gozado luego de la perspec
tiva que al planearlas se previo? Las huellas visibles del
pasado de Madrid, tan dispersas e inconexas, demuestran
con ello lo que antes dije: son testimonio del recuerdo de
ese pasado, en modo alguno prenda visible de su tradición.
Mas no sólo se expresa efectivamente esa peculiaridad
actualizadora, tantas veces mentada, del vivir histórico
madriteño; muéstrase también simbólicamente. Como en la
figura humana hay a la vez efectos y símbolos de la pe
culiar naturaleza del hombre, así los hay en la figura de
las ciudades. Madrid, vórtice absorbente y actualizador de
toda la vida de España, nutrido por un constante acarreo
de lo m ejor y de lo peor, no es tan sólo la actualidad his
tórica del país; es también su compendio y su espejo.
¿No lo habéis advertido paseando por sus calles? Dejad
por un momento las calles y las edificaciones que pasan
por características de Madrid; dejad, sobre todo, esa pre
tensión cosmopolita de la Gran Vía. Un día de verano,
cuando el sol hiere sin piedad el ámbito de las calles más
anchas, buscaréis alivio a vuestro sudor y elegiréis las ca
lles estrechas y umbrías. Tal vez, por azar, sean estas las
que rodean a la iglesia de Santiago: calles del Biombo, de
los Señores de Luzón, de Santiago, del Espejo. ¿Estáis en
tonces en Madrid? ¿Contempláis un rincón de ciudad an
daluza? Si la acuidad del calor ha adormecido levemente
la clara vigilia de vuestra conciencia—lo cual no es insó
lito durante nuestro estío—, acaso no sepáis resolver ese
dilema geográfico. Otra vez penetraréis en una de las an
gostas vías que van transversalmente desde la calle de San
Bernardo a la de Fuencarral: Palma, San Vicente, Espí
ritu Santo. Hay en una de ellas cierta tapia baja, encalada,
sobre cuyo borde asoman su follaje los impacientes arbus
tos de un jardinillo interior. ¿Qué ciudad estáis viendo?
¿No sentís)la impresión de caminar por una de esas calles
sevillanas acostadas hacia la ribera de la Barqueta: calles
de Santa Clara, de San Vicente, de Teodosio?
Otras zonas de Madrid, tienen el corte y la atmósfera
de esos barrios porteños exentos de circulación rodada, hú
medos, llenos de rumores humanos, olorosos a marisco y
fritura. Tal es el mundo que sugieren al buen conocedor de
España las calles de la Victoria, de Cádiz, de Fernández
y González, de Echegaray. Todas ellas representan en el
mosaico madrileño otras tantas zonas urbanas de Barce
lona, de Gijón, de Cartagena, de Coruña. Madrid, tan poco
marinero, tan terrestre, cumple su destino de espejo y sím
bolo copiando como puede algo de la condición marinera
de España. Más fácil le resulta adoptar la traza ancha,
abierta y humilde de los pueblos manchegos, ¡y así es tan
fielmente castellana nueva y manchega la franja meridio
nal de Madrid, desde la calle de Santa Isabel hasta la de
Segovia, siguiendo el contorno de las Rondas, como es to
ledano el Madrid en torno a la plaza del Cordón. Y aun
que pasme a muchos, confesaré .que en más de una ocasión
he sentido en las afueras de Madrid el pálpito de hallarme
en las inmediaciones de una ciudad levantina. ¿No evoca
las afueras de .Valencia, por ejemplo, ese triángulo semi-
edificado que limitan las calles de López de Hoyos, Fran
cisco Silueta y María de Molina, con su luz, su claro color,
sus dispersas masas ,de verdura y una valiente palmera, tan
terca y magníficamente empeñada en desconocer tos seis
cientos cincuenta metros que la levantan sobre el mar ali
cantino ?
Madrid, actualidad y recuerdo de España. Madrid, tam
bién, compendio, espejo, símbolo de España. Lo sentiréis
en lo más vivo de muestra alma—con honda claridad, con
casi tangible delicadeza—si os decidís a una mínima ex-
cursión urbana. Elegiréis un dia fresco y soleado; no es
difícil hallarlo durante la ,primavera, y el otoño de Madrid.
Esperaréis la hora del crepúsculo vesperal, cuando la luz,
más azul unos días, más rosada otros, todavía permite re
conocer con precisión figuras y colores. Entonces os diri
giréis andando y, si podéis, en compañía amistosa, hacia
el Museo del Prado. Tal vez os convenga hacer breve es
tación ante l a ,fachado, de la escalinata; cumplida la cual,
buscaréis la puerta principal del Museo, a espaldas de la-
estatua sediente de Velázquez. Haced allí nuevo y más largo
detenimiento. La visión de la ,gracia mesurada que la fá
brica. del edificio tiene, habrá puesto en vuestro espíritu
orden y armonía. Contemplaréis luego lo que resta de aque
llos cuatro hermosos cedros que d’Ors puso definitivamente
entre los cien mejores árboles del mundo—“¡cuán altos ár
boles éstos, cuán nobles, dignos y profundos!”, ha dicho
de ellos—, y esta contemplación de la nobleza vegetal dará
nobleza al sentimiento de vuestra propia vida. Miraréis,
por fin, a través de ,las seis estupendas columnas dóricas,
la penumbra semiiluminada del pórtico central, y esa pe
numbra os hará sentir en vuestra {alma el misterio de las
cosas y vuestro propio misterio.
Así llenos—así edificados, iba a decir—de geometría,
de vida y de misterio, penetraréis ¡en el pórtico y desde él,
puestos de espaldas al muro del Museo, resbalará vuestra
mirada sobre el redondo cuerpo de las columnas, se enre
dará un momento .entre la fronda de los árboles del Prado
y se disparará hacia, el blanco fulgor del primer lucero. En
tonces, amigos, estaréis en posesión de la emoción más
secreta, y propia de Madrid, compendio y espejo de España.
Descansa a nuestra espalda, sedimentado en figuras, lo
m ejor de la historia de España: en el Greco, la exaltada
ambición mística; en Zurbarán, la densa concreción ascé
tica; en el Tiziano, el sueño del Imperio; en 'Velázquez,
nostálgica ya, la quintaesenciada elegancia de las últimas
victorias; en Goya, el estallido genial ¡del alma popular.
Corre ante nuestros ojos la pura actualidad, representada
por esos automóviles rápidos y luminosos que se deslizan
a lo largo del Paseo ¡y en torno a la fuente de Neptuno.
Junto a nuestro cuerpo, simbolizado por las seis columnas
vilanouianas, está el testimonio restante de los últimos em
peños vigorosos y razonables de España: vivir razonable
y verdaderamente a la española y a la europea quiso, en
último término, el buen don Juan de Villanueva... Llena
el fondo, dando ¡al cuadro un lecho transparente y terso,
el aire de Madrid; ese aire finísimo, fresco y sedoso de los
crepúsculos equinocciales, al que perfora y argéntea con
brillo de plata recién creada el lucero vespertino. Y en me
dio, nosotros, españoles, con el corazón tan en el centro del
tiempo que ha logrado evadirse de él, llena el alma de ,una
íntima sensación en la cual se mezclan extrañamente la
plenitud y el anhelo.
Entonces, y sólo entonces, Madrid nos habrá revelado
su secreto. Entonces nos habrá resarcido—maravillosa
mente—de las heridas que acaso nos infirió ¡su terrible
energía actualizadora, su cruel despego, su acre y disol
vente superficialidad, sus incómodas y brutales desigual
dades, su insoportable madrileñismo casticista.
EL MADRID DEL 98
(11) O. 8., 145. O tra p recio sa viñeta, del M adrid periférico— con
un im p o rtan te h a lla zg o e sté tico : el m isterio de los so la r e s— puede
leerse en el artícu lo "G u ía de fo r a s te r o s : la s R o n d a s” , recogido en
el libro Tiempo y cosas, Z a ra g o z a , s. a., pág-, 49.
empapado de mía suave melancolía—aunque, como Azorín
enseña, no sea Madrid muy propicio a ella—, un grupo de
cuatro o seis caballeros “en la puerta del teatro de Apolo,
entre el bullicio de la gente, en un ambiente de fluidez, ds
señorío y de modernidad” (12). ¡Qué inmensa distancia en
tre el Madrid hirviente, incómodo y agrio, directamente vi
vido en la mocedad, y en este Madrid preciso, pálido y ama
ble que evoca el nostálgico recuerdo de la senectud:
Baroja resume sus experiencias infantiles de Madrid o,
más precisamente, su recuerdo senil de esa experiencia, con
las palabras que siguen: “tengo la impresión de que Ma
drid no dejaba de ser, en su limitación y en su pobreza, un
pueblo alegre y pintoresco y fácil para todo el mundo” (13).
Veamos los objetos y los sucesos que Baroja recuerda y exa
minemos su capacidad de engendrar esa impresión de ale
gría y facilidad.
Tanto en Juventud, egolatría corno en sus recientes Me
morias se complace Baroja evocando sus primeros recuerdos
de Madrid. El texto de la evocación es casi idéntico en los
dos libros: “Enfrente de nuestra, casa había un campo alto,
no desmontado aún, que se llamaba la Era del Mico. Tenía
una serie de columpios y de tíos vivos. Las diversiones de
la Era del Mico, las calesas y calesines que existían aún y
los coches fúnebres que pasaban por la calle, eran nuestro
entretenimiento desde los balcones de la casa.
Con un intervalo muy corto, hubo entonces dos ejecucio
nes... y oímos vender en la calle la Salve que cantan los
presos al reo que está en capilla” (14).
Recuerda sus noticias sobre las dos cárceles de Madrid:
la del Saladero, para hombres, y la Galera, para mujeres.
(12) “M ad rid ” , O. 3., 958. R ecu érd ese lo elidió en el cap ítu lo -De
limo terrae.
(13) Memorias, XI, 118.
(14) Juventud, egolatria, 113, y Memorias, II, 103.
Transcribe luego una sucia cuarteta dedicada al Duque de
Sexto. Describe así el colegio a que asistió: <!un cuartucho
oscuro y estrecho en el que hacía de maestro un hombre tris
te y tuberculoso”. Conserva también el recuerdo de los licen
ciados de Cuba y Filipinas que mendigaban por las calles
“vestidos medio de soldados, medio de vagabundos”.
No es mucho más confortante el haz de las impresiones
procedentes de su segunda estancia en Madrid, a partir
de 1886. lili ambiente mezquino y achulado clel Instituto de
San Isidro, la ejecución de los tres reos del crimen de la
Guindalera, el flamenquísimo en apogeo, el Bodegón del In
fierno, las casas de dormir, la muerte de Higinia Balaguer
en el garrote, el crimen de la calle de Santa Justa, los ga
ritos y los astrosos billares de la Puerta del Sol. “En un
ambiente de ficciones, residuo del pragmatismo viejo y sin
renovación, vivía el Madrid de hace años. Otras ciudades
españolas se habían dado cuenta de la necesidad de trans
formarse y de cambiar; Madrid seguía inmóvil, sin curio
sidad y sin deseo de cambio... España entera y Madrid sobre
todo, vivía en un ambiente de optimismo absurdo. No había
curiosidad por lo de fuera. Todo lo español era lo mejor”
—dice Baroja, resumiendo sus juicios de estudiante univer
sitario acerca de Madrid (15).
A nadie extrañará, leyendo estos recuerdos barojianos,
el rostro repelente y la sensación de inconsistencia que ofrece
Madrid en la obra literaria de Baroja: el Madrid de La busca,
de Aurora roja, de La dama errante. He aquí un expresivo
texto de La dama errante, que Baroja copia en sus 'Memorias,
como si fuese el trasunto más idóneo y fiel de su experiencia
de Madrid: “Madrid, entonces, era un pueblo raro, distinto
a los demás, uno de los pocos pueblos románticos de Europa,
un pueblo en donde un hombre, sólo por ser gracioso, podía
vivir. Con una quintilla bien hecha se conseguía un empleo
para no ir nunca a la oficina. El Estado se sentía paternal
con el picaro, si era listo y alegre. Todo el mundo se acos
taba tarde; de noche, las calles, las tabernas y los colmados
estaban llenos; se veían chulos y chulas con espíritu chu
lesco; había rateros, había conspiradores, había bandidos,
había matuteros, se hacían chascarrillos y epigramas en las
tertulias, había periodicuchos en donde unos políticos se in
sultaban y calumniaban a otros; se daban palizas y, de cuan
do en cuando, se levantaba el patíbulo en el Campo de Guar
dias, en donde se celebraba una feria a, la que acudía una
porción de gente en calesines... Entonces, los alrededores de
1a. Puerta del Sol estaban llenos de tabernas, de garitos, de
rincones, lo que permitía que nuestra plaza central fuera una
especie de Corte de los Milagros. En la misma Puerta del
Sol se podían contar más de diez casas de juego, abiertas
toda la noche; en algunas se jugaba a diez céntimos la. puesta.
Los políticos eran, principalmente, chistosos...”
Nadie podrá afirmar que durante su niñez y su mocedad
viera Baroja en Madrid un pueblo alegre y fácil para todo
el mundo. Puesto ante Madrid, sus impresiones dominantes
fueron entonces el dolor, la suciedad, la muerte, la inconsis
tencia. Mas cuando hayan pasado cincuenta años y para vivir
baste y sobre “en invierno, tener un sillón viejo, mirar un
fuego que arde; en verano, contemplar algo verde desde la-
ventana” (16), entonces los recuerdos de la lejana juventud,
por tétrica y desgarradora que sea la pura objetividad de
su contenido, dan una inevitable impresión de alegría, de lige
reza, de facilidad ágil. Plasta en eí alma de los más tenaces
en el empeño de mostrar una apariencia de crudeza y aspe-
ridad.
Vengamos a Antonio Machado. ¿Cómo ha visto al Ma
drid de su juventud? La obra poética de Antonio Machado,
tan visible e inmediatamente vinculada a su experiencia per
sonal, nos da pronto respuesta cumplida. Habla el poeta una
vez a las encinas del Guadarrama y contrapone su hermosa
y auténtica realidad a la vanidad, a la inconsistencia de
Madrid:
a
destacan los provincianos franceses que llegan a París, cuan
do se sienten bien instalados en la historia de Francia. En
el corazón del siglo xix conoce París el provinciano Ernesto
Renán. ¿ Qué recordará, ya maduro, del París visto al ilegar ?
Que él nos lo diga: “Desde una pequeña ciudad, la. más oscura
de la provincia más perdida, fui lanzado, sin preparación,
al medio parisiense más vivaz. El mundo me fué revelado:
mi ser se desdobló, y el gascón se alzó sobre el bretón...
Había vivido hasta entonces en un hipogeo, iluminado por
lámparas humeantes; ahora, el sol y la luz me iban a ser
mostrados... AI día siguiente salí hacia París; el 7 vi cosas
tan nuevas para mí como si hubiese sido lanzado brusca
mente a Francia, desde Tahití o desde Tombuctú” (20). Renán
halló en París la vida histórica a que secretamente aspiraba,
y de ahí el tono entusiasta de su recuerdo. Los jóvenes del 98
ven en el Madrid de la Restauración la patente y chillona
actualidad de una vida histórica que les desplace, y de ahí su
agrura. Y como son literatos antes que toda otra cosa, lite
rariamente expresan su sentimiento. Sólo cuando la nostal
gia haga dulce lo que pasó, por el hecho de ser pasado—esto
es lo propio de “cualquiera tiempo pasado”, y no el ser mejor
que el presente—, sólo entonces se diluirá en la apagada
lejanía del recuerdo la hiriente acerbidad que tenían sus ex
periencias cuando fueron recuerdo próximo o activa e inelu
dible presencia.
AMOS AMBGO
V E R S IO N E S P A Ñ O L A DE L A V ID A M O D E R N A
(63) Sosten go, en su m a, que U nam uno llegó a su visión del p asa d o
partien d o del presente, corriente a rrib a del acon tecer histórico. L a li
citu d de m i co n je tu ra qu ed a m u y claram e n te d e m o stra d a p or u n p r e
cioso texto del propio U nam uno, a c e rc a de lo que bien p od ría llam a rse
su m étodo psicológico e h isto rio g rá fic o : “ Suelo v er la s c o sa s del esp í
ritu — dice en él— a lg o a la m a n e ra de como s i la s del m undo m a te ria l
la s v iésem o s en un cin e m a tó g rafo c u y a c in ta co rriera a l revés, yendo
de lo últim o a lo prim ero, o como si a un fo n ó g ra fo se le h iciera g ira r
en sentido inverso a l n o rm al” (“ E l se cre to de la v id a ” , Ensayos, I,
814). Creo que e ste atisb o de U nam un o e s rigu ro sam en te genial, p or
razo n es que no puedo expon er aquí. H e de lim itarm e a señalan' su
e stric ta conco rdan cia con el m étodo propuesto por D ilthey. Pueden
verse a lg u n a s re fere n c ias p re c isa s en m i libro Las generaciones en te
No es nuevo, ciertamente, el expediente de partir la his
toria de España en dos fragmentos. Desde el siglo xvm es
costumbre desgarrar nuestro pasado histórico■ —luego se
verán las razones que me mueven a subrayar este adjetivo—
en un fragmento “calderoniano” o tradicional y otro frag
mento “arandino” o progresista. Los conservadores se cu
bren con el primero y atacan al segundo; los modernizantes
proceden a la inversa. ¿Aceptará Unamuno este esquema bi
partito de nuestra historia? En modo alguno. Eso equival
dría a situarse en el mismo plano que los polemistas del si
glo xix. El, Ganivet y sus camaradas de generación inten
tarán partir la historia de España según una línea de frac
tura rigurosamente inédita. Quede para otro capítulo el lado
positivo de tan curiosa y nunca vista partición, y veamos en
éste cuanto tiene de negativa la actitud del grupo frente a
nuestra historia.
Cuando Unamuno contempla con ojos de historiador—de
español historiador, por supuesto—la España de su tiempo,
advierte en ella un progresivo encogimiento: “Hemos venido
■
—dice—de la Híspanla maior a la Híspanla minor, y quiera
Dios que no nos lleve a la Híspanla mínima; de las Españas...
a la España de hoy” (64). Pero no todo es decrepitud en el
cuerpo de nuestra Híspanla minor. Hay en su entraña misma
una pugna problemática y esperanzadora: “la vieja casta
histórica luchando contra el pueblo nuevo” (65). ¿Qué notas
distintivas ofrece a sus ojos la pervivencia de esa “vieja
casta histórica.” ?
Cinco son, en mi entender, las fundamentales: dogmatis
mo intelectualista, espíritu inquisitorial, fosilización del espí-
(131) “Id ea riu m españ ol” , Obras completas, ed. de A gu ilar, 1, 140.
(132) JUd., 165.
(133) IUd., 162.
(134) Ibid., 165.
vasco es, en fin cíe cuentas, lo mismo que el granadino, falto
de una, palabra plenamente satisfactoria, va nombrando con
términos vagos y sinónimos: “personalidad nacional”, “ge
nio”, “idea nacional”, “ideal de la raza”. Coinciden asimismo
en su interpretación de nuestras grandes creaciones litera
rias: para uno y otro es la vicisitud de Segismundo el sím
bolo de la gran gesta histórica de España, y Don Quijote
la representación mítica de nuestra verdadera casta: “Nues
tro Ulises es Don Quijote”, dice expresamente Ganivet.
Análoga es también su tendencia a describir psicológicamen
te la peculiaridad del hombre español, y no sería empresa
difícil mostrar el profundo parentesco que existe entre los
rasgos aislados por Ganivet, puesto ante la vida de los espa
ñoles, y los que percibió Unamuno escrutando nuestra lite
ratura (135). El “marasmo” que advierte Unamuno en la
sociedad española de su tiempo no es sino la consecuencia
de la “abulia” que Ganivet diagnostica. Véase, en fin, el aire
tinamuniano que tiene el juicio de Ganivet sobre nuestra de
rrota del siglo xv ii: “Hay que sacrificar la espontaneidad
del pensamiento propio, hay que fraguar id ea s gen erales que
tengan curso en todos los países para aspirar a una influen
cia política durable. Nosotros, por nuestra propia constitu
ción, somos inhábiles para estas manipulaciones, y nuestro
espíritu no ha podido triunfar más que por la violen
cia” (136). Al lado de tan esenciales concordancias, es bien
accidental la discrepancia que pueda, existir entre Ganivet
y Unamuno en punto, por ejemplo, a sus personales simpa
tías por Séneca o por los árabes.
Azorín, como Unamuno, ve en el marasmo de España la
última consecuencia de un nocivo aferramiento a ciertas for
mas ds vida propias de nuestra historia pretérita, y muy
singularmente a las más “castizas” de nuestro siglo x m
23á
«Luz del corazón” ye Antonio Machado salir del de Gonzalo
ce Bereeo cuando el auroral trovero nos cuenta sus historias
viejas.
Luego, la gloria terrible y dominadora,
la agria 'melancolía
de una pasada grandeza
que es lo español...
(P. C., 314.)
¿Para siempre? También Machado sueña, que está amane
ciendo una nueva época en La historia de España,
¡Qué im perta m i día! E stá el ayer alerto
al mañana, mañana al infinito,
hombres de España, ni él pasado ha muerto,
ni está él mañana— ni él ayer — escrito.
tP. O., 113.)
24S
nuestras glorias y nuestros sueños de antaño. Los labriegos
de la llanura manchega y del itinerario quijotesco son ca
racterizados por el primer Azorín con una entraña mezcla de
crueldad dolorida y de amorosa ternura: “entre estos hom
bres del centro, ininteligentes y tardos, y los del litoral, vi
vos y comprensores—juzga Ázoñn—, hay una distancia
enorme” (186); y en “el Abuelo”, de La voluntad, prototipo
del labrador manehego, ve un hombre “sencillo corno un niño,
sanguinario, exasperado” (187). Otra vez alude Azorín al ca
rácter “duro, feroz, inflexible, sin ternura, sin superior com
prensión de la vida, del pueblo castellano’’ (188). Junto a
esta precisión cruel, la ternura: “yo amo a Tecla, a este buen
pueblo de labriegos... Los veo sufrir... Los veo amar, amar
la tierra... Y son ingenuos y sencillos como “mujiks” rusos...,
y tienen una fe enorme.,., la fe de los antiguos místicos...”
(189).
Asi serían todos los castellanos castizos: Larra, Palaíox,
Teresa de Jesús, Alba. En todos ellos vive ese “espirita cas
tellano, errabundo, tormentoso, desasosegado-, trágico...”,
que Azorín percibe en Larra (190); y todos juntos constitu
yen “un pueblo místico, un pueblo de visionarios donde la
intuición de las cosas, la visión rápida no falta; pero falta,
en cambio, la coordinación reflexiva, el laboreo paciente, la
voluntad” (191). Ese espíritu—“el espíritu austero de la Es
paña clásica, de los místicos inflexibles, de los capitanes té
tricos, de los pintores tormentarios, de las almas tumultuo
sas y desasosegadas”—es el que siente Antonio Azorín ante
(199) ib id ,, 151.
obra de nuestro nativo temple, no lia olvidado jamás, así en
la expresión culta como en la costumbre, la dignidad que hay
en ser hombre: “Mantente de tal modo firme y erguido que
al menos se pueda decir- siempre de ti que eres un hombre” ;
tal sería la raíz del senequismo, “Esto es español...”, aposti
lla Ganivet. Tercera: el español tiende a moverse en dos cam
pos extremos, el de los hechos reales, sensorialmente percep
tibles (realismo español, polo activo de nuestra operación),
y aquél en que esos hechos cobran último sentido (mundo del
arte y de la religión, misticismo español, polo contemplativo
de nuestra operación).
Sobre la singularidad psicológica que Ganivet atribuye al
hombre español descansa su optimismo, tan evidente en las
últimas páginas del ïdearium. Ganivet confía en el porvenir,
porque el español, después de tantas vicisitudes históricas,
todavía no1lia podido dar al mundo sus frutos más idóneos.
De nuevo'—como en Unamuno, como en Asorín—■, el tema,
del español posible y soñado surge como un destello de espe
ranza tras el terna del español presente y pretérito.
No son infrecuentes en 3a obra de Baroja las alusiones a
la singularidad psicológica y ética del español. Antes expuse
su idea de España como “un país dramático, exaltado, apa
sionado, un mundo aparte”. ¿De qué puede depender esta
peculiaridad de España, sino de la peculiaridad psicológica
de los españoles? El problema está, por lo tanto, en preci
sar con certidumbre de dónde proviene y en qué consiste la
índole propia del hombre español.
Si Asorín y Ganivet subrayan la acción conñguradora del
medio—aquél, esteta, en tanto ese medio es paisaje; éste,
diplomático, en tanto es geografía,— Baroja acentúa la im
portancia primaria de la raza. No es exagerado afirmar en
redondo que Baroja es racista. El tema de la raza, entendida
en sentido crasamente biológico, aparece un número incon
table de veces en las páginas de Baroja: irónicamente, corno
un divertimento de humorista, en La caverna del humorismo
y en El laberinto de las sirenas; entre bromas y veras en
César o "nada y en las consideraciones sobre su propia ge
nealogía de Juventud, egolatría y los dos volúmenes de sus
Memorias; con toda seriedad en su antisemitismo declarado
y en su tenaz germanofilia de 1914. Los términos de esa cien
cia mal llamada Antropología—Antropozoología sería más
exacto—son urchifrecuentes en las descripciones foarojianas:
“era braquicáfalo, dolicocéfalo, platirrino”, dice a menudo.
“El hombre es el producto de la raza, de su temperamento,
de su cultura y de la familia en que ha vivido”, léese en sus
Memorias (200); “la fuente de la acción está,,, en la vitali
dad que hemos heredado de nuestros padres”, sostiene en Ju
ventud, egolatría (201). Del “genio de la raza,” habla expre
samente en César o nada (202).
Helmut Demuth ha resumido en su estudio sobre el pen
samiento de Bar oja las ideas de éste sobre la raza: “Baro-
ja no' ve en la raza... un mero hecho físico. No es que de
serte de este punto de vista; le presta, por el contrario, gran
atención. Sus figuras son vistas a menudo con ojos de in
vestigador; así, no se olvida casi nunca hacer mención de
la forma del cráneo. Pero no da más que una importancia
accidental a esos elementos, como para aclarar o apoyar,
sin reconocerles un valor decisivo. La significación capital
de la raza la ve Baroja en su condición de unidad anímica
y espiritual, que determina el carácter de cada uno. Distin
gue Baroja dos capas del alma: la razón y el instinto; lo
irracional y todo lo que de él nace, está sujeto a la raza, y
es, por lo tanto, distinto (en cada una de ellas)” (203).
A pesar ele lo dicho, no cree Baroja que la investigación
(31) Ensayos, 1, 419. M ejor que decir “la re a lid a d ” s e r ía d ecir “la
a ctu a lid a d ” . .
(32) “D el sentim ien to trá g ic o de la v id a ” , Ensayos, II, 660. M ás
a d e lan te a ñ a d e : “ ¡N o m a té is el tiem p o! E s n u e stra v id a u n a espe
ra n z a que se e stá convirtiendo sin c e sa r en recuerdo, que en gen d ra a
su vez a la esp e ra n z a ” (Ibid., 888).
(33) L a g ra v e d a d del te m a m e im pide tra ta r lo a l galo p e, como
p or fu e rz a ten d ría que h acer aquí. O tro d ía m e resolveré ta l vez a
d e b a tir con él m is débiles fu e rz a s.
Lo que el recuerdo, el olvido y la esperanza son para el
hombre individual, eso son la intrahistoria y el ideal para
la vida comunal de todos los hombres, Y para cada hombre,
en tanto partícipe singular de la comunidad, humana: “La
Historia- -ha escrito Unamuno—... no halla su perfección y
efectividad plena sino en el individuo; el ñn de la Historia
y ele la Humanidad somos los sendos hombres, cada hombre,
cada individuo: Homo sur/i, ergo cogito; cogito wt sim
Michael de Unamuno” (34).
Estas ideas ¿podían pasar por el espíritu de Unamuno
sin despertar en él alguna resonancia religiosa y teológica?
El Unamuno agonizante por su vida eterna, el cristiano a
su manera, el lector incansable de místicos y teólogos tenía
necesariamente que esforzarse por dar un sentido religioso,
cristiano, a sus intuiciones sobre la historicidad y la eter
nidad del hombre. El sentido próximo de la historia es con
vertirse día a día en intrahistoria o tradición eterna; su sen
tido remoto, último, es ser recapitulada en Cristo al final ele
los tiempos. La doctrina paulina de la apocatástasis o recons
titución en Dios y la anacefaleosis o recapitulación de todas
las criaturas en Cristo es el fundamento teológico sobre que
reposa la construcción hisíoriológica de Unamuno. Sólo la fe,
una fe viva en la anacefaleosis puede consolar al hombre de
saber que sus acciones pasan. ¿No es un consuelo efectivo
para el creyente, y aún el más alto y definitivo consuelo,
saber que con su pasar está “enriqueciendo a Cristo” ? “Si
llegáramos a ver claro esa anacefaleosis—dice Unamuno— ;
si llegáramos a comprender y a sentir que vamos a enrique
cer a Cristo, ¿vacilaríamos un momento en entregarnos del
todo a El? El arroyieo que entra, en el mar y siente en la
dulzura de sus aguas el amargor de la sal oceánica, ¿retro
cedería hacia su fuente ? ¿ Querría, volver a la nube que nació
del mar? ¿No es su gozo sentirse absorbido?” (35). Y, tras
(34) “D el sentim ien to tr á g ic o ” , Ensayos, H , 940.
(35) “D el sentim ien to trá g ic o ” , Ensayos, II, 883.
un segundo de calma, el alma agónica de Unamuno vuelve a
debatirse en el misterio de cómo perdurará su propia vida
individual cuando sea recapitulada en Cristo (38).
Las páginas anteriores exponen con algún orden siste
mático las dispersas ideas de Unamuno en tomo al problema
de la Historia. ¿Encontraremos en la obra de cada uno de
los escritores del 98, inventada por su personal minerva, una
doctrina historiológica semejante a la compleja y relativa
mente acabada doctrina de Unamuno? Sería necio esperarlo.
Sus camaradas de generación, si se exceptúa a Ganivet, son
artistas de la literatura, no pensadores de oficio. En algo se
han de parecer a él, empero, si es cierto que constituyen una
verdadera “generación” y si las generaciones son sucesos
condicionados por el modo de vivir el propio acontecer his
tórico. Veámoslo en sus propios textos.
Azorín, esteta, reduce a materia estética la distinción de
Unamuno entre historia e intrahistoria. No es preciso ser un
lince para advertir que los “grandes hechos” y los “menudos
hechos” de Azorín son por entero equiparables a los “suce
sos” y a los “hechos” de Unamuno. “Se histeria los primeros
-—dice Azorín—. Se desdeña los segundos. Y los segundos
forman la sutil trama de la vida cotidiana.” Esa “sutil trama
(57) O. C„ I, 742.
,.(58) T am b ién M elchor F ern án d ez A lm a g ro ve a sí la “ técn ica h is
to rio g rà fic a ” de V alle-In clán : "P o r lo que re sp e c ta a la técn ica nove
lística , V alle-In clán prefiere d esm en u zar en episodios y a sp e c to s p a r
c ia le s l a v a s t a m a te r ia ... V alle-Inclán prefiere lo m á s difícil y lo m á s
r e a l: re fle ja r la v id a de la contienda en lan ces, tra n c e s y p ercan ces
que se producen— tuviéran lo o no—sin un p lan de com posición m á s
o m en os rigu ro so . L a gu erra, p a r a el que la vive desde ab ajo , es a s i
Baroja y Valle han sabido crear, cada uno por su vereda,
un nuevo modo de entender y hacer la novela histórica: los
dos evocan la historia instalados en la intrahistoria; y lo
hacen así, porque en ésta ven latir, como Unamuno, lo que
en el hombre hay de genéricamente humano, lo que tiene ele
permanente y repetible el mudable y huidizo acontecer tempo»
ral de los hombres. Para describir el pasado, basta con saber
copiar la prosa de los archivos; para evocarlo, sea historio-
gráfica o novelística la técnica de la evocación, es preciso
más: es preciso, nada menos, saber “ser hombre”. Bajo la
técnica usada por Valle-Inclán y por Baroja en sus novelas
históricas vive y alienta la implícita historiología de toda la
generación del 98.
Tengo por cierto que también la habría confesado Anto
nio' Machado, si se hubiese decidido a escribir algo acerca de
la Historia. Ha expresado, en cambio, su vivencia poética del
tránsito del tiempo, y en ella coincide muy claramente con
Azorín.
Percibe Antonio Machado con honda agudeza la irrepara
ble fugacidad del instante vivido:
La tarde de abril sonrió: La alegría
•pasó por tu puerta— y luego, sombría:
Pasó por tu puerta. Dos veces no pasa.
CP. a . , 56.)
S il
de España. A escribir su primorosa literatura y a soñar una
España dedicará Azorín el resto de su vida. Pronto olvida
su aventura regeneradora. Se sentará un día en el Congreso
de los Diputados. Ya no será, sin embargo, reformador so
cial en activo, sino amigo de sus amigos y espectador semi-
ausente. Sigue sintiendo los punzantes problemas cíe España
y hasta llega a verlos por encima de la literatura y de la-
estética: “No es principalmente una orientación literaria
■
—dijo en la fiesta de Aranjuez, en 1913—lo que, a mi pare
cer, nos congrega aquí. La estética no es más que una parte
del gran problema social. Para los que vivimos en España,
para los que sentimos sus dolores, para los que nos sumamos
—¡con cuánta fe!—a sus esperanzas, existe un interés su
premo, angustioso, trágico, por encima de la estética... En
balde perseguiríamos lo menos si no pusiéramos nuestro em
peño en conseguir lo más” (17). Pero aquí ya no habla el
joven de veinticuatro años que en 1897 se proponía inter
venir en la regeneración de España. Habla ahora, desde el
mundo de su propio ensueño, un escritor a quien se festeja.
Aunque ese ensueño de Ázorín no fuese, no pudiese ser ajeno
a la realidad viviente y doliente de España.
Las palabras de Azorín que antes he transcrito declaran
también la peripecia reformadora de Baroja, paralela a la
azoriniana. El culto a la acción ha sido tema constante en la
estética y en la vida de Baroja.\“Como todos los que se creen
un poco médicos preconizan un remedio—escribía en 1917—,
yo también he preconizado un remedio para el mal de vivir:
la acción.” Parece, no obstante, que con el paso del tiempo
ha pasado la fe de Baroja en su prescripción: “Es un re
medio—prosigue—viejo como el mundo, tan útil a veces como
cualquier otro y tan inútil como todos los demás. Es decir,
que no es un remedio.” )No io es, porque sólo pueden recurrir
a la acción los que están nativamente dotados para ella: “La
ESPAÑA SOÑADA
(2) San Manuel Bueno, m ártir, ed. Col. A u stra l, p ág\ 15.
(3) “Sobre la filosofía española”, E n sa yo s, I, 544-45.
he soñado. Porvenires míos y de los míos, porvenires de mi
Salamanca, porvenires de mi España” (4).
Dos vías cardinales tiene el ensueño de Unamuno. Es una
la de su propio porvenir, y se expresa en forma de cavila
ciones agónicas y de cantos poéticos acerca de su personal
inmortalidad. Otro cauce de su ensueño es el que conduce
hacia el porvenir de España. ¿Un porvenir concreto y pre
visible, acaso, por el estilo de los que contienen los progra
mas políticos al uso? No, no es éste el porvenir que sueña,
Unamuno.
(12) O. C„ I, 603.
¿Podía dejar Valle-ínclán de soñar, puesto que soñar fué su
oficio, una posible vida de España?
'Valga otro tanto para Baroja. De niño soñó, como todos,
más que todos, acaso, aventuras robinsonianas y juliovernes-
cas: “Soñábamos—éi y su hermano Ricardo—con islas de
siertas, con hacer pilas eléctricas, corno el ingeniero Ciro
Sraith.,. Mucho tiempo me resistí a creer que tendría que
vivir como tocio el mundo; al último no hubo más remedio
que transigir” (13). De adulto soñaba, no contando sus crea
ciones novelescas, con un imposible ideal de constante cam
bio y renovación: “Mi ideai sería cambiar constantemente de
vida, de casa, de alimentación y hasta de piel” (14). Y ya al
fin de su vida, ha descrito su tránsito por este mundo como
un caminar continuo, sin objeto, cantando y silbando can
ciones alegres o tristes, según el humor y el reflejo del am
biente en su espíritu. A veces—dice Baroja—“intentaba acer
carme a la ciudad; pero al querer entrar en ella me paraban
y me ponían como condición para pasar el dejar a la entra
da unos sueños gratos, más gratos que la vida misma.
—No, no; prefiero volver al camino—murmuraba.
Y seguía marchando con la chaqueta al hombro, al azar,
sin objeto, cantando, silbando y tarareando, estremeciéndo
me con los rumores del campo, con el ruido del agua en el
arroyo y el cantar agorero de las cornejas” (15).
Soñando ha pasado su vida Pío Baroja, según' confesión
propia, desde que anhelaba una existencia aventurera hasta
su senectud, cuando conoce “el árbol en que cantan los rui
señores y la estrella que lanza su mirada confidencial en la
noche”. Y también él, entre sus innumerables ensoñaciones
literarias e íntimas, ha concebido el sueño ele una España
posible.
EL C A M IN O H A C IA D E N T R O
3S1
eión. Frente a esta tendencia “hacia afuera”, irán levantan
do los soñadores del 98 su tendencia “hacia dentro”.
Hay un hecho sobremanera significativo. El artículo que
encabeza el primer número de la revista Alma Española es
de Galdós y se titula “¡Soñemos, alma, soñemos!” Pronto
se hará famoso este artículo. También Galdós quiere soñar
y exalta la necesidad que los pueblos tienen de “un ensueño
constitutivo y crónico”.
¿En qué consiste el sueño de Galdós ? Su ensueño, su mo
desto ensueño—Valle-Inclán llamará, a Galdós, en un esper
pento, el Garbancero; Baroja le juzga diciendo que “no ha
bía en él la más ligera posibilidad de heroísmo” (16)—, no
es utopía de soñador, sino providencia doméstica: Galdós se
limitará a prescribir con cierto calor oratorio los quehaceres
que antes habían aconsejado los arbitristas de la regene
ración.
No menos expresivas del contraste entre los hombres de
la generación que llamamos del 98 y los que les anteceden
son las contestaciones a la encuesta—“enquesta”, diría Una-
muno—abierta por Alma Española, acerca del porvenir de
España y las condiciones de su engrandecimiento. “¿Dónde
está el porvenir y cuál debe ser la base del engrandecimien
to de España?”, preguntaba la revista. Tomemos dos res
puestas muy características e igualmente señeras: la de Ca-
jal y la de Unamuno. Cajal contestó con la frase que tantas
veces hemos visto reproducida sobre un retrato suyo, en que
aparece, provecto ya, sentado ante el microscopio de su ti
tánica labor: “Cultivar intensamente los yermos de nues
tra tierra y de nuestro espíritu...” Propone Cajal, en suma,
aprovechar los ríos y las inteligencias.
A Unamuno le parecen demasiado obvias y superficiales
todas esas recetas. Comienza diciendo: “Me parece imposible
(35) HI co n traste que acabo de estab lecer no im pide que U nam uno,
sabién dolo o no, escríb a u n a vez errón eam ente el te x to de S a n A g u s
tín. In interiore hombría habitat ventas, reza el “m o tto ” de su en sayo
¡Adentro! T a l vez se trate, sin em b argo , de u n a deform ación person al
de la f r a s e agu stin ian a, porque U nam uno, a diferencia- de lo que suele
h a c er cuando tran scrib e p a la b r a s a je n a s, no la refiere a S a n A gu stín
ni a a u to r alguno.
cubrimientos y hemos sabido dar entonación lírica y senti
mental a cosas y hombres de España... Lo que los escrito
res del 98 querían era, no un patriotismo bullanguero y apa
ratoso, sino serio, digno, sólido, perdurable. A ese patrio
tismo se llega por el conocimiento minucioso de España. Hay
que conocer—amándola—la historia patria. Y hay que co
nocer—sintiendo por ella cariño—la tierra española.” “En.
parte alguna de Europa—añade poco después, comentando
el libro Los males de la Patria, del ingeniero Lucas Mallada—.
tienen las cosas tan definida y fuerte personalidad como en
el desierto de España” (36).
No abandona Azorín sus predicaciones en pro de la re
forma interior española. En varios de sus libros—Antonio
Azorín, Los pueblos, La ruta de Don Quijote—clama y clama
por la transformación de nuestra arcaica agricultura, por-
la industrialización de España, por el mejoramiento de la
vida rural española (37). Poco a poco, sin embargo, va sien
do más fiel a la condición ensoñadora de su espíritu, y su
actitud ante España será el puro interiorismo contemplativo.
La visión estética del paisaje y la rememoración de nuestra
historia, según la técnica evocativa que antes mostré, son
los métodos más empleados por Azorín para llegar a. la inti
midad de la vida española. Pronto contemplaremos nosotros
lo que en ella descubre.
También Baroja ha confesado abiertamente su interioris
mo. En su conferencia Tres generaciones describe la suya, la
de 1898, aunque él prefiera atenerse a la fecha de nacimiento
—como Pinder—y la llame “de 1870”. Los hombres que la
componen fueron, según él, “tristes, intelectuales y sin brío”,
mucho más dados a la lectura y a la utopía que a la acción.
LA ESPAÑA SO ÑAD A
(44) A este difu so y m u ltiform e m ovim iento “in te rio rista ” de nues
tro F in de S ig lo p erten ecieron tam b ién loa n acio n alism o s region ales
que entonces com ienzan a p ro sp e r a r: no olvidem os el lem a Catalunya
endins, ta n típ icam en te in terio rista. T am poco e s un azar1 que la re v ista
Alm a Española p u b licase u n a serie de artíc u lo s sob re la s d iv e rsa s
" a lm a s re g io n a le s” : “A lm a v a s c a ” , “ .Alma castellan a.” , “ A im a a r a
g o n e sa ” , etc.
(45) “M ad rid ” , O. S., 975.
(4S) “ Sobre ia europeización ” , Ensayos , I, 885.
yan sobre su mano la cabeza meditabunda y sueñan. Dos
componentes integran el ensueño de todos, uno literario y
otro español. En tanto literatos, sueñan sus personales crea
ciones artísticas; en tanto españoles, sueñan una España
utópica y satisfactoria. Aunque nos duela, dejaremos ahora
a un lado el componente literario del ensueño y contempla
remos los testimonios escritos del ensueño español.
¿Cómo es la España soñada por los escritores del 98?
No esperemos que sean idénticos los ensueños de todos ellos;
conformémonos con que sean parecidos. Parécense, por lo
pronto, en algo muy fundamental: su consistencia. No son
los suyos ensueños etéreos y vagos, como los del romanticis
mo nórdico, sino corpóreos y reciamente estructurados. ¿Es
esto español? Tal vez sí. El español parece inclinado a con
cretar real, casi táctilmente los temas de su ocupación espi
ritual. No sé de ningún pueblo que con tan crudo y filosófico
realismo llame sustancia a lo que de la gallina hay en el
caldo, ni de hombres que veneren o destruyan las imágenes
religiosas con tanta pasión corno nosotros, los ibéricos. Don
Quijote, soñador de quimeras, arremete contra figurados ma
landrines que son reales corambres; Quevedo y Goya hacen
de los sueños, por sí vaporosos y casi inaprensibles, concre
tas y bien delimitadas realidades de carne; nuestros teólogos
han defendido siempre el ser físico de la gracia; y el
autor de El ente dilucidado, el magnífico P. Fuentelapeña,
lleva hasta la caricatura el realismo español y no se confor
ma sino con que los duendes tengan naturaleza física y ani
mal : “duende no es otra cosa que un animal invisible secun-
dum quid o casi invisible, trasteador”.
Por españoles o por lo que sea, los hombres del 98 sue
ñan todos una España consistente y bien membrada (47).
(47) “Im a g in a r lo que vem os e s a rte, p o e sia — escribió U nam uno— .
T ener fe en E s p a ñ a y conocerla, pero tam b ién im a g in a rla . E im a g i
n a ria (esto es, p oetizarla, so ñ a rla ) corporalm ente, terrestrem e n te”
(P a is a je s del alma , 202).
Cuatro estamentos componen la imagen de esa España au
téntica : dos son reales, la tierra y los hombres; los otros dos
son hijos de la conjetura., el pasado y el futuro de España,
Examinemos sucesivamente cada uno de ellos.
LA TIERRA
(60) “E s p a ñ a ” , O. S , 480.
(61) Vértice, rA-rn. 6?, 1943.
remota de nuestros antecesores-—místicos y guerreros que
en esta Castilla nacieran—nos sentimos profunda y doloro
samente conmovidos. Castilla, en este momento, ha sido re
velada para nosotros ante estos árboles modestos, mejor que
con la magnificencia de sus monumentos gloriosos” (62).
Las notas minuciosas y exactas que componen los paisa
jes azorinianos no forman un mosaico compacto. Son siem
pre notas aisladas, separadas por aéreas fisuras, a través de
las cuales una emoción persona,! y un ensueño de España
se levantan hasta la superficie misma de la descripción. Ese
“denso espíritu” que, según Azorín, impregna el terruño de
Castilla, no es sino su propio sentimiento y su propia idea
de España. Una España soñada se levanta sobre la imagen
literaria del paisaje real; la tierra española que ve Azorín
es, como la que vió Unamuno, fundamento y contorno de
un ensueño.
No debe pensarse, sin embargo, que la función del paisa
je en la economía del ensueño azoriniano quede en ésta de
ser fundamento y esponja de recuerdos. Los paisajes de Azo
rín, como los de Unamuno, poseen una entidad viva y ope
rante. También el paisaje habría contribuido activamente a
que el ensueño tenga su figura propia.
Azorín, fiel a su empeño de dar una interpretación posi-
sea
ración, al gusto por la tierra ele España: “En España, y en
nuestro tiempo—cliee ima ves—•... hemos influido en el gus
to del paisaje y de la montaña, al menos en Madrid” (37).
Las descripciones de Baroja suelen ser sobrias. Viendo su
aparente sequedad y la tendencia del autor a mencionar ce
ñidamente loa elementos sustantivos del paisaje; sabiendo,
además, el entusiasmo de Baroja por los campeones de la
llamada, ciencia positiva, se sentiría uno tentado a ver en
sus paisajes ejercicios de literatura positivista. Nada más
erróneo. Bajo su aparente gusto por la objetividad, es Bara
jo, como se sabe, un romántico empedernido, un hombre sen
timental y subjetivo. Así ve, en efecto, el paisaje. “El cam
po—ha escrito—es como un fondo al que hay que ir animan
do con las representaciones propias. El que tiene una vida
interior intensa puede vivir en el campo...” (68). Si es así,
¿qué representaciones propias han animado sus personales
descripciones del campo de España?
En otro lugar creo haber mostrado cómo la visión baro-
jiana de la tierra de España lleva impregnadas la idea y la
emoción que Baroja tiene de nuestra histeria pasada y pre
sente. Menos fácil es comprobar si tales paisajes traslucen
ele algún modo lo que el autor llama su “ideal de España”.
Pero quien ama tan entrañablemente al campo como Baroja,
quien ha confesado que todas sus inspiraciones literarias pro
ceden de Vasconia o de Castilla, por necesidad ha de ver su
“ideal ele España” cimentado sobre los campos ásperos de
Camino ée Perfección y sobre la verde y suave tierra de
Shanti Andía. El paisaje de España que Baroja ve es, sin
duela., el fundamento de su España ideal, y la belleza adus
ta o melancólica de sus descripciones, trasunto de la que en
los senos de su propio espíritu tiene la España posible y pe
regrina que él ha soñado junto a su ventana de Vera, mien-
LOS HOMBRES
(75) “ Q uisiera vivir en tre ios esp a sm o s del m ile n a rio ...” , escribe
Unarnuno en E l sepulcro de Don Quijote.
(76) "C ivilización y c u ltu ra ” , Ensayos, I, 294.
dad, por los años en que acababa de ser “algo así como un
spenceriano”, deba una expresión preponderantemente bio
lógica a ese evolucionismo suyo: la Historia sería “un suce-
derse de semillas y árboles, cada semilla mejor que la
precedente, más rico cada árbol que el que le precedió”. Con
su madurez, a medida que su pensamiento se fué depurando,
predominó la expresión teológica sobre la biología y el evo
lucionismo histórico cobró sentido en la anaeefaleosis pau
lina. La Humanidad iría cumpliendo su destino acercándose,
cada vez más rica y más humana, a la final recapitulación
de las criaturas en Cristo.
No debe pensarse, sin embargo—advierte Unamuno—■,
que ese progresivo enriquecimiento y esta sucesiva humani
zación de la Humanidad vayan cumpliéndose según un curso
lineal. Ni la imagen de una línea recta y ascendente, tan cara
a los teorizantes del progreso indefinido, ni la línea ondulan
te de ios que ven en el curso de la Historia una serie de
corsi e ricorsi, al modo de Vico, o una sucesión de ascensio
nes y descensos, representan idóneamente el camino de la
Humanidad hacia la sobrehistoria. La Historia transcurriría,
piensa Unamuno, según una serie de expansiones y concen
traciones cualitativas, de diferenciaciones e integraciones.
En virtud de este proceso iría penetrando la Naturaleza en el
Espíritu y el Espíritu en la Naturaleza, hasta el momento
de la recapitulación.
Cada una de las expansiones históricas de la Humanidad
es el nacimiento de una civilización nueva, y en el regazo de
cada civilización nace y crece una cultura, una forma inédita
de vida espiritual. La civilización es para Unamuno el mar
co externo y la matriz de la cultura. Al período de expan
sión sigue el de concentración. Es el momento en que las
civilizaciones, después de haberse hecho mundos viejos, rui
nosos, se desintegran y pasan. Habían comenzado siendo pla
centas y terminan en quistes de la Historia. Mas no pasan
del todo. Perdura de ellas la cultura que engendraron, incor-
perada en forma de hábito a la vida espiritual de la Huma
nidad, a la cual enriquece, humaniza y hace apta para dar
vida y figura a otra civilización y otra cultura nuevas. Así,
cada período ele expansión y concentración supone el nací-
miento de un hombre nuevo, y a este fin es, justamente, a
lo que se endereza, todo: “Todas las civilizaciones—concluye
Unamuno—sólo sirven pama producir culturas y que las cul
turas produzcan hombres. El cultivo del hombre es el fin
de la civilización, el hombre es el supremo producto de la.
Humanidad, el hecho eterno de la Historia. ¡Qué hermosura
ver surgir de los detritus de una civilización un hombre nue
vo!” (77). Y cada “hombre nuevo” es, antes nos lo ha dicho,
“un escalón más en el penoso ascenso de la humanidad a
la sobrehumanidad” ; esto es, al estado de los hombres des
pués de su recapitulación en Cristo.
Era necesaria esta digresión para advertir la gravedad
y el sentido que en el pensamiento de Unamuno tiene el con
cepto del “hombre nuevo”. En este suelo intelectual se im
planta su idea—su ensueño, mejor—del español posible. Sien
te Unamuno que el mundo en que vive está en crisis: una
civilización, la moderna, se desintegra, y de ella no quedará
sino lo que en forma de cultura haya crecido en su seno.
Los pasos de un hombre nuevo, capas de edificar una nueva
civilización y de crear una cultura nueva, resuenan sobre
las calzadas que conducen a la ciudad en ruinas. Es un mo
mento solemne y augural. Miguel de Unamuno, español, hom
bre entero y ciudadano de la ciudad vieja, profetiza y pro
clama la hora nueva. Entre esperanzado y temeroso augura
el rostro incierto del hombre que llega. ¿Podrá ser español
ese hombre? ¿Acaso no ha sido española la más alta criatu
ra espiritual entre todas las que integran la cultura de la
civilización que muere? Sí, es español, tiene que ser español
ese hombre nuevo. S s—llamémosle con el nombre que le
(82) E n sa yo s, I, 922.
(83) E n sa yo s, XI, 337.
(84) “,ua e d u c a c ió n ” , E n sa yo s, I, 324.
nación unamunesca nace el sentimiento de su propia misión:
desvelar el arcano y potencial quijotismo ele t e españoles,
predicar 2a religión del quijotismo e inquietar a sus compa
triotas y a los hombres todos para que, luego de haberse
conmovido con la predicación, den actualidad histórica y vi
sible ai hombre posible y necesario, al arquetipo del hombre
nuevo, al hombre quijotizado.
Cervantes— “un genio temporero”, le dice Unamuno, mu
cho más quijotista que cervantista—sacó a Don Quijote “del
alma de su pueblo y del alma de la humanidad toda” (85).
Es Don Quijote nuestro héroe, y desde que del alma de Cer
vantes salió al mundo opera sobre nosotros y sobre todos
los hombres; por lo tanto, concluye Unamuno, existe: “el
héroe legendario y el novelesco son, como el histórico, in
dividualización del alma de un pueblo; y como quiera que
obran, existen. Del alma castellana brotó Don Quijote, vivo
como ella” (86). Don Quijote existe, está vivo, ejerce una
influencia intrahistórica sobre los españoles todos; pertene
ce, en suma, a lo más hondo y verdadero de nuestra tradi
ción eterna. Y si el ideal de un pueblo es, como afirma Una
muno, “la tradición eterna reflejada en el futuro”, ¿podrá
no ser quijotesco el ideal de los españoles? ¿Y no será ese
ideal una de las piedras fundamentales de la ciudad futura?
“¿Y qué ha dejado Don Quijote?, diréis. Y os diré—respon
de don Miguel—que se ha dejado a sí mismo... Don Quijote
se convirtió. Sí, para morir, el pobre. Pero el otro, el real,
el que se quedó y vive entre nosotros alentándonos con su
aliente, ése no se convirtió... ése no debe morir” (87).
Del aliento con que ese Don Quijote alienta a los espa
ñoles debe salir el hombre quijotizado. ¿Corno puede ser,
cómo será este español quijotesco que sueña don Miguel de
S82
¡adelante! ¡Adelante siempre!” (93). Así procederá el hom
bre quijotizado, con la seguridad de que, en acabando una
vez con un embustero o con un ladrón, se habrán acabado el
embuste y el ladronicio para siempre. Así proseguirá, insa
ciable, febril, acongojado por “una sed de océanos insonda
bles y sin riberas, un hambre de universos y la morriña de la
eternidad” (94).
Morriña de eternidad. Esa es la raíz última del quijotis
mo y el más secreto motor de todos los peregrinantes en
busca del sepulcro de Don Quijote. No tendría sentido alguno
la empresa del hombre quijotizado tocante a la vida, a esta
vida, si él no sintiese como hondo- imperativo la que atañe
a la muerte y a la inmortalida.d. Por su propia inmortalidad
lucha el hombre quijotizado; no para que Dios le enseñe la
verdad de las cosas, ni su belleza, ni asegure la moralidad
con penas y castigos, “sino para que le salve, para que no
le deje morir del todo”. ¿Qué le importa vivir como sea, en
el ridículo, tal vez, si así se inmortaliza? (95). Mas no sólo
por su propia inmortalidad lucha. Lucha también por edifi
car una civilización inédita y soñada, en que la pasión por
la inmortalidad se encienda dentro del pecho de los hom
bres: “como no es pesimista, como cree en la vida eterna,
tiene que pelear arremetiendo contra la ortodoxia inquisi
torial científica moderna, por traer una nueva e imposible
Edad Media, dualística, contradictoria, apasionada” (86).
Será su sabiduría de fe y de inmortalidad, no de razón
y de vida. Esa debe ser la filosofía del hombre quijotizado;
esa fué la filosofía de Don Quijote y de Dulcinea, “la de no
morir, la de creer, la de crear la verdad. Y esta filosofía ni
(93) Vida de D o n Q uijote y Sancho, ed. Col. Austral, pág. 15. ¿Por
qué en la edición de Aguilar falta la introducción sobre “El sepulcro
de D o n Quijote” ?
(94) IU d ., 18.
(95) “Sentimiento trágico”, En sa yo s, II, 946 y 949.
(96) IU d ., 952.
se aprende en cátedras, ni se expone por lógica inductiva ni
deductiva, ni surge de silogismos, ni de laboratorios, sino
del corazón” (97). Más que un saber en sentido estricto, esa
filosofía será la expresión de la lucha en que consiste la vida
misma del hombre quijotizado: la lucha “entre lo que el
mundo es, según la razón de la ciencia nos lo muestra, y lo
que queremos que sea, según la fe de nuestra religión nos
lo dice” (98). Hará nuestro hombre su filosofía “cultivando
la voluntad, convenciéndose de que la fe es obra de la vo
luntad y que la fe crea su objeto, así, lo crea...” (99). Sa
biendo querer así, creará un nuevo realismo, activista y ope
rativo, “el realismo que saca de las hazañas las facciones, que
procede de dentro a fuera, centrífugo, volitivo, el que con
vierte los molinos en gigantes, no más insano que el que
hace de los gigantes molinos...” (100); y no se dirá idea
lista al que así piensa y obra, sino espiritualista, porque no
pelea por ideas, sino por espíritus” (101).
Tal debe ser la sabiduría del hombre quijotizado. Y si
en el futuro no hay españoles de este temple, si se dejase
de sentir entre nosotros este quijotesco anhelo de inmorta
lidad, España acabaría de existir y “los españoles caerían
como esclavos de cualquier otro pueblo que los explotaría
y escarnecería” (102).
Por los años en que Unamuno comenzó a profetizar al
hombre nuevo hablan los pedantes y empiezan a hablar los
filisteos del superhombre. Unamuno, español y cristiano, da
al superhombre nietzscheano una réplica quijotesca e inter
preta cristianamente, según su concepción de la historia, la
existencia del hombre que acaba de soñar: “ese hombre fu-
¡84
turo-—dice—, ese sobre-hombre da que habláis, ¿es otra cosa
que el perfecto cristiano que, como mariposa futura, duerme
en las cristianas larvas o crisálidas de hoy?” (103).
Pero ¿podrá tener realidad en este mundo visible el sueño
quijotesco de un perfecto cristiano? El hombre nuevo, el
hombre que Unarnuno está sintiendo llegar ¿será la encar
nación del ideal soñado o- quedará en ser copia miserable
suya? En verdad, tal perfección no es de este mundo, y así
lo siente, con un levísimo dejo de cazurrería realista y san-
chopancina, el quijotesco don Miguel: “Nuestro Don Qui
jote, el redivivo, el interior, el conciente de su propia comi
cidad, no cree que triunfen sus doctrinas en este mundo,
porque no son de él. Y es mejor que no triunfen”, conclu
ye (104). “Este ideal—había dicho años antes, hablando del
hombre nuevo—no- se cumplirá, será eternamente futuro,
para mejor conservar su idealidad preciosa, que es la que
nos vivifica...; pero así como Cristo vino, y viene al alma
de cada uno de los que en El con verdadera fe creen, así
reinará el hombre futuro en el alma de cada uno1de sus fie
les; viviremos así en el porvenir, y de tanta labor íntima
quedará, fecunda huella en la vida cotidiana” (105). No de
otro modo vive el hombre quijotizado en el alma de don Mi
guel de Unamuno y en la de todos los que con él salgan a
descubrir y conquistar el sepulcro de Don Quijote. En ellos
y para ellos será realidad verdadera el hermoso sueño de
ese hombre mítico; porque la máxima oculta del quijotismo
reza así, según su inventor y maestro: “es hermoso, luego
es verdad”.
El hombre quijotizado reinará siempre en el porvenir y
desde allí vivificará todos los presentes, el de hoy y los fu
turos. En el último apartado de este capítulo expondrá el
E L P A SA D O
(192) O. S„ 74 é.
(193) “O tra s p á g in a s” , O. 1115.
este impulse interrumpido; este vuelo detenido, ¿ qué hubie
ran podido ser y a dónde hubieran pedido llegar?” (194).
La historia en que la España auténtica se expresa es tam
bién un romance súbitamente interrumpido. ¿A. dónde hu
biera podido llegar su vuelo? ¿Cuál hubiera podido ser la
línea del vuelo que no llegó a cumplirse ? Azcrto vive con •
sutil hondura—corno Unarnuno, como Antonio Machado—el
problema entrañable de lo que pudo ser y no fué. Frente a
la historia ele España se pregunta lo que hubiera podido ser
nuestra patria, lo que tal vez podría ser aún, si se hubiese
hecho algo de lo que pudo hacerse y no se hizo y si se hi
ciese algo de lo que puede hacerse y no se hace. Bien re
ciente es un significativo texto suyo: “Vengamos a nuestra.
España. ¿Dudará alguien de que Carlos I, al hacerse cargo
del reino de España, pudo proceder, con inteligencia, de otra
manera ? ¿Había necesidad de poner en manos rapaces de ex
tranjeros los más importantes cargos del Estado? ¿No pudo
Carlos utilizar esos mismos hombres que luego- promovieron
el levantamiento de las Comunidades?” (195). La inteligen
cia es la facultad de conocer en cada momento lo posible.
Y el ensueño, la de evocar más tarde—de añorar, tal vez—
lo que antes fué posible y no llegó a ser cumplido...
Con el desastre de 1888 quedó España en exenta soledad.
Estaba desnudo su cuerpo peninsular de toda añadidura te
rrena. Hay, sin embargo, más de un modo de estar solo. Está
solo consigo mismo, terrible soledad, el que va a morir. Mas
cuando la soledad no es precursora de la muerte, ¿no es el
estar solo, por ventura, un volver a ser niño? ¿No es sentir
que se abren ante uno- posibilidades inéditas, advertir que
uno puede hacer cosas que no hizo y otras que ni siquiera
pudo imaginar antaño?
La apariencia exterior mostraba vieja y cansada a la Es-
(217) Ibid., 162. Los “trabajos” necesarios para dar cuerpo real a.
la utopía de E spaña están p arcialm en te expuestos en Los trabajos de
Pío Cid.
Machado la paz de España y presiente o sueña una empresa
rigurosamente española:
Salud, paz española,
si no eres paz cobarde, sino desdén y orgullo.
S i eres desdén y orgullo, valor de ti, si bruñes
en esa paz, valiente, la enmohecida espada,
para tenerla limpia, sin tacho,, cuando empuñes
el arma de tu vieja panoplia arrinconada;
si pules y acicalas tus hierros para, un día,
vestir de luz, y erguida: “Heme aquí, pues, España,
en alma y cuerpo, toda, para una guerra mía,
heme aquí, pues, vestida para la propia hazaña”,
decir...
(P . O ., 238-239.)
(1) Cit. por R. Gómez de la Serna en Don Ramón María del Valle-
Inclán, Colección Austral, pág. 56.
puede acontecer a cualquier nacido, por seguro y acompa-
ñado que parezca: la historia universal contemporánea lo
viene demostrando con despiadada e inequívoca terquedad.
Pero quien, antes de morir, supo vivir con decoro y soñar no
blemente, ese no muere sin patria ni hermandad. Serán com
patriotas y hermanos suyos—disidentes, tal vez; pero tam
bién la disidencia leal es un modo de acompañar y asistir—
los más nobles seres de todos los humanos, que son los capa
ces de existir decorosamente y soñar vidas mejores y más
altas.
Los hombres del 98, fuese cual fuera la figura visible de
su conducta—desacordada unas veces, acomodada al medio
otras, extraviada algunas—, han vivido con decoro y han so
ñado con nobleza y acendramiento. Lo que de su vida no fué
sueño será juzgado diversamente y pasará; lo que fué sue
ño vive y vivirá siempre en la hermandad de cuantos sue
ñan hoy y sueñen mañana la existencia de una España lim
pia y ejemplar.
n
“ Q uod er a t dem o n stra n d u m ” .
CAPITULO I
Un paisaje y s u s inventores .— D escubrim iento de un p aisaje.
L o s hombres del 98 ..................................................................... 21
C A P IT U L O I I
C A P IT U L O I I I
CAPITULO IV
E l sabor de la Historia.—La España de la Restauración.—
P rim eros contentos del grupo con la historia de España,— :
Las lecturas de la generación.—Crisis religiosa juvenil.—
- El irracionalism o de la generación del 98 .......................... 97
CAPITULO V
M adrid .-—Intermedio sobre Madrid.—El Madrid del 98 ........... 136
CAPITULO VI
AMOR AMARGO.—El am or a E sp añ a. —L a crítica de E sp añ a.—
C rítica de la versión esp añ ola de la vid a m oderna.— C rítica
de la h istoria de E spaña.— C rítica del esp añ ol real como
tip o hum ano ............................................................................................. 163
CAPITULO VII
"Historia s in e H istoria ”.—La generación del 98 ante el pro
blema de la Historia.—La historiología de Unamuno.—El
tiempo y la evocación en Astorin y en Antonio Machado.—
Ganivet y el problema del acontecer histórico.—La His
toria en las novelas históricas de Baroja y de Valle-Inclán. 261
CAPITULO VIH
DE LA acción AL ensueñ o .— Con a to s de intervención en la vida
p olítica y social de E spaña.— F racaso y evasión h a cia el
ensueño ........................................................................................................ 303
CAPITULO IX
ESPAÑA SOÑADA.—El tema del ensueño.—Los caminos del en
sueño: el interiorismo.—España soñada.—La tierra: el pai
saje de España.—Los hombres: el español posible.—El pa
sado: la historia soñada.—El futuro: posibilidades y misión
de España ....................................................................................... 318