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En la primeva edición de esta obra se

imprimieron:

3.150 ejemplares en papel de impresión


primera, fabricado por la Central de
Fabricantes de Papel.

101 ejemplares, cien de ellos nume­


rados del 1 al 100, en papel registro, e
ilustrados con láminas originales del pin­
tor Rafael Pena.
LA
GENERACION DEL
NOVENTA Y OCHO
Medicina e H istoria . Editora Nacional, Madrid, 1941.

E studios de H istoria de la M edicina y de A ntro ­


pología M édica. Editora Nacional, Madrid, 1943.

S obre la cultura española . Editora Nacional, Ma­


drid, 1943.
Menéndez P elayo. H istoria de sus problemas inte ­
lectuales . Instituto de Estudios Políticos, Ma­
drid, 1944.
L as generaciones en la H istoria . Instituto de Es­
tudios Políticos, Madrid, 1945.
PEDRO LAIN ENTRALGO

LA
GENERACION DEL
NOVENTAY OCHO

MADRID • MCMXLV
D IA N A . A rtes G ráficas.—Darra, 12. Madrid.
INDICE
Páginas

E p ístola a D ionisio R idruejo .................................................................. 7

CAPITULO I
Un paisaje y s u s inventores .— D escubrim iento de un p aisaje.
L o s hombres del 98 ..................................................................... 21

C A P IT U L O I I

¿ G eneración del 98?—Aflrmadores y denegadores de la gene­


ración del 98.—Delimitación y estructura del grupo genera­
cional ................................................................................................ 43

C A P IT U L O I I I

“Da limo terrae ”.—Los recuerdos de la infancia.—La imagen


de la tierra nativa en los literatos del 98.—Enlace senti­
mental y literario entre la, tierra nativa y Castilla............. 72

CAPITULO IV
E l sabor de la Historia.—La España de la Restauración.—
P rim eros contentos del grupo con la historia de España,— :
Las lecturas de la generación.—Crisis religiosa juvenil.—
- El irracionalism o de la generación del 98 .......................... 97
CAPITULO V
M adrid .-—Intermedio sobre Madrid.—El Madrid del 98 ........... 136

CAPITULO VI
AMOR AMARGO.—El am or a E sp añ a. —L a crítica de E sp añ a.—
C rítica de la versión esp añ ola de la vid a m oderna.— C rítica
de la h istoria de E spaña.— C rítica del esp añ ol real como
tip o hum ano ............................................................................................. 163

CAPITULO VII
"Historia s in e H istoria ”.—La generación del 98 ante el pro­
blema de la Historia.—La historiología de Unamuno.—El
tiempo y la evocación en Astorin y en Antonio Machado.—
Ganivet y el problema del acontecer histórico.—La His­
toria en las novelas históricas de Baroja y de Valle-Inclán. 261

CAPITULO VIH
DE LA acción AL ensueñ o .— Con a to s de intervención en la vida
p olítica y social de E spaña.— F racaso y evasión h a cia el
ensueño ........................................................................................................ 303

CAPITULO IX
ESPAÑA SOÑADA.—El tema del ensueño.—Los caminos del en­
sueño: el interiorismo.—España soñada.—La tierra: el pai­
saje de España.—Los hombres: el español posible.—El pa­
sado: la historia soñada.—El futuro: posibilidades y misión
de España ....................................................................................... 318

EPILOGO EN TRES TIEMPOS


I. La vida que no es sueño .......................................................... 447
H. “Quod eratdemonstrandum” ................................................... 452
IH. Otra vez Castilla .................................................................... 454
EPISTOLA A DIONISIO RIDRUEJO

H a c e algunos años—si pocos por el número, harto gra­


ves por la densidad—me propuse la tarea de exponer orde­
nadamente m i personal actitud ante los problemas cultu­
rales de España y, muy en primer término, ante el pro­
blema histórico de España misma. Veía y sentía en ello
una necesidad personal muy viva y honda, compartida por
no pocos jóvenes españoles; y expresando pensamientos y
sentimientos propios, confiaba en expresar pensamientos y
sentimientos comunes a todos o, cuando menos, por todos
ellos aceptables.
Al cumplimiento de este propósito he dedicado buena
parte de mis horas a lo largo de casi cuatro años. Comencé
describiendo sinópticamente mi visión del siglo XIX espa­
ñol y de la polémica llamada “de la ciencia española” ;
compuse luego la biografía intelectual de Menéndez Pe-
layo, tan necesitada de un entendimiento recto y cabal; y,
siguiendo esta necesaria propedéutica memorativa, he ve­
nido a dar en el tema de la tan traída y aventada genera­
ción del 98. Un libro anterior a éste, Las generaciones en
la Historia, sirve de introducción metódica a las páginas
que ahora escribo. Pero en el momento de darlas a las pren­
sas me asalta el temor de que tan dilatada introducción
sea todavía insuficiente; y así, aun a riesgo de ver a mi
pobre libro bajo albarda y albardilla, me resuelvo a enca­
bezarlo con esta epístola. Va dirigida a ti, Dionisio, tanto
por la singular valia que para mí tiene nuestra amistad,
como por el eminente lugar que ocupas entre todos los
posibles lectores y aceptores del libro,
No vacilo en iniciarla señalando muy sinceramente lo
que yo, padre y buen conocedor del libro, veo de estimable
en él. Puesto que luego voy a ser juez severo de sus defi­
ciencias, permíteme antes hacer de tímido cantor de sus
virtudes.
Creo que la primera de tales virtudes consiste en el
modo de tratar el tema. La idea de describir el suceso
histórico de una generación como la biografía de un pare­
cido, será más o menos importante y valiosa, pero no deja
de parecerme original. Esta modesta originalidad, que en
m i libro sobre el problema de la generación constituía el
mérito posible de un concepto historiográfico y, por lo
tanto, de un puro proyecto, es hoy la de una obra cum­
plida. No sólo tengo el atrevimiento de suponer que el pro­
yecto no era del todo malo; tengo además el de pensar
que su cumplimiento posee algún valor y, para colmo,
incurro en la osadía de decirlo. Osadía es, en efecto, por­
que me expongo a que otros, más avisados que yo y menos
clementes con mis criaturas, demuestren con despiadada
claridad el error de mis estimaciones y la imprudencia de
mis atrevimientos. Si tal ocurre, la verdad sobre todo, que
yo la verdad de m i sentir digo.
Creo también que este libro contribuye en alguna me­
dida a esclarecer desde su entraña misma una parcela muy
esencial de la vida española más próxima a nosotros y,
por lo tanto, de nuestra propia vida. No seríamos los espa­
ñoles lo que hoy somos—en nuestros hábitos históricos, ya
se entiende—si hubiese sido otra la suerte de Villalar y
si no se hubiese escrito el Quijote. Quiero decir: no pen-
sanamos, sentiríamos y obraríamos como pensamos, sen­
tirnos y obramos—tú, yo, y hasta nuestros propios enemi­
gos—sin la existencia de esos y otros muchos sucesos y sin
su operante proyección sobre la vicia española ulterior a
ellos. Otro tanto debe decirse de la famosa generación
del 98: no seríamos hoy los españoles lo que histórica­
mente somos—tú y yo, los amigos de la generación y sus
enemigos—sin la existencia y la operación, de eso, gavilla
ele hombres„A exponer clara, honda y verdaderamente una
parte de las razones por las que esto es así, ha sido• con­
sagrado casi todo el esfuerzo de mi libro.
Es aquí, sin embargo, donde comienza el problema, por­
que no todos los españoles estarán conformes con el aserto
que antecede. Déjame colocarme ante nuestra crespa diver­
sidad con mirada de naturalista y clasificar en cuatro acti­
tudes típicas todas cuantas suelen adoptarse frente a la
mentada generación del 98 en esta nuestra anchurosa y ban­
deriza España.
Forman el primer grupo todos aquellos que nada quie­
ren tener de tal generación y nada tienen de ella. Los reco­
nocerás por su cejijunta gravedad, por su estilo literario
—tosco y mazorral unas veces, hinchado y castelarino
otras—, por su insensibilidad ante ciertas gracias y cier­
tas lacras de la vida y de la tierra de España, por su cas­
ticismo aislacionista, por su terca ceguedad frente al curso
inexorable de la Historia. No es que me parezca desde­
ñable esto de resistirse a doblar la raspa ante la Historia,
que diría Ganivet, cuando quien se resiste lo hace, como
el santo, a fuerza de estar bien instalado en la eternidad.
Lo que no veo tan bien es la renuencia sistemática ante la
novedad de hoy en nombre de la envejecida novedad de
ayer, de anteayer o de Dios sabe qué día. Y así, estos hom­
bres, desdeñadores “a priori” de Unamuno, Azorín o An­
tonio Machado, pénense a pensar y a escribir, y siendo tan
castizos y tradicionales, vienen a hacerlo—sin darse cuenta,
esto es lo peor—como los Campoamor o los Ortí y Lara,
cuando no como Pérez Escrich. Dios les valga.
Componen el segundo grupo los españoles abiertamente
hostiles contra la discutida generación y más o menos afec­
tados por su influencia. “Maestro no es menester—siendo
la lección cumplida”, vienen a decir éstos para su pellejo;
y después de hacer unamunismo, azorinismo o valle-
inclanismo lixiviativo, arremeten con honda y palo con­
tra Unamuno, Azorín o Valle-Inclán. La huella del noven-
tayocho toca unas veces al estilo literario, algunas a la
actitud estética, otras a la sensibilidad frente a los pro­
blemas y a los temas de España; la influencia puede ve­
nirle a cada uno por el cauce de la lectura directa o por
la vía indirecta y difusa de la convivencia social. No es
esto, sin embargo, lo que en m i empeño ordenador me im­
porta subrayar, sino la diversa postura frente al vestigio
que todos combaten. Hay entre ellos el subgrupo de los
influidos conscientes; hay también el de los influidos in­
conscientes. Los primeros saben que sin la obra del noven-
iayocho no serían lo que son; y como, por gusto, por gran­
jeria o por resentimiento, no se avienen a dejar su puesto
en el ataque, optan por callar ladinamente la influencia
o la convierten con mucha lindura en invención personal
o en maná gratuito y mostrenco. Mira, Dionisio, a tu alre­
dedor, y dime si no entran bastantes en este cómodo redil.
Mejor consideración merecen los influidos inconscientes.
Si aquéllos son reos de doblez, éstos son, simplemente, me­
nesterosos de luz y de generosidad. Tal vez conceda Dios
a este libro la pequeña gracia de desdoblar a cierto nú­
mero de los primeros y la menos pequeña de llevar un
poco de luz y una pizca de generosidad al espíritu de los
segundos. Pocas cosas me satisfarían tanto.
Tercer grupo, el de los derretidos. Se distinguen, entre
otras cosas, por decir “don Miguel” siempre que se refie­
ren a Unamuno, “don Pío” cuando hablan de B aro ja y
“clon Antonio” cuantas veces aluden al menor de los Ma-t
chado. Parecen vivir en permanente tertulia con los maes­
tros del nooentayocho: éstos lanzando sin reposo agudezas
literarias o sentencias críticas; ellos escuchándolas embe­
becidos y derritiéndose cuando repiten y repiten las “cosas”
de don Miguel o de Valle, de las que aparentan poseer
monopolio o, cuando menos, agotadora y fidelísima noti­
cia. Bien sé que no hay hombre genial sin este halo de
admiradores beatos e incapaces de discernimiento; pero te
juro que, en lo tocante a este hollado tema del noven-
iayocho, a mí—y seguramente a todos cuantos buscamos
el valor de los hombres a través de sus obras y no al paño
de sus tertulias—tanto rae molesta la hostil cerrazón de
los cejijuntos como la derretida secuacidad de los boqui­
abiertos.
Creo que todos nosotros—tú, yo, nuestros amigos—
hemos acertado a librarnos simultáneamente de la cerri-
lidad, de la doblez, de la invidencia y del derretimiento.
Tenemos con los hombres de esa generación una grave
deuda; y, muy lúcida y abiertamente, con amor a la ver­
dad, que es la más noble forma de amor, nos reconocemos
sus deudores. Triple es la deuda: idiomàtica, estética y
española.
Sabemos con plena certidumbre que sin ellos no sería
hoy nuestro lenguaje el que efectivamente es. Nuestro estilo
literario, el de todos los que al hablar y al escribir no nos
hemos quedado en los modos de 1890, supone ia ingente
obra estilística cumplida por nuestros abuelos y se apoya
en ella. Es muy posible que alguien menosprecie el valor
de este tercio de nuestra deuda. Cuantos verdaderamente
sepan dar al verbo todo su valor, estimarán en mucho ios
hallazgos idiomáticos que nos legaron; y, sobre lodo, la po­
sibilidad de expresar las cosas mucho más en contacto con
lo que las cosas realmente son.
La segunda porción de nuestra deuda atañe a la. sensi­
bilidad estética. Debemos a los hombres del noventayocha
la aptitud, para percibir muchas notas delicadas de la vicia
y de las figuraciones literarias. ¿Sería la que es nuestra
sensibilidad frente a la tierra de España, frente al con­
tinuo pasar de nuestra vida, frente ai Quijote o a Fray
Luis—por no citar sino tres ejemplos irrecusables—sin la
obra literaria y estética de esos hombres?
Sérnosles deudores, en fin, de una deuda española. “El
patriotismo nuestro también ha llegado por el camino de la
crítica”, dijo lina voz nobilísima y definidora; y al decir
“también” pensaba, más que en otro cualquiera, en el pa­
triotismo de estos disconformes, de estos ambiciosos, de
estos campeones en la faena de criticar literariamente—lite­
ratos fueron, no lo olvidemos—la “patriotería zarzuelera”,
las “mezquindades presentes de España” y las “interpre­
taciones gruesas de nuestro pasado”. Tú, y yo, y todos los
que, exentos de culpas viejas—“ligeros de equipaje, como
los hijos de la mar”—, nos asomamos después de 1931 a
la insatisfactoria vida de España, hemos sentido que a
nuestros oídos se enderezaba el canto del grande y extra­
viado poeta:

Tú, juventud más joven, si de más alta cumbre


la voluntad te llega,, irás a tu aventura
despierta y transparente a la¡ divina lumbre,
como el diamante clara, como el diamante pura.

“Recuerdo haber saltado de gozo una vez—has dicho tú,


Dionisio, aludiendo a nuestros sueños de Burgos—al des­
cubrir un artículo de Antonio Machado que era, hasta en
el vocabulario y el estilo, del todo atribuïble a nuestra,
fuente más pura.” Aun sabiendo que aquellos sueños a la
vera del Arlanzón no pasarán jamás de serlo, ¿podremos
renunciar a ellos, si son sustancia de nuestra propia vida?
“Acaso para una síntesis futura sea preciso este feroz aná­
lisis de todo”, dijo Azorín en 1902 del que, puestos ante
la vida española, habían emprendido él y sus camaradas.
¿No hemos soñado nosotros que, por fin, era llegada la
hora de esa tan esperada síntesis de España?
Somos deudores y reconocemos nuestra deuda. Agra­
decemos cordialmente a los hombres del noventayocho su
egregia obra literaria—este último “Medio-siglo de Oro” de
las letras españolas—y la triple huella que han dejado en
nosotros. Pero no somos, no podemos ser derretidos. No les
acompañamos en su descarriada actitud religiosa, aunque
nos esforcemos por comprenderla amorosamente cuando
es sincera; detestamos de corazón las tartarinadas blasfe­
matorias de los que, como Bar oja, al arrimo de ellas ha­
llaron notoriedad; no aceptamos todos sus proyectos, jui­
cios y ademanes en torno a la vida de España; no com­
partimos, en fin, ciertas posturas intelectuales, estéticas y
políticas que desde nuestro tiempo vemos como verduras
pasadas o como reales limitaciones de su tiempo y suyas.
Las páginas de m i libro están tejidas de aquel agra­
decimiento y de estas reservas. Mi norte ha estado en la
verdad, en cuanto me ha sido dado conocerla; el impulso
qué ha movido a m i pluma ha sido el amor a la verdad
y m i dolorida pasión por el decoro de España. Por amor
a la verdad y al decoro de España—muy serenamente, sin
hieles, sin derretimientos—he adquirido una entrañable
amistad con los sueños escritos de estos hombres españoles
que, luego de haber legado a nuestra historia una obra lite­
raria espléndida, han alcanzado la senectud pobres y esco­
teros. Instalado espiritualmente en esa amistad y en la
conmovida fábrica de mis propios sueños, he acometido
la empresa de escribir amistosa y verdaderamente—amica
veritas, sed etiam arnicus Plato—la historia de su dolorido
sentir y de su expedito decir ante la realidad y la utopía
de España: sus amarguras, sus feroces disecciones, sus des­
engaños, sus ilusiones últimas. Y como creo que esto alcan­
za a ser una virtud, entre las virtudes del libro lo cuento.
Viene ahora el capítulo de mis limitaciones y deficien­
cias. Lealmente las expondré, para que nadie se llame a
engaño y también—todo debe decirse—para mostrar que
yo mismo juzgo al libro según lo que hubiera podido ser
y no es. Tú, Dionisio, las verás, estoy seguro, con amistad
benevolente. A otros les doy fácil blanco para sus saetas.
Lo prefiero así, porque también hay fortaleza en el abierto
reconocimiento de la propia debilidad.
Una de las limitaciones del libro pertenece constituti­
vamente a la índole de m i propósito. Me propuse tan sólo
la empresa historiogràfica de describir la generación del
noventayocho. He querido, en consecuencia, contar a mis
lectores la biografía del parecido existente entre todos sus
miembros, y no dibujar la singularidad personal—litera­
ria, sentimental, intelectual, hazañosa, etc.—de cada uno de
ellos. Sólo muy de pasada he aludido a sus rasgos más
propios y diferenciales; y así, nadie deberá buscar en mi
libro semblanzas individualmente biográficas de Unamuno,
de Azorín o de Valle-lnclán. Quien las apetezca se atendrá
a las que ya hay hechas y esperará las que todavía faltan.
Es el caso—y en ello hay ya pecado: pecado de omi­
sión—que el libro no cumple la totalidad de su mismo
propósito. En el estudio del parecido generacional he di­
rigido mi atención, muy preponderantemente, al que existe
entre todos ellos por su condición de españoles, y he aban­
donado con exceso el que les distingue por su condición
de literatos. No se me oculta que el propósito de este libro
no quedará completo hasta que alguien, tal vez yo mismo,
si Dios me da vida y ánimo, exponga la semejanza que
entre todos ellos existe por razón de su obra literaria. He
aquí unos cuantos temas de esa posible y sugestiva inves­
tigación: parecido en el manejo del idioma y en la crea­
ción estilística; parecido en la sensibilidad y en las acti­
tudes estéticas; el sentimiento religioso y el de la natu­
raleza en los escritores del noventayocho; semejanzas en
el modo de tratar los problemas humanos: la muerte, el
amor, las relaciones humanas, el tránsito del vivir. Mi libro
no contiene sino fugacísimos juicios e impresiones acerca
de toda esa extensa e intensa gama de motivos. Aquí, y
no con idea de paliar mis deficiencias, adelantaré una pista
y expresaré una certidumbre. La pista: quien investigue
acerca de los temas propuestos, deberá preguntarse si la
común actitud de la generación ante ellos está o no está
influida por la vivencia generacional de aquella situación
de España. La certidumbre: si ese investigador sabe bus­
car y ver, hallará que la actitud mencionada está en todos
los escritores del grupo en muy íntima conexión con cuan­
to en este libro expongo y sugiero acerca del costado his­
tórico de su personalidad. Desde ahora mismo aguardo,
colmado de impaciencia, respuesta suficiente y veraz.
Más limitaciones aún, más defectos. Un poco conven­
cional y arbitrariamente, he situado en el primer plano de
m i exposición los testimonios de Unamuno, Azorin, Baroja,
Antonio Machado y Valle-lnclán. Quedan en segundo plano
las opiniones y los sentimientos de Ganivet y de Maeztu,
y sólo en fugaces alusiones aparecen los nombres de Bena­
vente, Manuel Machado y otros miembros de la generación.
Nadie debe ver en m i proceder la consecuencia de un im­
plícito escalafón de méritos y estimaciones. Ganivet, al que,
como Fernández Almagro, considero partícipe del “espí­
ritu del 98”, murió durante el año onomástico del grupo
generacional. Maeztu, más fiel siempre al espíritu de su
generación de lo que creen los rotuladores superficiales,
logra en los diez años últimos de su vida y por obra de
su muerte ejem plar un perfil biográfico muy propio. Be­
navente y Manuel Machado ofrecerán mucho material a
quienes estudien la obra literaria y estética de la genera­
ción, pero lo brindan relativamente escaso al indagador
de sus reacciones ante la vida española circunstante. Ra­
zones son estas, creo yo, que, si no dirimen mi culpa, algo
logran atenuarla. Además, ¿podía quedar m i empeño exen­
to de arbitrariedad, cuando he comenzado por declarar
esencialmente arbitrario el contorno de todos los grupos
generacionales que los historiadores han aislado o puedan
aislar?
Tampoco estoy seguro de haber acertado siempre en
la dosis de la documentación y temo, por añadidura, que
ésta no haya sido siempre la óptima para cimentar mis
conjeturas y demostrar mis aserciones liistoriográficas. Por
grandes que hayan sido m i cautela y la amplitud de mis
pesquisas, siempre resultará que en un rincón de tal libro
o en las páginas de tal revista o diario a trasmano hay un
texto de Unamuno, de Azorín o de Baroja capaz de ilus­
trar mis tesis con m ejor luz que los pasajes por mí adu­
cidos, y hasta de modificarlas más o menos sensiblemente.
Achaque es este, Dionisio, de que no están a salvo ni si­
guiera los historiadores más seguros, cuando no se limitan
a la simple faena de copiar documentos, y más aún cuando
trabajan, como yo, en soledad y con tan múltiples ur­
gencias.
No han sido escasas las mías. He compuesto mi libro con
la interna necesidad, casi con la obsesión de darle término
en el más breve plazo posible; contra el reloj, como dicen
los deportistas. Dos instancias, una de impulsión, de atrac­
ción la otra, han contribuido a esta prisa. El tema mismo
del libro y alguna otra razón me impulsaban vehemente­
mente a darle cima cuanto antes. Me han movido a ello,
además, desde la mera posibilidad de su futuro, el incen­
tivo y el imperativo de otros temas, tan incitadores de mi
vocación intelectual como éste y más atañederos a mi que­
rida profesión universitaria. Tan hondamente siento ese
imperativo, que desde ahora y por mucho tiempo suspendo
estas pesquisas de historiador y de español preocupado
por la vida y el pensamiento de España. Queden, pues, en
incierto proyecto el posible complemento de este libro y mi
estudio acerca de la generación de españoles subsiguiente
a la del noventagocho: Ortega y Gasset, Eugenio d’Ors,
Pérez de Ayala, Juan Ramón Jiménez, Miró, Marañón, An­
gel Herrera, Eduardo Marquina, Julio Rey Pastor. ¿Sería
lícito, por otra parte, estudiar históricamente la obra de
unos hombres que tan vigorosa y magistralmente piensan,
actúan y escriben? Queden en proyecto todavía más in­
cierto mis reflexiones—mis confesiones, si se quiere—sobre
el pensamiento y la ambición que hemos traído en nues­
tras almas no pocos “nietos del 98”.
Otros temas me llaman. Pero, aunque cambie el tema,
¿cambiará la índole de mi propia actividad? Yo creo que
no. Al trino oficio de leer, pensar y soñar se redujo la
actividad de mi alma mientras escribí este libro; en leer,
pensar y soñar quedará luego, aunque emplee m í tiempo
descifrando lo que cavilaba Galeno cuando compuso sus
escritos y Vesalio al disecar sus cadáveres. No, no cam­
biará la índole de mi actividad espiritual. Ni cambiará
tampoco, Dionisio, estoy bien seguro, la firmeza de esta
amistad nuestra, que nació cuando soñábamos juntos a
España y ha de vivir—peregrina y navegante, como nues­
tro.\ propia vida—mientras Dios nos conceda la dura y gra­
ve merced de ir convirtiendo en palabra castellana los fru­
tos mejores de nuestro existir anhelante.

P edro LAIN ENTRALGO

Madrid, en tiempo de Pascua de 1945.


"La realidad no importa; lo que importa
es nuestro ensueño,”
“A zo r ín ” : “L a v o l u n t a d ” .

“A l querer entrar en la ciudad me pa­


raban en la puerta y me ponían como con­
dición para pasar el dejar a la. entrada unos
sueños gratos, más gratos que la oida
misma.”
B a r o ja : “M e m o ria s ” .

"Si muerte y vida son sueño,


sí todo en el mundo sueñat,
yo doy mi vida de hombre
por soñar..."
G a n iv e t : “L a s r u i n a s d e G r a n a d a ” .

"De toda la memoria, sólo vale


el don preclaro de evocar los sueños,”
A. M achado : “G a le r ía s ” .

"El alma del hombre necesita de perspec­


tivas infinitas, hasta para resignarse a las
limitaciones cotidianas."
M amztu : “D e f e n s a d e la H i s p a n i d a d ”.

“Yo he soñado sin dormir...


Acaso sin despertarme.”
M. M achado : “E n s u e ñ o s ” .

"—De razones vive el hombre.


— Y de sueños sobrevive.”
‘Un a m iin o : “S o b re la filosofía, e s p a ñ o la ” .

"Soñé laureles, no los espero,"


V alt.e - I n c l An : “H!l p a s a j e r o ” .
CAPITULO I

UN PAISAJE Y SUS INVENTORES

C uenta el biólogo Jaeobo von Uexküll la historia de una


criadita berlinesa que vió hacer una tina de lavar. Todo lo
encontraba la chica muy comprensible; todo, excepto la pro­
cedencia de la madera. “¿Cómo hacen la madera?”, pregunta,
cavilosa, a su dueña. “La madera—responde ésta—se coge
de árboles como los que hay en el Tiergarten.” “¿Y dónde
hacen los árboles?”, sigue inquiriendo la muchacha. “No los
hace nadie, crecen ellos solos.” “¡Vamos!—concluye la incré­
dula y civilizada marizápalos—. ¡En alguna parte tendrán
que hacerlos!”
¿Si seremos un poco como esta criadita berlinesa todos
los habitantes de una gran ciudad? ¿Tendremos un alma
tan mecanizada y seca, casi incapaz ya de concebir la vida
del árbol, el color de la tierra, el perfil del alcor, el vuelo
rumoroso del insecto? Vivimos entre muros casi deshereda­
dos del sol, nos movemos hollando- piedras ensambladas o
compactamente embutidos en cajas mecánicas, holgamos con­
gregándonos en locales oscuros, llenos de ficciones absor­
bentes. Ya no sabemos lo que es la naturaleza, ni recordarnos
el sabor del milagro. A. veces cruzamos tal o cual plaza
urbana, merecedora de unas manchas de césped o poblada
por unos cuantos árboles, y nos sentimos traspasados por
un desusado, casi desconocido deleite elemental. Otras veces,
.más raras, nos asomamos a un Parque Municipal, paseamos
bajo los tilos verdes o cobrizos, y nos parece descubrir una
nueva luz, un nuevo temple del alma, un mundo inédito. Muy
de tarde en tarde nos decidirnos a trasponer esa orla de
miseria, suciedad y dolor que circunda la ciudad, mas casi
nunca para ver el rostro viejo y materno de la tierra. ¿ Quién,
entre cuantos transitan por la verbeneante acera, sospecha
el color del pino cuando le hiere el sol rasante del atardecer,
o la íntima, confidencial tristeza que rezuma la tierra cuando
en el crepúsculo se hace oscura y violada, o el mudable gesto
de la nube peregrina y difluyente ?
Y todo esto existe. Está ahí, junto a nosotros, en torno
a nosotros. Un paisaje nace con la luz de cada día y muere
con ella. ¿Qué nos diría, que nos dirá a nosotros su contem­
plación? Escribió Unamuno, ya viejo, que cuando se tras­
ponía de Avila a Madrid, del Aclaja al Manzanares, al dar
vista desde el Alto del León, mojón de las dos Castillas, a
ésta, a la Nueva, y aparecérsele como en niebla la tierra del
paisaje, subíasele éste al alma y se le hacía alma: “me coge
el ánima como un día esta tierra española, cuna y tumba,
me cogerá—así lo espero—con el último abrazo maternal de
la muerte” (1). ¿Qué dirá ese paisaje a nuestra, alma, esta
alma de gran ciudad, llena de lecturas, oprimida en el tiempo
y en el espacio, sedienta de evasión? ¿Qué nos dirá a nos­
otros ?
Un coche y un amigo nos esperan. ¿Por qué no ver en
este providencial azar una ocasión para 3.a minúscula e in­
mensa aventura? Sí, vayamos. Vayamos, amigos, otra vez,
hacia el descubrimiento del paisaje castellano.

(1) Paisajes üel alma, M adrid, 1944, p ág’s, 201-202,


SI día es seco y luminoso. Un viento suave conmueve y
hace rumorosa la fronda reciente de las acacias urbanas. El
coche, por mano amiga conducido, asciende, ligero, por* e.l
Paseo de la Castellana hacia los altos de Chamartín. Pronto
quedan atrás palacetes y viviendas burguesas. A. derecha
mano, sobre una colina de césped municipal e inventado,
álzase sin brío, con un aire perennemente provisional, el Mu­
seo de Ciencias Naturales. A. mano izquierda, la mole geo­
métrica—mitad escurialense, mitad marxista—de los Nue­
vos Ministerios.
Chamartín. adelanta hacia el camino sus casas menudas
y humildes: tiendecitas híbridas—esas tiendas ele arrabal,
donde se encuentra todo—, hogares menestrales, viviendas de
mediocre decoro, en que el comerciante retirado y el profesor
sensible buscan aire y silencio. El rojo del ladrillo y el verde
vegetal—árboles itinerarios, jardinillos domésticos—dan co­
lor modesto y reposado a este cabo de la ciudad. Van y
vienen carrillos, vehículos militares, tranvías en que todos
se conocen, muchachos en bicicleta. Verde y rojo se hacen
muy pronto más densos y encumbrados, cuando el automóvil
rodea la inequívoca pretensión oxoniense del Colegio* de los
Jesuítas. Una curva cuestecilla, una iglesuela, un cuartel re­
ciente, pocas casas más, y ya se abre ante los ojos la anchura
luminosa y desazonante de Castilla la Nueva. Un paisaje
español se ofrece a nuestra mirada: el paisaje más difícil y
esencial de España.
La cinta gris de la carretera, derechamente alargada ante
el automóvil, sirve de eje al cuadro contemplado. Una línea
tersa, precisa, da contorno a la tierra hacia poniente: es el
pueblo de Fuencarral, acostado como un galgo sobre la gleba
y rematado a lo lejos por la humilde espadaña de su iglesia.
La luz justa y límpida del junio castellano hace patente, casi
numerable esa franja de edificios cuya techumbre compone
la línea del horizonte. Por donde el sol nace, los montes de
Guadalajara rematan con un festón brillante y desvaído—ro­
jizo, siena, violeta—el suelo espacioso y ondulante. Frente
a nosotros, hacia el norte, las cumbres de Somosierra de­
tienen la avidez de la mirada con su espesa mancha azul,
solo levemente jaspeada de vetas grises y verduzcas.
Entre la franja humana de Fuencarral y la franja geoló­
gica de allende el Jarama, tiéndense las dos sábanas des­
iguales que nos dan soporte y cobijo. Por arriba, la del cielo:
azul puro y sencillo sobre la línea del monte, azul rosado o
ígneo sobre la del poblado. Unas nubes sombrías, redondas
ahora, deshilachadas luego, muévense lentamente a impulsos
del viento. Sobre el fondo umbrío de la nube y sobre el
fondo azul del cielo chillan los vencejos y dibujan curvas
rayas negras con su vuelo incesante. Luces, colores y figuras
se adelgazan, se eseneializan en este cielo diáfano y preciso.
La sábana del suelo es ocre, gualda, gris. Trigales hu­
mildes ponen sobre ella la parva y dispersa alegría de su
color verde, ya amarillecido a trechos. A lo lejos, encinas
esparcidas salpican de oscura gravedad el fuego contenido
de la tierra. Va descendiendo el suelo en ondas decrecientes
hacia el menudo cauce del río que se desliza a nuestra mano
diestra, entre la azulada carretera próxima y el rojizo monte
lejano. Junto al río, algún sotillo de reposados olmos y una
hilera de finos chopos, sonoros cuando los conmueve el viento,
conceden cierta tregua de ternura vegetal a la dureza dra­
mática, encendida de la tierra en torno. El rumor de las
hojas, el grito de los pájaros y alguna voz humana aislada,
extraña, casi misteriosa, dan sonido a la inmensa quietud
del paisaje.
Una emoción nueva nos pasa de los ojos al pecho. No es
la emoción blanda, tibia y aguanosa que se adueña de nos­
otros, fundiéndonos vegetalmente con la tierra mollar, frente
a los verdes valles del norte. Tampoco es la dulce serenidad,
ese ordenado y bien medido contento de ser hombre, mero
hombre, que incitan en el alma ios campos pingües de la
Turena o los serenos horizontes de la Toscana. Es la nues­
tra una emoción entre dramática y delicada. “Llanuras bé­
licas y páramos de asceta”, llamó un poeta hondo y sencillo
a otros campos de España, hermanos mayores de estos que
ahora vemos. El corazón se nos levanta en vilo, seco y encen­
dido, ante el llano rojo, pardo, amarillo, gris.
Drama, sí. Mas no todo es en nosotros dramática seque­
dad. En el seno mismo de este acezante sentimiento, Ras­
peando de ternura la cálida y apretada pared de nuestro co­
razón, fluye una delgada vena de entrañable delicadeza.
Brama y ternura, he ahí los dos componentes de la emoción
que este paisaje despierta en los penetrales de nuestra alma.
Nos parece ver al Cid volviendo del combate: un Cid adusto,
grave, la sangre hasta el codo, que acaricia con su diestra
cruenta la cabeza triste de una niña abandonada.
Tal es el paisaje, tal la emoción con que nos conmueve.
Un trozo de naturaleza se ha hecho paisaje por la virtud
de una mirada humana, la nuestra, que le da orden, figura
y sentido. Sin ojos contemplativos, no hay paisaje. Mira el
hombre a la tierra, y lo que era muda geología, adición espa­
cial de piedras, agua y verdura, hácese de golpe marco de
su existencia: marco escenográfico, como en los paisajes que
pintan o describen los artistas del Renacimiento, o marco
sentimental, como en todos los paisajes que, con una secreta
sed de reposo y evasión, vamos viendo los hombres poste­
riores al siglo xvnx. Este fugitivo y leve momento en que la
naturaleza se transmuta en orla de la vida humana—inti­
midad e historia—es el decisivo en el nacimiento del paisaje.
Aunque el hombre, por torpeza ingénita o por falta de re­
cursos expresivos, no acierte a manifestar articuladamente
su personal modo de vivir la parcela cósmica que le circunda
y soporta.
Llega una ocasión en que, por una razón o por otra, tal
hombre atiende con más ahinco a la tierra sa torno y logra
ordenar con la palabra la huella impresa en su espíritu por
esa atenta espeetación; cuando esto ocurre, un nuevo paisaje
nace a vida histórica. Es, por ejemplo, el momento en que
Virgilio pone en dos sobrios, desnudos versos la emoción de
ver oscurecerse la tierra itálica:

et jarra sum m a practü viMarvrtn culmina, fwmcmt,


majoresque cafl/mt áltís de montïbus wmbrae.
( Sol , I , 83-8-4.)

Ahí estaba la imponente geología cíe los Alpes, limitada a


ser residencia cómoda o terrible de los hombres que los
habitaban, hasta que el adelantado Petrarca por un costado
y Alberto von Haller—fisiólogo y poeta, ilustrado y senti­
mental—por otro, descubrieron, mejor, inventaron su antes
inexpresada belleza y convirtieron, al monte en paisaje. Ahí
estaban los llanos y las sierras de Castilla, sus graves enci­
nas y sus álamos delicados, hasta que unos cuantos hom­
bres, hace no más de cuatro o seis decenios, nos hicieron
percibir el sentimiento dramático y tierno de su contem­
plación.
¿Cómo pudo ser, cómo fué la mirada que por vez primera
advirtió la gentil figura y vio—o dió—el dramático sentido
de este paisaje castellano ? No fuá, desde luego, una mirada
naturalista. En ella no se fundió el ojo con la tierra en deli­
quio panteístico; no se sintió el hombre pura naturaleza
vegetal o cósmica, ni elevó el campo a la condición de ser
viviente, como acaso suceda mirando la estepa rusa, o m
la tibia y húmeda penumbra de la selva tropical. No hubo
confusión del hombro con la gleba. Entre la pupila de estos
descubridores y la haz de la tierra que contemplaban un'
ensueño se interpuso; un ensueño inventado por su alma
.menesterosa y proyectado desde ella sobre el suelo castellano,
tan asendereado y a la vez tan virginal. Veían así la tierra
porcruo con los ojos del alma la soñaban poblada de animadas
sombras ñaman as: sombras recordadas de hombres que pa­
saron, sombras imaginadas de hombres presentes, sombras
posibles de hombres futuros, Entre el ojo y la tierra, oreado
por el alma, contemplativa, vive y tiembla un ensueño de
vida humana; una idea de la historia que fué, mi proyecto
de la historia que podría ser.
¿Quiénes son los hombres que nos han hecho ver así este
paisaje de España? ¿Cuál fué su recuerdo de la España
pretérita, cuál su imagen de la España presente, cuál su
ensueño de la España posible y futura?

IO S H O M B R E S D EL 98

Confesémoslo sin reparo: nuestro espíritu es insoporta­


blemente letrado y pedantesco. No se conforma con haber
percibido una belleza inédita en este transitado paisaje, ni
siquiera con definir y dar nombre a la emoción que la tierra
y el cielo suscitan en el fondo cordial de nuestros ojos espa­
ñoles. Sabe que esta emoción, por sincera, personal e inédita
que sea, tiene sus precedentes literarios, y :ao se conforma
sino con una morosa pesquisición de “fuentes”. Fuimos ante
nuestro paisaje sensitivos y meditabundos; seamos ahora un
poco eruditos—vía non troppo—ante la emoción por él des­
pertada.
Hemos vuelto del campo. Estamos ya en nuestra estancia
de trabajo, llena la memoria de tierra encendida y cielo azul
Ante nuestros ojos se alinean—rojo, azul, naranja, negro,
oro—dos lomos de los libros, ¿Encentraremos los anteceden­
tes de nuestra emoción en alguna de estas páginas, en alguno
de estos osarios, de estos perennes manantiales de ideas y
de ensueños?
Nuestra mano toma del anaquel un libro delgado, de verde
Ionio. hMá fechado en 1835, il!s su título sin 'torno ofl oc>Mi~
cismo; su autor, Miguel de Unamuno, un vascongado recién
venido a la docente Salamanca. Habíanos el vasco de la lla­
nura castellana: “Recórrense a las veces—dice, recordán­
dola—leguas y más leguas desiertas sin divisar apenas más
que la llanura inacabable donde verdea el trigo o amarillea
el rastrojo, alguna procesión monótona y grave de pardas
encinas, de verde severo y perenne, que pasan lentamente
espaciadas, o de tristes pinos que levantan sus cabezas uni­
formes. De cuando en cuando, en la orilla de algún pobre
regato medio seco o de un río claro, unos pocos álamos, que
en la soledad infinita adquieren vida intensa y profunda. De
ordinario anuncian estos álamos al hombre: hay por allí
algún pueblo, tendido' en la llanura al sol, tostado por éste y
curtido por el hielo...” (2).
El llano inhóspito de la altiplanicie castellana se ha hecho
paisaje ante una mirada ordenadora y amorosa. Todos los
elementos de la meseta—tierra, encinas, álamos, humildes
poblados—componen una figura y dentro de ella están do­
tados de lugar, sentido y emoción singulares: encina grave,
triste pino, álamos llenos de vida intensa y profunda. El
total sentimiento del paisaje contemplado se desgrana y di­
versifica en las notas aisladas de los adjetivos y los adver­
bios: monótono, severo, infinito, lentamente...
¿En qué consiste ese total sentimiento? Pocas líneas más
adelante expresa el joven Unamuno—treinta años de exis­
tencia, quince de lecturas y paseos incansables sobre la verde
Vasconia y sobre la parda Castilla—el sentido unitario y
último que para él tiene este paisaje castellano: “Es... un
paisaje monoteístico este campo infinito en que, sin perderse,
se achica el hombre y en que se siente en medio de la sequía
de los campos sequedades del alma” (3). Dios, la tierra abso-
(2) Ensayos, ed. de Aguilar, I, 42. Para dar uniformidad a las
referencias bibliográficas citaré siempre los Ensayos por la edición
de Aguilar.
(3) Ensayos, I 44.
luta y el hombre—un hombre empequeñecido y recogido en
sí mismo frente a la infinitud de Dios y la inmensidad de la
tierra, pero entera y subsistente su insoluble personalidad;
tales son los elementos sustanciales de ese paisaje y la osa­
menta de su dramática emoción.
Esta emoción ¿brota directamente de la tierra, como bro­
tan de ella el color de la roca o la húmeda frescura del arro-
yo? En modo alguno. No se trata de un sentimiento iníun-
dido en el alma del hombre por la naturaleza, a trayes de
los ojos y de la sangre. Quédese esto para otros paisajes y
otros hombres. Trátase de un sentimiento personal el histó­
rico proyectado desde el espíritu sobre la tierra circunstante.
La historia, una personal visión de la historia y de la vida
de España, se interpone entre el ojo y la superficie del pai­
saje. La interpretación sentimental y teológica que las pala­
bras de Unamuno hacen del paisaje altocastella.no no es ajena
al mundo del recuerdo, esto es, a la vida personal e histórica:
viendo así la tierra de Castilla, recuerda el vasco que sobre
el suelo contemplado peregrinaron el Cid y San Juan de la
Cruz. Ve Unamuno a Castilla desde la personal idea que dé
entrambos tiene; de ellos y de todas las grandes sombras
del pasado de España.
Nuestra mano toma otro libro del anaquel. Este se llama
La voluntad. Lo firma José Martínez Ruiz y ha sido impreso
en 1902. Abramos sus páginas. A los veintinueve años esca­
sos, cuéntanos Martínez Ruiz una parte de su credo esté­
tico por boca del maestro Yuste: “Lo que da la medida de
un artista es su sentimiento de la naturaleza, del paisaje...
Un escritor será tanto más artista cuanto mejor sepa inter­
pretar la emoción del paisaje...” (4). No es sordo el escritor
Martínez Ruiz al mandamiento implícito en las palabras del
maestro Yuste; pronto nos dará su medida de artista ante

(4) “La voluntad”, en Obras S&iectas, Biblioteca Hueva, Madrid,


4948, pág;, 113.
el paisaje infinito y monótono de las tierras en que la Man­
cha castellana se hace levantina: “A lo lejos, en lo hondo,
la llanura—amarillenta en los barbechos, verde en los sem­
brados, negra en las piezas labradas recientemente-—se ex­
tiende adusta, desolada, sombría. En perfiles negruzcos, los
atochares cortan y recortan a cuadros desiguales el alcacel
temprano. Los olivares se alejan en menudas manchas simé­
tricas, hasta esfumarse en las estribaciones de los terreros
grises. Y acá y allá, desparramadas en la llanura, resaltantes
en la tierra uniforme, lucen blanquecinas las paredes de las
casas diminutas...” (5).
Así ve Antonio Azorín, joven sensible, analítico e irre­
soluto, el campo del Pulpillo, a la vera de Yecla. La técnica
descriptiva con que Martínez Ruiz nos manifiesta su emo­
ción frente a este paisaje difiere de la más franca e ingenua­
mente subjetiva que emplea Unamuno ante la llanura de la
vieja Castilla. El sentimiento histórico y lírico del vasco es
abierta, casi explosivamente manifestado; el sentimiento del
levantino es circunspecto, estético. Martínez Ruiz hace ante
el paisaje manchego puro impresionismo y, con la cautela
de un positivista avisado, huye de poner adjetivos emocio­
nales, tan abundantes en las descripciones de Unamuno, entre
los adjetivos sensoriales—“amarillento”, “adusto”, “unifor­
me”...—que conceden su individualidad a los elementos sus­
tantivos y genéricos del paisaje: el barbecho, el olivar, las
atochas. A primera visita, el escritor no habría pasado de
ordenar sobre el papel, con la máxima sencillez posible, cier­
tos elementos cromáticos y figúrales del paisaje.
Mas no nos dejemos seducir por la primera apariencia.
¿Hay, acaso, un modo de pintar más arbitrariamente per­
sona,!, más subjetivo, según suele decirse, que el impresio­
nismo, no obstante su propósito de mostrar las cosas tal y
como naturalmente se le aparecen al pintor? Sigamos le­
yendo las páginas de Martínez Ruiz. Continúa el absorto An­
tonio Azorín inmóvil ante el campo del Pülpillo. Sobre los
colores y las figuras vuela ahora el mensaje inquietante de
ios sonidos campesinos: “A raros, el gemido del viento, el
tintinear lejano de una. esquila, el silabeo imperceptible de
una canción fatigosa, conmueven el espíritu con el ansia, per­
durable de lo infinito.” Dios sobre el campo, Dios dentro del
alma. Frente a un trozo de tierra afín a los que Unamuno
La llamado “monoteísticos”, siente .Antonio Azorín en su.
espíritu cálida y sedienta sequedad. ¿Es el sentimiento de
Antonio Azorín hijo directo del paisaje? ¿Nace esa sed de lo
Infinito de contemplar la áspera sequedad, de los atochares
y la infinitud de un llano desolado y sombrío?
No, no. También ahora se interpone entre la pupila y 1a.
tierra una idea y un sentimiento de la historia española. Re­
cordemos, en efecto, otra visita de Antonio Azorín al campo
del Pülpillo: “se siente en esta planada silenciosa—-nos con­
fía Martínez Ruiz—el espíritu austero de la España clásica,
de los místicos inflexibles, de los capitanes tétricos—como
Alba— ; de las almas tumultuosas y desasosegadas—como
Palafox, Teresa de Jesús, Larra...—. El cielo es ceniciento;
la tierra es negruzca; lomas rojizas, lomas grises, remotas
siluetas azules cierran el horizonte. El viento ruge a inter­
valos. El silencio es solemne. Y la llanura solitaria, tétrica,
suscita las meditaciones desoladoras, los éxtasis, los raptos,
los anonadamientos de la energía, las exaltaciones de la fe
ardiente...” (6). Una visión y una pasión de España se infil­
tran y expanden a través de los sustantivos reales—la tie­
rra, las lomas—y entre los adjetivos impresionistas. La sen­
sibilidad de Martines Ruiz es distinta de la sensibilidad de
Unamuno; los ojos de mío y otro, sin embargo, descubren
paisajes semejantes y sus almas se estremecen ante ellos
cora emociones no muy distantes entre sí. La tierra, el cielo,

(6) o. B., 183.


la infinitud de Dios y una idea de lo que fué Dios para los
españoles que fueron—el Duque de Alba, Santa Teresa—,
componen la imagen azoriniana del paisaje manchego.
Pasarán años. José Martínez Ruiz se convertirá, defini­
tivamente, en el escritor Azorín. Azorín, o el escritor. Será
entonces cuando Azorín, más dueño de sus recursos expre­
sivos, más sosegado, más diestro en comprender y definir
sus propios estados de ánimo, nos revele la esencial relación
que dentro de sus ojos tienen el paisaje castellano—quiero
decir: la emoción azoriniana ante el paisaje de Castilla—y
la idea azoriniana de la historia de España. “Hemos contem­
plado durante el día—dirá—el paisaje de Castilla, el cielo,
las ringleras de; gráciles álamos, el río y los oteros, la lla­
nura amarillenta, las humaredas que se disuelven lentamente
en el aire, las remotas montañas. ¡Cuántas alegrías, cuántos
dolores, cuántas esperanzas, cuántas decepciones han pasado
por esta tierra durante siglos, a través de los años y de los
años, a lo largo de las generaciones! Y todas estas exalta­
ciones y estas angustias de la larga cadena de nuestros ante­
cesores han venido a crear en nosotros, artistas, esta sensi­
bilidad que hace que nos conmovamos ante el paisaje y que
sintamos—ligada a él—esta página de Cervantes o esta rima
de Fray Luis” (7).
El artista de la literatura, el escritor Azorín, puesto ante
la vieja y recién hallada tierra de Castilla, siente en su alma
—usaré otra vez sus propias palabras—“la belleza de un
paisaje concordado íntima y espiritualmente con una raza y
una literatura, la exacta e inefable relación que existe entre
la grave prosa castellana y ese macizo de álamos que se
levantan esbeltos en el declive de un recuesto' austero y lim­
pio”. Dentro de Azorín, artista de las letras, está siempre,
tiene que estar siempre el español José Martínez Ruiz, nacido

(7) “Un extranjero en España.’’ Los valores literarios, Madrid,


1914, págs. 312-316.
en Monóvar, año 1873. Por ahora, érame suficiente mostrar
que está, incluso en sus palabras más directa y unívocamente
referidas a la realidad sensorial. En las páginas subsiguien­
tes veremos cómo está (8).
Un tercer libro. Autor, Antonio Machado. Poesías com­
pletas es el título. Recoge este libro versos escritos por su
autor en los primeros lustros de nuestro siglo. Canta el poeta
su soledad, el íntimo dolor del tiempo fugitivo, las cosas sen­
cillas que decoran y acompañan la vida del hombre, la nos­
talgia de algo que no existió y el alma sueña;
De toda la memoria, sólo vale
el don preclaro de evocar los sueños,
(P. C'., 97.)

dice, dando poética expresión al ansia de lo que pudo ser y


no fué, la más penetrante herida de todas las que inflige la
historia en el corazón del hombre.

(8) En su obra de senectud Madrid, tan imprescindible para todo


el que aspire a entender de¡ veras a la generación del 98, pretende
Azorín que los hombres del 98 aportaron como novedad literaria el
interés por el paisaje en sí. “Nos atraía el paisaje... No es cosa nueva,
propia de estos tiempos, el paisaje literario. Lo que sí es una inno­
vación es el paisaje por el paisaje, el paisaje en sí, como único pro­
tagonista de la novela, el cuento o el poema” (O. S., 975). ¿Es rigu­
rosamente cierta esta afirmación? He aquí mi respuesta; si por pai­
saje se entiende la pura representación sensorial de un fragmento de
naturaleza, niego; si por paisaje se entiende la proyección de una vida
personal sobre un trozo de naturaleza, asiento. Creo que los textos y
las reflexiones precedentes demuestran cumplidamente mi afirmación.
La visión del paisaje por los hombres del 98—y por modo eminente
la del paisaje castellano—tiene un esencial componente histórico. El
propio Agorín dirá en Aranjuez, en 1913, definiendo la actitud literaria
de su generación; “La estética no es más que una parte del gran
problema social...” (Fiesta de Aranjuez, Madrid, 1915, págs. 44-45). “El
paisaje—podría añadirse, como complemento—no es más que una parte
de la Historia.” Luego volveré a tratar el problema que plantea la
visión del paisaje español por los hombres del 98.
Mas no todo es en el canto lírica, intimidad. También
declara el poeta la emoción que en él despierta la tierra en
torno. Habla, por ejemplo, a ese Guadarrama hermoso 3^ fa­
miliar que las dos Castillas ofrecen, generosas, a la mirada
de Madrid:
¿Eres tú, Guadarrama, viejo amigo,
la sierra gris y blanca... ?
(P. O., 121.)

Pónese otra vez ante la grave y sombría encina de los llanos


y de los alcores de Castilla, y la requiebra suave, sencilla­
mente :
Con tu, vigor sin tormento
y tu humildad que es firmeza,
(P . C., 118.)

dícele, como si fuese ella, la encina, una casta y honda mujer


del campo, una honrada madre castellana. Canta asimismo
las tierras olivíferas, alegremente severas de la plateada
Baeza, “pobre y señora” :

¡Campo de Baeza,
soñaré contigo
cuando no te vea!
(P. O., 256.)

Canta 3' sueña el poeta, sobre todo, la emoción del campo


soriano, ese campo bronco, cruel 3^ delicado en que fue ente­
rrado su corazón:

¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas
por donde traza el Duero
su, curva de ballesta
en torno a Soria...!
(P . C., 136.)
¿Qué elementos pueden distinguirse en la visión macha-
diana del campo de Castilla? Está, por una parte, la reali­
dad misma de la tierra. El color y la figura del campo con­
templado incitan los ojos y el alma del poeta y promueven
las pinceladas de sensorialidad impresionista que acá. y allá
decoran la superficie visible del verso: “grises” alcores, ála­
mos “dorados”, “plomizos” peñascales, montes “de violeta”.
Todas estas notas elementales se ordenan dentro del mundo
interior del artista en metáforas y adjetivaciones puramente
líricas, edificadas, en último extremo, sobre el mundo de los
recuerdos comunes a todos los hombres capaces del sacra­
mento poético: “agria melancolía” de las ciudades viejas y
decrépitas, “turbante de nieve y de tormenta” sobre las sie­
rras, “olifante del sol”, inevitable “temblor del alma” ante
los hayedos y pinares...
Al lado de la elemental sensación de la tierra, directa o
metafóricamente expresada, hállase la emoción que esa tie­
rra tiene para la personal intimidad del poeta. ¿Podrá olvi­
dar Antonio Machado que dentro de la tierra castellana, en
ese camposanto que llaman El Espino, quedó para siempre
un cuerpo de mujer, el cuerpo a través del cual le hablaba
la otra mitad ds su alma?
¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
(P. C., 176.)

No todo es, sin embargo, sensación elemental y mundo


íntimo en este sentimiento poético del paisaje castellano. Bajo
las notas impresionistas y entre las efusiones líricas vive la
emoción del español. Como en Unamuno, como en Azorín,
una visión y una pasión de España y de su historia se inter­
ponen entre la pupila del poeta y la. tierra que canta. ¿Po­
dría convertirse la tierra en paisaje, podría llegar a ser ma­
teria poética la materia telúrica si no fuese por la virtud
transfiguradora de esa visión y de esa pasión de España?
Oigamos la voz misma del cantor:

Castilla miserablet ayer dominadora,


envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora.
¿Espera-, duerme o sueña? ¿La sangre derramada-
recuerda, cuando tuvo Ja fiebre de Ja espada ?

¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerra


de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra.
(P. C., 107.)

¿Podría ser ese fantasma—la idea que de él tuyo Antonio


Machado—ajeno a la visión machadiana de los campos sobre
los que el fantasma erraba?
En lo más hondo del verso, dando la más elemental y
entrañable raíz a su poética significación, late, sin duda, la
personal sensibilidad lírica del poeta: el hombre que se llamó
Antonio Machado hubiera sido poeta educado en Madrid, en
Manila o en Detroit. Pero entre los primeros momentos confi-
guradores de esa personal e indefinida sensibilidad poética,
hállanse, prestando carne inmediata y visible al hondo im­
pulso cantor, una visión de la España presente, una imagen
de la España pretérita y un sueño de una España futura;
la visión, la imagen y el ensueño que alientan en el espíritu
del hombre y poeta Antonio Machado. Ese fantasma erra­
bundo sobre la tierra de Castilla es el agente configurador
del sentimiento lírico de Antonio Machado ante las sierras,
los llanos, las encinas y los álamos del corazón de España:

¡Castilla varonil, adusta tierra,


Castilla del desdén contra la suerte,
Castilla del dolor y de la guerra
tierra inmortal, Castilla de la muerte!
(P . C„ 115.)
exclamará el poeta español, volcando emoción histórica sobre
el espectáculo de una humilde primavera en el páramo
soriano.
Junto a Unamu.no, Ázorín y Antonio Machado, póngase
a Pío Baroja, otro sensible andariego de las veredas caste­
llanas. Nada mejor para lograrlo que abrir Camino de 'per­
fección, la novela coetánea de La voluntad. “Es una colec­
ción, colección magnífica de paisajes”, dice Azorín de Ca­
mino de perfección. Aunque Camino de perfección no sea eso
sólo, es también eso. Fernando Ossorio, héroe de la novela,
es un desorientado1, un tímido, un indeciso, un evadido, un
impresionista. El perfil de su espíritu denuncia su fraterna,
casi gemelar relación con Antonio Azorín. No sabe qué hacer
con su vida, y la deja derramarse, como un inquieto hilo de
sangre, a lo largo de los caminos españoles. La diferencia
entre Fernando Ossorio y Antonio Ázorín es sólo modal,
adjetiva. Antonio Azorín se detiene embebecido ante los pai­
sajes que contempla: “nos quedábamos absortos ante un pai­
saje”, dirá Ázorín, escritor, en su libro Madrid, rememorando
la afición del grupo a contemplar las tierras de España. Fer­
nando Ossorio, en cambio, peregrina sin reposo, como un azo­
gado del espíritu, a través de paisajes y paisajes; es un
bebedor hidrópico, un ensartador de impresiones y paisajes
en busca del sosiego imposible.
Primero el paisaje del. Hipódromo, a la hora en que el
sol se pone: “El cielo estaba puro, limpio1, azul, transpa­
rente. A lo lejos, por detrás de una fila de altos chopos del
Hipódromo, se ocultaba el sol, echando sus últimos resplan­
dores anaranjados sobre las copas verdes de los árboles,
sobre los cerros próximos, desnudos, arenosos, a los que daba
un color cobrizo y de oro pálido.
La sierra se destacaba como una mancha azul violácea
suave, en la faja de horizonte cercana ai suelo, que era de
urna amarillez de ópalo, y sobre aquella, ancha, lista opalina,
en aquel fondo de místico retablo, se perfilaban claramente,
como en los cuadros de los viejos y concienzudos maestros,
la silueta recortada de una torre, de una chimenea, de un
árbol. Hacia la ciudad, el humo de unas fábricas manchaba
el cielo azul, infinito, inmaculado...” (9).
Luego un triste amanecer en la carretera de Extrema­
dura, junto a Madrid: glorioso el cielo, sucia la tierra habi­
tada. Más tarde, el camino de Fuencarral, el pueblo de Col­
menar, el paisaje serrano de Rascafría, una maravillosa vi­
sión del Guadarrama—un Guadarrama impresionista, cam­
biante desde la coloreada sencillez al ensueño apocalíptico—,
Segovia, el campo de Illescas, Toledo, el pueblo y el contorno
silencioso de Yecla...
Fernando Ossorio busca soledad y calma en Marisparza,
una casa de labor en el monte de Yécora, Yecla. “El paisaje
—describe Baroja—no tenía nada de bello. Iban por entre
campos desolados, tierras rojizas de viña con alguna que
otra mancha verde negruzca de los pinos, cruzando ramblas
y cauces de ríos secos, descampados llenos de matorrales de
brezo y de retama.

Corría un viento frío. Veíase enfrente un cerro crestado


lleno de picos que se destacaba en un cielo de ópalo. Allá,
a lo lejos, sobre la negrura de un pinar, que escalaba un
monte, corría una pincelada violeta y la tarde pasaba silen­
ciosa, mientras el cielo heroico se enrojecía con rojos resplan­
dores.

Eran los alrededores de Marisparza de una desolación


absoluta y completa. Desde el monte avanzaban primero las
lomas yermas, calvas; luego tierras arenosas, blanquecinas,
como si fueran aguas ele un torrente solidificado, llenas ele
nodulos, de mamelones áiidos, sin una mata, sin una hierbe-
cilla, plagadas de grandes hormigueros rojos. Nada tan seco,9

(9) Cammio de p&t'fección, ed. de 1913, pág'. 12.


tan ardiente, tan huraño como aquella tierra; los montes,
ios cerros, las largas paredes de adobe de los corrales, las
tapias de los cortijos, los portillos de riego, los encalados
aljibes, parecían ruinas abandonadas en un desierto, calci­
nadas por un sol implacable, cubiertas de polvo, olvidadas
por los hombres... Unicamente en las hondonadas había cam­
pos de verdura; grandes pantanos claros, con islas de yerbas,
llenos de transparencias luminosas, en cuyo fondo se veían
las imágenes invertidas de los árboles y el cielo azul cruzado
por nubes blancas” (10 ).
Tratemos de analizar la visión barojiana del paisaje de
Castilla. Lo más visible ele ella es el fondo del cuadro, una
pintura impresionista—como en Azorín, como en Machado—-
de la realidad cósmica. Más movediza, más cambiante que la
de Azorín y, por descontado, mucho más espontánea y me­
tafórica. A los frecuentes adjetivos sentimentales y estima­
tivos se unen numerosas metáforas plásticas—“inyectada
pupila” clel sol, “escuadrones salvajes” de nubes, “manada
ele tritones melenudos y rampantes”—y vivacísimas expre­
siones, en las que se efunde un estado anímico' mal celado
por el contemplativo escritor: “línea valiente” de un cerro,
“cielo heroico”, “fuego interior” de la tierra, sensación de
“horror, recogimiento” ante un crepúsculo- serrano, “como si
en aquel instante fuera a cumplirse la profecía tétrica de
algún agorero del milenario”, “desolación adusta”, “silencio
aplanador”, “voluptuosidad de colores, olores y sonidos” (1 1 ).
La desolación, el drama, la sed del alma, la delicadeza y 1a.
ternura son las notas psicológicas más constantes y patentes
en las descripciones barojianas de Castilla.
¿Constituyen -estos sentimientos de Baro-ja ante la tierra

(10) Op. oít., 184-187.


(11) Por el frecuente uso del “como” y del “corno si” en las des­
cripciones del paisaje, Pío B aroja puede considerarse situado entre la
pureza descriptiva de Azorín y la exuberancia m etafórica—lindante ya
con el mal gusto o incidente en él—de Blasco Ibáñez.
castellana un estado psicológico inmediatamente reactivo al
hecho de contemplarla? ¿Son, como diría Zola, una repre­
sentación de la naturaleza, matizada al reflejarse en un tem­
peramento? Si por “temperamento” se entiende lo que en
rigor debe entenderse—la. ingénita peculiaridad reactiva de
un hombre—, la negativa tiene que ser rotunda. En las imá­
genes, en las metáforas, en los juicios estimativos de Baroja
late una actitud del escritor ante la vida histórica, del país
a que el paisaje castellano pertenece. La visión de un cielo
“ardiente, intenso como la plegaria de un místico”, no es
ajena al recuerdo de los místicos de carne y hueso que bajo
ese mismo cielo oraron. Diáfanamente lo expresa., como de
pasada, el propio Baroja: “aquellos parajes, de una tristeza
sorda, recordaban el libro de San Ignacio de Loyola (los Ejer­
cicios) que había leído en Toledo; en aquella tierra gris los
hombres no tenían color; eran su cara y sus vestidos par­
duscos, como el campo y las casas” (12). Y aún es más elo­
cuente la visión de Segovia como una mística Jerusalén ce­
lestial. Pero a Fernando Ossorio, nos dice textual y signifi­
cativamente Baroja, “le faltaban los medios de representa­
ción para fijar aquel sueño” (13).
La naturaleza, el nativo temperamento y la peculiar bio­
grafía del artista, una idea de la historia que acaeció y de
la vida que bulle sobre la tierra contemplada: he ahí los tres
elementos que se conjugan en los paisajes castellanos de
Baroja, de Unamuno, de Azorin, de Machado. Tráigase junto
a. ellos a don Ramón María del Valle-Inclán, aunque sus ojos
no recayeran tan atentamente sobre los campos de Castilla
como sobre los de su tierra natal. ¿ Y por qué no' a otro gran
don Ramón, a don Ramón Menéndez Pida!, aun cuando su
perfil sea mucho más el del sabio que el del literato?
Tomemos otra vez La España del Cid. El amor del autor
por su héroe le lleva a amar también las tierras en que el
(12) O'p. cit., IBS.
(13) 0'{i. cit,, 90.
Cid nació y campeó y a defenderlas del amor más amargo
que por ellas sintieron sus coetáneos: “Vastas planicies abra­
sadas por ios soles y resquebrajadas por los hielos... La
generación del 98—comenta Menéndez Pidal, situándose fuera
de ella—no acertó a ver sino una desolada Castilla, la que
evoca nuestro grande y -entristecido poeta:
la. de los altos llanos y yermos y roquedas,
de campos sin arados, regatos ni arboledas,
decrépitas ciudades, caminos sin. mesones,
y atónitos palurdos sin danzas ni canciones...

Pero el poeta., acaso ofuscado por su nativo andalucismo,


ni siquiera tuvo oídos para percibir que esos palurdos se
recrean en danzas y canciones de un alto valor poético y
musical... Estas llanuras castellanas, aunque de aspecto aus­
tero, no tienen tristeza de páramo...

El color terroso rojizo de las casas es corno el del suelo


sobre que se asientan; y casas, solares o eras se distinguen
muy poco del oro de las mieses estivales que cubren todo
lo demás del terreno. Sólo- algunos chopos, entre las casas
y a orillas del río Ubierna o a lo largo de los caminos, dan
verde alegría a este paisaje amarillento” (14).
La visión de Menéndez Pidal es más realista, más risueña
y menos exaltada que la de Unamuno, Ázorín, Baroja o Ma­
chado; aunque, contra la versión que aquél da de sus coetá­
neos, no sea todo desolación en la Castilla de éstos (15). Ei
(14) La Hispana del Cid, Buenos Aires, 1939, págs. 73-75.
(15) Basta recordar—p ara no salir de Antonio Machado ni del
tem a de las danzas y canciones—la. linda, seguidilla de lluevas cau­
ciones :
A la orilla del D uero,
lindas peonzas
bailad, coloraditos
corno a m a p o la s ...
(F. C., 27S.)
BB tema de ía alegría ele Castilla se repite :>aá.s de una vez en nuestro
"grande y entristecido” poeta.
el
amor por la tierra de Castilla y no pocas cosas más, que irán
saliendo, emparejan a Menéndez Pidal, no obstante, con sus
egregios impugnados.
Todos ellos nos han hecho ver y sentir el paisaje cante-
llano. Volvamos a preguntarnos: ¿quiénes son estos hom­
bres?; ¿qué traen en sus almas? ¿Qué parecido tienen entre
sí, si tienen alguno distinto de su amor a los campos de
España?
Una primera respuesta puede darse. Son todos ellos hom­
bres cuya conciencia personal y española despierta y ma­
dura entre 1890 y 1605. Con Miguel de Unamuno, Azorín,
Antonio Machado, Pío Baroja, Valle-Ineián y Menéndez Pida!
están, precediéndoles en algo o subsiguiéndoles en poco, An­
gel Ganivet, Ramiro de Maeztu, Jacinto Benavente, Ignacio
Zuloaga, Manuel Machado, los hermanos Alvarez Quintero,
Manuel Bueno, Eilverio Lanza, tal vez Darío de Regoyos, el
pintor impresionista de Castilla. Los más jóvenes de esa estu­
penda promoción de españoles, escapándose ya de ella hacia
otro modo de sensibilidad históricamente ulterior, son el no­
velista Gabriel Miró, nacido en 1879, y el poeta Juan Ramón
Jiménez, que ve la luz entíbense en 1881 (16). Son, quiénes
plenamente, quiénes por tangencia, los hombres de la lla­
mada “generación del 88”.

(16) Coetáneos suyos son tam bién Asín Palácios, Gómez de Ba-
quero, Bonilla y San M artín, Gómez Moreno; y, no lo olvidemos, don
Miguel Primo de Rivera.
La generación de españoles subsiguiente a la llam ada “del 98” está
constituida por Ortega y Gasset, Eugenio d’Ors, Pérez de Ayala, Gre­
gorio Marañón, Azaña, Angel H errera, Eduardo Marquina, Julio Rey
P asto r... Gabriel Miró y Ju an Ramón Jiménez son los eslabones m e­
dianeros entre la generación del 98 y esta otra, cuyo balbuceo origina;
se advierte entre 1905 y 1910,
CAPITULO lï

¿GSNEBACIOH BEL 9 8 ?

x "'y‘
KJLnamüno, Ázorvn, Antonio Machado, Valle-Inclán, Baroja,
Maeztu, Benavente, Manuel Bueno, Buloaga... ¿Formad todos
estos hombres, por ventura, una verdadera generación de
españoles? ¿Hay en sus almas, revélase en sus obras algo
que permita agruparles en uno de esos tipos de la comunidad
histórica que hoy llamamos “generaciones” ?
Todo se mueve, discurre, corre o gira.,-
cambian la mar y el monte y el ojo que los mira,

escribió Antonio Machado, con mente a un tiempo heraclitea


e historicista (1). Dejemos a un lado los cambios en el mar
y en el monte, y consideremos los acaecidos en el ojo que
mira al mar y al monte de España. En los ojos de todos y
cada uno de esos hombres, tan apasionados escrutadores de
(1) E n un poemita ele Nuevas canciones (1924) dirá Antonio Ma­
chado, ya en plena, madurez ele espíritu:
H a n cegado m is ojos las cerneas
del fu e g o heraGlitano,
No es ajena al tiempo en que Antonio Machado existe ni, por lo tanto,
a, la generación a que pertenece esta vivencia, de la fugacidad del
humano existir,
la tierra y de la vida de España, ¿se ha producido un cam­
bio de igual sentido respecto a los ojos y a la sensibilidad
de los españoles nacidos diez, quince, veinte años antes? Y
si se han producido cambios individuales en la actitud frente
a España, y a la ruda del hombre, y éstos tienen análogo sen­
tido, ¿es tan. grave la mudanza y tal la semejanza histórica,
entre todos ellos para que pueda hablarse, como se viene ha­
ciendo, de una “generación del 98” ?
El tema de la generación del 98 ha sido amplísimamente
discutido, excesivamente discutido. Suele decirse que el pri­
mero en designar al grupo con el nombre de “generación”,
sin otras precisiones, fué Gabriel Maura. La idea expresa y
concreta de una “generación del 1898” la habría acuñado
Azor'm, en un artículo así titulado ( A B C , 1913), recogido
luego en el libro Clásicos y Mod&mas. Todo esto es cierto.
Pero las más tiernas y madrugadoras definiciones—autode-
ímiciones, en este caso—de la generación que apunta, entre
1895 y 1900, hay que buscarlas no pocos años antes.
En 1885 advierte Miguel de Unamuno la existencia de
una fundamental oquedad en el conocimiento que los espa­
ñoles tienen de España: “España—escribe—está por descu­
brir y sólo la descubrirán españoles europeizados. Se ignora el
paisaje, el paisanaje y la vida toda de nuestro pueblo” (2 ).
Echa Miguel la vista en torno suyo y percibe con claridad
la existencia de un lastimoso hueco y de una empresa ur­
gente. España no se conoce a sí misma-; hay que conocer de
primera mano la verdad de la España real, su paisaje, su
paisanaje, su vida. ¿Quién podrá cumplir esa tarea? Los
españoles que por haber conocido lo ajeno puedan percibir
el género próximo y la última diferencia de lo propio; los
que mediante la lectura y el viaje hayan tomado contacto
con la situación a que entonces ha llegado la Historia. Uni­
versal, con Europa. He aquí la empresa que, entre otras,2

(2) Ensayas, I, 121.


intentará cumplir la generación encabezada por Ganivet y ex­
propio Unamuno.
Siete años más tarde publica Martínez Ruiz su novela La
voluntad. Con ella nace a las letras españolas el tipo de “An­
tonio Azorín”, soñado autorretrato del autor que le crea.
Antonio Azorín, levantino, deja su provincia nativa lleno
de vagos ándelos, viene a Madrid, gusta la vida literaria y
periodística del fin de siglo, hastíase de ella y decide aban­
donarla. He aquí cómo nos cuenta José Martínez Ruiz el
retomo de su doble: “Al fin, Azorín se decide a marcharse
de Madrid. ¿Dónde va? Geográficamente, Azorín sabe dónde
encamina sus pasos; pero en cuanto a la orientación inte­
lectual y ética, su desconcierto es mayor cada día. Azorín
es casi un símbolo; sus perplejidades, sus ansias, sus des­
consuelos bien pueden representar toda una generación sin
voluntad, sin energía, indecisa, irresoluta, una generación
que no tiene ni la audacia de la generación romántica ni la
fe de afirmar de la generación naturalista...” Azorín, autor,
no se conforma con definir: se atreve hasta a señalar el
posible sentido histórico de la generación simbolizada por
Azorín, personaje: “Tal vez—añade, conjeturando.—esta dis­
gregación de ideales sea un bien; acaso para una síntesis
futura—más o menos próxima—sea preciso este feroz aná­
lisis de todo...” (3).
He ahí, clara, patente, la atribución de un carácter ge­
neracional al grupo de jóvenes que por entonces hace su
espléndida y petulante aparición en las letras y en la vida
de España: una generación definida como perpleja, anhe­
lante, abúlica, irresoluta y analítica. El futuro Azorín siente
nítidamente que él y un grupo de camaradas suyos, recién
ingresados todos en el área de la vida española, son histó­
ricamente parecidos entre sí e históricamente distintos de
los románticos (de Martínez de la Rosa a Bécquer) y de los3

(3) O. S„ 171.
naturalistas (Galdós, la Pardo Bazán, Pereda). José Mar­
tínez Ruiz, el más alertado y petulante del grupo, cree que
a todos simboliza su criatura “Antonio Azorín” ; esto es, la
persona de José Martínez Ruiz. “Antonio Azorín” es, sin
duda, el adelantado de la futura “generación del 98”.
Pocos saben, sin embargo, y nadie ha dicho, que el primer
nombre con que Azorín bautizó a su famosa generación fué
distinto del que hoy tan acubadamente lleva. El 19 da mayo
de 1910 publicó Azorín en A B O un artículo titulado “Dos
generaciones”. En él coteja el valor literario y moral de la
suya con el harto más escaso de otra ulterior, “desenfrena­
damente entregada al más bajo y violento erotismo” (4). Es
esta la primera ocasión en que Azorín habla expresamente
del grupo generacional a que pertenece: incluye en él a Valie-
Inclán, Benavente, Baroja, Unamuno y Maeztu, y le llama
“generación de 1896”. Antonio Machado, Villaespesa y En­
rique de Mesa habrían sido los más inmediatos continua­
dores de esa generación. Llega Azorín hasta a señalar los
caracteres1diferenciales de la generación de 1896: “Su cua­
lidad dominante—afirma—era un profundo amor al arte y
un honrado prurito de protesta contra las fórmulas ante­
riores, y de independencia” ; en otro párrafo del mismo ar­
tículo ve “su rasgo distintivo” en “el desinterés, la ideali­
dad, la ambición y la lucha por algo elevado, por algo que
no es lo material y bajo, por algo que en arte o en política
.representa pura objetividad, deseo de cambio, de mejora-
ción, de perfeccionamiento, de altruismo... Se trabajó en­
tonces tenazmente por el idioma; se escudriñó el paisaje;
se creó una inquietud por el misterio; se procuró un estado
de refinamiento intelectual”.4

(4) Debo la lectura, del mencionado articulo a la amabilidad de mi


buen amigo Mariano García Hortal. La “generación erótica” a que
Azorín se refiere en este artículo debe aer la de los novelistas que
bacía 1910 iniciaban su carrera literaria: Pedro Mata, Alberto Insúa,
Eduardo Zamacois, Hernández Cata, etc.
No debió quedar satisfecho Ázorín del nombre con. que
bautizó a su equipo literario. Tres años después volverá al
tema; y movido por el doloroso prestigio del año del desastre
colonial, le convertirá en fecha onomástica y hablará defini­
tivamente de una “generación de 1888”. No deja de tener
significación el hecho de que Azorm haya descubierto de ma­
nera reflexiva que si la fecha del Desastre no rué la decisiva
para el nacimiento literario del grupo, era, en cambio, la
que mejor podía simbolizarle; la índole de la semejanza entre
él y todos sus camaradas, en tanto españoles, fué a los ojos
de Azorín, inventor y bautista de la generación, la que de­
terminó la selección del nombre definitivamente adaptado.
En este segundo intento definitorio de su propia generación,
Azorín señalará con nombres y apellidos a los hombres que
la componen, dibujará sus semblanzas y definirá la apor­
tación del grupo a la cultura de España. Treinta años más
tarde dedicará todo un libro de nostalgia y senectud, el ti­
tulado Madrid, a vindicar la hazaña y los nombres de la tan
traída y llevada generación.
“La generación de 1898—escribía Azorm en 1813—ama
a los viejos pueblos y el paisaje; intenta resucitar los poe­
tas primitivos...; da aire al fervor por el Greco...; rehabi­
lita a Góngora...; se declara romántica...; siente entusiasmo
por Larra...; se esfuerza, en fin, por acercarse a la reali­
dad y en desarticular el idioma, en agudizarlo, en aportar, a
él viejas palabras, plásticas palabras, con objeto de aprisio­
nar menuda y fuertemente esa realidad. La generación
de 1898, en suma, no ha hecho sino continuar el movimiento
ideológico de la generación anterior; ha tenido el grito pa­
sional de Echegaray, el espíritu corrosivo de Campoamor
y el amor a la realidad de Galdós, Ha tenido todo esto, y
la curiosidad mental por el extranjero y el espectáculo del
desastre—fracaso de toda la política española—han avivado
su sensibilidad y han puesto en ella una variante que antes
no había en España” (5). Tal es el haber histórico que a la
generación del 98 discierne su inventor y bautista.
Es justamente aquí donde comienza la polémica. Baroja,
por ejemplo, uno de los más señalados miembros de la pre­
sunta generación, niega reiteradamente su existencia. “Yo
siempre he afirmado que no creía que existiera una gene­
ración del 98. El invento fué de Asorín...", ha dicho Baroja
en sus recientes Memorias (6 ). “Una generación—añade—que
no tiene puntos de vista comunes, ni aspiraciones iguales,
ni solidaridad espiritual, ni siquiera el nexo de la edad, no
es una generación.”
He aquí, seriadas, las razones en que Baroja funda su
actitud negativa:
1. “La fecha no es muy auténtica. De los incluidos en
esa generación, no creo que la mayoría se hubiera destacado
en 1898.”
2. “Tampoco se sabe a punto fijo quiénes formaban parte
de esa generación; unos escriben unos nombres y otros,
otros. Algunos han incluido en ella a Costa, y otros, a J. Or­
tega y Gasset, que se dió a conocer ya muy entrado este
siglo.”56
(5) “L a generación de 1898’^ en Clásicos y Modernos, Madrid, 1919,
páginas 254-255. Obsérvese cómo este Asorín, hecho ya y “situado” en
las letras y en la vida de España, acentúa mucho m ás que el de La
voluntad el carácter constructivo de su generación y su relación de
continuidad con las inmediatamente anteriores.
Un manojo de semblanzas azorinianas de hombres del 98 puede
leerse en un artículo de 1919 también titulado “L a generación de 1898”
(O. 8., 1.120). M ás tarde, desde o tra situación histórica (Madrid, 1941),
diseñará Asorín nuevos retratos de los hombres de su generación y
acentuará el amor a España de todos ellos, su constante preocupación
por una honda reform a política y social, su voluntad de continuar la
línea de nuestra historia. Luego consideraré m ás despacio las noti­
cias, las afirmaciones y los juicios estimativos de Aserrín en el libro
Madrid, tan fundamental p ara dar cim a al propósito de este mío.
(6) El escritor según él y según los críticos, Madrid, 1944, pági­
nas 174 y sigs.
3. “En esta generación fantasma ele 1898... yo no ad­
vierto la menor unidad de ideas. Había, entre ellos (los escri­
tores que componen el grupo) liberales monárquicos, reac­
cionarios y carlistas.”
4. “En el terreno de la literatura existía la, misma di­
vergencia; había quien pensaba en Shakespeare y quien en
Carlyle, había quien tenía como modelo a D’Annunzio y otros
que veían su maestro en Flaubert, en Dostoiewski y en
Nietzsche.”
5. “Se ha dicho- que la generación seguía la tendencia
de Ganivet. Entre los escritores que conocí no había nadie
que hubiese leído a Ganivet. Yo, tampoco. Ganivet, en este
tiempo, era desconocido.”
Estas cinco razones conducen a Baroja a una tajante ne­
gativa. “¿Había algo de común en la generación del 98? Yo
creo que nada—se responde—. El único ideal era que todos
aspirábamos a hacer algo que estuviera bien, dentro de nues­
tras posibilidades... Muy difícil sería para el más lince se­
ñalar y decir: estas eran las ideas del 98.
El 98 no tenía ideas, porque éstas eran tan contradicto­
rias, que no podían formar un sistema ni un cuerpo de doc­
trina. Ni del horno hegeliano, en donde se fundían las tesis
y las antítesis, hubiera podido salir una síntesis con los com­
ponentes heterogéneos de nuestra casi famosa generación.

Así, pues, joven profesor-—concluye Baroja—, si piensa


usted publicar un manual de literatura española, puede usted
decir, al hablar de la mítica generación del 98, sin faltar a
la verdad, primero, que no era una generación; segundo,
que no había exactitud al llamarla de 1898; tercero, que no
tenía ideas suyas; cuarto, que su literatura no influyó, ni
poco ni mucho, en el advenimiento de la República, y quinto,
que tampoco influyó en los medios obreros, a donde no llegó,
y si llegó fué mal acogida.”
Esta actitud de Baroja respecto a ia presunta genera­
ción del 98 fué compartida por Ramiro de Maeztu, que con.
Ázorín y el propio Baroja formaba, allá por el año 1900,
el grupo de “los tres”. Algo debía tener, sin embargo, la
expresión azoriniana, cuando hasta los negadores de tal ge­
neración piensan y hablan como si realmente hubiera exis­
tido. Baroja reconoce que “el concepto venía a llenar un
hueco” y hasta atribuye “algo nuevo y característico” a “esa
supuesta generación del 98” : “un último aliento de roman­
ticismo y de individualismo”. Tanto pesa, el concepto en la
mente de Baroja, que, a fuerza de negarlo, llega a una pala­
dina afirmación de la comunidad histórica entre los hom­
bres que constituyeron el presunto grupo: “La generación
del 98, que yo he dicho varias veces que no creo que cons­
tituyera una generación—dice, confirmando con excesiva lar­
gueza su proclamada despreocupación respecto a los que,s—,
fué un reflejo del ambiente literario, filosófico y estético que
dominaba el mundo al final del siglo xix y que persistió hasta
el comienzo de 1a Guerra Mundial de 1914” (T).7

(7) Op, cit., pág-s. 174, 183, 211. La actitud reivindicatoría de Ba­
roja respecto a la “presunta”, “a stra l”, “espectral” o “supuesta” ge­
neración del 98—como él reiteradam ente dice—le lleva, en último ex­
tremo, a la consecuencia de afirmarla.
Es curioso que Baroja haya puesto tanto empeño en. negar la lla­
m ada "generación del 98”, cuando él mismo, atendiendo más a la
fecha de nacimiento que a la de aparición, la h a descrito con el nom ­
bre de “generación de 1870” (véase su conferencia “Tres generacio­
nes”, pronunciada en 1926 y recogida en el volumen titulado E ntre­
tenimientos, págs. 127 a 182). ¿S erá el año del rótulo—1898—lo que
descontenta a B aroja?
Describe Baroja tres generaciones de españoles: las de 1840, 1870
y 1900. La prim era está compuesta por los hombres de la prim era
República y da la Restauración (Cánovas, Castelar, Salmerón, Eche-
garay, Letamendi, Núñez de Arce, Pradilla, etc.) y es, en su concepto,
retórica, huera, inmoral, mezquina: “a esta generación—resume Ba­
roja—E spaña se entregó, no como una. m ujer a su amante, sino como
una g'olfilla. a su chulo, y ese chulo no supo hacer por ella má<s que
También Maeztu viene a, reconocer su existencia, En su
Defensa de la Hispanidad recuerda sus años de mocedad:
“Cuando yo era joven, en el atropello del 98, que fuá nues­
tro Siimii uncí Drwng...”, dice (3). Llámese o no “genera­
ción” al atropellado grupo del 98, Maesíu lo afirma y, muy
sagazmente, lo compara con el Bturrn m d Drang germá­
nico. No hay como empeñarse en negar una cosa para ter­
minar afirmándola.
La idea de una “generación del 88” debía llenar un ñusco,
como dice Baroja, en la visión de la España contemporánea,
cuando tantas y tales cosas se han dicho en torno al tema
y al mote. Sobre, de, bajo, por, contra la generación del 98
han hablado o escrito luego casi todos los que en España
mueven pluma literaria o política; es decir, una legión cíe
españoles (9). Las precisiones conceptuales e históricas en
el tratamiento del tema han sido muy diversas, y pocas
veces medianamente satisfactorias; los juicios estimativos
acerca de tal generación, divergentes y hasta contradicto­
rios. La habitual tosquedad del espíritu ha pretendido a
veces reducir el problema de la generación del 98 al caduco*89

envilecerla, empobrecerla y deshonraria”. La generación siguiente, que


Baroja llam a de 1870, es, a juzgar por su descripción, la suya y la
liabitualmente llamada del 98. No da los nombres de quienes la com­
ponen. H abría sido intelectual, triste, sentim ental y sin brío. Más ade­
lante recogeré y cem entaré alguno de los restantes caracteres y gustos
que le atribuye su descriptor. La generación de 1900 es, a su juicio,
alegre, deportiva, más vital que intelectual, práctica e indiferente a la
política.
El retrato que hace B aroja de su propia generación coincide casi
exactamente con el que había pintado Asorín. ¿Por qué, entonces, ese
empeño en negar la existencia de una “generación del 98” ?
(8) Defensa de la Hispanidad, 3.a ed. Valladolid, 1838, pág. 281.
(9) He aquí unos cuantos nombres: Salaverria, Marañón, Azafia,
Ortega y Gasset, d’Qiss, Corpus Barga, Ricardo Baeza, Díez Cañedo,
Fernández Almagro, Pedro Salinas, Salvador Madariagu, Giménez Ca­
ballero, Ricardo Baroja, Eugenio Montes, Cansinos Asaéns, Antonio
Espina, Nicolás González Ruiz, etc., etc.
e insoportable pleito entre “derechas” e “izquierdas”. Los
opinantes de la derecha han tildado a los hombres del 98 de
europeizantes, extranjerizados, antiespañoles, pesimistas, de­
cadentes, etc.: la bien conocida letanía (10). Los conspicuos
de la izquierda les han vituperado su individual rebeldía a
la secuacidad republicana o marxista, su esteticismo, sus
arranques de españolidad. Otros, en fin, han preferido ins­
talarse en un adarve individual, y desde él disparan sus ob­
servaciones y adjetivos (1 1 ). Nadie ha negado ai grupo, sin
embargo, dos cosas: una egregia calidad literaria y una con-
(10) Baste un botón de m uestra. En su inteligente y ponderado
estudio sobre El pensamiento filosófico de Unamuno, el P. Oromí, tan
independiente en sus juicios, rinde por una vez inexplicable pleitesía al
tópico y, hablando de los hombres dei 98—entre los que cuenta a
Blasco Ibáñez, un naturalista rezagado— , escribe: “entre ellos hay
grandes analogías, tanto en sus ideas filosóficas y religiosas como en
su posición frente a la nación española, posición caracterizada por un
antihispanism o morboso (exceptuando a Unamuno) y un espíritu in-
ternacionalístico y afrancesado” (op. cit., pág. 52).
(11) Citaré el ejemplo, bien reciente, de Antonio Espina y el de
César B ar ja. E n su Ganivet (Col. Austral, 1942) atribuye Antonio E s­
pina a los hombres del 98 un “gesto escéptico, analítico, acre, fino,
irónico, lacónico y nihilista” (pág. 16). En o tra página, relacionando
a Ganivet con el grupo m ás conspicuo de la generación, le atribuye “el
mismo egotismo, sem ejante desdén, idéntico sentimiento de superiori­
dad que en otros escritores del plantel se oculta m ás o menos bajo
apariencias humildes, igual descontento, odio al tópico, gusto por lo
pintoresco, salidas a lo romántico—tam bién bajo camouflage—, po­
tencia de observación, cultura y desfachatez” (pág1. 18).
César B arja no se ocupa tem áticam ente de la generación del 98
en su valioso libro Libros y autores contemporáneos (Madrid, 1935).
De sus estudios monográficos sobre Unamuno, Ganivet, Asorín, B a­
ró ja, Valle-Inclán. y A. Machado, contenidos en el libro mencionado,
puede extraerse, sin embargo, una caracterización bastante precisa del
grupo. Cuatro son las notas cardinales que B arja parece atribuirle:
1. Crítica de la vida y de la historia de España desde un punto de
vista “moderno” e “intelectual” ; 2. Individualismo de cada uno de sus
componentes; 3. Disociación extrem ada entre inteligencia y sentimien­
to; 4. Esteticismo literario.
siderable influencia en el modo de ver a España y de escribir
el castellano.
Muestran las anteriores palabras que la existencia de una
“generación del 98” ha sido reconocida—tácita o expresa­
mente, con amistad o con vituperio—por todos o casi todos
los españoles preocupados por la vida espiritual de España.
Entre dimes y diretes, ditirambos y dicterios, la expresión
inventada por G. Maura y Azorín ha conseguido pública e
ineludible aceptación. Para algunos es un concepto historio-
gráfico, para otros una simple etiqueta, ordenadora o polémi­
ca, para todos un término con el que nos entendemos acerca
de algo, corno acertadamente dice Dolores Franco, antolo-
gista del grupo (12). La idea de una “generación del 98” se
ha hecho ineludible e insustituible.
También yo admito la existencia de la mentada gene­
ración, si por “generación” se entiende lo que en otro lugar
he propuesto: un grupo de hombres más o menos coetáneos
entre sí y más o menos parecidos en los temas y en el estilo
de su operación histórica. Supuesta, pues, una cierta con-
vencionalídad en el aislamiento del grupo generacional, creo,
por las razones que luego diré, en la existencia de una “ge­
neración del 98”. Antes de hablar por mi cuenta bueno será,
sin embargo, recoger algún testimonio entre los que de in­
tento o de pasada estamparon sobre el tema del 98 opinan­
tes, críticos y consideradores.
Elegiré tres distintos, buscando entre los más directa y
abiertamente tocantes al terna. Procede el primero de un
inteligente y puntual historiador de la vida española contem­
poránea, Melchor Fernández Almagro. Es otro el vertido por
un poeta, técnico de la historia de la Literatura, Pedro Sa­
linas. Nos dará el tercero un literato, profesor de Litera­
tura y escritor político, Ernesto Giménez Caballero.

(12) La preocupación de Ssyaña en su literatura, M adrid, 1944,


p á g in a 250.
Debemos a Fernández Almagro un par ele importantes
deslindes para el cabal entendimiento de la generación del 38.
En su Vida y obra de Ángel Ganivet denuncia “el error en
que, ligeramente, incurren quienes incluyen en la corriente
de los regeneradores a los intelectuales que Azorín rotuló
con una etiqueta que el uso ha refrendado; generación
de 1898” (13). Los regeneradores son, ya se sabe, los arbi­
tristas y sociólogos del desastre: Cosía, Maclas Picavea, Da­
mián Isern, Luis Morote, Maclrazo, Julio Senador. Los inte­
lectuales, Ganivet, Unamuno, Azorín, Baraja, Benavente,
Valle-Inclán, Más adelante precisa Fernández Almagro las
razones del distingo: “La reacción contra la España impe­
rante a la hora decisiva del desastre no es suficiente para
dar unidad a los dos bandos a que aludo. Les separan inten­
ciones, métodos, gustos literarios, incluso formas de carác­
ter. A poco que se fije el espectador de aquel momento, no
dejará de advertir que se hace estética entre los intelectua­
les, cuanto era Sociología en el otro grupo; que la intuición
es su instrumento, y crítico su propósito, mientras que los
regeneradores muestran la preferencia por los procedimien­
tos racionales de la ciencia experimental. Que unos citan nú­
meros y aducen leyes, y otros tratan de encender ideales.
Que unos buscan hechos al rastrear la Historia, y otros quie­
ren escarbar en busca del alma que les diera expresión’’ (14),
En otro ele sus libros acentuará Fernández Almagro este
carácter preponderantements literario de la generación del 38:
“Los del 88 hacen literatura ante todo, y porque no exclu­
yen ningún terna de su juego literario es por lo que nace y

(13) Op. d i., pág_ 195. Hechor Fernández Almagro ha tenido tam ­
bién el acierto cíe poner en evidencia la comunidad de estilo existente
entre los noventayochistas madrileños y el grupo del fin de siglo bar­
celonés : Rusiñol, Pompeyo Gener, Ramón Casas, TJtrillo. De ellos pro­
cede el culto estético al Greco, al que los madrileños, como hemos
oído decir a, Azorín, “dieron aire’’.
(14) Op, ori., pág. 196.
florece el ensayo, modo irresponsable y sugestivo de tratar
io más arduo, fíe hace, por uno c por otro, Filosofía literaria,
Economía literaria, Historia literaria, Geografía literaria,
etcétera. Y, por supuesto, Literatura muy literaria” (15).
¿Qué notas definidoras, aparte la reacción crítica contra,
ja España del desastre y esta monarquía de la Literatura y
de la Estética en la configuración ele su obra, caracterizarían
a los hombres del 68 ? Fernández Almagro se acerca con vi­
sible cautela al problema que esta interrogación plantea. “No
será fácil—dice una vez, refiriéndose a la generación del 98—
definirla por sus afirmaciones: tan distintas las de Azorin,
por ejemplo, a las de Valle-Inclán, corno las de éste a las
de Baroja, y todas a Jus de Unamuno... Mas no es difícil
señalar una negación común, exteriorizada en una reacción
hostil contra los valores de la crítica oficial.” Refiérese Fer­
nández Almagro, es obvio, a los valores literarios entonces
vigentes: Echegaray, Campoamor, Núñez de Arce, Pardo
Bazán, Galdós... Contra ellos disparan sus venablos los recién
llegados jóvenes de 1898. Ye también nuestro historiador en
el alma de todos ellos “una emoción compleja de tristeza y
de entusiasmo, un ideal mixto de españolismo y europeiza­
ción” (18).

(15) Vida y IA teratum de 'Valle-Inclán, Madrid, 1843, pág. 54.


(16) Vida y obra de Angel Ganivet, págs. 131 y 135, En las pági­
nas finales fiel libro que ahora cito vuelve Fernández Almagro al tem a
de la generación del 98 y añade algunas precisiones nuevas. Dos
habrían sido las notas características y originarias de todos los com­
ponentes del grupo: “la protesta contra los políticos y los literatos
de la Restauración”, según le, expresión de Baroja, y el “anhelo ele
personalidad” que Valle-Inclán proclami). En lo tocante al estilo lite­
rario, “la proeza máxima, de la, ruda batalla,—dice Fernández Alma­
gro—fué realizada por .Martínez Ruiz, al asestar un golpe definitivo
al clausulón tradicional”. A continuación aña-de irnos cuantos rasgos
positivos, comunes a, todo el grupo: "la necesidad de un nuevo espa­
ñolismo..., la pesquisa de una España distinta a la vigente..., el gusto
de los paisajes inéditos, de las ciudades viejas, del carácter en punto
Años después será más prolijo Fernández Almagro y aña­
dirá algunas notas a las contenidas en la autodefinición azo-
riniana antes transcrita. “Todos han leído los mismos libros
extranjeros... (17). Todos coinciden a aspirar a una obra per­
sonal, de acento distinto, brindada a cierto tipo de lectores.
Todos buscan y rebuscan la emoción de España, en lo menos
conocido o mal valorado: los Primitivos, el Greco, Castilla,
las Artes populares. Todos desean una España sin partidos
turnantes, sin disociación entre lo oficial y lo real, que re­
anude, en líneas de prudencia, no la historia de sus guerras,
sino la de sus empresas pacíficas. Todos gustan de resucitar
viejas palabras, de aliviar las cláusulas de pesos superfinos.
Todos hablan de regeneración y detestan el punto y
coma...” (18).
El segundo de los distingos de Fernández Almagro pe­
netra en el cuerpo mismo de la generación. Cree nuestro his­
toriador que cabe aislar en ella dos subgrupos: uno, más
específicamente merecedor del nombre genérico que a todos
engloba, estaría constituido por los escritores especialmente
afectados por el problema español que el desastre revela
(Ganivet, Unamuno, Maeztu, Baroja, Azorín) ; otro, el de
los modernistas, mucho más próximos a la condición de “lite­
ratos puros”. “Como no deja de haber alguna continuidad
—dice Fernández Almagro—entre estos escritores que nacen
a su vida profesional hacia 1898 y aquellos otros hombres,
ya maduros, que con mucho de arbitristas trataban de re­
mediar los males sobrevenidos, acaso podamos descubrir ese
tasado contacto en Angel Ganivet y, en otra escala, en Una-

a tipos y costumbres, ele los clásicos olvidados, de los prim itivos...”.


Por otra parte, los temas peculiares: “el Greco, Nieízsche, antítesis
de Corte y pueblo, función del intelectual, sentido de la vida espa­
ñola...” (Op. d i., págs. 255-286).
(17) Poetas simbolistas y novelistas del naturalismo francés,
Maeterlinek, novelistas rusos, Oscar Wilde, j'Tietzsclie, D’Annunzio.
(18) 'Vicia y literatura de Yalle-lnelán, pág\ 56.
mimo y Maeztu. Continuando a esta luz el descenso, de ma­
yor a menor, salvando calidades, enumeraríamos a Baroja,
AzoHn, Benavente, Valle-Inclán. Estos dos últimos ya no
tienen cosa que ver con los viejos terapeutas del Desastre y
encabezan la serie de los modernistas que sólo tangencial-
mente tocan a la generación del 98 y proceden de Rubén
Darío...” (19). Hasta aquí, fielmente transcritos, los juicios
y las observaciones de Melchor Fernández Almagro, crítico
e historiador.
Pedro Salinas ha hecho d-e la presunta “generación del 98”
un problema de historiografía literaria. Sin mayor reflexión,
metodológica, adopta cómodamente el concepto de genera­
ción literaria expuesto por Petersen y se pregunta profeso-
raímente si el grupo literario “del 98” cumple las condicio­
nes que Petersen señala a las generaciones literarias pro­
piamente dichas (20). Casi huelga advertir que, procediendo
así, Salinas ve en cada uno de los hombres del 98 mucho
más al literato que al español. La del 98 sería más una ge­
neración de literatos españoles que de españoles literatos.
Ocho son, según Petersen, los caracteres comunes a todos
los miembros, de una misma generación literaria. De ellos
no considera Salinas el primero, tocante a los caracteres
hereditarios de los hombres que la constituyen. En cuanto a
los siete restantes, he aquí, en serie numeral, los resultados
a que llega Salinas aplicando el esquema de Petersen a la
generación literaria del 98.

(19) Op. di., paga. 54-55.


(20) Puede leerse una. amplia exposición de ios trabajos de Pe-
tersen, así como las referencias bibliográficas precisas, en mi libro
Las generaciones en la Historia.
Cito los resultados de Salinas según su trabajo “SI concepto de
generación literaria, aplicado a la del 98”, publicado en la. Revista de
Occidente, CL, diciembre de 1935. Del curso universitario de Salina®
acerca de la generación del 98, no tengo otras referencias que las
alusiones de Salinas a su propio curso, contenidas en el trabajo ahora
citado, y las de Dolores Franco en la antología que antes mencioné.
1. Coincidencia cronológica del nacimiento.—Todos los
del 83 nacen entre 1864 (Unamuno)—si no se cuenta ?. Ga­
nivet, que nace en 1882 (21)—y 1875 (Maeatu y Antonio Ma­
chado) .

2. Homogeneidad de la educación.—Todos silos son. au­


todidactos y se forman en la lectura anárquica y dispersa:
más en la Biblioteca que en la Universidad, si se quiere
expresar plásticamente la índole de su formación. Sus lec­
turas son en buena medida coincidentes (22 ).

3. Mutua relación personal entre los hombres que cons­


tituyen la generación. En el caso de la del 98, es notoria su
coparticipación en revistas (especialmente en las fundadas
por ellos), tertulias literarias, manifiestos, excursiones, ho­
menajes, etc.

4. Acontecimiento o experiencia generacional.—Para Sa­


linas, sería ese acontecimiento nuestro desastre de 1898. “No
importa'—subraya Salinas—que la idea de la decadencia
española sea muy anterior al 98. Lo esencial es que nuestro
desastre haya convertido lo que podía tomarse sólo por una
idea de intelectuales, o por un presentimiento de pesimistas,
en una brutal realidad histórica que gravitó sobre todas las
conciencias despiertas y que las hizo agruparse frente al pro­
blema esencial de esa generación: España.”

5. Caudillo de la generación, existencia en el grupo de


un hombre conductor. Ante la imposibilidad de reconocer
un caudillo “nominal y exclusivo” entre los hombres del 88,
recurre .Salinas a una pequeña habilidad. Declara a Nietzsehe

(21) ¿ En qué año nació Ganivet? Según Melchor Fernández Al­


magro, en 1865; según la Enciclopedia Esposa y Valbuena, en 1382.
(22) Recuérdese lo observado por M. Fernández Almagre.
“guía ideológico” de la generación (lo cual es manifiesta­
mente excesivo) y piensa, por otra parte, que la generación
del 93 habría-cumplido por modo negativo esta exigencia de
Petersen: “en todo el ambiente, no sólo literario, sino polí­
tico, de la época se advierte entonces—recuerda Salinas—la
apetencia del caudillo-; el Führer está presente precisamente
por su ausencia. El hace falta un hombre, aquí nos hace ¡alta
un hombre, va y viene como una nostalgia fantasmal por los
escritos de aquella época”,

6. Lenguaje generacional.—Salinas lo ve en el modernis­


mo: “el modernismo1 no es otra cosa—dice—que el lenguaje
generacional del 98”. “Los primeros que se dieron cuenta
de que había una generación del 98 fueron los que caricatu­
rizaban aquel lenguaje moderno o se burlaban de él, y que
precisamente por sentírsele tan moderno se llamó moder­
nista” (23).

7. Anqidlosamienio de la generación anterior. ■— “La


fuerza, operante de la anterior generación literaria, la rea­
lista—afirma Salinas—, carecía de todo imperio y crédito
sobre las conciencias nuevas y, además, era incapaz de crea­
ciones renovadoras. Galdós, la Pardo Bazán, Alas, en el final
de su carrera se sienten ya a disgusto ellos mismos en el
realismo y ensayan formas de novela espiritualista en pugna
con él... Los jóvenes de entonces creían firmemente que el

•J:' (23) ¿Puede decirse, sin embargo, que Unammio, Ganivet y Ba­
rója escribieron en lenguaje modernista,? Unamuno vituperó por es­
crito el modernismo de Rubén Darío y Valle-Inclán. Mucho más exacto
me parece lo que dice Asorin: “se esfuerza (la, generación del 98) por
acercarse a la, realidad y en desarticular el idioma, en agudizarlo, en
aportar a él viejas palabras, plásticas palabras, con objeto de aprisio­
nar menuda, y fuertem ente esa, realidad”. ®n algunos dominó la orien­
tación modernista; en todos se cumplió, m ás o menos, esta, observación
de A so t’r.i, coincidente con las de Fernández Almagro que antes trans­
cribí.
arte inmediatamente anterior estaba anquilosado, es más,
que la enfermedad de la España en que habían nacido era
una terrible parálisis.”
La conclusión de Salinas no es ambigua. “Para mí—re­
sume—la consecuencia no admite duda: hay una generación
del 98. En ese grupo de escritores, los elementos exigidos
por Petersen como indispensables para que exista una ge­
neración, se encuentran casi sin falta. Y al ir comparando los
hechos con la doctrina, vemos acusarse sin vacilación alguna
entre aquellos turbios principios de siglo los perfiles exactos
de un nuevo complejo espiritual perfectamente unitario' que
irrumpía en la vida española: la generación del 98.”
Giménez Caballero se encara con la generación del 98
desde una posición política y literaria definida, por tres co­
ordenadas. Es la primera la expresada por un mote que él
inventa y adopta: “nieto del 98”. “Por cronología mecánica,
biológica—dice Giménez Caballero—, los hijos del 98 tuvie­
ron que ser aquellos intelectuales europeos de la preguerra
y de la guerra europea; los que desde mil novecientos y tan­
tos a mil novecientos veintitantos fijaron su filiación en li­
bros, revistas y periódicos de todos conocidos... Hijo del 98
—primogénito—fué don José Ortega y Gasset... Por tanto,
los nietos del 98} los hijos de esos hijos del 98} cronológica­
mente tendrían que ser aquellos escritores españoles cuajados
en la postguerra” (24).
La segunda de las coordenadas consiste en el orgullo con
que Giménez Caballero proclama tal nietez y en la tácita
convicción de que los nietos espirituales se asemejan más a
los abuelos que a los padres. “En la. vida intelectual de las
generaciones de un pueblo--añado—no todo es cronología
mecánica... Me consta que a muy pocos, por no decir a nin­
guno, de esos nietos automáticos del 98 le interesa asumir
tal nietez... Un grupo de jóvenes unarnunidas (Sánchez Ma-

(24) Genio de Ss'pmia, 5.“ ed., Barcelona, 1939, págs. 3 y sígs.


zas, Mourlane, Montes) se desaforaba ante mi tesis de que
estábamos hoy en el último 98 de España. De que el 98 aca­
baba de renacer en España por ultima vez. Y de que era la
hora, de sus almas nietas... A mí no sólo no me avergüenza
sentirme nieto del 98, del último 98. sino que me parece un
deber justificar esa nietez, poniendo en claro para siempre
la herencia ante notario. Ya que tal herencia era simple­
mente un grito."
En otro lugar—un artículo titulado La generación
del 98—expresa Giménez Caballero con inequívoca nitidez
esa cordial simpatía por sus abuelos de 1898: “se ha ido
haciendo un tópico—dice—él que los llamados hombres del 98
fueron unos pesimistas. Y que su moral y sus predicaciones
trajeron a España un ambiente de derrotismo. Y yo no sé
cuántas cosas más, y feas, dicen algunos, de esos hombres
que han sido, en realidad, las almas más sanas, más lim­
pias, más honradas y decentes que ha tenido España desde
entonces acá” (25).
Tercera coordenada de la actitud espiritual de Giménez
Caballero: la congoja que en él produce la historia de Es­
paña posterior a 1931. El año 1898 no es el único “98” de
España, si por “98” se entiende, como Giménez Caballero
propone, cada una de las amputaciones sufridas por el Im­
perio y por la unidad de España desde que en Münster, el
año 1648, comenzó el desmoronamiento de aquél. El “98” del
año 1898 sería el duodécimo, penúltimo de los trece—el úl­
timo, Annual—padecidos hasta el “pacto de San Sebastián”.
Ese “98” de 1898 suscitó el nacimiento de una generación

(25) Cít. por Baroja en E l escritor según él y sus críticos, pá­


gina 211. En la evidente actitud am istosa de Giménez Caballero res­
pecto a los hombres deí 98 entra también, junto a la estimación de su
capacidad de protesta ante el desastre—su "grito”—y una cierta soli­
daridad de escritor, cierta afinidad espiritual con unos hombres mucho
más intuitivos y sentimentales que meditabundos y racionales; más
“geniales” que “intelectuales”, como el propio Ernesto diría.
nacional y literaria. He aquí cómo la describe Giménez Ca­
ballero, con esos juegos de frase y ese astillado impresio­
nismo del sentimiento y de 3a exclamación tan personalmente
suyos. “En torno a una mesa ae café, Madrid, provincianos.
¡Todo era mentira y farsa! ¡Subvirtamos los valores! La
Voluntad, Camine de Perfección. La comida de las ñeras.
Unamuno. Maeztu. Benavente. ¡Abajo el Quijote! Costa,
¡Siete llaves al Cid! Baroja y Á.zorín, ¡Vivan La Voluntad
y Nietzscheí Campañiías de bizarros generales en Ma­
rruecos.”
El tema de Giménez Caballero en Genio de España no es
el de precisar les caracteres definidores de la generación
del 28. Tómala como' punco de arranque de su propia acti­
tud ante España y la mira, como dije, desde un punto de
vista fundamentalmente político. Subraya el manojo do con­
clusiones negativas a que llega la crítica emprendida por
los nombres del 88. He aquí un párrafo muy característico:
“No hay im hombre, dice Costa. No hay voluntad, dice Azo-
rín. No hay valor, dice Hurguete. No hay bondad, dice Bena­
vente. No hay ideal, dice Baroja. No hay religión, dice Una-
nmno. No hay heroísmo, dice Maestra” En otra página-pa­
rece situarla en la línea Cánovas-Ganivet-Azaña, y atribuye
a sus hombres cierta común voluntad de “apelar al remedio
de lo indígena en la dirección de los negocios públicos”.
Piensa Giménez Caballero, en fin, que los hombres del 98
se integraron demasiado fácil y cómodamente en la Repú­
blica de 1831, y Jes increpa con dureza por haber perdido la
característica fundamental del grupo: “la generatriz de esa,
generación dice—3' de todas las generaciones espirituales

que acompañan a los trece 98 de España: esa, la del grito,


la de la rebeldía, la de la disconformidad” (26).

(26) Op. cit., p&g. 42. La increpación de Giménez Caballero era


justa, en 1932, fecha de la prim ara edición de Genio de Hispana-. l.o
cierto es que luego irrenudearon 'as actitudes extravagantes y disere-
Tres hombres aproximadamente coetáneos y tres actitu­
des frente a la famosa y discutida generación. Aunque, si
bien se mira, las tres coinciden en no pocas cosas, comen­
zando por una fundamental: afirmar sin ambages que, efec­
tivamente, ha existido en la vida de España una “generación
del 9o”. Sirvan estas tres coincidentes y discrepantes acti­
tudes como precedente de mis personales observaciones, re­
flexiones y juicios sobre el tema. Porque, cumplida mi pro­
mesa de ser un poco erudito, es ya hora de hablar otra vez
sor cuenta propia.

LA G E N E R A C IO N D EL 98 Y SU E S T R U C T U R A

En mi libro sobre Menéndez Pelayo he intentado orde­


nar con cierta claridad y precisión las reacciones de los es­
pañoles capaces de reacción ante el desastre de 1898. Debe
verse en nuestro hundimiento del 98, más que un suceso in­
esperado y catastrófico, el término y el símbolo de una etapa
de la vida de España. En 1875 nace en muchos corazones
españoles la ilusión de haber conseguido, tras casi un siglo
de constante descenso histórico y lucha interior, un remanso
de paz fecunda y reparadora: reconstituyente, como dirán
los viejos políticos, con el retintín del retruécano ingenioso
y fácil, allá por el estío de 1931. Mas la alegría en la casa
del pobre dura poco, y pronto se consume esa lisonjera ilu­
sión, por lo menos en el seno de las almas insobornables:
testigos, Menéndez Pelayo, Ribera y Caja!. Pues bien; la
pautes de varios hombres del 88 (Unamuno, Baroja, VaUe-Inclán)
respecto al republicanismo oficial. La visita, de José Antonio a Una-
nruno, en Salamanca, la asistencia de Unamuno a un acto falangista,
la ulterior disensión de Unamuno—incisivamente comentada en el se­
manario Arriba—, la ejemplar actitud de 'Unamuno en julio de 1636,
los incidentes de octubre del mismo año y el entierro de don Miguel,
rodeado de falangistas, son episodios cuya significación rebasa con
mucho la m era anécdota.
catástrofe de 1898 es el terrible remate de esa progresiva
desilusión y el símbolo definitivo con que se la expresará.
En virtud de ese largo y triste proceso de desengaño puede
existir una “generación del 98”, y sólo entendiendo así nues­
tra historia contemporánea cobra un sentido real la tan traí­
da y llevada etiqueta.
La historia de España entre 1885 y 1900 permite distin­
guir tres grupos de reacciones españolas ante la catástrofe
del 98. Me sugirió esa labor de deslinde un precioso texto
autobiográfico de Ramón y Caja!. Apoyado sobre él, y coin­
cidiendo en muy buena parte con las distinciones de Fernán­
dez Almagro que antes expuse, pude aislar tres grupos de-
españoles cronológica y estilísticamente diferentes entre sí.
Forman el primero los arbitristas de la regeneración: Costa,
Macias Picavea, Isern, etc. Son hombres nacidos antes
de 1850 y despiertos a la vida española en los últimos años
del reinado isabelino. El segundo grupo está constituido por
sabios y profesores: Menéndez Pelayo, Cajal, Ribera, Hino-
josa, Olóriz, Ferrán. Estos nacen entre 1850 y 1860, y abren
sus ojos a la historia dentro de la apetecida paz y del res­
quicio de esperanza que trae a las almas españolas la Res­
tauración de Sagunto. Integran, en fin, el tercer grupo los
egregios literatos de la llamada “generación del 98”. Vienen
estos últimos a la vida biológica después de 1860, y llegan
a la vida histórica cuando, pasadas las primeras mieles del
codiciado reposo, ya es perceptible para los espíritus deli­
cados la radical inconsistencia—política, intelectual, social,
económica—de la España “restaurada”.
Mi empeño de ahora es indagar cómo aparece, cómo se
configura y en qué consiste el parecido histórico que debe
existir entre los hombres del 98, si efectivamente forman
una generación. Permítaseme recurrir para ello a las preci­
siones que acerca de este tema he procurado ordenar en mi
libro Las generaciones en la Historia.
Partamos de un casi perogrullesco comienzo. Una gene­
ración es un grupo de hombres más o menos coetáneos entre
sí y más o menos semejantes en los temas y en el estilo de
su operación histórica. El contorno de este grupo es siempre
indefinido y, por lo tanto, más O1menos convencionalmente
trazado por el historiador. Expondré en primer término la
quíntuple indefinición del grupo de hombres habitualmente
llamado “generación del 98” ; o, dicho lo mismo- en otras
palabras, las razones de los que creen arbitraria y conven­
cional la individualización histórica del grupo. A continua­
ción, y mucho más ampliamente, intentaré mostrar cómo se
define y constituye positivamente la famosa generación.
Por cinco costados distintos, he dicho en otro lugar, se
indefine una generación histórica. Veamos cómo se manifies­
ta en la del 98 esta múltiple indefinición de todas las gene­
raciones.

1. Indefinición geográfica, — Llamamos “generación


del 98” en sentido estricto a un grupo de literatos españoles,
integrado por Unamuno, Ganivet, Azorín, Baroja, Antonio
Machado, Valle-Inclán, Maeztu, Benavente, Manuel Bueno.
¿Forman, sin embargo, un grupo geográficamente bien defi­
nido y exclusivo? En modo alguno. Si se afina la mirada,
no será difícil encontrar una indudable semejanza con mu­
chos literatos europeos de Fin de Siglo: Maetcrlinck, Haupt-
mann, D’Annunzio, Barrés, Gorki, Galsworthy, Bernard
Shaw, Nietzsche... Certeramente recogía hace poco esta ana­
logía Melchor Fernández Almagro: “Los escritores del Fin-
de-Siglo comunicaron a la literatura universal una poderosa
y desconcertante vibración: la que hicieron sentir en España
los del 98, precisamente, de cronología un poco rebajada en
años” (27). Más adelante mostraré en qué consiste la analo­
gía entre nuestros hombres del 98 y los europeos finisecu­
lares.

(27) Articulo Los del Ein de Siglo, en E l Es-pañol; núm. 7, 30-1-1943.


2. Indefinición social.—Muchas de las actitudes histó­
ricas de la “generación” del 98 eran tácita o expresamente
compartidas por una buena parte de los españoles: la masa
correspondiente a esa minoría generacional y otros que dis­
taban mucho de ser masa. La tesis del abandono de Ma­
rruecos, tan popular entonces y de estilo tan típicamente
noventayochista, fué sostenida por don Miguel Primo de
Rivera. La apelación a una presunta “España real”, desco­
nectada de la “oficial”, es también propugnada por Costa,
Macías Picavea, Cajal y el general Polavieja. Casticismo e
interiorismo los hay en Menéndez Pelayo y en Cajal; acti­
tudes negativas respecto a la viabilidad histórica de aquella
España, en Cajal, Menéndez Pelayo y Silvela, etc. Todo ello,
no contando la opinión tácita o inaudible de miles y miles
de españoles.

3. Indefinición cronológica. — El propio Ázorin se en­


carga de proclamarla, cuando dice que la “generación del 98
ha tenido el grito pasional de Echegaray, el espíritu corro­
sivo de Campoamor y el amor a la realidad de Galdós”. Clarín
y la Pardo Bazán preludian en buena medida el llamado “es­
píritu del 98”. Manuel Reina es un premodemista, y en Ma­
nuel B. Cossío están la devoción por el Greco y el gusto por
la tierra de Castilla. Antonio de Trueba, nacido en 1819
—“Antón el de los cantares”, tan entrañablemente amado por
Unamuno—, supo ver con estilo casi noventayochista el pai­
saje castellano: “Yo he vagado, sumido en honda meditación
—escribió Trueba—, por las llanuras de Castilla al nacer y
al morir el sol, y he sentido mi alma sumergida en un pié­
lago de poesía.” Sobre la relación entre los “del 98” y los
“regeneracionistas”, me atengo al párrafo de Fernández Al­
magro que antes transcribí.
Otro tanto puede decirse mirando los hombres que sur­
gen desde el 98 hacia acá. Sólo citaré un ejemplo, el de Or­
tega y Gasset; el cual, no obstante ser tan distinto en mu-
chas cosas de los hombres del 98, expresaba en 1914 un sen­
timiento de España enteramente concorde con el de la gene­
ración que le antecede (28).

4, Indefinición temáticos. ■
— No liay actitudes ni temas
rigurosamente privativos de la generación del 98. No todos
los críticos de aquella España oficial ni todos los escritores
modernistas pertenecen al grupo estricto de los hombres
del 98. Viceversa: no todos los hombres del grupo del 98
son críticos de la España oficial ni comulgan en el moder­
nismo. Valle-Inclán y Benavente apenas hacen crítica directa
de aquella España (28); Unamuno y Baroja no son precisa­
mente escritores modernistas; Valíe-Inclán vive poco el pai­
saje de Castilla, y Ganivet se declamó incapaz para el paisa­
je; etc., etc.

5. Indefinición de la convivencia.—La relación personal


entre algunos de los miembros de la generación del 98 fué
muy escasa y apenas amistosa; todos ellos tuvieron amis­
tades más intensas y frecuentes con personas ajenas al gru­
po generacional. La reciente publicación de las memorias de
Baroja no permite la más ligera duda a tal respecto.
Esta quíntuple indefinición del grupo del 98 nos hace
ver una parcial razón en la actitud de los que, como Baroja
y Maeztu, niegan la existencia de tal generación; y, por otra
parte, impone a los que la afirman cierta convencionalidad
en la delimitación de dicho grupo generacional. Con plena
conciencia de esa inevitable convencionalidad historiogràfica,
yo veo compuesta la generación del 98 (no contando algunas

(28) Por ejemplo, en la con feren cia Vieja y nueva política.


(29) A l m enos, crític a visib lem en te e n c a ra d a con la. vid a política
de E sp a ñ a . L a a c titu d crític a de V alle-In clán e stá im p lícita en s u s
Esperpentos y en E l Ruedo Ibérico; la c rític a de B en aven te es m á s
so cial que política. Sólo tard íam en te— en La ciudad alegre y confiada,
p or ejem plo— h a r á B en av en te c rític a p olítica en sentido estricto.

S?
figuras accesorias, como Bargiela, Süverio Lanza, etc.) por
Unamuno, Ganivet, Azorín, Baroja, Antonio y Manuel Ma­
chado, Maeztu, Valle-Inclán, Benavente, Manuel Bueno, (Zu-
loaga.. Junto a ellos, parecido en algo, distinto en no poco,
está Menéndez Pidal.
El grupo generacional que acabo de señalar ha sido más
o menos convencionalmente aislado de otros grupos de espa­
ñoles, contemporáneos o coetáneos suyos. He aquí los más
considerables :

1. El equipo de los apóstoles y arbitristas de la rege­


neración nacional: Costa, Macias Picavea, Isern, Salamero,
Madrazo, etc.

2. La promoción de profesores y sabios coetáneos de


Menéndez Pelayo. Además del propio don Marcelino, fór-
manla Ramón y Cajal, don Julián Ribera, Hinojosa, etc.; y
a ellos pueden unirse algunos otros hombres, coetáneos rigu­
rosos de los del 98, que continúan las actitudes espirituales
de sus maestros: Asín Palacios y Bonilla San Martín, por
no citar sino dos ejemplos (30).

3. Los españoles que siguen, sin modificación esencial,


actitudes históricas iniciadas anteriormente al despertar de
la generación del 98: conservadores de una u otra tenden­
cia, liberales, republicanos, tradicionalistas; el grupo más
central de la Institución Libre de Enseñanza; secuaces epi-
gonales de modas y modos literarios, intelectuales y esté­
ticos ya caducos (naturalistas rezagados, como Blasco Ibá-
ñez; costumbristas como Gabriel y Galán; krausistas; pin­
tores como Moreno Carbonero, etc.).

(30) L a o b ra de B o n illa y S a n M artín tiene com o su p u esto, entre


otros, un cierto ca sticism o n acio n alista, heredado ta l vez de M enéndez
P elayo.
4. Jóvenes en los que apunta un nuevo estilo genera­
cional: Juan Ramón Jiménez, Ortega y Gasset, d’Ors, Pérez
de Ayala, Miró, Angel Herrera. No pocos de ellos ensayarán
ante España una actitud distinta de la del 98, una actitud
rigurosamente europea y educacional, por no citar sino dos
de sus notas cardinales. A estos jóvenes se referían unas
palabras de Azorín, escritas en 1914: “Ahora ¿ qué es lo que
hacéis, jóvenes del día? ¿Tenéis la rebelión de 1898, el des­
dén hacia lo caduco que tenían aquellos mozos, la indigna­
ción hacia lo oficial que aquellos muchachos sentían?
Otra generación ha llegado. Hay en estos jóvenes más
método, más sistema, una mayor preocupación científica. Son
los que este núcleo forman, críticos, historiadores, filólogos,
eruditos, profesores. Saben más que nosotros. ¿Tienen nues­
tra espontaneidad? Dejémosles paso.”
La generación así delimitada no es un conjunto interior­
mente indiferenciado. Posee en sí misma una estructura, la
que componen y definen los estamentos siguientes:

1. Una masa española relativamente considerable, de la


cual es expresión más o menos fiel (expresión política, social,
intelectual, literaria) la minoría compuesta por los hombres
que antes indiqué. En torno a esta minoría y a la masa social
subyacente, pónganse las figuras individuales más afines a la
actitud histórica del grupo noventayochista.

2. Un grupo de literatos cuya obra está muy directa­


mente afectada por la situación histórica de España de que
el desastre es símbolo: Unamuno, Ganivet, Azorín, Maeztu,
-Antonio Machado. En menor medida, Baroja.3

3. Otro grupo de escritores más próximos a la condi­


ción de “literatos puros” y más influidos por el modernismo:
Valle-Inclán, Benavente, Manuel Machado. No lejano de ellos
en la actitud, sí en valía, Francisco Villaespesa.
4. Los pintores que dan expresión plástica al sentir de
la generación: Zuloaga, Regoyos, Rusiñol.

5. Un grupo menos numeroso de hombres de ciencia,


que en parte continúan la obra de los maestros pertenecien­
tes a la promoción anterior y en parte cultivan científica­
mente, con nuevo sentido y renovado método, ios temas lite­
rarios de la generación. Ejemplo máximo, Menéndez Pida!,
con sus adheridos y secuaces. En un plano más bajo, Julio
Cejador, nacido, como Unamuno, en 1864.

Aquí comienza el verdadero problema, el problema cen­


tral de la generación del 98. Todos esos hombres son dis­
tintos entre sí. Difieren entre sí por el nacimiento, por el
temperamento, por la vocación, por la educación familiar y
universitaria. Los hay vascos, levantinos, gallegos, andalu­
ces; unos son rubicundos, endrinos otros; éste filósofo, mé­
dico renegado aquél, abogado tránsfuga el tercero; literatos
todos, mas cada uno a su modo y por su senda; quién, manso
y sencillo, quién, colérico y estrafalario. Todos distintos. Y,
sin embargo, todos parecidos, todos emparentados por un
sutil vínculo histórico.
¿En qué consiste ese parecido histórico, en cuya virtud
puede decirse que todos ellos constituyen una generación ?
¿Qué instancias históricas—universales, españolas—actúan
sobre el alma de todos y cada uno de ellos, por haber vivido
donde y cuando vivieron? ¿En qué se parece lo que cada
uno aceptó de su mundo histórico, en qué lo que depuso de
él, en qué lo que creadoramente hizo, se propuso hacer y
soñó a lo largo de su vida? ¿Qué semejanza existió en las
iniciales inquietudes históricas de todos ellos, y en sus res­
pectivas autoproposiciones, y en las acciones que dieron cum­
plimiento a los individuales proyectos y ensueños ?
En otro lugar he intentado mostrar que sólo cuando el
historiador es capaz de responder verdadera y positivamente
a todas estas preguntas, sólo entonces puede decirse que
está ante un grupo generacional propiamente dicho. Voy a
tratar de contestarlas en lo que atañe a la generación del 98.
Con otras palabras: voy a describir, en cuanto me sea po­
sible, la “biografía” del parecido histórico existente entre
los hombres del 98,
CAPITULO III

“DE LIMO TERRAL”

«IL* ntonoes formó Yahué Dios al hombre del polvo de 1a.


tierra” (Gen. II, 7). Polvo de la tierra, polvo del campo de
España forma la materia primera de que están hechos estos
hombres del 98. Precisaré más: de la tierra más extremada
y próxima al mar, límite y peligro de España. Por su naci­
miento y por su destino, son hombres de confín, de finisterre.
Salvo Benavente, madrileño de nación y de vidla, todos los
del 98 ven la primera luz en la franja más excéntrica de
nuestro suelo. Unamuno, Baroja, Maeztu, Bueno y Zuloaga
son vascos; Ganivet, granadino; los Machado, sevillanos;
Azorín, levantino; Valle-Inclán y Menéndez Pidal, gallegos.
Los cantores del paisaje castellano son auténticos descubri­
dores de Castilla, y acaso por eso puedan ser inventores de
una Castilla. “Castilla... ¡Qué profunda, sincera emoción ex­
perimentamos al escribir esta palabra!... A Castilla, nuestra
Castilla, la ha hecho la literatura”, dirá, con innegable ver­
dad, el literato e inventor Asorín (1).*7

(1) E l paisaje de España visto por los españoles, ed. de la “ Colec­


ción A u s tr a l” , p ág\ 54.

72
¿Qué huella va a dejar en el alma de todos estos hom­
bres su primer contacto con la tierra de la provincia na­
tiva ? ¿ Cómo influirá en su vida ulterior este primer alimento
de sus ojos, esta nourriture terrestre} que diría Gide? Inda­
guemos con atento desvelo el mundo de sus recuerdos y las
impresiones de sus retornos a la tierra madre. Para lo cual,
indudablemente, será bueno preguntarse de antemano1por lo
que el hombre recuerda de su propia infancia.
¿ Qué experiencias infantiles recuerdan los hombres adul­
tos? ¿Cuáles olvidan? ¿Cómo recuerdan lo recordado? Con­
fesemos que la Psicología de los manuales al uso—mucho
más científico-natural, hasta ahora, que propiamente biográ­
fica—apenas ha empezado a dar una respuesta satisfactoria
a estas interrogaciones. Las conclusiones de los psicoana­
listas están demasiado- determinadas por el apriori interpre­
tativo, tan groseramente unilateral, de todo el movimiento
psicoanalítico; y aunque pertenezca a éste el innegable mé­
rito de haber iniciado 1a. orientación biográfica en el estudio
de la Psicología, la idea que el psicoanálisis tiene del bios
humano impide aceptar sin prolija revisión los resultados de
su pretenso “empirismo”. Sólo las investigaciones de los psi­
cólogos ulteriores al auge de la doctrina psicoanalítica han
comenzado a edificar una descripción válida y sistemática de
la vida del hombre (2).
No es este lugar adecuado para exponer una doctrina
psicológica más o menos acabada acerca de los recuerdos y
reminiscencias infantiles. Me conformo con indicar los tres2

(2) S p ra n g e r, C arlo s y C a rlo ta Bíihler deben se r altad os, con


F ie rre Ja.net, en p rim er lu g a r ; an tes, incluso, que lo s p sicó lo go s “ de
la, figura,” (K ohler, K o ffk a ) y lo s co n d uctistas. S p r a n g e r y Carlota.
Eühler lian iniciado lo que bien podría, llam a rse un “ conductism o bio­
gráfico o hu m an o” . V éase, com o ejem plo suficientem ente probatorio,
el libro de e s ta ú ltim a D er menscíüiche Lebenslauf ais psychologisches
Problem (trad. esp. E sp a sa -C a lp e A rgen tin a, B u en os A íras, 1943), en
el que se ab ord a, creo que p or vez prim ara, el problem a, de e stu d ia r
em pírica e idóneam ente el cu rso ele la vida hum an a.
principios que yo considero fundamentales para tratar sis­
temáticamente el problema; un poco perogrullescos, desde
luego, como todos los principios. Son estos:

1. Entre todas sus experiencias infantiles, recuerda de


preferencia el adulto aquellas que entonces-—esto es, en los
años de su infancia—fueron vividas como más importantes.
Esta importancia fué valorada, naturalmente, desde la total
y singular situación psicológica en que el niño existía (con­
diciones nativas, educación familiar, aprendizaje escolar,
etcétera). Un ejemplo, tomado de Unamuno. Cuenta ima vez
don Miguel su recuerdo de la primera representación teatral
a que asistió. “Me acuerdo—escribe—de una de las primeras
noches en que fui al teatro, acaso la primera, llevado a un
palco por una familia amiga. Se representaba un drama, An­
tonio de Leyva, y sólo recuerdo a una dama, en traje anti­
guo, de luto, llorando a los pies de un caballero- de calzas
acuchilladas y valona. Y es la primera y hasta hoy la última
vez que he visto a una dama llorar puesta de hinojos a los
pies de un caballero” (3). De aquel Antonio de Leyva infan­
til, el Unamuno adulto sólo es capaz de recordar la escena
de la implorante dama ante y bajo el implorado caballero.
¿Por qué recuerda eso don Miguel y ha olvidado el resto?
Algo podemos decir para responder a esta pregunta. Po-r lo
pronto, lo que sigue: la vigorosa persistencia de ese recuerdo
está determinada por la mayor importancia que, respecto a
las restantes del drama, tuvo la escena recordada para el
niño Miguel de Unamuno. La conservación de ese recuerdo
es, por sí misma, una ventana para comprender la peculia­
ridad psicológica del Unamuno niño (4).34

(3) Recuerdos de niñez y mocedad, ed. de la “ C olección A u s tr a l” ,


p á g in a s
72-73.
(4)O tro ejem p lo m u y d em o strativ o del nexo en tre l a co n serva­
ción de l a rem in iscen cia y la importancia\ de é s ta puede lee rse en
Azo'rin, O. 8., 302 (“Mi p rim e ra otora lite r a r ia ” ).
2, Debe tenerse en cuenta, por otra parte, que los re­
cuerdos de la vida infantil son conservados por el adulto a
través de todas sus experiencias biográficas. Esta “travesía
biográfica” del recuerdo infantil—si se me permite esa ex­
presión—trae consigo cierta selección de lo recordado, con­
diciona en algún modo el contenido de cada reminiscencia
y determina poderosamente el tono sentimental con que apa­
rece en la conciencia del adulto.

3. El recuerdo de la vida infantil es evocado y contem­


plado siempre desde una concreta y singular situación bio­
gráfica, aquella en que se encuentra el recordador en el mo­
mento de recordar. La peculiaridad de esa situación biográ­
fica atrae y repele específicamente unos u otros recuerdos
y da un último toque configurador al rostro de cada uno de
ellos y a la índole del afecto con que es vivido.
He aquí dos ejemplos, extraídos de Azorín. Todo el mundo
sabe que Las confesiones de un pequeño filósofo es un libro
autobiográfico. En 1904, a los treinta y un años, evoca Azorín
sus experiencias infantiles. Tomemos una. “Muchas veces,
cuando yo volvía a casa—una hora, media hora después de
haber cenado todos—, se me amonestaba porque volvía tarde.
Ya creo haber dicho en otra parte que en los pueblos sobran
las horas, que hay en ellos ratos interminables en que no
se sabe qué hacer, y que, sin embargo, siempre es tarde'’ (5).
Este recuerdo infantil de Azorín, evocado desde la primera
madurez del escritor, ¿no aparece elaborado por la experien­
cia biográfica de José Martínez Ruiz, desde los años infan­
tiles hasta el instante en que los rememora? Unas líneas es­
critas en el Epílogo* del libro nos lo demuestran con inne­
gable claridad: “Esta tarde, mientras paseaba por 1a. huerta
con algunos antiguos camaradas, veía a lo lejos la enorme
ciudad (Yecla), agazapada en la falda del cerro gris, bajo el5

(5) O. 8., 293.


cielo gris. Discurríamos silenciosos. Cuando llegaba la no­
che, uno de los acompañantes lia dado un golpe en el suelo
con el bastón, y ha pronunciado estas palabras terribles:
—Volvamos, que ya es tarde.
Yo, al oírlas, he experimentado mía ligera,' emoción. Es
ya tarde. Toda mi infancia, toda mi juventud, toda mi vida
han surgido en un instante” (6). La vivencia azoriniana del
tiempo, elaborada en su alma a lo- largo de no pocos años,
es la que determina ese modo de recordar aquel “siempre
es tarde” oído en los días de la infancia.
Otro ejemplo. Recuerda el Azorín da 1940 su llegada a
Madrid en el otoño de 1895. Sale de su modesto pupilaje y
pasa por la puerta del Teatro de Apolo. “De pronto, observo
algo que me interesa profundamente. Cuatro o seis caba­
lleros forman un grupo. Tiene uno de ellos unas blancas
cuartillas en la mano y va leyendo algo, prosa o verso, que
los demás escuchan atentos... Tienen talento, ingenio, estos
hombres... Todo está con ellos y nada está conmigo. An­
dando el tiempo, puedo ser uno de ellos, y ahora, desconocido’,
sin valimientos, sólo tengo mi cuantito con el pobre menaje
y con la ventana en el techo, que deja caer la luz en las
cuartillas. En otras cuartillas. En otras cuartillas que no
son las cuartillas que el escritor famoso lee a sus compa­
ñeros en la puerta de Apolo, entre el bullicio de la gente, a
la luz de los grandes globos blancos, en un ambiente de
fiuidez, de señorío y de modernidad” (7). Esas tres notas
descriptivas—fluidez, señorío, modernidad—¿pertenecen a la
impresión que en 1895 produce aquella escena en el alma del
Azorín recién llegado? ¿O son. vivencias afectivas añadidas
al recuerdo por la inevitable nostalgia de los sesenta y cinco
años, y por el hecho de evocar la visión de aquellos caballeros
desde la situación de “ser uno de ellos” ? Más adelante, cuan-67

(6) O. 8., 325-326.


(7) “M ad rid ” , en O. 8., 958.
do describa la llegada a Madrid de los hombres del 98, pro­
curaré demostrar la verosimilitud de esta segunda hipótesis.
Esta ligera meditación acerca, de los recuerdos infantiles
nos pone frente a una prometedora pesquisa: un análisis del
recuerdo que de la tierra nativa conservan los escritores
del 98. En el modo de recordar la tierra a que abrieron sus
ojos veremos expresarse una parte de su alma. ¿Habrá algu­
na semejanza entre todos los singulares modos de recordar?
¿Hallaremos algún fundamento para iniciar, con el análisis
de ese recuerdo, nuestro estudio del parecido generacional
entre los hombres del 98?
Aunque sea anteponiendo el resultado de la. investigación
a la investigación misma, no vacilo en dar aquí una res­
puesta afirmativa a las dos últimas interrogaciones. En mi
entender, el recuerdo que los hombres del 98 tienen de su
tierra natal hállase integrado—siempre o casi siempre—por
los tres siguientes elementos constitutivos: 1. La tierra mis­
ma, interpretada como una realidad tiernamente querida, in­
contaminada, consistente, y vista siempre en polar conexión
amorosa con la tierra de Castilla. 2. El hombre habitante de
esa tierra—campesino o pastor—, en el cual se ve un ele­
mento perturbador del paisaje. 3. Un espectador o conside­
rador del paisaje en cuestión, personaje imaginario las más
de las veces, en el cual proyecta una parte de su propia per­
sonalidad y de su propia utopía el autor del relato.
Analizaré en primer término los recuerdos de Unamuno.
Cuando muchacho, gustaba a Miguel de Unamuno evadirse
de su nativo Bilbao, vagar, entre complacido y anhelante, por
los montes próximos a la villa y tenderse en la suave ladera
del Ganecogorta o sobre la elemente cima del Pagazarri.
Allí, apoyado en la tierra materna de Vizcaya, envuelto casi
por ella, sentía Miguel que se le metía en el alma la serena
paz del paisaje. Era una vaga embestida de campo y de cielo,
dulce y tibia como un trago de leche caliente. Tomemos Paz
sn la. guerra: “En la cima estuvieron tendidos un buen rato,
casi sin hablar, gozándose Pachico—Francisco Sabalbide,
esto es, el muchacho Miguel de Unamuno—en la visión ale­
gre de los árboles, de las nubes, del campo todo bañado en
luz, visión tan distinta de la triste de los objetos domésticos,
hechuras y esclavos del hombre. Aparecía de mosaico el pa­
norama, lleno de retazos de cuadros de labranza, con toda la
gama del verde, desde el desteñido y amarillento de la mies
segada hasta el negruzco y sucio de las arboledas, serio todo
ello... Fluía de todo calma serena, y el silencio les tenía
silenciosos” (8).
Nótese en el pasaje transcrito el evidente contraste que
en el alma de su autor existe entre la pura e intacta alegría
engendrada por la contemplación del objeto natural—el árbol,
la nube—y la tristeza de los objetos construidos por la mano
del hombre. Ese fugitivo contraste sentimental es la clave
de la niñez de Unamuno, tal como él la recuerda siendo adulto
y nos la cuenta a los treinta y tres años, en Paz en la guerra.
¿No es esta novela, en efecto, la historia de un amargo des­
cubrimiento, el descubrimiento de que ia vida histórica de
los hombres es lucha y dolor?
Miguel de Unamuno, transmutado en Pachico Zabalbide,
“ha sacado—nos dice, al término de ia novela—provecho de
la guerra, viendo en la lucha la conciencia pública a máxima
tensión”. Pero, frente a esa inevitable guerra, aún le queda
la paz del paisaje, el descanso en la dulce y serena tierra
nativa. Ve “en la paz del bosque la alianza del grande con
el pequeño, del vencedor con el vencido, la humildad de éste,
la miseria del parásito”. Escala Pachico la propicia mon­
taña y llega hasta la cumbre: “Tiéndese allí arriba, en la
cima, y se pierde en la paz inmensa del augusto escenario,
resultado y forma de combates y alianzas a cada momento
renovados entre los últimos irreductibles elementos... Ten­
dido en la cresta, descansando en el altar gigantesco, bajo el8

(8) Paz en la guerra, ed. de la “ C olección A u str a l” , p á g s. 55-56.


insondable azul infinito, el tiempo, engenárador de cuidados,
parécele detenerse... Olvídase del curso fatal de las horas
y, en un instante que no pasa, eterno, inmóvil, siente en la
contemplación del inmenso panorama la hondura del mundo,
la continuidad, la unidad, la resignación de sus miembros
todos, y oye la canción silenciosa del alma de las cosas des­
arrollarse en el armónico espacio y el melódico tiempo” (9).
El mozo Miguel de Unamuno acaba encontrando un sen­
tido armonioso y consolador a esta acerba y perdurable lucha
que es la vida de los hombres. Mas ¿cómo lo logra? Vol­
viendo a su paisaje nativo y fundiéndose con él, haciéndose
uno con el nudo paisaje, con la materna tierra, y apren­
diendo en ella la paz natural entre el mar y la montaña.
Despiértasele entonces la comunión entre el mundo que le
rodea y el que encierra en su propio seno: llegan a la fusión
ambos; el inmenso panorama y él... se hacen uno y el mis­
mo...” (10). Otorga el paisaje la paz al hombre, en cuanto
el hombre mismo, aislado de los otros hombres, logra ha­
cerse paisaje; tal es la conclusión de Pachico Zabalbide.
Cuando el “paisaje se le hace a uno alma”, hemos oído decir
a su doble e inventor don Miguel de Unamuno, en años de
senectud y nostalgia.
Así ante cualquier paisaje. Sube una vez don Miguel a
las alturas de Gredos. “¡Visión eterna de Gredos!”, dirá mu­
cho más tarde, sediento de España, en el exilio parisiense.
Esta vez a que aludo, en 1911, canta la emoción de su es­
pléndida presencia: “¡Qué silenciosa oración allá, en la cum­
bre, al píe del Almanzor, llenando la vista con la visión dan­
tesca del anfiteatro rocoso!... Pero hubo que bajar; hubo
que bajar a estos valles y llanuras en que viven los hombres
en sus pueblos, alimentándose de sus miserias, y, sobre todo,910

(9) Op. cit., 276-278.


(10) Op. cit. 279.
de su incurable ramplonería” (11). Y en las páginas de En
tomo al casticismo, tras haberse exaltado con el paisaje “mo-
noteístico” de Castilla, habla así de los hombres que habitan
ese paisaje: “A esa seca rigidez, dura, recortada, lenta y
tenaz, llaman naturalidad; todo lo demás tiénenlo por arti­
ficio pegadizo o poco menos. Apenas les cabe en la cabeza
más naturalidad que la. bravia y tosca de un estado primi­
tivo de rudeza” (12). El habitante del paisaje español em­
pieza por ser un perturbador de la natural pureza de ese pai­
saje, como Adán pecador en un Paraíso todavía inmaculado.
Sólo son favorablemente juzgados los habitadores del
paisaje ibérico cuando llegan a hacerse parte integrante de
él; cuando, por usar las propias expresiones de Unamuno,
dejan de ser sujetos activos de la historia y se convierten
en titulares de la intm-historia (13). En 1923 visita Una­
muno, invitado por José M.a de Cossío, el valle de Tudanca.
Pocos días después escribe en el llano palentino sus impre­
siones y opone la tierra histórica del Carrión a las laderas
intra-históricas del Nansa. “¿Historia ? Allí todo es prehis­
tórico, o mejor, para decirlo con término que puse en circu­
lación, todo es intra-histórico. Donde el río Carrión discurre
llanamente por la estepa, la historia, la epopeya, la leyenda
romancesca flotan sobre el haz de las aguas calladas del río
de Jorge Manrique; pero donde el río Nansa se despeña can­
tando, entre peñascos, es algo más hondo* su cantar. Esto
es más humano; aquello, más tétrico. Por este labrador que
se curte al sol ha pasado la historia; sobre aquel pastor mon­
tañés a quien ciñe la bruma de las cimas se desliza la civi­
lidad. Y como la cría de su vaca a la. ubre materna, él se

(11) Andanzas y visiones españolas, ed. de la “ Colección A u s tr a l” ,


p á g in a 18.
(12) Ensayos, 5, 48.
(13) L u e g o expondré el sign ificado y el sentido que p a r a U nam uno
tienen esto s vocablos.
pega a sus montañas” (14). Igual dignidad merecen, a la
luz del juicio unamuniano, los “campesinos naturales” de
Paradilla del Alcor, un rincón de los Campos Góticos palen­
tinos : “En ese rincón de los Campos Góticos asienta el cam­
pesino natural. Allí ni postes de telégrafo*, ni esos armatos­
tes, pintados de rojo, que han de conducir la energía eléc­
trica del Duero. Porque todo eso de la mecánica está cerrán­
dole al hombre modernizado la visión de la vida natural” (15).
El tierno y nostálgico amor de Unamuno a la tierra de
su provincia nativa se une con fraterna y concorde atadura
a su amor por la Castilla, descubierta e inventada. Ya varón,
vuelve una vez desde Vizcaya, suave cuna de su niñez, hacia
la Castilla que le da habitación y le ensalza hacia el cielo
en la rugosa palma de su mano.
{A n to lo g ia P o ética > 12 ) ( 16),

¿Qué emoción despierta en su alma adulta—1910, cua­


renta y seis años de madurez poética-—este tránsito acos­
tumbrado y evocador?
Madre Vizcaya, voy desde tus brazos
verdes, jugosos, a Castilla enjuta,
(A. P., 135.)

dirá a la tierra de los recuerdos infantiles. Y al trasponer


las Peñas de Orduña, en la linde gris que separa la húmeda
verdura de la parda sequedad, canta la unión nupcial que en

(14) Paisajes del alma, 39-40. L u eg o expondré con m ay o r detalle


el sentido de e sta s an tin o m ias que fren te a la v id a h u m an a estab lece
U n am u n o : hum ano-tétrico, civilidad-h istoria.
(15) Ibidem, 132.
(16) L a s re fere n c ia s a la o b ra en verso de U nam uno la s h aré
siem pre que sea, posible a l a A ntologíapoética, E d ito ra N acion al, M a ­
drid, 1942.
los senos de su alma contraen las dos tierras cardinales de
su vida, pese a la terca, casi insalvable distancia entre ellas:
E s Vizcaya en Castilla m i consuelo
y añoro en nú 'Vizcaya m i Castilla.
¡Oh, si el verdor casara de m i suelo
y él mar que canta en su riscosa orilla,
con el desnudo páramo en que él cielo
ante un sol se abre que desnudo brillad
( A. P . , 136.)

No creo que sea muy distinta ia actitud espiritual de


Azorín ante el recuerdo de su tierra. Tal vez sea Azorín el
más inventor entre todos los inventores de Castilla. Nunca
olvidará, sin embargo, el fino, aromoso, límpido campo del
Levante alicantino; del “campo alicantino castizo”, dice él,
para distinguirlo del que por el norte se vierte hacia la va­
lenciana vega del Júcar y del que por el sur linda con el mar
y con la ribera murciana del Segura. “Levante—escribía
Azorín en 1914—se abre ante la vista del viandante con sus
colinas suaves, sus llanos de viñedos y sus pinares olorosos.
En los pueblecillos, los huertos se destacan en los aledaños
con sus laureles, sus adelfas y sus granados. El aire es tibio
y transparente; en la lejanía espejea el mar de intenso
azul” (17). El delicado cariño con que Azorín contempla las
cosas, las menudas cosas en tomo a sus ojos, adquiere siem­
pre un dejo de intimidad familiar, de tibia y antigua amis­
tad cuando habla del mundo levantino: léanse, como sufi­
ciente argumento probatorio, los capítulos titulados “Llega­
da” y “Monóvar” en el libro Superrealismo. No es tampoco
un azar que su talento de paisajista halle tema inaugural
en el campo ancho y difícil de Yecla, el pueblo de La Vo­
luntad. ¡Con qué entrañable amor pinta José Martínez Ruiz,

(17) Los valores literarios, M adrid, 1914 (aunque en el p ie de im ­


p re n ta a p a re z c a el añ o 1913), p á g . 308.
en las primeras páginas de la novela, el diario nacimiento
cíe la ciudad, desde la luz indecisa, del • antelucano a la luz
cierta del día!
En el alma real del escritor Azorín, como en la vida semi-
inventada de Antonio Azorín, héroe sin heroísmo de La Vo­
luntad, se cruzan y entretejen la huella del Levante nativo
y la huella de la Castilla adoptada: inarmónicamente en la
vida del irresoluto personaje, concorde y amorosamente en
el alma de su creador. Las montañas del norte son, para el
escritor Azorín, “húmedas, hoscas e indefinidas” ; las mon­
tañas de Levante y de Castilla, “finas, definidas, radiantes”.
Pocas líneas más adelante añade: “Montañas finas, claras,
olorosas y radiantes de Castilla, de Alicante y de Cataluña,
vosotras tenéis todo mi afecto, todas mis simpatías.” Levan­
tinos y castellanos son, en fin, los paisajes “de aire sutil y
fuerte” en que “los aromas se expanden con toda liber­
tad” (18). Véase en los párrafos transcritos un paradigma
del fraternal enlace que la visión de Levante y la de Cas­
tilla tienen en el alma de Azorín. La trabazón sentimental
de Vizcaya y Castilla en el alma de Unamuno halla un indu­
dable equivalente en este íntimo desposorio estético de Le­
vante y Castilla en el espíritu de Azorín.
Dulce o acerbo, suave o áspero-, claro o adusto, el paisaje
ibérico “en sí” es en Azorín, como en Unamuno, una reali­
dad pura y virginalmente bella. Mas, también como en Una­
muno, el hombre alojado en ese paisaje imprime en su figura
una nota agria y discordante: la naturaleza del ser histórico
—el hombre—perturba y contamina la mansa o tremenda
candidez de la naturaleza de los seres cósmicos o biológicos:
el cielo, las piedras, los árboles, ¿Quién no recuerda la im-

(18) 'España, cap. “E n la. m o n tañ a” . O. S., 49S. E n la novela, Super­


realismo se leen e s ta s dos significativas lín e a s: “Los á la m o s de C a s ­
tilla, con p len a leticia, se ju n tan a la s p ared es b la n c as de A lican te”
(O. S., 805).
presión ele intacta pureza que produce en el alma del lector
la descripción azoriniana del campo del Pulpillo, en las pá­
ginas de La Voluntadf Es la tierra dura, seca y áspera, y
así se complace en hacerla ver el paisajista; pero lo es pura,
limpia, incontaminadamente, y en esa limpidez de líneas y
colores consiste su recién hallada hermosura.
Sobre la haz de esa terrible belleza pronto aparece el
hombre, un labriego. Con él nace la acritud: “El Abuelo sin­
tetiza al labrador manchego. Es sencillo como un niño; es
sanguinario, exasperado... no tiene amor al árbol...” (19).
Aún es más expresivo Azorin en las páginas terminales de
la novela: “El carácter duro, feroz, inflexible, sin ternura,
sin superior comprensión de la vida, del pueblo castellano
se palpa viviendo un mes en un pueblo. Esas caras pálidas
que se asoman tras de los cristales en los viejos poblachones
manchegos, espiando al forastero que pasa solo; esas son­
risas piadosas y meneos de cabeza compasivos ante la des­
gracia..., todas esas mil formas pequeñas y miserables de
la crueldad humana, ¡qué castellanas son!” (20). En cuanto
entre el escritor y la tierra se interpone el hombre, el hom­
bre real, el labriego, el pastor o el menestral de carne y
hueso, la visión de esa tierra toma pronto un sabor medular­
mente agrio o amargo. El hombre, ya se ve, mancilla y des­
concierta la límpida serenidad del paisaje ibérico, disuena
dentro de aquella “canción silenciosa del alma de las cosas”
de que nos habló Unamuno.
¿Acaso no tiene la misma contextura intelectual y afec­
tiva la visión poética de la tierra española en la obra de
Antonio Machado? También en los senos de su alma se abra­
zan los sucesivos vestigios de la Andalucía natal y de la

(19) o. S„ 142.
(20) O. S., 192. Con el tra n sc u rso de los añ o s s e h a rá n in fin ita­
m ente m á s du lces lo s ju ic io s d e Azorin so b re lo s h ab itad o re s del p a i­
s a je ibérico. L u e g o verem os la s razo n es p ro fu n d as de a sta m u dan za.
Castilla adoptiva y adoptada. Recuérdese el comienzo de su
famoso autorretrato:
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla-,
y un huerto claro donde madura el limonero;
m i juventud, veinte años de tierra de Castilla..'
(p. C., 103. )

A Castilla, “Castilla la gentil”, 1a, ha cantado siempre, desde


el comienzo de su creación poética hasta los días sin lumbre
ni cobijo con que su vida acaba. Mas cuando se deja medio
corazón enterrado en la áspera y sutil tierra de Soria, le
manan del fondo de su alma, poéticamente transfigurados
por la distancia y por su peculiar sensibilidad artística, los
recuerdos aplomados y silentes de la tierra nativa y de la
infancia lejana:
... en estos campos de mi Andalucía
¡oh, tierra en que nací!, cantar quisiera.
Tengo recuerdos de m i infancia, tengo
imágenes de Me y de palmeras,
y en una gloria de oro,
de lueñes campanarios con cigüeñas,
de ciudades con calles sin mujeres,
bajo un cielo de añil, plazas desiertas...
(P . C „ 178. )

SI espíritu del poeta se adentra en sus recuerdos infan­


tiles y descansa en ellos como sobre una tierra clara y pro­
picia. La huella nostálgica de esa dulce y dorada Andalucía
se hermana con la memoria reciente del campo castellano,
grave, fino, duro, lleno de ricos y delicados matices cromá­
ticos. No es la tierra de Castilla que ve Antonio Machado
mi edén deleitoso y cómodo:
no fné por estos campos el bíblico jardín,

nos dice textualmente. A cambio de eso, el campo castellano


es m a realidad consistente, limpia, intacta.
No puede decirse otro tanto cíe ios hombres que descubre
Machado sobre el puro paisaje de Castilla. ¿Quiénes son, en
efecto, los que, en los versos de Antonio Machado, pueblan
la paz terrible y delicada del páramo soriano ? Hombres son,
hombres llenos de pasión bronca y enconada:
Abunda el hombre malo del campo y de la aldea
capas de insanos vicios y crímenes bestiales
que bajo el pardo sayo esconde un alma feai,
esclava de los siete pecados capitales.
Los ojos siempre turbios de envidia o de tristesa ,
guarda su presa y llora lo que el vecino alcanza;
ni para su infortunio ni goza su riqueza;;
le hieren y acongojan fortuna y malandanza.
(P. O., 109.)

Pertenecen estos atroces versos al poema titulado “Por tie­


rras de España”. No es, sin embargo, la emoción de la tierra
de España lo que Machado ha puesto en él, sino su juicio
acerca del campesino altocastellano:

E l hombre de estos campos...

son, muy significativamente, las primeras palabras del pri­


mer verso. La presencia del hombre sobre la tierra le hace
llamarla “páramo maldito”, en flagrante contraste con su
propia visión de esa misma tierra cuando no se interpone la
vida humana entre su superficie y el ojo1del poeta:
¡Primavera, soriana, primavera
humilde, como el sueño de un bendito,
de un pobre caminante que durmiera
de ocmsando en un páramo infinito!,
(p. O,, t u . )

dice en “Orillas del Duero”. Basta poner una jimio a otra


estas dos impresiones del campo soriano, de tan contrarío
tono sentimental, para advertir sin esfuerzo la radical per­
turbación que a los ojos de Antonio Machado—como a los
de Unamuno y Azorm—introduce el labriego, el hombre, en
la pura realidad del paisaje que habita.
Mucha sangre de Caín
tiene la gente labríega,
CP. a . , 139.)

léese en “La tierra de Alvargonzález” ;


... un trono de planeta
por donde cruza errante la, sombra de Caín,
( p . a., n o . )

se dice de la altiplanicie ibérica en el poema “Por tierras


de España”.
Pasemos a Baroja. Acerca del entrañable y mil veces
proclamado amor de Baroja hacia la suave tierra vasca, no
es preciso insistir. Sobre el amor de Baroja por la áspera
tierra castellana, tampoco: baste recordar los textos de Ca­
mino de perfección que antes transcribí, y muy especialmente
su espléndida visión del Guadarrama. Estos dos amores a
dos paisajes españoles tan diversos únense armónicamente
en el alma del novelista. He aquí una elocuente confesión de
Baroja en Juventud, egolatría, hermana en prosa de la que
en verso hemos oído hacer al vasco Unamuno: “Tengo! dos
pequeñas patrias regionales: Vasconia y Castilla, conside­
rando a Castilla, Castilla la Vieja. Tengo además dos bal­
cones para mirar al mimdo1: uno, de casa, en el Atlántico;
otro, de cerca de casa, en el Mediterráneo. Todas mis inspi­
raciones literarias proceden de Vasconia o de Castilla. Yo
no podría escribir una novela gallega o catalana. Entre vas­
cos y castellanos es donde me gustaría tener mis lecto­
res...” (21). Apenas cabe una declaración más paladina de
la polar conexión amorosa que en el alma de Baroja tienen
(2:i.) Juventud, egolatría, 3.* ed., p á g , ¿2.

O'Y
cjí
la tierra castellana y la tierra vasca. Una y otra, dura y
ardiente aquélla, suave y tibia ésta, son tal vez los primor­
diales alimentos de su alma.
La tierra ibérica, vascongada o castellana, es para Ba-
roja, como para Unamuno, Azorín y Machado, una realidad
consistente, pura, incontaminada. Espoleada por un hondí­
simo anhelo o apaciguada por un reposo dulce, el alma del
contemplativo Baroja siente ante ella una íntima sensación
de plenitud humana. ¿Podrá decirse lo mismo cuando sobre
esa tierra surja, perceptible y operante, la vida de los hom­
bres que la habitan?
Por lo que al paisaje castellano toca, Camino de perfec­
ción nos colmará las medidas de la respuesta. Topa Fernando
Ossorio con unos campesinos de Manzanares: “Eran tipos
clásicos...—comenta Baroja—. Las caras terrosas, las mi­
radas de través, hoscas y pérfidas” (22). Más duras son to­
davía las expresiones del novelista frente a los habitantes
de otro pueblo serrano: “aquella gentuza innoble y mise­
rable, sólo capaz de fechorías cobardes” (23). No salen mejor
librados los moradores de Yécora: “gente de vicios sórdidos
y de hipocresías miserables” (24). La abierta y sincera cru­
deza del lenguaje barojiano no deja lugar a dudas respecto
a la verdad de la conclusión que más arriba adelanté: pára­
los escritores del 98, el habitante de los campos ibéricos es,
ante todo, un perturbador del paisaje.
Más clemente es el juicio de Baroja frente a los habi­
tantes de su paisaje natal; pero, con todo-, los campesinos,
pastores o contrabandistas de la montaña vasca distan mu­
cho de esa cuasiarcádiea pureza con que son pintados los
personajes rústicos en las novelas de Pereda o de Palacio-
Valdés. Entre los campesinos de Pereda no cabe la. tragedia.

(22) Ccimillo de perfección 64.


(23) KM ., 68.
(24) IUd., 166.
y los de Palacio Valdés sólo llegan a vivir trágicamente
cuando la vida civilizada penetra en el campo asturiano. En
claro contraste con las criaturas literarias de entrambos, los
habitantes del campo vasco que aparecen en las ficciones
narrativas de Baroja llevan en los senos de su alma una
inquietud violenta y trágica: basta pensar en los agonistas
de La casa de Aizgorri o de El mayorazgo de Lshraz. V as­
cos o castellanos, los hombres de Baroja, desasosegados, pe­
regrinos, van trazando con su vida una estela agria y dis­
armónica sobre la mansa e intacta dulzura de la tierra que
les sustenta.
También en la obra de Valle-Inclán se suceden y cruzan
el tema gallego y el tema castellano o, por mejor decir, ma­
drileño. La presencia o la nostalgia de una Galicia entre
real y soñada, esa Galicia valle-inclanesca, honda, policro­
mada, supersticiosa y vivacísima, late siempre en el fondo
más vivo de su alma:
E l lago de m i alma yo lo siento ondular
como la seda verde de un naciente linar,
atando tú pasas, vieja alma de m i lugar,
en la música de algún viejo cogitar,
(O. C., II, 1871.)

dirá a través de Valle-Inclán, escritor modernista, el hom­


bre gallego Ramón Valle, inquebrantablemente fiel a los
manes ctónícos del solar nativo.
La Galicia que aparece en las páginas de Valle-Inclán
es, simplemente, el paraíso a que aspiraría un poeta moder­
nista, si de veras quisiera ser estéticamente ambicioso. Va­
mos a descubrir el paisaje de esa Galicia estética y entra­
ñable. Sigamos los pasos del propio Valle-Inclán en El pasa­
jero, y salgamos hacia ella desde el páramo castellano:
A n te la parda tierra castellana,
se abre el verde milagro de unoi tierra.:
cristalina . .,
(o. a, n, 1892.)

eo
dicen textualmente las creyentes palabras del poeta-cicerone.
¿Cómo será, si cabe su retrato en nuestras pobres letras
humanas, ese “verde milagro” ? Dejemos la descripción al
poeta: “Soy poeta y tengo derecho al alfabeto”, hace decir
él mismo a Max Estrella, en Luces de Bohemia. lie aquí el
testimonio que de su tierra nos regala Valle-Inclán:

El campo verde de una, tinta tierna,


los montes, m itos de am atista opaca
la esfera de cristal como una eterna
vos de estrellas...

El agua por las yerbas mueve olores


de frescos paraísos terrenales,
las fuentes quietas oyen a las flores
celestes, conversar con sus cristales.
(O. ü., II, 1897.)

Mas no todo es noche iluminada en este soñado paraíso.


¿Qué veremos cuando el sol nazca y se levante ? “En la cima
nevada de los montes—nos dice don Ramón, recordando su
propio sueño—temblaba el rosado vapor del alba como gloria
seráfica. La campiña se despertaba bajo el oro y la púrpura
del amanecer, que la vestía con una capa pluvial: la capa
pluvial del gigantesco San Cristóbal desprendida de sus hom­
bros solemnes... Los aromas de las eras verdes esparcíanse
en el aire corno alabanzas de una vida aldeana, remota y
feliz. En el fondo de las praderas el agua, detenida en re­
mansos, esmaltaba flores de plata: rosas y lises de la herál­
dica. celestial que sabe la leyenda de los Reyes Magos y los
amores ideales de las santas princesas. En una lejanía de
niebla azul se perfilaban los cipreses de San Clodio Mártir
rodeando al Santuario, oscuros y pensativos en el descen­
dimiento angélico de aquel amanecer, con las cimas mustias
ungidas en el ámbar dorado de la luz” (25).

(25) Obras completas, i, 34.


Sigamos caminando y dejemos que avance la lumbre del
día: “el camino fragante con sus setos verdes y goteantes,
se despierta bajo el campanilleo cíe las esquilas, y pasan
apretándose las ovejas. El camino es húmedo, tortuoso y
rústico como viejo camino de sementeras y de vendimias.
Bajo la pezuña de las ovejas quédase doblada la yerba, y,
lentamente, cuando- ha pasado el rebaño, vuelve a levantarse
esparciendo en el aire santos aromas matinales de rocío
fresco...” (26). Todos los elementos reales del paisaje ad-
quieren un raro prestigio artístico- en la visión o en el re­
cuerdo de Valle-Inclám. Todo- se halla—admítase esta expre­
sión—estéticamente transfigurado: “Las ovejas llenan el ca­
mino y pasan temerosas, con un dulce balido como en las
viejas églogas. Los pardales revolotean a lo largo y se posan
en bandadas sobre los valladares de laurel, derramando con
el pico el agua de la lluvia que aún queda en las hojas. En
una revuelta del río, bajo el ramaje de los álamos que pa­
recen de plata antigua, sonríe un molino. El agua salta en
la presa, y la rueda fatigada y caduca canta el salmo pa­
triarcal del trigo y de la abundancia...” (27).
Esta alquitarada y lujosa candidez del paisaje, esta sutil,
buscada excelencia de sus líneas, de sus colores y de los
seres animados que le prestan movimiento, hácense especial­
mente perceptibles a la hora indecisa del crepúsculo: “Bajo
los húmedos laureles, la tarde era azul y triste como el alma
de una santa princesa. La,s palomas familiares venían a po­
sarse en los cipreses venerables, y el estremecimiento del
negro follaje al recibirlas uníase al murmullo de la fuente
milagrosa cercada de laureles” (28).
Así es el anunciado “verde milagro de una tierra crista-
lina”. 0, mejor : ¿es así? ¿Es esa su desnuda realidad, o un

(26) 0. 0„ Ï, 35.
(27) 0. 0., I, 39.
(23) 0, 0,t I, 38.
cuadro compuesto por el ensueño del artista ? El propio Valle-
Inelán se encarga de darnos la respuesta:

¡Oh, lejanas memorias de la tierra lejama


olorosas a ye rta s frescas por la mañana,!
(O. a., II, 1871.)

dice en la primera de las “Claves Líricas” que componen sus


Aromm de leyenda; y aún es más inequívoca la confesión
en la clave octava de El pasajero:

E sta emoción divina, es de la infancia,


cuando felices el camino andamos
y lodo se disuelve en la fragancia
de im Domingo de Ramos.
(O. O., II, 1897.)

No hay duda. Esa estampa de paraíso modernista que


alcanza el paisaje gallego en las descripciones de Valle-
Inclán no es una copia de su visible realidad, sino el trasunto
que las imágenes remotas, infantiles de ese paisaje han de­
jado en el alma del poeta. En la visión valle-inclaniana de
la tierra gallega hállanse amasados, por tanto, tres elemen­
tos cardinales, constantes los tres en el recuerdo que todos
los hombres del 98 guardan de su paisaje nativo e infantil :
la incontaminada pureza de ese paisaje, su transfiguración
artística por obra de la personal singularidad de cada poeta
y la nostalgia del autor ante un paraíso perdido e incitante.
Junto a.1 paisaje gallego, construido literariamente bu­
ceando en el recuerdo, el duro y escueto paisaje castellano,
hecho de recortadas imágenes presentes:

Alamos fríos en un claro cielo


azul, con timideces de cristal.
Sobre el río, la bruma corno un velo,
y las dos torres de la catedral,
(o 1.)
dice Vaile-Inclán en Rosa del caminante, a la vista de cual­
quiera de las ciudades que jalonan el tránsito desde la “parda
tierra castellana” al “verde milagro” del paisaje gallego:
Burgos, Astorga, Zamora o León. También esta dura y fría
pureza de la tierra castellana puede llegar a transfigurarse
poéticamente ante los ojos del poeta Yalle-Inclán. Unas veces
para sugerir con su imagen la idea de una muerte presente
y la idea de un mar remoto: así, por ejemplo, en La corte
de los milagros: “Corría (el tren) por los campos desiertos,
que, a la luna, copiaban el blanco de los osarios y tenían
claros lejos azules de quiméricos mares... Bajo la luna muer­
ta, el convoy... corría en la soledad de la noche, en la desola­
ción de los campos, hacia las yertas lejanías de mentidos
mares” (29). Otras, para fingir una exaltada, ardiente visión
apocalíptica:
Ráfagas de ocaso, dunas escampadas.
La luz y la sombra gladiando en el monte:
mítica, tragedia, de rojas espadas
y alados mancebos sobre el horizonte.
(O. C„ IX, 18S9.)

Exaltada unas veces, serena y escueta otras, esta tierra


castellana, como la gallega., ostenta siempre en las descrip­
ciones de Valle-Inclán una condición esencial: la pureza, la
virginidad. Pureza idílica o geórgica la tierra galaica, pu­
reza ascética o heroica la castellana, pureza halagadora y
delicada la tierra cordobesa: “A lo largo del camino—dice
don Ramón, pintando el paisaje mariánico—, oculta en los
encinares, sonaba la castañuela de la urraca. En los oros
celestes cantaban las remontadas alondras, y las gentiles
gollerías picoteaban en las siembras, moviendo las caperuzas
con melindre de niñas viejas... El baladro de las esquilas,
el grito del boyero, el restallo de la honda, juntaban su mú-

(29) O. O,, Ï, 1139.


sica agreste con los olores de la tierra, y en el cíelo-, rasgado
de azules intactos, era sólo el trino de la alondra remota,
remota... Eran tan verdes y jugosos los brotes de la viña,
de tan suave rosa la tierra del camino, tan azul el cielo-, la
luna tan clara, tan nítidas las voces en el beato silencio,
que las madamas tenían la sensación de una pena mitigada,
como después de haber llorado y rezado mucho” (30).
¿Cómo serán los habitantes de estos paraísos quintaesen­
ciados? Lo mismo que en la obra literaria de Unamuno, en
la de Asorín, y en la de Machado y Baroja, el hombre intro­
duce una vibración agria y desacordada en los paisajes valle-
inclanianos. En el campo gallego, ese hombre toma el hábito
del vinculero turbulento, o el del mendigo, o el de esas ende­
moniadas jadeantes y convulsas que en Flor de Santidad
increpan a Santa Baya de Cristamilde y lustran la mancilla
de su posesión demoníaca entre las espumas del mar atlán­
tico. En el campo castellano, el hombre enseña entre la pu­
reza de los álamos su gesto atormentado, bronco:

Los hombres secos y reconcentrados,


las m ujeres deshechas de parir:
rostros oscuros llenos de cuidados,
todas las bocas clásico el decir.
(O. O., 11, 1892.)

En el campo cordobés, la sangre vieja y acre de cachi­


canes y bandidos mancha de pasiones justas e injustas al
finísimo retablo de la tierra y del cielo.
Así en todos los hombres del 98. ¿No son de ese corte,
por ventura, los labriegos que se agitan en los dramas ru­
rales de Benavente? ¿No miran así los campesinos caste­
llanos desde los lienzos de Zuloaga ?

(30) O. O,, X, 1148. ¿Q uién no adv ierte una, b ru sc a tran sició n entre
la n obleza de la s p a la b ra s que describen el p a isa je y la visib le iron ía
de la s que aluden a l a s dos madrileñas— " la s m a d a m a s”— que tra n sita n
sobre la in gen u a hermosura de la t ie r r a ?
En el paisaje de la provincia nativa—un paisaje remoto,
transfigurado por la distancia y la nostalgia—están anclados
los recuerdos infantiles de todos los escritores del 98. A ese
paisaje se unirá luego otro, descubierto y conquistado ya
avanzada su juventud: el paisaje de Castilla. Estos dos pai­
sajes, el provincial y el castellano, nupciaimente enlazados
en las almas de todos, incitan en ellas, con rara constancia,
un sentimiento complejo, en el cual se funden el gozo del
descanso, cuando la tierra se ofrece desnuda 3 intacta, y
una acerba desazón humana y española, cuando el hombre-
proyecta su sombra sobre la tierra.
Pero, triste o gozoso-, acerbo o dulce, sosegador o inquie­
tante, el campo ibérico es para todos ellos una realidad pura,
sincera, auténtica. Coincidirían en ella plenamente la aparien­
cia y el ser verdadero. Para la generación del 98, el campo
y sus habitantes representan una España real, sólida; su
belleza es verdadera, las pasiones de sus hombres son gritos
fidedignos del alma española. Los hombres que habitan las
sierras y los páramos donde crecen la encina, la retama y
el chopo serán con frecuencia crueles y toscos, mas nunca
dejan de ser hombres enterizos y consistentes. “Son inge­
nuos y sencillos como mujihs rusos”, dice Asorín de los cam­
pesinos manchegos; “era uno de esos hidalgos mujeriegos
y despóticos, hospitalarios y violentos, que se conservan como
retratos antiguos en las villas silenciosas y muertas”, cuenta
Valle-Inclán de Don Juan Manuel Montenegro, el castizo
vinculero de las Comedias Bárbaras.
Esta curiosa coincidencia que en todos los escritores
del 98 ofrece el rostro de los recuerdos, infantiles nos plan­
tea inmediata.men.te el problema de su origen. ¿De qué de­
pende tal semejanza? ¿Cómo debemos entenderla? Los re­
cuerdos de la vida infantil—decía, al comenzar este capítulo—
son conservados por el adulto a. través de todas sus expe­
riencias biográficas. Debe pensarse, en consecuencia, que la
semejanza entre los recuerdos infantiles de personas indi­
vidualmente tan diversas—¡qué distancia, por ejemplo, entre
Unamuno, Baroja y Valíe-Inclán!—está determinada por la
semejanza en sus experiencias biográficas fundamentales. Y,
precisando más, por la semejanza en el ingrediente histó­
rico de esa experiencia biográfica. Lo cual nos lleva de la
mano a investigar con cierta minuciosidad cómo acontece
el ingreso de estos hombres del 98 en las aguas de la. His­
toria,
CAPITULO IV

M BO B BE L. mw sm m

V ^ omiknza a formarse la personalidad de todos los hom­


bres del 98 en ese cómodo- y engañoso remanso de la vida
española que subsigue a la Restauración y a la última guerra
carlista: años de 1880 a 1885. Los españoles, seducidos por
la alegre apariencia de la paz anhelada, la reciben como un
tesoro más merecido por gracia que conquistado con es­
fuerzo, y se conducen como si en verdad hubiesen resuelto
el problema que España tenía latente en su seno desde 1812,
y tal vez desde antes. No resisto la tentación de copiar la
animada página en que Melchor Fernández Almagro, tan
excelente historiador de la vida española contemporánea,
describe el ambiente de aquella España: “Una inconsciencia
punto menos que infantil regía el ir y venir apasionado de
los españoles en relación con las cuestiones que suscitaba
la actualidad inmediata. Nadie miraba a lo lejos. Incons­
ciencia y optimismo. Pasada la batahola de la Revolución
y la. República, salvado el momento difícil de la muerte de
Alfonso XII y sumido el país en enorme calma chicha, el
gran niño que era España se entretenía en discutir a propó­
sito del crimen de la calle de Fuencam l o, poco más tarde,
del submarino inventado por Isaac Peral. El cuadro12de nues­
tros grandes hombres, para mayor felicidad, estaba cubierto
dos veces. De aquí que los españoles se permitiesen el lujo
de tener dónde elegir, cifrando su fe en el ídolo público de
alguna de las dos series puestas en juego, para satisfacción
de toda necesidad banderiza: o Cánovas o Sagasta; o Galdós
o Pereda; o Calvo o Vico; o Lagartijo o Frascuelo... Libres
de cuidados, las gentes se consagraban a sus ocios predi­
lectos. Triunfaban, con los toreros y los cantantes de ópera,
los oradores, los poetas fáciles y los prosistas amenos. Los
artículos de fondo sonaban muy bien, y las novelas se mul­
tiplicaban con lozanía sin precedente... Mucho énfasis en
torno. Artículos brillantes de Julio Burell. Cuadros de His­
toria. Dramas de Echegaray. Ripios punzantes de Salvador
María Granés. Como el glotón y el sátiro en las fábulas
atelanas, juegan papel indiscutible, en las piezas cómicas
de la época, la patrona y la suegra, el cesante y el maestro
de escuela... Caricaturas de Mecachis y de Cilla. Buen humor
en todas partes... Eusebio Blasco envía desde París crónicas
llenas de españolería. Versos cortesanos de Grilo. Peña y Goñi
alterna la crítica musical y la taurina. Palmas al Guerra.
Wagner está a punto de llegar. Las muchachas de talle de
avispa y mangas de jamón cantan habaneras. Chotis de
Chueca en los organillos. Pronto se convertirá su Marcha
de Cádiz en himno nacional... ¡Dichosa edad y años dichosos
aquellos!”, concluye, entre irónico y amable, Melchor Fer­
nández Almagro (1). No puede extrañar que Galdós llame
“bobos” a los años que precedieron al desastre, ni que, poco
más tarde, Ortega y Gasset vea en la Restauración “un
panorama de fantasmas” y en Cánovas, Deus ex machina
de aquella España, “el gran empresario de la fantasma­
goría” (2).

(1) Vida y obra de A ngel Ganivet, pág'S, 59-60.


(2) H e a q u í el su sta n cio so texto de que proceden e s t a s p a la b ra s
de O rte g a : “P a re c e com o qu e en la R e sta u ra ció n n a d a fa lta . H a y a llí
El mismo sentido tiene la desoladora pintura que de la
España subsiguiente a la Restauración hace Menéndez Pe-
layo en las páginas finales de la Historia de los Heterodoxos
y, años más tarde, en su contribución al centenario de Bal-
mes. La visible existencia de “algún aumento de riqueza,
algún adelanto material”-—don Marcelino los reconoce de
buen grado—no alcanza a compensar, ni siquiera a mitigar
las sombrías, terribles pinceladas con que el fervoroso espa­
ñol retrata la política, la vida intelectual, la prensa, la reli­
giosidad, el rostro entero de la España oficial en torno a
sus ojos.
Pese a la fácil alegría de la superficie y a la innegable
paz, España es un cuerpo- sin consistencia histórica y social.
La unidad de sus miembros y estamentos es más ficticia que
real. El Pacto de El Pardo y la posibilidad de concordia ora­
toria y de exaltación patriótica que el Parlamento ofrece,
no impiden el progreso de los nacionalismos regionales, ni
saben oponerse a la creciente, irrestañable escisión entre los
españoles—la traen ahora el auge sucesivo de la subversión
obrera y el nuevo republicanismo— , ni evitan el alejamiento

g ra n d e s e sta d ista s, g ra n d e s p en sadores, g ra n d e s ge n e rale s, g ra n d e s


p artid o s, g ra n d e s a p re sto s, g ra n d e s lu c h a s: n u estro ejército en T etu án
co m bate con lo s m o ro s lo m ism o que en tiem po de Gonzalo de C ór­
doba; en b u sc a del N orte enem igo hienden la e sp a ld a del m a r n u es­
t r a s c a re n a s, com o en tiem p o s de F e lip e TI; P e re d a e s H u rtad o de
M endoza y en E c h e g a ra y reto ñ a C alderón P e ro todo esto acon tece
dentro de la ó rb ita de un su eñ o; es l a im a g en de u n a v id a donde sólo
h ay de re a l el acto que la im agin a.
L a R esta u ra ció n , señ ores, fu é un p an o ra m a de fa n t a s m a s y C á ­
n o v as el e m p re sa rio de la fa n ta sm a g o r ía ...
Orden, orden público> paz... es la ú n ica voz qu e se escu ch a de un
cabo a otro d e la R e sta u ra ció n . Y p a r a que n o se a lte re el orden
público se ren u n cia a a ta c a r n inguno de los p ro b lem as v ita le s de E s ­
p añ a, porque, n atu ralm en te, s i se a t a c a un p rob lem a v isc era l, la ra z a ,
si no e s tá m u e rta del todo, responde dando u n a em b estid a, levan tan d o
s u s brazos, su derecha y su izquierda, en fu e rte contien da sa lu d a b le”
(“ V ieja y n ueva p o lítica” , en Obras, I, 96-97).
y la pérdida de las posesiones ultramarinas, últimos vesti­
gios del antiguo Imperio. El modesto brillo de la vida espa­
ñola no pasa de ser el brillo engañoso del oropel, por usar
una metáfora muy del gusto de entonces. Faltaba en el alma
de los españoles la conciencia de un posible destino histó­
rico y la firme voluntad de adquirir un nivel estimable y una
fecundidad eficiente entre los pueblos que con su concierto
y su desconcierto deciden la Historia Universal. Y la mis­
ma deficiencia no era tan nefasta corno la alegre y chabacana
ligereza con que se la desconocía.
¿Podían los españoles de entonces despertar a la lucidez
y aspirar a la eficacia? Dejemos la pregunta sin respuesta.
Por lo que a mí toca, y sin entrar en razones ni en recetas,
tendería a contestarla afirmativamente. Pero mi propósito
actual no- es conjeturar eventos futuribles, sino comprender
sucesos pretéritos. Debo limitarme, por tanto, a percibir y
denunciar que algunos españoles esclarecidos sintieron al
menos la impresión de vacío, de flacidez que traía a sus almas
su propia situación histórica de españoles. Esa impresión
será expresada con distintos nombres: es la “abulia” que
Ganivet diagnostica, el “marasmo” que angustia a Unamuno,
la “depresión enorme de la vida” que Asorín advierte, la vi­
sión de una España

vieja y tahúr, zaragatera y triste,


CP. G ., 203.)

que asquea a Machado, el inconsciente y alegre “suicidio


lento” que con tan enorme tristeza—una tristeza de gigante
vencido—delata Menéndez Pelayo. ¿Qué tiene que ver el
necio contento de aquellos españoles—1885, 1890, 1895—con
la ilusión grave y creadora de los pueblos acordes con su
historia y con el tiempo en que viven?
Porque, no lo olvidemos, el problema íntimo de la España
ochocentista, desde 1812, es la irreductible discrepancia entre
unos ardorosos tradicionalistas que no saben ser actuales y
unos progresistas fervientes que no aciertan a hacerse espa­
ñoles. Los españoles acordes con la historia de España no
aciertan a vivir en su tiempo; los que pretenden vivir en
su tiempo1 no saben afirmar la ambición ni la historia de
España. A la hora de la Restauración, Cánovas y Sagasta
dan menguado cumplimiento al programa ele Sandhurst y
pretenden resolver aquella medular discordancia mediante
un artificio casero, construido de tres piezas: los partidos
políticos turnantes-—se hace del “turno” un sucedáneo1 ba­
rato de la “unidad”— ; un sufragio universal canalizado con
habilidad y eampechanía por medio del “pucherazo” y por
la institución del cacicato rural'—¡qué envilecimiento, hasta
desde un punto de vista lingüístico, depender históricamente
de algo llamado1“pucherazo” !— ; y, en fin, una laxa libertad
para la expresión literaria y política, a fin de que la gente
española “se desahogue por el pico”, como ella misma dice.
Y la paz, la anhelada paz, antes calma chicha que paz ver­
dadera y fecunda, sólo alterada por leves algaradas políticas
y por los primeros síntomas visibles de la llamada “cuestión
social” : la custión social, dicen los guardias urbanos en los
sainetes y zarzuelas chicas que por entonces solazaban el
fácil humor del público burgués.
En el seno de esa calma zaragatera e inconsistente se
forma la personalidad de los hombres del 88. La infancia
de cada uno está determinada por las peculiaridades propias
de su vida familiar y de la ciudad en que transcurre. Todos
son hijos de familias medioburguesas y todos hacen el pobre
bachillerato que entonces ofrecía el Estado español a sus
pacientes súbditos. En lo demás, todos difieren. Ganivet se
apedrea en Granada con los greñudos, descubre a Séneca en
los tomos de Rxvadeneyra, pasea y dialoga desde la ciudad
a la Fuente del .Avellano, estudia Filosofía y Letras, se li­
cencia en Derecho, lee y lee en soledad. En Bilbao, Unamuno
asiste al instituto Vizcaíno de la calle del Correo, se deleita
ascendiendo al Pagazarri o coronando Archandá, sueña fu­
turos en la basílica del Señor Santiago

— aquí soñé los sueños de mi infancia,


de santidad y de ambición tejidos,
( A, P . , 39 . )

dirá luego, recordando sus oraciones infantiles—y se mete


entre pecho y espalda a Balines y a Donoso Cortés, a Kant
y a Hegel. Azorín aprende sus primeras letras en la escuela
de Monóvar, a la que asistía, según testimonio propio, “entre
confiado y medroso, cual lobezno recién cazado” ; cursa luego
su bachillerato en los Escolapios de Yecla, y en Yecla co­
noce al P. Lasalde y dialoga con el “maestro Yuste”, per­
sona real, según nos revela Cruz Rueda; luego, en Valencia,
se gradúa de abogado, intima con Montaigne, inicia su pro­
ducción literaria y lee un Leopardi y un Baudelaix-e, ya usa­
dos, que ha comprado en el baratillo de la calle de Querol.
Baroja, a remolque de las vicisitudes administrativas de su
padre, pasea por San Sebastián, Madrid y Pamplona su inci­
piente vida de “hombre humilde y errante”, descubre la
muerte en la vieja Era del Mico y en el Campo de Guardias,
sueña con ser héroe de Julio Verne en una isla desierta y,
consecuente con la ambición que revelan sus propios ensue­
ños, se aburre en las clases grandilocuentes de Letamendi.
Valle-Inclán, niño aún, lee y sueña en Villanueva de Arosa,
hace su bachillerato en Pontevedra y Santiago, y, frente a
las páginas de Pastor Díaz, la Pardo Bazán y Jacinto Octavio
Picón, se pregunta si él, Ramón del Valle y de la Peña, no
será capaz de escribir mejor que quienes entonces gobiernan
las letras castellanas. Antonio Machado deja pronto su Se­
villa nativa—el “huerto claro donde madura el limonero” de
su semblanza autobiográfica—y se educa en la Institución
Libre de Enseñanza. Ramiro de Maeztu, en ñn, juega en
Vitoria y prepara su primera comunión bajo el magisterio
de don ¿ümeterio de Abechuco, el párroco de la iglesia de
San Miguel (3).
¿Qué mensajes envía la Historia a todos estos hombres,
mientras sus almas despiertan a vida propia en el seno de
aquella confiada bonanza? ¿Qué estímulos históricos hacen
estremecer su mente recién nacida y su incipiente corazón?
Adelantaré mi concisa respuesta a estas dos interrogacio­
nes: los primeros contactos de su alma con la historia na­
cional en curso—en cuanto de ellos tenemos testimonio bio­
gráfico—les llevan una triste impresión de oquedad, discordia
y amenaza. Recojámosla en la vida y en la obra de cada uno
de ellos.
El primer contacto de Miguel de Unamuño con la Histo­
ria de España fué su asistencia infantil al sitio ele Bilbao
por los carlistas, el año 1874. Tenía entonces diez años esca­
sos, y como niño de diez años vivió aquel decisivo aconteci­
miento de su experiencia. Fué el sitio para él un suceso ma­
ravilloso, espléndido. “Empezó para mí—dice, recreando a
los cuarenta y cuatro años estados de ánimo vividos en su3

(3) E l lecto r eatá y a advertido de la intención con que e ste libro


v a sien do escrito. N o debe esp erar, p o r tan to, que m e co m p lazca n a ­
rran do con m ucho porm enor los “hech os” en que se d e sg r a n a y a c tu a ­
liz a la v id a de lo s h o m b res del 98. A qu ellos a quienes in terese el
tem a, deberán leer los sig u ie n te s re la to s au tob iog ráfico s o b io gráfico s:
so bre M igu el de U nam uno, s u s Recuerdos de niñez y mocedad; sob re
G anivet, Vida y obra de Angel Ganivet, de M. F ern án d ez A lm agro ,
■el Ganivet de A . E s p in a y el Angel Ganivet de Q. S a ld a b a ; so b re
Algorín, s u s d iv e rso s a p u n te s au to b io g ráfico s (Las confesiones de un
pequeño filósofo, Valencia, Madrid y Memorias), a sí com o l a Sem­
blanza de “Asorín”, de C ruz R u ed a, que en cab eza el tom o de OW'as
Selectas, y el libro de G óm ez de la S e rn a ; so b re B a ro ja , lo s dos tom os
de su s Memoria,s h a s ta a h o ra p u b licad os; so b re V alle-'ínclán, el libro
Vida y literatura de Valle-Inclán, de M. F ern án d ez A lm agro , y el
Valle-Inclán, de R am ó n G óm ez de la S ern a. N o conozco nin gún tra­
b a jo biográfico im p o rtan te a c e r c a de Antonio M achado y de M aeztu,
¿ H a s t a cuándo deberem os e sp e ra r b io g ra fía s “su ficien tes” de c a d a uno
de lo s h o m bres del 9 8 ?
infancia—uno de los períodos más divertidos, más gratos de-
mi vida. En los más recónditos senos de mi conciencia apa»
rece el bombardeo de mi villa como edad heroica y remotí­
sima...” No ha quedado aquí, sin embargo, la experiencia
unamuniana del sitio de Bilbao. Al cabo de un par de pá­
ginas, recuerda la entrada de las tropas libertadoras con
estas palabras, tan poéticas y significativas: “Presencié la-
entrada de las tropas libertadoras entre lágrimas y vítores.
E s uno de esos espectáculos que bajan al fondo del alma
de un niño y quedan allí formando parte ya de su suelo
perenne, de su tierra espiritual, de aquella a que los recuer­
dos, al caer como hojas secas del otoño, abonan y fertilizan
para que broten nuevas hojas primaverales de visiones de
esperanza” (4).
El recuerdo del sitio de Bilbao permanecerá siempre entre
los más hondos y fértiles de cuantos componen la experien­
cia viva de don Miguel de Unamuno. ¿Seguirá vistiendo ese
recuerdo su inicial figura? ¿Será siempre esa estampa he­
roica, tan llena de color, tan incitadora de ilusiones? Si hu­
biese sido otra la historia de España que la mocedad de
Miguel de Unamuno descubre y vive, tal vez habría perdu­
rado en el recuerdo el rostro sentimental de la experiencia
originaria. ¿Puede imaginarse que en el alma de los mucha­
chos asistentes a la oración de Abraham Lincoln ante los
muertos de Gettysburg—por citar un ejemplo tomado de otra
guerra civil—se hiciese luego pálido y agrio el recuerdo de
ese patético suceso?
Pero la historia de España posterior a 1874 no tiene el
sesgo ascendente que tiene la historia de los Estados Unidos
posterior a 1863. Miguel de Unamuno, el niño ilusionado
de aquella jornada, verá en ella, años más tarde, una reali­
dad distinta de la que su imagen infantil sugiere. A los
treinta y tres de su vida escribe la novela Paz en la guerra,4

(4) Recuerdos de niñez y mocedad, ed. “ Col. A u str a l” , p á g s. 73-77.


En ella pinta sus propias experiencias infantiles, las mis­
mas que poco después relatará en Recuerdos de niñez y mo­
cedad: “Los niños eran los que gozaban con el retemblar
de los trenes de batir sobre la calle, con el desfile de caño­
nes..., con los trajes, con los galones, con las banderas, con
los colorines.” Junto a la pintura de lo que el niño recuerda,
léese, sin embargo, lo que conjetura el adulto sobre la verda-
dera realidad de aquella escena: “El ejército libertador, des­
calabrado y hecho una lástima, entró por el Puente Viejo...
Pasaban con caras pálidas de fatiga entre otras pálidas de
miseria y con el sello de las tinieblas, y nada, de entusiasmo
loco, sino algunos vivas, mucha solicitud y corrientes de
mutuo cariño compasivo. Cerníase sobre la alegría un in­
menso luto, y la dulce dejadez soñolienta de la convalecencia.
Diria.se que acababan de salir ele un doloroso sueño. Pesaba
sobre todos una ardorosa sed de descanso” (5).
El contraste entre el tono sentimental de las dos des­
cripciones no puede ser más evidente. La realidad objetiva
del cuadro descrito- es en ambas la misma; difiere sensible­
mente, en cambio, la interpretación de esa realidad por el
hombre que la recuerda. En el recuerdo infantil aparece cir­
cundada por un nimbo heroico e incitante; en la elaboración
ulterior de ese recuerdo muéstrase transida del dolor triste,
fatigado, que tienen las almas a la vista de lo que pudo- ser
y no fué. Un lento desengaño se ha interpuesto, no hay duda,
entre las dos versiones del recuerdo. Y la causa eficiente
de tal desengaño ¿no será la progresiva certidumbre de ver­

is) Pag en la guerra, p á g . 191. E s e s ta u n a descripción, m á s que


de “testigo”, de “h isto ria d o r” . C ertifícalo a s í la n o ticia que a c e rc a de
la elaboración lite ra ria de Pag en la guerra d a el propio ITnanitmo
en su en say o A. lo que salga (Ensayos, I, 589), Y aún e s m á s dem os­
trativ o tm p aso del en say o A rte y cosmopolitismo: “Mis estud ios, m is
lectu ras, m is filo sofías, sirviéron m e p a r a ver m e jo r aquel bom bardeo
de B ilbao, de que fu i te stig o y que m i m em oria, com o v iv ísim a visión,
m e pone d elan te de l a im a g in a tiv a ” (Ensayos, II, 1125).
malograda la guerra española a que la escena pertenece ? Las
páginas finales de Paz en la guerra certifican esta conjetura
biográfica. Paehico Zabalbide—esto es, el muchacho Miguel
de Unamuno—logra con esfuerzo llenar de esperanza su
joven corazón, herido al nacer por el dolor de un pueblo hen­
dido y sangriento. La paz del paisaje nativo ha logrado in­
fundirle en las venas, rnás en las venas que en el alma, una
esperanza polémica, sedienta de lucha y de acción. Pregun­
témonos de nuevo: ¿no será el malogro de esa esperanza
histórica la causa del contraste entre la exultante imagen
infantil y la tibia ceniza del recuerdo adulto? P
Más livianas son las primeras experiencias históricas de
Azorín; igualmente agrio, no obstante, el rostro con que apa­
rece su recuerdo de la infantil experiencia. José Martínez
Ruiz nos cuenta en La Voluntad la impresión de Antonio
Azorín viendo en Yecla, allá por el año 1885, el ejercicio
del recién estrenado sufragio universal: “Ayer se celebraron
las elecciones. Y ha salido diputado, como siempre, un hom­
bre frívolo, mecánico, automático, que sonríe, que estrecha
manos, que hace promesas, que pronuncia discursos...” (6).
No es preciso ser un lince para descubrir en las descrip­
ciones del Azorín primitivo una radical oposición entre la
inconsistencia del español histórico (el diputado) y la com­
pacta realidad—cruel, bronca,—del español natural (el cam­
pesino manchego). Una idea de la historia de España se
interponía entre el poeta y el paisaje; una impresión de la
España vivida se interpone ahora entre el narrador y el
hombre que la narración retraía.
Con motivo de las elecciones, el maestro Yusíe vierte en
el alma de Antonio Azorín algunas ideas acerca de la más
reciente historia nacional: “Mira a España: la Revolución
de Septiembre es la cosa más estúpida que se ha hecho en
muchos años; de ella ha salido toda la frivolidad presente8

(8) Obras Selectas, p ág\ 104.


y ella ha sido corno un beleño que lia hecho creer al pueblo
en la eficacia y en la veracidad de todos los bellos discursos
progresistas...’”Campoamor sería el símbolo de esa España:
“Campoamor encarna toda una época, todo el ciclo de la
Gloriosa con su estupenda mentira de la Democracia, con
sus políticos discurseadores y venales, con sus periodistas
vacíos y palabreros, con sus dramaturgos tremebundos, con
sus poetas detonantes, con sus pintores teatralescos... Y es,
con su vulgarismo, con su total ausencia, de arranques ge­
nerosos y de espasmos de idealidad, un símbolo perdurable
de toda una época de trivialidad, de chabacanería en la his­
toria de España” (7). Polemizando contra la tesis de Cánovas
—“hemos venido a reanudar la historia de España”—, sos­
tiene Unamuno que “la Gloriosa” no rompió nada, porque la
intraMstoria de España había continuado siendo la misma.
El maestro Yuste, socrático' mentor del Telémaco Ázorín,
es todavía más radical, y afirma la existencia de una fun­
damental continuidad histórica entre la Gloriosa y la Restau­
ración: ambas, indistintamente, constituyen la realidad que
el retrato azoriniano copia. El fondo histórico sobre que se
dibuja el recuerdo infantil del español José Martínez Ruiz,
nacido en Monóvar, año 1873, condiciona la descripción que
de ese fondo nos da el autor de La Voluntad. ¿No coincide
tal retrato de España con el que pinta Menéndez Pelayo en
el “Epílogo” de los Heterodoxos? Aquella España oficial,
cuyo haz se ofrecía tan brillante y alegre a los espíritus vul­
gares o fácilmente acomodados, mostraba un mismo envés
a todos los espíritus sensibles y sinceros, cualesquiera que
fuesen los personales puntos de vista: desconcierto, superfi­
cialidad, imitativo servilismo y utilitarismo grosero, según
el diagnóstico de Menéndez Pelayo, allá por las doradas ca­
lendas de 1882; trivialidad, chabacanería, vacuidad, deto»
nancia y vulgarismo, según el de Martínez Ruiz, por las ya
más desengañadas de 1902.
Sobre los primeros contactos de Baroja con la Historia
de España nos dan testimonio sus recientes Memorias. Des­
de 1872, año de su nacimiento, hasta 1879, vive en San Se­
bastián. Asiste allí ai bombardeo de la ciudad por los car­
listas, y éste será su recuerdo más antiguo: “El recuerdo
más antiguo de mi vida es el intento de bombardeo de San
Sebastián por los carlistas. Este recuerdo es muy borroso...
Tengo una idea confusa de la vuelta de unos soldados en
camillas y de haber mirado por encima de una tapia un
cementerio pequeño1, próximo, en donde había muertos sin
enterrar con uniformes rotos y podridos” (8). ¿Por qué esta
persistencia de la muerte—una muerte sucia, violenta, ator­
mentada,—en los recuerdos que de su infancia conserva y
cuenta Baroja?
Contempló también la entrada de Alfonso- XII en San Se­
bastián, a caballo: “Todo el mundo mostró gran entusiasmo,
especialmente las mujeres, que agitaban los pañuelos y gri­
taban: ¡Viva el Pacificador!... Tengo también la idea vaga
—añade—de haber visto pasar un grupo de prisioneros car­
listas, todos muy andrajosos... La verdad es—concluye Ba­
roja—que no parecía que hubiese mucho odio entonces entre
alfonsinos y carlistas” (9).
Entre 1879 y 1881 reside Baroja por vez primera en Ma­
drid ; desde 1881 a 1888, en Pamplona; a partir de 1886, otra
vez en Madrid. A lo largo de tocios estos años, el muchacho
Fío Baroja va recibiendo dispersas impresiones de la vicia
histórica de España: la imagen misma ele Madrid (luego in­
sistiré sobre este tema, tan importante para entender el pa­
recido entre todos los miembros de la generación), las con­
versaciones familiares sobre la política y los políticos, el89

(8) FamUia; infancia y juventud, p ág \ 88.


(9) Gp. cit., págg. 94-95.
ambiente de los Institutos, las ejecuciones judiciales, el ám­
bito público a que despierta la vida sexual, la muerte de
Alfonso XII, la sublevación de Villacampa.
Bajo la pura objetividad que don Pío Baroja, autor de
estas memorias, pretende dar a la descripción de sus recuer­
dos, se adivina en el alma del protagonista, el joven Pío Ba­
roja, un secreto sentimiento de lejanía, de despego y hasta
de repulsión respecto' a los sucesos históricos con que va
tropezando su vida de español disconforme.
He aquí un recuerdo del Instituto de Pamplona: “Sen­
tíamos un profundo desvío por todo lo que fuera cultura.
Entre nosotros, hacer una pregunta a un profesor era la más
indigna de las pelotillas.
Considerábamos al profesor como nuestro enemigo natu­
ral, y creíamos que todo lo que se hiciera contra él estaba
bien hecho” (10).
Véase el recuerdo que Baroja conserva de la ejecución
judicial de un tal Toribio Eguía: “Por la tarde, lleno de cu­
riosidad, sabiendo que el agarrotado estaba todavía en el
patíbulo, fui solo a verle, y estuve de cerca contemplándole.
Parecía un fantasma horroroso, vestido de negro y man­
chado de sangre. Tenía las alpargatas sin meter en los pies.
Al volver a casa no pude dormir por la impresión...” (11).
Ya dije antes que la imagen de la muerte, una imagen cruda
y repulsiva, es muy frecuente en los recuerdos infantiles de
Baroja.
Poco más adelante pinta así la iniciación de la vida sexual
en las pequeñas ciudades españolas: “El despertar de la

(10) Op. oit., p ág , 137. A p e n a co m p a rar esto s recu erd os de in fan ­


c ia con lo s de cu alqu ier europeo (fran cés, alem án , in g lé s) de la m ism a
época. R ecu erd o ah ora, p or no c ita r sin o dos ejem plos, la descripción
de los L iceos de E lb e u f y de R u á n en la s Memorias de A ndré M au rois
y la del Colegio de R o ssleb en en los Jahresringe del fam o so p siq u ia tra
A lfredo Hoche.
(11) Op, o i t p á g . 143.
pubertad en una de nuestras ciudades levíticas era algo
grave. Lo seguirá siendo aún, aunque quizá no tanto... Mu­
chos románticos... quieren creer que los amores fáciles y ale­
gres asaltan al hombre en su juventud, quien tiene que de­
fenderse enérgicamente de ellos.
Yo eso no lo he visto en ninguna parte y menos en Es­
paña. En mi tiempo había que ir al vicio con más vocación,
más energía y más constancia que al trabajo. Los amores
fáciles, al menos en España, son literatura” (12).
En 1388, año de la sublevación de Villacampa, la familia
Baroja se traslada otra vez a Madrid: “Llegamos a Madrid
•—recuerda don Pío—no sé si al día siguiente o dos días des­
pués de la intentona del general Villacampa... En la estación
de Atocha vimos que algunos de nuestros muebles estaban
rotos a sablazos. Dijeron que habían andado a golpes con
los bultos en los andenes los revolucionarios. Era también
necedad, ya que fracasaban en derrotar la Monarquía, ven­
garse en una mesilla de noche o en una butaca... Mucha
gente—añade a las pocas líneas—tenía simpatía por Ruiz
Zorrilla, que era el inspirador de aquel movimiento. A mí
siempre me pareció un hombre hueco, un partidario de la
revolución para nada. Se comprende que mío quiera un cam­
bio pensando en una utopía o en una realidad; lo que no se
comprende es querer la revolución para nada, para cambiar
unos tópicos en otros tópicos, que es como la quería Ruiz
Zorrilla” (13).
Estos breves fragmentos autobiográficos bastan sin duda,
para percibir el cariz agrio y el aire de inconsistencia con
que la vida histórica española se ofrece al muchacho Pío
Baroja. Compárese el tono sentimental con que están escritos
esos fragmentos y el que tan fácilmente se percibe en la
descripción de recuerdos tocantes al paisaje. “Ahí enfrente

(12) Op. cit., p á g s. MO-161.


(13) Op. cit., p á g s. 171-173,
—escribe Baroja, recordando en sus “Memorias” la tierra de
Vera—se levanta la iglesia con su torre de piedra cuadrada;
las palomas blancas revolotean en derredor; el cielo queda
azul, y la peña de Aya traza en el horizonte la línea de su
cresta pedregosa como un muro de almenas. Todo el valle
de Vera y sus montes próximos tienen durante la época esti­
val un verdor profundo, mayor ahora; ha llovido mucho;
tras las lluvias comenzaron a secarse campos y praderas, y
el cielo de azul pálido tiene, al atardecer, alguna nube lán­
guida y blanca.

Al ver enfrente el pueblo con su iglesia, en la beatitud


tranquila de la tarde, al oír el rumor del arroyo que corre
a pocos pasos y los humos de las hogueras, que desaparecen
arrastrados por el viento, pienso en la vida estática de los
pueblos” (14). Ya se sabe que la Naturaleza'—entendiendo
por tal la del cosmos físico—es un mundo distinto de la
Historia. Mas para Baroja, como para todos los hombres
del 98, no es sólo distinto; es, también, infinitamente mejor.
A la mocedad del Valle-Inclán estudiante llegan las ondas
de la apenas restañada y ya renaciente discordia española.
Por esa época—1885 a 1890—se inicia un leve giro político
en el galleguismo costumbrista y literario. La lengua y las
danzas comienzan a ser “hechos diferenciales”, como luego
dirán los pedantes. El estudiante Valle, que “no concede im­
portancia a Rosalía de Castro y censura en Curros Enríquez
los motivos aldeanos de su inspiración” (15), sale en defensa
del castellano, como si presintiera el portentoso señorío que
más tarde había de ejercer sobre él, y llena los ahumados
cafés santiagueses de su dialéctica engallada y mordaz. An-

(14) M escritor según él y según los críticos, p ág\ 19.


(15) M . F ern án d ez A lm a g ro , Vida y Mero,tura de Valle-Inclán,
p á g in a 19.
tonio Machado aprende mientras tanto en el Paseo del Obe­
lisco la visión gineriana de España; y no debieron ser mu­
cho más esperanzadores que los de sus camaradas de gene­
ración los primeros contactos de Ramiro de Maeztu con la
historia de su patria.
Bajo una u otra figura, a todos ellos les envía la España
canovista el mensaje de su inconsistencia; a todos muestra
la triste oquedad de su entraña y su carencia de horizontes
históricos incitadores de ilusión. En medio de una alegre y
fingida paz, sus almas comienzan a sentir el oculto—¿ocul­
to ?—malestar de la España real. Ahí está como prueba irre­
cusable el mundo de sus recuerdos infantiles.
No debe pensarse, sin embargo, que sólo por la virtud
cpnfiguradora de los sucesos vividos va tomando cuerpo' la
personalidad histórica de todos y cada uno de estos mucha­
chos. A ello colaboran eficaz y continuadamente otras ins­
tancias simultáneas: la constante impresión de la vida fa­
miliar, las vicisitudes diariamente convividas en el medio
social, la educación escolar, las amistades, las lecturas. Sobre
todo, las lecturas. Ellas son las que permiten el comercio
con la Historia Universal en curso a quienes habitan en paí­
ses de escasa eficacia histórica.
Imaginemos la vida y el mundo interior ele un muchacho
educado en el París de 1860, en el Londres o en el Berlín
de 1910, en la Nueva York de 1940. El vivir cotidiano pone
a ese muchacho en contacto con los temas más actuales y
operantes de la. Historia Universal. Casi sin leer, sólo con
ver, oír y convivir, logrará una intuición directa de la si­
tuación histórica en que existen quienes de veras crean e
impulsan entonces el destino terreno de los hombres. Ima­
ginemos ahora, como contraste, la vida y el mundo interior
de un muchacho educado en Áuckland o en Cuzco, allá por
el año 1870. Ese muchacho convivirá infantil y juvenilmente,
sin duda, la vida histórica de su medio; es decir, el reza­
gado poso que la Historia Universal—lo que llamamos “His-
toria Universal” (16)—va depositando en el mundo que le
aloja y la intrascendente espuma de unas creaciones histó­
ricas locales, castizas, más o menos conexas con aquel tras­
nochado poso del acontecer “universal”. ¿Cómo vencerá
nuestro muchacho imaginario, sin salir de Auckland o de
Cuzco, sin recurrir tampoco a la noticia del viajero curioso,
ese relativo aislamiento histórico? Un instrumento tiene: la
lectura, mediante el libro, de lo que en el mundo acaeció; la
lectura, mediante el diario o la revista, de lo que en el mundo
está aconteciendo.
No es este caso tan extremo el caso de la provincia espa­
ñola entre 1875 y 1890,-. Hallábase, ciertamente, en contacto
con la actualidad de la Historia Universal; pero ese contacto,
que ya en el Madrid de entonces era. parvo, reflejo y leve­
mente rezagado, quedaba mucho más parvo, especular y
zaguero si de la vida provincial española se trataba. Si Una-
muno en Bilbao, Azorín en Valencia y Valle-Inclán en Pon­
tevedra o en Santiago quieren ponerse en comercio personal
con la Historia en curso—con Europa—tienen que dejar la
calle y entregarse con ahinco, con entusiasmo, tal vez, al
necesario y embriagador expediente de la lectura. Años más
tarde expresará claramente Unamuno esta ineludible nece­
sidad de los jóvenes de su generación y aun de todos los
jóvenes españoles: ><‘E1 libro es en España—escribe—más
imprescindible que en otras partes. Donde hay más cultura
en el ambiente social que la que aquí hay, recíbela uno sin
saber cómo: de conversaciones, de la lectura de diarios, de

(16) N o puedo deten erm e aquí a ex p lan ar u n a doctrin a sobre el


verdadero a lcan ce >7 so b re los d iverso s p lan o s que en el tra n scu rso
del tiem po h a ido teniendo lo que so lem os lla m a r— con m an ifiesta f a l ­
sedad, a veces— “H isto ria U n iv e rsa l” , P o r m i p arte, creo que u n a H is­
to ria v erd ad eram en te “u n iv e rsa l” no se h a dado h a s ta la s g u e r r a s
m u n d iales de 1914 y de 1939; y, so b re todo, h a s ta que, con m otivo de
e s ta ú ltim a, el destino de lo s h a b itan te s del T ibet o del T om buctú
dependa de u na acción m ilita r lib ra d a en el E lb a y en el Oder.
conferencias, del espectáculo mismo de la vida. Aquí tene­
mos que suplir cada una de las deficiencias de la cultura
ambiente y las deficiencias de nuestra educación; el español
se ve obligado a ser autodidacto” (17).
La lectura juvenil puso a nuestros hombres en contacto
vivo con Europa y, por lo tanto, con el inmediato pasado
y con la fluyente actualidad de la Historia Universal. Son
todos ellos insignes devoradores de la letra impresa. “He
sidoi un devoralibros, sobre todo de mis dieciséis a mis vein­
tiséis años”, dice de sí mismo Unamuno (18). “Yo no corro,
ni grito, ni golpeo—escribe Azorín, recordando los ocios de
su vida de colegio— ; yo tengo una preocupación terrible.
Esta preocupación consiste en ver lo que dice un pequeño
libro que guardo en el bolsillo” (19). “Yo devoraba en mi
juventud todo lo que caía en mis manos, principalmente no­
velas...,1 recuerda Baroja (20). Y así Ganivet, Valle-Inclán,
Machado, Maeztu. Todos los hombres del 98 comienzan su
vida apacentando en las páginas de los libros un inextin­
guible apetito de información, de aventura y de ensueño.
Pocos son, entre todos los varones decisivos de la Historia
—desde el Renacimiento, cuando menos—, los que no han
avistado en su mocedad, a través de una página escrita, el
incierto y soñado fruto de su propia vida: Galileo y Napo­
león, Leonardo y Beethoven.
¿Qué leen, durante su lectora muchachez, estos hombres
del 98? ¿Hay algún parecido entre sus lecturas? ¿Lo hay
entre sus personales reacciones a tan voraz ingestión de
letra impresa? Salinas—que, como ya dije, opera sobre el
esquema de Petersen—cifra el parecido en la individual di-
persión de todas esas experiencias lectivas y en el consi-

(17) “A lm a s de jó v en es” , Ensayos, I, 523.


(18) “A lm a s de jó v en es” , Ensayos, I, 523.
(19) " L a s confesiones de un pequeño filó so fo ” , en O. 8., 303.
(20) Familia, infancia, juv&ntad, 188.
guíente autodidaetismo: .'“Los hombres del 88—escribe—se
forman como Dios les da a. entender, sueltos, separados, y
tras una ojeada superficial se diría que no hay comunidad
de formación, que Ies falta ese elemento formativo (la homo­
geneidad de la educación) señalado por Petersen. Pero si
se aguza la atención, caemos en la cuenta de que hay una
profunda unidad en el modo como se formaron los espíritus
de estos hombres: su coincidencia en el autodidaetismo. To­
dos ellos, grandes lectores..., se parecen en una cosa: ... en
irse a refugiar en lo que Caríyie llamó la mejor Universi­
dad: una biblioteca” (21).
; Más concretos y positivos son los asertos de Fernández
Almagro: “Todos han leído los mismos libros extranjeros,
acarreados por el gusto universal que renuevan los poetas
simbolistas y los novelistas del naturalismo- francés—con el
belga anexionado Mauricio Maeterlinck—, los novelistas
rusos recién descubiertos, algún inglés como Wilde, un ale­
mán de tan formidable empuje como Nietzsche, un italiano
tan sugestivo como D’Annunzio” (22).
Oigamos ahora el testimonio de los propios lectores. El
más explícito es Baroja. He aquí sus palabras: “En Pam­
plona, ios autores y libros leídos por mí fueron: Julio Verne,
el capitán Marryat, Gustavo Aimard, el Robinson, algunos
folletines: Las tragedias de Paris, El coche número 13 y
Greacim y Redención, de Dumas.
En Madrid, mis favoritos eran: V. Hugo, E. Sue, Balzac,
J. Sand, Zo-La, Espronceda y Bécquer.
En Valencia y Cestona: Schopenhauer, Poe y Baudelaire.
Después, en Madrid: Dickens, Stendhal, Turgueneff,
Dostoiewsky, Tolstoi, Ibsen y Nietzsche” (23). Más tarde,
pasados los treinta años, procurará leer “las obras litera­
rias más importantes de la humanidad”, como él mismo dice.
(21) Loe. cit., p á g s. 253-25á.
(22) Vida y literatura de Valie-inelán, 56,
(23) Fam ilia..., 188.
Más ancho- aún es el círculo de las lecturas de Unamuno:
“Siendo yo mozo—nos cuenta—tenía una decidida afición
por los estudios filosóficos y por la literatura, pero la His­
toria me hastiaba... Leía, sin embargo, a los historiadores
artistas... Pero según he ido entrando en años, y eso que
no soy viejo, he ido poco a poco- aficionándome a la Historia,
y ahora los libros históricos forman una buena parte de les
que leo” (24). Clásicos y modernos de las letras y de la filo­
sofía, historiadores, moralistas, ascetas, místicos y teólogos
nutren, en sorprendente copia, el apetito lectivo de don Mi­
guel. Las páginas de El sentimiento trágico, de La agonía
del cristianismo y de los Ensayos, tan repletas de citas y
referencias, dan testimonio fehaciente.
Los clásicos castellanos, las letras francesas e inglesas
y los novelistas rusos, no contando tal o cual lectura filosó­
fica, forman el grueso del acervo azoriniano. Montaigne,
Flaubert, Nietzsche, Baudelaire y Leopardi son autores gus­
tosamente ostentados por el Azorín juvenil. Y no menos co­
piosas y diversas debieron ser las lecturas de Valle-Inclán,
Maeztu, Ganivet y Machado, si juzgamos por el contenido
de la obra escrita de cada uno de ellos (25) .
a. A tres géneros cardinales pertenecen las lecturas juve­
niles de los hombres del 98: la Literatura—muy en primer
plano—, la Historia y la Filosofía. Cada uno cultivará de
preferencia uno de estos géneros: Unamuno, el filosófico y
el literario; Valle-Inclán, la Literatura y la Historia, etc. No
es, sin embargo, en los géneros y en los autores de los libros
leídos donde hemos de buscar el parecido generacional, sino
en la peculiaridad “histórica” predominante en el conjunto
de todos ellos y, sobre todo, en la reacción personal subsi­
guiente a la lectura dentro del alma de cada uno de los mozos
lectores.

(24) “ E d u cación p o r la H isto ria ” , Ensayos, II, 1013-14.


(25) Sob re la s le c tu ra s de G an iv et y de V alle h a y a lg u n o s d a to s
en l a s b io g ra fía s de F ern án d ez A lm agro .

11S
El conjunto de tales lecturas muestra al observador aten­
to dos notas fundamentales: casi todas ellas son “europeas”
y “modernas”. Tengamos presente este ávido comercio con
el espíritu europeo y moderno a la hora de comprender lo
que de común hay en la reacción de todos estos jóvenes.
Esta reacción es, en primer término, el puro anhelo, la
inquietud anhelante. La inquietud, la autoproposición y la
operación, he dicho en otro lugar, son tres momentos suce­
sivos en el despertar del joven a la vida histórica. Y es la
lectura, esa apetentísima relación con la letra impresa “eu­
ropea” y “moderna” lo que incita y configura, dentro de la
esbozada vaguedad que tienen los proyectos del alma juve­
nil, la anhelante inquietud inicial de estos jóvenes del 98.
La inquietud adolescente de Unamuno—intelectual antes
que toda otra cosa, pese a su antiintelectualismo—se prefi­
gura como apetito de saber. Saber, saberlo todo- por uno mis­
mo, la utopía del intelectual “moderno” y del intelectual de
todos los tiempos,, es el señuelo que enciende las más hon­
das ilusiones de su alma recién despierta: “Aprendí—dice,
recordando su adolescencia—que había un mundo nuevo ape­
nas vislumbrado por m í; ... que la hermosura de reflejo que,
como la luna su lumbre, derramaban aún aquellas discipli­
nas y lecciones sobre mi mente, aunque lumbre pálida y fría,
era reflejo de un sol vivo, de un sol vivificante, del sol de
la ciencia. Salí (del bachillerato) enamorado del saber” (26).
Más tarde entenderá de otro modo el objeto de ese vivísimo
apetito intelectual: “Cuando yo era algo así como spenee-
riano me creía enamorado de la ciencia—escribe en un en­
sayo de 1906— ; pero después he descubierto que aquello fue
un error... No; nunca estuve enamorado- de la ciencia, sino
que siempre busqué algo detrás de ella. Y cuando, tratando
de romper su fatídico relativismo, llegué al ignorabimm,
comprendí que siempre me había disgustado la ciencia” (27).
(26) Recuerdos.,., 120.
(27) "S o b re la europeización ” , Ensayos, T, 889.
Dejemos de lado la cuestión de si todos los enamorados de
la ciencia, hasta los más cientificistas, buscan “algo detrás
de ella” ; dejemos también el problema de si Unamuno, el
Unamuno anticientífico, buscaba un saber, una cierta “cien­
cia” de ese “algo” que hay allende la Ciencia de los cientí­
ficos—estas son las dos objeciones capitales que cabría hacer
a la interpretación unamuniana de su propia actitud—, y
recojamos en esos textos autobiográficos el sentido “intelec­
tual” y “moderno” de los vagos anhelos que aleteaban en
el alma del adolescente Miguel de Unamuno.
Baroja, que siempre ha proclamado su entusiasmo por los
grandes genios de la ciencia positiva, se conformaba en su
adolescencia con anhelar una vida muy por fuera de lo vul­
gar: “Yo sentía curiosidades—nos confiesa— ; pero, en defi­
nitiva, vocación clara y determinada, ninguna. Fuera de que
me hubiera gustado tener éxito con las mujeres y correrla
por el mundo, ¿qué más había en mí? Nada; vacilación. Oía
hablar de viajes marítimos y me hubiera gustado embar­
carme; hablaban de pintura, y me parecía un oficio muy
bonito el de ser pintor; leía aventuras de un viajero, y so­
ñaba con el desierto o con los ríos inexplorados. Pero el ser
médico, militar, abogado o comerciante no me hacía ninguna
gracia..., De joven, y sin cultura, no iba yo a forjarme un
concepto, una significación y un fin de la vida, cuando flo­
taba y flota en el ambiente la sospecha de si la vida no ten­
drá significación ni objeto...” (28). Esta “sospecha” que per­
cibía el joven Baroja en su ambiente espiritual determinará
en buena medida la peculiaridad de su obra literaria futura,
Valle-Inclán se sentía llamado a ser héroe, conquistador,
desfacedor de entuertos y dueño de rendidas Altisidoras: “El
día que descubrió en el Museo de las familias un romance
del Cid—cuenta Fernández Almagro—, no pudo menos de
sentirse llamado a una misión heroica... Una mañana asaltó

(28) F a m i l i a . . 182-184.
un melonar, empuñando un sable viejo contra algún ene­
migo más o menos quimérico. Se sentía, en efecto, conquis­
tador, misionero o cruzado de no sabía qué causa” (29). ¿No
habría sido don Ramón, en el fondo, un Hernán Cortés que
buscó en la obra literaria el soñado sucedáneo de una ha­
zaña heroica imposible en el medio histórico de su vida, tan
mediocre y alicorto?
También Azorin siente que le llena el alma una inconcreta
ambición intelectual y estética, y un deseo de acción para
el cual no se siente dotado. “Por este ansioso mariposeo in­
telectual, ilógico como el hombre y como el universo ilógi­
co;, por este ansioso mariposeo intelectual... es por lo que
nosotros amamos a Larra”, dice de sí mismo y de sus ca­
maradas de generación en La Voluntad (30). En “la gene­
ración romántica de 1830” ven Azorin y Baroja (el Olaiz de
La Voluntad) “cierto lirismo, cierto ímpetu hacia im ideal...
Y por eso nosotros, cuatro o seis o los que seamos, al ir a
celebrar la memoria, de Larra, darnos un espectáculo extraño,
discordante del medio en que vivimos’). El “ansioso mari­
poseo” y ese “cierto ímpetu hacia un ideal” son los que el
muchacho José Martínez Ruiz, lector intrépido e incansable,
hombre irresoluto, ha comenzado a sentir en su alma ado­
lescente durante los años del internado en Yecla.
Antonio Machado, en fin, recuerda una vez—-¡con qué pe­
netración psicológica valbra los hastíos de la incipiente ado­
lescencia!—las horas en que despertó su inquietud:
... ¡el primer hastío
en el salón familiar
las claras tardes de estío
en que yo empecé a soñar!
______________ (P . O ., 61) (31).

(29) Vida..., 13.


(30) O. 8., 169.
(31) E n o tro p oem a vuelve a escrib ir M ach ad o : “P a s a n la s h o ra s
ele h astío — p o r l a esta n c ia fa m ilia r,— el am p lio cu arto som brío— donde
yo em pecé a so ñ a r ” CP. O., 70).
¿Qué sueña su espíritu de poeta adolescente? Muchas cosas,
Pero, entre ellas, pocas hay más entrañablemente suyas que
la de dar expresión poética al misterio. “La belleza no está
en el misterio, sino en el deseo de penetrarlo”, escribirá
en 1904 a Unamuno. Aspira también, según confesión pro­
pia, a unificar los dispersos y hasta hostiles esfuerzos de
los jóvenes españoles “hacia un ideal que está más alto que
nuestra vanidad” (32).
.y Todos ellos sienten en los más íntimos entresijos del
alma, incitada por la lectura, una ambición indefinida de
eminencia espiritual y de activa eficacia. Todos, decenios
más tarde, acabarán siendo—O' llegarán a ser, no sé cómo
decirlo—literatos y soñadores. ¿Queda ahí, sin embargo, el
parecido de sus reacciones al inmenso estímulo de la lectu­
ra? En el momento tan decisivo y dramático de comenzar
a ser algo ¿se parecen todos no más que “en aspirar a hacer
algo que estuviera bien”, como con tan estudiada familia­
ridad dice Baroja, o en ser autodidactos, como asegura Sa­
linas?
El examen atento de su vida y su obra permite descubrir
una mayor complejidad en el parecido de sus reacciones ju­
veniles a ese primer contacto lectivo con la Historia y
con el ensueño. Parécense, desde luego, en aspirar a la emi­
nencia espiritual y activa; pero esto es cosa de todos los jó­
venes sensibles e inteligentes, y no peculiaridad de los que
luego constituirán nuestra generación del 88. Parécense, ade­
más, en dos notas que bien merecen mención explícita.
y Dije antes que en el conjunto de las lecturas comunes
a todos los futuros literatos del 68 predominan dos notas

(32) “A lm a s de jó v en es” , Ensayos, I, 530-531. T r e s añ o s m á s ta rd e


rep ite de nuevo A ntonio M achado— en v e rso e sta vez— la. definición
del p o eta laten te en su h e rm o sa c a r ta a U n am un o:

M a lm a del p o eta
se orien ta hacia el m isterio ,
(F. O., 76.)
distintivas: son, en su mayor parte, lecturas “europeas” y
“modernas”. A través de la literatura, del ensayo, del relato
histórico y del libro filosófico, entran sus almas en inmediato
contacto con la Europa “moderna”—tómese este vocablo en
su sentido historiográfico más estricto—y descubren la des­
lumbradora y terrible aventura hacia la total secularización
de la vida que desde el siglo xvii., y aun desde más atrás,
había emprendido el europeo. El arte, el pensamiento, el
vivir mismo de los hombres que se agitan en las páginas leí­
das—páginas de Shakespeare y Montaigne, de Hegel y Bai-
zae, de Leopardi y Stendhal—muestran o sugieren en el espí­
ritu lector, cuando éste es suficientemente sensible, la estre-
mecedora gigantomaquia de la Europa moderna en torno a
la autarquía del espíritu humano. “El tiempo y yo, contra
todos”, dice con irónico optimismo—esto es, con pesimismo
larvado—la sabiduría popular española; “mi naturaleza y
yo, contra todo”, ha proclamado, mucho más directa y orgu-
llosamente, el hombre europeo posterior al siglo xvi. Duran­
te los siglos xvii y xviil se vió bajo especie de “razón” la
índole de esa ambiciosa “naturaleza” ; en el remate del xix,
vacilante ya la antigua fe en la omnipotencia de la razón
humana, prefirió el hombre mirar en su “naturaleza” lo que
en ella hay de ímpetu vital, de “vida”. Razón y vida, por
muy ardua que hace unos lustros fuese la ya pasada con­
tienda éntre intelectualistas y vitalistas, han sido históri­
camente los dos motes sucesivos de una misma pretensión:
la pretensión que el hombre ha tenido y sigue teniendo de
bastarse a sí mismo en la tarea de hacer su propia vida,
y El anhelante contacto de nuestros adolescentes con los
testimonios escritos de esa gigantomaquia—en su segunda
fase, la antirracional o transracional, si se quiere mayor pre­
cisión—y el desabrido contacto de todos ellos con la España,
de su tiempo, tan yerma de encantos históricos, actúan de
consuno sobre sus almas y determinan en. ellas una reacción
semejante: un visible apartamiento de la ortodoxia, católica.'
Aquellas almas jóvenes, educadas en un catolicismo más con­
suetudinario que realmente vivido—tal vez deba exceptuarse
a Unamuno, por lo que de sí mismo cuenta—, carentes del
apoyo que presta a la fe una religiosidad socialmente vigo­
rosa, acaban por separarse de la pasiva creencia infantil y
aún de toda práctica católica regular.
El historiador católico—historiador soy ahora, aunque
sea tan cercano a mi presente el pasado que relato—debe ves­
tirse de una delicada cautela, puesto a comprender esta ju­
venil disidencia religiosa de nuestra generación del 98. Nin­
gún católico puede justificar la disidencia religiosa ele un
hombre, y menos aceptar los. juicios que acerca*de cuestio­
nes religiosas emita ese hombre desde su situación de disi­
dente. Esta aserción tan categórica tiene, sin embargo, un
exigente reverso: ningún católico debe juzgar ligera y des­
piadadamente los problemas religiosos de un hombre, cuan­
do esos problemas parecen—basta con que parezcan—since­
ramente vividos. Una disidencia religiosa es, desde luego,
absolutamente injustificable, pero en modo alguno tiene que
ser siempre absolutamente ininteligible.
A la vista de la disidencia religiosa de los jóvenes del 98,
comencemos preguntando: ¿daba aquella España de 1880
grande apoyo racional e histórico a la fe religiosa? Dios
concede a lo» hombres, a fin de que puedan acercarse a la
verdadera fe, los motivos de credibilidad y de credentidad
que en el dogma descubren y distinguen los teólogos. Quie­
nes nos llamamos cristianos damos a veces a los no cristia­
nos, con nuestra sequedad de corazón, nuestros descarríos
morales o nuestra rudeza intelectual, frecuentes motivos hu­
manos de descreencia. ¿Qué apoyos concedía aquella E s­
paña a la fe de los tibios y a la falta de fe de los apartados ?
Contestaré a esta grave interrogación con dos testimo­
nios de calidad, uno de aquellos años, otro de los nuestros.
En 1889 se celebró en Madrid el Primer Congreso Católico
Nacional Español. Menéndez Pelayo, que habló sobre La
Iglesia y las escuelas teológicas en Msyoiña, decía en él, Heno
de dolor y deseoso de esperanza—hallábase, según su propio
testimonio, entre “los más próximos al desaliento”—estas
significativas palabras: “¡Y. entre tanto los católicos espa­
ñoles (doloroso es decirlo, pero estos son ellas de grandes
verdades), distraídos en cuestiones estúpidas, en amargas
recriminaciones personales, vemos avanzar con la mayor in­
diferencia la marea de las impiedades sabias y corromper
cada día un alma joven, y no acudimos a la brecha cada día
más abierta de la Metafísica, ni a la de la .exégesis bíblica,
ni a la de las ciencias naturales, ni a la de las ciencias his­
tóricas, ni a ninguno de los campos donde siquiera se dilatan
los pulmones, con el aire generoso de las grandes bata­
llas!” (33). Entre aquellas “almas jóvenes” seducidas cada
día por “la marea de las impiedades sabias” estaban en 1889
las de los hombres del 98. ¿Acudía alguien provisto de efica­
cia histórica a la brecha de salvarles?
Constituyen el segundo de estos dos testimonios los va­
lentísimos e incuestionables juicios del P. Qromí acerca de
la crisis religiosa del joven Unamuno.\ El P. Oromí ve en
aquella España, mirándola desde la de 1942— ¡cuánto desen­
gaño, cuánto dolor en los setenta años intermedios!—, una
“religión decadente, virtualmente practicada por un clero
demasiado' metido en política, sin vigor apostólico y con mu­
cha ignorancia del credo que debía enseñar”. “Lo clerical y
lo eclesiástico estorbábanles—añade, refiriéndose a los inte­
lectuales disidentes del catolicismo—más que los mismos
dogmas. No fué la corrupción de costumbres lo que movió
a los jóvenes intelectuales a abandonar el dogma católico,
como suele decirse por ahí muchas veces por pereza inte­
lectual o por simplificar la historia, sino una verdadera indi-

(33) Ensayos de crítica filosófica, ed. de B o n illa y S a n M artín,


p ág in a 307. N o es m enos elocuente si epílogo de 1882 a, la Historia dfi
los heterodoxos españoles.
gencia intelectual que' se ha dejado sentir demasiado en el.
catolicismo español de estos últimos siglos...” (34).
Estos dos testimonios debieran ser suficientes—no sé si
efectivamente lo serán—para que los católicos españoles pro­
curemos entender históricamente aquella disidencia religiosa
antes de vituperarla o, lo que sería peor, antes de rodearla
de aspavientos.
Cualquiera que sea, sin embargo, la actitud judicativa
del considerador, ahí está el suceso. Unos cuantos jóvenes
españoles, más o menos firmemente educados en la fe cató­
lica y en una práctica consuetudinaria del catolicismo, pé­
nense en ávido, fervoroso contacto lectivo con buena parte
de la producción literaria europea y con otra, considerable­
mente menor, de la producción filosófica. La infantil adscrip­
ción de esos jóvenes a la fe y a la confesión católicas ape­
nas ha sido cordial e intelectualmente cultivada; el medio
histórico a que han abierto sus ojos adolescentes—un mundo
que se llama a sí mismo católico, carente, en cuanto cató­
lico, de toda ejemplaridad social, intelectual y artística y,
por añadidura, nada desvivido por conseguirla—ofrece muy
escasos apoyos humanos a una fe religiosa tan débil y ame­
nazada. El resultado no es, no puede ser fatal, pero tam­
poco deja de ser probable: esos jóvenes, inteligentes, sen­
sibles, deseosos de vida eficaz y egregia terminarán con fre­
cuencia apartándose espiritualmente—externamente tam­
bién, si el medio político y social lo permite—de la ortodoxia
católica (35).

(34) E l pensamiento filosófico de Wíiguel de TJnamuno, M adrid,


1943, p á g s. 48 y 51.
(35) A l co n tacto con el m undo h istórico “m oderno” y a la m en­
g u a d a ejem p la rid a d h istó ric a del cato licism o españ ol du ran te la s e ­
gu n d a m ita d del sig lo x ix — sá lv e n se u n a s cu a n ta s fig u ra s a isla d a s, y
a la cab e za la de M enéndez P e lay o — deben añ ad irse, p a r a com pren der
p sico ló gica e h istóricam en te el hecho de la frecu en te disiden cia re li­
g io sa de lo s jóven es, lo s m otivos dependientes de la p sico lo g ía de la
No es ésta, sin embargo, una nota biográfica privativa
de nuestra generación del 98, Desventuradamente, no lo es.
Ha sido más bien un suceso frecuente y monótono en la
biografía de los jóvenes españoles, desde que el catolicismo
español perdió su antigua ejernplaridad histórica; ha sido
un suceso archifrecuente durante todo nuestro siglo xix.
Cada uno de los jóvenes que integran el grupo del 98 vivirá
y expresará luego a su modo, muy individualmente, esta
experiencia común a todos ellos.
Ganivet declaró una vez no ser católico (36). Esta sin­
cera confesión suya no es óbice para que en toda su obra
exalte fervorosamente al cristianismo y reconozca la estre­
cha conexión entre la fe católica y la grandeza de España.
Lo más personal en la postura religiosa de Ganivet, a quien
el problema religioso preocupó sincera y hondamente, con­
siste en una suerte de misticismo deísta, entre estoico, escép­
tico y cristiano.. “El alma acuitada por el misterio de nues­
tro destino—escribe Fernández Almagro, buen entendedor
de Angel Ganivet—, busca la salida que mejor conviene a
su temple personal. Unamuno define tres y, en realidad, no
puede haber más: la resignación para el que sabe que no
se muere del todo; la desesperación para el de contrarias
creencias; una resignación desesperada, o una desesperación
resignada para el que no sabe ni lo uno ni lo otro. La última
actitud es la del escéptico : la de Ganivet” (37).

edad ju v e n il: la ten dencia a d istin g u irse del medio, el u rgen te latid o
de la carn e, etc. C uando el catolicism o se h a lla h istó ric a y socialm en te
“en fo rm a ” , es tam b ién eo ipso ca p a z de vencer tod os los escollos
op u estos a la buena, y firm e educación religiosa.
(3S) 1Vpistohmo, 274.
(37) Vida y obra de Angel Ganivet, 271-72. Quien desee conocer
con e x a c titu d y detalle la actitu d de G anivet an te su propio problem a
religioso, h a r á bien leyendo este libro de M. F ern án d ez A lm agro . L a
cuestión de la o rto d oxia o de la hetero doxia de los e sc rito s de G an ivet
e stá m in uciosam en te a n a liz a d a en Los intelectuales y la. Iglesia, de
G arc ía de C astro.
La vida religiosa de Miguel de Unamuno, perpetuo ago­
nista y agonizante en torno al problema de su propia in­
mortalidad, muestra al biógrafo cuatro etapas sucesivas:
sincera y devota fe católica cuando muchacho; en la adoles­
cencia, crisis hondamente vivida; un fugaz optimismo cien-
tificista en años de mocedad, “cuando era algo así como spen-
ceria.no” ; y, por fin, una religiosidad íntima, agnóstica, más
idónea al canto que a la expresión teológica, y la agonía
dubitante, y ese cristianismo dolorido y antidogmático de
que son testimonio Mi religión, La Fe, El sentimiento trá­
gico, La agonía del Cristianismo y San Manuel Bueno, már­
tir. “Mi religión—escribía Unamuno en 1907—es buscar la
verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas
de que no he de encontrarlas mientras viva; mi religión es
luchar incesantemente e incansablemente con el miste­
rio...” (38). “Yo no aseguro ni puedo- asegurar que hay otra
vida—confiesa en otro lugar— ; no estoy convencido de que
la haya; pero no me cabe en la cabeza que un hombre de
veras, no sólo se resigne a no gozar más que de ésta, sino
que renuncie a otra y hasta la rechace” (39). Unamuno fué
en este respecto lo qne él mismo llamaba “un hombre de
veras”. Otra vez afirma la intención religiosa de su obra poé­
tica y el sentido que esta obra tiene en la vida de un hom­
bre incapaz de “razonar” su propia religiosidad: “Esos sal­
mos de mis poesías... son mi religión, y mi religión cantada
y no expuesta lógica y razonadamente. Y la canto, mejor o
peor, con la voz y el oído que Dios me ha dado, porque no
la puedo razonar” (40) . “Dios en nuestros espíritus es Espí­
ritu y no Idea, amor y no dogma, vida y no lógica”,/había
dicho en 1900 (41), demasiado influido, tal vez, por sus co-

(38) “M i religión ” , Ensayos, II, 296.


(39) “M a te rialism o p o p u lar” , Ensayos, II, 453
(40) “M i religió n ” , Ensayos, II, 300.
(41) “L a F e ” , Ensayos, I, 250.
piosas lecturas de teólogos protestantes y desconociendo que
por amor, precisamente por amor, puede el Espíritu divino
hacerse dogma (42).
Azorín, que, como Unamuno, escribió páginas de acerba
crítica sobre la situación del catolicismo español en el filo
de los siglos xix y xx, ha dejado en su obra muy escasos
testimonios acerca de su intimidad religiosa. Parece entre­
verse en su alma un deísmo sentimental y adogmático, un
esteticismo religioso lleno de respeto para lo más esencial
del Cristianismo y gustador de todo lo que el Cristianismo
tiene de bello, de consolador, de amoroso. “Este es un pueblo
feliz”—se dice a sí mismo irónicamente el Antonio Azorín de
La Voluntad, paseando por Toledo—, “tienen muchos cléri­
gos, tienen muchos militares, van a misa, creen en el demo­
nio, pagan sus contribuciones, se acuestan a las ocho... ¿Qué
más pueden desear ? Tienen la felicidad de la Fe, y como son
católicos y sienten horror al infierno, encuentran doble vo­
luptuosidad en los pecados que a los demás mortales, escép­
ticos de las chamusquinas eternas, apenas nos enarde­
cen” (43). Otras veces se adivina en su sentimiento esté­
tico de la Naturaleza un leve panteísmo evolucionista, ver­
sión literaria, suavemente irónica, de cierto panvitalismo ro­
mántico (44). Pienso, además—con tierna simpatía, debo con­
fesarlo—, en el Azorín triste y silencioso que asiste en París,

(42) B a ste n e sto s b reves te x to s p a r a perfilar la p ecu liar posición


del p o eta y p en sad o r U nam uno an te el p rob lem a religioso del hom bre
M iguel de U nam uno. ¡C u án to bien hubiese hecho a don M iguel la lec­
tu r a de Dios y la deificación en la teología paulina, el estupendo t r a ­
b ajo teológico de X a v ie r Z ubiri!
A qu ellos a quienes in terese el tem a de la religiosid ad u n am u n ian a
deberán leer, a p a rte la s ob ras del propio U nam uno, los dos excelen tes
tra b a jo s que a c e rc a de su p en sam ien to han ap are cid o d esp u és de su
m u erte : el Miguel de Unamuno de Ju liá n M a ría s y ei libro del P. Grom í
a n te s m encionado.
(43) “L a V olu n tad” , O. 8., 150.
(44) P o r ejem plo, en “A nton io A zo rín ” , O. 8., 203.
en la iglesuela de San Julián el Pobre, a los oficios del rito
griego católico...
La incontinencia anticlerical y anticatólica de Baroja,
abiertamente brutal y blasfematoria en tantas ocasiones, es
bien conocida; tan conocida como el mismo Pío Baroja. “A
mí, cuando me preguntan qué ideas religiosas tengo, digo
que soy agnóstico...; ahora voy a añadir1que, además, soy
dogmatófago”, dice de sí mismo. Poco después añade: “La
gran defensa de la religión es la mentira... Con la mentira
vive la religión...” (45). Baroja explica su actitud antirreli­
giosa con razones biográficas e históricas. En Juventud, ego­
latría comenta así un pequeño episodio de su vida en Pam­
plona: “Aquella escena fué para mí, de chico, uno de los mo­
tivos de mi anticlericalismo.” Y en una conferencia auto­
biográfica que pronunció en la Sorbona, hacia 1924, declara:
“No es raro que haya sido anticatólico, antimonárquico y
antilatino, por haber vivido en un país latino, monárquico y
católico que se descomponía, y en donde las viejas pragmá­
ticas de la vida, a base de latinismo y de sentido monárquico
y católico, no servían más que de elemento decorativo” (46).
¿Quiere decir Baroja con estas palabras que habría podido
ser un católico sincero si hubiese vivido en un país viva y
efectivamente católico ?
Por mi parte, me resisto a creer que un hombre inteli­
gente y sensible—Baroja lo es, sin duda—se conforme, en
punto a religiosidad, con el groserísimo y vulgar anticleri­
calismo de los Blasco Ibáñez, los Azzati (47) y los Nakens.
En Camino de perfección describe las vicisitudes religiosas
de Fernando Ossorio. “A los doce años—cuenta Femando
Ossorio—mi nodriza me llevó a confesar. Sentía yo por den-

(45) ' Juventud,, egolatría, 3.a ed., 17 y 18.


(46) “D iv agacio n e s de a u to c rític a ” , en. Revista de Occidente, IV ,
1924.
(47) P o r dos v e ces cu en ta U nam un o en s u s Ensayos, con a sc o y
desprecio, u na conversación su y a con el p erio d ista A zzati.
tro, una verdadera repugnancia por aquel acto, pero luí, y
en vez de parecerme desagradable se me antojó dulce y grato,
como una brisa fresca de verano. Durante algunos meses
tuve una exaltación religiosa grande...” (48). Muchas pági­
nas después describe así Baroja la intimidad religiosa de
su personaje: “El no creía ni dejaba, de creer. El hubiese
querido que aquella, religión tan grandiosa, tan artística, hu­
biera ocultado sus dogmas, sus creencias, y no se hubiera
manifestado en el lenguaje vulgar y frío de los hombres,
sino en perfumes de incienso, en murmullos de órgano, en
soledad, en poesía, en silencio. Y así, los hombres, que no
pueden comprender la divinidad, la sentirían en su alma, vaga,
lejana, dulce, sin amenazas, brisa ligera de la tarde que
refresca el día ardoroso y cálido” (49). Si tenemos en cuenta
que muchos episodios de la vida novelesca de Fernando
Ossorio son trasunto de otros pertenecientes a la vida real
de Pío Baroja, ¿deberemos pensar que late en el alma de
éste, consecutiva a una verdadera crisis religiosa y bajo la
espesa costra de su anticlericalismo, cierta religiosidad vaga,
un deísmo de tinte unamuniano?
Antonio Machado—agnóstico también, jacobino por con­
fesión propia, enemigo declarado de dogmas y de ritos—vive
en los senos de su alma, poética, irónica, angustiadamente,
una honda preocupación religiosa. ¿No es la misma de Una-
muno? Entre bromas y veras, confiesa el poeta:

Libros nuevos. Abro uno


de Unamuno.
¡Oh, el dilecto,
prodilecto
de esta España, que se agita,
porque nace o resucita!
Siempre te ha sido, ¡oh Rector
de Salamanca!, leal

(48) Camino de perfección, 8.


(49) Ibid., 124-25.
este humilde profesor
de un instituto rural.
Esa tu filosofia
que llamas diletantesca,
voltaria y funambulesca,
gran don Miguel, es la mía.
( P . G., 186.)

Esa filosofía “bogadora, marinera, hacia la mar sin ribera”


—esto es, hacia Dios—es la que quiere el triste Antonio Ma­
chado. Su idea de Dios—Dios como realidad ínsita en el hom­
bre y como creación inmanente del espíritu humano que le
busca—tiene tal vez una raíz en el pensamiento de Unamuno
y coincide extrañamente con la concepción scheleriana de
la Divinidad (50). Antonio Machado, menesteroso buscador
de Dios, aunque fuese por sendero extraviado
— guitarrista lunático, poeta,
y pobre hombre en sueños,
siempre buscando a Dios entre la. niebla,
(P. O., 89.)

dijo de sí mismo—, acaso no sea sino el malogro de un mag­


nífico poeta cristiano. Aquella España “vieja y tahúr, zara-
(50) D ice M ach ad o : “ Yo he de h acerte, m i D ios, cu a l tú m e hi­
ciste— y p a r a d a rte el a lm a que m e diste— en m í te he de c r e a r.” Y
en otro p o e m a: “ E l D ios que to d o s llevam o s— el D io s que tod os h a ­
cem os,— el D ios que tod os b u sca m o s y que n un ca en co n trarem os.— T r e s
d io se s o t r e s p e rso n a s— del solo D io s ve rd ad ero ” (P. G., 223-24). E sc rib e
S ch e le r: “L a m e ta físic a su p on e en el h om b re un sentido enérgico,
animoso. A sí se com prende que sólo en el curso de su evolución y del
crecien te conocim iento de s í m ism o llegue el hom bre a la conciencia
de s u p articip ació n en l a lucha p or l a “D iv in idad” y de se r coautor de
é s t a ” (Dte Bteílwng des M&nsch&n, i m Kosnios, D a rm sta d t, 1928, p á ­
g in a 112). L a p rogenie h e gelian a de e s ta id ea de la D ivin idad m e p a ­
rece evidente. E l p rob lem a de su s p o sib les relacion es con la id e a v e r­
dad eram en te c r istia n a de la D ivinidad— a lg u n a tiene— , no so y yo el
llam ad o a tra ta rlo .
gatera y triste” dejó en descarriada y delicada realidad lo
que había sido, estoy seguro, posibilidad espléndida.
¿Y Valle-Inclán, el carlista por estética? En. 1929 cum­
ple una famosa quincena en la Cárcel Modelo—pues qué;
¿no era también él, Valle-Inclán, un personaje del esperpento
español, un “Don Estrafalario”, como el de Los cuernos de
don Frioleraf—y llena así la ficha de ingreso: “Edad, cin­
cuenta y nueve años (tenía, en rigor, sesenta y tres); pro­
fesión, escritor; instrucción, sí; religión, católica.” Poco
antes de morir decía- a un amigo suyo: “Yo creo que siem­
pre he estado a bien con Jesucristo...” (51). ¿Cuál fué, allá
en los penetrales del alma de don Ramón, su personal modo
de entender ese “estar a bien” con Jesucristo? ¿Cuál fué la
verdadera religiosidad de aquel espíritu anhelante y discon­
forme ? ¿ Sería tal vez ese cristianismo estético, místico, cuasi-
panteísta, que transparece bajo las líneas damasquinadas de
La lámpada maravillosa?
Basten estos someros apuntes para caracterizar lo que
de singular hubo en las diversas actitudes religiosas de los
hombres del 98 (52). Cualquiera que cada una haya sido,
a ninguno de ellos ha vedado la observancia de una vida
honesta, sobria y limpia, así en el ámbito privado como en
el público. Quede expresa constancia de esta verdad en este
libro mío, que sólo bajo el imperativo de la verdad y de!
amor se mueve.
He dicho páginas más atrás que la reacción de los ado­
lescentes del 98 al mundo de sus lecturas juveniles muestra
en todos ellos dos notas análogas. Una, la común e indivi­
dual disidencia del catolicismo ortodoxo, ha quedado ya sufi­
cientemente descrita. La segunda de ellas se halla implícita

(51) M. F ern án d ez A lm agro , op. ctt., pág'S. 233 y 27?.


(52) L¡& p erip ecia re lig io sa de M aeztu se d a lla e x p u e sta por él
m ism o en el libro Hombres que vinieron a la Iglesia (y no “que vu el­
ven a l a Iglesia.” , com o errón eam ente re z a el título de la trad u cción
c a ste lla n a ), de von Sev erin L a m p in g , M adrid, 1945, p á g . 211.
en las líneas que anteceden y depende de la peculiar situa­
ción histórica del espíritu europeo en el momento en que
nuestros hombres del 98 perciben su incitante mensaje. A
fines del siglo xix es sustituida la antigua fe de los hombres
en su razón por una entusiasta afirmación de la vida porta­
dora de esa razón humana, una vida que en modo alguno
podría ser reducida a razones (sólo en el siglo xx se inten­
tará el penoso esfuerzo de dar expresión a las posibles “ra­
zones” de la “vida”). Empieza a fallar, por otro lado, la
segura confianza de los hombres en su propio progreso: el
optimismo progresista, tan incuestionable en los años que
preceden al vivir de los hombres venteadores y agoreros de
la crisis (Nietzsche, Dilthey, Ibsen, el propio Bergson), será
pronto signo de filisteísmo, como desde Nietzsche es moda
decir. Irracionalismo, sed de nueva vida espiritual, senti­
miento de amenaza y, a veces, pesimismo manifiesto—más o
menos cubierto por los velos de la estética y del hedonismo—
van siendo hacia 1890 las nubes de hogaño. “La generación
que recibió sus primeras impresiones científicas hacia los
años sesenta y setenta del siglo pasado—ha escrito Spran-
ger—, estaba completamente inmersa en las categorías bio­
lógicas y dominada por el esquema básico de la teoría de la
evolución, hasta el punto de que, como se sabe, muy notables
cultivadores de las ciencias del espíritu—Schaffle, Nietzsche,
Paulsen, von Gierke y temporalmente el mismo Dilthey—
esperaban que la salvación científica vendría de extender
estos conceptos fundamentales a sus propios problemas.
Hacia 1890 comenzó un giro decisivo en la vida entera del
espíritu. Desde entonces está lleno el aire de intuiciones fun­
damentales pertenecientes a las ciencias del espíritu, y su
repercusión sobre las ciencias naturales (por ejemplo, en el
modo de entender el concepto de forma y el de organismo)
es de todo punto evidente” (53).

(53) Psychologie des Jug&ndalters, 267-68.


Esa es la situación histórica del espíritu europeo que
confusamente perciben, cada uno a su modo, los hombres
de nuestra generación del 98. Para todos ellos, la vida es
superior e irreductible a la razón, el sentimiento superior a
la lógica, la sinceridad más valiosa que la consecuencia.
Cuantas palabras expresan, la actividad no racional de la
vida humana—pasión, voluntad, sentimiento, sensibilidad,
inefable, emoción-—se hallan estampadas con rara frecuen­
cia en las páginas de todos los escritores del grupo. Habrá,
ocasión de comprobarlo copiosamente en los capítulos ulte­
riores. En éste no pasaré de acreditar la verdad de mi aserto
con unos pocos textos demostrativos.
Unarmino pasó en su mocedad de un cientificismo pro­
gresista y spenceriano al invariable y bien conocido irracio­
nalismo de toda su vida restante. “¡Claridad! ¡Claridad!—ex­
clama una vez, lleno de acre ironía—. ¡Bendita claridad que
al matar lo indeterminado, lo penumbroso, lo vago, lo infor­
me, mata la vida!” (54). “¿Ideas verdaderas y falsas, decís?
—pregunta en otra de sus páginas, muy nietzscheanamen-
te—. Todo lo que eleva e intensifica la vida refléjase en ideas
verdaderas, que lo son en cuanto lo reflejen, y en ideas falsas
todo lo que la deprime y amengüe... Vivir verdad es más
hondo que tener razón” (55). No me sería difícil acopiar una
gran muchedumbre de textos semejantes.
Igualmente numerosos son en Baroja, Azorin, en Macha­
do, en Ganivet, en Valle-Inclán. “La única palabra posible
—piensa Fernando Ossorio en Camino de perfección—era
amar. ¿Amar qué? Amar lo desconocido, lo misterioso, lo
arcano, sin definirlo, sin explicarlo” (56). Baroja confiesa,
por su parte: “Si Mefistófeles tuviera que comprar mi alma,
no 1a. compraría con una condecoración ni con un título; pero

(54) ‘‘C o n tra el p u rism o ” , Ensayos, Ï, 401.


(55) “ L a id e o cra c ia ” , Ensayos, I, 238.
(56) Camino de perfección, 125.
si tuviera una promesa de simpatía, de efusión, de algo sen­
timental, entonces se la llevaría fácilmente.” Y más tarde
añade: “Se puede decir que en la Naturaleza no hay milagro,
pero también se puede decir que todo es milagro” (57). “Nos
sentíamos atraídos por el misterio”, define Azorín, mirando,
desde sus setenta años, los lejanos veinticinco de todos los
de la generación. “¡Qué mezquino—escribe Valle-Inclán, y
todos asentirían—, qué torpe, qué difícil balbuceo el nues­
tro para expresar este deleite de lo inefable que reposa en
todas las cosas con la gracia de un niño dormido!” (58). Ga­
nivet increpa en el Idearium a los cristianos que “en vez de
volar con las alas que les daba la fe, se arrastraron por las
bibliotecas”, y piensa que una cosmología cristiana—la cos­
mología que su gusto apetece—“no debería de ser una cla­
sificación ni una descripción, sino un cántico”. Y si esto
dicen los demás, ¿qué dirá Antonio Machado, el más poeta
de todos ellos? Mirar esclarecedoramente hacia el misterio
fuá su personal intuición del oficio poético. “He llegado a
una afirmación: todos nuestros esfuerzos deben tender hacia
la luz”, escribió en 1904 a Unamuno. Y más tarde:

E l alma del poeta,


se orienta hacia el misterio.
(P. O,, 76.)

Esa luz hacia que debe tender el esfuerzo de todos es, en su


caso, la luz que ilumina y muestra poéticamente, sin defi­
nirlo, el misterio inefable del hombre y del mundo. ¿No es
ella la que le hace ver un antagonismo irreductible y una po­
sible misteriosa concordia entre el pensamiento racional y
el sentir del corazón?

(57) Juventud, egolatría, 37 y 61. S o b re la “m iste rio sid a d ” del


a r te literario moderno, se g ú n B a ro ja , v é a se un artícu lo su y o en La
vida literaria, 18-V-1899, p á g . 316.
(58) “L a lá m p a r a m a ra v illo sa ” , O. O., I, 780.
La razón: “Jam ás podremos
entendernos, corazón
E l corazón: “Lo veremos."
(? . O . , 226 .)

Tal es la cosedla que los jóvenes del 98 obtienen de sus


lecturas juveniles y de sus primeros contactos con la. vida
histórica. Fáltales aún una experiencia terminal, decisiva en
el rápido tránsito desde su adolescencia hacia la vida crea­
dora: la experiencia de Madrid. “¿Hasta qué punto Madrid
—se pregunta Azorín, intentando definir, autodefinir a la ge­
neración del 98—influyó en la estética y en la psicología de
los escritores del grupo dicho?” (59). Vamos a verlo.

(59) “M ad rid” , O. 8., 989.


CAPITULO V

M A D R I D

S í , cada otoño ocurre. Son diez, veinte, cien muchachos,


entre los miles y miles que entretienen su naciente ambi­
ción y su hastío adolescente sobre el reps triste y fatigado
de los cafés provincianos: esos muchachos que en su humilde
estancia familiar, después de haber leído una novela suges­
tiva, un clásico latino o un tratado de Patología, sueñan po­
sibles vidas espléndidas. Diez, veinte, cien entre todos ellos
sienten crecer en sus almas un mismo deseo, un deseo cada
vez más imperativo: ir a Madrid, triunfar en Madrid. Piensa
uno ser escritor eminente, político otro, pintor famoso el ter­
cero, médico de moda éste, jurista o notario aquél. A Madrid,
a Madrid. Todos hacen su breve hatillo—un poco de ropa,
algunos libros, tal vez un retrato familiar o amoroso— ; todos
toman un billete de tercera, se instalan en un pupilaje mo­
desto, abren sus ojos ávidos a esta delgada luz castellana
y emprenden, bien provistos de las cartas de presentación
que tal o cual señor amigo Ies ha dado en el pueblo nativo,
el albur decisivo y fabuloso de las primeras visitas. ¿Cuán­
tos de ellos alcanzarán el lauro de vender pingüemente sus
cuadros, o el privilegio de editar “Obras Completas”, o la
modesta gloria cotidiana de adoctrinar historiadores, mate­
máticos, médicos en agraz? ¿Cuántos de ellos volverán, he­
ridos, a la provincia nativa o consumirán su mediocridad,
tal vez su resentimiento, en los cafés, en las viviendas sór­
didas, en las covachuelas de este Madrid abierto y desga­
rrado?
Todos los mozos que luego serán dichos “del 98” sienten
en su provincia esta urgente llamada de Madrid. Todos, cada
uno a su hora, van viniendo a la entonces Corte, donde Cá­
novas impera y cuando triunfan Echegaray y Galdós, Clarín
y la Pardo Bazán, Campoamor y Núñez de Arce, Ensebio
Blasco y Ortega Munilla. En 1880 llega Unamuno, apenas
cumplidos sus dieciséis años, a la estación del Príncipe Pío,
bien empapada su alma—él nos lo dice—de “vago romanti­
cismo vascongado”. Angel Ganivet en 1889; Baroja, de muy
niño, en 1879, y luego, de muchacho, en 1886. Valle-Inclán
en 1890, recién frustrada su licenciatura en Derecho y con
una carta para Miguel de los Santos Alvarez. Azorm des­
ciende de su tren levantino en el año de 1895. El mismo nos
ha contado su llegada: “La tarde era nubosa. El viajero es­
taba cansado y entumecido por tan largo viaje sentado en
las duras tablas del austero coche. Se sentía gozo al evadirse
del estrecho ámbito rodante y descender, de un brinco, elás­
ticamente, al ancho andén” (1). Machado viene a Madrid de
niño, y de muy joven—no sé la fecha exacta'—Maeztu.
La experiencia de Madrid será decisiva para la vida per­
sonal de todos ellos. ¿ Cómo ven a Madrid estos jóvenes sen­
sibles, inteligentes, lectores insaciables de todo cuanto su
provincia nativa podía ofrecerles, llenos de vaga ambición
literaria e intelectual? Antes de contestar a esta interroga­
ción—método obliga—propongámonos otra: ¿ qué ven en rea­
lidad, cuando llegan a Madrid? ¿Qué es Madrid?

(1) “M ad rid ” , O. 8., &57-58.


Conviene repetir lo que todo el mundo sabe y a veces
olvida de tanto saberlo, Madrid es el inconsistente esce­
nario en que se actualiza de continuo la historia regular
de España. Quiero decir, la historia correspondiente a los
días en que el español no se ha “echado al monte”. Madrid
es pura actualidad viviente, vida histórica montada al aire,
sin el soporte de una naturaleza vegetativa densa y mollar,
sin posible reposo en una tradición aplomada y mansa­
mente eficaz bajo las voces del tráfago cotidiano. Madrid
es una ciudad artificial, construida de súbito más bien que
nacida con pausa; y, por artificial, nerviosa, mudadiza.
Madrid es todo eso; y, sin embargo...
Llegad a Madrid desde cualquiera de los costados de
España. Podéis hacerlo, porque para ser y por ser centro
lo edificaron. Quienes vengáis de Levante, avistaréis Ma­
drid largo tiempo después de haber dejado atrás el hu­
milde hilo de verdura que dibuja el Jarama y bien ahitos
los ojos de la desolación roja y amarilla que hay entre
ese río y el engañoso arroyo Abroñigal. Si venís desde el
Sur, los llanos terrosos y secos de Pinto y Villaverde ya
os habrán hecho olvidáis—añorar, acaso—la húmeda opu­
lencia vegetal de Aranjuez o la línea heroica del Tajo to­
ledano. Quienes procedan del Norte deberán despedirse del
árbol tan pronto como rebasen los sotillos del Guadalix,
hasta el boscaje cultivado de Chamartín de la Rosa. No
será más pingüe la experiencia botánica de los que lleguen
de la Extremadura, una vez hayan franqueado el río Gua­
darrama, camino de Móstoles y Cuatro Vientos. Sólo los
afortunados que se decidan a penetrar por el Noroeste, a
través de la. Dehesa de la Villa y de Peña Grande, sólo
ellos serán acompañados hasta el mismo contorno de Ma­
drid por la fina y triste silueta del pino castellano; “El úl-
timo pino”, reza allí la divisa de una tendezuela, para ad­
vertencia y cautela del viandante ingenuo que se resuelva
a proseguir su empeño itinerario y quiera hollar el des­
igual pavimento de los Cuatro Caminos. Por todas partes
menos por una, esta península edificada que es el término
de Madrid se halla inmersa en la aridez: “la tierra seca, y
desnuda—do la regia Madrid tiene su asiento”, dijo en
verso, allá por el año Í88k, el aspirante a versificador Mar­
celino Menéndez Pelayo (2).
La. primera impresión del recién llegado a Madrid es
la sorpresa. Para algunos acabará siendo la experiencia
de Madrid una sorpresa agradable; para otros, una sor­
presa ingrata; para todos ha empezado por ser una des­
nuda e interrogante sorpresa: ¿cómo sobre este erial seco
y desnudo viven cientos de miles de hombres que diaria-
mente comen, beben y se abluyen? “Madrid, situé comme
en vedette au milieu des autres villes espagnoles, mais
auquel la nature a refusé presque toutes les conditions
nécessaires au développemení d’une grande ville”, senten­
cia un Manuel du voyageur impreso en 1908. Pero lo que
no da la naturaleza, lo conquistan el arte y el artificio.
Contra naturaleza, voluntad; sobre el erial, el campamento.
El viajero llegado a Madrid aprende pronto, si no lo
sabía ya, que esta ciudad no existe por nacimiento, sino
por factura. La fundó contra natura un acto de voluntad
histórica, y contra natura lo. sigue sosteniendo, exaltada
y concorde unas veces, desfalleciente y desacordada otras,
la voluntad histórica de todos los españoles: los españoles
que quieren mantener diariamente el ingente artificio de
Madrid, los que diariamente deciden seguir viviendo entre
sus muros y los que cada otoño hacen su hatillo y vienen
a conquistar su favor incierto.2

(2) “A lm an aqu e p a r a 1884” de MI Mercantil Valenciano, Tom o 1a,


cita del artículo “ 31 M adrid de S o la n a ” , de Agorín {A B O , 28-1-1945).
El origen artificioso, hazañoso de Madrid y la condi­
ción campamental que de su origen se desprende deter­
minan, en m i entender, la peculiaridad más destacada de
su vida. Mucho más que cualquier otra capital europea
—París, Londres, Roma—vive Madrid al día, en la pura
actualidad de su existencia histórica; o, si se prefiere más
familiarmente, de su propia “moda”, Sólo el vivir de Ber­
lín, ciudad casi tan artificial como Madrid, se aproxima
a la exclusiva actualidad, al nudo presente que es la vida
de los madrileños. En el diario movimiento humano de
París, de Roma o de Viena se articulan o ensamblan varios
estratos humanos históricamente distintos. Cuando Viena
salga del trance que ahora la atosiga—baste el ejemplo
vienés para ilustrar mi idea—se verán en los cafés de la
Mariahilfersírasse viejos que visten y saludan como apren­
dieron a hacerlo en 1900, in der schonen alten Zeit; y en
los cafés de la Schotíeníor, damas maduras que juegan a
los naipes y se locan como en 1916; y en los cafés del
Alsergrund, hombres que piensan y hablan como en 1925,
cuando sobre aquel distrito imperaba Freud. La vida his­
tórica de Viena o de París es infinitamente más compleja
que la de Madrid: aquí todos o casi todos, viejos y jóvenes,
vivimos—vestimos, hablamos, holgamos—al día; allí, en
Viena, en París o en Londres, junto a los muchos que nece­
sariamente viven al día, hay no pocos que viven a la anti­
gua, como en los años en que aprendieron a existir por sí
mismos. Salvo unos pocos, antes movidos por voluntad dia­
riamente ejercitada que por mansa costumbre, ¿cuántos
madrileños usan hoy la capa y el enhiesto mostacho
de 1915?
Teniendo Madrid tanto pasado, falta en él la tradición i
viva. En Madrid se vive en perpetua actualidad: casi todos
los madrileños vivían en 1925 según los cánones de 1925,
y en 1935 conforme a los de entonces, y viven en Í9U5 a
tenor de los de ahora. Hasta los más nostálgicos de otro
tiempo adoptan con celeridad los modos y las modas de
la hora que repudian y en que viven; su nostalgia es soñada
o hablada, no vivida.
¿En qué consiste lo. pura actualidad histórica en que
por tan exclusivo modo viven los madrileños? Desde hace
tres siglos, esa actualidad no es, desdichadamente, la actua­
lidad misma de la Historia Universal, sino una mixtura de
calidad, muy variable, compuesta siempre por dos ingre­
dientes distintos: uno, el que integran las creaciones histó­
ricas autónomas—“castizas”, como suele decirse—de los
españoles que residen en Madrid y van haciendo la his­
toria de España; otro, el que constituyen las reacciones de
los madrileños a los mensajes que de la actualidad histó­
rica universal a Madrid llegan. Apenas es necesario adver­
tir que entrambos momentos se imbrican y coinfluyen in­
discerniblemente, para desconcierto de casticistas y confu­
sión de importadores.
Esta perenne y exclusiva actualidad de Madrid, tan de­
pendiente de su origen artificioso y tan entrañada en la
constitución viviente de la ciudad, trae consigo otro de sus
caracteres diferenciales: la extremada, la terrible capad- -
dad disolvente de la vida madrileña. Es Madrid un molino
de tradiciones constantemente activo. Para que los madri­
leños vivan históricamente en la pura actualidad, es nece­
sario que todos ellos disuelvan sin demora el pasado más
inmediato. De ahí la condición olvidadiza de la vida his­
tórica española, y el aire despegado del madrileño—la
calidad “anticursi” que finamente le ha señalado Mariano
Rodríguez de Rivas—, y esta consistencia líquida, más aún,
espumosa de la sociedad de Madrid. En las ciudades de
tradición viva muy aplomada—Barcelona, para no descu­
brir sino el Mediterráneo—percibe el ajeno una dúplice
sensación de comodidad y de impenetrabilidad; la pisada
parece apoyarse en una tierra blanda y compacta. En Ma­
drid, ciudad con mucho “pasado”, pero sin “tradición” vi­

no.
viente, sin intrahistoria, como un campamento, siente ei
que llega a la vida propia de la ciudad una curiosa sen­
sación—¿agradable?: tal vez sí—de facilidad, de ligereza,
de acidez. Pensará que ha penetrado y se dirá para su
coleto el veni, vi di, vici. Lo pensará hasta que advierta con
extrañado encanto que no ha penetrado nada, porque está
caminando sobre espuma. Si tiene recursos y habilidad,
para proseguir tan peregrina andadura, sacará de su con­
tinuado esfuerzo una fingida impresión—una impresión
permanentemente provisional, si se me permite el giro—
de seguridad, de apoyo. Si no los tiene, quedará inmedia­
tamente despedido hacia el pasado y pronto será disuelto,
digerido, reducido a sombra o a recuerdo de sombra por
una sociedad que sólo como recuerdo admite su propio
pretérito. La tradición en Madrid tiene un nombre tre­
mendo: recuerdo. “¿Fulano? ¡Ah, sí, ahora recuerdo!”,
dicen siempre en Madrid los qué viven al día de los que
sólo hace meses “pasaron”. Madrid, antihoraciano, podría
decir en su escudo: Nulla renascentur. Mejor: Nulla prose-
quuntur.
Madrid, hervidero de pura actualidad. La esencia de
Madrid consiste, como del carácter nacional alemán ponti­
ficó Nietzsche, én estar siempre haciéndose;■y si esta sen­
tencia conviene in modo recto a todo organismo viviente
y real, puede también decirse in modo obliquo, hasta con
justificación reduplicada, de las ciudades que se definen
por vivir disolviendo su propia tradición. “¡A Madrid, a
Madrid!”, dicen cada otoño, sobre toda la haz de la in­
quieta y anchurosa España, unas docenas de jóvenes ávidos
de eminencia artística e intelectual y unos cientos de fun­
cionarios, menestrales y hombres de jornal, deseosos de
negocio o de soldada. Van, desde luego, a ensanchar un
poco el cuerpo de Madrid; van también a nutrir la hir-
viente actualidad de la vida madrileña, espuma, super­
ficie y espejo de la vida histórica española. Madrid es un
vórtice al revés, que en lugar de tragar hacia el fondo,
levanta perpetuamente hacia su pura actualidad—la ac­
tualidad de la historia de España—el nombre y la hazaña
de todos los españoles ambiciosos y disconformes con la
calma o la estrechez de su provincia nativa. Ortega les ha
dibujado un espléndido retrato: “me parece verlos—ha
escrito—en el rincón de un casino, silenciosos, agria la mi­
rada, hostil el gesto, recogidos sobre sí mismos como pe­
queños tigres que aguardan el momento para el magnífico
salto predatorio y vengativo
Esta condición campamentol y actualizadora de la vida
madrileña hace que Madrid arrastre hacia sí, vortigino­
samente, lo m ejor y lo peor de la provincia española. Todo
lo cual se expresa por doble modo, un modo efectivo y otro
simbólico, en la realidad material del cuerpo de Madrid.
Como siempre, el cuerpo es la expresión del alma.
Muestra el cuerpo de Madrid la terrible energía actua­
lizadora—permítanme los aristotélicos esta redundancia—
que distingue a la vida histórica madrileña, y empieza por
mostrarla efectivamente. Con otras palabras: hay algo en
el cuerpo de Madrid que expresa como efecto la operación
causal inherente a esa activa peculiaridad de su vida. El
brío actualizador, la sed de puro presente que tiene el vivir
de Madrid determinan dos efectos muy visibles en la arqui­
tectura de la ciudad: la falta de plan en su plano y la
caprichosa dispersión de sus monumentos arquitectónicos.
Mirad un momento el plano de Madrid. Veréis en él
—aceptadme, os lo ruego, esta pedantería botánica—una
inmensa hoja palminervia. y palmihendida, la hoja de
parra con que cubre su árida desnudez el cuerpo de Cas­
tilla. El peciolo de esta hoja de parra, interrumpido por
la estrecha ribera del Manzanares, está constituido por la
Casa de Campo y la Plaza de Oriente; es centro u ombligo
de la nerviación foliar la superficie del triángulo que se
extiende entre el edificio de la Capitanía General, la igle-
sia de la Encarnación y la Puerta del Sol; son, en fin, ner­
vios principales las calles de la Princesa, San Bernardo,
Hortaleza, Alcalá, Atocha, Embajadores y Toledo.
¿Quién ha dado a Madrid esta aproximada configura­
ción foliar de su plano? No ha sido un plan, sino el ca­
pricho sucesivo de sus hacedores; o, si se quiere, una serie
de planes, cada uno de los cuales ha buscado su primera
peculiaridad—hasta ahora, cuando menos—en desconocer
todo lo posible la existencia y la viabilidad de los ante­
riores. Si todo plan humano es, por definición, un acto
en que se cuenta con el futuro, los planes de los sucesivos
hacedores de Madrid fueron siempre una constante lucha,
una lucha vana y dramática contra un futuro que casi por
necesidad histórica había de empeñarse en desconocerlos;
lo cual ha sido tanto más grave y significativo, cuanto que
la edificación de Madrid comenzó hace tres siglos y medio,
a la hora en que ya se había iniciado entre los europeos
el hábito de calcular y prever a largo plazo sus obras sobre
la tierra. Madrid, por obra de su condición campamental,
ha sido un permanente Adán de~ su propia vida. Quien
sepa comparar el plano de Madrid con los planos de París,
de Viena o de Buenos Aires, tendrá ante sus ojos la prueba
suficiente.
La energía actualizadora de Madrid se expresa tam­
bién en la irregular dispersión de sus monumentos arqui­
tectónicos. Cada una de las situaciones históricas que ha
vivido Madrid ha dejado en la figura de la ciudad algún
testimonio pétreo de su capacidad creadora y de su esti­
lo: del M adridaustríaco quedan, con la plaza Mayor, los
palacios de Santa Cruz y de la Villa; el Madrid dieciochesco
e ilustrado dejó el Palacio de Oriente, el Museo del Prado,
la Casa de la Aduana, San Francisco el Grande, el Obser­
vatorio, la Puerta de Alcalá; el Madrid napoleónico y fer-
nandino, la Puerta de Toledo; el Madrid isabelino, el Pa­
lacio de las Cortes y la Biblioteca Nacional; el de la Res-
iaiiración, el Banco de España. ¿Puede descubrir alguien
la existencia de un plan en la necesaria dispersión topo­
gráfica de todas estas edificaciones? ¿Cuántas de ellas han
sido emprendidas contando con una perspectiva posible
en lo futuro? ¿Cuántas han gozado luego de la perspec­
tiva que al planearlas se previo? Las huellas visibles del
pasado de Madrid, tan dispersas e inconexas, demuestran
con ello lo que antes dije: son testimonio del recuerdo de
ese pasado, en modo alguno prenda visible de su tradición.
Mas no sólo se expresa efectivamente esa peculiaridad
actualizadora, tantas veces mentada, del vivir histórico
madriteño; muéstrase también simbólicamente. Como en la
figura humana hay a la vez efectos y símbolos de la pe­
culiar naturaleza del hombre, así los hay en la figura de
las ciudades. Madrid, vórtice absorbente y actualizador de
toda la vida de España, nutrido por un constante acarreo
de lo m ejor y de lo peor, no es tan sólo la actualidad his­
tórica del país; es también su compendio y su espejo.
¿No lo habéis advertido paseando por sus calles? Dejad
por un momento las calles y las edificaciones que pasan
por características de Madrid; dejad, sobre todo, esa pre­
tensión cosmopolita de la Gran Vía. Un día de verano,
cuando el sol hiere sin piedad el ámbito de las calles más
anchas, buscaréis alivio a vuestro sudor y elegiréis las ca­
lles estrechas y umbrías. Tal vez, por azar, sean estas las
que rodean a la iglesia de Santiago: calles del Biombo, de
los Señores de Luzón, de Santiago, del Espejo. ¿Estáis en­
tonces en Madrid? ¿Contempláis un rincón de ciudad an­
daluza? Si la acuidad del calor ha adormecido levemente
la clara vigilia de vuestra conciencia—lo cual no es insó­
lito durante nuestro estío—, acaso no sepáis resolver ese
dilema geográfico. Otra vez penetraréis en una de las an­
gostas vías que van transversalmente desde la calle de San
Bernardo a la de Fuencarral: Palma, San Vicente, Espí­
ritu Santo. Hay en una de ellas cierta tapia baja, encalada,
sobre cuyo borde asoman su follaje los impacientes arbus­
tos de un jardinillo interior. ¿Qué ciudad estáis viendo?
¿No sentís)la impresión de caminar por una de esas calles
sevillanas acostadas hacia la ribera de la Barqueta: calles
de Santa Clara, de San Vicente, de Teodosio?
Otras zonas de Madrid, tienen el corte y la atmósfera
de esos barrios porteños exentos de circulación rodada, hú­
medos, llenos de rumores humanos, olorosos a marisco y
fritura. Tal es el mundo que sugieren al buen conocedor de
España las calles de la Victoria, de Cádiz, de Fernández
y González, de Echegaray. Todas ellas representan en el
mosaico madrileño otras tantas zonas urbanas de Barce­
lona, de Gijón, de Cartagena, de Coruña. Madrid, tan poco
marinero, tan terrestre, cumple su destino de espejo y sím­
bolo copiando como puede algo de la condición marinera
de España. Más fácil le resulta adoptar la traza ancha,
abierta y humilde de los pueblos manchegos, ¡y así es tan
fielmente castellana nueva y manchega la franja meridio­
nal de Madrid, desde la calle de Santa Isabel hasta la de
Segovia, siguiendo el contorno de las Rondas, como es to­
ledano el Madrid en torno a la plaza del Cordón. Y aun­
que pasme a muchos, confesaré .que en más de una ocasión
he sentido en las afueras de Madrid el pálpito de hallarme
en las inmediaciones de una ciudad levantina. ¿No evoca
las afueras de .Valencia, por ejemplo, ese triángulo semi-
edificado que limitan las calles de López de Hoyos, Fran­
cisco Silueta y María de Molina, con su luz, su claro color,
sus dispersas masas ,de verdura y una valiente palmera, tan
terca y magníficamente empeñada en desconocer tos seis­
cientos cincuenta metros que la levantan sobre el mar ali­
cantino ?
Madrid, actualidad y recuerdo de España. Madrid, tam­
bién, compendio, espejo, símbolo de España. Lo sentiréis
en lo más vivo de muestra alma—con honda claridad, con
casi tangible delicadeza—si os decidís a una mínima ex-
cursión urbana. Elegiréis un dia fresco y soleado; no es
difícil hallarlo durante la ,primavera, y el otoño de Madrid.
Esperaréis la hora del crepúsculo vesperal, cuando la luz,
más azul unos días, más rosada otros, todavía permite re­
conocer con precisión figuras y colores. Entonces os diri­
giréis andando y, si podéis, en compañía amistosa, hacia
el Museo del Prado. Tal vez os convenga hacer breve es­
tación ante l a ,fachado, de la escalinata; cumplida la cual,
buscaréis la puerta principal del Museo, a espaldas de la-
estatua sediente de Velázquez. Haced allí nuevo y más largo
detenimiento. La visión de la ,gracia mesurada que la fá­
brica. del edificio tiene, habrá puesto en vuestro espíritu
orden y armonía. Contemplaréis luego lo que resta de aque­
llos cuatro hermosos cedros que d’Ors puso definitivamente
entre los cien mejores árboles del mundo—“¡cuán altos ár­
boles éstos, cuán nobles, dignos y profundos!”, ha dicho
de ellos—, y esta contemplación de la nobleza vegetal dará
nobleza al sentimiento de vuestra propia vida. Miraréis,
por fin, a través de ,las seis estupendas columnas dóricas,
la penumbra semiiluminada del pórtico central, y esa pe­
numbra os hará sentir en vuestra {alma el misterio de las
cosas y vuestro propio misterio.
Así llenos—así edificados, iba a decir—de geometría,
de vida y de misterio, penetraréis ¡en el pórtico y desde él,
puestos de espaldas al muro del Museo, resbalará vuestra
mirada sobre el redondo cuerpo de las columnas, se enre­
dará un momento .entre la fronda de los árboles del Prado
y se disparará hacia, el blanco fulgor del primer lucero. En­
tonces, amigos, estaréis en posesión de la emoción más
secreta, y propia de Madrid, compendio y espejo de España.
Descansa a nuestra espalda, sedimentado en figuras, lo
m ejor de la historia de España: en el Greco, la exaltada
ambición mística; en Zurbarán, la densa concreción ascé­
tica; en el Tiziano, el sueño del Imperio; en 'Velázquez,
nostálgica ya, la quintaesenciada elegancia de las últimas
victorias; en Goya, el estallido genial ¡del alma popular.
Corre ante nuestros ojos la pura actualidad, representada
por esos automóviles rápidos y luminosos que se deslizan
a lo largo del Paseo ¡y en torno a la fuente de Neptuno.
Junto a nuestro cuerpo, simbolizado por las seis columnas
vilanouianas, está el testimonio restante de los últimos em­
peños vigorosos y razonables de España: vivir razonable
y verdaderamente a la española y a la europea quiso, en
último término, el buen don Juan de Villanueva... Llena
el fondo, dando ¡al cuadro un lecho transparente y terso,
el aire de Madrid; ese aire finísimo, fresco y sedoso de los
crepúsculos equinocciales, al que perfora y argéntea con
brillo de plata recién creada el lucero vespertino. Y en me­
dio, nosotros, españoles, con el corazón tan en el centro del
tiempo que ha logrado evadirse de él, llena el alma de ,una
íntima sensación en la cual se mezclan extrañamente la
plenitud y el anhelo.
Entonces, y sólo entonces, Madrid nos habrá revelado
su secreto. Entonces nos habrá resarcido—maravillosa­
mente—de las heridas que acaso nos infirió ¡su terrible
energía actualizadora, su cruel despego, su acre y disol­
vente superficialidad, sus incómodas y brutales desigual­
dades, su insoportable madrileñismo casticista.

EL MADRID DEL 98

Así es Madrid, tal como yo lo veo. Nuestros mozos del 98


van acudiendo a él y se ponen en contacto con la ocasional
figura del Madrid de la Restauración, entre 1880 y 1895. La
vida madrileña es, según lo dicho, la pura actualidad de la
historia de España correspondiente a esos años. ¿Cómo ven
a Madrid nuestros recién llegados y sensibles provincianos?
Oigamos sus propios testimonios y tratemos de hallar, si lo
hay, el parecido existente entre todos ellos.
En un ensayo de 1802 recuerda Unamuno la impresión
de su primera llegada a Madrid, el año 1880, a los dieciséis
de su vida: “una impresión deprimente y tristísima, bien lo
recuerdo. AI subir, en las primeras horas de la mañana, por
la cuesta de San Vicente, parecíame trascender todo a des­
pojos y barreduras; fué la impresión penosa que produce
un salón en que ha habido baile público, cuando por 1a. ma­
ñana siguiente se abren las ventanas para que se oree, y se
empieza a barrerlo”. Descubre inmediatamente “rostros ma­
cilentos, espejos de miseria, ojos de cansancio y esclavos de
espórtula”. “Fui a parar—añade—a la casa de Astrarena...
y recuerdo el desánimo que me invadió al asomarme a uno
de los menguados balconcillos que dan a la calle de Horta-
ieza y contemplar desde allí arriba el hormigueo de los tran­
seúntes por la red de San Luis... Estas emociones reviven
en mí cada vez que entro en Madrid” (3). Para muchos ma­
drileños y para no pocos de los provincianos llegados a la
Corte, Madrid tenía acaso la superficial alegría del salón de
baile. Unamuno, apenas llegado, ve inmediatamente el reverso
directo de esa imagen: Madrid es un salón de baile, pero a
la hora triste y sucia en que comienzan a barrerlo.
Esta impresión se repite en el alma del Unamuno adulto
cuantas veces llega a Madrid. Madrid le desplace. No le odia
—“no dejo de guardar afecto—dice—a ese gran patio de
vecindad... a ese buen cotarro abierto a todo el que
llega...”—, pero siente ante él un innegable asco espiritual:
le llama “centro productor de ramplonerías” y le define a sí:
“Madrid pulula en vagabundos y atrae al estéril vagabun­
daje callejero... Madrid es el vasto campamento de un pue­
blo de instintos nómadas, del pueblo del picarismo” (4). La
moraleja no se hace esperar: “La mejor defensa es huir,
huir al desierto a encontrarse uno consigo mismo en él.”34

(3) “Ciudad, y c a m p o ” , Ensayos. I, 347.


(4) Ibvl., 355.
Sólo alaba de Madrid su cielo, sus “espléndidas puestas de
sol, magniñcadcras del que las contemple...” (5).
La actitud aversiva cié Unamuno ante Madrid se extiende
a todas las ciudades, y singularmente a las que pasan por
rnás “civilizadas” : “gracias a Dios—escribe ex abundantia
cordis—no vivo en ninguna de esas ciudades, todas iguales
y todas imitadoras de París; ... vivo en una vieja ciudad,
cuya vejez es juventud perpetua, entre doradas piedras que
resuman recuerdos. Y aun así, en cuanto puedo rae escapo
y me voy al campo a conversar con algún viejo pastor que
a solas largas horas bajo el desnudo cielo haya meditado
en la meditación eterna” (8). El contacto de Unamuno con
la ciudad produce inmediatamente en su alma el deseo de
huir. Quiere huir de la historia y chapuzarse, como él diría,
en la intrahistoria; o, mejor todavía, en el puro paisaje.
Sólo cambiará la "visión unamuniaiia de Madrid con la
vejez, inexorable hasta para quién, por haber sido llamado
en su juventud “niño viejo”, había hecho luego profesión
de “viejo niño”. La vejez trae a los hombres una ineludible
opción: o disconformidad, esto es, resentimiento, o confor­
midad, esto es, nostalgia. Nostálgico vive don Miguel cuando
en su magnífica senectud describe el Madrid de 1832. “¡Qué
nuevo Madrid este—ha dicho Antonio Tovar, muy certera-56

(5) Jbid., 380.


(6) “ D esah ogo lírico” , Ensayos, II, 515. Idén tico sentido tiene otro
p a s a je de Andanzas y visiones españolas. D esp u és de c a n ta r l a s be­
lle z a s de la d o ra d a S a la m a n c a — canta, a l a s p ie d ra s y vitupera, a lo s
h om bres que la s h ab itan —s e refiere a la ciu dad de éstos, de lo s hom ­
b r e s: “H a y o tra ciu dad que ni llevo ni quiero lle v a r a l ca m p o ... cuando
voy a. rem on tarm e a l hom bre p rim itivo. Y es la, ciu dad odiable y od io sa
del tr a jín so cial, de los c a fé s, de lo s ca sin o s y de lo s clubs, de lo s t e a ­
tros, de lo s p arlam en to s, la od iosa ciu dad de l a s v an id ad es y la s en vi­
d ia s. H uyo de e sta ciu d ad en cu an to puedo” (Andan-gas, 33) , Ju ic io s
a n á lo g o s sobre P a rís, “ que e s tá reven tando h istoria, la que p a s a y
m ete ruido” , pueden lee rse en Paisajes del alma, 95.
mente, en su recensión de Paisajes del alma—, hirviente de
populachería, en la que con visión angustiada y optimista
gusta de sumergirse don Miguel...!” (7). En 1932 era Una-
muno diputado de una República que, según su pro’pia sen­
tencia, “jugaba al republicanismo”. Esto le obliga a residir
otra vez en Madrid y a recordar, .morriñoso de sí mismo, el
Madrid que había conocido cincuenta y dos años antes. “Hoy
el comentador, rico de años y rico de recuerdos, y por he­
rencia, de esperanzas, recorre, .señero, lo que de su Madrid
de la mocedad' aún vive, para remozarse el corazón. Busca
frescuras, ya de fuentes, ya de verdor de vida” (8). ¡Qué
distinto Madrid va a contemplar y a sentir en su alma este
viejo saudadoso! “Se siente la llaneza de llanura alta, de
meseta, del Madrid llanero, manchego, popular”, piensa, a
orillas del Manzanares, “y se siente su alteza de altura se­
rrana y la cortesía del pueblo bajo que aprende siempre, y
la frescura y la claridad de sus praderías espirituales...
¡Llaneza, alteza, cortesía, frescura, claridad! ¡Y fuego! Y
recuerdos de mocedad de aprendiz de hombre en Corte”, con­
cluye, reiterando el tema de la nostalgia.
Un día sale a la calle Mayor, hacia la Cuesta de la Vega,
y ve la gente madrileña que por esa cuesta y la de San
Vicente baja a la hora en que el sol se pone hacia la Casa
de Campo. Cuesta abajo, viejo y a hora de vísperas contem­
pla el mismo paisaje urbano que vió por vez primera en 1880,
cuesta arriba, mozo y a hora de prima. ¿Verá en él lo mismo
que entonces, a los dieciséis años, y lo mismo que recuerda
en 1902, a los treinta y ocho? “Gente que baja hacia la pues­
ta del sol..., y entre esa. gente parejilas atortoladas. Y le
refrescan a uno la vista ellas, las muchachitas, en atavío
veraniego y ligerito, y hace que al cruzan-las se sienta el
ritmo de su respiración y el vaho tibio de su transpiración.78

(7) Escorial, núm . 47, p ág\ 142.


(8) Paisajes del alma, 142.
Tibio, pero a la vez, por íntimo y paradójico contraste, fresco,
con frescor de rocío mañanero... Un hálito de alegría conte­
nida y dulce, de contento de vivir mocedad. Y un aire de
bienestar que no se sentía antaño... ¡Ay, aquellos años de
las melancolías estudiantiles—comenta—■, en este Madrid
que ya uno, en la puesta de su vida, empieza a descu­
brir!” (Sj. ¿Dónde ha quedado aquella estampa repelente del
Madrid de 1880? ¿Qué cambio maravilloso trocó la “impre­
sión deprimente y tristísima” de entonces en la “alegría con­
tenida y dulce” de ahora? Entre las dos impresiones han
pasado—se han eternizado, preferiría decir Unamuno—más
de cincuenta años. Ha mejorado, indudablemente, el rostro
de Madrid. ¿Basta esa mejoría para explicar tan grave mu­
danza en el tono descriptivo? No lo creo. Hemos de pensar
también en los cambios sufridos por el descriptor. En esos
cincuenta años ha crecido don Miguel y ha declinado, y de
ahí su nostalgia. Todavía hay más. En esos cincuenta años
ha aprendido a soñar una imagen de España, la imagen una-
muniana. Pero sobre ello conviene no adelantar noticias.
La actitud de Azorín ante el Madrid que conoce es sen­
siblemente paralela a la de Unamuno. Avido de vida y de
ensueño llega a Madrid Antonio Azorín o, si se prefiere, José
Martínez Ruiz. Es el año 1895. ¿Qué ve Antonio Azorín de
la vida y del rostro de Madrid? Dejemos que nos lo cuente
su inventor y biógrafo: “En Madrid su pesimismo instintivo
se ha consolidado; su voluntad ha acabado de disgregarse
en este espectáculo de vanidades y miserias. Ha sido perio­
dista revolucionario y ha visto a los revolucionarios en se­
creta y provechosa concordia con los explotadores. Ha te­
nido luego 1a. humorada de escribir en periódicos reaccio­
narios y ha visto que estos pobres reaccionarios tienen un
horror invencible al arte y a la vida” (10). No es más favo-910

(9) Ibid., 177.


(10) O. S„ 144.
rabie el retrato de los políticos que en Madrid descubre: “No
hay cosa más abyecta que un político”, sentencia.
¿ Será más lisonjera ia visión azoriniana del rostro físico
de ia ciudad? Del Azorín joven conozco una estampa de Ma­
drid, una espléndida, pintura impresionista del paisaje que
hacia 1900 ofrecían las Ventas del Espíritu Santo. Es, a mi
juicio, la mejor página de prosa, impresionista de toda la
literatura castellana. Hay en ella, en primer término, una
viñeta de los diminutos hoteles del Madrid Moderno: “todo
chillón, pequeño, presuntuoso, procaz, frágil, ele un mal gusto
agresivo, de una vanidad cacareante, propia de un pueblo
de tenderos y burócratas” (11). En el cuerpo de la descrip­
ción, el ámbito suburbano de las Ventas va ofreciendo su
línea, su color, sus diversísimos sonidos, el movimiento de
los seres vivientes que le habitan, la luz y el temple del aire,
al avance lento y analítico del descriptor. Son puros y lim­
pios los menguados retazos de naturaleza que subsisten entre
los hombres y las obras humanas: un trozo de césped verde,
dos palomas, la mole del Guadarrama. El resto—hombres
y obras—todo es sucio, triste de veras o falsamente alegre,
en torno a la rítmica lanzada funeral que le atraviesa: “pasa
un coche fúnebre blanco, pasa un coche fúnebre negro...”.
El dolor, la suciedad, la estridencia y la muerte son ios cua­
tro elementos que integran la visión azoriniana del arrabal
madrileño.
Medio siglo más tarde recordará Azorín su llegada a Ma­
drid. La nostalgia y el peso de un desengañado sueño ponen
un dulce velo a la agrura de antaño. Este Azorín de 1943
preferirá recordar los pasajes más cómodos y los momentos
menos hirientes de su primer contacto con Madrid: recuerda,

(11) O. 8., 145. O tra p recio sa viñeta, del M adrid periférico— con
un im p o rtan te h a lla zg o e sté tico : el m isterio de los so la r e s— puede
leerse en el artícu lo "G u ía de fo r a s te r o s : la s R o n d a s” , recogido en
el libro Tiempo y cosas, Z a ra g o z a , s. a., pág-, 49.
empapado de mía suave melancolía—aunque, como Azorín
enseña, no sea Madrid muy propicio a ella—, un grupo de
cuatro o seis caballeros “en la puerta del teatro de Apolo,
entre el bullicio de la gente, en un ambiente de fluidez, ds
señorío y de modernidad” (12). ¡Qué inmensa distancia en­
tre el Madrid hirviente, incómodo y agrio, directamente vi­
vido en la mocedad, y en este Madrid preciso, pálido y ama­
ble que evoca el nostálgico recuerdo de la senectud:
Baroja resume sus experiencias infantiles de Madrid o,
más precisamente, su recuerdo senil de esa experiencia, con
las palabras que siguen: “tengo la impresión de que Ma­
drid no dejaba de ser, en su limitación y en su pobreza, un
pueblo alegre y pintoresco y fácil para todo el mundo” (13).
Veamos los objetos y los sucesos que Baroja recuerda y exa­
minemos su capacidad de engendrar esa impresión de ale­
gría y facilidad.
Tanto en Juventud, egolatría corno en sus recientes Me­
morias se complace Baroja evocando sus primeros recuerdos
de Madrid. El texto de la evocación es casi idéntico en los
dos libros: “Enfrente de nuestra, casa había un campo alto,
no desmontado aún, que se llamaba la Era del Mico. Tenía
una serie de columpios y de tíos vivos. Las diversiones de
la Era del Mico, las calesas y calesines que existían aún y
los coches fúnebres que pasaban por la calle, eran nuestro
entretenimiento desde los balcones de la casa.
Con un intervalo muy corto, hubo entonces dos ejecucio­
nes... y oímos vender en la calle la Salve que cantan los
presos al reo que está en capilla” (14).
Recuerda sus noticias sobre las dos cárceles de Madrid:
la del Saladero, para hombres, y la Galera, para mujeres.

(12) “M ad rid ” , O. 3., 958. R ecu érd ese lo elidió en el cap ítu lo -De
limo terrae.
(13) Memorias, XI, 118.
(14) Juventud, egolatria, 113, y Memorias, II, 103.
Transcribe luego una sucia cuarteta dedicada al Duque de
Sexto. Describe así el colegio a que asistió: <!un cuartucho
oscuro y estrecho en el que hacía de maestro un hombre tris­
te y tuberculoso”. Conserva también el recuerdo de los licen­
ciados de Cuba y Filipinas que mendigaban por las calles
“vestidos medio de soldados, medio de vagabundos”.
No es mucho más confortante el haz de las impresiones
procedentes de su segunda estancia en Madrid, a partir
de 1886. lili ambiente mezquino y achulado clel Instituto de
San Isidro, la ejecución de los tres reos del crimen de la
Guindalera, el flamenquísimo en apogeo, el Bodegón del In­
fierno, las casas de dormir, la muerte de Higinia Balaguer
en el garrote, el crimen de la calle de Santa Justa, los ga­
ritos y los astrosos billares de la Puerta del Sol. “En un
ambiente de ficciones, residuo del pragmatismo viejo y sin
renovación, vivía el Madrid de hace años. Otras ciudades
españolas se habían dado cuenta de la necesidad de trans­
formarse y de cambiar; Madrid seguía inmóvil, sin curio­
sidad y sin deseo de cambio... España entera y Madrid sobre
todo, vivía en un ambiente de optimismo absurdo. No había
curiosidad por lo de fuera. Todo lo español era lo mejor”
—dice Baroja, resumiendo sus juicios de estudiante univer­
sitario acerca de Madrid (15).
A nadie extrañará, leyendo estos recuerdos barojianos,
el rostro repelente y la sensación de inconsistencia que ofrece
Madrid en la obra literaria de Baroja: el Madrid de La busca,
de Aurora roja, de La dama errante. He aquí un expresivo
texto de La dama errante, que Baroja copia en sus 'Memorias,
como si fuese el trasunto más idóneo y fiel de su experiencia
de Madrid: “Madrid, entonces, era un pueblo raro, distinto
a los demás, uno de los pocos pueblos románticos de Europa,
un pueblo en donde un hombre, sólo por ser gracioso, podía
vivir. Con una quintilla bien hecha se conseguía un empleo
para no ir nunca a la oficina. El Estado se sentía paternal
con el picaro, si era listo y alegre. Todo el mundo se acos­
taba tarde; de noche, las calles, las tabernas y los colmados
estaban llenos; se veían chulos y chulas con espíritu chu­
lesco; había rateros, había conspiradores, había bandidos,
había matuteros, se hacían chascarrillos y epigramas en las
tertulias, había periodicuchos en donde unos políticos se in­
sultaban y calumniaban a otros; se daban palizas y, de cuan­
do en cuando, se levantaba el patíbulo en el Campo de Guar­
dias, en donde se celebraba una feria a, la que acudía una
porción de gente en calesines... Entonces, los alrededores de
1a. Puerta del Sol estaban llenos de tabernas, de garitos, de
rincones, lo que permitía que nuestra plaza central fuera una
especie de Corte de los Milagros. En la misma Puerta del
Sol se podían contar más de diez casas de juego, abiertas
toda la noche; en algunas se jugaba a diez céntimos la. puesta.
Los políticos eran, principalmente, chistosos...”
Nadie podrá afirmar que durante su niñez y su mocedad
viera Baroja en Madrid un pueblo alegre y fácil para todo
el mundo. Puesto ante Madrid, sus impresiones dominantes
fueron entonces el dolor, la suciedad, la muerte, la inconsis­
tencia. Mas cuando hayan pasado cincuenta años y para vivir
baste y sobre “en invierno, tener un sillón viejo, mirar un
fuego que arde; en verano, contemplar algo verde desde la-
ventana” (16), entonces los recuerdos de la lejana juventud,
por tétrica y desgarradora que sea la pura objetividad de
su contenido, dan una inevitable impresión de alegría, de lige­
reza, de facilidad ágil. Plasta en eí alma de los más tenaces
en el empeño de mostrar una apariencia de crudeza y aspe-
ridad.
Vengamos a Antonio Machado. ¿Cómo ha visto al Ma­
drid de su juventud? La obra poética de Antonio Machado,
tan visible e inmediatamente vinculada a su experiencia per­
sonal, nos da pronto respuesta cumplida. Habla el poeta una
vez a las encinas del Guadarrama y contrapone su hermosa
y auténtica realidad a la vanidad, a la inconsistencia de
Madrid:

y tú, encinar madrileño


bajo Guadarrama frío
tan hermoso, tan sombrío,
con tu adustez castellano•,
corrigiendo
la vanidad y el atuendo
y la heUqy&z cortesana.
(P. G., 120.)

Esta vivencia se repite cuantas veces tiene que aludir el


poeta a la realidad! o a la vida de Madrid. Más aún, a la
realidad o a la vida de toda gran ciudad:

En este remolino de España, rompeolas


de las cuarenta y nueve provincias españolas,
Madrid del cucañista, Madrid del pretendiente...,
(P . C., 312.)

define, con ocasión de su brindis en honor ele Grandmontagne.


Y en otro lugar, con muchas veras bajo la aparente broma,
estampa esta sentencia:
¡Este placer de alejarse!
Liondres, Madrid, Ponferrada,
tan lindos... para marcharse.
(P. C-, 128.)

La vida de la ciudad hastía a Antonio Machado. Ante


ella, la victoria es la fuga. Huir, huir de la ciudad, como
ese loco que pinta en Campos de Castilla■. Un loco huye de
la ciudad. ¿Quién es? ¿No es, por ventura, un Quijote más
triste que el de la Mancha, un Quijote sin Amadises a quie-
nes superar, un loco para el que sólo “hay un sueño de lirio
en lontananza” ?
H uye de la ciudad... pobres maldades,
misérrimas virtudes y quehaceres
de chulos aburridos y ruindades
de ociosos mercaderes.

H uye de la ciudad. ¡El tedio urbano!


— ¡carne triste y espíritu villano !— .
(P. o., 123-124.)

“La mejor defensa es huir, huir al desierto”, nos ha dicho


Unamuno ante el espectáculo de Madrid. Lo mismo repite
Antonio Machado, tan fiel al común sentir de todos sus ca­
maradas.
' ¿Y Valle-Inclán? ¿Qué huella ha dejado el contacto ju­
venil con Madrid en la “verde senectud de dios pagano” que
Antonio Machado veía, en la espléndida madurez del gran
celta castellanizado? Tres ventanas principales hay en la
obra de Valle-Iñelán para contemplar su imagen del Madrid
en que vivió: La “Vista madrileña” de La pipa de Jcif y los
esperpentos Luces de bohemia y La hija del capitán (17). La
“Vista madrileña” es la estampa irónica, grotesca de una
calle popular de Madrid: pregones, murguistas, ambiente de
taberna, tranvías chirriantes y un pueblo miserable o brutal
son los elementos de la descripción. Una luz agria ilumina
el cuadro:
Agria y triste brota
la luz, 'una nota
de cromo y añil.

(17) El ruedo ibérico y Farsa y licencia dé la reina castiza , no


deben e n tra r en cuenta. Contienen, ciertam en te, una. visión de M adrid,
pero no del M ad rid vivido p or V alle-Inclán . Son u n a invención lite raria,
valle-in clanesea, del M adrid isabelino.
Pueril y lejana
tañe una campana
su reso monjil,
h a tapia amarilla,
color de Castilla,
da. un rejtejo hostil.
(O. O., I I , 1957.)

Luces de bohemia—un sainete transfigurado por ei sarcas­


mo, según la aguda y certera definición de Fernández Al­
magro—nos hace ver un Madrid acre, desgarrado, descom­
puesto. Sólo el dolor presta, verdadera dignidad humana a
las vidas que Valle-Inclán copia o inventa; y cuando no apa­
rece el dolor, la realidad de la vida madrileña pierde su con­
sistencia y se convierte ante los ojos del escritor en pura
farsa grotesca. He aquí un apunte del Madrid oficial y pos­
tizo, muy demostrativo de lo que digo: “Zaguán en el Mi­
nisterio de la Gobernación... Mesa con carpetas de badana
mugrienta. Aire de cueva, y olor frío de tabaco rancio. Guar­
dias soñolientos. Policías de la Secreta.'—Hongos, garrotes,
cuellos de celuloide, grandes sortijas, lunares rizosos y fla­
mencos—■. Hay un viejo chabacano—bisoñé y manguitos de
percalina—, que escribe, y un pollo chulapón de peinado relu­
ciente, con brisas de perfumería, que se pasea y dicta
humeando un veguero. Don Serafín, le dicen sus obligados,
y la voz de la calle Serafín el Bonito” (18). Los cafés, las
redacciones, las oficinas públicas, todas las instituciones po­
líticas y sociales—acéptense con la mínima ironía tan solem­
nes adjetivos—del Madrid de los esperpentos, dejan ver siem­
pre una nota descriptiva fundamental y común a todas ellas:
su grotesca inconsistencia, su oquedad aparatosa. La visión
esperpéntica de las calles humildes y del pueblo bajo hiere
el alma, en cambio, con una impresión bien distinta: la pro­
pia del dolor desgarrado y gesticulante en que viven, Incon-
sistencia grotesca y dolor desgarrado, desigualmente mez­
clados entre sí, según el asunto de la descripción, definen la
peculiaridad de la vida madrileña que Valle-Inclán ve. Para
expresarla ha inventado Valle-Inclán el “esperpento” ; el cual,
según definición de su propio autor, pretende reflejar, siste­
máticamente deformada por un espejo cóncavo, “toda la vida
miserable de España”. Madrid, símbolo de España; el esper­
pento, espejo cóncavo del símbolo.
Madrid ofrece un mismo rostro a todos los provincianos
del 98 (19). Cuando eran más ostensibles el bobo optimismo
y la alegría zarzuelera de los bien instalados en la vida ma­
drileña—“sociedad desvencijada”, la llamó por entonces Ga­
nivet—, estos jóvenes sensibles y ambiciosos tienen la osadía
de ver y describir un Madrid de arrabal, agrio cuando mues­
tra el verdadero sabor de su vida, grotesco cuando enseña
la película histórica que cubre y esconde tan desabrida en­
traña. Una acritud sucia, dolorida y dolorosa en los seres
que viven subhistórica y realmente; una radical inconsisten­
cia en los que viven oficial e históricamente: he ahí las dos
notas fundamentales del Madrid que ven y describen, a poco
de llegar, todos los miembros de la generación. ¡Qué enorme
contraste entre la aparatosa falsedad del Madrid que descu­
bren y la autenticidad—dura y bronca, tal vez, pero recia
y consistente siempre—del campo provincial y nativo!
¿Qué origen, qué sentido tiene esta curiosa unanimidad

(19) No creo que d iscrepe mucho de ese rostro de M ad rid el que


G an iv et vió, en cu an to puede ad iv in arse b ajo la s p á g in a s del Epísto­
la,rio y de Pío Cid. O tro tan to digo resp ecto a M aeztu, “H a y u n M a ­
drid— escrib ía M aeztu en 1903— in grávid o, flotante y sin raíces, a lre ­
dedor de la política, de los periód ico s y de la s te rtu lia s lite ra ria s, un
M ad rid d e scastad o , que vive en tre calles, a la luz artiñ cial, lejo s del
sol, del cam po y de la triste y e sp a c io sa E s p a ñ a ... Como c a re ce de
raíces, s u s p asio n e s son efím eras, su s g u sto s v o lan d eros; ... le fa lt a
fu e rz a de aten ción p a r a p en etra r la s c o sa s s e r i a s ...; ab orrece cuanto
e s sólido, duradero, d efin itiv o ...” (Alma Española, núm, 2, 15-XI-1903).
en la índole de los elementos urbanos percibidos, en las ex­
presiones con que se les describe y juzga, en los sentimientos
subyacentes a la descripción? Tengamos en cuenta que en
ninguno de nuestros escritores existió jamás el propósito
de hacer una descripción objetiva de Madrid. Sus impresio­
nes y sus apuntes son siempre literarios y, si se me permite
la redundancia, “impresionistas”. El autor se sitúa frente
a la totalidad de sus experiencias madrileñas—imágenes vi­
suales y auditivas, reacciones sentimentales, etc.—y elige
entre todas ellas las que juzga más adecuadas al propósito
de expresar literariamente su personal y ocasional modo de
ver y sentir a Madrid, su vivencia de Madrid. Es aquí, por
lo tanto, donde comienza, el verdadero problema: ¿qué tenía
aquel Madrid para que, visto por los ojos de nuestros jóve­
nes, fuesen precisamente las zonas más agrias y más incon­
sistentes de su vida las que mejor podían caracterizarle?
Madrid es siempre, dije antes, la pura actualidad del vivir
histórico de España. He ahí la clave para entender la pe­
culiar índole de esas reacciones literarias ante Madrid y la
innegable comunidad que entre todas ellas existe. La úna-
gen literaria de Madrid que nos han legado los jóvenes del 98
es, sencillamente, la consecuencia y el símbolo de su pro­
funda disconformidad con la historia de España entonces
en curso. Imaginemos por un momento que la realidad física
de aquel Madrid—las calles, las edificaciones, los arrabales
del Madrid de 1890—hubiese sido escenario de una vida his­
tórica distinta de aquélla y más acorde con la vaga ambi­
ción de los hombres del 98. En tal caso ¿no sería también
distinta su visión literaria de Madrid? Es precisamente la
vida del Madrid que descubren—mejor: la vida histórica de
aquella España, la “España oficial”, como desde entonces es
costumbre decir—el estímulo que engendra en todos ellos el
asco y el desvío.
También París tiene un arrabal sucio y desgarrado; no
es, sin embargo, la vida de ese arrabal lo que recuerdan y

a
destacan los provincianos franceses que llegan a París, cuan­
do se sienten bien instalados en la historia de Francia. En
el corazón del siglo xix conoce París el provinciano Ernesto
Renán. ¿ Qué recordará, ya maduro, del París visto al ilegar ?
Que él nos lo diga: “Desde una pequeña ciudad, la. más oscura
de la provincia más perdida, fui lanzado, sin preparación,
al medio parisiense más vivaz. El mundo me fué revelado:
mi ser se desdobló, y el gascón se alzó sobre el bretón...
Había vivido hasta entonces en un hipogeo, iluminado por
lámparas humeantes; ahora, el sol y la luz me iban a ser
mostrados... AI día siguiente salí hacia París; el 7 vi cosas
tan nuevas para mí como si hubiese sido lanzado brusca­
mente a Francia, desde Tahití o desde Tombuctú” (20). Renán
halló en París la vida histórica a que secretamente aspiraba,
y de ahí el tono entusiasta de su recuerdo. Los jóvenes del 98
ven en el Madrid de la Restauración la patente y chillona
actualidad de una vida histórica que les desplace, y de ahí su
agrura. Y como son literatos antes que toda otra cosa, lite­
rariamente expresan su sentimiento. Sólo cuando la nostal­
gia haga dulce lo que pasó, por el hecho de ser pasado—esto
es lo propio de “cualquiera tiempo pasado”, y no el ser mejor
que el presente—, sólo entonces se diluirá en la apagada
lejanía del recuerdo la hiriente acerbidad que tenían sus ex­
periencias cuando fueron recuerdo próximo o activa e inelu­
dible presencia.

(20) Souvenirs d^enfance et de jeunesse, P arís, C alm ann-Lévy, s. i..


p ágin as 158-171.
CAPITULO VI

AMOS AMBGO

X¿A llegada a Madrid y la experiencia de Madrid son dos


pasos decisivos y hasta cierto punto terminales en la confi­
guración histórica de nuestros jóvenes. Lo que ven, viven,
oyen y leen en el Madrid del fin de siglo da último sentido
a toda la experiencia anterior y pone último o penúltimo
remate en la edificación de su individual personalidad. El
recuerdo de la provincia nativa adquiere entonces el cariz
que antes descubrimos; la disconformidad con la vida histó­
rica ele España, apenas esbozada antes del viaje decisivo,
alcanza volumen visible y resuelta articulación. Ya están a
punto todos los componentes necesarios para que cada uno
vaya creando personalmente su propia vida: su peculiaridad
individual, modalmente cualificada por el temperamento na­
tivo y cincelada luego, más o menos eficaz y definitivamente,
por la educación familiar y social recibida durante los años
infantiles; su persona.! experiencia de España, en su cuádru­
ple dimensión física, histórica, provinciana y madrileña; la
idea que de la Historia Universal pasada y en curso han
recibido de sus lecturas juveniles. Es, dichas las cosas en
términos biográficos, el delicado momento en que la vaga
ambición con que se inicia la adolescencia—inquietud la he
llamado otras veces—se convierte en una autoproposición
clara y resuelta. De querer “ser algo”, pasa el joven a una
resolución terminante: “esto quiero ser, esto quiero hacer”.
¿Qué quieren ser y hacer los mozos protagonistas de la
famosa generación? ¿Coincide, poco o mucho, el contenido
de sus autoproposiciones ? Coincide, por lo menos, en dos
rasgos muy concretos: todos quieren ser literatos; todos
quieren, además, ser y hacer algo importante en la vida de
España. Dejemos ahora el problema ele su común vocación
literaria y atengámonos a los nada chicos que plantea su
recién estrenada actitud frente a la vida de España.
Por muy singulares que sean estas actitudes individua­
les, todas ellas se asemejan en una nota fundamental: todas
comienzan negativamente, por una violenta repulsa de la
vida histórica española entonces en curso. La aguda sensi­
bilidad nativa, los ensueños adolescentes que suscitó la lec­
tura, la punzante displicencia de los contactos provincianos
con la vida histórica española y la decisiva experiencia de
Madrid actúan de consuno y determinan en todos ellos una
irritada disconformidad con la situación de España que con­
templan y conviven (1).
La miopía de los que se obstinan en hacer interpretacio­
nes gruesas del pasado ha construido, a la vista de este su­
ceso, una inducción tan rápida como errónea: tan agria re­
pulsa de vida española—piensan y dicen—no puede proceder
sino de una descastada hostilidad contra España misma y
contra la historia de España. A esta burda o maligna tesis
polémica conviene oponer otra, menos tosca y más acorde(i)

( i ) E s t e período de crític a violen ta y a g r e siv a de l a v id a esp añ o la


correspond e ap ro x im ad am e n te en tod os ellos a l quindenio 1895-1910.
U nam un o e s t á en S a la m a n c a ; los d e m á s en M adrid, com enzando su
c a r r e r a literaria, o habiendo en contrado y a cierto acom odo. L u eg o cam ­
b ia r á a lg o el m odo de su a ctitu d fre n te a E s p a ñ a ; pero, en u n os m ás,
en o tro s m enos, n un ca f a lt a r á de su producción e sc rita y ha.bla.da el
im properio crítico.
con la verdad: los mozos del 98 critican con literaria fero­
cidad la vicia española circunstante, pero esa crítica feroz—el
adjetivo es del propio Azorín—tiene como supuesto su entra­
ñable amor a España. ¿A qué España" Luego intentaré con­
testar pormenorizadamente esta ineludible interrogación. Por
ahora me limitaré a dar una respuesta perogrullesca: ama­
ban a una España, distinta de la que contemplaban; amaban,
a España porque no les gustaba la que veían, movidos por­
uña evidente y utópica “voluntad de perfección”. El proble­
ma del historiador consiste, justamente, en precisar la idea
que ellos tuvieron de esa “perfección”;
Por obra de la condición creyente y soñadora de los hom­
bres, el patriotismo consiste siempre en amar una determi­
nada idea histórica de la patria. Uno no ama a todas las
Españas históricamente posibles—rojas, azules, blancas o
amarillas—, sino tan sólo a las que se aproximan más o
menos a la imagen utópica de la España perfecta que como
modelo y patrón de su patriotismo tiene en su alma. ¿Qué
tendría de “amable”, por ejemplo, para un patriota católico,
una España hispaniparlante hecha según el gusto de los co­
munistas españoles? No perdamos de vista esta elemental
consideración ante el problema que nos plantea el innegable
amor a España de los hombres del 98.
Todos ellos aman a España y a su cultivada condición
de españoles. No en vano nacieron todos en el siglo inventor
y exaltador del patriotismo nacional. “Soy español—escribió
Unamimo—•, español de nacimiento, de educación, de cuerpo,
de espíritu, de lengua y hasta de profesión u oficio” (2); y la
expresión “me duele España”, tan personalmente suya, ha
quedado como un amargo tópico en nuestro lenguaje coti­
diano. En una ocasión, un señor B. D. F. pide epistolarmente
a Unamuno noticia sobre la vida y milagros de los escritores
jóvenes españoles. A. la vista de la bohemia literaria que2

(2) Niebla, 243.


hacia 1910 pululaba por Madrid, contesta así Unamuno a su
correspondiente: “En estos últimos años el campo de la lite­
ratura y el de la poesía en especial, había sido invadido por
un rebaño de esos árcades modernos que jamás se han acor­
dado de la patria ni del hogar.
Decía una vez Campoamor, hablando de Quintana, que
no podía convencerse de que fuera poeta un hombre que
jamás tuvo una nota ni* para Dios ni para la mujer, y yo
digo que me cuesta, por mi parte, convencerme de que lo
sea quien jamás tenga una nota para la patria ni para el
hogar” (3). España, siempre España en el centro del corazón
y de la obra:
¡Oh, Dios de Gavadenga y Boncesvalles,
Dios de Bailen, Señor de nuestra, hufíste,
que tu nombre, por tierras y por valles
bendigan de esta■España y la celeste...!
U . P . , 146.)

exclama, transido su ser de entidad española, y poniendo el


acento principal de su exaltación, no por azar, en. las gestas
más populares y defensivas—Covadonga, Roncesvalles, Bai­
lón—, al final de su soneto Al Dios de España (4). Y cuando
asciende a Gredos, cara al Ameal, siente que la luz llega al
corazón mismo de la “patria querida” :
aquí, a tu corazón, patria querida,
¡oh, m i España inmortal!
( A. P . , 277.) 34

(3) “E l e scrito r y el n om b re” , Ensayos, XI, 524. N o difiere m ucho


de este el ju icio de Azorín, en 1910, a c e rc a de lo s e scrito re s jó v en es de
en ton ces: “ L a n u eva gen eración de esc rito re s españ oles— escrib ía Azo-
rín— e s tá co m pleta y d esen fren ad am en te e n tre g a d a a l m á s b a jo y vio­
lento e ro tism o ... ¿Q u é p e n sa r de esta, generación que a s í ss afirm a
en la v id a y en el a r t e ? ” (“D os gen eracio n es” , en A B O , 19-V-1910).
(4) L a te s is “ teo ló g ic a ” de este soneto co n siste en a firm a r que la s
p a tr ia s so n m a n ife sta cio n es h istó ric a s de la “ley de D io s” . P o r virtu d
de la p a tr ia a d q u iriría el hom bre “fe en su destin o” .
¿Quién no podría allegar diez, cien textos de Unamuno, de­
mostrativos todos de la función entitativa que España cum­
plía en su corazón?
Azorín, inventor de la generación, toma la palabra por
todos ellos: “Be nuestro amor a España responden nuestros
libros. Los libros de Unamuno, de Baraja, de Maeztu, ios
míos. No creo que tenga yo ni un solo libro, en los cuarenta
volúmenes, ajeno a España.” Nosotros liemos sabido dar
—añade—“entonación lírica y sentimental a cosas y hom­
bres de España... Lo que los escritores de 1898 querían era
no un patriotismo bullanguero y aparatoso, sino serio, digno,
sólido, perdurable. A ese patriotismo se llega por el conoci­
miento minucioso de España. Hay que conocer—amándola.—•
la historia patria. Y hay que conocer—sintiendo por ella ca­
riño—la tierra española” (5). Este amor a la realidad y a
una idea ideal de España, si se me permite la expresión,
justificaría, piensa Azorín, la violenta agresividad crítica de
los escritores del 98: “El escritor—en este caso el del 98—
pone fe, confianza., amor, escrupulosidad en su trabajo. Cree
en la belleza y cree en España. Podrá haber en su produ­
cirse agresividades y acrimonias. La misma fe en su ideal,
opuesto a otro ideal, las motiva” (6). Sea cualquiera, nues­
tro juicio sobre las agresividades y acrimonias de entonces,
¿podrá negarse que es el amor a España la instancia que
suscita y empapa las páginas de Los •pueblos, de Castilla, de
Una hora ds España?
En uno de sus libros más agrios y agresivos, Juventud,
e g o la tría se cree Baroja en el deber de afirmar la existencia
y la índole de su patriotismo: “Yo parezco poco patriota
—declara—y, sin embargo, lo soy... Tengo normalmente la56

(5) “M ad rid ” , O. 8., 999.


(6) Void., 896. “Y n osotros, que la am am o s (a E s p a ñ a ) con todo
n uestro am or, porque hem os estu d iad o su h isto ria y e sta m o s com pe­
n etrados con su s a n h e lo s...” , decía Azorín en 1905, la época de sus
“fe ro ce s a n á lisis” (“L a p sico lo g ía de P ío C id” , O. 8., 1115).
preocupación de desear el mayor bien para mi país, pero no
el patriotismo de mentir. Yo quisiera que España fuera ei
mejor rincón del mundo... El clima de la Turena y de la
Toscana, los lagos de Suiza, el Rhin con sus castillos, todo lo
mejor de Europa, lo llevaría por mi voluntad entre los Piri­
neos y el Estrecho. Al mismo tiempo desnacionalizaría a
Shakespeare y a Dickens, a Tolstoi y a Dosíoievski, desearía
que rigieran en nuestra tierra las mejores leyes y las me­
jores costumbres. Mas al lado del patriotismo de desear, está
la realidad. ¿Qué se puede adelantar con ocultarla? Yo creo
que nada... Alguno dirá: este patriotismo de usted no es
más que una irradiación del egoísmo y de la utilidad. ¡Claro
que sí! ¿Es que puede haber otro patriotismo?” Llega Ba-
roja hasta a dar una definición del patriotismo: es—o debe
ser-—-“la verdad nacional, calentada por el deseo del bien y
por la simpatía” (7). Español “por esencia, por íntima na­
turaleza”, le considera César Barja. Lo es, en efecto; y no
sólo porque su modo de escribir, sentir y novelar permita
adscribirle a uno de los tipos psicológicos que convencional­
mente se consideran españoles “castizos”—su radical indi­
vidualismo, por ejemplo—, sino por “el anhelo de reforma
y la esperanza de mejora”—otra vez empleo palabras de
Barja—que laten bajo sus críticas “injustas y exageradas,
irrespetuosas y groseras”. ¿En cuántas novelas de Baroja
falta—brutalmente expresada, a veces—mía ostensible amar­
gura frente a las zonas miserables y dolorcsas de la vida
española ?7

(7) Juventud, egolatría, 41-42. P o d ría co n testarse a B a r o ja que


a d e m á s del “ p atrio tism o de d e se a r” h a y y debe h a b e r e l “p atrio tism o
de h a c er” . B a r o ja c o n te staría que él h a hecho un cen ten ar de libros,
d e los cu ales m á s de u n a vein ten a q u ed arán en l a s a n to lo g ía s; y que,
a d e m á s, él no h a sid o político, sin o escritor. T e rm in aríam os, en suma,,
discrepan d o en n u e stro s ju icio s a c e r c a de e s a in n egab le “ re a lid a d ” de
la v id a españ ola, y en n u e stra s id e a s en to m o a ese “ bien” que el
p a trio ta debe desear.
No menos patente y constante es la preocupación espa­
ñola en la obra lírica de Antonio Machado. Su patriotismo
es también—como el de Unamuno, Azorín y Baroja—un pa­
triotismo “de desear”. Desea que la “hermosa tierra de Es­
paña” se cubra de vida alegre y luminosa:
¡gentes del alio llano nurncmlino
que a Dios guardáis como cristianas viejas,
que el sol de España os llene
de alegria, de luz y de riqueza!;
(P . O., 138.)

y en ese cántico impetratorio está la cifra de su pasión


por España.
Más perceptible es aún, si cabe, la constante afección a
España en la obra de Ganivet y de Maeztu. Ganivet trata
el problema de España en sus dos obras capitales: directa­
mente en el Idearium, de modo alegórico en Los trabajos de
Pió Cid. Maeztu llega hasta a la conversión religiosa a fuerza
de sentir en las entrañas de su alma el problema histórico
de España. He aquí sus propias palabras: “Ha sido el amor
a España y la constante obsesión con el problema de su
caída lo que me ha llevado a buscar en su fe religiosa las
raíces de su grandeza antigua” (8). Y en cuanto al sentir de
Valle-Inclán, el más próximo quizás a la condición de lite­
rato “puro”, me conformo con transcribir unas palabras su­
yas, pronunciadas en el banquete con que en 1932 se cele­
braron sus fracasos oficiales y su cesantía: “España tiene,
como las monedas, dos caras: una, romana e imperial, y
otra, berberisca y mediterránea. España va a América como
una hija de Roma; pero lleva también la faz berberisca y
mediterránea. Como hija de Roma, lleva allí una lengua,
establece un cuerpo de doctrina jurídica y funda ciudades.
En la hora presente se quiere volver al bárbaro berberismo8

(8) Hombres que vuelven a la Iglesia, 222,


mediterráneo. Es necesario que volvamos la medalla y no
tengamos más que una faz: la que nos hace hijos de
Roma” (9).
Todos aman a una imagen y a un ensueño de España,
y todos repudian la España que sus ojos descubren. Aman
a España con amor amargo. Lo que su amor tiene de posi­
tivo lo veremos luego; lo que tiene de amargo—su violenta
crítica de aquella España—voy a exponerlo ahora. Cum­
pliré mi propósito poniendo en orden sistemático las expre­
siones que nos revelan esa critica amargura.
Creo no proceder con excesivo artificio ordenando ios
juicios de la generación en tres grandes apartados, correspon­
dientes a otras tantas fracciones sistemáticas de la vida
española:

1. Crítica de la vida española en lo que ésta tenía enton­


ces de “civilizada” y “moderna”. La repulsa se referirá unas
veces a la vida civilizada y moderna en sí, y otras a la ma­
nera española de copiarla.

2. Crítica de la historia de España y de las formas de


vida que, a modo de secuela, actualizaban entonces la frac­
ción inaceptada e inaceptable de esa historia.

3. Crítica de la peculiaridad psicológica del hombre es­


pañol, así la dependiente de su índole nativa o racial (cas­
ticismo de casta, temperamento) como la engendrada por
la singularidad de la historia de España (casticismo histó­
rico).

Trataré de contestar sucesivamente a cada una de estas


cuestiones. Pero antes de iniciar la respuesta, no estará de
más advertir al lector que sólo por vía de abstracción ra­
cional pueden aislarse esos tres elementos integrantes de la9

(9) T r a e e s ta s p a la b r a s M. F ern án d ez A lm agro , op, d t., 2S7.


realidad y de la crítica. Como decía el propio Unamuno, es
“descabellado el empeño de discernir en un pueblo o en una
cultura, en formación siempre, lo nativo de lo adventi­
cio” (10).

V E R S IO N E S P A Ñ O L A DE L A V ID A M O D E R N A

Hay en todos los hombres del 98, más o menos visible,


cierto desdén por las formas de vida que suelen llamarse “ci­
vilizadas” y “modernas”, cuyo último fundamento es la me­
canización técnica del existir del hombre. Todos prefieren el
paisaje a la fábrica y, como Unamuno, combatirían “la creen­
cia de que la civilización está en el retrete, en las calles bien
encachadas, en ios ferrocarriles y en los hoteles” (11). Del
espíritu moderno aceptan y aun reclaman, en cambio, el prin­
cipio de la libre discusión de todo lo discutible y la tesis de
una convivencia política basada en esa libre discusión, en
la sinceridad, en el decoro del vivir y en un relativo respeto
—la relatividad atañe, es obvio, a la expresión verbal—
frente a la vida del prójimo (12).

(10) “ E n torno a l c a stic ism o ” , Ensayos, I, 107.


(11) “ Sobre la p o rn o g ra fía ” , Ensayos, II, 394. Asorín, M aeztu y
B a r a ja ge su m aro n fu g az m en te a l coro de los que e sp e rab an de “ re g e ­
n eración ” tecniñcando a E s p a ñ a ; “ jap o n izán d o la” , como les decía U n a ­
muno. P e ro en su contribución a la c a m p a ñ a re g e n e rativ a hubo m á s
a lh a ra c a que convicción real y verd ad era. E n el fondo, p a r a todos
ellos, com o p a r a G an ivet, “ la h a b a n e ra p o r sí so la v a ld ría p or to d a la
producción de los E s t a d o s U n idos, ain excluir la de m áq u in as de co ser
y a p a r a t a s telefó n icos” . L u eg o volveré a t r a t a r del tem a.
(12) V éan se dos ta ja n te s ju ic io s de U nam uno, m u y ex p re siv o s del
se n tir de su ge n eración : “N o h a y n ad a que no deba exam in arse. D e s­
g ra c ia d a la p a tr ia donde no se perm ite an a liz ar el p atrio tism o ” (“ V er­
d ad y V id a ” , Ensayos, II, 3 0 9 ); “R eclam o m i lib ertad, m i sa n ta lib e r­
tad, h a s ta la de contradecirm e, s i lle g a el c a s o ” (“M i religión ” , E n­
sayos, II, 301). B a r o ja se d a p or satisfech o habiendo vivido en u na
época en que pudo escrib ir cuanto quiso, y sólo a ñ o ra la posibilidad,
y a perdida, de v ivir com o lo hizo en un hotel de L o n d res; en el cual,
¿Ven conseguido esto en una, España que proclama estos
mismos principios y se llama a sí misma liberal? En modo
alguno. De aquí que los dardos de su crítica se enderecen,
muy en primer término, contra dos blancos distintos: for­
man el primero los hombres e instituciones de la vida espa­
ñola que, titulándose liberales y modernos, no saben o no
quieren cumplir españolamente los anteriores principios;
constituyen el segundo las instituciones y los hombres que,
por empeñarse en conservar formas de vida ya prescritas,
niegan programáticamente la validez de les principios suso-
mentados y hacen imposible su efectividad.
Unamuno va a la cabeza del grupo en este empeño disec­
tor y crítico. He aquí, densamente arracimados, algunos de
sus textos y juicios más significativos.
Afirmación de la estructura “moderna” de la vida espa­
ñola, no obstante la peculiaridad de la historia de España:
“la estructura económico-social de nuestra actual sociedad
española... es más análoga acaso a la estructura económico-
social de la actual sociedad noruega que a la de nuestro
pueblo en los siglos xvi y x v i i ” (13).x
Carácter radicalmente adversativo, polémico, de los par­
tidos políticos españoles, ausencia de espíritu constructivo:
“Puede decirse que nuestros republicanos no son sino anti­
monárquicos y no sino antirrepublicanos nuestros monárqui­
cos” (14).

a l cabo de u n os cu an to s d ía s de e stan cia, le d ijero n : “ Señor, si u sted


nos diera su nom bre podríam os en treg arle su corresponden cia algo
a n te s.”
(13) “ L a regen eració n del te a tro esp añ ol” , Ensayos, I, 180. E n
Del sentimiento trágico a firm a rá su id ea del radica,! m edievalism o de
la E s p a ñ a a u té n tic a : “ se m e a n to ja que e s m edieval el a lm a de m i
p a t r ia ” (Ensayos, II, 948). T e n g a m o s p resen te e s ta contradicción entre
la “ su stan cia,” y la, “ co rtez a ” de l a v id a esp añ o la que U n am un o ve,
si qu erem os en tender de v e r a s el sentido de s u s c rític as. M á s adelan te
aparecerá, o tra v ez este tem a.
(14) “L o s a n tip o litic ista s” , Ensayos, II, 63T.
Cobardía civil, afán de irresponsabilidad personal como
rasgo definidor de la vida política y social moderna, singu­
larmente la española: “El gran principio de la vida social
moderna, sobre todo en nuestro país, es el principio de la
delegación: lo delegamos todo, Y no son los que más truenan
contra el autoritarismo los que menos buscan apoyarse en
ajena autoridad” (15).
La mendacidad, hábito operativo fundamental de la vicia
política española que Unamuno contempla: “Nuestro Par­
lamento, esa catedral de la mentira” (18). Y en otro lugar:
“Nada puede sustentarse sobre la mentira. Es la raíz de las
raíces de la triste crisis por que está pasando España, nues­
tra patria. Todo se quiere cimentar sobre la mentira” (17).
Dogmatismo, intransigencia, intelectualismo (en el sen­
tido unamunia.no de esta palabra: vide infra) de' los libre­
pensadores y cíe los sedicentes liberales españoles: “Los li­
brepensadores españoles profesan el librepensamiento a la
católica española; sustituyen la superstición religiosa con
la superstición científica... y si antes juraban por Santo To-*
más, luego juran por Haeckel o por otro ateólogo cualquie­
ra” (18). “Esos dos bandos (intelectuales católicos e inte­
lectuales no católicos, que de hecho resultan anticatólicos)
luchan dándose cara, es decir, mirando los unos a un lado y
los otros al otro, pero en el mismo terreno, sobre el mismo
plano de la intelectualidad. Y ¡ay del que les dirija su voz,
o desde arriba o desde abajo de ellos..., desde el suelo de
la espiritualidad o desde el suelo de la carnalidad! Unense
unos y otros en reputarle loco o bruto” (19).

(15) “ Sobre la consecuencia, la sin cerid ad ” , Ensayos, I, 829.


(18) “ ¿Q u é e s v e r d a d ? ” , Ensayos, I, 785.
(17) “ L a c r isis a c tu a l del p atrio tism o esp añ ol” , Ensayos, I, 743.
(18) “ E l resorte m o ra l” , Ensayos, II, 330.
(19) “In telectu alid ad y e sp iritu a lid a d ” , Ensayos, Ï, 514. E l m ism o
sentido tiene un p a s a je del ensayo “ Sob re la literatura, hispano-am e-
ric a n a ” (Ensayos, I, 881).
Grosería intelectual de los no católicos en España y fre­
cuente confusión suya entre libertad y licencia: “La moda,
en España entre los no católicos o los anticatólicos ha sido
repetir todas las inepcias y todos los disparates que contra
el cristianismo han barbotado los ignorantes, los superficia­
les, los viciosos, los locos o los desesperados” (20). “Aquí no
se distinguen los conservadores por su rigorismo ético, con­
tentándose con cubrir las formas, pero en cambio los par­
tidos que se llaman a sí mismos avanzados defienden, en
una u otra forma, la, licencia. Lo cual va unido al especial
tono de grosería o de vulgaridad que ha distinguido siempre
a nuestro progresismo” (21). “Lo que me parece lamenta­
bilísimo y triste es que se cifre en la licencia carnal el sen­
tido de la libertad... Mientras aquí no haya un buen número
de liberales que se acuesten a las diez, no beban más que
agua, no jueguen a juegos de azar y no tengan querida, an­
daremos mal” (22).
Vejamen de Salmerón, en tanto político: “Salmerón, este
funestísimo repúblico, calumnió una vez más a su patria di­
ciendo que es hostil al progreso—¿a qué progreso?—•, pa­
labras que recuerdan a las de aquel triste discurso que dejó
caer en el Congreso el día 9 de junio de 1902, y en que pedía
que nos pongamos a la cola y al servicio de Francia” (23).
Menosprecio de la. literatura, regeneracionista, no obstan­
te haber participado en ella, y de la “revolución desde arri­
ba” ; equivocación y equívoco de Maura y de Costa: “Un
retablo hay en la capital de mi patria y la de Don Quijote,

(20) “ So b re la p o rn o g ra fía ” , Ensayos, II, 393.


(21) “ Sob re la lu ju ria ” , Ensayos, II, 387. A cerca, del catolicism o
de los co n serv ad o res españ oles dice en otro en sa y o : “ es de fondo vol­
terian o, esto es, conservador. E n tre n o so tro s... el catolicism o político
de los m o derados y co n servad ores— de un M oyano o un C án o v a s del
C astillo — fu é un catolicism o volterian o” (“R o u sseau , V'oltaire, N ietz-
sch e” , Ensayos, II, 1057).
(22) Ibid., 387.
(23) “Isa b e l o el p u ñ al de p la t a ” , Ensayos, II, 1071.
donde se representa la libertad de Meiisendra o la regene­
ración ele España o la revolución desde arriba, y se mueven
allí en el Parlamento, das figurillas de pasta... Y hace falta
que entre en. él un loco eabalierc andante y, sin hacer caso
de voces, derribe, descabece y estropee a cuantos allí mano­
tean...” (24). <Tan expresivo corno éste es un pasaje de Del
sentimiento trágico: “Aquella hórrida pedantería de hablar
del trabajo perseverante y callado—eso sí, voceándolo mu­
cho...'—. En esa ridicula literatura caímos casi todos los es­
pañoles, unos -más y otros menos, y se ciió el caso ele aquel
archiespañcl Joaquín Cosía, uno de los espíritus menos eu­
ropeos que liemos tenido, sacando lo de europeizarnos y po­
niéndose a ddear mientras proclamaba que había que cerrar
con siete llaves el sepulcro del Cid y. .. conquistar África. Y
yo di un ¡muera Don Quijote!, y de esta blasfemia, que que­
ría decir todo lo contrario que decía—así estábamos enton­
ces—, brotó mi Vida de Don Quijote y Smeho y rni curto al
quijotismo como religión nacional” (25).

(24) “V ida de Don Q uijote y S a n d io ” , Ensayos, II, 173. E s e “loco


cab allero an d an te” h u b iera podido se r don M iguel P rim o de R ivera,
hom bre que p o r la ed ad y p or a lg o m á s p erten ecía a l cuerpo de la
“generación del 98” . L a h o stilidad de U nam uno co n tra la D ictad u ra
debióse, fun dam en talm ente, no a que P rim o de R iv e ra fu e se D ictador,
sino a que, siéndolo, no a ce rtó a se r el “ loco cab allero a n d an te” que
an h elaba su generación, el hom bre ca p a z de h acer re al la E s p a ñ a
so ñ ad a p o r ellos. P o r otra, p arte, falta, al pueblo español, segú n U n a ­
muno, “ lo que C arly le lla m a b a el h eroísm o de un pueblo, el sa b e r
adivin ar s u s h é ro e s” (“ E n torno a l ca sticism o ” , Ensayos, I, 114).
(25) “D el sentim ien to tr á g ic o ” , Ensayos, ll , 937. M á s sobre C osta
y el co stisrao en “ Sob re la tu m b a de C o sta. A la m á s clara, m em oria
de un esp íritu sin cero ” (Ensayos, I, 907), D ebe decirse, rectificando a
U nam uno, que C o sta sólo p reten d ía ech ar “ doble lla v e ” al Sepulcro
del Cid (en el en say o n ecrológico que aca b o de citar es e x a c ta la
re fere n cia). P o r lo dem ás, estoy plenam ente conform e con la in ter­
pretación u n am u n ian a del “ ibero eu ropeizante” . O tro elocuente texto
co n tra la m e n tira de la regen eració n — “un tópico de re tó ric a ”— puede
leerse en “L a vida e s su eñ o” , Ensayos, I, 213.
Radical incultura de los españoles que pasan por cultos
(en rigor, <sólo semicultos o seudocultos) y ausencia de inte­
rés por el saber en la sociedad española: “La inmensa ma­
yoría de los españoles con título creen bajo autoridad, y no
más que bajo autoridad, que la Tierra gira en derredor del
Sol, siendo incapaces de aducir las pruebas de orden obje­
tivo en que tal principio astronómico se asienta” (26). “Nues­
tro pueblo no quiere ileer, sino que le lean o reciten, y por
eso cobra aquí reputación y fama antes el orador que el
escritor...” (27). Irle aquí una exposición muy unamuniana
de lo que intelectualmente era -la sociedad española en 1902:
“La inmensa mayoría de los españoles, aún de los que po­
dríamos llamar cultos, ... maldito si creen en la eficacia del
maestro'de escuela...; les carga la ciencia y están conven­
cidos de que los brutos e ignorantes son más felices que los
intelectuales y cultos; fáltales fe en la cultura; ... un posi­
tivismo brutal y práctico—el teórico nos liberta de este
otro—infesta a nuestras' clases dirigentes; en los casinos,
en que están siempre ocupadas las mesas de tresillo, no se
ve entrar a nadie en dos salones de lectura...; el filisteísmo
de nuestra clase media se reduce a un terrible beotismo; se
llama teórico, soñador o idealista a quien no enfoca las altas
cuestiones -desde el bajo punto de mira de los intereses per­
sonales, locales o regionales; cunde la concepción hospieiana
del Estado; se sostiene abierta o solapadamente que un ins­
tituto cualquiera de enseñanza es un medio de dar -vida a una
localidad o comarca...” (23). Nos pierde -a los españoles y
a todos los de nuestra, lengua, en suma, un “materialismo

(26) “ Sobre la consecuencia, la sin cerid ad ” , Ensayos, I, 830. “ E l


espíritu gen eral de n u e stra gente letrad a, no h a y que d arle vu eltas,
e s t á to d av ía en el período p r e k a . n t i a n o . a f i r m a en “ C on tra el pu ­
rism o ” (Ensayos, I, 400).
(27) “A lo que s a l g a ” , Ensayos, I, 588.
(28) “L a educación ” , Ensayos, I, 334.
disfrazado de practicismo” (29). ¿No es sorprendente la coin­
cidencia entre este ¡retrato unamuniano de la sociedad espa­
ñola de la Restauración y el que pintó Menéndez Pelayo en
el “Epílogo” a su Historia de los heterodoxos?
Añádanse a este cuadro, ya tan poco lisonjero, las notas
descriptivas que Unamuno apunta en diversos lugares de su
obra escrita: la ramplonería—“esta sociedad agobiada por la
ramplonería” (30); la “falta de intimidad” (31); da “sober­
bia colectiva”, una soberbia “que no se vierte en obras por
temor al fracaso” (32); la “sobra de codicia unida a la falta
de ambición” (33). La mayor parte de la juventud que ve
es una “juventud respetuosa, aduladora de los-hombres vie­
jos y de las fórmulas viejas del mundo viejo todo” (es
en 1896) (34); “no son pocos los jóvenes que -dan en ensal­
zarse, ya directamente, ya por medio del elogio mutuo” (35).
Y, para que ningún joven de entonces (1904) sea ajeno a la
catilinaria, arremete hasta contra los que emplean el “vene­
rando nombre de Ibsen” y el “no menos venerando de Nietz-
sche” para “cazar destinos y posiciones sociales” o para la
“rebusca del pan de cada día” (36). Todo lo cual no impide
(29) “ E l re so rte m o ra l” , Ensayos, II, 330.
(30) “R am p lo n ería” , Ensayos, I, 658.
(31) “A lo que s a l g a ” , Ensayos, I, 593.
(32) “ So b re l a so b erb ia ” , Ensayos, I, 615.
(33) “ ¡A d e n tro !” , Ensayos, I, 223. E n otro en say o repite el m ism o
p en sam ien to: “ en el espam ol, la codicia a h o g a a la am bición. Som oa
un pueblo de p o rd io sero s a rro g a n te s que despedim os con u n ¡D ios se
lo p a g u e ! a l que n os d a lim osn a, y con ¡v a y a un tío ! a l que no n os
la d a ” (“ A lm a s de jó v en es” , Ensayos, I, 519).
(34) “L a juven tud intelectual esp añ o la” , Ensayos, I, 284.
(35) y (36) “A lm a s de jó v en es” , Ensayos, 519. “ Ib sen y K ierkega.-
a rd ,” , Ensayos, II, 346. E s t o s d icterio s no excluyen sin ceros elogio s indi­
v id u ales de t a l o cu al joven de en to n ces: O rte g a y G asset, A ntonio M a ­
chado, D iez Cañedo, B a r o ja . E llo s y p ocos m á s se ría n a com ienzos
de sig lo la excepción n acien te de dos ta ja n te s sen ten cias n e g a tiv a s,
e sc rita s en 1895: “H e aqu í la p a la b ra te r rib le : no h a y juventud. H a b rá
jóvenes, p ero l a ju ven tu d f a l t a ” ; y l a o t r a : “N o h a y fre sc u ra ni
que, de cuando en cuando, aparezca en las páginas de Una-
muno el verdor de una observación consoladora: “Toda Es­
paña está progresando, y está progresando muchísimo, digan
lo que quieran los agoreros de desdichas” (37).
No son muy distintos de los juicios y las invectivas de
Unamuno las invectivas y los juicios de Azorín acerca de
la vida histórica y social de España entre 1390 y 1910. Nota
fundamental de esa España es el desconcierto: “el tremendo
desconcierto >de la última década del siglo xix” (38). Ya sa­
bemos, por otra parte, la opinión que por boca del “maestro
Yuste” expresa Azorín acerca de la llamada Revolución de
Septiembre y de Campoamor, encarnación de “todo ¡el ciclo
de la Gloriosa”. También conocemos el retrato que traza Azo­
rín del diputado triunfante en Yecla, símbolo de todos los
diputados triunfantes en todas las elecciones posibles. He
aquí una imagen muy representativa de los que en Madrid
se dedican a la industria política, tal como a su llegada los
descubre Antonio Azorín: “No hay cosa más abyecta que
un político: un político es un hombre que se mueve mecá­
nicamente, que pronuncia inconscientemente discursos, que
hace promesas sin saber que las ;hace, que estrecha manos
de personas a quienes no conoce, que sonríe, sonríe siempre
con una estúpida sonrisa automática” (39); y en la fábula
sobre “Eb origen de los políticos”, intercalada entre las pá­
ginas de Antonio Azorín, quedan éstos definidos como hom­
bres que “no llevaban la inteligencia en la cabeza ni la tenían
guardada en casa” (40). No salen mejor librados, por su-
espontaneidad, no h a y ju ven tud” (“ E n torno al c a stic ism o ” , Ensa­
yos, I, 113).
(37) "P o lític a y c u ltu ra ” , Ensayos, II, 359. E n el a p a rta d o s i­
gu ien te expondré sin ópticam en te los ju ic io s crítico s sobre la vida
h istó ric a y so c ia l de E s p a ñ a — la E s p a ñ a del fin de sig lo — que U nam un o
siste m a tiz a en el cap ítu lo fin al de En torno al casticismo.
(38) “L a vo lu n tad ” , O. 8., 159.
(39) “L a vo lu n tad ” , O. 8., 144.
(40) A ntonio A zorín ” , O. 8., 252-53.
puesto, los profesionales de la literatura: lo que más repug­
nancia inspira a Antonio Azorín durante su aventura ma­
drileña es “la frivolidad, >ia ligereza, la inconsistencia de los
hombres de letras” (41). Inconsistencia: tal vez sea esta pa­
labra la que más acabadamente exprese el juicio ele los hom­
bres del 98 -acerca de la vida histórica de aquella España.
Metido en ella, siente Azorín secarse todos los manan­
tiales de sus posibles acciones creadoras: “¿Qué hacer?...
¿Qué hacer?... Yo siento que me falta la Fe; no la tengo
tampoco ni en la gloria literaria ni en el Progreso... que
creo dos solemnes estupideces... ¡El progreso! ¿Qué nos im­
portan las generaciones futuras?” (4.2). La visión de unos
progresistas, sedicentes revolucionarios, “en secreta y pro­
vechosa concordia con los explotadores” (43), ha quitado al
joven Antonio Azorín toda fe en el progreso. Ni siquiera los
jóvenes de entonces, los jóvenes entre los cuales vive An­
tonio Azorín, logran evadirse del juicio condenatorio acerca
de la sociedad que configura sus almas: “esta insignifican­
cia rastrera, propia de un espíritu sin idealidad, sin altura,
sin grandeza, es como el símbolo >de esta juventud de la que
yo formo parte, entre la que yo vivo; de esta juventud que,
como la otra juventud pasada, la vejez de hoy, no tiene
alientos para remontarse sobre las miserias de la
vida...” (44).
Si Don Quijote reviviese no vería los prados amenos y
los palacios maravillosos que vió en la Cueva de Montesinos.
“Hoy Don Quijote *redivivo—advierte Azorín—no bajaría a
esta cueva; bajaría a otras mansiones subterráneas más hon­
das y terribles. Y en ellas, ante lo que allí viera, tal vez sen­
tiría la sorpresa, el espanto y la indignación que sintió nn
la noche de los batanes...” ; porque “vería negada la eterna
(41) “L a vo lu n tad ” , O. S., 144.
(42) Ibid., 160.
(43) Ibid., 144.
(44) Ibid-, 155.
justicia y el eterno amor a los hombres” (45). Así, con esta
estampa de la sociedad en que existe, compendia José Mar­
tínez Ruiz las impresiones de su visita a la Cueva de Mon­
tesinos.
En el homenaje que en 1905 tributó a Ganivet el Ateneo
de Madrid, vuelve a expresar Azorín su visión de la vida
histórica española: “pensemos en nuestras campiñas yer­
mas; en nuestros pueblos 'tristes y miserables; en nuestros
labradores atosigados por la usura y la rutina; en nuestros
municipios explotados y saqueados; en nuestros Gobiernos
formados por hombres ineptos y venales; en nuestro Par­
lamento atiborrado de vividores. Pensemos en esta enorme
tristeza de nuestra España...” (46). Cuando las gentes super­
ficiales encuentran a Madrid más alegre y confiado, por usar
palabras inventadas por otro miembro de la generación, Azo­
rín, representando a todos sus camaradas, sólo descubre en
la vida española una “enorme tristeza”. Ni siquiera las pre­
dicaciones regenerativas, tan hueras, tan falsas, logran eva­
dirse del repudio: “Yo veo que todos hablamos de regene­
ración... que todos queremos que España sea un pueblo culto
y laborioso...—enseña el maestro Yuste—, pero no pasamos
de deseos platónicos...; y la política ha dejado de ser roman­
ticismo para ser una industria, una cosa que da dinero...
Todos clamamos por un renacimiento y todos nos sentimos
amarrados en esta urdimbre de agios y falseamientos...” (47).
La conclusión del maestro no es desesperada, pero sí grave
y exigente: “Esto es irremediable, Azorín, si no se cambia
todo... Los unos son escépticos, los otros perversos..., y así
caminamos, pobres, miserables, sin vislumbres de bonanza...,

(45) “L a r u ta de D on Q uijote” , O. 8., 437.


(46) “ O tra s p á g in a s” , O. £ ., 1115.
(47) “L a vo lu n tad ” , O. 8., 93. E n la s p á g in a s su b sig u ie n te s a
e s t a h a y u n a descripción m u y tra n sp a re n te de la fu g a z a v e n tu ra re-
gen e ra cio n ista d e Azorín, B a r o ja y M aeztu (Pedro, J u a n y P a b lo ).
¿ E s U nam uno ese “ don A ntonio H on rado” de que aquí s e h a b la ?
arruinada la industria, malvendiendo sus tierras los labra­
dores” (48),
La crítica escrita de Antonio Machado es algo más tardía
de fecha, pero no de acento y contenido diferentes. En Ma­
drid—“Madrid del cucañista, Madrid del pretendiente”—son
muy pocos, a los ojos del poeta, los hombres titulares de vida
digna y decorosa:
... la poca gente
—¡tan poca!-—sin librea, que sufre y que trabaja
y aun corta solamente su pan- con su navaja.
(p . a., 3 rz.)

Y en cuanto a la ciudad de provincia, ¿ quién no recuerda sus


dos retratos del señorito provinciano? Uno, el “que vió a
Carancha recibir un día”, jugador de ios de azar y cronista
emocionado de toreros, tahúres y matones, es liberal a la
española
—bosteza de política banales
dicterios al gobierno reaccionario,
y augura que vendrán los liberales
cual torna la cigüeña al campanario—,
(P. G., 192.)

y representa la fracción del progresismo decimonónico aco­


modada a la Restauración :
es una fruta vana
tle aquella España que pasó y no ha sido
esa que hoy tiene la cabeza cana.
(P. C ., 192-93.)

(48) Ibid., 98. L o s a p u n te s críticos de Amorin a c e rc a de la vida


en los pueblos españ oles se rá n ex p u esto s en el a p a rta d o sigu iente. E n
su artículo “ C astillo s en E s p a ñ a ” , co n sign a Asorín ju icio s m u y sem e­
ja n te s a los y a e x p u e sto s: “la a n a rq u ía que re in a en los esp íritu s, la
obra, disolvente de los p artid o s políticos, los p reju icio s de la p ren sa,
el escepticism o, ca d a ves m ay or, del pueblo b a c ía la s c la se s direc­
to ra s, la in d iferen cia ca d a vez m á s p ro fu n d a de la s c la se s d irectoras
por el porvenir de la nación, el desvío y l a p u g n a de unas regio n es
con o tra s” (Tiempos y cosas, 221).
El otro, don Guido, estampa del señorito andaluz—las pala­
bras de las rimas consonantes son los rasgos de su retrato:
“serrallo”, “caballo”, “Sevilla”, “manzanilla”, “pagano”, “co­
fradía”-— representa al caballero sostenedor de las tradicio­
nes conservadoras. Ante su fino y amarillo cadáver hace Ma­
chado inventario español y humano de su vida:
Alguien dirá: ¿qué de jaste ?
Yo pregunto: ¿qué llevaste
di mundo donde hoy estás?;
(.P . O., 199.)

y todavía son más duros y agresivos los acentos de sus crí­


ticas cuando éstas, en lugar de referirse a un tipo social,
atañen al espectáculo de España entera:
la España de charanga y pandereta,
cerrado y sacristía,
devota de Frascuelo y de María,
(P. C ., 202.)

En 1913, cuando gobiernan a España Romanones o Dato


—igual da—, compone Machado cuatro de los más atroces
versos que jamás se hayan escrito sobre la realidad de la
vida española o, por lo menos, de una gran parte de ella:

Esa España inferior que ora y bosteza,


vieja y tahúr, zaragatera y triste;
esa España inferior que ora y embiste,
cuando se digna usar de la cabeza... (49).
(P . c . , 203.)

(49) E l re tra to e s m an ifiestam en te b ru tal e inju sto. S i el espíritu


cristian o de los esp a ñ o les que o ran no e s en to d o s ellos suficientem ente
acen d rado y consecuente, decir eso de la “ E s p a ñ a que o r a ” es una
b ru ta l in ju sticia. A ntonio M ach ado no conocía suficientem ente a e sa
E s p a ñ a . L o p eo r qu e puede decirse de eso s cu atro v e rso s e s que son
in d ign os del p o e ta A ntonio M achado.
El vacío intelectual, la caducidad y el bostezo son los ras­
gos fundamentales de la España oficial que Machado con­
templa. Vedle otra vez ante el hastío del español de casino
y dominó:
— Nuestro español bosteza.
¿Es hambre? ¿Sueño? ¿Hastío?
Doctor, ¿tendré el estómago vacío?
—E l vacío es más bien de la cabeza,
(P. c., 219.)

diagnostica el poeta. He aquí, en fin, su personal visión de


la España partida e insatisfactoria:
Ya hay un español que quiere
vivir, y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza,
Españolito que vienes
al mundo, te guarde Dios.
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.
(P. O., 220.)

Pero Machado, aunque no fuese sino mediante el recurso del


ensueño, no quiso que su corazón se le helase en el dilema.
Luego expondré la vía por la cual creyó poder evadirse de él.
Espigar en la obra de Baroja juicios agresivos sobre la
España que vió •en su juventud y ha ido viendo en su ma­
durez, es como buscar agua en el mar. Es así, tanto por la
hiriente insuficiencia histórica que aquella sociedad mostraba
a todo espíritu ambicioso y delicado, como por la real amar­
gura de solitario que Baroja sufre—“tengo el pensamiento
amargo”, hace confesar a Fernando Ossorio en Camino de
perfección; “la vida es una mala broma”, añade luego; “la
vida le parecía una cosa fea, turbia, dolorosa e indomina-
ble”, dice de Andrés Hurtado en El árbol dje la ciencia..,
como, en fin, por esa innegable afición al improperio—una
afición, entre jactanciosa y retórica, a mi juicio—que Ortega
descubrió en Baroja. Buena parte de las novelas de Baroja.,
y muy singularmente las que componen las trilogías La raza,
La lucha por la vida y Las ciudades, están consteladas de
impresiones terribles, cuadros descriptivos feroces y senten­
cias críticas escalofriantes acerca de la España de la Res­
tauración y la Regencia. Aquí me limitaré a ordenar unos
cuantos juicios emitidos directamente por el hombre Pío
Baroja, y no a través de uno u otro de los personajes inven­
tados por el novelista. <
En su conferencia de la Sorbona describe Baroja su vi­
sión de España a fines del siglo x ix : “la vida española se iba
desmoronando por incuria, por torpeza y por inmoralidad.
Este período... fué una época de verdadera corrupción, de
grandes fracasos y de algunas ilusiones, de muchas cosas
malas y de algunas buenas. España... parecía entonces una
mujer vieja y febril que se pinta y hace una mueca de ale­
gría”, (50). Todo este importante texto autobiográfico está
rezumando conclusiones censorias del mismo corte: “Eramos,
para la mayoría, una excepción desagradable en la civiliza­
ción europea. En las esferas oficiales de España reinaba por
entonces la cuquería más refinada. Había una oligarquía de
políticos, oligarquía de apetitos, de petulancia y, sobre todo,
de vanidad, que miraba al Estado como a una finca.” A todo
y a todos llega el denuesto: “Enfrente de la inmoralidad, de
la chabacanería y de la ramplonería de los políticos, no había
en la España de la Regencia nada organizado. El republi-

(50) “ D iv agacio n e s de au to c rítica ” , Be-v, de Occidente, IV , 1924.


L u e g o in ten taré m o stra r el sen tido que p a r a B a r o ja tienen la s “ a lg u ­
n a s ilu sion es” a que alude. E n su conferen cia “ T r e s gen eracio n es”
(Entretenimientos, p á g s. 129 y sig s .) h ace B a r o ja u n a d e sp ia d a d a di­
sección de la gen eración an terior a la su y a (de 1840, segú n su term i­
n olo gía) : h a b ría sid o retó rica, h u era, inm oral, caren te de sin cerid ad.
V éase tam bién su artículo “T riste p a ís ” , recogido en E l ioMado de A r­
lequín, p á g . 113.
canismo nuestro era un amaneramiento, una retórica vieja
con la matriz estéril; el socialismo obrerista odiaba a los in­
telectuales y basta la inteligencia; el anarquismo se mani­
festaba místico, vagaroso y utópico, y los dos separatismos
aparecidos en aquella época, el catalán y el vasco, por su
egoísmo y su mezquindad, no tenían atractivo más que para
gente un poco baja... Un hombre un poco digno no podía
ser en este tiempo más que un solitario.” Tales son las ra­
zones por las cuales César Moneada, el héroe de César o
nada, podía decir: “la política, española es como un estan­
que: un trozo de madera fuerte y densa se va al fondo; un
pedazo de corteza o de corcho o un haz de paja se queda
en la superficie. Hay que disfrazarse de corcho” (51).
Las páginas de Juventud, egolatría brindan un fácil y
copioso florilegio de opiniones barojianas sobre algunos es­
tamentos de la sociedad española que Baroja conoció. Sobre
los educados por la Institución Libre: “En un país como Es­
paña, creo que vale más que haya descontentos que no seño­
ritos correctísimos, que vayan al laboratorio con una blusa
muy limpia, hablen del Greco y de Cézanne y de la Novena
Sinfonía, y no protesten, porque detrás de esa corrección se
adivina el optimismo de los eunucos” (52). Sobre la demo­
cracia: “a mí, cuando me hablan de la democracia, me entra
una risa tal, que temo que me pase como a aquel filósofo
griego de que habla Diógenes Laercio, que murió a carca­
jadas al ver un burro comiendo higos” (53). Sobre la prensa
española: “siento que la prensa española sea tan enteca, tan
mísera, tan anquilosada... El periodista español es de una
falta de imaginación y de curiosidad extraordinaria... La
plebeyez más sandia reina en nuestra prensa” (54). El libe­
ralismo: “Todo lo que tiene el liberalismo de destructor del

(51) César o nada, 3.a ed., p ág . 21S.


(52) Juventud, egolatría, 28.
(53) Ibid., 140-41. , ,
(54) Ibid., 171-173.
pasado me sugestiona,..; en cambio, lo que el liberalismo
tiene de constructor, el sufragio universal, la democracia,
el parlamentarismo, me parece ridículo y sin eficacia” (55).
Los revolucionarias españoles: “Los revolucionarios españo­
les siempre me han dado la impresión de guardarropía.,.
Zozaya, Morote, Dicenta, han pasado por unos hombres te­
rribles, demoledores e innovadores. ¡Qué risa!” (56). Los
socialistas: “Con los socialistas nunca he querido nada. Una
de las cosas que me ha repugnado en ellos, más que su pe­
dantería, más que su charlatanismo, más que su hipocresía,
es el instinto inquisitorial de averiguar las vidas aje­
nas” (57). Sobre la moralidad de conservadores y liberales:
“Entre la moralidad liberal y la conservadora no hay más
diferencia que la del taparrabos. Entre los conservadores,
esta prenda poderosa tiene un poco más de tela, pero no
mucho más” (58).
Tan sombría o más—y, desde luego, mucho menos iró­
nica—es la visión del pueblo de la g*ran ciudad y de la so­
ciedad de la capital provinciana. He aquí dos muestras:
“Aquella gente endomingada—léese en Camino de perfec­
ción— , que subía en grupos hacia el pueblo, daba una sen­
sación abrumadora, aplastante, de molestia desesperada, de
malestar, de verdadera repulsión” (59). Y junto a esta ima­
gen del pueblo de Madrid, la de la vida en una capital de
provincia: “Sólo por el aspecto artístico de la ciudad podía
colegirse una fe que en las conciencias ya no existía. Los
caciques dedicados al chanchullo; los comerciantes, al robo;
los curas, la mayoría de ellos con sus barraganas, pasando

(55) IUd., 181.


(56) Ibid., 184.
(57) IUd., 188.
(58) Ibid., 191.
(59) Camino de perfección, 101. T e x to s parecido s a estos, y aún
m á s violentos, los h ay con p rofusión en La busca, en Aurora roja, en
Mala hierba.
la vida desde la iglesia al café, jugando al monte, lamentán­
dose continuamente de su poco sueldo; la inmoralidad, rei­
nando; la fe, ausente, y para apaciguan a Dios, unos cuan­
tos canónigos cantando a voz en grito en el coro, mientras
hacían la digestión de la comida abundante, servida por al­
guna buena hembra” (60).
No menos visible es la crítica de la vida y de la sociedad
españolas en la obra de Valle-Inclán. El punzante malestar
que aquella España suscita en el alma de Valle-Inclán es
motivo fundamental en la creación de un género literario
nuevo: el esperpento. “España es una deformación grotesca
de la civilización europea”, dice el poeta Max Estrella en
Luces de bohemia, expresando, sin duda, el sentir del propio
Valle-Inclán. Pues bien, el género literario que refleja tal
deformación grotesca y, por añadidura, la que esa vida espa­
ñola imprime a “los héroes clásicos”, recibe el nombre de
esperpento. En el retablo de los esperpentos son reducidos a
estampa grotesca los dos ingredientes de la realidad espa­
ñola que antes distinguí: por un lado, la versión española
de la vida civilizada y europea; por otro, los residuos inope­
rantes y anacrónicos de “los héroes clásicos”, esto es, de la
España que fué. Léanse con este canon interpretativo a la
vista cuatro esperpentos típicos—Luces de bohemia y los
que componen la trilogía Martes de Carnaval—, y se adver­
tirá el parentesco que, sin mengua de la enorme originalidad
literaria de Valle-Inclán, existe entre la visión valle-incla-
niana de aquella España y la de sus camaradas de gene­
ración.
Ganivet dedica a la crítica de la España finisecular el ter­
cer apartado de su Idearium. No tiene su crítica la feroci-

(60) Ibid., 119. ¿ D e dónele h a sa c ad o B a r o ja que esa. so ez pin tura


s e a el re tra to característico del c u ra y del can ón igo e sp a ñ o les? H ech as
ta le s afirm acion es con ese a ire de ju icio ab solu to, son m an ifiestam en te
f a l s a s y, p or lo tan to, in adm isibles. ¿ P o r qué B aro ja, se esfu e rz a ta n ­
t a s v e ces en em ular la p ro sa de E l Motín o de La Traca f
dad agresiva de las disecciones de Baraja, ni es deliberada­
mente grotesca, como la de Valle-Inclán, pero su signo es
casi idéntico: “las Universidades, corno el Estado, como los
Municipios, son organismos vacíos” ; “a causa de la postra­
ción intelectual en que nos hallamos, existe una tendencia
irresistible a transformar las ideas en instrumentos ele com­
bate” ; el “no-querer”, la abulia, es “el diagnóstico del pade­
cimiento que los españoles sufrimos...”. He ahí tres senten­
cias muy características del “dolor de España” en el alma
de Ganivet.
¿Son distintos, por ventura, los sarcasmos y las quejas
que Maeztu prodiga en su libro Hacia otra España y en sus
artículos periodísticos de comienzos de siglo? “¿Fué el qui­
jotismo causa de la derrota—pregunta Maeztu aludiendo a
la de 1898—, o lo fueron el sistema de rapacidad y ascensos
de las clases directoras y la apática resignación de las diri­
gidas?” (81). El mismo año comenta Maeztu la gestión de
Maura y de García Alix en el Ministerio de la Gobernación:
“Un extranjero que juzgara estos hechos—afirma—diría que
no merece el voto un pueblo que sólo sabe ejercitarlo contra
los ministros que lo respetan, y no se atreve a defenderlo
contra los que descaradamente le roban...” (82). Textos de
este jaez son innumerables en los escritos juveniles de
Maeztu.
Todos—Unamuno, Azorin, Antonio Machado, Baraja,
Valle-Inclán, Ganivet, Maeztu—expresan juicios muy seme­
jantes acerca de la vida española que en su mocedad descu­
bren. El parecido generacional es, hasta ahora, por todo ex­
tremo evidente. Tratemos de ver si existe también entre sus
opiniones en torno a lo que nuestra historia fué y sobre lo
que de nuestra historia perdura—envejecido, mohoso ya—
en los senos de la sociedad que contemplan.

(61) “ Don Q uijote en B a rc e lo n a ” , A lm a española, 20-XII-1903.


(82) “ L a m o ra le ja de la s elecciones” , A lm a española, 15-XI-1903.
En el apartado precedente he recopilado algunas opinio­
nes de la generación acerca de las tentativas de entonces por
dar a nuestra vida una estructura histórica verdaderamente
“europea” y “moderna”. En este voy a. poner en ordenada
serie las más importantes entre todas cuantas se refieren
a la historia de España y a su proyección sobre la vida, espa­
ñola en el filo de los siglos xix y xx.
Advertí antes y reafirmo ahora la relativa indiscernibi-
lidad entre la materia ele los tres apartados con que ordeno
la amargura expresa de la generación. Pero sólo distinguien­
do puede hacer algo la inteligencia humana, y a la fuerza
hay que pagar tributo a esta fecunda limitación de nuestra
mente.
La historia pasada, el proyecto de renovación y la singu­
laridad temperamental y biográfica del hombre que, bajo el
peso de esa historia, decide su futuro, son tres momentos
de la operación humana densamente implicados entre sí. Las
tentativas españolas por hacer de España un país “europeo”
y “moderno”, sin mengua de proclamar a la vez la “conti­
nuidad de la historia de España”—en esto consistió el em­
peño, noble unas veces, apicarado y rapaz otras, de los polí­
ticos de la Restauración—, esas tentativas fueron lo que fue­
ron por haber sido nuestra historia la que realmente fué.
Recíprocamente: si los hombres, las instituciones y las for­
mas de vida que, más o menos efectivamente, continuaban
en 1900 la pasada historia de España, se expresaban enton­
ces como en realidad lo hicieron, ello no dependía sólo de la
historia que les había engendrado—la historia de España—,
sino también del peculiar modo de actuar y expresarse quie­
nes propugnaban las antes mentadas “europeización” y “mo­
dernización”. Y, en fin, los modos de entrambos, los “moder-
nizadores” y los “pasadistas”, no eran ajenos a la relativa
singularidad temperamental, biológica, de los hombres que
los adoptaban, estos hombres extraordinarios que llamamos
españoles. La conexión entre los tres ingredientes de la rea­
lidad histórica que nuestros críticos execran es innegable;
la distinción entre ellos es, por otra parte, inevitable.
Acepte, pues, el lector, a la vista de tal conclusión, la
aparente logomaquia del párrafo que antecede; aceptemos
todos, él y yo, mi convencional e ineludible distingo, y ven­
gamos a la postre al tema de este segundo apartado.
También en él deben ir en cabeza los textos de Unarnuno,
tanto por su calidad como por su copia. En rigor, sólo en
Unamuno y en Ganivet hay una doctrina relativamente sis­
temática sobre la historia de España y acerca de las conse­
cuencias de esa historia en la vida española por los años de
la Restauración y la Regencia. En la obra de los demás
—Ázorín, Baroja, Valle-Inclán, Machado, Maeztu—apenas
hay otra cosa que alusiones volanderas o juicios al galope.
Expondré, en consecuencia, el pensamiento de Unamuno,
esbozaré el de Ganivet e intentaré mostrar la homología que
existe entre la doctrina de estos dos y las fugaces impre­
siones de los restantes.
Me atrevo a reconstruir el pensamiento de Unamuno so­
bre la historia de España mediante un sencillo esquema bio­
gráfico. Descubre el joven Miguel la vida histórica española
que rodea a su mocedad y la halla profundamente insatis­
factoria. Una parte de esa vida está constituida, por los es­
fuerzos de quienes, rompiendo más o menos con su historia,
intentan convertir a España en un país liberal y democrá­
tico; dan cuerpo a la parte restante los que se dicen fieles
al pasado de España, y en nombre de ese pasado resisten a
las tentativas de los innovadores. Además de conocer y juz­
gar la vida histórica circunstante, el joven Unamuno sabe
historia: por obra de infatigable lectura—libros de historia,
literatura española—ha logrado una imagen de las vicisitu­
des que España viene sufriendo desde que como tal existe.
¿Qué relación establece su mente entre la amargura de su
vivida experiencia personal y esa imagen libresca del pasado
de España ?
lia respuesta está integrada por la. mutua articulación
de tres actitudes parciales. Primera. Ante las muchas cosas
que le desplacen en los dichos y en ios hechos de la fracción
modernizante, Unamuno atribuirá una buena parte ele ellas
al modo de ser, a la contextura psicológica que tales innova­
dores poseen, quiéranlo o no, sépanlo o lo ignoren, por el
hecho de ser españoles; esto es, hombres cuyos hábitos ope­
rativos—lengua, costumbres, etc.—están configurados por la
historia de su país. Segunda. Frente a todo lo que le disgusta
en las palabras y en las obras de quienes se jactan de con­
tinuar la historia de España, Unamuno se sentirá obligado
a estimar negativamente una parte de nuestra historia, aque­
lla de que, a su juicio, dependen los hábitos y las posturas
que en los conservadores del pasado le disgustan. Tercera.
Unamuno ama a España y no puede rechazar toda su his­
toria. En consecuencia, se verá obligado a partir la historia
de España en dos fracciones distintas: una, causa de lo que
a él le desplace en la España que ve, rechazable; otra, pábulo
de su amor a la patria y cimiento de su esperanza en ella
y en sí mismo, pura y delicada (63).

(63) Sosten go, en su m a, que U nam uno llegó a su visión del p asa d o
partien d o del presente, corriente a rrib a del acon tecer histórico. L a li­
citu d de m i co n je tu ra qu ed a m u y claram e n te d e m o stra d a p or u n p r e ­
cioso texto del propio U nam uno, a c e rc a de lo que bien p od ría llam a rse
su m étodo psicológico e h isto rio g rá fic o : “ Suelo v er la s c o sa s del esp í­
ritu — dice en él— a lg o a la m a n e ra de como s i la s del m undo m a te ria l
la s v iésem o s en un cin e m a tó g rafo c u y a c in ta co rriera a l revés, yendo
de lo últim o a lo prim ero, o como si a un fo n ó g ra fo se le h iciera g ira r
en sentido inverso a l n o rm al” (“ E l se cre to de la v id a ” , Ensayos, I,
814). Creo que e ste atisb o de U nam un o e s rigu ro sam en te genial, p or
razo n es que no puedo expon er aquí. H e de lim itarm e a señalan' su
e stric ta conco rdan cia con el m étodo propuesto por D ilthey. Pueden
verse a lg u n a s re fere n c ias p re c isa s en m i libro Las generaciones en te
No es nuevo, ciertamente, el expediente de partir la his­
toria de España en dos fragmentos. Desde el siglo xvm es
costumbre desgarrar nuestro pasado histórico■ —luego se
verán las razones que me mueven a subrayar este adjetivo—
en un fragmento “calderoniano” o tradicional y otro frag­
mento “arandino” o progresista. Los conservadores se cu­
bren con el primero y atacan al segundo; los modernizantes
proceden a la inversa. ¿Aceptará Unamuno este esquema bi­
partito de nuestra historia? En modo alguno. Eso equival­
dría a situarse en el mismo plano que los polemistas del si­
glo xix. El, Ganivet y sus camaradas de generación inten­
tarán partir la historia de España según una línea de frac­
tura rigurosamente inédita. Quede para otro capítulo el lado
positivo de tan curiosa y nunca vista partición, y veamos en
éste cuanto tiene de negativa la actitud del grupo frente a
nuestra historia.
Cuando Unamuno contempla con ojos de historiador—de
español historiador, por supuesto—la España de su tiempo,
advierte en ella un progresivo encogimiento: “Hemos venido

—dice—de la Híspanla maior a la Híspanla minor, y quiera
Dios que no nos lleve a la Híspanla mínima; de las Españas...
a la España de hoy” (64). Pero no todo es decrepitud en el
cuerpo de nuestra Híspanla minor. Hay en su entraña misma
una pugna problemática y esperanzadora: “la vieja casta
histórica luchando contra el pueblo nuevo” (65). ¿Qué notas
distintivas ofrece a sus ojos la pervivencia de esa “vieja
casta histórica.” ?
Cinco son, en mi entender, las fundamentales: dogmatis­
mo intelectualista, espíritu inquisitorial, fosilización del espí-

Historia, p á g . 220, y en m i tr a b a jo so b re “D ilthey y el m étodo de la


H isto ria ” , Boletín Bibliográfico del In stitu to A lem án de C ultura, X,
3-4, 1942.
(64) “M á s sobre la crisis del p atrio tism o ” , Ensayos, I, 803.
(65) “ E n torn o a l c a sticism o ” , Ensayos, I, 105.
ritu religioso, entendimiento nacionalista del patriotismo y
concepción militarista del Ejército.
Consistiría el dogmatismo intelectualista en la reducción
de la vida del espíritu a fórmulas racionales invariables.
Dogmáticos, en este sentido, fueron y siguen siendo, piensa
Unamuno, todos los “pueblos de lengua castellana, carcomi­
dos de pereza y de superficialidad de espíritu, adormecidos
en la rutina del dogmatismo católico o del dogmatismo libre­
pensador o cientificista” (68). Hasta nuestra lengua—“san­
gre de mi espíritu”, la llama. Unamuno en un famoso sone­
to—se habría hecho molde dogmático del pensamiento que
expresa: “ele tal modo ha encamado en la lengua el empe­
catado dogmatismo de la casta, que apenas se puede decir
nada en ella sin convertirlo en dogma al punto” (67). El dog­
matismo, la pasión dogmatizante, vicio antiguo y reciente
de España: “Aquí hemos padecido de antiguo un dogma­
tismo agudo; aquí ha regido siempre la inquisición inma­
nente, la íntima y social, de que la otra, la histórica y na­
cional, no fué más que pasajero fenómeno” (68). Tan cas­
tizo—tan históricamente castizo, precisaría Unamuno-—es
entre nosotros el dogmatismo, que en él vienen a incurrir,
según don Miguel, hasta nuestros más fervorosos antidog­
máticos (69).
Secuela inmediata del dogmatismo sería nuestro perdu-

(66) “M i religión ” , Ensayos, II, 299. V éa se lo que luego se dice


sobre este tema., y su relación con la “ tendencia d iso cia tiv a ” del e sp a ­
ñol “c a stiz o ” .
(67) “ C o n tra el p u rism o ” , Ensayos, I, 402,
(68) “L a id e o cra c ia ” , Ensayos, I, 242.
(69) E s t e irreductible d o gm atism o de do gm ático s y an tid o g m á ­
tic o s deberíase a lo que U nam uno lla m a n u e stra “ten dencia disocia-
t iv a " : el ju sto m edio no se r ía en tre n o so tro s sino u n a m ezcolan za de
d o gm atism o s ex trem o s; h ay en n u e stra v id a in telectu al u n a diso cia­
ción irredu ctible entre la cien cia y el a rte — entre los lateros y los
literatos, como dice U n am un o; y so b re to d as, “ la su p re m a disociación
españ ola, la de Don Q uijote y S a n c h o ” (Ensayos, I, 111).
rabie espíritu inquisitorial. “La miseria mental de España
arranca del aislamiento en que nos puso... el proteccionismo
inquisitorial, que ahogó en su cuna la Reforma castiza e
impidió la entrada a la europea” (70). Ponga muy buena
atención el lector en eso de la “Reforma castiza”. “España
filé y en m á s de un respecto sigue siendo—escribe Unamuno
irnos años más tarde—la tierra de la Inquisición” (71); por
eso puede florecer1 entre nosotros el integrismo, “que es el
triunfo del máximo de individualidad compatible con el mí­
nimo de personalidad”. Hasta el predominio del teatro en
nuestras letras sería una consecuencia de nuestro espíritu
inquisitorial: “¿No es, por ventura, esa predominancia del
teatro... una manifestación más del condenado espíritu inqui­
sitorial, con que nuestro pueblo trata de ahogar siempre a
toda personalidad que se revela tal ?” (72). Vivo y operante
lo ve Unamuno en la España de su tiempo; tanto, que no
vacila en considerarlo más intenso que durante el mismísimo
siglo de Felipe 71: “h a y h o y — escribe— m enos libertad íntima
que en la época de nuestro fanatismo proverbial: definidores
y familiares del Santo Oficio se escandalizarían de la bar­
barie de nuestros obispos de levita y censores laicos” (73).
Dogmatismo y espíritu inquisitorial, antes caracteres
castizos de nuestra casta histórica que expresiones prima­
rias del espíritu cristiano, habrían dado históricamente a la
religiosidad española, según Unamuno, su estilo rígido, for­
mulario, inflexible; y un catolicismo así hecho a nuestra casta
constituiría, indudablemente, la nota fundamental del patrio­
tismo conservador y tradicional. “La religión católica—dice
una vez— ... ha influido y sigue influyendo en el modo de
ser, de v iv ir, d e pensar y de s e n tir del pueblo español, tanto
o más—creo que mucho más—que su lengua, su legislación

(70) “ E n torno a l ca stic ism o ” , Ensayos, I, 125.


(71) “E l individualism o españ ol” , Ensayos, I, 432.
(72) "R a m p lo n e ría ” , Ensayos , I, 687.
(73) “En torno a l ca stic ism o ”, Ensayos, I, 121.
y su historia” (74). “No sé si debido a la luche, de ocho si­
glos que nuestros abuelos sostuvieron con los moros... el
caso es que aquí... se ha operado cierta fusión entre el sen­
timiento patriótico y el religioso, dañosa a ambos, pero más
acaso al religioso que al patriótico” (75). La crítica del en­
lace entre una religiosidad convertida en fórmula rígida, así
intelectual como operativa (una religiosidad “intelectualiza-
da”, en el sentido unamuniano), y un patriotismo dogmá­
tico e inquisitorial, es uno de los temas favoritos de Una-
mimo. Dedícale completo el ensayo Religión y patria, y bue­
na parte de los tres que consagra a estudiar la crisis clel
patriotismo español (76).
No obstante, Unamuno duda vehementemente de que sea
en verdad religioso el patriotismo español. “Se habla mucho
—advierte—de la religión del patriotismo; pero esa religión
está, en España por lo menos, por hacer. El patriotismo es­
pañol no tiene aún carácter religioso—no dice Unamuno ya;
dice aún, cara al futuro—, ... y es que le falta base de since­
ridad religiosa” (77). Por fuerza ha de pensar así, viendo
tanta falsedad, en- el ostentoso e inconsistente catolicismo de
quienes entonces gobiernan la España oficial: “En el orden
religioso, toda la miseria de esta pobre España, enfangada
de mentiras, es que se perpetúa una mentira: la mentira de
que España sea católica... No son católicos en su mayoría
los que, haciendo pública confesión de serlo, escalan los altos
puestos. Y mientras esa mentira no se borre, España no aca­
bará de ser cristiana” (78).
Afirma Unamuno, por otra parte, la existencia de una

(74) “La educación”, Ensayos, I, 327.


(75) “R e ligión y p a t r ia ” , Ensayos, I , 4.58.
(76) “L a c risis del p a trio tism o ” , Ensayos, I, 269; “L a crisis a ctu al
del p atrio tism o españ ol” , Ensayos, I, 327; “M á s solare la crisis del
p atrio tism o ” , Ensayos, I, 797.
(77) IUd., 742.
(78) “ ¿Q u é es v e r d a d ? ” , Ensayos, I, 792.
“contaminación” económico-social de nuestro patriotismo re­
ligioso. Por acusada que sea la peculiaridad impuesta al pa­
triotismo tradicional español por su impregnación religiosa,
no habría podido eludir totalmente el matiz burgués y capi­
talista que desde su nacimiento distingue a todos los patrio­
tismos nacionales. “El nacionalismo, el patriotismo de las
grandes agrupaciones históricas, cuando no es hijo de la fan­
tasía literaria de los grandes centros urbanos (momento “bur­
gués”, en el sentido más estricto de la palabra, del patriotis­
mo nacionalista), suele ser producto impuesto a la larga por
la cultura coercitiva de los grandes terratenientes (momento
“capitalista”, capitalismo tradicional) ” (79). Contra este pa­
triotismo parece levantarse otro nuevo, popular y regenerado
—el patriotismo que Unamuno tr a ta rá de encauzar y definir:
“España también lia entrado en esta ciñáis regenerativa del
patriotismo, y los literatos no lo saben en general, y sigue
la Prensa soplando en el viejo clarín y oficiando en el culto
a la patria de los terratenientes” (80). Luego veremos en qué
consiste ese patriotismo castizo y cosmopolita-—el patriotis­
mo quijotista— que Unamuno adivina y defiende.
El patriotismo que Unamuno repudia—dogmático, inqui­
sitorial, formulario y no íntimamente religioso, el de la pa­
tria de los terratenientes—se hallaría sustentado por “el
viejo espíritu militante ordenancista”. “Aún persiste...”, dice
de ese “viejo espíritu” el joven Unamuno, al final de En tomo
al casticismo (81). “Su foco de vida—define en otro lugar,
aludiendo a ese espíritu ordenancista y autoritario porque
sí—es el culto al coraje, al arrojo-, a la energía como conti­
nente, aunque sea sin contenido ni emocional ni intelec­
tual” (82). Contra esta energía ciega y contra el falso pa­
triotismo de los que la reclaman como panacea de los males
(79) “ L a c r is is del p atrio tism o ” , Ensayos, I, 272.
(80) “ L a regen eració n del tea tro esp añ ol” , Ensayos, I, 189.
(81) Ensayos, I, 108.
(82) “M á s so b re la c r isis del p atrio tism o ” , Ensayos, I, 802.
de España-—los voceadores del "todo se arregla con palo”—
dirigirá frecuentes venablos la crítica de Unamuno.
Así ve Unamuno las secuelas que de nuestro pasado sub­
sisten en la sociedad española que le rodea. Y como le des­
placen, se siente obligado a estimar peyorativamente el pa­
sado de que esas secuelas proceden (83). En el capítulo si­
guiente expondré con algún, detalle las ideas unamunianas
acerca del suceder histórico. En éste, aun a sabiendas de
no ofrecer todavía una interpretación completa cíe los tex­
tos que aduzco, intentaré mostrar sinópticamente cómo ve y
juzga Unamuno el curso de la historia de España.
Sería sustrato informe de nuestra historia, materia pri­
mera de todas sus posibles formas—piensa Unamuno—una
“casta latina y germánica”, una “casta” más espiritual que
racial: “de raza española fisiológica nadie habla en serio, y,
sin embargo, hay casta española, más o menos en forma­
ción, y latina y germánica, porque hay castas y casticismos
espirituales por encima de todas las braquicefalias y dolico-
cefalias habidas y por haber” (84). Esa “casta espiritual la­
tina y germánica” consistiría en un difuso- modo de ser del
pueblo español consecutivo a la invasión gótica, en la cual
ve Unamuno “el principio de la regeneración de la cultura
europea ahogada bajo la senilidad del imperio deca­
dente” (85).
La invasión árabe partió a esa casta primitiva “en mul­
titud de estadillos” y la forzó a un larguísimo período de
Jucha y reconquista. Estos largos siglos de la Reconquista
habrían sido decisivos para nuestra historia ulterior.
En primer lugar, por razón de la lucha misma. La lucha
contra el invasor árabe impregnó de activismo y pugnad-

(88) E n la se g u n d a m ita d de su vid a s e r á m enos n e g a tiv a su v a ­


loración del p asa d o de E s p a ñ a que en su m ocedad tan crudam ente
rech aza. L u ego lo verem os.
(84) “E n to m o a l c a sticism o ” , Ensayos, I, 31.
(85) Ibid., 17.
dad el estilo histórico del vivir español y contribuyó enér­
gicamente al engarce, tan nuestro, del patriotismo nacional
y la religiosidad católica. Fué decisiva la Reconquista, ade­
más, por el predominio—monopolio, al fin—que durante ella
alcanzó Castilla sobre los reinos y comarcas restantes de
España. Tres momentos distintos, conexos los tres entre sí,
habrían favorecido el encumbramiento hegemónieo de Cas­
tilla sobre las restantes comarcas españolas: uno geográfico
(geopolítico, como ahora decimos), su situación central; otro
económico, su condición de granero de España; y el tercero
psicológico, dependiente de la nativa peculiaridad del tem­
peramento castellano: “Cuando lo que hacía falta era una
fuerte unidad central, tenía que predominar el más unitario;
cuando se necesitaba una vigorosa acción hacia el exterior,
el de instinto más conquistador e imperativo. Castilla, en su
exclusivismo, era menos exclusiva que los pueblos que, ence­
rrados en sí, se dedicaban a su fomento interior” (86). A
favor de estas tres- instancias, “Castilla, sea como fuere, se
puso a la cabeza de la monarquía española y dió tono y espí­
ritu a toda ella; lo castellano es, en fin de cuentas, lo cas­
tizo” (87).
La monarquía de Castilla adquirió su definitiva forma
histórica en el filo de los siglos xv y xvx Dos componentes
distintos parece advertir Unamuno en esa forma histórica:
uno es genérico, y en su virtud se empareja Castilla con
todas las “monarquías más o menos absolutas” de aquella
Europa; es el otro singular, específicamente castellano1, “cas­
tizo”. Parécese la monarquía española del Quinientos a todas
las europeas de entonces porque en ella, como en las demás,
los reyes, apoyados en el estado1llano, supieron “ahogar el
feudalismo paleontológico”. De manadero popular, intrahis-
tórico, ve nacer Unamuno el vigor histórico de las monar-

(86) Ibid., 36.


(87) Ibid., 37.
quías nacionales: “del fondo conimrn del pueblo llano, de la
masaf de lo que tenían de común los pueblos todos, brotaron
las energías ele las individuaciones nacionales” (88).
El componente castizo de nuestra historia durante los si­
glos xvï y xvii—o, para precisar más, hasta la Guerra de
la Independencia—es la peculiar impronta que a la vida de
los españoles impuso el predominio hegemónico de Castilla:
“Castilla paralizó los centros reguladores de los demás pue­
blos españoles, inhibióles la conciencia histórica en gran
parte, les echó en ella su idea, la idea del unitarismo con­
quistador, de la catolización del mundo, y esta idea se des­
arrolló y siguió su trayectoria, castellanizándolos... A par­
tir de aquel culmen del proceso1 histórico de España... fué
el destino apoderándose de la libertad del espíritu colectivo,
y precipitándose grandezas tras grandezas, nos legaron los
siglos sucesivos la damnosa herediim de nuestras glorias
castizas” (89). Castilla, en suma, impuso a todos los pue­
blos españoles un modo histórico de ser y un ideal domi­
nador de las diferencias, un ideal que “se refleja sobre todo
en una legua con la literatura que engendra” (90).
Ya tenemos a España castellanizada. A la “libertad del
espíritu colectivo” de la casta originaria—la “casta latina
y germánica” de nuestra Alta Edad Media—habría puesto
Castilla la férula de un destino y de un modo de ser. Tes­
timonios sucesivos de este proceso de castellanización fue­
ron, según Unamuno, el nacimiento de la lengua castellana,
la acción exterior de la España castellanizada—su lucha he­
roica por la catolización del mímelo—y, por fin, la “litera­
tura clásica castiza” ; la cual brota cuando, “al recogerse
la idea castellana, fatigada de luchas y derrotada en parte,
al recogerse en sí y conocerse como nos conocernos todos,

(88) Ibid.j 36.


(89) Ibid., 37-38.
(90) Ibid.j 32.
por lo que había hecho, en el espejo de sus obras... se per­
cata de que la vida es sueño, piensa reportarse por si des­
pierta un día, y se dice:
Soñemos, alma, soñemos
otra, vea...” (91).

Este modo de concebir la historia de España sitúa a Una-


muno frente a dos ineludibles tareas: conceptual una, histo­
riogràfica la otra. Esfuérzase Unamuno por distinguir con­
ceptualmente entre el “carácter” verdadero de un pueblo y
la apariencia de su “historia” ; o, si se quiere, entre su “casta
íntima y eterna”—luego entenderemos el sentido de esta ex­
presión unamuniana—y su “casta histórica” : “Un mezquino
sentido—escribe—toma por la casta íntima y eterna, por
el carácter de un pueblo dado, el símbolo de su desarrollo
histórico, como tomamos por nuestra personalidad íntima el
yo que de ella nos refleja el mundo. Y así se pronuncia con­
sustancial a tal o cual pueblo la forma que adoptó su per­
sonalidad al pasar del reino de la libertad al de la historia,
la forma que le dio el ambiente” (92).
Movido por este distingo conceptual, propónese Unamuno
la empresa historiogràfica de deslindar en la historia de Es­
paña lo que en ella ha puesto accidentalmente el “casticismo
histórico” y lo que hay en su entraña por obra de la espa­
ñolidad esencial de nuestra “casta íntima y eterna”. No es­
capa a Unamuno la dificultad del empeño*: “La idea caste­
llana, que de encarnar en la acción pasó a revelarse en el
verbo literario—dice—, engendró nuestra literatura clásico,s
castiza. Castiza y clásica, con fondo histórico y fondo intra-

(91) ima., 39-40.


(92) Jbkl., 105. L a contraposición que estab lece U nam un o entre
“lib e rta d ” e “ h isto ria ”— de la que es tra su n to el sentido que atrib u y e
a la eastellan izació n de E spañ a.— es de inequívoca p rogen ie hegelian a.
En el capítulo siguiente reaparecerá este tema.
histórico, el uno temporal y pasajero, eterno y permanente
el otro. Y está tan ligado lo uno a lo otro... que es tarea
difícil siempre distinguir lo castizo de lo clásico, y aquello
en que se confunden, y aquello en que se separan, y cómo
lo uno brota de lo otro y lo determina y limita y acaba por
ahogarlo no pocas veces” (93). Pero la aspereza de su pro­
pósito no le arredra, y a cumplirla dedica todo un libro, el
titulado En torno al casticismo, y buena parte de sus res­
tantes ensayos.
¿Cómo se manifestó en la historia y en la vida de Es­
paña esa férrea acción configura dora del casticismo caste­
llanizante? Por lo pronto, matando el alma medieval y mís­
tica de la casta originaria. Después de los Reyes Católicos,
“con el descubrimiento de América y nuestro entremetimien­
to en los negocios europeos... entró en España la poderosa
corriente del Renacimiento, y nos fué borrando el alma me­
dieval. Y el Renacimiento era, en el fondo, todo eso: ciencia,
en forma, sobre todo, de Humanidades y vida. Y se pensó
menos en la muerte y se fué disipando la sabiduría mís­
tica” (94).
La disolución renacentista de esa indefinida sabiduría
mística medieval aconteció en los países europeos a beneficio
de la ciencia y de la filosofía “modernas”. No fué así en Es­
paña. El molde impuesto a la vida española por el triunfante
casticismo castellano—nuestro casticismo histórico—tuvo un
estilo muy singular, que Unamuno trata de precisar estu­
diando analíticamente la lengua, las acciones históricas y la
literatura en que se refleja.
Creo expresar bien el pensamiento de Unamuno diciendo
que para él la nota más fundamental del casticismo caste­
llano consistiría en la invencible tendencia del español cas­
tellanizado o castizo a disociar recortada e irreductiblemente

(93) Ibicl, 40.


(94) “ Sob re l a eu ropeización ” , S n sayos, I, 891.
los distintos elementos de su experiencia y de su acción. O,
si se quiere decir de otro modo, en la casi total carencia de
un nimbo sentimental, capaz de fundir en unidad orgánica
los diversos componentes, contradictorios a veces, que inte­
gran la vida del hombre.
Nuestras creaciones literarias más castizas—Calderón,
Lope, Guillén de Castro, el Poema del Cid, el Romancero—
no son unidades orgánicas, como las creaciones de Shakes­
peare, sino sucesiones caleidoscópicas de acciones aisladas,
incongruentes con harta frecuencia y dibujadas sobre un
fondo monótono. El español castizo sería incapaz de fundir
en “entrañable armonía” lo real y lo ideal; de la percepción-
sensorial de los hechos pasaría, sin transición, al mundo de
los conceptos abstractos. O “hechos”, bien reales y bien re­
cortados, o “conceptos” formales, pétreos: tal es el dilema
del teatro de Calderón, símbolo supremo del casticismo cas­
tellano. “Espíritu este dualista y polarizados Don Quijote
y Sancho caminan juntos, se ayudan, riñen, se quieren, pero
no se funden... Sáltase de los hechos tomados en bruto y sin
nimbo a conceptos categóricos” (85). Shakespeare funde y
combina las acciones, Calderón las petrifica; las ideas del in­
glés son profundas_, las del castellano altas; los dramas de
aquél son el desarrollo de un suceso humano, los de éste el
montaje teatral de un lugar teológico o de un concepto. Esta
sistemática y ceñida oposición polar que Unaniuno ve entre
Shakespeare y Calderón muestra mejor que cualquier otra
cosa la visión unamuniana de nuestro casticismo histórico.
Disociación, disociación siempre, nunca síntesis armo­
niosa y entrañable: “disociación entre idealismo y realismo...
Nuestro ingenio castizo es empírico o intelectivo... Pueblo
fanático, pero no supersticioso... Sensitivismo e intelectua-
lismo, disociación siempre” (96).

(85) “E n torno a l c a stic ism o ” , Ensayos, I, 57.


(96) IMd., 60-61.
Esta invencible tendencia disociativa del castellano de­
terminaría la índole del estilo literario castizo, la forzosa
disyuntiva entre la retórica oratoria y la retórica dialécti­
ca (97), el dilema que para el español constituyen la brus­
quedad y la indolencia, la dualidad polar de nuestro libre-
arbitrarismo y nuestro fatalismo (88), el individualismo cas­
tizo y su secuela, nuestro anarquismo absolutista (99), así
como las peculiares actitudes del español histórico y litera­
rio frente a todos los ingredientes de la vida humana: el
trabajo, el botín, la aventura, la caridad, la justicia, el amor,
los vínculos familiares, las relaciones de hombre a hombre,
la ordenación de la convivencia política y social, el honor,
la religión, el saber (100).

(97) “ De todo ello re su lta un estilo de enorm e un iform id ad y


m onotonía en s u a m p u lo sa am p litu d de estep a, de g ra v e d a d sin g r a ­
cia, de períodos m a c iz o s com o bloques, o y a seco, duro y recortado.
Y en este estilo dos re tó ricas, la de la oratoria, y ia de la dialéctica,
m e tafo rism o de o rad ores, ergo tism o de teó lo go s y le g u lsy e sc a s c ita s”
(.Ibid., 6 2 ). V éa se tam b ién “L a crisis a c tu a l del p atrio tism o esp añ o l”
(Ensayos, I, 732).
(98) “ Obedecen n u estro s héroes c a stiz o s a la ley extern a, tan to
m á s o p resiv a cuanto m enos in tim ad a en ellos, abundando en conflictos
en tre d o s deberes, en tre dos im p e rativ o s categóricos, sin nim bo en
que co n co rd arse,.. A la disociación m en tal entre el m undo de los se n ­
tid os y el de la in teligen cia corresponde u n a du alid ad de resoluciones
b ru sc as y ten aces y de indolente m a t a r el tiem po, d u alid ad que en­
gendra, a l re fle ja rse en la m ente, fa ta lism o y lib rearb itrism o, creen cias
g e m e la s y que s e com plem entan, nunca, el determ in ism e de la espon­
ta n e id a d ... S i vencidos, f a t a lis t a s ; lib re a rb itrista s cuando vencedores”
(Ibid., 63). H a y otro te x to de an álo go sentido en la p ág . 73.
(99) “ E r a n a lm a s e s ta s te n a c e s e In cam b iab les... A l p la n tarse en
so cied ad c a d a u n a de e s t a s a lm a s fre n te a la s o tras, p ro d ú jo se un v e r­
dadero a n arq u ism o ig u a lita rio , y a la p a r anhelo por d a r a la com unidad
la firm e u n idad de c a d a m iem bro, un verdad ero a n arq u ism o ab so lu tista,
xrn m undo de á to m o s in divisibles e im pen etrab les en lucha dentro de
una fé r re a c a ja , lucha de presión ex te rn a con in tern a ten sión "
(Ibid., 34).
(100) V éan se los correspon d ien tes te x to s p ro b ato rio s en “E n torno
La religiosidad castiza habría correspondido, piensa Una-
inuno, a la índole de las almas que la profesaban y a la
singularidad de la convivencia social y política entre ellas.
Según el espejo de las descripciones unamunianas, fué la
nuestra una religiosidad unitaria y no compleja, teológica y
no especulativa, metódica y no espontánea, cuasimaniquea,
formulista. “Una fe, un pastor, una grey, unidad sobre todo,
unidad venida de lo alto, y reposo, y reposo además, y sumi­
sión y obediencia psrinde ac cadáver... Este pueblo de las
asociaciones y los contrastes se acomodaba bien a afirmar
dos mundos, un Dios y un Diablo sobre ellos, un infierno
que temer y un cielo que conquistar con la libertad y la
gracia... Fué este un pueblo de teólogos, cuidadoso en con­
gruir los contrarios... En la teología no hay que desentra­
ñar con trabajos hechos, sino combinar proposiciones da­
das... Aquellas almas fueron intolerantes, no por salud y
vigor, sino por pobreza de complejidad, porque no sólo tolera
el débil y el escéptico, sino el que en fuerza de vigor penetra
en otros y en el fondo de verdad que yace en toda doctrina,
puesto que junto a la tolerancia por exclusión hay otra por
absorción... La religión cubría y solemnizaba...” (101). Creo

a l ca stic ism o ” , Ensayos, I, p á g s. 65-81. A quí g lo sa ré solam en te, por


su m a y o r im po rtan cia, lo s to c a n te s a 1a. religión y al sab e r. Sob re la
actitu d esp añ o la an te el botín, v é a se otro texto m u y sign ificativo en
Ensayos, I, 97.
(101) Ibid., 78-81. E n e ta p a s u lte rio res de su vida— luego lo v e­
rem os— m odificó el propio U nam un o m uchos de su s ju icio s p rim itivos
sobre la v id a esp añ o la p resen te y p retérita . “E n m ucho he cam b iad o
de p a re c e r y de c r ite r io ...” , decía el año 1916 en su “ A d verten cia p reli­
m in ar” a la edición definitiva de s u s Ensayos. P reten d ía U nam un o ser
continuo y sincero (fiel a sí m ism o ), y no se r consecuente.
P o r lo dem ás, e sa id ea de la re ligio sid ad y de la teo lo g ía e sp a ­
ñ o la s re su lta f a l s a p or exceso de sim p licid ad. B a s t a p e n sa r que la
do ctrin a de la “ ciencia m ed ia” , ta n esp añ ola, fu é u n a v e rd a d e ra c re a ­
ción in telectual y no un m ero ejercicio com binatorio de p roposicion es
d ad as.
que son suficientes las líneas que transcribo para mostrar
como veía Unamuno la vida religiosa de la España clásica y
castiza.
La tendencia disociativa del casticismo castellano “afir­
maba dos mundos—repite Unamuno—-y vivía a la par en
un realismo apegado a sus sentidos y en un idealismo ligado
a sus conceptos”. Pero el espíritu del hombre, por muy disc-
ciador que sea, no puede eludir su natural tendencia hacia
la unidad. También en Castilla hubo hombres que intentaron
vencer ese dualismo y alcanzar la unidad; no mediante el
recurso intelectual de una armonía metafísica, ni por obra
de síntesis dialéctica o de conexión orgánica e volutiva, como
luego hicieron o pretendieron hacer los filósofos y los hom­
bres de ciencia europeos y modernos, sino siguiendo la vía
de un voluntarismo místico. Esta parece ser la interpretación
psicológica e histórica que da Unamuno acerca del misticis­
mo castellano: el alma castellana—dice—“intentó unir los
dos mundos y hacer de la ley suprema ley de su espíritu,
saltando de su alma a Dios... En ninguna revelación del alma
castellana que no sea su mística se entra más dentro de ella,
hasta tocar a lo eterno de esa alma, a su humanidad...” (102).
Según la interpretación unamuniana, nuestra mística se­
ría la clave más idónea para entender el espíritu español.
Los españoles habrían llegado a la vía mística compelidos
por las tendencias de su casticismo histórico (103); pero,

(102) lMd., 81.


(103) H e aqu í algu n o de eso s m ó v iles: “ c a s ta la c a ste lla n a de
conquistadores, m al avenidos a l tra b a jo , no se co m pad ecía bien a in­
te r ro g a r y d e se n tra ñ a r la re alid ad sensible, a t r a b a ja r en la cien cia
empírica., sin o que s e m ovían a co n q u istar con tra b a jo s, sí, pero no
con tra b a jo , u n a v erd ad su m a p reñ a d a de to d as la s d e m á s... N o fu e ­
ron a l m isticism o p or h astío de la razón ni desengañ o de ciencia, sino
m á s bien por el doloroso efecto entre lo desm esurad o de su s a sp ir a ­
ciones y lo pequeño de la re a lid a d ; no fu é la c a ste lla n a u n a m ístic a
ele razón raciocin ante, sin o que a rra n c a b a de la conciencia op rim ida
por la n ecesidad de lew y de t r a b a jo ... O prim idos p o r la ley exterior
metidos en ella, lograron adentrarse tanto en sí mismos que
traspasaron la corteza de los hábitos históricos en que con­
sistía su “casta externa” y consiguieron alumbrar, mostrán­
donosla de paso, la “casta íntima y eterna” ; esto es, aquello
que en los españoles hay de verdaderamente humano: “Por
su mística castiza es como puede llegarse a la roca viva del
espíritu de esta casta, al arranque de su vivificación y de su
regeneración en la Humanidad eterna... En San Juan de la
Cruz... parece se fundieron el espíritu quijotesco y el sancho-
pancino en un idealismo tan realista, como que es la ideali­
zación de la realidad religiosa ambiente en que vivía” (104).
Nuestros místicos habrían llegado a la libertad haciendo suya
la ley exterior a que debían someterse; convirtiéndose cas­
tizamente en posesores de Dios a fuerza de renunciar al
mundo y haciéndose, por lo tanto, dueños de la ley que desde
fuera se les imponía y habían comenzado acatando: “Bus­
caban por renuncia del mundo posesión de Dios, no anega­
miento en él... Por ciencia de amor buscaban posesión de
Dios, sin llegar a la identidad de pensar en Dios y ser Dios
del maestro Eckart. Aun cuando hablen de perderse en El,
es para encontrarse al cabo de El posesores” (105). La sabi­
duría mística fué, en suma, el camino por el cual nuestro
modo de ser “histórico” y “castizo”—un modo de ser oca­
sional, relegable al olvido—llegó a saberes y verdades de

■ buscaron el in tim arla en sí purificándola, an h elaron co n son ar con su


su erte y re sig n a r se p o r el cam in o de contem plación lib e ra d o ra ”
(Ibid., 84 y 86).
(104) Ibid., 81 y 90. “ P ro cu rare m o s ver— dice poco an te s— su s
e sfu e rz o s (los del casticism o ca ste lla n o ) p or lle g a r a lo eterno de
su conciencia, p or arm o n iz a r su idealism o qu ijotesco con su re alism o
sancho-pancino, esfu e rz o s que s e revelan en el fru to m á s gran ad o del
esp íritu castellan o , en su c a s tiz a y c lá sic a m ístic a ” (Ibid., 53). E n el
últim o cap ítu lo expondré la p erip ecia b io gráfica que m e h a p arecido
d escu b rir en la in terpretación u n am u n ian a de D on Q u ijote: el trá n sito
de un qu ijotism o de A lonso Q uijano al qu ijotism o de D on Q uijote.
(105) Ibid., 87-88.
linaje “eterno” y “absoluto”. Los místicos mostraron cómo
se podía pasar castizamente desde la castellanía a lo que
Unamuno llama la “Humanidad eterna”, al conjunto de vir­
tudes, acciones y saberes válidos para todos los hombres y
para cada hombre.
jdor todo esto íué la mística castellana nuestra “filosofía
castiza” : “el espíritu castellano'... tomó por filosofía castiza
la mística” (106). España, que apenas ha tenido filosofía ni
filósofos, ni siquiera verdaderos teólogos—piensa Unamu­
no (107)—, dió con sus místicos al mundo ejemplo de corno
los españoles, siendo castellanos castizos, eran también hom­
bres, hombres capaces de idealizar, “no lo eterno femenino
ni lo eterno masculino, sino lo eterno humano”.
Sin embargo, nunca habría quedado exenta la mística
castellana de un matiz rudamente castizo1, excesivamente pri­
vativo e histórico para alcanzar la condición sobretemporal
y absoluta que tienen las grandes creaciones humanas. El
místico castellano—permítaseme una burda expresión, en
aras a la fidelidad con que refleja el primer pensamiento de
Unamuno—se habría cocido con demasiada exclusividad en
su propia salsa. Sólo cuando la mística fué atemperada por
las brisas interiores y exteriores del humanismo, sólo enton­
ces habría dado el espíritu castellano frutos verdaderamente
universales: “desde dentro y desde fuera nos invadió el hu­
manismo eterno y cosmopolita, y templó la mística castellana

(106) Ibid., 84. “Todo aquí, incluso la filosofía, s e convierte en


lite ra tu ra ...— dice en o tro lu g a r — . Y si a lg u n a m e ta físic a españ ola
tenem os es la m ístic a ” (“ Sob re la tu m b a de C o sta ” , Ensayos, I, 916).
(107) “ E n E sp a ñ a , a s í com o no h a habido filósofos, y precisam en te
por no h ab erlo s habido, no h a habido tam p oco teólogos, sino ta n sólo
expositores, com en tadores, v u lg a riza d o re s y eruditos de la te o lo g ia ”
(“L a lec tu ra e in terpretación del Q uijote” , Ensayos, I, 641). “ Siem p re
creí que en E s p a ñ a no h a habido v e rd a d e ra filosofía.; m a s desde que
leí los t r a b a jo s del se ñ o r M enéndez P elayo, enderezados a p ro b a m o s
que h a b ía habido t a l filo so fía españ ola, se m e disip aron la s ú ltim a s
d u d a s...” (Ibid., 639).
castiza, tan razonable hasta en sus audacias...” (108). Fray
Luis de León fué el iniciador y el símbolo de esta vía de
nuestra salvación histórica, la vía por la cual el individuo,
sin dejar de ser quien verdaderamente es, pero abriéndose a
todo y a todos, se enriquece como persona (109). Pero el maes­
tro León, un poco cobarde y, además, “oprimido por el am­
biente, vivió sin que su obra diera todo el fruto de que está
preñada” (110).
Tal vez no sea inútil recapitular sinópticamente cuanto
hasta ahora llevo expuesto sobre la interpretación unamu-
niana de nuestra historia. La “casta originaria” de nuestra
Alta Edad Media—puramente medieval, cristiana, latina y
germánica-—poseía, por virtud de su auroral indiferenciación,
una enorme riqueza de posibilidades históricas: vivía en “el
reino de la libertad anterior a la historia”, dice don Miguel,
antihegeliano y admirador de Hegel, con palabra y concepto
directamente procedentes del filósofo tudesco (111). A lo
largo de la Edad Media y a favor de diversas circunstan­
cias, Castilla impuso un molde histórico a todos los pueblos
de España, los castellanizó. La castellanización de la indife-

(108) Ibid., 94. “ E n aquella, ed ad de exp an sió n e irrad iació n — dice


en otro lu g a r— v iv ía n u e stra vieja, c a s t a a b ie rta a todos los vien tos”
(Ibid., 121). F r a y L u is de L eón h a b ría sid o el fru to m á s lograd o de
l a a.cción fecu n dan te ejercid a so b re la v ie ja c a s ta p o r l a s se m illa s de
fu e ra.
(109) Ibid., 102. “ E l am b ien te del R en acim ien to— escrib e U nam uno
en o tr a p á g in a — levan tó a l m a e stro León a la v e rd a d e ra doctrin a libe­
ra d o ra , a h o g a d a p o r el oleaje in q u isitorial de con cen tración y a is la ­
m ien to” (Ibid., 107).
(110) Ibid., 100.
(111) L a estim ació n p o sitiv a de la E d a d M edia a p a re c e con c la ­
rid a d e x trao rd in aria en un p a s a je del en say o La vida es sueño: "¡Ah,
si volviese otra, vez (el pueblo españ ol) a a q u ella h e rm o sísim a E d a d
M edia— dice don M iguel— , llen a de co n solad ores ensueños, a aqu ella
ed ad que fu é la de oro p a r a el pueblo que tra b a ja , ora, cree, e sp e ra y
d u e rm e !” (Ensayos, I, 217).
rendada casta originaría otorgó a los españoles unidad y
grandeza, pero a costa de meterles por la vía de la acción
dentro de un rígido coselete “histórico” y de hacerles per­
der, en consecuencia, buena parte de su libertad “intrahistó-
rica”, profunda. Ese coselete es el casticismo castellano de
los siglos xyï y xvn; y su símbolo en piedra, El Escorial, del
que dice Unamuno estas terribles y significativas palabras:
“el gran artefacto histórico de El Escorial, aquel hórrido
panteón que parece un almacén de lencería” (112).
Pero no sólo a impulsos de su casticidad histórica, oca­
sional, pudo lograr grandeza el español castizo de aquellos
siglos. Consiguióla también, y ele orden umversalmente hu­
mano, no de cuño privativo y casticista, buscando a Dios a
través del hombre que por debajo del castellano existía en él
y asimilando como tal hombre, haciéndolos suyos por absor­
ción personal y recreación, los vientos que desde fuera le ve­
nían. Impelido por la coacción exterior de su mundo castizo,
buscó a Dios en sí y creó la mística española; absorbiendo
y recréamelo como hombre los vientos exteriores, dió ser his­
tórico al humanismo español.
Tal sería, en esencia, la historia de nuestro siglo xvi. ¿Qué
cabía hacer en el siglo x v i i ? Tres posibilidades cardinales,
distintas las tres, se ofrecían entonces a los españoles. Cifrá­
base la primera en quedar dentro del caparazón castizo y
sn plasmar artística y figurativamente, puesto que la acción
exterior era ya casi imposible, por la fatiga y por la ya in­
cipiente derrota de la empresa española, la visión del mundo
propia de nuestro casticismo histórico: es lo que con laco-

(112) Paisajes del a'lma, 88. Sorpren d e vivam en te este texto de


Unamuno. Sorpren d e p or dos ra z o n e s: u n a es la m an ifiesta b ru talid ad
de su contenido, a p e n a s so sp ech ab le en don M igu el; es o tra la fecha,
relativam en te ta rd ía, en que U nam un o lo escribió (1924), porque, como
y a ad v ertí y d e m o stra ré luego, con la edad, s e fu é dulcificando algo
la fu e rte acritu d de su s1p rim ero s ju ic io s sobre el “ca stic ism o c a s te ­
llan o” .
nisrno publicitario podríamos llamar nuestra “solución Cal­
derón”. Era la segunda posibilidad una entrega rendida al
modo de ser europeo y moderno que prevaleció en Europa
después de la derrota española: eso quisieron hacer, por ejem­
plo, los miméticos “ilustrados” españoles del siglo xvm .'
La tercera posibilidad que Unamuno advierte merece pá­
rrafo aparte. Consistía en intentar'—heroica, casi desespera­
damente—la creación de una forma de vicia en que nuestra
“casta íntima”, rompiendo con el “casticismo histórico” que
como consecuencia de su propia acción la envolvía y absor­
biendo lo bueno de ese casticismo, fuese tan fiel a sí misma
como a la Humanidad universal y eterna. ¿No era esto, por­
ventura, lo que habían intentado, con mejor o peor fortuna,
con perfección más o menos lograda, la mística y el huma­
nismo del siglo xvi? Tal fué el sentido que vio Unamuno en
la aventura de Don Quijote y aún el de su propio quijotismo:
“Sí, tenía España su filosofía—afirma—■; pero cuando empe­
zaba a florecer se la ahogaron, se la helaron los definidores,
los de la escolástica, los inteleetualistas. ¡Hay que ser razo­
nables!, dijeron; y al que se obstinaba en no serlo se le en­
cerraba o amordazaba, y a las veces, si era pertinaz, se le
achicharraba. Y entonces surgió el pobre Don Quijote, y fué
derrotado aquel gran soñador de la vida y gran vividor de
la sobrevida” (113). Pero este tema del quijotismo como so­
lución del problema histórico de la casta española, debe que­
dar en espera1de su ocasión.
Don Quijote fué derrotado, la mística pasó y el incipiente
humanismo español tuvo que ceder ante un realismo de he­
chos desnudos y un conceptismo de desnudos conceptos. Más
aún: España llegó hasta a olvidar su propia cultura: “Tenía
honda razón el señor Azcárate—dice Unamuno—al decir que
nuestra cultura del siglo xvi debió de interrumpirse, cuando
la hemos olvidado; tenía razón contra todos los desenterra-

(113) "S o b re la filo sofía esp a ñ o la ” , Ensayos, I, 546.


dores de osamentas...” (114). Así, olvidado lo que de más fe­
cundo hubo en la actividad de los españoles, desmoronado
el caparazón del viejo casticismo, a pesar de todos los es­
fuerzos de los “castizos” por conservarlo, fatigada e inope­
rante, aislada unas veces, mimètica otras, fuá viviendo Es­
paña hasta que la “casta”, bajo forma de “pueblo”, comenzó
a dar señales de nueva vida.
Habría sido la. primera y, a la vez, la más significativa,
nuestra Guerra c ié la Independencia: “El Dos de Mayo es,
en todos sentidos, la fecha simbólica de nuestra regenera­
ción”, define Unaxmmo en 1895, con léxico muy cíe la época; y
no lo fué sólo por la vigorosa y espontánea participación del
pueblo español en la defensa de su independencia, sino por­
que ese hervor explosivo de la casta sirvió para que España
incorporase a su seno y comenzase a digerir en él algunas
ideas universales y renovadoras (115). El mismo sentido his­
tórico tuvieron para España las guerras civiles del siglo x ix :
“después de la francesada, tuvimos la labor interna y fecun­
da de nuestras contiendas civiles” (118). Tras “el esfuerzo
del 68 al 74”, cae España, rendida, “en pleno colapso” : es
el “marasmo” de la España inconsistente y seudocastiza que
Unamuno descubre en torno a sí.

(114) “ E n torno a l ca stic ism o ” , Ensayos, I, 24. L o s “ d e se n te rra­


dores de o sa m e n ta s” a que U nam uno alud e debían ser, principalm ente,
M enéndez P e lay o y L av erd e.
(115) “ Son hechos que m erecen m editación d eten id a..., el de que
M artín ez M arin a, el teo rizan te de la s C ortes de Cádiz, crey era re su ­
c ita r n u e stra a n tig u a teoría, de la s C ortes, m ien tras in su flab a en ella,
los prin cipios de la R evolución fra n c e sa , proyectan do en el p asa d o el
ideal del porvenir de en ton ces; el que un Q uin tan a c a n ta r a en c la si­
cism o fra n c é s la G u erra de la Independencia, y a nom bre cíe la lib er­
ta d p atria , la lib ertad del 89, y o tro s hechos de la m ism a c a s ta que
ésto s” (.I b i d 9 ). O tra in terpretación de n u e stra G u erra de la ind ep en ­
dencia puede leerse en "I-a, v id a es su eñ o” , Ensayos, I, 216.
(116) JUd., 120.
Había comenzado Unamuno por advertir la tremenda in­
suficiencia histórica de la España de su mocedad. Espoleado
por la amargura de esa vivencia, construye una doctrina
acerca de la historia de España; y, a lomos de ese clavileño
interpretativo, trata de explicar a los españoles lo que f ueron,
lo que pudieron ser y lo que entonces están siendo. Sobre
todo, lo que están siendo. El análisis histórico de la sociedad
en que vive es a la vez punto de arranque y de término en
las reflexiones de Unamuno sobre la historia de España.
¿Cómo ve, cómo juzga, cómo interpreta a la sociedad que
le da vida y cuidado? Algo he dicho acerca de ello en las pá­
ginas anteriores, y no he de repetir ahora lo ya expuesto.
Tal ves no sea inútil, en cambio, recapitular sistemáticamen­
te los juicios de Unamuno a la luz ele su propia clave ordena­
dora y judicativa.
La nota fundamental de aquella situación histórica era,
según Unamuno, la inquietud crítica: “Atraviesa la sociedad
española honda crisis; hay en su seno reajustes íntimos,
vivaz trasiego de elementos, hervor de descomposiciones y
recombinaeion.es” (117). Esa situación crítica, hendida, de la
sociedad española permite ver a la vez su piel y sus entra­
ñas. Cuatro parecen ser los componentes históricos que per­
cibió Unamuno escrutando los senos mismos de España du­
rante la Restauración y la Regencia:

1. Restos de la vieja casta: “En esta crisis persisten


y se revelan en la vieja casta los caracteres castizos, bien
que en descomposición no pocos” (118). Son “el viejo espí­
ritu militante ordenancista”, el culto a “la voluntad desnuda
y a los actos de energía anárquica”, las múltiples formas so­
ciales, políticas e intelectuales de nuestra perdurable “ten­
dencia disooiativa”, el dogmatismo inquisitorial consecuente

(117) y £118) IMd., 107.


a ella y, en definitiva, cuantos fueron pormenorizadamente
expuestos al comienzo de este apartado (119).

2. Tentativas malogradas de una europeización irreflexi­


va y torpe. Remito a cuanto sobre el tema expuse en el apar­
tado anterior. Deberíase el evidente fracaso ele esa superficial
y descaminada europeización a tres causas distintas: la tor­
peza o la mala voluntad de sus promotores—-recuérdense,
por ejemplo, los juicios cíe Unamuno sobre Salmerón y sobre
los progresistas españoles—, la inviabilidad o la esencial in­
eficacia de alguna de tales recetas europeizantes y su falsea­
miento por obra de la “casta histórica” de quienes preten­
dían aplicarlas: ahí está, por no citar sino un caso, ese furi­
bundo dogmatismo de los antidogmáticos españoles que tanto
vituperó Unamuno.

3. Imitaciones “castizas” de ciertas creaciones del espí­


ritu europeo. La imitación no sería en este caso servil y bur­
da importación de lo ajeno, sino una suerte de “contagio”,
determinado por cierta afinidad específica entre la “casta”
y lo que ella imita. Tal habría sido, según Unamuno, la clave
del éxito que entre nosotros logró el krausismo: “Es tan
vivo en esta casta este individualismo místico—dice, hablan­
do de la casta española-—, que cuando en nuestros días se
coló acá el viento ele 3a renovación filosófica postKantiana
nos trajo el panenteísmo krausista, escuela que procura sal­
var la individualidad en el panteísmo, y escuela mística hasta
en lo de ser una perdurable propedéutica a una vista real que
jamás llega” (120).
(119) A d e m á s de aqu ellos textos, pueden v e rse los bien ex p resivos
de “ Sobre el marasmo a c tu a l de E s p a ñ a ” , ú ltim o capitu lo de E n torno
«3 casticismo,
(120) Ihid., 85, C a stic ista tam b ién había sid o la in terpretación da
M enéndea Pelayo. Don M arcelino atrib u y ó el fá c il au g e del krausismo
en E s p a ñ a a su ten den cia "a rm o n ista ” , que c a s a r ía bien con el n ativo
4. Esfuerzos sucesivos de la “casta íntima y eterna"
—del pueblo español, no en lo que tiene de españolidad “cas­
tiza”, sino en lo que atesora de españolidad “humana”—por
alcanzar una vida histórica a la vez castiza y nueva. Pensa­
ba Unamuno que nuestra “casta” habría cumplido dos etapas
históricas: una originaria e indiferenciada, anterior al pre­
dominio hegemónico de Castilla; y, tras ella, la de unifica­
ción castellanizante. Consumada ésta, debe llegar la tercera,
equivalente, mutatis mutandis, al “tercer reino” o “reino del
Espíritu Santo”, de los espirituales que en el corazón de la
Edad Media seguían a Joaquín de Flore. Sabrá de cumplirse
en esta etapa la total “españolización” de la España castella­
nizada: “Si Castilla lia hecho la nación española-—afirma
Unamuno—, ésta ha ido españolizándose cada v e z más, fun­
diendo más cada día la riqueza de su variedad de contenido
interior, absorbiendo el espíritu castellano en otro superior
a él, más complejo : el español” (121).
El primer vagido de esta novísima y soterrada España
fué, ya lo sabemos, el Dos de Mayo (122); siguió elaborán­
dose por obra de nuestras contiendas civiles; y en 1895, cuan­
do escribe En torno al casticismo, cree Unamuno percibir

“ arm o n ism o” de l a “ r a z a esp a ñ o la ” . V é a se so b re e ste p a rtic u la r mi


Menéndez Pelayo.
A ñ os desp ués tr a tó U nam un o de ex p lic a r el su ceso, m ucho m á s
genéricam en te, p o r la s ra íc e s p ie tista s del k ra u sism o y la s ra íc e s c a tó ­
lic a s del p ie tism o : “ S i K r a u s e echó aq u í a lg u n a s ra íc e s— m á s que se
cree, y no ta n p a s a je r a s com o se supone— es porque K ra u se ten ía r a í­
c e s p ie tista s, y el pietism o, com o lo dem ostró R itsc h l..., tiene ra íc e s
específicam ente c a tó lica s y sign ifica en g ra n p a r te la in vasión o m á s
bien la persistencia, del m isticism o católico en el seno del racion alism o
p ro testan te. Y a s í se e x p lic a que s e k ra u siz a ra n aqu í h a s ta no p ocos
p e n sa d o re s ca tó lico s” (“ D el sen tim ien to trá g ic o de la v id a ” , Ensa­
yos, II, 923).
(121) M d „ 34.
(122) “ Cuando E s p a ñ a ren ació a nueva, vida,, el añ o 1 8 0 8 ...” , dice
U nam un o en o tro lu g ar.
la sorda lucha que en los senos mismos de la sociedad de
entonces libra la España futura con los restos de la vieja
casta: “Una ojeada al estado mental presente de nuestra so­
ciedad española nos mostrará a la vieja casia histórica) lu­
chando con el pueblo nuevo” (123).
Los esfuerzos renovadores del “pueblo desconocido”
—Unamuno está rnuy lejos ele indentificaiios con los movi­
mientos revolucionarios de aquel tiempo--representarían el
porvenir auténtico de España. “¿Está todo moribundo? No;
al porvenir de la sociedad española espera dentro de nuestra
sociedad histórica, en la intrahistoria, en el pueblo descono­
cido, y no surgirá potente hasta que la despierten los vientos
o ventarrones del ambiente europeo” (124),
Ya no queda sino indicar precisamente las notas por las
que se definirá de hecho esa etapa “española” cíe la historia
de España. ¿Cómo será? O, más exactamente: ¿cómo es, se­
gún la sueña el español Miguel de Unamuno? Procuraré
contarlo con detalle en un capítulo ulterior. Aquí me confor­
mo con señalar dos de sus rasgos, uno tocante a su contenido,
atañente otro a su génesis. Esa España inédita y soñada ha
de contener en su seno, hecho sustancia humana, lo mejor de
la España castiza, lo que antaño comenzó a ser y hoy hemos
olvidado; porque “lo olvidado—enseña Unamuno—no muere,
sino que baja al mar silencioso del alma, a lo eterno de
ésta” (125); y ha de nacer, acabamos de oírlo, incitada por

(123) Ibid., 105.


(124) Ibid., 121. “E n ella (la lite ra tu ra c a s te lla n a )— escrib e en o tra
p á g in a — sigu en viviendo ideas hoy m oribundas, m ie n tra s en el fondo
in trah istó rico del pueblo esp añ ol viven la s fuerzas que en carn aron en
a q u e lla s id e as y que pueden en ca rn a r en o tra s. Sí, pueden en ca rn a r
en o tras, sin ro m p erse la continuidad de la v id a ; n o puede a se g u r a r se
que cae rem o s siem p re en lo s m ism o s e rro re s y en los m ism os v icios"
(Ibid., 3 9 ). L u e g o reap arecerá, el te m a de e s ta oposición p o la r entre
“id e a s” y “fu e r z a s” , ta n c a ra c te rístic a del p en sam ien to “ p o r co n tra­
rios” que e je rc ita b a U nam uno.
(125) Ibid., 24.
vientos europeos. La España posibl que L.uo.ii}'] sm-o suena
sería, una versión quijotesca y actual de lo que pudo ser
y apenas fue aquel incipiente y fugaz humanismo del zvz.
Luego mostraré el rostro entere del sueño.
Estos cuatro ingredientes, mal trabados entre sí, consti­
tuyen por dentro la “forma” histórica de la España que Uña-
muño ve. La cual forma, vista por de fuera, produce en el
espíritu del analista una penosa impresión de marasmo: “un
desesperante marasmo”. He aquí algunos de los rasgos más
característicos de ese marasmo-: “la desesperante monotonía
achatada de Tabeada y de Cilla es reflejo de la realidad am­
biente...; “no hay frescura ni espontaneidad, no hay juven­
tud. He aquí la palabra terrible: no hay juventud. Habrá
jóvenes, pero juventud falta” ; “nos falta lo que Carlyle lla­
maba el heroísmo de un pueblo, el saber adivinar sus héroes” ;
“quiérese mantener la ridicula comedia de un pueblo que
finge engañarse respecto- a su estado” ; “tampoco hay verda­
dero espíritu de asociación, que brota del desbordamiento de-
vida...” ; y así otros tantos, fáciles de hallar y aun de cole­
gir (128).
Tal es la imagen que del pasado y del presente de España
tenía, hacia sus treinta y tantos años, el preocupado y her­
voroso Unamuno. De por vida guardó fidelidad a este dise­
ño—“habrá en España pocos publicistas que en lo esencial
y más íntimo hayan permanecido más fieles a sí mismos”,
dijo de sí en 1916, pasada ya la cincuentena— ; pero, sin men-

(126) E n la Vida de Don Quijote y Smicho se lee u n a n ueva in ter­


p retación q u ijo te sca del “m a ra sm o ” español. “ T u testam en to se cu m ­
ple, D on Q uijote, y lo s m ozos de e sta tu p a t r ia renuncian a to d as la s
cab allei’ía s p a r a poder g o z a r de la s h acien d as de tu s so b rin as, que son
c a s i to d as la s esp añ o las, y g o z a r de la s so b rin as m ism as. E n s u s b ra ­
z o s se a h o g a todo heroísm o. T iem b lan de que a su s n ovios y maridos-
íe s dé la ven tolera p o r donde le dio a su tío. E s tu sobrina, Don
Q uijote, e s tu .sobrina la que hoy re in a y gob iern a en tu E s p a ñ a ; e s
tu sobrin a, no San ch o ” (Ensayos, II, 280).
gua de esa proclamada fidelidad a lo esencial, algo contra­
dictoria a veces, en no poco cambiaron los juicios de don
Miguel acerca de la historia de España,
En 1805, a les cuarenta, y un años, descubre que sus pri­
meros juicios sobre el alma castellana le habían sido dicta­
dos por la honda disparidad que él sentía entonces entre el
espíritu vasco, del que nació y en que se crió, y el espíritu
castellano: “Entonces creía--—nos confiesa.—que tales dispari­
dades son inconciliables e irreducibles; hoy no creo lo mis­
mo” (127). Y esta advertida maduración de su espíritu se
traducirá por doble modo: en juicios más favorables acerca
del pueblo castellano y en interpretaciones de la historia
“castiza.” mucho más amorosas y concesivas. “Sean cuales
fueren las deficiencias que para la vida de la cultura moder­
na tenga el pueblo castellano—escribe en 1905—, es preciso
confesar que a su generosidad... debió su predominan­
cia” (128). Siéntese desde entonces resueltamente movido a
defender la historia de España de quienes la combaten (129) „

(127) “L a c risis a c tu a l del p atrio tism o esp añ ol” , Ensayos, 1, 731.


(128) IUd., 738.
(129) “U n o s cu a n to s ato lo n d rad o s que no conocen n u e stra h isto­
ria— que e stá p o r hacer, desh aciendo a n te s lo que l a calu m n ia p ro tes­
tan te h a tejido en torno a ella— dicen que no hem os tenido ni ciencia,
ni arte, ni filoéofía, ni R en acim ien to (éste a c a so nos so b r a b a ), n i n a d a ”
(“D el sentim ien to trá g ic o de la v id a ” , Ensayos , II, 935). Defiende U na-
m uno m u y especialm en te la ta n esp añ o la em p resa de la Contrarre­
fo r m a : “ K sp a fia ... h a sid o l a g ra n calum niada, de l a H isto ria , -preci­
sam en te p or h ab e r acau d illad o la C o n tra-R eform a. Y porque su. a rro ­
g a n c ia le h a im pedido s a lir a la p la z a pública, a la fe r ia de la s v an i­
dades, a ju stific a r se ” (IbicL, 9 3 6 ); y, con m u ch a su tileza— él, ta n afi­
cionado a leer teo lo g ía p ro te sta n te --, ve entre lo s m é rito s de la Con­
tra rre fo rm a h a s ta el de s e r el su p u esto n ecesario de la s creacion es
m á s p o sitiv a s de la R e fo rm a m ism a : “ S in la Contra-Reforma no h a ­
bría segu id o la Reforma el cu rso que sig u ió ; sin aqu élla, a c a so ésta,
fa lt a del so stén del p ietism o, habría, perecido en la ram p lo n a racio n a­
lidad de l a Aufldaerung, de l a ilu stració n . S in C arlo s V, sin, F elip e II,
nuestro g ra n F elip e, ¿h a b ría sido todo i g u a l ? ” (Jbid., 8,36).
y canta con creyente entusiasmo, además de la españolidad
intrahisiórica de la casta española, la creadora grandeza de
su gesta histórica y castiza: “Dejemos su lucha de ocho si­
glos con la morisma, defendiendo a Europa del mahometis­
mo, su labor de unificación interna, su descubrimiento de
América y las Indias—que lo hicieron España y Portugal,
y no Colón y Gama— ; dejemos eso y más, y no es dejar
poco. ¿No es nada cultural crear veinte naciones sin reser­
varse nada y engendrar, corno engendró el conquistador, en
pobres indias siervas, hombres libres? Fuera de esto, en el
orden del pensamiento, ¿no es nada nuestra, mística? Acaso
un día tengan que volver a ella, a buscar su alma, los pue­
blos a quienes Helena se la arrebatara con sus besos” (130).
Tal vez mi exposición del pensamiento de Unamuno so­
bre nuestra historia sea desmesurada, puesta en relación con
el cuadro a que pertenece. No es mi propósito, en efecto,
mostrar el mundo- espiritual de Unamuno, sino el de su ge­
neración. Pero pensando que sólo en la obra de Unamuno
y en la de Ganivet puede hallarse una doctrina expresa y
sistemática acerca de la historia ele España-—perdóneme don
Miguel, desde su vida eterna, esto de haberle llamado “sis­
temático”—, he llegado a convencerme de que tan porme­
norizada exposición era necesaria en este libro. Salvadas las
variantes personales, creo que el esquema de Unamuno es la
versión unamuniana del sentir y del pensar implícitos en la
obra literaria de toda la generación. Procuraré demostrarlo,
comenzando esta vez por Angel Ganivet.
Pese a la accidental discrepancia que existió entre Gani­
vet y Unamuno acerca de nuestra historia—testimonio sufi­
ciente, su correspondencia sobre El porvenir de España—,
coincide en lo esencial el esquema hermenéutico y estimati­
vo de entrambos. Uno y otro piensan que la historia de Es­
paña nunca ha sido genuinamente “española”. “España no

(130) Ibid., 936.


ha tenido nunca leyes propias dice abiertamente Gani­
vet (131); y en otra página estampa un juicio tajante: “He­
mos tenido, después de períodos sin unidad de carácter, un
período hispano-romano, otro hispano-visigótico y otro his-
pano-árabe; el que les sigue será un período hispano-europeo
e hispano-eolonial... Pero no hemos tenido un período espa­
ñol puro, en el cual nuestro espíritu, constituido ya, diese
sus frutos en su propio territorio” (132). Pudo haberse con­
seguido la plena españolidad de nuestra historia, cree Gani­
vet, si en el siglo KVi no hubiésemos emprendido nuestra
gran aventura europea y americana; pero nos metimos en
ella, y la entrega a la acción exterior nos impidió llegar a
ser nosotros mismos: “Si la fatalidad histórica no- nos hubie­
se puesto en la pendiente en que nos puso, lo mismo que la
fuerza nacional se transformó en acción, hubiese podido
mantenerse encerrada en nuestro territorio, en una vida más
íntima, y hacer de nuestra nación una Grecia cristiana” (133).
De aquí que Ganivet, como Unamuno, piense que “el tema
de su tiempo” consistiría en iniciar esa íntegra y siempre
malograda españolización de nuestra historia: por no haber
tenido jamás un período español puro, “la lógica de la His­
toria—concluye Ganivet, con excesiva fe en esa presunta
lógica—exige que la tengamos y que nos esforcemos por ser
nosotros los iniciadores" (134). ¿No es ésta la almendra mis­
ma de las tesis unamunianas ?
No quedan ahí las coincidencias. La idea unamuniana de
una “casta íntima y eterna” de España, distinta de nuestra
“casta histórica o castiza” y subyacente a ella, equivale a la
entidad virginal que Ganivet adivina o inventa en la entraña
misma de la historia de España; la “casta” de que habla el

(131) “Id ea riu m españ ol” , Obras completas, ed. de A gu ilar, 1, 140.
(132) JUd., 165.
(133) IUd., 162.
(134) Ibid., 165.
vasco es, en fin cíe cuentas, lo mismo que el granadino, falto
de una, palabra plenamente satisfactoria, va nombrando con
términos vagos y sinónimos: “personalidad nacional”, “ge­
nio”, “idea nacional”, “ideal de la raza”. Coinciden asimismo
en su interpretación de nuestras grandes creaciones litera­
rias: para uno y otro es la vicisitud de Segismundo el sím­
bolo de la gran gesta histórica de España, y Don Quijote
la representación mítica de nuestra verdadera casta: “Nues­
tro Ulises es Don Quijote”, dice expresamente Ganivet.
Análoga es también su tendencia a describir psicológicamen­
te la peculiaridad del hombre español, y no sería empresa
difícil mostrar el profundo parentesco que existe entre los
rasgos aislados por Ganivet, puesto ante la vida de los espa­
ñoles, y los que percibió Unamuno escrutando nuestra lite­
ratura (135). El “marasmo” que advierte Unamuno en la
sociedad española de su tiempo no es sino la consecuencia
de la “abulia” que Ganivet diagnostica. Véase, en fin, el aire
tinamuniano que tiene el juicio de Ganivet sobre nuestra de­
rrota del siglo xv ii: “Hay que sacrificar la espontaneidad
del pensamiento propio, hay que fraguar id ea s gen erales que
tengan curso en todos los países para aspirar a una influen­
cia política durable. Nosotros, por nuestra propia constitu­
ción, somos inhábiles para estas manipulaciones, y nuestro
espíritu no ha podido triunfar más que por la violen­
cia” (136). Al lado de tan esenciales concordancias, es bien
accidental la discrepancia que pueda, existir entre Ganivet
y Unamuno en punto, por ejemplo, a sus personales simpa­
tías por Séneca o por los árabes.
Azorín, como Unamuno, ve en el marasmo de España la
última consecuencia de un nocivo aferramiento a ciertas for­
mas ds vida propias de nuestra historia pretérita, y muy
singularmente a las más “castizas” de nuestro siglo x m

(135) T r a ta r é de ello con m á s p orm en or en el a p a rta d o sigu ien te.


(.1.36) Ibid,, 170-171,
Difieren uno y otro, a la sumo, por la zona de la vicia espa­
ñola a que dedican su atención. Unamuno analiza preferen­
temente las consecuencias de nuestra historia castiza en la
vida política y ciudadana. También Azorín—recuérdense, per
ejemplo, las páginas de La voluntad—hace una severa crí­
tica de la sociedad urbana; pero se diría que, a sus ojos, el
peso de nuestra damnosa hereditm gravita de más directo
modo sobre la vida campesina. Va mal la vicia histórica de
la ciudad española porque falta en ella “una cohesión de
creencias y de esperanzas”, es decir, un ideal vivo y real­
mente compartido (137); va mal la vida cotidiana, subhistó­
rica, del campo español, porque en ella perdura la acción
consuntiva cié nuestro siglo xvn: “¿Cómo este pueblo rico,
próspero, fuerte en otros tiempos—se pregunta Azorín en
una posada de Infantes—, ha llegado en los modernos al ani­
quilamiento y la ruina? Yo lo diré. Su historia es la histo­
ria ele España entera, a través de la decadencia austría­
ca” (138). Y a continuación, situado en este punto de vista
interpretativo, cuenta Asorín cómo las mil casas de que In­
fantes se componía en 1575 han venido a quedar en las
ochocientas setenta ele 1803.
Este juicio sobre la vida en el campo castellano se repite
monótonamente en muchas páginas de Azorín. He aquí su
contraste con el campo de Levante: “Levante es una región
que se ha desenvuelto y lia progresado por su propia vitali­
dad, mientras que el Centro permanece inmóvil, rutinario,

(137) “ H a y en el Ja p ó n m oderno, y h a b ía en la, E s p a ñ a del R e ­


n acim iento— p e n sa b a Asorín — , mía, cohesión ele creen cias y de espe­
ran zas, u n a co n sisten cia y so lid arid a d esp iritu al, un unisono en to d as
la s in teligen cias y en to d as la s vo lu n tad es que no h ay ahora,, no, en.
la E s p a ñ a co n tem p orán ea... ¿C ó m o en co n trar aquí la sa tu ra ció n cíe
un ideal común, que es lo que da la fuerza, y el ím petu p a r a la s em ­
p re sa s b ie n h e c h o ras?” (“ C astillo s de E s p a ñ a ” , en Tiempos y cosas,
220 - 221 ).
” (138) “A ntonio A zo rín ” , O. 8., 278.
cerrado al progreso, lo mismo ahora que hace cuatro si­
glos...”. Levante ha cambiado de vida, y de ahí su relativo
bienestar; el Centro sigue viviendo como vivió, y de ahí su
ruina. De tales premisas mana im imperativo urgente: cam­
bian-, cambiar el medio, para que éste vaya cambiando el
modo cíe vivir y, a la postre, el modo de ser del hombree es­
pañol: “todos los esfuerzos por la generación de un pueblo
próspero serán inútiles mientras estos campos no tengan,
agua, mientras estas tierras paniegas no sean abonadas,
mientras no desaparezca el sistema de eriazos y barbe­
chos... (139).
Hasta las finísimas observaciones de Azoñn acerca del
fluir del tiempo y del amor a la vida en los pueblos son
interpretadas por él corno un efecto de la invariabilidad, del
reposo de esos pueblos en un modo de existir ya hecho:
“En los pueblos sobran las horas, que son más largas que
en ninguna otra parte, y, sin embargo, siempre es tarde.
¿Por qué? La vida se desliza monótona, lenta, siempre
igual” (140). Si es así en todos, en los anchos pueblos de la
Mancha más que en los demás pueblos españoles: “el pue­
blo duerme en reposo denso; nadie hace nada; las tierras
son apenas rasgadas por el arado celta; los huertos están

(139) Ibid., 271. Poco después a ñ a d e : “ A sí viven, pob res y m ise­


rables, los la b ra d o res de la M eseta. E l m edio h ace a l h o m b re... N o
p od rán p e n sa r y se n tir del m ism o modo unos h o m b res a le g r e s que
disponen de a g u a s p a r a r e g a r s u s cam pos y cu ltiv a r in ten sam en te su s
tie rra s, y tienen com unicaciones fá c ile s y c a s a s lim p ia s y cóm odas, y
otro s hom bres m elan cólicos que viven en lla n u ra s á rid a s, sin cam inos,
sin árboles, sin c a s a s con fortab les, sin alim en tación sa n a y c o p io sa ...”
(.Poid., 273). Azorín es ta l vez m enos c a stic ista que XJnamimo y m á s
creyen te en la operación del m e d io : ca m b ia ría h istóricam en te e’ nom ­
bre, entre o t r a s c e sa s, alteran d o artificialm en te su m edio. L a te sis
del “ esp íritu territo ria l” , ta n c a r a a G anivet, ven d ría a s e r un com ­
p rom iso entre la “ c a s t a ” y el “m edio” . E n un capítulo u lterio r re a p a ­
re cerá este tem a de la relación en tre el hom bre y su m edio geográfico.
(140) Ibid., 219.
abandonados... El tiempo transcurre lento en este marasmo;
las inteligencias dormitan”, va escribiendo Azorin, triste y
minuciosamente, a su. paso por Argamasilla de Alba (141).
Esos pueblos inmóviles que se extienden sobre las tierras de
la aventura quijotesca: “sin agua, sin árboles, con las puer­
tas y las ventanas cerradas, ruinosos, vetustos...” (142).
¿De dónele viene este “vivir doloroso y resignado” de nues­
tros pueblos? ¿Es acaso una expresión fatal, ineludible, de
nuestra peculiaridad nativa? No lo cree asi Azorin, si nos
atenemos a sus propios testimonios literarios. Hubo en tiem­
pos una España “espontánea, jovial, plástica, íntima” : tal
es, según .Azorin, el munido espiritual de nuestra literatura
primitiva (143). En ruda oposición con ella, la literatura es­
pañola del siglo xvn le es “insoportablemente antipáti­
ca” (144). ¿Qué ha pasado en España para que sea tan vio­
lento el giro de la estimación azoriniana, desde .su, cordial
simpatía por Bereeo y el Arcipreste hasta su disgusto por
Rojas y Calderón?
Según Azorin, dos cesas: el resuelto ingreso del español
en el despeñadero de 3a acción y la impregnación de nuestro
vivir por la versión, “castiza” del Catolicismo. “El descubri­
miento de América—piensa Antonio Azorin-—acaba de reali­
zar la obra de la Reconquista: acaba por transformar al es­
pañol en hombre ele acción, irreflexivo, impoético, cerrado a
tocia sensación de intimidad estética, propio a la declama­
ción aparatosa, a la bambolla retumbante” (145). La analo-

(14.1) “ L a ru ta de D on Q u ijote” , O. 8., 451-52.


(142) “ A ntonio A zorin ” , O. 8-, 278.
(143) y (144) “L a vo lu n tad ” , O. 8,, 153. O bsérvese la e x a c ta co­
rrespondencia, entre e s ta in terpretación de n u e stra E d a d Media, y la
interpretación de U nam uno,
(145) L u ego h a b la Azorin de “ la d ra m a tu rg ia artificiosa, p a la b re ­
ra, sin observación, sin. verdad , sin. poesía, de lo s Calderón, R o ja s,
Téllsz, M oreto” . L a d iferen cia entre el A rcip reste y R o ja s, por ejem ­
plo, co n sistiría en que aqu él p in ta realid ad es ex te rn as, costumbres, y
gía entre los juicios ele Àzorin y los de Unamuno es por de­
más evidente.
A esta energía configuraaora de la acción se juntaría la
que ejerció una versión ds la religiosidad católica excesiva­
mente hosca y agresiva: “España es un país católico—afir»
ma Azorín—. El catolicismo ha conformado nuestro espíritu.
Es pobre nuestro suelo (yermos están los campos por falta
de cultivo); el pueblo apenas come; se vive en mía ansiedad
perdurable; se ve en esta angustia cómo van partiendo uno
a uno de la vida los seres queridos; se piensa en un mañana
tan doloroso como hoy y como ayer. Y todos estos dolores,
todos estos anhelos, estos suspiros, estos sollozos, estos ges­
tos de resignación, van sembrando en los sombríos pueblos,
sin agua, sin árboles, sin fácil acceso, un ambiente de pos­
tración, de fatiga ingénita, de renunciamiento, heredado, a
la vida fuerte, batalladora y fecunda. Así nacen y se van per­
petuando en un catolicismo hosco, agresivo, intolerante, ge­
neraciones y generaciones de españoles” (146). Otro tanto
se lee en La voluntad: “La austeridad castellana y católica
agobia a esta pobre raza paralítica... Estos pueblos tétricos
y católicos no pueden producir más que hombres que hacen
cada hora del día la misma cosa y mujeres vestidas de ne­
gro y que no se lavan...” (147). “El catolicismo español, tan
austero, tan simple, tan sombrío... Catolicismo trágico, prac­
ticado por una multitud austera en un pueblo tétrico...”, son
expresiones muy características de la primera época de Azo-

é ste re a lid a d es in tern as, caracteres (I b i d 153-54). U nam un o diría, en


abon o de la te s is de Azorín, que R o ja s d a exp resión lite ra ria , tea tra l,
a l re su ltad o de l a acción h istó ric a españ ola, cuando el españ ol y a no
puede e n tre g a rse a ella.
(146) “ A ntonio A zorín ” , O. 8., 282.
.,
(147) “ L a vo lu n tad ” , O. 8 154. P a r a ju z g a r rectam en te e sto s te x ­
to s de Azorín , el lecto r debe p e n sa r que él no se refiere tan to a la reli­
gión ca tó lic a como a lo que coa p a la b r a s de U nam uno he llam ado “v e r­
sión castiza,” del C atolicism o.
rín y muy significativas respecto a la interpretación azori-
niana de la historia de España.
Semejante es también a la visión unamuniana de nuestro
casticismo castellano la que revelan muchas de las dispersas
notas de Azorín en torno a la peculiaridad psicológica del es­
pañol: Este “paisaje de contrastes violentos, de bruscos cam­
bios de luz y sombra..., conforma los espíritus en modalida-
des rígidas y los forja con actitudes rectilíneas, austeras, in­
flexibles, propias a las decididas afirmaciones de la tradi­
ción o del progreso... La mentalidad, como el paisaje, es cla­
ra, rígida, uniforme, de un aspecto único, de un solo
tono” (148). Afín al quijotismo de Unamuno es el culto* a
Don Quijote de Azorín. Y unamunesca es la idea de que la
actividad española castiza oscila dilemáticamente entre el
anonadamiento y la exaltación: “¿No está en este pueblo
—Argamasilla de Alba—compendiada la historia eterna de
la tierra española? ¿No es ésto la fantasía loca, irrazonada
e impetuosa que rompe de pronto la inacción para caer otra
vez estérilmente en el marasmo?” (149).
En algo más se asemeja a la de Unamuno la postura de
Azorín frente a la historia de España. Como en el caso de
Unamuno, el ascenso a la madurez dulcificó notablemente los
juicios de Azorín sobre los dos siglos de nuestra grandeza
histórica y le hizo mejor y más amoroso entendedor de mu­
chas cosas de entonces. El sentido profundo y el estilo de
sus libros Castilla, Al margen de los clásicos y Una hora do
España son, sin duda, prueba suficiente. Pero el tema de la
actitud definitiva de Azorín ante España no puede ser trata­
do en un capítulo cuyo contenido es la amargura de su amor
por ella.
Sería necio perseguir en la obra de Valle-Inclán una doc­
trina acerca de la historia de España. Pero si uno sabe leer

(148) Ibid., 152.


(149) “A ntonio A zorín” , O. 8., 452.
eon mente de historiador sus páginas recamadas, arehilite-
rarias—para, lo cual no es cosa obligada que la pasión inqui­
sitiva mate a la recreación estética—, descubrirá la secreta
concordancia que en lo tocante a la interpretación de nuestra
historia existe entre Valle-Inclán y sus camaradas de gene­
ración. Celebrando el habla castellana primitiva, canta Yaile-
Inclán, como Ázorín, la vida espontánea y alegre, la dulce
claridad mañanera de la España medieval: “Era nuestro ro­
mance castellano, aún finalizado el siglo xv, claro y breve,
familiar y muy señor. Be entonaba armonioso, con gracia ca­
bal, en el labio del labrador, en el del clérigo y en el del juez.
La vieja sangre romana aparecía remozada en el nuevo len­
guaje de la tierra triguera y barcina. El tempero jocundo y
dionisíaco, la tradición de sementeras y de vendimias, el grave
razonar de leyes y legistas fueron los racimos de la vid la­
tina por aquel entonces estrujados en el ancho lagar de Cas­
tilla” (150). Es la hora del Arcipreste Juan Ruiz y de Ber-
ceo, la hora de nuestra tradición “campesina, jurídica, y an-
trueja”.
Esta tradición habría sido quebrada por la “ambición de
conquistas” y el “recuerdo de aventuras” que trajo a Cas­
tilla el matrimonio de Isabel y Fernando. “Castilla—prosi­
gue Valle-Inclán'—tuvo entonces un gesto ampuloso viendo
volar sus águilas en el mismo cielo que las águilas romanas.
Olvidó su ser y la sagrada y entrañable gesta de su naciente
habla, para vivir más en la imitación de una latinidad de­
cadente y barroca. Desde aquel día se acabó en los libros
el castellano al modo del Arcipreste Juan Ruiz. Las Españas
eran la nueva Roma: el castellano quiso ser el nuevo latín,
y hubo cuatro siglos hasta hoy de literatura jactanciosa y
vana”. En el curso de las venturas y desventuras de nuestro
idioma ve expresarse Valle-Inclán su idea de la historia de

(150) “L a lám para m aravillosa”, O. O., I, 796.


España: una idea que, en lo sustancial, coincide con la de
sus compañeros de equipo (151).
Esta imagen de la historia nacional transparsce, si bien
se mira, bajo toda la literatura cíe Valle-Inclán. El prestigio
remoto y soñado—“antiguo”, diría Valle-Inclán—ds una Edad
Media llena de vida y de posibilidades poéticas es, quizá, la
clave que mejor nos hace entender el mundo inventado de
sus narraciones gallegas. Si uno atiende a la intención es­
tética, y no al contenido facticio de los relatos, ¿no son, por
ventura, sendos retablos de humanidad medieval Flor ds San­
tidad, las Comedias bárbaras y Jardín umbrío? Toledo, ciu­
dad castellana—“las viejas y deleznables ciudades castellanas,
siempre más bellas recordadas que contempladas”-- -sería para
Valle-Inclán el •símbolo de la España castellanizada; Com-
póstela, “llena de una emoción ingenua y romántica de que
carece Toledo”, la perpetuación en piedra de aquella alegría
virginal que a los ojos de Valle tuvo nuestra Edad Me­
dia (152).

(151) S e g ú n u n a p ro fu n d a id ea de V alle-In clán — d em asiad o exclu ­


siva, ta l vez, pero n ad a d esp reciab le p a r a u n a teoría gen eral del acon ­
tecer histórico— , la m u d an za en el id iom a se ria a n te s causa que ex­
presión de la m u d an za h istó r ic a : “T o d a m u d an za su sta n c ial en los
idiom as— dice V alle-In clán — es u n a m u dan za en la s conciencias, y el
a lm a colectiva de los pueblos, u n a creación del verbo m á s que de la
raza. L a s p a la b ra s im ponen n o rm as a l pensam iento, lo encadenan, lo
gu ían y le m u estra n cam in os im p re v isto s... L o s idiom as n os hacen, y
n osotros los desh acem os. E llo s ab ren lo s río s p o r donde han de ir la s
em igracion es de la H u m an id ad ” (Ibid., 7 9 4 ). S i p a r a U nam uno e s la
len gu a “la sa n g re del e sp íritu ” , p a r a V alle-In clán es su faro , su luz.
E n el principio de la H isto ria no e sta r ía la sa n g re n i l a acción, sino
el verbo, la p a la b ra . B u en punto de arran q u e p a r a u n a teo ría filológica
de l a H isto ria o, cuando m enos, p a r a el cap ítulo “ F ilo lo g ía e H isto ria ”
dentro de u n a te o ría g e n e ra l del acon tecer hum ano.
(152) O. C I, 820-22. “A l p e n e tra r el catolicism o en E spañ a,— decía
en R o m a a l p o eta A drian o del V alle— se se ñ alan dos ten d en cias: la
ro m an a o u n iversal, que se sim b o liza en S a n tia g o de C om postela, y
la nacional, que se c ifr a en S e v illa p rim ero y en Toledo d esp u és” (ci-
En el esperpento Los cuernos de don Friolera repite Valle-
Inclán, más clara y crudamente, si cabe, su juicio sobre nues­
tro teatro del siglo x v i i . Habla “Don Estrafalario”, figura
que a cien leguas huele a autorretrato, y dice: “La crueldad
y el dogmatismo del drama español, solamente se encuen­
tran en la palabra. La crueldad sespiriana es magnífica, por­
que es ciega, con la grandeza de las fuerzas naturales. Sha­
kespeare es violento, pero no dogmático. La crueldad espa­
ñola tiene toda la bárbara liturgia de los Autos de Pe. Es
fría y antipática. Nada más lejos de la furia ciega de los
elementos, que Torquemada: es una furia escolástica. Si
nuestro teatro tuviese el temblor de las fiestas de toros, se­
ría magnífico. Si hubiese sabido transportar esa violencia
estética, sería un teatro heroico como la Uíada. A falta de
eso, tienen toda la antipatía de los códigos, desde la Consti­
tución a la Gramática” (153). ¿No hubiera rubricado Una-
muno estas opiniones de Don Estrafalario? No carece de
sentido que Don Manolito, su interlocutor, le diga una vez:
“Usted no es más que un hereje, como don Miguel de Una-
muno”.
Como en el esquema de Unamuno, la historia de España
ofrece a los ojos de Valle-Inclán tres períodos distintos. Uno,
claro y alegre, anterior a nuestra acción exterior. Viene a
continuación otro, en que España “olvidó su ser” y se hizo

tad o p o r M. F ern án d ez A lm agro , p á g . 273). E s a ten den cia ro m an a,


u niversal, e s la que m ovió a E s p a ñ a en s u a v e n tu ra a m e ric a n a : “ E s ­
p a ñ a v a a A m éric a como h ija de R o m a ” , sen ten cia V alle-Inclán.
L a co n q u ista y colonización de A m éric a e s lo que V alle-Inclán
a d m ira m á s de co razón entre todo lo que E s p a ñ a h a hecho. L o a c re ­
d ita su qu eren cia p or A m érica— h a s ta con el len gu aje, su g ra n am or,
le fu é fie l: ah í e s t á el Tirano Banderas — y su propósito, siem p re incum ­
plido, de e scrib ir u n a b io g ra fía de H ern án C ortés, E n la se g u n d a edi­
ción de Sonata, de Primavera (M adrid, 1915) se lee este anim oso anun­
cio, a l p ie de la s “ O b ras del a u to r” : “ E n p re n sa : Hernán Cortés."
(153) O. C„ II, 1705.
ampulosa, jactanciosa y vana: es el que culmina en nuestro
siglo zvn. Luego nos empeñamos ios españoles en ser inva­
riablemente fieles a una concepción del mundo carente de
vigencia histórica, y esto habría dado a nuestra ineficacia
el aire grotesco y trágico que tienen las figuras humanas de
El rustió '¡Ibérico y de los esperpentos. “Desde entonces—dice
Valls-inelán, haciendo del idioma el nervio más íntimo ele
nuestra historia—-, sin recibir el más leve impulso vital, si­
gue nutriéndose nuestro romance castellano ele viejas con­
troversias y de jactancias soldadescas. Se sienten en sus la­
gunas muertas las voces desesperadas de algunas concien­
cias individuales, pero no se siente la voz unánime, suma de
todas y expresión de una conciencia colectiva. Ya no somos
una raza de conquistadores y de teólogos, y en el romance
alienta siempre esa ficción... Nuestra habla, en lo- que más
tiene de voz y de sentimiento nacional, encarna una concep­
ción del mundo vieja de tres siglos...” (154). Un paso más,
y los hombres empeñados en remedar a “los héroes clásicos”
serán figuras de esperpento: “Los héroes clásicos reflejados
en los espejos cóncavos, dan el Esperpento”. Ya dije que el
esperpento es la deformación grotesca de una vida española
empeñada en imitarse malamente a sí misma y en copiar con
torpeza a la civilización europea.
Un nuevo período debe comenzar en nuestra historia, para
que España no fenezca, víctima de su descarrío. Así lo siente
Valle-Inclán en el hondón mismo de su vocación de español
y de escritor. España, olvidada de sí desde el siglo xvi, debe
volver a sí misma: “Volvamos a vivir en nosotros y a crear
para nosotros una expresión ardiente, sincera y cordial...
Desterremos para siempre aquel modo castizo, comentario
de un gesto desaparecido con las conquistas y las gue­
rras...” (155). España, fiel a sí misma y creadora. ¿No es

(154) O. O., 1, 795-93.


(155) O. G., I, 796.
este sueño de Valle-Inclán el sueño literario de toda la ge­
neración del 88?
Baroja siente sobre su alma el peso de la historia: “Por
más que uno quiera ser antihistórico, antitradieioaalista
—confiesa—, el peso de las cosas que fueron obra sobre la
conciencia” (158). Pero, contra lo que después de esta con­
fesión pudiera creerse, no es fácil construir con sus propios
testos una imagen de la historia de España relativamente
trabada. He aquí unos cuantos juicios de Baroja que le si­
túan junto a sus compañeros de generación.
Su valoración positiva de la Edad Media—¿la sospecha­
rán en Baroja quienes desconozcan su vena romántica?-—■
nos la revela el gusto de Baroja por los primitivos y por el
arte gótico. “Botticelli y los prerrafaelistas—escribe—-pare­
cieron pintores que sólo tenían un valor histórico antes de
que Rossetti, Ruskin y sus amigos pusieran a flor de tierra
no sólo su valor histórico, sino su valor real... El arte góti­
co nos parece tan claro como el arte griego y, además, está
mucho más cerca de nosotros” (157).
Piensa también Baroja que la entrega de España a la
acción exterior, apenas acabado el siglo xv, la habría desvia­
do de un destino histórico más perfecto y más acorde con su
propio ser: “España hubiera orientado su vida en un sen­
tido quizá parecido al de Italia a no haber interrumpido su
marcha el descubrimiento de América, que, indudablemente,
la perturbó y la aniquiló” (158). Esta perturbación impidió,
per ejemplo, que España fuese un centro de cultura en los
siglos xvi y xvii. Baroja niega que lo fuera: “Los que quie­
ren afirmar a. España corno foco de cultura en el siglo xvi
suelen, citar a Luis Vives, a Miguel Servet, a Loyola y a otros

(135) Nuevo tablado de Arlequín, 146.


(157) L a ca verna del humorismo, 152-54. Ifueg'o re a p a re c e rá este
terna del “m ed iev alism o” de B a ro ja .
(158) Nuevo tablado de Arlequín, 207.
que no tenían de español más que el nacimiento. ¿Se expli­
ca que estos hombres hubiesen salido definitivamente de Es­
paña si en su país hubiesen tenido un foco intenso ele cul­
tura?” (158).
La actitud de espíritu que revelan estas premisas y la
conocida truculencia anticlerical de Baroja permiten adivi­
nar sin esfuerzo cuál lia sido su. modo de juzgar la. historia
española de nuestros dos grandes siglos y las consecuencias
que de aquélla se derivaron durante los siguientes al xvn,
Recuérdense, por vía de ejemplo, las estampas de Segovia,
Toledo y Yecla en Camino de Perfección, la pintura de Ci~
dones en César o nada o la imagen ele Cuenca en La canóniga:
“El arte ha huido de Yécora (Yecla), dejándolo... en los bra­
zos de una religión áspera, formalista, seca; entre las uñas
de un mundo de pequeños caciques, de leguleyos, de presta­
mistas, de curas, de gente de vicios sórdidos y de hipocre­
sías miserables” (160) ; “en aquellos tipos—una tertulia de
Segovia—se comprendía la enorme decadencia de una raza
que no guardaba de su antigua energía más que gestos y
ademanes, el cascarón de la gallardía y de la fuerza” (181).
Y así tantos otros textos.
En nuestra guerra de la Independencia y en las contien­
das civiles del siglo xix no ve Baroja movimientos históricos
orientados por un ideal consciente y más o menos expreso,
sino la agitación viviente, genial, de un pueblo que quiere
algo y no sabe cómo definirlo, “Difícilmente se puede dar
un caso de ineptitud mayor que el de la aristocracia espa­
ñola y el de todas las clases pudientes en el reinado de Car-

(159) Ibid., 193. E l argu m en to d is ta m ucho de se r concluyente.


M uchos, com o S u á r e z o A m a g a , saliero n de E spañ a, por- se rv ir a la
em p resa españ ola. Y s i V ives y S e rv e t saliero n p a r a no volver, la
c a u sa de su vo lu n tarlo exilio e r a a je n a a l a p u ja n z a de la c u ltu ra e s ­
pañ ola.
(160) Convino de perfección, 1.66.
(181) J.m ., 38.
los IV y en la invasión francesa. Sin el arranque y la genia­
lidad del pueblo, la época de la guerra de la Independencia
habría sido de las más bochornosas de la historia de Espa­
ña” (182). Un día, en las cercanías de Kontoria, pelean los
del Brigante contra un escuadrón francés. Cuando comienzan
a vacilar los franceses, su jefe apela a un último recurso y
les hace cantar la Marsellesa: “Aquella escena, aquel canto
tan inesperado, nos sobrecogió a todos—relata Aviraneta-Ba-
roja—■. Los franceses parecían transfigurarse... Parecía que
habían encontrado una defensa, un punto de apoyo en su
himno; una defensa ideal que nosotros no teníamos” (183).
¿No es muy próxima a ésta la interpretación de Unamuno?
La constante agitación política y guerrera en que duran­
te todo nuestro siglo xix vivió la corteza histórica del país,
no habría conseguido descomponer el apoyo de la sociedad
española en las costumbres “tradicionales”. He aquí cómo
describe Baroja lo que Unamuno llama “persistencia de la
vieja casta” : “Yo me siento un hombre cuya vida está par­
tida en varios períodos radicalmente distintos. El primer pe­
ríodo ... pertenece a un mundo viejo, no sólo por ser de épo­
ca lejana, sino por ser aquella época diferente a la actual,
pues se conservaban en ella todavía con vigor las costumbres
y las ideas tradicionales”. Sólo al final del siglo xix se aca­
baron de descomponer “las pragmáticas de nuestros abue­
los”. Pué “un momento malo, confuso y de transición”. Poco
después, “el intento de ordenar y modernizar a España fra­
casaba en la Restauración borbónica” ; y el fracaso de la
Restauración “culminó en 1898” (184).
Los restos consecutivos a la descomposición dé las viejas
pragmáticas y los malogrados intentos de modernización son

(162) MI escuadrón del Brigante, 3.a ed., 24-25.


(163) Ibid., 184. E n el cap ítu lo sig u ie n te p ro cu ra ré m o stra r la
visión de la H isto ria su b y acen te a la s n ovelas h istó ric a s de B a ro ja .
(164) "Divagaciones de a u to c rític a ” , Re-v. de Occidente, IV , 1924.
los componentes fundamentales de la vida histórica que Ba»
roja descubre y contempla en su mocedad. De ahí su agria
insatisfación y su necesidad de que se inicie una nueva etapa,
en la historia de España. España debe esforzarse por ser fiel
a sí misma, puesto que es un país rigurosamente peculiar:
“España, intermedio entre Europa y África, ha sido el país
dramático, enaltado, apasionado: un mundo aparte, diferem
te del inundo europeo y del mundo africano” (165). Debe
esforzarse, además, por vivir a la altura de este tiempo,
¿Cómo logrará. España cumplir estas dos exigencias? La re­
ceta de Baraja dice así: cultivando a la europea las activi­
dades más genéricamente humanas, y en primer término la
ciencia; cultivando a la española aquéllas que hacen a unos
pueblos distintos de otros, y a la cabeza el arte y la moral,
“Creo que España—dice textualmente Baroja—debe aspirar
a incorporar su trabajo científico al trabajo universal; creo
que debe colaborar con los pueblos de Europa en todo lo ge­
nérico; pero que debe aspirar a diferenciarse en lo artístico
y literario de los demás países y a independizarse en la esfe­
ra de la moral” (166). El problema comienza precisamente
aquí, puesto que el cumplimiento de tales consignas nos obli­
ga a definir de antemano en qué consiste la españolidad del
arte y de la moral. Pero yo no me he propuesto en este libro
resolver las aporías planteadas por los escritores del 98, sino
mostrar la afinidad generacional que entre ellos existe. La

(165) Nuevo tablado de Arlequín, 207.


(166) Ibid., 65. T r e s p á g in a s desp ués a ñ a d e : “ S i yo rech azo la
im itación de lo a rtístic o y de lo ético, del ex tran jero , suponiendo que
el ideal a rtístic o e s tá en la s e n tra ñ a s del p a ís y que el ideal ético e stá
en la s re gio n e s de lo ab solu to, ¿ q u é queda en m i opinión de la euro­
peización ú til y buena p a r a E sp a ñ a ,? Queda, so b re todo, la cien cia.”
N o es m u y d istin ta la a ctitu d de U nam un o fren te a l problem a, a l
m enos la del U nam un o de En torno al casticismo. R ecu érd en se su s
consid eracion es so b re la diferen cia ex isten te en tre lo que uno dice
cuando h a b la de química inglesa y de música itaMana (Ensayos, X, 16).
de Baroja no me parece dudosa, luego de leer cuanto an­
tecede.
Y tampoco la de Antonio Machado, aunque sean tan es­
casos los pasos de su producción poética relativos a la his­
toria de España. Páginas atrás le oímos proclamar su secua-
c.idacl unamimesca: “Esa tu filosofía...—gran don Miguel,
es la mía” ; y de Unamuno toma también su fidelidad al mito
de Don Quijote:
El mundo en guerra y en paz España sola.
;Salud , oh buen Quijano! Por si este gesto es tuyo
yo te saludo...,
(P . C., 238.)

canta el poeta en los años de la primera Guerra Mun­


dial (167).
No se acaban ahí, sin embargo, las coincidencias expre­
sas. La estimación meliorativa de nuestra Edad Media—la
alegría, la riqueza de posibilidades históricas de la Castilla
medieval—está bien patente en dos pasajes de su obra poé­
tica. En uno llora la distancia entre la Castilla del Cid y la
de su tiempo:
Castilla no es aquella tan generosa un día,
cuando Myo Cid Rodriga el de Vivar volvía...;
(P, C., 107.)

y en el otro declara a Berceo el primero de sus poetas:


E l primero es Gonzalo de Berceo llamado,
Gonzalo de Berceo, poeta y peregrino...
(P. O., 245.)

(167) La contraposición que establece Antonio Machado, por boca


de “Juan de M airena”, entre la lírica de Calderón y la de Jorge M an­
rique (pura escolástica aquélla, lírica verdadera ésta) es también rigu­
rosam ente imamuniana (Poesías completas, 350-51).

23á
«Luz del corazón” ye Antonio Machado salir del de Gonzalo
ce Bereeo cuando el auroral trovero nos cuenta sus historias
viejas.
Luego, la gloria terrible y dominadora,

de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra;


(P . O 107.)

y tras la grandeza fugaz, el hundimiento agrio y melancó­


lico en una ineficaz imitación del propio pasado:

Castilla miserable, ayer dominadora,


envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora.
(P . C., 107.)

Nadie ha expresado tan agudamente como .Antonio Macha­


do la honda tristeza de una España que no se sabe sí espera,
duerme o sueña:

¡Y este hoy que mira a ayer; y este mañana


que nacerá tan viejo!
¡Y esta esperanza vana
de romper el encanto del espejo!
¡Y esta agua amargo, de la fuente ignota!
¡Y este filtrar la gran hipocondría
de España siglo a siglo y día a día!;
( P . G., 233.)

Y cuando el escultor Barral va cincelando en piedra rosada


el rostro del poeta, piensa éste que va surgiendo ele la roca
toda la melancolía histórica ele la vida española:

la agria 'melancolía
de una pasada grandeza
que es lo español...
(P. C., 314.)
¿Para siempre? También Machado sueña, que está amane­
ciendo una nueva época en La historia de España,
¡Qué im perta m i día! E stá el ayer alerto
al mañana, mañana al infinito,
hombres de España, ni él pasado ha muerto,
ni está él mañana— ni él ayer — escrito.
tP. O., 113.)

Luego veremos cómo se perfila en el espíritu de Antonio Ma­


chado la esperanza de esa España posible, el sueño de ese
mañana todavía no escrito.
Tengo la pretensión de haber demostrado que todos los
hombres de la famosa y discutida generación ven nuestra his­
toria y la interpretan conforme a un mismo esquema. Tocios
exaltan la libre y alegre juventud de la Castilla primitiva;
todos juzgan admirativamente, pero sin amor, con evidente
desvío, la gloria dominadora y adusta de nuestros dos siglos
máximos; todos ven en la ruina de España la consecuencia
de una adhesión terca e imposible a las formas de vida del
siglo xvn; todos abominan de las torpes e irreflexivas tenta­
tivas de europeización que preconizó el progresismo español
durante nuestro siglo xix; todos sueñan con una nueva época
de la historia de España, en la cual ésta sería a la vez fiel
a sí misma y a la altura de nuestro tiempo; todos, en fin,
tienen la ilusión de ser ellos quienes encabezan el nuevo pe­
ríodo de nuestra histeria. Pero, no siendo esto poco, en algo
más se asemejan.

PECULIARIDAD DEL HOMBRE ESPAÑOL

Refiérese la crítica de la generación, en tercer lugar, a la


peculiaridad del hombre español; lo cual supone, como es
obvio, haberla afirmado previamente. Todos los hombres del
98 afirman de modo .expreso o tácito la mentada peeuliari-
dad; todos ellos son, para decirlo con la palabra más signi­
ficativa, casticistas, aunque en nombre de un presunto casti­
cismo originario renieguen muchas veces de nuestros oca­
sionales casticismos históricos. Cada uno entenderá luego de
modo personal esa peculiaridad y procurará definirla a su
manera.
Viene planteado el problema por la evidente singularidad
de nuestra historia. España es un país aparte entre todos
los europeos, y de esta peregrina distinción nuestra depen­
derían, sucesivamente, el estilo de las glorias españolas, la
índole de la ruina y del marasmo que tras ellas vienen y la
esperanza de un porvenir creador y genuinamente español.
¿De qué depende, a su vez, esa peculiaridad pasada y posible
de la historia de España?
Ya se sabe que esta pregunta—la más central de cuantas
atañen a la debatidísima cuestión de los “caracteres nacio­
nales”-—puede ser respondida según tres puntos de vista
esencialmente distintos: es uno estrictamente natural; otro,
voluntarista o personal (humanamente personal); el tercero,
providencial o sobrenatural (divinamente personal).
Según el primero, la “naturaleza” es el momento deter­
minante de la “historia”. La historia estaría regida por la
necesidad, por un ananke secularizado y accesible. Esa natu­
raleza previa a la historia y orientadora de su curso hállase
integrada por dos elementos: la naturaleza del marco geo­
gráfico en que el hombre vive (el “medio”, según la consabi­
da expresión técnica) y la naturaleza biológica del hombre
mismo (el “temperamento” nativo, la “raza” o constitución
racial). En consecuencia, la tesis de la primacía del medio
y la tesis de la primacía de la raza (interpretación racista
del VoTksgeist o espíritu del pueblo) son las dos formas en
que puede expresarse este punto de vista interpretativo que
he llamado natural. Montesquieu y Taine sostuvieron la tesis
del medio; St. H. Chamfcerlain y los doctrinarios del Tercer
Reich han propugnado la tesis de la raza.
Ei segundo punto de vista refiere la peculiaridad nacional
a una sucesiva comunidad entre las libres voluntades de to­
dos cuantos deciden el curso histórico del país. Una nación
-puede, en principio, seguir cualquiera de los caminos histó­
ricos que en cada momento se ofrecen como posibles a todos
los hombres, y sigue de hecho el que libremente quieren y
deciden quienes de un modo o de otro la conducen. La singu­
laridad del camino seguido y, por lo tanto, la peculiar índole
de cada país no dependerían sino de .razones estrictamente
históricas; es decir, de la pura necesidad histórica que el hom­
bre tiene de continuar prosecutiva o adversativamente, acep­
tándolo como bueno o rebelándose contra él, el pasado que
sobre su vida gravita. El “carácter nacional” se convierte
así en un “destino” libremente querido, y los “caracteres”
diferenciales de los pueblos en precipitados habituales de la
historia, en “hábitos” históricos. Es la interpretación per­
sonalista e historicista del Volksgeisi. La naturaleza del me­
dio y la biología del hombre que hace la historia desempe­
ñan ahora, a lo sumo, un papel de segundo o tercer orden:
dan a la acción histórica un matiz modal, en manera alguna
una meta.
Según el punto de vista providencialista o sobrenatural,
los pueblos van haciendo sobre la tierra la historia, escrita
en los planes providenciales de una Divinidad personal y rec­
tora. Pero esta acción rectora de la Divinidad sobre la His­
toria puede ser entendida de dos modos fundamentalmente
diversos.
Puede ser vista como una causa inmediata y determinan­
te del suceder histórico: el hombre va haciendo fatalmente
lo1que la Divinidad quiere, y lo más a que puede aspirar es
a que esa Divinidad le revele por medio del oráculo alguno
de sus designios. Así entendieron la providencia divina los
pueblos semitas de la Antigüedad oriental; así la entendie­
ron también los griegos, aunque su idea de la Divinidad es­
tuviese impregnada de “naturalidad” y esto acabase por dar
a su pensamiento la orientación que desde entonces llamamos
helénica. Cuando los trágicos griegos hablaban de ai ék theon
cmankai, de “los destinos prescritos por los dioses”, a este
providencialismo inmediato y determinante se referían. Si
el carácter nacional era, dentro de la tesis voluntarista, rm
destino querido, conviértese en un destino aceptado dentro
de este providencialismo fatalista y determinante (168).
Junto a la interpretación fatalista y determinante de la
providencia histórica, está la interpretación cristiana. El pro­
videncialismo cristiano afirma la libertad de los hombres que
hacen la Historia y no excluye la acción subordinada del me ­
dio y de la naturaleza biológica. El problema consiste ahora
en entender de algún modo, con nuestra mente humana, la
misteriosa conexión que en cada momento existe entre la
providente omnipotencia de Dios '(causa primera del aconte­
cer histórico), la libre determinación de los hombres (causa
segunda de ese acontecer) y las condiciones de la vida histó­
rica (sistema de las posibilidades históricas, modalidades na­
turales del cuerpo y del medio, etc.), en cuya virtud surgen
las analogías y las diferencias de los pueblos.
No he de acometer aquí la espinosa faena intelectual que
ese dificilísimo toro plantea y exige. Indicaré tan sólo que
estos tres modos típicos de entender el hecho de las pecu­
liaridades nacionales—el natural, el personal y el providen­
cial—no son incompatibles entre sí. Las actitudes adoptadas
históricamente frente al problema no difieren, de ordinario,
sino por la mayor o menor importancia que cada autor con­
cede a la naturaleza del medio y del hombre, a la libertad
o a los designios providenciales. Sentado lo cual, vuelvo re­
sueltamente a mi tema, que ahora es el del casticismo de la
generación del 98.
(168) O bsérvese que la in terpretación r a c ista de la H isto ria viene
a se r— ¡c u rio sa p a r a d o ja !— u n a ra d ic a l n atu ralizació n b iológica, u n a
secu larización a b so lu ta del providen cialism o sem ita. U n a vez má-s, los
extrem o s se tocan.
Todos los escritores del 98, dije antes, sostienen expresa
o tácitamente la peculiaridad nativa del hombre español. Aun
cuando crean sin reservas en una misteriosa providencia de
Dios sobre el destino del hombre y exijan vehementemente
su libertad política—testigo máximo, don Miguel de Unamu-
no—, afirman también la especificidad natural y nativa de
los españoles. ¿Cómo? En ese cómo está la almendra de la
cuestión.
También Menéndez Pelayo la admitía, sin mengua de su
librearbitrismo y de su fe cristiana en la providencia de Dios.
Para don Marcelino, el español está constituido de un modo
específico, castizo, por la “raza española” : esa especificidad
es el “genio de la raza”. Los pueblos son libres, en cuanto
están integrados por hombres, pero apenas podrán ser his­
tóricamente eficaces y afortunados si no usan su libertad
en mantenerse fieles a los caracteres propios de su genio.
¿Cuáles son estos caracteres? La respuesta de Menéndez Pe-
layo es inmediata: los que delaten las acciones históricas
cumplidas en los momentos de grandeza. “Lo que son sus
hazañas, eso son los pueblos”, dijo Hegel y repitió, a su
modo, don Marcelino. De aquí que nuestro gran historiador
se proponga la tarea de aislar y definir los presuntos carac­
teres propios del genio español: el espíritu práctico, la ten­
dencia a la acción, el armonismo, el criticismo y la afirma­
ción del yo, según su cuenta.
Los hombres del 98 son también casticistas. Creen, igual
que Menéndez Pelayo, en la peculiaridad natural del hombre
español. Mas como la cultura española del siglo xvn no les
satisface, en cuanto de ella ven nacer gran parte de nues­
tras desgracias, se sienten conducidos a formular in mente
o ex calamo} con explicitud mayor o menor, la tesis siguiente,
compuesta por una proposición cardinal y un corolario. Dice
la primera: la casta española es una entidad potencial rela­
tivamente equívoca, esto es, capaz de manifestarse en figu-
xas históricamente diferentes (169). Reza el corolario: lo
que suele llamarse “casticismo español”—el conjunto de los
caracteres que singularizan la vida y la obra de España du­
rante les siglos xvx y xvii—-es tan sólo una forma histórica
entre todas las que puede adoptar la casta española; y, des­
de luego, no la más idónea. Frente al optimismo historicis-
ta de Menéndez Pelayo—“nuestra grandeza coincide con
nuestra perfección”, era su lema—sostienen los escritores del
98 un optimismo soñado, futurista, según el cual nuestra per­
fección no tiene por qué coincidir con nuestra grandeza vi­
sible.
Todo lo expuesto se manifiesta en la doble actividad, crí­
tica y soñadora, a que se entregan los egregios soñadores
del 98. Definen críticamente, con amor amargo, el tipo psi­
cológico del español pasado y presente, en cuanto' ese espa­
ñol es la encarnación o la imitación de la vieja casta; sueñan
literariamente, con amor soñador, el español futuro que en
potencia contienen los senos mismos de nuestra “casta ínti­
ma”. En este apartado procuraré exponer los testimonios de
ese amor amargo por el hombre español.
Comenzaré, como antes, por Unamuno. En tres regiones
de la vida española busca Unamuno material para sus jui­
cios sobre el hombre español: la existencia cotidiana del
campesino de la vieja Castilla., el estilo de los hombres que
pueblan las figuraciones literarias de nuestra época clásica
y el modo español de vivir en el seno de la sociedad urbana
contemporánea.
La peculiaridad temperamental del castellano fué, según
Unamuno, uno de los momentos determinantes de la monar-

(169) La p oten cialidad de la c a s t a esp añ o la fu é m u y claram en te


ex p re sa d a p o r C o sta en su folleto Los siete criterios de gobierno: “E l
español— decía C o sta — p en etra dentro de sí p rop io y en cu en tra por
ven tu ra que lleva un hom bre en potencia, cab alm en te el hom bre que
n os h ace fa lta .”
quía de Castilla sobre las demás regiones españolas. Hoy es
el habitador inírahistórico de los lugares amodorrados so­
bre la llanura. Penetrad en uno, aconseja don Miguel, y allí
encontraréis “almas vivas, con fondo transitorio y fondo eter­
no y una intrahistoria castellana” (170).
¿Cómo son esas almas? Describe Unamuno el continen­
te sobrio de los labriegos, la calma de sus movimientos y la
pausa ele su conversación; su posible socarronería, “un hu­
morismo grave y reposado, sentencioso y flemático” ; su tan
frecuente condición, “silenciosa y taciturna, cuando no se les
desata la lengua”, su tenacidad y su lentitud. Sus cantares
son “gangosos, monótonos, de notas arrastradas, cantares de
estepa”. Es muy excepcional en sus almas un vivo senti­
miento de la naturaleza y carecen de sensibilidad receptiva
y de capacidad creadora para el matiz y la transición: “a esa
seca rigidez, dura, recortada, lenta y tenaz, llaman naturali­
dad; todo lo demás tiénenlo por artificio pegadizo, o poco
menos”. La ley que preside los movimientos de su alma es
la disociación, el dilema: disociación de la mente entre el
mundo de los sentidos y el de la inteligencia, disociación de
la voluntad entre las resoluciones bruscas y tenaces y la in­
dolencia de “matar el tiempo”. Son esas almas castellanas
socarronas o trágicas; y lo son, en ocasiones, a ia vez, “pero
sin identificar la ironía y la austera tragedia humanas”. Son,
en suma, los de esta casta, “caracteres de individualidad
bien perfilada y de complejidad escasa, más bien unos que
armónicos, formados los individuos por presión exterior en
masa pétrea”. Es a esto a lo que llama Unamuno tener gran
individualidad y escasa personalidad: “Mi idea es—decía-—
que el español tiene, por regla general, más individualidad
que personalidad; que la fuerza con que se afirma frente a
los demás, y la energía con que se crea dogmas y se encierra

(170) "En torno al c a sticism o ”, E nsayos, I, 45-46.


en eilcs, no corresponde a la riquesa cíe su contenido espi­
ritual íntimo, que rara vez peca de complejo” (171).
Los rasgos psicológicos que Unariuno advierte en el la­
briego castellano coinciden plenamente con los que descubre
en los españoles de los sigles xvi y z m y en los tipos litera­
rios de nuestra literatura clasica y castiza. Doble sería la
razón ele la coincidencia: nuestra literatura castiza es como
es—en parte, cuando menos—porque la crearon castellanos
o españoles castellanizados; y si los castellanos de hoy son
como' son, no es ajena a su actual peculiaridad psicológica
la. conversión de la vieja literatura, en vicia habitual, acos­
tumbrada. “Estos hombres—escribe Unamuno—tienen un
alma viva, y en ella el alma de sus antepasados, adormeci­
da tal vez, soterrada bajo capas sobrepuestas, pero viva siem­
pre” (172).
Cuando nuestros abuelos escribieron la literatura castiza,
ésta fué historia viva, vida histórica en acto; y cuando
esa literatura dejó de ser actual, tuvo el contrario destino de
todas las creaciones históricas: el destino de ser recordada
por los historiadores y el de ser olvidada por el pueblo. En
tanto material de ese recuerdo, el pasado es arqueología; en
tanto objeto de este olvido, el pasado es sustancia del pre­
sente y del futuro, vida cotidiana y silenciosa, intrcihisioria.
Tal viene a ser la tesis de Unamuno y el meollo de la doble
razón por la cual coinciden psicológicamente los castellanos
reales de nuestro tiempo y los castellanos figurados de nues­
tra literatura clásica. Por ejemplo: a la rígida simplicidad
psicológica del castellano real corresponde unívocamente el
simplicismo de todas sus creaciones artísticas. “El simpli-
cismo—afirma Unamuno—ha sido siempre el sello caracte­
rístico de las producciones espirituales de este pueblo uni­
tario... Lo complicado, lo complejo, se le escapa; declara

(171) “E l individualism o esp añ ol” , Ensayos, I, 127.


(172) “E n to m o a l c a sticism o ” , Ensayos, I, 48.
que no lo comprende, y, como no lo comprende, lo diputa
falso, enredoso, artificial, poco sano, extravagante” (173).
Pero no he de repetir aquí cuando ya expuse en el apartado
anterior.
La visión unamunesca del español urbano contemporáneo
es considerablemente más sombría. En el habitante de nues­
tras ciudades habrían llegado a corrupción las virtudes y a
mezquina extremosidad los vicios de la casta: el dogmatismo
de antaño y de siempre se ha hecho envidia (174); el indivi­
dualismo, odio (175); perdura el donjuanismo (176) e impera
entre nosotros una mezquina avaricia espiritual (177). La res-
(173) “ M á s so b re la c r isis del p atrio tism o ” , Ensayos, I, 799. E s te
sim p licism o del españ ol h a lla ría s u sím bolo adecu ado en la b ra v u ra
c ie g a y re ctilín ea del toro (Ibid., 802).
(174) “ L a en vidia b ro ta en los pueblos en que el íntim o y v e rd a ­
dero re so rte re lig io so ... se h a herru m brado. L a en vidia que es h ija
de la ociosidad esp iritu al, es co m p añ era del d o g m a tism o ... ¡L a envidia!
E s t a , é s ta e s la terrib le p la g a de n u e stra s so cied ad es; é s ta es la ín tim a
g a n g re n a del a lm a e sp a ñ o la ” (“ L a en vidia h isp á n ic a ” , Ensayos, II,
335-338).
(175) “Y ese odio, ese m ism o odio que, com o su b te rrá n e a corrien ­
te de la v a , circ u la aquí p or d on d equiera... S u rg e de lo m á s profundo
de n o sotros m ism os, n os odiarnos, y no y a u n os a otro s, sino cad a
c u a l a sí p rop io” (“E l C risto españ ol” , Ensayos, II, 3 2 0 ); “R a m iro de
M aeztu h a hecho n o ta r m u ch as veces que el odio e s u n a de la s c a r a c ­
te r ístic a s m á s se ñ a la d a s de n u e stra so cied ad esp añ o la provinciana.
A qu í n adie puede a g u a n ta r a n a d ie ...” (“L a envidia hispánica.” , Ensa­
yos, II, 334).
(176) “ D on Ju a n vive y s e a g ita , m ie n tra s Don Q uijote duerm e y
su eñ a, y de aquí m u ch as de n u e stra s d e sg r a c ia s” (“ So b re Don Ju a n
T enorio” , Ensayos, II, 404). V é a se tam b ién “Ib sen y K ie r k e g a a r d ” ,
Ensayos, II, 344.
(177) “H a y en el fondo de n u e stra c a s ta cierto poso de a v a ric ia
esp iritu al, de f a lt a de ge n erosid ad de a lm a, c ie r ta p ropen sión a no
creern o s rico s sin o a proporción que lo s d em ás son pobres, p oso que
h a y que lim p ia r” (“ E l individualism o españ ol” , Ensayos, I, 435). E se
“h a y que lim p ia r" m u e stra bien a la s c la r a s la re la tiv a equivocidad
que, re sp ecto a su s fo rm a s h istó ric as, posee, se gú n la id e a de U nam uno,
l a n u d a "p o te n c ia ” de la c a s t a esp a ñ o la intim a.
petable gravedad del español antiguo se habría convertido,
con la caída de España, en la gravedad hinchada, y estúpida
de esos españoles que no conocen la efusión sentimental ni la
jovialidad verdadera (178); la antigua entereza as la existen­
cia es hoy rigidez superficial, caparazón externo—“para crus­
táceos espirituales créeme, los castellanos. Le estás tratando
a uno años enteros y no sabes si ha llorado alguna vez en su
vida, ni por qué lloró,,.” (178)-—; y la incapacidad fie fundir
armónicamente los hechos y las ideas habría quedado en el
“fulanismo” de la vida política de entonces (ISO) y en esta
especie de maniqueisme político a que el español tiende (181).
Sea labriego o urbano, el español es siempre un hombre
de pasión; y ese apasionamiento suyo, que no excluye la, agu­
deza intelectual, le hace casi imposible la. ironía: "Nosotros
los españoles difícilmente podemos alcanzar la ironía griega
o la, francesa. Nos apasionamos en exceso, y pasión quita
conocimiento” (182). Somos hombres de pasión, hombres apa­
sionados por la vida y por la inmortalidad real, no por la

(178) “ Se cierne sobre n u e stra p ob re p a tr ia u n a a tm ó sfe ra a b o ­


chornada. de g ra v e d a d a b ru m ad o ra. P o r dondequiera, hom bres gra v es,
enorm em ente g ra v e s, g r a v e s h a s ta l a estupidez. E n se ñ an con grav ed ad ,
pred ican con grav ed ad , m ienten con grav ed ad , en gañ an con grav edad ,
d isp u tan con g rav ed ad , ju e g a n y ríen con g rav ed ad , fa lta n con g r a ­
vedad a su p a la b ra , y h a s ta eso que llam an in form alid ad y lig ere za
so n la ligereza, y la in form alid ad m á s g ra v e s que se conoce, 'Ni aú n a
s o la s dan unos tu m b o s y z a p a te ta s en el a ire ” (“V id a de D on Q uijote
y San ch o” , Ensayos, II, 212).
(179) “ So led ad ” , Ensayos, 1, 686. “E l españ ol— escribe U nam uno
en otro lu g a r— a c a b a siem p re p o r escribir, no p a r a re v e la r su c o ra ­
zón, sino p a r a v e la rlo ” (“ R am p lo n ería” , Ensayos, I, 667).
(180) “So b re el ful& nism o” , Ensayos, I, 446-47.
(181) “Todo españ ol e s un m an iqueo in co n scien te ...” (“ Da, ideocra-
c ia ” , Ensayos, 1, 243).
(182) “M alhum orism o”, Ensayos, II, 527. Sob re la in teligen cia de
los españ oles (“un in v e stigad o r de n u e stra c a s ta ... tiene b a sta n te s p ro­
babilidad es de se r m á s inteligen te que un in v e stig a d o r alem án ” ), v é ase
“E l p e d e sta l” , Ensayos, II, 580.
fingida inmortalidad de la fama: “eso que tanto se nos ha
echado en cara, eso que ha hecho decir que somos un pue­
blo sombrío y que por mirar al cielo hemos desatendido lo
de la tierra, eso que muchos extranjeros llaman nuestro cul­
to a la muerte, no es tal—piensa Unamuno—, sino culto a
la inmortalidad. Dudo que haya pueblo de tanta vitalidad,
que tan agarrado esté a la vida. Y es por agarrarse tanto a
ella por lo que no se resigna a soltarla” (133).
La sed de vida y de inmortalidad eterna sería, quizá, una
nota fundamental de nuestra “casta íntima”, subyacente a
todas las ocasionales figuras de todos nuestros casticismos
históricos. Así parece pensarlo Unamuno: “Hay algo que nos
ha preocupado siempre tanto o más que pasar el rato—fór­
mula que marca una posición estética—, y es ganar la eter­
nidad, fórmula de la posición religiosa. Y es que saltamos de
lo estético y lo económico a lo religioso por encima de lo ló­
gico y lo ético; del arte a la religión” (134). He ahí la más
entrañable y prometedora peculiaridad de la casta española,
he ahí el fundamento del orgullo español y del optimismo
de don Miguel de Unamuno: “¿ Que no tenemos espíritu cien­
tífico? ¿Y qué, si tenemos algún espíritu? ¿Y se sabe si el
que tenemos es o no compatible con ese otro?” (185). Estas
palabras de Unamuno nos sitúan ya ante su idea del espa­
ñol posible. Del español visto en la sociedad circundante y
del español conjeturado en el mundo de la literatura y de
la historia, pasa la esperanza de don Miguel al tema del es­
pañol soñado, proyectado en el futuro. Dejémoslo aquí, para
recogerlo luego.
Las precisiones descriptivas de Agorín se refieren preferen­
temente a la psicología del campesino castellano—ele la Cas­
tilla Nueva, casi siempre—y al tipo humano que protagonizó

(183) “ Sob re la filo sofía e sp a ñ o la ” , Ensayos, I, 544.


(184) “Del sentim iento trágico”, Ensayos, Ti, 932.
(185) i m . , 934.

24S
nuestras glorias y nuestros sueños de antaño. Los labriegos
de la llanura manchega y del itinerario quijotesco son ca­
racterizados por el primer Azorín con una entraña mezcla de
crueldad dolorida y de amorosa ternura: “entre estos hom­
bres del centro, ininteligentes y tardos, y los del litoral, vi­
vos y comprensores—juzga Ázoñn—, hay una distancia
enorme” (186); y en “el Abuelo”, de La voluntad, prototipo
del labrador manehego, ve un hombre “sencillo corno un niño,
sanguinario, exasperado” (187). Otra vez alude Azorín al ca­
rácter “duro, feroz, inflexible, sin ternura, sin superior com­
prensión de la vida, del pueblo castellano’’ (188). Junto a
esta precisión cruel, la ternura: “yo amo a Tecla, a este buen
pueblo de labriegos... Los veo sufrir... Los veo amar, amar
la tierra... Y son ingenuos y sencillos como “mujiks” rusos...,
y tienen una fe enorme.,., la fe de los antiguos místicos...”
(189).
Asi serían todos los castellanos castizos: Larra, Palaíox,
Teresa de Jesús, Alba. En todos ellos vive ese “espirita cas­
tellano, errabundo, tormentoso, desasosegado-, trágico...”,
que Azorín percibe en Larra (190); y todos juntos constitu­
yen “un pueblo místico, un pueblo de visionarios donde la
intuición de las cosas, la visión rápida no falta; pero falta,
en cambio, la coordinación reflexiva, el laboreo paciente, la
voluntad” (191). Ese espíritu—“el espíritu austero de la Es­
paña clásica, de los místicos inflexibles, de los capitanes té­
tricos, de los pintores tormentarios, de las almas tumultuo­
sas y desasosegadas”—es el que siente Antonio Azorín ante

(186) “A ntonio A zo rín ” , O, 8,, 26 8.


(187) “L a vo lu n tad ” , O. 8., 142.
(188) Ibid., 122.
(189) Ibid., 86.
(100) lU d., 137.
(191) m d ., 190. R ecu érd ese, p o r añ ad id u ra, u u texto de Azorín-
recogido en el a p a rta d o an te rio r: “I.-a m entalidad, como el p a isa je , es
clara, rígid a, uniform e, de un a sp ec to único, de un eolc-tono” (Ib-id,, 152).
la llanura manchega y el que hacía preguntarse a su creador
y homónimo cuando, en. Gavarnie, veía con los ojos del re­
cuerdo los viejos pueblos de Castilla: “¿no está en estas igle­
sias, en estos calvarios, en estas ermitas, en estos conventos,
en este cielo seco, en este campo duro y raso, toda nues­
tra alma, todo el espíritu intenso y enérgico de nuestra
raza?” (192).
La relación entre la peculiaridad psicológica del hombre-
castellano y la del paisaje en que habita sería, a los ojos de
Azorín, una relación estrictamente causal: la tierra habría
configurado específicamente al hombre y a su historia. El cas­
ticismo de Azorín es, a la postre, mucho más un casticismo
del medio geográfico que de la casta. “Yo salgo a la calle-—es­
cribe Azorín en Argamasilla de Alba— ; las estrellas parpa­
dean en lo alto misteriosas; se oye el aullido largo de un
perro; un mozo canta una canción que semeja un alarido y
una súplica... Decidme, ¿no es éste el medio en que florecen
las voluntades solitarias, libres, llenas de ideal—como la de
Alonso Quijano el Bueno— ; pero ensimismadas, soñadoras,
incapaces, en definitiva, de concentrarse en los prosaicos, vul­
gares, pacientes pactos que la marcha de los pueblos exi­
ge?” (193). La tristeza natural de la tierra de Castilla ha-

(192) “España”, O. 8., 508.


(193) “L a ruta, de D on Quijote”, O, 8 ., 418. Antes le hemos oído
decir que el “paisaje... conforma los espíritus”. Y a continuación añade,
en abono de su tesis paisajística: “Ver el adusto y duro panorama de
los cigarrales de Toledo, es ver y comprender los retorcidos y angus­
tiados personajes del Greco, c o m o ver los maciegales de Avila es c o m ­
prender el ardoroso desfogue lírico de la gran santa, y ver Castilla
entera con sus llanuras inacabables y sus rapadas lomas, es percibir
la inspiración que informara nuestra literatura y nuestro arte” (“La
voluntad”, O. S ., 52). Lo que A z o rín dice expresa sincera y verdade­
ramente su propio sentimiento. Pero sería m á s exacto decir: “Ver los
retorcidos y angustiados personajes del Greco es comprender el sen­
timiento de A zo rín ante el adusto y duro panorama de los cigarrales
de Toledo, como leer a Santa. Teresa es comprender la interpretación
bría determinado la tristeza de sus hombres y de sus crea­
ciones artísticas: “Se habla de la alegría española—comenta
Azorín—, y nada hay más desolador y melancólico que esta
española tierra. Els triste el paisaje y es triste el arte” (134)..
Todos estos caracteres que el paisaje ha impreso en la
casta castellana se irían transmitiendo de una generación a
otra, fijos como la tierra misma y apoyados, por tradición y
por instinto, sobre la resignación que otorga al hombre su
creencia en una vida mejor allende la muerte; “El labriego,
el artesano, el pequeño propietario, que pierden sus cosechas
o las perciben escasas tras largas penalidades, que viven en
casas pobres y visten astrosamente, sienten sus espíritus do­
loridos y se entregan—por instinto, por herencia—a estos
consuelos de la resignación, de los rezos, de los sollozos, de
las novenas, que durante tocio el mes, durante todo el año
se suceden en las iglesias sombrías, mientras las campanas
tañen abrumadoras” (195).
La solución que propone Azorín tiene un nombre: volun­
tad. Una voluntad capaz de modificar con artificio humano
el rostro del paisaje y, a la larga, la psicología del hombre
que de él y sobre él vive: “habría que decirles (a esos labrie­
gos y artesanos) que la vida no es resignación, no es tristeza,
no es dolor, sino que es goce fuerte y fecundo; goce espon­
táneo de la naturaleza, del arte, del agua, de los árboles, del
cielo azul, de las casas limpias, de los trajes elegantes, de
los muebles cómodos... Y para demostrárselo habría que dar­
les todas estas cosas” (186). Como se ve, también en el es­
píritu de Azorín existe el sueño del español posible, al tér­
mino de sus precisiones sobre el español presente y de sus

azoriniana de los maciegales de Avila”, etc. El juicio de Azorín ante


nuestra historia y nuestro arte es el a p rio ri de su interpretación del
paisaje castellano.
(194) “L a voluntad”, O. 8., 152.
(195) y (186) “Antonio A zo rín ” , O, 8., 283.
conjeturas sobre el español pretérito. Luego intentaré mos­
trar los rasgos de ese ensueño.
Dos componentes tendría la casta de España, según el
casticismo de Ganivet: es uno el “espíritu primitivo” de la
raza, nativo en ella y anterior al senequismo; es el otro el
“espíritu territorial”, adquirido tan pronto como los espa­
ñoles unidos advirtieron que habitaban una península. “Sé­
neca no tuvo que inventarlo—dice Ganivet, aludiendo al es­
píritu primitivo—, porque se lo encontró inventado ya; sólo
tuvo que recogerlo y darle forma perenne... El espíritu es­
pañol, tosco, informe, al desnudo, no cubre su desnudez pri­
mitiva con artificiosa vestimenta; se cubre con la hoja ele
parra del senequismo, y este traje sumario queda adherido
pama siempre y se muestra en cuanto se ahonda un poco en
la superficie o corteza idead de nuestra nación” (197). Sobre
esta casta senequista y sen&quizada, cristianizada más tar­
de, habría ejercido su definitiva, acción configuradora la con­
dición peninsular del territorio español: “La evolución ideal
de España'—sentencia Ganivet—se explica sólo cuando se
contrastan todos los hechos exteriores de su historia con el
espíritu permanente, invariable, que el territorio crea, infun­
de, mantiene en nosotros” (198).
Cuadro son, en consecuencia, los ingredientes que compo­
nen la compleja historia de España, según la concepción de
Angel Ganivet:
1. El hombre español, cuya peculiaridad psicológica más
propia habría sido constituida por la acción del “espíritu te­
rritorial” sobre el senequismo presenequista de nuestro “es­
píritu primitivo”.

2. Los hechos exteriores de la historia de España, aje­


nos y aun contrarios muchas veces a la mencionada peculia-
(197) “Ide&ríum español”, O. O., I, 90.
(198) Ibid ., 114.
rielad psicològica del hombre español, y determinados por
una terca, misteriosa adversidad del destino contra la índo­
le y la conveniencia de nuestro propio espíritu. En el apar­
tado precedente he descrito en esquema, según la visión, ga-
niyeíiana, el curso de estos “hechos exteriores”.

3. La evolución i d e a l línea de intersección, meramente


conjeturable, entre la superficie de los hechos exteriores de
nuestra historia y las verdaderas tendencias operativas de
nuestra “constitución ideal”. Los hechos exteriores dibujan
el curso visible ele lo que España, “fué” ; la evolución ideal es
el curso hipotético de lo que “pudo ser”, si los españolas hu­
biesen sido fieles a su propio espíritu.

4. Las creaciones artísticas e intelectuales del espíritu


español. En muchas de ellas habrían expresado los españoles,
por la vía de una figuración evasiva, utópica, esa contrarie­
dad entre su destino histórico visible y la apetencia íntima
de su propio espíritu. Así entiende Ganivet, por ejemplo, la
significación española de Segismundo y de Don Quijote. El
mundo de nuestras creaciones espirituales sería la mejor cla­
ve para conjeturar lo que Ganivet ha llamado nuestra “evo­
lución ideal”.
Esta visión de nuestra, historia pone a Ganivet ante el
empeño de aislar y describir las notas psicológicas que defi­
nen la auténtica intimidad del espíritu español; no las que
pueden inducirse examinando los “hechos exteriores” de su
historia, sino las que laten bajo las acciones de nuestra vida
cotidiana y popular. La distinción unamuniana entre “casta
histórica” y “casta íntima.” es por entero equiparable a esta
que propone Ganivet entre Jos “hechos exteriores” y las “ten­
dencias auténticas”.
Buena parte del Ideo/rhim español ha sido consagrada a
este empeño de caracterización psicológica. Cualquiera que
sea la actitud intelectual del lector ante esta cuestión de ios
caracteres nacionales—la mía, dicho sea en inciso, no es muy
casticista--, siempre habrá que contar entre las páginas más
sugestivas del Idearium aquellas en que su autor describe la.
manera del conquistador español o la actitud española ante
el crédito; cuando equipara el prestamista al guerrillero y
cuando enlaza nuestro sentimiento de la propiedad individual
con nuestro modo de amar a, las cosas; o las que emplea en
mostrar cómo vive la ley el español—nuestro dualismo entre
una aspiración a la justicia pura y una piedad excesiva ante
el caído—-y cómo nos conducimos en tierra extraña; o, en fin,
las que dedica al espíritu guerrero de los españoles. También
Ganivet insiste en nuestra tendencia a pasar directamente
desde la percepción realista de los hechos hasta su conside­
ración artística o religiosa, saltando sobre el modo científico
de contemplarlos: “no es que no haya hombres de ciencia
—dice Ganivet— ; los ha habido y los hay; pero cuando no
son de inteligencia mediocre, se sienten arrastrados hacia las
alturas donde la ciencia se desnaturaliza, combinándose, ya
con la religión, ya con el arte... Nuestro espíritu es religio­
so y es artístico, y 3a religión muchas veces se confunde con
el arte” (199).
Si quisiéramos reducir a expresión apretada y sinóptica
el conjunto de las observaciones de Ganivet acerca del hom­
bre español como sujeto psicológico, tal vez podríamos llegar
a tres proposiciones distintas. Primera: el español tiende al
contacto inmediato con hombres y cosas. En consecuencia,
huye de los modos de relación “por fórmulas” y apenas los
comprende. Tal sería el denominador común de su tendencia
a “pelear siempre muy cerca del enemigo”, de la estimación
popular española del crédito y de la propiedad, de la escasez
de ciencia natural especulativa en la historia de nuestro pen­
samiento, de la pobreza de nuestra técnica, de la vivencia
española ele la ley y la justicia, etc. Segunda', el español, por

(199) ib id ,, 151.
obra de nuestro nativo temple, no lia olvidado jamás, así en
la expresión culta como en la costumbre, la dignidad que hay
en ser hombre: “Mantente de tal modo firme y erguido que
al menos se pueda decir- siempre de ti que eres un hombre” ;
tal sería la raíz del senequismo, “Esto es español...”, aposti­
lla Ganivet. Tercera: el español tiende a moverse en dos cam­
pos extremos, el de los hechos reales, sensorialmente percep­
tibles (realismo español, polo activo de nuestra operación),
y aquél en que esos hechos cobran último sentido (mundo del
arte y de la religión, misticismo español, polo contemplativo
de nuestra operación).
Sobre la singularidad psicológica que Ganivet atribuye al
hombre español descansa su optimismo, tan evidente en las
últimas páginas del ïdearium. Ganivet confía en el porvenir,
porque el español, después de tantas vicisitudes históricas,
todavía no1lia podido dar al mundo sus frutos más idóneos.
De nuevo'—como en Unamuno, como en Asorín—■, el tema,
del español posible y soñado surge como un destello de espe­
ranza tras el terna del español presente y pretérito.
No son infrecuentes en 3a obra de Baroja las alusiones a
la singularidad psicológica y ética del español. Antes expuse
su idea de España como “un país dramático, exaltado, apa­
sionado, un mundo aparte”. ¿De qué puede depender esta
peculiaridad de España, sino de la peculiaridad psicológica
de los españoles? El problema está, por lo tanto, en preci­
sar con certidumbre de dónde proviene y en qué consiste la
índole propia del hombre español.
Si Asorín y Ganivet subrayan la acción conñguradora del
medio—aquél, esteta, en tanto ese medio es paisaje; éste,
diplomático, en tanto es geografía,— Baroja acentúa la im­
portancia primaria de la raza. No es exagerado afirmar en
redondo que Baroja es racista. El tema de la raza, entendida
en sentido crasamente biológico, aparece un número incon­
table de veces en las páginas de Baroja: irónicamente, corno
un divertimento de humorista, en La caverna del humorismo
y en El laberinto de las sirenas; entre bromas y veras en
César o "nada y en las consideraciones sobre su propia ge­
nealogía de Juventud, egolatría y los dos volúmenes de sus
Memorias; con toda seriedad en su antisemitismo declarado
y en su tenaz germanofilia de 1914. Los términos de esa cien­
cia mal llamada Antropología—Antropozoología sería más
exacto—son urchifrecuentes en las descripciones foarojianas:
“era braquicáfalo, dolicocéfalo, platirrino”, dice a menudo.
“El hombre es el producto de la raza, de su temperamento,
de su cultura y de la familia en que ha vivido”, léese en sus
Memorias (200); “la fuente de la acción está,,, en la vitali­
dad que hemos heredado de nuestros padres”, sostiene en Ju­
ventud, egolatría (201). Del “genio de la raza,” habla expre­
samente en César o nada (202).
Helmut Demuth ha resumido en su estudio sobre el pen­
samiento de Bar oja las ideas de éste sobre la raza: “Baro-
ja no' ve en la raza... un mero hecho físico. No es que de­
serte de este punto de vista; le presta, por el contrario, gran
atención. Sus figuras son vistas a menudo con ojos de in­
vestigador; así, no se olvida casi nunca hacer mención de
la forma del cráneo. Pero no da más que una importancia
accidental a esos elementos, como para aclarar o apoyar,
sin reconocerles un valor decisivo. La significación capital
de la raza la ve Baroja en su condición de unidad anímica
y espiritual, que determina el carácter de cada uno. Distin­
gue Baroja dos capas del alma: la razón y el instinto; lo
irracional y todo lo que de él nace, está sujeto a la raza, y
es, por lo tanto, distinto (en cada una de ellas)” (203).
A pesar ele lo dicho, no cree Baroja que la investigación

(200) M em orias, I, 293. “A mí m e interesa m u c h o la raza, tanto en


un hombre como en un animal”, añade en M em orias, II, 61.
(201) Ju ventud , egolatría, 51. Las fuentes “científicas” del racismo
de Baroja pueden verse en D ivagaciones apasionadas, págs. 84-90.
(202) C ésa r o nada, 10.
(203) Cit. por el propio Baroja en sus M em orias, I, 317-18.
científica de nuestra peculiaridad racial pueda resolver el
problema del tipo psicológico español: “No sabemos qué es
lo permanente en España y si desde un punto de vista es­
piritual hay una o varias Españas, uno o varios tipos de
españoles... La antropología dice muy poco, por ahora: se­
ñala en la Península una gran variedad étnica; pero una va­
riedad de tipos tan próximos, que no se puede deducir de ella
consecuencia alguna. Se necesitará mucho tiempo para que
la ciencia de las razas... pueda obtener conclusiones, y es
posible que cuando las obtenga no aclaren nada en la prác­
tica.; tal será, con el tiempo la mezcla étnica de todos los pue­
blos” (204).
Pero allí donde no alcanza, la conclusión del hombre de
ciencia, puede llegar la intuición del artista. Artista es Ba~
roja; y en cuanto lo es, no vacila en ciar expresión literaria,
a sus intuiciones sobre la peculiaridad psicológica, del es­
pañol.
Pertenecería al “genio de la raza”, muy en primer tér­
mino, nuestro individualismo: “En España, donde el indivi­
duo y sólo el individuo fué todo...”, dice Baroja en el pró­
logo de César o nada; por eso los españoles sólo eruptiva­
mente hemos podido hacer algo en la vida y en el arte, “a
medida que han ido brotando hombres de brío y de ac­
ción” (205). A ese individualismo nativo se unen el apasio­
namiento, la exaltación, la dramática extremosidad; y todo
(204) N uevo tablado de A rlequ ín, 190. Tamp o c o el examen de nues­
tra literatura d e l siglo x v i i autoriza, según Baroja, a establecer un
tipo único de hombre español. “L a literatura española, como todas,
tiene el sello de la cultura y de la ideología de la época.; nuestra lite­
ratura toma de fuera y presta también afuera sus productos... Se
podrá decir que hay algo peculiar en cada literatura; quizá, es cierto;
pero ¿ qué es lo peculiar en nuestra literatura ? ¿ Cuál es su caracterís­
tica? ¿Es el énfasis? ¿ E s la exageración? Entonces Corneille y Víc­
tor H u g o son m á s españoles que los españoles mismos. ¿Es el concep­
tismo ? 1-Iay conceptistas en todas partes.”
(205) César o nada, 9-10.
junto daría a los españoles de raza su carácter incalculable,
su radical incompatibilidad con el orden racional: “El es­
pañol es un ser absurdo”, dice un personaje de Mala hierba.
Tendría el español, además, por la conjunción de su “gran
sentido vital” y de su escasa cultura, la simplicidad del niño
y una tendencia infantil a deformar subjetivamente la real
objetividad de las cosas: “El español, corno el niño—dice
Baroja en su artículo El español no se entera y repite en
Juventud, egolatría— tiene una imagen anterior a la expe­
riencia inmediata, a la que somete sus percepciones”. Un
niño ve con facilidad un hombre o un caballo en un moni­
gote; “al español—prosigue Baroja—le pasa lo mismo. Este
es uno de los motivos de incomprensión. El hombre rechaza
lo que no cuadra con el esquema interior que tiene de las
cosas... El español, como el niño, si quiere ser algo tiene que
ampliar su imagen retiniana; ampliarla y quizá también com­
plicarla” (206).
Así son los españoles que pueblan las páginas de Baroja.
Sus vidas son estelas lineales, imprevisibles y limpiamente
individualizadas, como la trayectoria vital de un infusorio.
Les vemos agitarse en un punto, oímos sus palabras; y a
continuación, incapaces de reposo, inhábiles para la quies­
cencia contemplativa y meditabunda, lanzan su existencia
hacia una aventura incalculable e inédita. No les mueve el
destino, ni orienta a su espontaneidad una providencia mis­
teriosa, un hado sobrehumano o un carácter hecho, sino la
inquieta e inquietante vitalidad que bulle en el fondo mismo
de su ser. Son, en suma, antes espontáneos que libres. Suave,
elásticamente espontáneos, cuando tienen, sus vidas un que­
hacer, así Zalacain y Aviraneta; indecisa y atormentadamen-
te espontáneos cuando se ven obligados a preguntarse a cada
paso, como el Fernando Ossorio de Camino de perfección y
el Luis Murguía de La sensualidad pervertida: “¿Qué va a

(206) Ju ventud , egolatría, 43-44.


hacer uno?”. Así se muestran los españoles en las novelas
de Baroja. Y esta condición filiforme, saltona e incalculable
de las existencias individuales que las componen condiciona
su peculiar estructura. Hay novelas, como Múdame Bovary,
cuyo modelo es el retablo; hay otras cuyo patrón es la trama,
la sucesiva urdimbre de ios hilos individuales que las com­
ponen. Así son—tramas, urdimbres, madejas sucesivas sin
comienzo ni fin-—las mejores novelas de Baroja. No las pre­
side la estética, sino el impulso; no la idea, sino la acción;
no es su modelo el edificio, sino el viaje.
La historia,, “la condenada historia”, como decía Una-
muño, habría dado una figura grotesca o repulsiva a las no­
tas por las que se singulariza racialmente el hombre espa­
ñol. El individualismo se ha hecho “fulanismo” y compadreo:
“en España... todo se consigue aún por acción personal”,
apunta Baroja (207); y en ese aún van implícitos el sentido
de su estimación y la orientación de su esperanza. El vigor
expresivo y configurador de la propia subjetividad, tan eficaz
antaño y fuente del énfasis antiguo, ha quedado en retórica
y oratoria: “No es raro—dice Baroja de sí mismo—que haya
sido abominador de la oratoria y de la retórica en un pueblo
como el español, sobresaturado de retórica y oratoria, que
no le permiten ver la ralidad. Tomar las frases retóricas
como hechos es condición muy meridional (208). Hay espa­
ñol a quien no molesta que le digan en el extranjero que su
patria ha sido cruel e inhumana, que no le sorprende que
afirmen que no produce cultura científica y filosófica, y que
se satisface al leer en un discurso diplomático que llaman a
España noble nación” (209). La. mezquindad de su vivir ha-

(207) Ju ventud , egolatría, 46.


(208) L a hostilidad contra todo lo “meridional” es m u y visible en
Baroja: u n pueblo voluptuoso, confuso y un poco sucio, como todos
los meridionales...”, dice en E l laberinto de las sirenas (pág. 66). Afir­
maciones análogas no son infrecuentes en su obra.
(209) “Divagaciones de autocrítica”, B e v. de Occidente, IV, 1924.
bría degradado, en fin, la condición de estos españoles in­
calculables y absurdos: “gentuza innoble y miserable, sólo
capaz de fechorías cobardes...; las caras terrosas, las mira­
das de través, hoscas y pérfidas...”, léese en Camino de ■per­
fección, cuando Baroja describe a los campesinos de Casti­
lla (210).
Pero la amargara de Baroja no es desesperación. Tam­
bién él espera el advenimiento de un día “en que el tipo del
español, hoy oscuro para nosotros, llegue a aclararse, a de­
cantarse y a verse en él de una manera precisa sus aptitu­
des” (211). Bajo los rasgos del español real, potencialmente
contenida en su entraña misma, adivina el ensueño de Baroja
la imagen de un español deseado y posible.
Antonio Machado dedica un poema, el titulado Por tie­
rras de España, a dibujar un retrato físico y moral del cam­
pesino soriano:

Pequeño, ágil, sufrido, los ojos de hombre astuto,


hundidos, recelosos, movibles; y trazadas
cual arco de ballesta, en el semblante enjuto
de pómulos salientes, las cejas m u y pobladas.
(P. O., 109.)

A esta apariencia física corresponde un conjunto de con­


diciones éticas rigurosamente detestables: “un alma fea—es­
clava de los siete pecados capitales” ; la envidia y la triste­
za; la fiereza sanguinaria. No, no sale bien parado en este

(210) P a r a entender l a fero z acritu d de m u ch os ju ic io s de B a ro ja ,


deberá ten erse en cu en ta lo que a c e rc a de su p ro p ia o b ra literaria-
dice en la p ág . 47 de la te rc e ra edición de Juventud, egolatría. M as
tam b ién en esas lín eas h a y c ie rta ex ag eració n retórica. No olvidem os
qu e B a r o ja cu ltiva— h a s ta co n sigo m ism o, a v e ces— la re tó rica del im ­
properio.
(211) Nuevo tablado de Arlequín, 194.
retrato el labriego de nuestras tierras altas. Este es el hom­
bre ibero; el que

igual que el ballestero


tahúr de la cantiga,
tuviera una saeta...
para el Señor que apedreó la espiga
y malogró los frutos otoñales.
(P . O ., 1 1 1 .)

¿Quedará aquí la idea ele Antonio Machado acerca del


hombre ibero? No, no puede quedar’. En su alma no se ha
perdido la esperanza. El, como todos sus camaradas de ge­
neración, quiere, necesita aguardar la llegada, del español po­
sible :
Mi corazón aguarda
al hombre ibero de la rec'.a mano ,
que tallará en el roble castellano
el Dios adusto de la tierra parda.
t P . O., 113. )

También Valle-Inclán describe con dolor y esperanza a


los hombres de su patria (212). Dolor, un orgullo doloroso
de español venido a menos hay en su descripción ele esos es­
pañoles que le permiten llamar “bárbaras” a sus narraciones
noveladas; esos españoles altivos, despóticos, apasionados y
crueles, lujo desgarrado e inútil de un país vencido. Dolor,
un dolor acedo hay igualmente en el alma de un escritor que
se siente obligado a inventar el esperpento como retrato de
españoles.
Tras ese dolor orgulloso y este dolor asqueado late la es­
peranza de Valle-Inclán. Vieja es la estirpe española; pero

(212) El casticismo de Valle-Inclán no es, c o m o ya advertí, racial


ni geográfico, sino idiomático: “el alma colectiva de los pueblos es
una creación del verbo m á s que de la raza”, le hemos oído decir.
“cuanto más lejana es la ascendencia, hay más espacio ga­
nado al porvenir”, dice en La lámpara maravillosa. Por eso
espera un grande e ignoto futuro: “Al final de la Edad Me­
dia, bajo el arco triunfal del Renacimiento, estaba la som­
bra de Platón meditando ante el mar azul poblado de sirenas.
¿Qué sombra espera bajo los arcos del Sol al fin de Nuestra
Edad?” (213).
No sé lo que creerán los demás; yo creo haber demostra­
do con pruebas fehacientes que existe unidad de estilo en el
amor a España—amargo, como dije—de todos los escritores
de la generación. Salvadas las forzosas diferencias persona­
les, esa unidad de estilo se advierte en los tres momentos
fundamentales de su análisis censorio: la versión española
de la vida moderna, la singularidad de nuestra historia pre­
térita y la índole propia del hombre español. Es hora ya de-
indagar si la semejanza entre ellos se extiende también a
los componentes positivos de su actitud.

(213) O. C„ I, 795 y 797.


CAPITULO 'VII

‘ÍH IST 0E M SIME HSSTOEÏA»

^ w ie n t e nla. Historia—quiero decir: interés y gusto por


el pasado—los escritores del 98? Si la respuesta es afirma­
tiva ¿cómo sienten la Historia, cómo la entienden? Y, por
fin, la pregunta inevitable: ¿hay alguna semejanza, algún
estilo común en sus individuales modos de sentirla y enten­
derla ?
Azorin, alférez y portavoz de la generación, ha estam­
pado en su libro Madrid una afirmación rotunda, inequívoca:
el tiempo en concreto, es decir, la Historia, me ha ser­
vido de trampolín para saltar al tiempo en abstracto. La
generación de 1898 es una generación historicista” (1). No
creo que deba entenderse el adjetivo “historicista” según el
sentido que podríamos llamar “técnico” del vocablo: histo-
ricismo como doctrina filosófica del acontecer histórico. Más
sencillamente, Azorm expresa con esa palabra lo mismo que
ha dicho al comienzo del capítulo: que la Historia “les tenía
captados” ; que todos ellos tenían afición a la Historia; que
todos han escrito de Historia.

(1) O. 8., 984.


El problema comienza ahora. Admitamos, con Azorín,
que la generación de 1898 es una generación historicista.
La respuesta sólo contesta a la primera de mis interroga­
ciones, y no se habría dicho gran cosa con ella, si no se
declarase a continuación el modo común de entender la His­
toria. El propio Azorín se encargará de poner el dedo en la
llaga: “La divergencia (ele la generación del 98) con lo que
se venía predicando es, en punto de materia historiable, fun­
damental. ¿Qué es lo historiable para Baroja? ¿Cómo en­
tiende Unamuno la historia? ¿De qué modo Baroja ha tra­
zado el cuadro ele la España contemporánea.? Los grandes
hechos son una cosa y los menudos hechos son otra. Se his­
toria los primeros. Se desdeña los segundos. Y los segundes
forman la sutil trama de la vida cotidiana” (2).
Tomemos estos textos de Azorín como punto de partida
y vayamos preguntándonos, fijos los ojos en la letra impre­
sa, la idea que de la Historia han tenido los miembros de
la generación. Cuando menos, los que tácita o expresamente
se han enfrentado con ese problema.
Comenzaré, more solito, por Unamuno. La lectura rápida
de algunos textos de Unamuno parece minar los tajantes
asertos de Azorín. ¿Tenía captado a Unamuno la Historia?
Que él nos lo diga: “Siendo yo mozo—confiesa—tenía una
decidida afición por los estudios filosóficos y por la litera­
tura, pero la Historia me hastiaba” (3). Tenía contra ella la
misma prevención que Schopenhauer. Creía con éste que la
Historia da noticias empíricas respecto a la conducta de los
hombres, pero no dice nada respecto a la esencia del hom­
bre; que enseña noticies, pero no engendra saberes. Algo
muy análogo dice en sus cartas a Ganivet: “La historia, 3a
condenada historia, que es en su mayor parte una imposi­
ción del ambiente, nos ha celado la roca viva de la consti?23

(2) IUd., 986.


(3) “E d u cació n por la H isto ria ’’, Ensayos, í l , 1013.
tución patria; la historia, a la vez que nos ha revelado gran
parte de nuestro espíritu en nuestros actos, nos ha impedido
ver lo más íntimo de ese espíritu.” Ni nos dice la historia
nada esencial en tanto hombres, ni nos habla nada profundo
en tanto españoles, pensaba Unamuno.
SI mismo sentido parecen tener algunos textos de sus
ensayos: “La Historia, la condenada Historia, nos oprime y
aboga, impidiendo que nos bañemos en las aguas vivas de
la humanidad eterna”, dice en La crisis del 'patriotismo (4);
y en La vida es sueño repite: “El enredar a los hombres en
la lucha por la vida histórica de la nación, ¿no les distrae y
aparta de luchar por su propia vida eterna?” (5). Si la his­
toria escrita no nos deja ver la esencia y el espíritu del hom­
bre, la historia activa nos impediría ser hombres esenciales,
hombres eternos. La concordancia entre los dos juicios es
perfecta.
No debemos ceder, sin embargo, a la aparente rotundi­
dad de estos juicios. Porque, según confesión propia, cuando
Unamuno pensaba así apenas había leído libros de Historia.
“Me hastiaba sin haberla realmente probado... Pero según
he ido entrando en años... he ido poco a poco aficionándome
a la Historia, y ahora, los libros históricos forman una buena
parte de los que leo... Y he comprendido, por fin, cuán pro­
funda verdad encierra la sentencia... de que la Plistoria es
educativa, no instructiva” (6).
Ya tenemos a Unamuno convertido en “historicista”,
según la definición de Azorín; se ha aficionado a la Historia
y ve en ella una virtud educativa. Pero ¿cómo la ve? ¿Qué
relación existe, si la hay, entre la actitud aversiva de la
mocedad y la actitud dilectiva de la madures?
Llegaremos a ella si comprendemos el sentido de un dis-456

(4) Ensayos, I, 289.


(5) Ensayos, I, 216.
(6) “E d u cación p or la H isto ria ” , Ensayos, H, 1013-14.
tingo muy esencial en el pensamiento de Unamuno: el que
establece entre sucesos y hechos, entre historia e intrahis-
toria. Según Unamuno, los historiadores “han atendido más
a los sucesos históricos que pasan y se pierden, que a los
hechos subhistóricos, que permanecen y van estratificándose
en profundas capas. Se ha hecho más caso del relato de tal
o cual hazañosa empresa de nuestro siglo de caballerías, que
a la constitución rural de los repartimientos de pastos en tal
o cual olvidado pueblecillo”. Procede este texto de una carta
dirigida a Ganivet. La distinción conceptual que contiene
debía de estar muy arraigada en la mente de Unamuno,
cuando tantas veces la repite en sus escritos. “Debajo de esa
historia de sucesos fugaces, historia bullanguera.—dice en el
ensayo La crisis del patriotismo—hay otra profunda historia
de hechos permanentes} historia silenciosa, la de los pobres
labriegos que un día y otro, sin descanso, se levantan antes
que el sol a labrar sus tierras” (7). Palabras análogas son
frecuentes en Unamuno (8).
A esta oposición entre los dos modos elementales del
acontecer humano, los sucesos bullangueros y fugaces y los
hechos silenciosos y permanentes, corresponde otra de mu­
cho más calado, visible ya en los primeros escritos de Una­
muno : la oposición entre historia e intrahistoria o tradición
eterna. He aquí el testimonio inicial: “Los periódicos nada
dicen de la vida silenciosa de los millones de hombres sin
historia que a todas horas del día y en todos los países del
globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos
a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna,
esa labor que como la de las madréporas suboceánicas echa
las bases sobre que se alzan los islotes de la Historia. Sobre
el silencio augusto se apoya y vive el sonido; sobre la in­
mensa Humanidad silenciosa se levantan los que meten bulla78

(7) Ensayos , I, 273.


(8) IUcl,, 274; Ensayos, II, 1013, etc.
en la Historia. Esa vida intrahistórica, silenciosa y fecunda
como el fondo mismo del mar, es la sustancia del progreso,
la verdadera tradición, la tradición eterna, no la tradición
mentida que se suele ir a buscar al pasado enterrado en li­
bros y papeles y monumentos y piedras” (9). Si la historia
de España posterior a 1875 pudo ser continuación de la an­
terior a 1868, más se debió a la continuidad temporal de la
intrahistoria española que a los sucesos entonces visibles y
luego relatados por los historiadores.
El testimonio visible de la tradición histórica—la super­
ficial tradición de los sucesos—sería la literatura; el signo de
la firme tradición intrahistórica es la continuidad de la len­
gua: “lo que hace la continuidad de un pueblo no es tanto
la tradición histórica de una literatura cuanto la tradición
intrahistórica de una lengua; aún rota aquélla, vuelve a rena­
cer merced a ésta” (10). Hasta a las creaciones inmateriales
del espíritu humano llegaría, según Unamuno, la huella de
esta distinción suya entre historia e intrahistoria: “un con­
cepto—escribe-—es una persona ideal llena de historia e intra-
historia” (11).
Puntualicemos sinópticamente el pensamiento de Unamu­
no. La historia es el ámbito de los sucesos humanos y repre­
senta lo fugaz, lo ocasional, lo artificioso, lo superficial y vi­
sible de la vida del hombre. A la Historia pertenece todo
cuanto distingue y aísla a unos hombres de otros: las accio­
nes relatadas, las “castas históricas”, las “naciones histó­
ricas”, las literaturas, en lo que éstas tienen de histórico y
mudadizo. La intrahistoria es el dominio de los hechos hu­
manos y representa lo estable, lo permanente, lo espontá­
neo, lo profundo y silencioso de la vida humaría. Á la intra­
historia pertenece cuanto comunica y funde a unos hombres
con otros, las realidades y las obras más genéricamente hti-
(9) " E n torno al c a stic ism o ” , Ensayos, I, 20.
(10) m d ., 39.
(11) “ L a regen eració n del te a tro españ ol” , Ensayos, 1, 185.
manas entre todas cuantas componen la existencia de los
hombres: las acciones calladas y cotidianas; la “casta ínti­
ma” de ios pueblos, expresión de lo que en cada uno de ellos
hay de verdaderamente humano; los “pueblos” mismos, por
oposición a las “naciones históricas” ; las lenguas, en tanto
unen a los hombres en el espacio y en el tiempo.
Muéstrase aquí de facto la peculiar dialéctica del pensa­
miento unamuniano. No quiere buscar la verdad por el mé­
todo del justo medio, sino por la afirmación alternativa de
los contradictorios. Parece que se empeña en dar una ver­
sión viva y dramática—agónica, dirá él mucho más tarde—.
de lo que en la dialéctica hegeliana es síntesis lógica. “Suele
buscarse la verdad completa—afirma—en el justo medio por
el método de remoción, via remotionis, por exclusión de los
extremos, que con su juego y acción mutua, engendran el rit­
mo de la vida, y así sólo se llega a una sombra de verdad
fría y nebulosa. Es preferible, creo, seguir otro método: el
de afirmación alternativa de los contradictorios; es preferible
hacer resaltar la fuerza de los extremos en el alma del lec­
tor para que el medio tome en ella vida, que es resultante de
lucha” (12).
Este programa intelectual, tan arraigado en la singula­
ridad temperamental de don Miguel y tan propio de la línea
filosófica en que quiere situarse—baste recordar el título del
Entweder-Oder, de Kierkegaard—, le lleva de la mano a bus­
car ante cada problema el par de conceptos contradictorios
que más directamente se refieran a la materia problemática:
fe y razón, si se trata de materia religiosa; espíritu y carne,
al modo paulino, si de materia antropológica; ensueño e inte­
ligencia, si el problema es del pensamiento humano. Y, de

(12) “ E n torno a l c a sticism o ” , Ensayos, I, 7. E s extrañ o que nin­


guno de los dos exp ositores del p en sam ien to filosófico de U nam uno
— J . Marías y el P . Orom í— h a y a recogido y comentado la posición de
don M igu el an te el p rob lem a del aco n tecer histórico, ni e s t a p ecu lia­
rid a d de eu d ia lé ctica que ahora, comento.
modo invariable, Unamuno ve agitarse a la existencia con­
creta del hombre en la tarea agónica ele reducir a unidad la
contradicción de los dos términos.
Después de haber leído tantas veces en el propio Unamuno
que una de las tendencias de nuestra casta consiste en diso­
ciar dilemáticamente el mundo real y el mundo ideal—“diso­
ciación, disociación siempre”—, piensa uno si este método
disociativo de don Miguel será una consecuencia de su espa-
fiolísima casta, y sí lo será también su esfuerzo agónico (tan
equiparable en sentido al esfuerzo espiritual de nuestros mís­
ticos, según la interpretación unamunesca de ia mística cas­
tellana) por hallar la unidad entrañable en que cesa la opo­
sición de los términos contradictorios. La cuestión puede ser
resuelta en más de un sentido. Mas no es esa resolución lo
que ahora me importa, sino el hecho que la plantea; es decir,
la frecuencia con que Unamuno apela a su propio método
—disociación y afirmación alternativa de los términos con­
tradictorios—para estudiar intelectualmente cualquier tema.
Puesto frente a éste del acontecer histórico, establece
Unamuno toda una larga serie correlativa de conceptos con­
tradictorios : sucesos y hechos, historia e intrahistoria, tiem­
po y eternidad (13), nación y pueblo, casta histórica y casta
íntima, tradición histórica y tradición eterna, casticismo y
humanidad, literatura y lengua, idea y fuerza (14), inte-
grismo y liberalismo, Calderón y Cervantes (15). Y conste
que no menciono sino los pares de contradictorios más per­
tinentes al tema de la Historia (16).
(13) “L a H isto ria es la fo rm a de le. tradición — la v e rd a d era tradi­
ción, la eterna, la in tra liisíó rica — como el tiem po la de la etern id ad”
(Ibid., 21). L u e g o
re a p a re c e r á este teína.
(14) Ibid., 39. V éa se tam b ién “ L a id eo eraeia” , Ensayos, I, 241.
(15) Ensayos, I, 55.
(16) .Antes cita alg u n o s m á s. Y aún quedan o íro s: oposición p o lar
entre cien cia o sa b e r de la. vida, y sa b id u ría o s a b e r de la- m u erte
(Ensayos, I, 889), entre el d o g m a tism o de le s in telectu ales y el m is­
ticism o de los esp iritu a les (Ensayos, ií, 511), etc.
¿De qué proviene y qué sentido tiene esta fuerte procli­
vidad de Unamuno hacia la disociación polar de conceptos;
y, más concretamente, la que establece frente al problema
del suceder histórico?
Mi irrefrenable tendencia a puntualizar discreta y nume­
ralmente—algún casticista la referirá a mi casta—me lleva
a distinguir cuatro momentos diferentes en orden a la pro­
cedencia y al sentido de que acabo de hablar.
Es el primero la Indole temperamental del propio Una­
muno, su gusto por las actitudes “contra” : contra esto y
aquello, según la letra de un título suyo. No sé si este gusto
provendrá de su casta o si será consecuencia de juzgar las
cosas desde una utopía soñada—oficio del filósofo y del poe­
ta—y no desde la posibilidad efectiva o efectuable, como sue­
len hacer los hombres bien asentados en el mundo real. Por
mi parte, prefiero esta segunda tesis. Pero, sea de ello lo
que se quiera, es innegable la existencia de tal gusto, e igual­
mente lo es la vivacidad, la prontitud temperamental con que
don Miguel se entregaba a él. Diríase que Unamuno, des­
pués ele haber clamado contra la inclinación maniquea de
los españoles, maniqueizaba sin querer y se esforzaba luego
agónicamente- por reducir a unidad los términos contradicto­
rios de su maniquea disociación.
Depende el segundo momento de la postura intelectual
que Unamuno quiso adoptar. Moviéronle a ella su propia psi­
cología y la situación histórica del pensamiento europeo, tal
como la vivió Unamuno a través de sus lecturas. Por su pro­
pia espontaneidad, por la sugestión de los místicos y de los
escritores que él llamaba “cardíacos” (Pascal, Senancour,
Ibsen, Nietzsche, Leopardi, Kierkegaard; sobre todo, éste)
y por reacción contra el cientificismo de la razón matemá­
tica y de la lógica positiva (esa reacción era el movimiento
espiritual, la “moda” de entonces), confesó Unamuno de por
vida lo que, a reserva de ulteriores precisiones, bien podría
llamarse un “irracionalismo espiritualista”. La. antinomia en»
tre lo racional y lo irracional es el punto de partida de todos
los irracionalismos, porque, por muy irracionalista que uno
sea, la razón del hombre es tan innegable como su élan
vital (17); y una de sus primeras consecuencias es la hipó­
tesis de un inconsciente capaz de operar de modo creador
en la vida individual y colectiva de los hombres. Luego ven­
drá la discusión de si ese inconsciente es instintivo o espi­
ritual, si está bajo la conciencia psicológica o sobre ella.
À1 corazón mismo de este movimiento intelectual corres­
ponde la distinción unarnuniana entre historia e intrahisto-
ría. La historia, en el sentido de Unamuno, es lo consciente
de la vida histórico-social—lo “eonciente” diría él—, y la
intrahistoria lo irracional e inconsciente. “La tradición-—afir­
ma Unamuno—es la sustancia de la Historia. Esta es la ma­
nera de concebirla en vivo, como la sustancia de la Historia,
como su sedimento, como la revelación de lo inir a-hisiór ico,
de lo inconciente en la Historia” (18). Nótese cómo Unamuno
invierte una tesis muy central en la antropología del cosmo­
politismo racionalista. Para el racionalismo, la razón es lo
más genéricamente humano, lo que más asemeja unos hom­
bres a otros, y lo irracional lo que les individualiza y dis­
tingue; para Unamuno, lo más genéricamente humano del
hombre es el componente intrahistórico de su vida, lo no
consciente de ella. Es por obra de la intrahistoria, en efecto,
por lo que, según Unamuno, se comunica el hombre con la
“humanidad eterna”. La historia le hace a uno ser español
o francés, escolástico o cartesiano, republicano o integrista;
la intrahistoria, lo que en cada hombre hay de intrahis­
tórico, es lo que le permite decirse a sí mismo, sencilla y so-

(17) TJno de lo s te m as in telectu ales de n uestro tiem po e s h a lla r


la s “ raz o n es” de lo que so lía lla m a rse “ irracio n al", los lógoi de lo
alógico. E n ese sen tid o se movió, a c a so sin sab erlo, el propio U n a ­
muno. V éase a este resp ecto el Miguel de Unamuno de Ju liá n M arías.
(18) “E n to m o a l c a stic ism o ” , Ensayos, I, 19. E l su b ra y a d o es mío.
lemnemente, “hombre”. No creo que sea violento establecer
una relación inmediata entre la “intrahistoria,” de Unamuno
y la tesis del “inconsciente sobrepersonal o colectivo” de
Jung (19).
El tercer momento que condiciona la disociación miamu-
niana entre el ámbito de los sucesos históricos y el de los
hechos intrahistórices es, sin duda, el prestigio del ‘“aecho”
•—como concepto y como mera palabra—en la mente de todos
los hombres posteriores al positivismo, aunque sean ruda­
mente antipositivistas. Confiesa Unamuno haber sido en su
mocedad “algo así corno un spenceriano”. Es muy propio de
todos los hombres de su época—Metzsche, Bergson, tal vez
el mismo Dilthey—haber atravesado una etapa juvenil de
cientificismo más o menos matemático o biológico. Pues bien,
de ese período “spenceriano” debió quedar en el alma de
Unamuno la veneración mítica por el “hecho” social y el
desprecio por el “suceso” histórico. No había advertido Una-
rauno lo que después hemos visto con toda claridad: que los
“hechos intrahistórieos” son también, indudablemente, “su­
cesos” (20).
El cuarto momento determinante del distingo imamuniano
entre historia e intrahistoria depende de la situación histó­
rica de Unamuno, en tanto español, y de su modo de vi­
virla. Esa situación y este modo fueron compartidos por todos

(19) Quien te n g a in terés por el tem a, le a la s p á g in a s 119 y s i ­


gu ie n te s de Lo inconsciente, de C. G. Jung-, trad . esp. M adrid, 1927.
(20) N o puedo detenerm e a ex p la n a r debidam ente m i afirm ación.
Me lim itaré a decir que to d a s la s accion es personales de un hom bre
son sucesos, porque la vida del hom bre es sucesiva. Lo cu al no quiere
decir que no e x ista n en el su ced er del hom bre m odos genéricos (los h á ­
b ito s del hom bre en cuanto ta l), m odos típicos (biológicos, so c ia le s e
h istó rico s) y m odos singulares o individuales, o que el su ce d e r hum ane
no tenga co n stitu tivam en te una ra íz en la eternidad. l l a m a r p an al
p an — un “hecho in trah istó rico ” , en el sentido de U nam uno— es, quié­
r a s e o no, un “su c e so ” .
los miembros de la generación, que no por otra cosa, llama,"
mes así al grupo que forman. Conviene, pues, dejar pen­
diente el remate de estas consideraciones hasta que hayan
desfilado ante nuestros ojos las actitudes de todos ellos.
La historia y la intrahistoria se hallarían, según Una-
mimo, en constante trasiego, en osmosis continua. Profesaba
Unamuno, antes lo he dicho, un irracionalismo espiritualista
o un esplritualismo irracional, como se quiera, al que tra­
taba de ciar expresión mediante palabras definitorias o con­
ceptos y palabras sugestivas o metáforas. Su alma de poeta
y la actitud de su época frente al problema planteado por
esa expresión—actitud primeriza, de descubridor: asombro,
impresión de misterio, intuiciones adivinatorias—le inclina­
ban hacia el camino de la metáfora. Lo cual suscita una
curiosa preguntar ¿qué metáforas usó Unamuno para ex­
presar el oscuro contenido de su pensamiento?
Creo que la respuesta debe tener en este caso una estruc­
tura biográfica. En la primera etapa de su producción inte­
lectual y literaria—Pag en la guerra, sus primeros ensayos—.
Unamuno, influido por el biologismo spenceriano de que él
nos habla, usó de preferencia metáforas biológicas; en otra
etapa ulterior—obra poética, El Sentimiento trágico, La ago­
nía del Cristianismo—fué empleando con frecuencia crecien­
te metáforas extraídas de la vida personal: el ensueño, el
canto, el quijotismo como método, etc. Pues bien, a estos dos
recursos metafóricos apela Unamuno para poner de mani­
fiesto la relación de flujo y reflujo que exista entre la his­
toria y la intrahistoria.
“Por las causas—escribe Unamuno—se va a la sustan­
cia. Sin el paleontológico hiparión no veríamos tan clara la
comunidad de la pesuña del caballo y el ala del águila. Y así
como la paleontología, capítulo de la historia natural, se
subordina a la biología, así la historia del pasado humano,
capítulo de la del presente, se ha de subordinar a la ciencia
de la sociedad, ciencia en embrión aún y parte también de
la biología” (21). A lomos de este patente biologismo va mos­
trando Unamuno la emergencia de lo intrahistórico en forma
de historia y la conversión de los sucesos en hechos de la
intrahistoria. “La Historia—dice una vez—brota de la no
Historia, como las olas son olas del mar quieto y sere­
no” (22); las acciones intrahistóricas son equiparables a las
madréporas suboceánicas, porque desde el fondo del mar de
la Humanidad construyen los islotes de la historia visible.
El progreso no es serie lineal de oscilaciones ascendentes,
sino sucesión de germinaciones e inflorescencias: “es una se­
rie de expansiones y concentraciones cualitativas, es un enri­
quecerse el ambiente social en complejidad para condensarse
luego esa complejidad organizándose, descendiendo a las hon­
duras eternas de la Humanidad y facilitando así un nuevo
progreso; es un sucederse de semillas y árboles, cada semilla
mejor que la precedente, más rico cada árbol que el que le
precedió” (23). Poco antes ha escrito: “Semillas somos los
hombres del árbol de la Humanidad.”
Las metáforas biológicas le sirven a Unamuno para dar
cuenta expresa de un hecho: que la historia brota a veces

(21) “E n to m o a l c a sticism o ” , Ensayos, 1, 30. Son m u y frecuen ­


t e s los te x to s de U nam un o en que a p a re ce el biologism o m á s o m enos
m e tafó ric o de la p rim e ra e ta p a de su pen sam ien to. E n En torno al
casticismo in terp re ta la h egem on ía de C a stilla se g ú n u n a id e a a ce rca
de la relación en tre la s fun cion es fisio ló gicas du ran te l a p u b ertad {En­
sayos, I, 36) y ve se g ú n m e tá fo ra s en tom ológicas y cito ló gicas el por­
ven ir de E s p a ñ a (Ibid., 1 2 5 ); en La regeneración del teatro español
h a b la de “ d r a m a s g á s t r u la s ” y ye l a h isto ria del tea tro com o una
evolución b io ló gica (Ibid,., 1 5 2 ); en Más sobre la crisis del patriotismo
describe el crecim ien to y la m u ltiplicación de la s n aciones com o el
crecim ien to y la m u ltip licación de los se re s v ivien tes (Ibid., 7 9 8 ); en
La cuestión del vascuence h ace filo lo gía b io ló gica (Ibid., 386-87), etc.
D ebió influir m ucho so b re U n am un o la le c tu ra de los Problemas bioló­
gicos, de Rolph.
(22) Ensayos, I, 19.
(23) "C ivilización y c u ltu ra ” , Ensayos, I, 292.
de la intrahistoria y que en ésta perduran los sucesos, una
vez pasada su fugaz actualidad. Compónese el presente, según
Unamuno, de dos estratos distintos: uno superficial y hui­
dizo, el “presente histórico”, constituido por lo que en cada
instante “está pasando” ; y otro profundo y permanente, el
“presente intrahistórico”, fundamento del anterior y resul­
tado de la sedimentación, de la eternización de todos los pre­
sentes históricos ya pasados. Los hombres y los pueblos es­
tarían siempre en una suerte de perfección maturativa, en
cuanto van haciendo su historia pasajera y cortical sobre
un légamo de intrahistoria o humanidad permanente cada
vez más denso y rico. La historia se convierte así en tradi­
ción eterna; con lo cual va constituyendo “el fondo del ser
del hombre mismo” (24) y haciendo que los pueblos sean
cada día más auténticos y más humanos a la vez. “En el
alma de España viven y obran, además de nuestras almas,
las de los que hoy vivirnos, y aún más qne éstas, las almas
de todos nuestros antepasados. Nuestras propias almas, las
de los que hoy vivimos, son las que menos viven en ella, por­
que nuestra alma no entra en la de nuestra patria hasta
que nosotros no la hayamos soltado, hasta después de nues­
tra muerte temporal” (25). En el suelo del presente estaría

(24) Ensayos, I, 22.


(25) “ Sob re la eu ropeización ” , Ensayos, I, 898. Y a se entiende que
la exp resión “ el a lm a de E s p a ñ a ” y la en tra d a de ca d a u na de n ues­
t r a s a lm a s en la de la p a tr ia no tienen un sentido ontológico, sino
figurad o. De n u e stra s a lm a s p a s a a la p a tr ia el resu ltad o de su op era­
ción y la fa m a que dejan . A n tes h a b ía dicho U nam un o que “p a r a
lle g a r a l pueblo nuevo conviene que nos estudiem os, porque lo a c c i­
dental, lo p a sa je r o , lo tem poral, lo castizo, de p uro su b lim arse y ex al­
ta r s e s e purifica, destruyéndose. D e puro español, y p o r su h erm o sa
m u erte sobre todo, p erten ece Don Q uijote a l m undo” (Ensayos, I, 27).
M á s cla ro a p a re ce el sentido de e sta su c e siv a m ad u ració n del s e r del
hom bre, in clu so d esp u és de su m uerte, p o r ob ra de la h istoria, y el
del consiguien te enriquecim iento del su b su elo in trah istó rico p or ob ra
de c a d a hom bre, en el sig u ie n te p a s o : "C a d a uno de lo s que lo leen
precipitado, como permanente “sustancia humana", el pasado
entero, y sólo sabiendo ver en cada instante ese fondo sub­
histórico logra el hombre descubrir el sentido de lo que antes
pasó y entonces pasa: “hay que buscar la tradición eterna
en el presente...; la historia del pasado sólo sirve en cnanto
nos lleva a la revelación del presente” (26). Y esa tradición
eterna o intrahistórica, proyectándose hacia el porvenir, se
trueca en “el ideal”, “que no es otra cosa que ella misma
reflejada en el futuro” (27). Por todo lo cual pueden ser y
son “los mejores libros de historia aquellos en que vive lo
presente...: cuando se dice de un historiador que resucita
siglos muertos, es porque les pone su alma, les anima con,
un soplo de intrahistoria eterna que recibe del presente” (28).
La intrahistoria emerge en la historia y da sentido humano
a lo que de histórico hay en cada presente; la historia pasa
y se eterniza, haciéndose intrahistoria o tradición eterna.
Tal es la médula del pensamiento de Unamuno sobre el acon­
tecer humano.
No se conforma Unamuno, sin embargo, con dar vida a
este pensamiento y vestirle luego de metáforas biológicas.
Sucesivamente, aunque siempre de pasada, irá. zahondando
en su meollo metafísico—la relación entre el tiempo y la eter­
nidad—y en su raíz teológica; sucesivamente también, irá
sustituyendo las antiguas imágenes biológicas por metáfo­
ras pertinentes a la vida personal.
Tanto los conceptos de historia e intrahistoria como la
en el cu rso de los sig lo s y en la. am p litud to d a de la T ie rra, recibe
en sí el a lm a de S h a k e sp e a re , siq u iera en em brión u o scu ra sim ien te;
y si todos los hom bres que la han recibido y todos los que hoy la
reciben se fu n dieran en uno y de la s a lm a s de to d o s se hiciese un alm a
so la , el alm a de la H um anidad, re su rg iría en ella, com pletado y t r a n s ­
figurad o, el S h a k e sp e a re que fue” (“ ¡P len itu d de p lenitudes y todo
p le n itu d !” , Ensayos, I, 557). P ron to verem os el sentido teológico de
este pensam iento.
(28) Ensayos, I, 25 y 26.
(27) y (28) Ensayos, I, 25 y 26.
idea unamuniana de la relación existente entre una y otra,
asientan sobre una intuición filosófica muy cara al espíritu
de clon Miguel. Según él, “el tiempo es la forma de la eter­
nidad” (29): la eternidad se iría expresando en figura de
tiempo; más aún, se iría constituyendo con el curso' sucesivo
de éste. “Así como la tradición es la sustancia, de la His­
toria, la eternidad lo es del tiempo—dice unas páginas an­
tes— ; la Historia es la forma de la tradición como el tiempo
la de la eternidad” (30). SI hombre es simultáneamente his­
tórico o temporal y eterno. Ssa eternidad suya es el verda­
dero principio de la Historia y adquiriría contenido; absor­
biendo en su seno cuanto merece ser permanente en la vida
sucesiva de todos los hombres y de cada hombre. La His­
toria es, en consecuencia, forma de la Eternidad y pábulo
suyo; la huella permanente de las acciones personales de
cada hombre constituye la sustancia de la tradición humana
y va dando “contenido” a lo que después ele su muerte será,
su vida eterna.
Planteado así el problema del tiempo histórico, ya no es
suficiente para expresarlo la capacidad sugestiva de las me­
táforas biológicas. Creo que el sentimiento de tal insuficien­
cia debió hacerlas aparecer excesivamente toscas y vulgares
a los ojos de Unamuno. Lo cierto es que desde los primeros
años de este siglo comienza a expresar la sueesividad tem­
poral del hombre merced a dos conceptos estrictamente pro­
pios de la vida personal: el recuerdo y la esperanza: “La rea»

(29) Ensayos, Ï , 39.


(30) IMd., 21. E l m ism o p en sam ien to se repite 210 p o ca s v e c e s: “ N o
intuim os lo eterno p or b u scarlo en el tiem po, en la H istoria, y no
dentro él” (“L a v id a es su eñ o” , Ensayos, I, 2 2 2 ); “Vive al día, en la s
o la s del tiem po, p ero asentado, so b re tu ro ca viva, dentro del m a r de
la etern id ad ; a l día en la eternidad, es com o debes v iv ir” (‘‘ ¡A d e n tro !” ,
Ensayos, I, 2 2 5 ); “ A l com prender el p resen te como un. m om ento de
la serie to d a del p asad o, se em pieza a com pren der lo vivo de lo eterno,
de que b ro ta la serie to d a ” (“E n torn o al c a stic ism o ” , Ensayos, I, 30),
lidad—escribe en su ensayo Viejos y jóvenes—no es más
que un esfuerzo del recuerdo por hacerse esperanza o un
esfuerzo de la esperanza por convertirse en recuerdo” (31).
Más tarde repetirá el mismo pensamiento en su obra cimera:
"Se vive en el recuerdo y por el recuerdo,.y nuestra vida
espiritual no es, en el fondo, sino el esfuerzo de nuestro re­
cuerdo por perseverar, por hacerse esperanza, el esfuerzo de
nuestro pasado por hacerse porvenir” (32). Debajo de estas
palabras están las de San Juan de la Cruz sobre la relación
ontològica y mística entre el recuerdo y la esperanza; y mu­
cho más atrás, las maravillosas reflexiones de San Agustín
sobre la memoria en el libro X de sus Confesiones (33).
Mediante su idea del recuerdo y la esperanza entiende
ahora Unamuno la relación entre la historia y la intrahis-
toria. La historia es la corteza pasajera de la vicia humana,
y su destino es pasar, ser olvidada. Olvidada, sí, mas no
aniquilada, no reducida a la nada. De ella perdura un sutil
poso de eternidad viva: “lo olvidado no muere, sino que baja
al mar silencioso del alma, a lo eterno de ésta”, nos ha
dicho Unamuno. La huella de iodos los olvidos, transmutada
ya en habitud entitativa y operativa del hombre, como diría
un escolástico, va constituyendo el recuerdo intrahistórico
de lo que pasó. Al 'propio tiempo, va dando sustancia a la
esperanza; porque “el ideal”, esto es, la formulación de la
esperanza del hombre, es para Unamuno—antes lo vimos—
una proyección de la tradición eterna en el futuro incierto.

(31) Ensayos, 1, 419. M ejor que decir “la re a lid a d ” s e r ía d ecir “la
a ctu a lid a d ” . .
(32) “D el sentim ien to trá g ic o de la v id a ” , Ensayos, II, 660. M ás
a d e lan te a ñ a d e : “ ¡N o m a té is el tiem p o! E s n u e stra v id a u n a espe­
ra n z a que se e stá convirtiendo sin c e sa r en recuerdo, que en gen d ra a
su vez a la esp e ra n z a ” (Ibid., 888).
(33) L a g ra v e d a d del te m a m e im pide tra ta r lo a l galo p e, como
p or fu e rz a ten d ría que h acer aquí. O tro d ía m e resolveré ta l vez a
d e b a tir con él m is débiles fu e rz a s.
Lo que el recuerdo, el olvido y la esperanza son para el
hombre individual, eso son la intrahistoria y el ideal para
la vida comunal de todos los hombres, Y para cada hombre,
en tanto partícipe singular de la comunidad, humana: “La
Historia- -ha escrito Unamuno—... no halla su perfección y
efectividad plena sino en el individuo; el ñn de la Historia
y ele la Humanidad somos los sendos hombres, cada hombre,
cada individuo: Homo sur/i, ergo cogito; cogito wt sim
Michael de Unamuno” (34).
Estas ideas ¿podían pasar por el espíritu de Unamuno
sin despertar en él alguna resonancia religiosa y teológica?
El Unamuno agonizante por su vida eterna, el cristiano a
su manera, el lector incansable de místicos y teólogos tenía
necesariamente que esforzarse por dar un sentido religioso,
cristiano, a sus intuiciones sobre la historicidad y la eter­
nidad del hombre. El sentido próximo de la historia es con­
vertirse día a día en intrahistoria o tradición eterna; su sen­
tido remoto, último, es ser recapitulada en Cristo al final ele
los tiempos. La doctrina paulina de la apocatástasis o recons­
titución en Dios y la anacefaleosis o recapitulación de todas
las criaturas en Cristo es el fundamento teológico sobre que
reposa la construcción hisíoriológica de Unamuno. Sólo la fe,
una fe viva en la anacefaleosis puede consolar al hombre de
saber que sus acciones pasan. ¿No es un consuelo efectivo
para el creyente, y aún el más alto y definitivo consuelo,
saber que con su pasar está “enriqueciendo a Cristo” ? “Si
llegáramos a ver claro esa anacefaleosis—dice Unamuno— ;
si llegáramos a comprender y a sentir que vamos a enrique­
cer a Cristo, ¿vacilaríamos un momento en entregarnos del
todo a El? El arroyieo que entra, en el mar y siente en la
dulzura de sus aguas el amargor de la sal oceánica, ¿retro­
cedería hacia su fuente ? ¿ Querría, volver a la nube que nació
del mar? ¿No es su gozo sentirse absorbido?” (35). Y, tras
(34) “D el sentim ien to tr á g ic o ” , Ensayos, H , 940.
(35) “D el sentim ien to trá g ic o ” , Ensayos, II, 883.
un segundo de calma, el alma agónica de Unamuno vuelve a
debatirse en el misterio de cómo perdurará su propia vida
individual cuando sea recapitulada en Cristo (38).
Las páginas anteriores exponen con algún orden siste­
mático las dispersas ideas de Unamuno en tomo al problema
de la Historia. ¿Encontraremos en la obra de cada uno de
los escritores del 98, inventada por su personal minerva, una
doctrina historiológica semejante a la compleja y relativa­
mente acabada doctrina de Unamuno? Sería necio esperarlo.
Sus camaradas de generación, si se exceptúa a Ganivet, son
artistas de la literatura, no pensadores de oficio. En algo se
han de parecer a él, empero, si es cierto que constituyen una
verdadera “generación” y si las generaciones son sucesos
condicionados por el modo de vivir el propio acontecer his­
tórico. Veámoslo en sus propios textos.
Azorín, esteta, reduce a materia estética la distinción de
Unamuno entre historia e intrahistoria. No es preciso ser un
lince para advertir que los “grandes hechos” y los “menudos
hechos” de Azorín son por entero equiparables a los “suce­
sos” y a los “hechos” de Unamuno. “Se histeria los primeros
-—dice Azorín—. Se desdeña los segundos. Y los segundos
forman la sutil trama de la vida cotidiana.” Esa “sutil trama

(36) E l c a rá c te r sin óptico de m i exposición m e h a o b ligad o a no


to c a r alg u n o s a sp e c to s p a rc ia le s de l a h isto rio lo g ía de U nam uno. P o r
ejem p lo : su co n trad icto ria visión del p ro gre so (es p ro g re sista en En
torno al casticismo y a n tip r o g re sista en La vida es sueño; la co n tra­
dicción sólo puede se r re su e lta m ediante su s p ro p ia s id e as a c e rc a del
enriquecim iento de la in tr a h isto r ia ); su concepción de la econom ía y
de la religión como “ los dos fa c to re s ca rd in ales de la h isto ria hu­
m a n a ” (“L a regen eració n del te a tro español", Ensayos, I, 171); sus
id e as en torno a la relación entre el héroe y la h isto ria (“E l cab allero
de la triste fig u ra ” , Ensayos, I, 183), etc.
M irad a en su conjunto, la h isto rio lo gía de U nam uno re p re se n ta
a lg o a sí como u n a o sc u ra e inform e tran sició n entre el evolucionism o
h istórico del sig lo x ix y la doctrina que tan prom etedoram ente ap u n ta
en los t r a b a jo s filosóficos y teo ló gicos de X a v ie r Zubiri.
de la vida cotidiana” es casi lo mismo que Unamuno ha lla­
mado intrahistoria. Bien tempranamente había escrito Azo­
rín: “No busquéis el espíritu de la historia y de la raza en
los monumentos y en los libros: buscadlo aquí; entrad en
estos obradores; oíd las palabras toscas y sencillas de estos
hombres; ved cómo forjan el hierro o cómo arcan las lanas,
o cómo labran la madera, o cómo adoban las pieles. Un mun­
do desconocido de pequeños hechos, relaciones y tráfagos,
aparecerá ante vuestra vista, y por un momento os habréis
puesto en contacto con las células vivas y palpitantes que
crean y sustentan las naciones” (37). ¿No son las líneas an­
teriores una visión en estilo azoriniano del pensamiento que
antes hemos visto expresar a Unamuno?
Azorín cree vivamente en su modo de entender la histo­
riografía. Más aún; está orgulloso de su propio acierto y
tiene la evidencia de ser rigurosamente original. “¿Cuántos
son—pregunta una vez—los que ven la España, toda la Es­
paña del siglo xvn, no en los reyes y en los bufones, sino en
este pequeño cuadro de Velázquez que representa una vista
de Aranjuez, y en que un caballero se inclina ligeramente
ante una dama, con una gracia, con una dignidad, con una
elegancia insuperables, para ofrecerle una flor?” (38). Un
gesto, un “pequeño hecho”—un “hecho intrahistórico”, diría
Unamuno—manifestaría la vida de toda una época y de todo
un pueblo mucho más honda y reveladoramente que las pin­
turas y relatos de reyes y batallas. Azorín, como Unamuno,
pero por la vía de la estética, va a buscar en el fondo intra­
histórico el sentido verdadero y humano de un “presente his­
tórico” pasado. Por eso puede hacerse primoroso lo vulgar
en la obra de Azorín, y no otro es, en mi entender, el fun­
damento más firme del lindo epígrafe ds Ortega y Gasset

(37) “ E l doctor D e k k e r e s tá sa tisfe c h o ” , recogid o en Tiempos y


cosas, p ág . 71.
(38) “L a E s p a ñ a de un p in tor” , Tiempos y cosas, 200.
—“Primores de lo vulgar”—a su comentario sobre el gran
escritor.
He dicho antes que Azorín utiliza estéticamente su dis­
tinción historiogràfica entre los grandes hechos y los peque­
ños hechos. De dos modos expresa en su obra literaria ese
cardinal distingo. Es uno la peculiar índole de sus relatos
históricos. Consiste el otro en su intuición estética del ins­
tante temporal y del Huir del tiempo.
Leamos un relato histórico muy característico de Azorín:
“El viejo inquisidor”, de Una hora de España. ¿A qué re­
cursos literarios acude Azorín para evocar la figura viviente
de un inquisidor español del siglo xvi? Nadie espere una pin­
tura de “grandes hechos” : no aparece en el relato de Azorín
un auto de fe, ni se ocupa en discutir las razones o las sin­
razones de la Inquisición, como hubiera hecho un escritor
del siglo xix. El método de Azorín es bien distinto. Cuenta
sucintamente una historia familiar y nos hace ver al viejo
inquisidor sentado en su cámara, en espera del hijo que es­
tuvo en París y en Flandes, y ha traído consigo libros sospe­
chosos: “Poco después resuenan otros pasos. Y éstos, sí,
éstos son los pasos del hijo. Los pasos se oyen más cerca.
El viejo caballero, instintivamente, sintiendo una dolorosa
opresión en el pecho, se levanta. Una mano acaba de po­
sarse en el picaporte de la puerta. La puerta se está abrien­
do...” (39). Así termina el relato de Azorín. ¿Cómo ha cons­
truido el escritor su evocación historiogràfica? La respuesta
parece inmediata: describiendo unos cuantos “hechos” con­
cretos, cotidianos, e indagando su sentido profundo. La mi­
rada del viejo inquisidor al retrato de la esposa muerta, su
progresiva palidez, el acto de levantarse mientras suenan
tras la puerta unos pasos y una mano se posa en el pica­
porte, todo eso revela muy eficazmente la situación histó­
rica en que vive el hombre descrito. Un recurso literario
nuevo, la atención estética a los menudos hechos de la vida
cotidiana, se ha convertido en método historiogràfica Mu­
chas de las descripciones históricas ele Azorín se caracteri­
zan por el siguiente método descriptivo, idéntico en todas:
la sustitución de los hechos que habitualmenie son conside­
rados como históricos por los hechos menudos y concretos
de la vida cotidiana.
Leamos ahora otra evocación histórica cíe A.gorln; “Jorge
Manrique”, de Al margen de los clásicos. De modo muy ex­
preso se pregunta Azorín: “Jorge Manrique... ¿Cómo era
Jorge Manrique?” La interrogación es en sí misma un pro­
blema hisíoriográfico. ¿Cómo lo resuelve Azorínf “Jorge
Manrique'—'prosigue Azorín—es una cosa etérea, sutil, frá­
gil, quebradiza. Jorge Manrique es un escalofrío ligero que
nos sobrecoge un momento y nos hace pensar... ¿Cómo po­
dremos expresar la impresión que nos produce el son remoto
de un piano en que se toca un nocturno de Chopin, o la de
una rosa que comienza a ajarse, o la de las finas ropas de
una mujer a quien hemos amado y que ha desaparecido hace
tiempo, para siempre?” (40). Un punto de atención nos hace
ver que Azorín evoca la peculiaridad viva de Jorge Mamá que
—una “figura histórica”, como suele decirse—merced a un
doble expediente: una breve ráfaga de metáforas ajenas a la-
historia, rigurosamente extratemporales (“una cosa etérea”,
“un escalofrío ligero”...) y una serie de alusiones a senti­
mientos posibles en la intimidad personal del lector: el noc­
turno lejano, la rosa ajada, las ropas de la amada muerta.
El escritor ha construido ahora literariamente su evocación
historiogràfica eludiendo todo suceso histórico propiamente
dicho y evadiéndose hacia la comunidad genéricamente hu­
mana, transhistórica, que por necesidad existe entre la per­
sona histórica evocada y la persona del lector. El método
descriptivo es ahora la sustitución de los sucesos históricos
por la descripción de ciertas vivencias pertinentes a la inti­
midad personal de todos los hombres, cualquiera que sea la
época en que vivan.
En el primer caso, el escritor se evade de la Historia—o,
mejor dicho, de lo que suele llamarse Historia—hacia la co­
tidianidad; en el segundo, salta desde la Historia hacia la
intimidad personal. En uno y otro, Azorín ha buscado para
sus descripciones “historiográficas” zonas de la vida humana
ajenas al dominio de lo que él mismo llama los “grandes
hechos”. Siempre será fiel a sus propios métodos. En el libro
titulado Castilla va a pintar su propia imagen de la entidad
física e histórica así llamada. ¿Cómo lo hará? “Se ha pre­
tendido en este libro—advierte en las palabras nuncupato­
rias—aprisionar una partícula del espíritu de Castilla. Las
formas y modalidades someras y aparatosas han sido des­
cartadas; más valor y eficiencia concedemos, por ejemplo, a
los ferrocarriles—obra capital en el mundo moderno—que a
los hechos de la historia concebida en su sentido tradicional
y ya en decadencia” (41). Los menudos hechos de la vida
cotidiana, los restos muertos del pasado (la poesía de las
viejas piedras) y las vivencias que constituyen el mundo de
la intimidad humana son, en suma, los materiales a que re­
curre Azorín para edificar sus descripciones históricas.
En la preferente atención de Azorín hacia los menudos
hechos hay, además, otro sutil elemento: la intuición azori-
niana del instante temporal y del fluir del tiempo.
Todos saben que la sensibilidad estética de Azorín per-

(41) O. 8., 507. E n Los pueblos dice, con m á s c la r a re fere n cia al


lado estético de la cu estió n : io s tóp icos a b stra c to s y épicos que
h a s ta a h o ra los p o e ta s han llevad o y traíd o y a no n os dicen n ad a;
y a no se puede h a b la r con e n fá tic a s ge n e ralid ad es del cam po, de la
N a tu ra le z a , del am or, de los h o m b res; necesitamos hechos microscó­
picos que sean reveladores de la vida y que, ensamblados armónica­
m ente, con simplicidad, con claridad, « o s m uestren la tuerza m iste­
riosa del Universo” (O. 8., 405-6).
cibe muy delicadamente el tránsito irreparable del tiempo.
Todos saben, igualmente, que el tema de la fugacidad de las
-cosas es frecuentísimo en las páginas de Azorín. Pero esto
no es sino el planteamiento de un problema, de este proble­
ma: ¿cómo intuye la sensibilidad estética de Azorín el hecho
de que el tiempo huya? Nos pondrá en camino hacia la res­
puesta un análisis de las notas que el instante temporal ofre­
ce al espíritu de Azorín. Tres son, en mi entender: su fuga­
cidad, su aislabilidad y su repetibilidad.
El instante temporal es fugaz, huye permanentemente:
“Este minuto que ahora vivimos—dice Azorín una vez, evo­
cando a Fray Luis de León—, ya no lo volveremos a vivir;
este rostro del ser querido... ha de ser llevado en la corriente
inexorable del tiempo... Lo que creemos que debiera ser pe­
renne, acabará del mismo modo que las cosas más viles y
vulgares. Todo se mudará y acabará. Y allá arriba, en la
inmensidad de la bóveda negra, esa estrella parpadeará con
sus relumbres rojos, verdas y azules” (42). Todo pasa, todo
huye, como esas nubes que contempla Calixto en un relato
evocativo del libro Castilla: “Sentimos, mirándolas, cómo
nuestro ser y todas las cosas corren hacia la nada... Las
nubes son la imagen del Tiempo. ¿Habrá sensación más trá­
gica que aquella de quien sienta el Tiempo, la de quien vea
ya en el presente el pasado y en el pasado lo por venir?” (43).
El instante es fugaz, y su fugacidad nos revela que corre­
mos hacia la nada.
Su propia fugacidad hace al instante singular, puntual­
mente original. Lo que está siendo es y no volverá a ser.
Pero tal singularidad es, piensa Azorín, ai-slable; el instante
temporal puede ser recortado por la descripción del artista
que lo percibe. Saber aislar estéticamente el instante tem­
poral es una de las técnicas artísticas que Azorín más alto

(42) “A l m a rg e n de los c lá sic o s” , O. 3., 1047.


(43) O. 8., 533.
valora. He aquí, por ejemplo, cómo expresa las razones de
su preferencia por Góngora y el Greco: un soneto de
Góngora... La gran innovación de Góngora consiste en que
nos da la sensación aislada, cuando los demás nos daban
antecedentes y consiguientes.” Según Azorín, Góngora sabe
aislar en el tiempo la puntual singularidad de una sensación.
Lo mismo sabe hacer el Greco, a favor de su técnica cromá­
tica: “En el cuadro del Greco hay irnos matices azulillos,
verdes sucios, amarillentos desleídos, que, ellos solos, sin más
cooperación, suscitan en nosotros estados espirituales inde­
finidos. El poeta (alude Azorín a una estrofa de Quintana)
nos coloca fuera ele toda concatenación histórica y social. Y
la operación que efectúa el pintor, con sólo su color, es la
misma. No nos sentimos ya ligados a lo que pasará o haya
de pasar. Nos encontramos dueños de una sensación prís­
tina e inactual” (44). Es ésta la aspiración más central de
la estética impresionista. Y esa conquista técnica-—recon­
quista, mejor, si se piensa en Góngora y en el Greco—es la
que, según Azorín, habrían hecho los escritores y pintores
del 98.
Fugacidad y aislabilidad son tan sólo la corteza visible
del instante temporal. No nos dejemos seducir por la exte­
rior apariencia. Metámonos en la entraña misma del ins­
tante y advirtamos en él, con Azorín, su esencial repetibi-
lidad. El instante espiritual que pasó, pasado está; pero, sin
mengua de su pasada singularidad, aquel instante puede ser
de algún modo repetido en nuestra propia alma, si el artista
posee sabiduría para evocarlo. Leamos las palabras del pro­
pio Azorín: “El momento es fugaz. Tratamos de fijar en el
papel y en el lienzo la sensación, y no sabemos si los demás
sentirán o no ante la tela o el papel lo que nosotros hemos
sentido. ¿Y será definitiva esta adquisición efectuada para
el arte? ¿Qué habrá en ella de privativo nuestro intransmi­
sible y de elemento propicio a la generalización? ¿Copiar a
Góngora? ¿Copiar al Greco? Hacer lo que ellos han hecho
no es continuarlos,.. Lo esencial—esencial y fecundo—es
sentir lo que ellos han sentido y dar a la sensación nueva
forma estética” (45).
El instante temporal puede ser repetido. ¿Cómo? ¿Co­
piándolo, acaso? No, sino creándolo de nuevo, re-creándolo,
por medio de una evocación (46). Es, si bien se mira, el mé­
todo de Proust. Proust trata de encontrar y recuperar el
tiempo perdido evocándolo mediante la memoria involunta­
ria. Su método es el establecimiento de una coincidencia en­
tre una sensación presente y un recuerdo. Precursoramente
proustiana es la evocación del pasado biográfico que Azorín
efectúa en muchos capítulos de Las confesiones de un pe­
queño filósofo; proustiana es asimismo la evocativa repe­
tición del pasado histórico—de ciertos instantes temporales
de ese pasado histórico—que se ha propuesto Azorín al es­
cribir muchos de sus relatos historiográñcos. Una sensación
o un sentimiento presentes, provocados por el escritor en el
alma del que lee, y una alusión más o menos expresa al re­
cuerdo que el lector tiene de sus propias lecturas, son los ins­
trumentos de la evocación azoriniana. De su coincidencia
nace la repetición, la recreación del instante pasado. Por­
que somos hombres, y en cuanto somos hombres, nos está
dada la posibilidad de repetir en los senos mismos de nues­
tra alma los fugaces y singulares sentimientos de los hom­
bres que pasaron.
Es a esto a lo que llama Azorín “ver volver”. Tornemos
al relato Las nubes: “Las nubes son siempre varias y siem­
pre las mismas”, dice Azorín. Había escrito Campoamor que

(45) Ibid., 1021. E l subrayado es mío.


(46) ¿ Quién no recuerda, y a que m i te m a es del parecido gen e­
racional, la afición de U nam uno a la palabra “re-creación”, así, con
guión en m edio?
vivir es ver vasar. Azorín completa este pensamiento: “Sí
—escribe— ; vivir es ver pasar; ver pasar, allá., en lo alto,
las nubes. Mejor diríamos: vivir es ver volver. Es ver volver
todo en un retorno perdurable, eterno; ver volver todo—an­
gustias, alegrías, esperanzas—¡ como esas nubes que son
siempre distintas y siempre las mismas, como esas nubes fu­
gaces e inmutables” (47).
Azorín, que no en vano se ha proclamado en su mocedad
adepto ele Nietzsche, bautiza a su propio pensamiento con,
una expresión nietzseheana nada idónea, en mi entender,
para dar nombre a lo que él intuye y piensa. No “vuelven”
los instantes pasados porque esté todo en retorno perdu­
rable, sino porque los hombres son capaces de “repetirlos”
mediante la evocación; no hay “retorno”, sino “repetición”.
Y esa capacidad de repetir recreadoramente el instante pa­
sado se debe a que en la estructura de todo instante tem­
poral se articulan dos componentes suyos: uno superficial,
rigurosamente singular y huidizo; otro profundo, genérica­
mente humano y susceptible de ser repetido por la evoca­
ción recreadora. Azorín los ha distinguido con toda explici-
tud en su comentario sobre el arte de Góngora y del Greco,
Así, lleno del recuerdo de sus lecturas, apoyado sobre la sen­
sación presente de las piedras antiguas y del paisaje inva­
riable, ha repetido Azorín, ha recreado estéticamente les ins­
tantes que vivieron antaño las almas de Fray Luis, de Gar-
cilaso, del Arcipreste Juan Ruiz, de Cervantes. Así y sólo
así han podido ser escritas las páginas de Una hora de
España.

(47) “C astilla ”, O. 3., 533. C ésar S a r ja (Libros y autores contem­


poráneos, 268-69) h a sabido ver la esencia.1 significación que tiene este
p asaje en el orden a la e stética azoriniana. Su interpretación, n o obs­
tante, h a quedado a la m itad del cam ino.
A sístese a una deliberada “elaboración literaria” de la s intuiciones
azorinianas sobre el recuerdo, la evocación y la herida del tiem po,
leyendo la s prim orosas p á gin a s de Félix Vargas.
Aludí antes a. la estrecha semejanza existente entre la
disociación unamuniana de la historia y la intrahistoria, de
ios sucesos y los hechos, y la asoriniana de los grandes he­
chos y los menudos hechos. El mismo parecido existe en el
modo ele ver uno y otro la estructura del presente. A lo que
Unamuno llamó el “presente histórico” corresponden la fu­
gacidad y la aislabilidad del instante temporal, según la esté­
tica azoriniana; al “presente intrahistórico” de Unamuno—el
fondo de eternidad y humanidad subyacente a la fugacidad
de la historia—, la repetibilidad del instante temporal por
evocación, recreadora. Y así como si paso de la historia al
olvido va haciendo más rica la tradición eterna de la Huma­
nidad, así también, dentro del mundo espiritual de Azorín}
la repetición evocativa de un instante pasado está de ante­
mano enriquecida, si su autor ha sabido leer y sentir, por
las sucesivas novedades que en la interpretación de ese mis­
mo instante pusieron tedas las evocaciones anteriores. La
versión poética que el poeta Quintana dió del Escorial, por
ejemplo, no es indiferente a los sentimientos con que Ázorín
evoca la historia de nuestro grande e ineludible monumento.
Abramos otra vez las páginas del Idearium español. En,
la primera piensa Ganivet si existirá una secreta afinidad
entre el dogma de la Inmaculada Concepción, tan defendido
y proclamado en España, y el “misterio de nuestra alma na­
cional” : acaso ese dogma—dice—es “el símbolo de nuestra
propia vida, en la que, tras larga y penosa labor de mater­
nidad, venimos a hallarnos a la vejez con el espíritu virgen”.
Para Ganivet, nuestro espíritu es ajeno a nuestra obra his­
tórica. De ahí su empeño por describir el verdadero espíritu
de España y por mostrar cómo un pueblo puede ser algo dis­
tinto de lo que engañosamente indican sus hazañas exte­
riores.
Partiríase la vida de España, según Ganivet, en dos mo­
dos de vivir simultáneos y distintos entre s í: uno superficial
y falso, constituido por gran parte de los hechos de núes-
tra historia; otro profundo y genuino, determinado muy in­
mediatamente por la geografía de España y por la especial
índole psicológica del hombre español. Una escasa porción
de los hechos que integran nuestra compleja historia y casi
todos los que constituyen el modo español de hacer la vida
social, de entender la convivencia política y de configurar
nuestras creaciones religiosas, artísticas e intelectuales, de­
penderían del espíritu profundo y auténtico de España, casi
virginal, desde el punto de vista histórico, al cabo de tantos
y tantos siglos de historia española.
En el capítulo anterior expuse sumariamente las conse­
cuencias que respecto al pasado y al presente de España
extrae Ganivet de aplicar a nuestra historia su punto de
vista. En uno de los capítulos próximos mostraré las perti­
nentes al incierto y posible porvenir. Ahora me propongo
tan sólo llamar la atención acerca del punto de vista mismo.
¿En qué consiste? Sencillamente, en suponer que en el
acontecer humano hay siempre dos estratos distintos: uno
histórico, el del hacer exterior o “historia” ; subhistórico el
otro, el del ser interior o “constitución ideal”, como dice el
propio Ganivet. Los hombres viven y acontecen, por tanto,
según nuestro meditabundo granadino, haciendo exterior-
mente lo que hacen, y siendo por dentro lo que verdadera­
mente son (48). Coincidirían los dos estratos del acontecer
cuando el primero está determinado por las espontáneas ten-

(48) H ablando con pleno rigor, lo s d os estra to s so n activos, los


dos pertenecen a l “h acer” del hombre, porque el hom bre es hacién­
dose, actuando. P ero el hom bre es, p ien sa im p lícitam en te G anivet, se ­
gún el m odo originario y típico de ser hom bre que le im pone la “con s­
titu ción id eal” de su país. D e aquí que lo s a ctos del hom bre se partan
en dos grupos: lo s que en su vid a individual acreditan su propia “cons­
titución id eal” y, por lo tanto, pertenecen con stitu tivam en te a su modo
originario de ser hombre, y los que cum ple m ovido desde fuera, m ás
o m enos acordes, segú n los casos, con la índole de esa “constitución
ideal” suya. D e esto s ú ltim o s serían los a cto s históricos.
dencias del segundo o, por lo menos, cuando concuerda con
ellas: tal sucede en los pueblos que hacen su historia con
fidelidad a su propia índole; pero, en cualquier caso, esa
coincidencia no anularía la posibilidad de distinguir concep­
tualmente uno y otro plano de la existencia humana.
Pongamos ahora estos dos elementos que Ganivet aísla
en el acontecer humano al lado de los aislados por Unamuno
y Azorín: la historia y la inírahistoria, los grandes hechos
y los menudos hechos. Vistos unos junto a otros, tal vez se
advierta en la idea de Ganivet acerca del componente inte­
rior un casticismo algo más acusado que en las de Unamuno
y Azorín. Hay más especificidad, más “nacionalismo” en la
“constitución ideal” de que habla Ganivet, que en la “intra-
historia” y en el mundo sutil de los “menudos hechos”. Sal­
vada esta diferencia de matiz ¿no existe una analogía evi­
dente y profunda entre la historiología, expresa o implícita,
de todos ellos? Yo la creo indudable.
Menos patente es la semejanza que a este respecto existe
o puede existir entre los ya nombrados—Unamuno, Azorín,
Ganivet—y los restantes miembros del grupo: Baroja, Valle-
Inclán, Antonio Machado. Tengo, no obstante, por seguro,
e intentaré demostrarlo, que si se afina la mirada puede des­
cubrirse el parecido generacional.
, Baroja ha expresado algunas opiniones sobre la Historia.
En una de ellas se declara romántico, historicista y casti­
cista: “El romanticismo—dice—se basa... en afirmar la in­
comprensión de un hombre de una época por el de otra, de
un hombre de una nación por el de otra; lo que yo creo en
el fondo más verdadero” (49). Admitir la radical incom­
prensibilidad del hombre de una época por los de otra—es
decir, afirmar la rigurosa singularidad de cada situación his­
tórica—es la tesis fundamental del historicismo; la doctrina
de una última incomprensibilidad del hombre de una nación

(49) “D ivagacion es de a u to crític a ”, Bev. de Occidente, i.V, 1924.


por el de otra pertenece al meollo mismo de todas las acti­
tudes casticistas.
Observemos que esta opinión de Baroja supone la exis­
tencia de dos componentes en la vida de los hombres: el que
integran las acciones y las obras comprensibles por todos los
demás y el que componen las obras y las acciones sólo com­
prensibles por los de la misma época y la misma nación. Un
texto de Juventud, egolatría confirma, desde otro punto de
vista, la confesada predilección de Baroja y su disociación
entre lo universal y lo castizo. Habla ahora de su gusto per­
la música popular: “La canción popular lleva como el olor
del país en que uno ha nacido; recuerda el aire y la tempe­
ratura que se ha respirado; es todos los antepasados que se
le presentan a uno de pronto. Yo comprendo que la predi­
lección es un poco bárbara; r mo si no pudiera haber más
música que una u otra, la universal o la local, yo preferiría
esta: la popular” (50).
Sobre estas ideas apoya Baroja su elección del siglo xix
como época de sus novelas históricas: “Al escribir yo no­
velas del siglo xix, no lo he hecho por buscar con intención
una época sin brillantez y sin grandeza, sino por colocar las
figuras en un ambiente próximo, comprensible y explica­
ble” (51). Ya sabemos el motivo por el cual ha puesto Baroja
en el siglo xix la acción de sus novelas históricas. Pero esas
novelas tienen, además de un motivo, un modo. ¿Coincidirán,
por ventura, el motivo y el modo, la razón que movió a Ba­
roja a elegir el siglo xix y su personal manera de tratar no­
velísticamente el tema histórico elegido?

(50) Juventud, egolatria, 27,


(51) “ D iv a g a cio n e s de a u to c rític a ” , Rev. de Occidente, IV , 1924.
A continuación añ ad e, confirm ando su t e s is : "Y o encuentro que en
u n a ép oca ce rcan a s e puede suponer, im a g in a r o in ven tar l a manera,
de s e r p sico ló gica de lo s h om bres que vivieron en elia. E n cam bio, ei
m odo de se r los hom bres de h ace doscientos, quinientos o m á s años,
a m i a l m enos, se m e e sc a p a .”
Las novelas históricas de Baroja son, por definición, re­
latos enderezados a representar y evocar, mediante una ac­
ción inventada, una situación histórica pretérita. ¿ Cómo lleva
a cabo Baroja tal evocación? ¿De qué recursos se vale para
que el lector se represente en su alma la situación histórica
pasada? He aquí el problema.
Puede ser resuelta la cuestión después de haber observa­
do que en tocias las novelas de Baroja, sean o no de las que
suelen llamarse “históricas”, es idéntica la técnica novelísti­
ca y de índole muy análoga el material novelado. César Mon­
eada, héroe frustrado de César o nada, participa en la vida
política, española de comienzos de siglo; Aviraneta, figura
central de las Memorias de un hombre de acción, toma parte
en la guerra de la Independencia y en las conjuraciones libe­
rales de la España fernandina. Sí uno sabe abstraer estas
diferencias, la analogía entre César o nada y El aprendiz de
conspirador es absoluta. Nadie espere ver en la primera una
descripción “histórica”, en el sentido habitual de esta pala­
bra, de la vida política española en tiempos de Silvela y Mc-
ret; nadie hallará en la segunda un “cuadro de historia” ele»
sitio de Zaragoza o de la batalla de los Arapiles, por el estilo
de los que contienen los Episodios Nacionales, de Galdós. En
las novelas históricas de Baroja encontrará el lector la des­
cripción de las vicisitudes cotidianas, menudas, en que se
desgrana la vicia singular y concreta de unos cuantos hom­
bres. Las novelas de Aviraneta—comenta agudamente César
Barja—son “novelas ele intriga y aventura; no reunidas en
una visión sintética y en un cuerpo de novela, sino desmenu­
zadas y fragmentadas, y la Historia así fragmentada, inter­
polada con toda clase de creaciones novelescas” (52). Más
que “Historia”—narración de los sucesos decisivos para el
destino» común de los hombres, descripción de modos ocasio­
nales y colectivos de vivir políticamente, de pensar y de sen-

(52) Op. cito 358.


tir, etc.—, las novelas de Baraja, sea su época el presente
del autor o una situación pretérita, presentan al lector las
vidas concretas y cotidianas, dispersas e inquietas siempre,
de unos cuantos hombres. La narración de la vida indecisa
y amarga de Fernando Ossorio retrata, según una cierta téc­
nica, lo que para Baraja era la vida española al comenzar
nuestro siglo; el relato de la vida oscura del azogado Euge­
nio Aviraneta trata de evocar lo que fué España durante
la guerra de la Independencia y poco después. Todas o casi
todas las novelas de Baraja son, en suma, igualmente histó­
ricas—unas respecto a la historia de hoy, otras a la de
ayer—y lo son del mismo modo, según la misma técnica (53).
Esta patente analogía entre las novelas históricas y las
novelas actuales de Baraja permite entender la peculiar ín­
dole de su técnica evocadora. Baroja hace novelas del siglo
xix porque esa época es para él históricamente comprensi­
ble. Pero, ¿cómo la hace comprender al lector, cómo la evo­
ca en el alma de éste? Ya lo sabemos: del mismo modo que
en sus novelas actuales retrata su propio ambiente; pintando
con sobrio y duro impresionismo las aventuras concretas, co­
tidianas, de unas cuantas existencias distendida? linealmente
y tejidas o enmarañadas entre sí por el movedizo azar de su
propio vivir individual. Las novelas históricas de Baroja no
son “cuadros de Historia”, como los cuadros impresos de Gal­
dós y los cuadros pintados de Rosales; son toscas y sangran­
tes tranches de me, al modo de algunos lienzos de Solana.
¿Qué lia hecho, en resumen, el Baroja autor de novelas
históricas? Ahora lo vemos claro. Ha partido mentalmente a
la época de su novela en dos estratos: el estrato superficial,
visible, de las personalidades brillantes y los grandes suce­
sos, y el profundo y populan de las oscuras acciones cotidia-
(53) N o ea esto p riv a tiv o de B a r o ja , sin o n o ta com ún a todos
lo s n o v elista s que h an cu ltivad o a la vez la n ovela a c tu a l y la h istó­
rica. D en tro del m odo propio de c a d a au tor, Gloria es a Trafalgar lo
que La busca e s a, E l escuadrón del Brigante.
nas. Del primero aparta su vista de “hombre humilde y erran­
te”; al segundo le dedica su atención más amorosa y cru­
da (54). La “historia” de la época en que acontece la acción
novelesca es contemplada exclusivamente a través de este
último estrato. Así como Asorín evoca la historia pasada,
mediante el delicado primor de un mosaico de “menudos he­
chos”, Baroja pinta el carácter de esa historia pretérita na­
rrando el curso de unas cuantas vicias oscuras y nerviosas,
desparramadas sin sosiego por calles urbanas, desmontes de
arrabal y caminos de andadura. Con otras palabras: el mun­
do de las novelas históricas de Baroja equivale, mutaiis mu-
tañéis, a la intrahistoria, de Unamuno, a los menudos he­
chos, de Azorín, a la zona del vivir en que más directamente
se expresa la “constitución ideal”, de Ganivet. Baroja con­
fiesa, a su modo, una visión del acontecer histórico muy pro­
pia de la generación a que pertenece.
~ ¿No ha sido análogo, por ventura, el proceder de Valle-
Inclán ? También él ha escrito novelas históricas y ha pues­
to sobre el enigma del tiempo sus ojos de esteta soñador y
meditabundo. Como Unamuno, ve don Ramón en el tiempo
mudadizo forma y cifra de la eternidad: en la entraña mis­
ma de lo temporal late lo eterno, y es la eternidad la que se
expresa, cifrada, en cada uno de los instantes que integran
el curso inexorable del pasar: “Por cualquiera de las tres
veredas estéticas que peregrinen las almas (el camino del
logos espermático, el de la geometría y el de la unidad de
conciencia), siempre en el reposo del último tránsito, allí
donde se cierra el círculo, rompen el enigma del Tiempo—es­
cribe Valle-Inclán, metido a esteta hermético—. Pasado, Pre-

(54) E n s u s “D iv agacio n e s so b re B a rc elo n a ” contrapone B a r o ja


la ciencia y la h istoria. L a cien cia s e r ía “n u e stra p rotecto ra, n u e stra
m a d re” . L a h isto ria, en cam bio, “ es traid o ra, es re a ccio n aria ; la h is­
to ria tr a t a de escarm en tarn o s con el ejem plo; pero, afortu n adam en te,
los p ueblos no tienen m em oria y olvidan a lo s tira n o s y olvidan a su s
v e rd u go s” (Divagaciones apasionadas, 144).
sente, Porvenir, los tres instantes se desvinculan y cada uno
expresa una cifra del Todo” (55). A la expresión transhis­
tórica de esa entrañable eternidad aspira a servir, con su
obra artística, el escritor Valle-Incián: “Yo para mi ordena­
ción—advierte a los mal avisados—tengo como precepto no
ser histórico ni actual, pero saber oír la flauta griega... El
arte es bello porque suma en las formas actuales evocacio­
nes antiguas, y sacude la cadena de siglos, haciendo palpitar
ritmos eternos ele amor y de armonía”. Por eso, porque así
ve su propio quehacer artístico, ha podido darnos esta con­
signa: “Amemos la tradición, pero en su esencia, y procu­
rando descifrarla como un enigma que guarda el secreto del
Porvenir” (56).
Bajo la piel brillante de los textos precedentes palpitan
en tierno esbozo la hlstoriología de Unamuno y la historio­
grafía estética de Azorín. De Unamuno es esa visión del tiem­
po como brote expresivo y sucesivo de la eternidad, como
es unamuniana la implícita distinción entre una tradición
esencial, transhistórica, y otra accidental e histórica. En la
intrahistoria o tradición eterna ve Unamuno la “madre del
ideal”, la vena soterraña de que emergen todos los concretos
ideales “históricos” de los hombres; y Valle-Inclán, sin co­
piar una tilde, dice por su cuenta que en la tradición esen­
cial se guarda el secreto del futuro. Busca Valle la belleza
.evocando lo antiguo—y en lo antiguo lo eterno—mediante
formas artísticas nuevas, actuales; y Azorín la encuentra
evocando lo ya pasido a merced de lo que es permanente­
mente humano. Las coincidencias son demasiado flagrantes
para atribuirlas al azar. Y si se descarta, como en rigor debe
hacerse, la imitación deliberada, no queda sino la hipótesis
clel parecido histórico que llamamos generacional.
Innegable es también, a mi juicio, una honda semejanza

(55) “ L a lá m p a r a m a ra v illo sa ” , O. C., I, 816.


(56) Ibid., 797.
entre las novelas históricas de Valls-Inclán y las de Baroja,
en cuanto atañe al modo de ver y evocar el pasado. Bajo
la visible floresta de tantas diferencias individuales, une a
Valle y Baroja la profunda analogía de su técnica evocativa.
Reléanse, a este propósito, las tres novelas históricas de
La guerra carlista, y déjese de lado el fervor carlista de aquel
Valls-Inclán y cuantos pormenores de la acción novelesca pue­
dan haber sido teñidos por el entusiasmo estético-político
del autor. Hemos de plantearnos otro problema, que bien
puede ser llamado historiográñco. ¿Qué se ha propuesto el
escritor Valle-Inclán, en tanto escritor, al componer .las no­
velas de Lo, guerra, carlistaf La respuesta parece inmediata:
se ha propuesto, evidentemente, evocar un fragmento del pa­
sado histórico. ¿Y cómo cumple su empeño, de qué recursos
técnicos, literarios, se vale para llevar a buen término su
pretendida evocación? ¿Son esas novelas “cuadros de .his­
toria” ?
Basca una somera comparación con los Episodios Nacío-
nailes, como en el caso de Baroja., para resolver la posible
duda. Los Episodios Nacionales son una serie de cuadros
de historia atravesados por .el hilo unitivo de cierta acción
novelesca elemental. La técnica de los Episodios puede ser
reducida a sencillísima receta: tómese la materia histórica
contenida en un tomo de la Historia de Lafuente, redáctesela
con mejor pluma, vístasela de ropaje novelesco—y si el ro­
paje es una simple hoja de parra, mejor: un muchacho de
origen oscuro que va medrando de aventura en aventura,
camino de su happy end— ; hágase todo esto y se tendrá un
tomo de Galdós: Trafatigar, Zara,goza o Napoleón en Cha-
rnartín.
No puede ser más distinto del galdosiano el común pro­
ceder de Valle-Inclán y Baroja. Uno y otro toman un frag­
mento del pasado y lo retratan novelescamente “desde den­
tro”, desde el pormenor de las vidas humanas que con su
acción van dando cuerpo a ese fragmento de la historia pre­
térita. Azorín ha querido buscar el espíritu del pasado en
los hechos que tejen “la sutil trama de la vida cotidiana” y
en la visión de “las células palpitantes que crean y sustentan
las naciones”. Baroja y Valle-Inclán, cada uno a su modo,
con su personal visión literaria de lo que es la vida humana
y la vida española, evocan el tiempo pasado mostrando la
entraña viva y palpitante que entrambos adivinan bajo el
epidérmico1relato de los historiadores. Los dos, diría Una-
muño, van a la historia a través de la intrahistoria.
Más aún: los dos, como Unamuno, desprecian la historia
que “se cuenta” : “¡La Historia!—dice a la Condesa de Vé-
rriz la Marquesa de Redin, en Gerifaltes de antaño—. ¿Sa­
bes tú quién hace la Historia, hija mía? En Madrid, los pe­
riodistas, y en estos pueblos, los criados” (57). Frente a la
historia narrada y superficial de los periodistas y de las
comadres, levanta Valle-Inclán la intrahistoria hecha cada
día por la vida real de los hombres de carne y hueso; le im­
portan los hechos concretos, aunque sean fragmentarios, no
el flatus vocis de los historiadores. El tráfago cotidiano del
sacristán Roquito, de Cara de Plata y del cabecilla Miquelo
Egozcue son la carne viva, el fondo humano de donde emer­
ge la historia visible y fugaz. La consecuencia es obvia: ese
tráfago cotidiano, subhistórico en sí, histórico por sus con­
secuencias visibles y por su integración en el total cuerpo
de la historia de España, debe ser la materia misma del rela­
to novelesco, y no- lo que cuentan Lafuente y Pirala, incapa­
ces de ver allende la piel de los sucesos (58).

(57) O. C„ I, 742.
,.(58) T am b ién M elchor F ern án d ez A lm a g ro ve a sí la “ técn ica h is­
to rio g rà fic a ” de V alle-In clán : "P o r lo que re sp e c ta a la técn ica nove­
lística , V alle-In clán prefiere d esm en u zar en episodios y a sp e c to s p a r ­
c ia le s l a v a s t a m a te r ia ... V alle-Inclán prefiere lo m á s difícil y lo m á s
r e a l: re fle ja r la v id a de la contienda en lan ces, tra n c e s y p ercan ces
que se producen— tuviéran lo o no—sin un p lan de com posición m á s
o m en os rigu ro so . L a gu erra, p a r a el que la vive desde ab ajo , es a s i
Baroja y Valle han sabido crear, cada uno por su vereda,
un nuevo modo de entender y hacer la novela histórica: los
dos evocan la historia instalados en la intrahistoria; y lo
hacen así, porque en ésta ven latir, como Unamuno, lo que
en el hombre hay de genéricamente humano, lo que tiene ele
permanente y repetible el mudable y huidizo acontecer tempo»
ral de los hombres. Para describir el pasado, basta con saber
copiar la prosa de los archivos; para evocarlo, sea historio-
gráfica o novelística la técnica de la evocación, es preciso
más: es preciso, nada menos, saber “ser hombre”. Bajo la
técnica usada por Valle-Inclán y por Baroja en sus novelas
históricas vive y alienta la implícita historiología de toda la
generación del 98.
Tengo por cierto que también la habría confesado Anto­
nio' Machado, si se hubiese decidido a escribir algo acerca de
la Historia. Ha expresado, en cambio, su vivencia poética del
tránsito del tiempo, y en ella coincide muy claramente con
Azorín.
Percibe Antonio Machado con honda agudeza la irrepara ­
ble fugacidad del instante vivido:
La tarde de abril sonrió: La alegría
•pasó por tu puerta— y luego, sombría:
Pasó por tu puerta. Dos veces no pasa.
CP. a . , 56.)

Y aún es más punzante el sentimiento de esa fugacidad en


un “consejo” de su Soledades:
E ste amor que quiere ser
acaso pronto será;
pero ¿cuándo ha de volver
lo que acaba de pasar?
Hoy dista mucho de ayer.
¡Ayer es nunca jamás!
CP. O ., 72.)

como la vida mioma después de todo: fragm entaria, desconcertada,


ocasional” (Op. cit., 148-49).
No &s un azar que este dolor del tiempo fugitivo impreg­
ne tan densamente la poesía de Antonio Machado, cuando el
poeta, disfrazado de Juan de Mairena, ve en tal vivencia y
en la capacidad para expresarla, bellamente el mejor signo
de vida poética germina.: “La emoción dei tiempo' es todo
en la estrofa de don Jorge (Manrique); nada, o casi nada,
en el soneto de Calderón (Estas que fueron pompa y ale­
gría...). La diferencia es más profunda de lo que a primera
vista parece. Ella sola explica por qué en don Jorge la lírica
tiene todavía xm porvenir, y en Calderón—nuestro gran ba­
rroco—un pasado abolido, definitivamente muerto” (59).
El instante temporal es fugaz y singular. Mas también
es susceptible de ser “repetido” por evocación, y este evocar
lo pasado es tina de las tareas primordiales del oficio poé­
tico. “'El poeta—dice Juan de Mairena en su Arte poética—,
pretende que su obra trascienda de los momentos psíqui­
cos en que es producida. Pero no olvidemos que, precisamen­
te, es el tiempo (el tiempo- vital del poeta con su propia vibra­
ción) lo que el poeta pretende intemporalizar, digámoslo con
toda pompa: eternizar” (60).
Según Machado, el poeta verdadero vive agudamente la
fugacidad del tiempo—de su propio tiempo—y trata a la
vez de “eternizarlo” mediante su propia expresión. ¿Cómo
ha de ser tal expresión, para que el poeta logre su ambicio­
so propósito? La respuesta sonará a paradoja en los oídos
ajenos a la emoción poética. La expresión ha de mostrar del
modo más vivo y sugestivo la singularidad, la fugacidad del
instante expresado. Si no fuese así—es decir, si el poeta
recurre a generalizaciones lógicas, a conceptos genéricos in­
temporales, como hizo Calderón—, no es el instante lo que
perdura, sino su momia: la poesía es entonces lógica y no
lírica. Pero si el poeta sabe sugerir vivamente la fugaz sin-

(58) P. O., 351.


(60) lUd., 347-48.
gularidad del instante, éste pervivirá, seguirá viviendo, por»
que gracias al poeta ha conseguido una suerte de inmarce­
sible eternidad estética: “El poeta—Jorge Manrique—no pre­
tende saber nada; pregunta por damas, tocados, vestidos,
olores, llamas, amantes... El ¿qué se hicieron?, el devenir
¡en interrogante, individualiza ya, estas nociones genéricas,
las coloca en el tiempo, en un pasado vivo, donde el poeta
pretende intuirlas como objetos únicos, las rememora o evo­
ca” (61).
El poeta ha dado pervivencia poética a lo fugas expre­
sando vivamente la fugacidad misma. Cuando Jorge Man­
rique da expresión poética a su vivencia instantánea y pa­
sada de aquéllas ropas chapadas, vistas antaño en las vuel­
tas de una danza, esas ropas “surgen ahora en el recuerdo,
como escapadas de un sueño, actualizando, materializando
casi el pasado en una trivial anécdota indumentaria” (62).
Y es asi, porque cuantas veces un alma poéticamente sensible
lea o relea la estrofa de Jorge Manrique, el instante temporal
a que el poeta lia sabido dar expresión revivirá en ella, será
en ella recreado por obra de la evocación (83). Porque los
dos somos hombres, y porque Jorge Manrique, hombre y
poeta, supo expresar vivamente el instante en que su alma
revivía otro instante ya pasado, puedo yo, hombre y lector,
recrear esos dos instantes y darles en mi alma una pervi-
viscente repetición. Es a esto a lo que en el lenguaje poético
de Antonio Machado se llama “saber soñar” y “hacer soñar” :
el poeta es el hombre que sabe soñar y expresar bellamente
sus sueños; y el lector de poesía sueña, porque el poeta, m e­
diante la expresión de sus propios sueños, ha sabido hacerle
soñar un sueño a la ves repetido e inédito.
(81) y (62) m&., 351.
(63) N o en otra. cosa, p e n sa b a U nam uno cuando escribió aqu ellos
esírem eced ores v e rso s de su Cancionero inédito: “ C uando m e cre á is m á s
m uerto— re tu m b aré en v u e str a s m a n e s ...— C uando v ib res todo entero
— so y yo, lector, que en ti vib ro” (Ani. Poét., 444).
Tú sabes las secretas galerías
del alma, los caminos de los sueños,
y la tarde tranquila
donde van a morir...

Son estos los. sueños que conducen al hombre hacia un


modo de vivir en que la vida no pasa ni se consume; ese
vivir transtemporal a que el hombre llega cuando recupera
por evocación el tiempo perdido y al que llegará con su muer­
te, cuando se acabe el tiempo ele su vida:
A llí te aguardoAi
las hadas silenciosas de la vida,
y hacia un jardín de eterna primavera
te llevarán un día.
(P . a . , 85.)

Mediante la evocación ensoñadora vuelve el alma a nacer


y recupera el tiempo y la vida perdidos en el pasado:
¡Ah, volver a nacer, y andar camino,
ya recobrada la perdida senda!
Y volver a sentir en nuestra mano
aquel latido de la mano buena
de nuestra m adre... Y caminar en sueños
por amor de la mano que nos lleva.
(P . a . , 96.)

Por eso puede decir Antonio Machado, dando ceñida ex­


presión a su doctrina sobre la fugacidad y la repetibilidad
del instante temporal:

De toda la memoria, sólo vale


el don preclaro de evocar los sueños.
(P . G„ 96.)

Estas han sido las personales respuestas de todos los es­


critores del 98 ante el problema que suscitan en el hombre
la historia y el paso del tiempo. Cada cual a su modo—unos
frontalmente, mediante conceptos o preconceptos, otros por
la tangente de las metáforas—■, todos dan expresión en su
obra a una actitud común, en la cual es nota fundamental
la disociación conceptual o estética de lo fugaz y lo perma­
nente, o, corno diría Unarnuno, de la historia y la intrahis-
toria. Es ya hora de preguntar-nos por la razón de la coin­
cidencia y, a la vez, de recoger un cabo que dejé suelto en
las páginas precedentes. Cuando me hice problema del dis­
tingo unamuniano entre la historia y la intrahistoria, aislé
cuatro de sus posibles momentos determinantes: la peculia­
ridad temperamental de don Miguel de Unarnuno, la línea
filosófica en que quiso situarse, el prestigio del “hecho” como
elemento de la realidad cognoscible, su situación histórica
en tanto español. ¿ Cómo esa situación histórica, compartida
por todos los miembros de la generación, pudo determinar
—o codeterminar, cuando menos—esa común disociación en­
tre la historia y la intrahistoria, y el común menosprecio de
lo que suele designarse con el nombre de la primera?
Hay que buscar el nexo en el modo generacional de vivir
su situación histórica de españoles. Todos sienten con amar­
gura, con ferocidad, a veces, la terrible inconsistencia histó­
rica de aquella España: aquella España no Ies gusta. Les
desplacían a un tiempo las mezquinas tentativas modernizan­
tes de los que aspiraban a convertirla en un país europeo y
las consecuencias visibles y operantes de la historia preté­
rita. Unas y otras componen el rostro histórico que Ies dis­
gusta. Y desde su aversión de españoles por la historia vi­
sible de España a su aversión de hombres por cualquier his­
toria visible, por la historia visible en sí, ¿hay algo más que
un paso ? Dice Unarnuno que la metafísica española del libre
albedrío nació como consuelo intelectual, hacia adentro, de
quienes por obra de nuestra historia castiza no eran libres
hacia afuera. “¡Gran Celestina la metafísica!”, comenta. No
sé hasta qué punto será esto cierto. Sí creo, en cambio, que
su metafísica de la Historia y la de todos sus camaradas de
generación, tan despreciadora de lo histórico, tan pugnaz
contra el mundo de los sucesos y de los grandes hechos, no
era ajena a la insatisfacción de todos ante la historia de
España que veían. De la amargura con que vivieron la his­
toria de España pasaron, insensiblemente, al menosprecio de
la Historia. ¿Hubieran pensado así, en el caso de vivir una
situación de España históricamente satisfactoria?
Al propio tiempo, aman a España desde las telas mismas
de su corazón. Su amor a España y su hostilidad contra
nuestra historia visible les llevan a buscar “otra España” en
el pasado, en el futuro y en la realidad misma del país. Este
empeño de españoles tiene un correlato intelectual en el de
hallar dentro del acontecer humano algo que no sea “Histo­
ria”, en el sentido tradicional y consueto de esta palabra.
España es amable y su historia no, porque España no es su
historia. Pues bien, la tácita consideración de lo que España
es por debajo de su historia visible, les conduce hacia el con­
cepto universal, genéricamente humano, del “algo” que en
el acontecer de los hombres no es historia (64). Ese modo
de existir que no es historia, sin dejar de ser vida humana
y personal, eso que les permite seguir siendo hombres des­
pués de haber dimitido su condición de seres históricos, ven­
drá a tomar en la obra de cada mío figura y nombre distin­
tos: intrahistoria, mundo de los menudos hechos, constitu­
ción ideal de los pueblos, vida artísticamente novelable, per­
manente humanidad que aflora en cada fugaz instante de la
vida humana y evocan los verdaderos poetas. Aunque cada
uno lo haya sido a su modo, todos ellos han sido hijos del
mismo tiempo. Por esto decimos, con pensamiento y lenguaje
analógicos, que todos forman una “generación” de españoles.

(64) “ L a doctrin a que f o r ja o abraza, un hom bre su ele s e r la teoría


ju stific a tiv a de su p ro p ia co n d u cta", h a b ía escrito U nam uno (Ensa­
yos, I, 83).
CAPÍTULO VIII

DIB LA ACCION AL ENSUEÑO

V olvamos a la común actitud de todos los hombres del 98


ante el problema de España. Todos o casi todos ellos han
nacido en la provincia, de una familia medioburguesa. Todos
han percibido allí la displicente huella de sus primeros con­
tactos con la vida histórica de España, y han descubierto
luego un Madrid agrio y superficial. Coincide también la ex­
presión de su amargura española, y a todos empareja su
decantado amor a España y el sentimiento de cierta nostal­
gia d©Icl tierra nativa e infantil, capaz de transfigurarla, poé­
ticamente en rincón de un paraíso perdido. Son todos escri­
tores en prosa o verso, todos han roto con los modos esté­
ticos e intelectuales entonces vigentes y a iodos enciende
la ilusión de una obra literaria eminente y original. Son sen­
sibles, inteligentes, sueltos de palabra; siéntense, además,
insolidarios del rumbo que entonces lleva la historia de Es­
paña y gozan de la omnímoda libertad que concede a los
españoles el gobierno de la Regencia,
Tales son los hombres, tal la situación. ¿Qué caminos se
les ofrecían durante los diez años decisivos que corren en­
tre 1895 y 1905? Dos principales ven ellos: la andón refor­
madora de España-—acción política, en un sentido amplio de
la expresión—y la creación literaria. A los dos van a entre­
garse todos, con ahinco mayor o menor.
Unamuno nos ha contado en Paz en la, guerra cómo na­
cieron en su alma las primeras ansias de acción reforma­
dora. Acabado el sitio de Bilbao, asciende Pachico Zabal-
bide—trasunto, como sabemos, del mozo Miguel de Unamu­
no—a la cumbre del Pagazarri. Siéntese menesteroso de paz
espiritual, la recibe de su comunicación con la naturaleza
del país nativo—la tierra, los árboles, las nubes, el mar le­
jano—y retoma a la ciudad. El calor reactivo a la frescura
de la montaña le ha infundido alientos “para la inacabable
lucha contra la inextinguible ignorancia humana, madre de
la. guerra... Cobra entonces fe para guerrear en paz, para
combatir los combates del mundo, descansando, entre tanto,
en la paz de sí mismo” (1). Tendido sobre la cumbre del
monte, se ha sentido ajeno al tiempo y ha alcanzado paz y
resignación transtemporales; pero de esa paz allende el tiem­
po nace su ímpetu combativo por la justicia de las cosas
temporales. “Allí arriba—prosigue Unamuno—la contempla­
ción serena le da resignación trascendente y eterna, madre
de la irresignación temporal, del no contentarse jamás aquí
abajo, del pedir siempre mayor salario, y baja decidido a
provocar en los demás el descontento, primer motor de todo
progreso y de todo bien” (2).
Proclama Unamuno con esas palabras su impulso y su
programa de acción. Quiere, por lo pronto, “provocar en los
demás el descontento”, enseñarles a exigir. Debe referirse a
la situación de su espíritu en torno a 1880, no enteramente
curado aún de aquel sarampión de vasquismo rusoniano y
antibilbaíno que confiesa en Recuerdos de niñez y de mocer
dad (3). Así debía seguir pensando cuando vino a Madrid,*3
(1) y (2) Pag en Ja guerra, 280.
(3) U nam uno ten ía diez añ o s e sc a so s cu an d o com enzó el sitio de
B ilb a o p or los c a rlista s. E n el P ach ico Z abalbide de Pag en la guerra
p ro y e c ta situ a c io n es e sp iritu a le s su y a s p o sterio res a l sitio.
el año 1885, y no pocas huellas de ese espíritu combativo,
sediento de acción reformadora, se descubren en las páginas
finales de En torno al casticismo, compuestas, como se sabe,
en 1895. Ciertos párrafos tienen todo el sabor de una con­
signa: “Tenemos que europeizarnos y chapuzarnos en pue­
blo... ¡Pe, fe en la espontaneidad propia, fe en que siempre
seremos nosotros y venga la inundación de fuera, la du­
cha!” (4). La expresión se repite, casi idéntica, en el tem­
prano ensayo Civilización y cultura: “Hay que libertar la
cultura de la civilización que la ahoga; hay que romper el
quiste que esclaviza al hombre nuevo” (5). Tenemos que,
hay que... Esas palabras nos hacen ver a TJnamuno inten­
tando hablar a todos los españoles jr darles la consigna de
la acción reformadora.
¿Seguirá Unamuno el camino de acción proyectado por
Pachico Zabalbide ? El último ensayo de En torno al casti­
cismo termina con un ¡ojalá!: “¡Ojalá una verdadera ju­
ventud, animosa y libre...!” En el curso de pocas páginas el
“tenemos que”, consigna de acción, orden de caudillo, se ha
trocado en “¡ojalá!”, mera expresión de un deseo, vehemen­
te, tal vez, pero en modo alguno operativo. De planear y ca­
pitanear una reforma, ha pasado Unamuno a desear que
Dios la quiera.
Un par de años más tarde participa Unamuno, con evi­
dente desgana y graves reservas, en la campaña, de inter-45

(4) Ensayos, I, 123. S o b re el sen tido de e sa “ europeización” que


U n am un o p ro p u gn a, v é a se lo que s e dice luego. A quí m e conform o
con indicar, p a r a a v iso de lo s a p resu rad o s, que U nam un o ve en el
m ovim iento p op u lar c a r lis ta de n u estro sig lo x ix “u n m ovim iento m á s
europeo que españ ol” (Ibid., 124).
(5) Ensayos, I, 295-96. T e x to s de sentido an álogo, reducido y a a
“ p redicación ” del deber colectivo lo que h a b ía sid o p royecto de “ acción
p erso n al” re fo rm ad o ra, pueden leerse en los en say o s “M ás so b re la
c risis del p atrio tism o ” (“T odos d e b em o s...” , Ensayos, I, 803) y “E l
p e d e sta l” (“H a y q u e ...” , Ensayos, II, 581).
vención social que en Madrid habían iniciado Ázorín, Baroja
y Maeztu. Cae luego pasajeramente—lo de “caer” es del pro­
pio Unamuno—en el torbellino de la literatura regeneracio-
nista, mas pronto se desengaña de ella (6). No están en la
acción exterior la vocación y el destino del hombre Miguel
de Unamuno, aunque él mismo llegase a creerlo en los años
indecisos de su mocedad, ¡'“iNada de influir en la colectivi-
dad!-—escribe en 1900 a un correspondiente desconocido-—.
Busca tu mayor grandeza, la más honda, la más duradera,
la menos ligada a tu país y a tu tiempo, la universal y secu­
lar, y será como mejor servirás a tus compatriotas coetá­
neos” (7).))
Nada de acción exterior. A lo sumo, la acción suasoria
de la predicación y la acción drástica del improperio. Pala­
bras, palabras, y que la palabra opere sobre los demás hom­
bres y florezca en acciones con la ayuda de Dios, como flo­
reció la de San Pablo. “En el comienzo era el Verbo” enseña
el Evangelio de San Juan y repite con plenaria convicción
don Miguel de Unamuno, contra el lema fáustico que pone
a la acción en el principio. “Tened fe en la palabra, que es
la cosa vivida”, dijo Unamuno en su última lección de cá­
tedra, el año 1934. Tanta fe tenía él, que hablando y ha­
blando pasó la vida entera. Vivió haciendo del verbo, no sólo
principio, mas también medio y fin de su propia existencia:
“Lo más de mi labor ha sido siempre inquietar a mis pró­
jimos (con la palabra, ya se entiende), removerles el poso
del corazón, angustiarlos si puedo” (8). Y cuando más quijo­*78

te) E n el capítulo “ A m or a m a r g o ” he tra n scrito a lg u n o s tex to s


m u y d em ostrativ os.
(7) “ ¡A d e n tro !” , Ensayos, I, 230. E n otro en say o dice, aludiendo
a E s p a ñ a : “ el tiem p o ... m o d ificará ese fondo. ¿ C a b e a c e le ra r su obi’a
y p or qué m edios ? E s t a es y a o tr a cu estión ” (“ E l individualism o e s ­
p añ o l” , Ensayos, I, 436). Q ueda U nam un o en v er el p rob lem a; no p a sa
a la tarea, de resolverlo m ediante su p erso n al operación.
(8) "Mi religión”, E n sa yo s, II, 299.
tizado se siente, en el capítulo final de El sentimiento trágico
de la vida, proclama con lírica, exaltación la índole verbal
de su misión y la virtud operativa de la palabra: “¿Cuál es,
pues, la nueva misión de Don Quijote hoy en este mundo?
Clamar, clamar en el desierto. Pero el desierto oye, aunque
no oigan los hombres, y un día se convertirá, en selva so­
nora, y esa voz solitaria que va posando en un desierto como
semilla,, dará un cedro gigantesco que con sus cien mil len­
guas cantará un hosanna eterno al Señor de la vida y de la
muerde” (9). Hablar, hablar siempre, que por el habla es uno
hombre. ¿Por el habla sólo? ¿No lo es también por el ensue­
ño? “De razones vive el hombre", dice don Miguel; lo cual
vale tanto como decir, añado yo, que vive de elocuciones, de
decires. Y a continuación añade: "Y de sueños sobrevive.”
Hablando vivió él, y cuando ya no pudo hablar, murió; so­
ñando sobrevivió, y por sus ensueños ha sobrevivido y per­
vive entre nosotros. Pero sobre el tema cíe sus ensueños hay
que decir todavía más de una palabra.
Más agudamente parece haber sentido Azorín el impulso
hacia la acción reformadora: “Sentíamos—ha escrito, refi­
riéndose a todos log de su generación—el destino infortu­
nado de España, derrotaxla y maltrecha más allá de los ma­
res, y nos prometíamos exaltarla a nueva vida. De la con­
sideración de la muerte (alude a sus visitas a los cemente­
rios) sacábamos fuerzas para la venidera vida. Todo se enla­
zaba lógicamente en nosotros: el arte, la muerte, la vida
y el amor a la tierra patria” (10). Y en otra página memora­
tiva reitera Azorín su propósito ele intervenir activamente
en la reforma de la vida española: “No podía el grupo per­
manecer inerte ante la dolorosa mediocridad española. Había910

(9) Ensayos, II, 955. F u r a locu acidad fué, en últim o extrem o, m á s


que acción p o lítica p rop iam en te dicha, la oposición de U n am n ao co n tra
la D ictad u ra, su antim on arquism o, su adscripción, rescin d id a luego, a
la R ep ú b lica de 1931.
(10) “M ad rid” , O. 8., 975.
que intervenir. La idea de la palingenesia de España estaba
en el aire” (11).
¿ Cómo cumplen Azorín y ios suyos la promesa de exaltar
a España a nueva vida? ¿Cómo “intervienen” en la vida po­
lítica y social de España? Por lo pronto, constituyendo un
grupo, el grupo de los tres: “Los tres—recuerda Azorín—
éramos Ramiro de Maeztu, Pío Baroja y yo... Los tres éra­
mos el núcleo del grupo literario que se disponía a iniciar
una acción social.” La constitución de esta triada parte en
dos fracciones el primitivo equipo literario: a un lado, los
tres, resueltos a intervenir en la vida de España; al otro, los
literatos puros, secuaces del modernismo y capitaneados por
Valle-Inclán y Benavente.
El grupo de los tres es pesimista ante la España pre­
sente y esperanzado ante la España por venir. Cree en la
palingenesia de España; confía en que España va a re-gene­
rarse, a comenzar una vida nueva. La pérdida de los últimos
restos del antiguo imperio colonial seria la señal de que un
ciclo de la vida española, el que comenzó a la muerte de
los Reyes Católicos y de Cisneros, está ya concluso, y Es­
paña, sola consigo misma, removida hasta sus cimientos por
el dolor, dispuesta a iniciar partenogenéticamente la nueva
etapa de su vida inmortal. Coinciden los tres con Joaquín
Costa, Macías Picavea, Damián Isern, Lucas Mallada, y unen
su voz al coro de los que claman por la regeneración de
España.
Azorín y los otros dos escriben y escriben artículos de
crítica y regeneración. Créense obligados hasta a publicar
un manifiesto. Es sobremanera significativo cómo recuerda
Azorín este episodio: “¿Y qué íbamos a hacer? ¿Cuál era
nuestro programa? Publicamos una proclama. No la recuer­
do. Debíamos en ella encarecer y propugnar las reformas
hidráulicas y agrarias” (12). La huella de Costa y de Macías
(11) Ibid., 981-82.
(12) IM&., 981-82.
Picavea es bien patente. Solicitaron los tres la ayuda de Una-
muño, que ya estaba en Salamanca, y Unammio la prome­
tió, aunque con graves reservas respecto a la orientación y
a la eficacia del documento: “Aunque no me parece mal, ni
mucho menos, la forma concreta que piensan dar a esa acción
social—escribía a Azorin en. marzo cié 1897—-, en ella no po ­
dría más que ayudarles indirectamente, porque ni entiendo
de enseñanza agrícola nómada, ni de ligas de labradores, ni
me interesa, sino secundariamente, lo de la repoblación de
montes, cooperativas de obreros campesinos, cajas de crédi­
to agrícola y los pantanos, ni creo sea eso lo más necesario
para modifican' la mentalidad de nuestro pueblo y con ella
su situación económica y moral... Con verdad se dice que
cada loco con su tema, y usted ya conoce el mío. No espero
nada de la japonización de España... Lo que el pueblo espa­
ñol necesita es cobrar confianza en sí mismo, aprender a
pensar y sentir por sí mismo, y no por delegación, y sobre
todo, tener un sentimiento y un ideal propios acerca de la
vida y de su valor” (13).
Una investigación erudita—fácil de cumplir, por lo de­
más—llenaría unas cuantas páginas con referencias minu­
ciosas a los artículos periodísticos de los tres y a las curas
regenerativas que en ellos proponían. ¿Es esto necesario para
entender el espíritu de la generación de 1898? Sólo en muy
parva medida. Aquellos jóvenes—Unamuno, Azorin, Baroja,
Maeztu—predicaban la regeneración porque éste era enton­
ces el tema del día; porque, como nos ha dicho el propio
Azorin, “la idea de la palingenesia de España estaba en el
aire”. Más provecho trae al historiador observar cómo re­
cuerda Azorin aquella aventura. “Publicamos una proclama.
No la recuerdo”, dice en el capítulo que dedica a la “inter­
vención social” del grupo.
“No la recuerdo...” ¿Por qué no la recuerda Azorin? Los

(13) Cit. p or Azorin en ‘'M ad rid” , O. B., 982.


hombres recuerdan bien ios episodios de su vida más perti­
nentes en pro o- en contra a su vocación íntima, y olvidan
prestamente ios tangenciales y accesorios ai ella. La inter­
vención social no era el camino de unos hombres vocados
a escribir y a soñar. De dos modos va a demostrar Asorín
que no era su camino el de la intervención social: el aná­
lisis literario de su propio espíritu y el rápido cambio en
el sentido de su operación personal.
Para intervenir sccialmeate hace falta, sobre todo, vo­
luntad. No es político el hombre que ve los problemas y
adivina o deduce las soluciones, sino .el que, habiendo visto
con inteligencia unos y otras-—quede esto claro, frente a los
que por voluntad entienden la aplicación sistemática del “lim­
pio palo”—, quiere tenazmente, con la operación de sus ac­
tos, dar efectividad social a lo que estimó factible. ¿Había
en el alma de Azorín esta tenaz voluntad de operación ad
extra ? Todo un libro suyo, La voluntad, está consagrado a
dar una dolorida respuesta negativa: “La voluntad está en
mí disgregada, soy un imaginativo—dice Antonio Azorín—.
Tengo una intuición rapidísima de la obra, pero inmedia­
tamente la reflexión paraliza mi energía. En política yo tal
vez fuera el hombre de las soluciones instantáneas, de los
golpes mágicos, de las audacias pintorescas..., pero hay algo
en mí que me anonada, que me aplasta, que me hace desistir
de todo en un hastío abrumador. ¡Soy un hombre de mi
tiempo!”, concluye, muy reveladoramente, Antonio Azo­
rín (14), Dos hombres habría en Antonio Azorín: el hombre-
voluntad, casi deshecho por los años de colegio, en Yecla, y
el hombre-reflexión, nacido de la lectura y de la meditación
solitaria. Domina el hombre-reflexión, y Antonio Azorín, víc­
tima de ese predominio, siente que es “un muñeco sin ini­
ciativas”, dirigido a un lado y a otro por las circunstancias.

(±4) “L a vo lu n tad” , O. 8., 176. H a y un tex to de sen tido m uy


an álogo en la p ág \ 160.
“Me complazco—dice este virtuoso del autoanálisis—en ol
servar este dominio del ambiente sobre mí; y así veo qn
soy místico, anarquista, irónico, dogmático, admirador c!
Schopenhauer, partidario de Nietzsche.” Y en otro libro, <
titulado Antonio Azorín, reitera su creador el resultado d
la introspección iniciada en La voluntad: “Azorín, decidida
mente..., no tiene perseverancia para llevar nada a términc
Yo he leído en los diccionarios que autotelia significa “cua
lidad de un ser que puede trazarse a sí mismo el fin de su
acciones”. Pues bien: no es aventurado afirmar, aunque se:
en redondo, que Azorín no tiene autotelia” (15). “¿Qué ha
cer?... ¿Qué hacer?...”, se preguntaba con angustia el irre
soluto Azorín de La voluntad.
En Antonio Azorín ve Martínez Ruiz, su doble y crea
dor, el espejo de la generación a que pertenece: “Azoríi
—dice—es casi un símbolo; sus perplejidades, sus ansias, suí
desconsuelos bien pueden representar toda una generador
sin voluntad, sin energía, irresoluta, una generación que nc
tiene ni la audacia de la generación romántica, ni la fe d£
afirmar de la generación naturalista” (18). ¿Podían cumplir
estos hombres la acción social que se habían propuesto ? ¿Era
su camino, podía serlo, esa acción social ? El olvido de Azorín
acerca de su famosa proclama de 1897 es tal vez la mejor
respuesta: “no la recuerdo...” ¿Quién recuerda, al término
del camino verdadero, la linde del camino falso y presta­
mente abandonado?
Pronto abandona Azorín, en efecto, este camino de la
intervención social. No es el suyo. Oontra su propio testi-
inonio, afirmaremos que Azorín tiene Outotelia y perseve­
rancia para llevar algo a término. Sólo que ese “algo” no es
la reforma política y social de España; ese “algo” está cons­
tituido por su propia obra literaria y por su propio sueño

(15) o . B., 255.


(18) “I ía voluntad”, O. S., 171.

S il
de España. A escribir su primorosa literatura y a soñar una
España dedicará Azorín el resto de su vida. Pronto olvida
su aventura regeneradora. Se sentará un día en el Congreso
de los Diputados. Ya no será, sin embargo, reformador so­
cial en activo, sino amigo de sus amigos y espectador semi-
ausente. Sigue sintiendo los punzantes problemas cíe España
y hasta llega a verlos por encima de la literatura y de la-
estética: “No es principalmente una orientación literaria

—dijo en la fiesta de Aranjuez, en 1913—lo que, a mi pare­
cer, nos congrega aquí. La estética no es más que una parte
del gran problema social. Para los que vivimos en España,
para los que sentimos sus dolores, para los que nos sumamos
—¡con cuánta fe!—a sus esperanzas, existe un interés su­
premo, angustioso, trágico, por encima de la estética... En
balde perseguiríamos lo menos si no pusiéramos nuestro em­
peño en conseguir lo más” (17). Pero aquí ya no habla el
joven de veinticuatro años que en 1897 se proponía inter­
venir en la regeneración de España. Habla ahora, desde el
mundo de su propio ensueño, un escritor a quien se festeja.
Aunque ese ensueño de Ázorín no fuese, no pudiese ser ajeno
a la realidad viviente y doliente de España.
Las palabras de Azorín que antes he transcrito declaran
también la peripecia reformadora de Baroja, paralela a la
azoriniana. El culto a la acción ha sido tema constante en la
estética y en la vida de Baroja.\“Como todos los que se creen
un poco médicos preconizan un remedio—escribía en 1917—,
yo también he preconizado un remedio para el mal de vivir:
la acción.” Parece, no obstante, que con el paso del tiempo
ha pasado la fe de Baroja en su prescripción: “Es un re­
medio—prosigue—viejo como el mundo, tan útil a veces como
cualquier otro y tan inútil como todos los demás. Es decir,
que no es un remedio.” )No io es, porque sólo pueden recurrir
a la acción los que están nativamente dotados para ella: “La

(17) Fiesta de Aranjueg, 44-45.


fuente' de la acción está dentro ele nosotros mismos, en la
vitalidad que hemos heredado de nuestros padres, SI que
la tiene la emplea siempre que quiere; el que no la tiene,
por mucho que la busca, no la encuentra” (18),
Baroja, que ha comenzado preconizando el remedio de
la acción, termina retirado en sí mismo—esto es, inactivo
hacia fuera— -y pintando en sus novelas la acción que preco­
nizo. De Fernando Ossorio dice Baroja 1c que dice Martínez
Ruiz de Antonio Azorín: “no tenía deseos, ni voluntad, ni
fuerza para nada” (18), Tampoco Baroja ha tenido voluntad
pama entregarse a la acción reformadora. La ha tenido, en
cambio, para escribir unas cuantas decenas de novelas cuyo
tema cardinal es la inquietud vital y activa de sus perso­
najes. “A mí me gustaría evolucionar—ha confesado Ba­
roja— ; pero ¿a dónde? ¿Cómo? ¿En dónde se va a encon­
trar una dirección? Cuando se queda uno al lado de la chi­
menea, con los pies al fuego, mirando las llamas, supone uno
muchas veces que hay nuevos caminos que recorrer en la
comarca, pero cuando se mira después en el mapa se ve
que en todos los aledaños no queda nada nuevo” (20)^ Y Ba­
roja, tras haber propugnado el remedio de la acción, queda
al lado de la chimenea, contándonos las acciones de Avira-
neta, Martín Zalacaín y Andrés Hurtado, o describiendo me­
lancólicamente los viejos quechemarines abandonados en los
rincones de los puertos y los tristes caballos de esos tiovivos
que ruedan de feria en feria.

(18) Juventud, egolatría, 51. T am b ién el “h a y que...” , expresión de


predicador, se lee ccn frecu en cia en los te x to s del B a r o ja a rb itrista .
L é an se, com o p ru e b a suficiente, l a s p á g in a s 198 y sigu ien tes de su s
Divagaciones apasionadas.
(19) L u is M u rgu ía, héroe de Da sensualidad pervertida y otro
de los dobles lite ra rio s de B a ro ja , dice de sí m ism o : “V ivir y contem ­
p la r. E s e h a sido m i id e a l... H e tenido siem pre u n sentim ien to de p á ­
ja r o que no quiere en su ciarse la s a l a s . . . ” (p ágs. 108 y 117).
(20) Juventud, egolatría, 37.
El mismo sentido que los textos de Unamuno antes trans­
critos tienen las admoniciones de Ganivet en su Idsarium:
“Hemos de hacer acto de contrición colectiva; hemos de des­
doblamos, aunque muchos nos quedemos en tan arriesgada
operación; y así tendremos pan espiritual para nosotros y
para nuestra familia, que lo anda mendigando...” (21). Dice
Ganivet hemos de..., como Unamuno dice venemos que...;
pero no ve su propio destino en la acción a que estas expre­
siones incitan, sino en un monólogo sobre los males de Es­
paña y su remedio. La posible acción de Ganivet queda en
simple predicación o, como en todos los del grupo, se trans­
figura en ensueño.
Valle-Inclán optó tempranamente por la senda de la pura
creación literaria. La entregada fidelidad con que la recorrió
durante su vida entera no fué óbice, sin embargo, para que
adoptase ante España las dos actitudes cardinales de su ge­
neración : la crítica y el ensueño. Hemos visto ya lo que como
crítico dijo; hemos de ver todavía lo que como soñador se
propuso.
Maeztu, el más periodista de la generación, dedicó cente­
nares de artículos a dar diagnóstico y remedio a la dolencia
de España, y consagró todo un libro, Hacia otra España, a
explanar su punto de vista sobre la acción reformadora. Mas
tampoco Maeztu fué hombre de acción, sino escritor, esto
es, soñador de trasmundos. ¿No es un espléndido sueño es­
pañol su Defensa de la Hispanidad? ¿No se acredita en ella,
tanto como en ciertos libros y ensayos de Unamuno, la con­
dición predicadora, soñadora e inactiva de todos los miem­
bros de la generación?
Antonio Machado fué poeta, esto es, antípoda de la acción
exterior. Pero al poeta Antonio Machado le dolía España, y
ese dolor le aflora a veces a la superficie del verso como una
consigna incitante hacia la acción reformadora:

(21) O. G., I, 245.


¡España quiere
surgir, brotar, toda una España empieza!
i 7 ha de helarse en la España que se muere ¡
¿Ha de ahogarse en la España que bostezaf
Para salvar la nueva epifanía
hay que acudir, ya es hora,
con el hacha y el fuego al nuevo día,.
Oye cantar los gallos de la aurora,
( P . O., 235.)

dice Machado a Azorín, cuando éste publica su Castüla. Hay


que...; como en Unamuno, como en Ganivet. Son las pala­
bras de quien, sabiendo que debe hacerse algo, no se atreve
sino a decir o a sugerir lo que se debe hacer.
Nadie ha descrito tan clara y bellamente como Antonio
Machado el tránsito de la generación desde el dolor hacia
el sueño de España, luego de haber tangenteado fugazmente
la ribera de la acción. Es en su poema Una España joven. En
la primera estrofa, una eñcaz pintura de la España que en­
contraron al comienzo de su vivir:

... Fué un tiempo de mentira, de infamia. A España toda,,


la malherida España, de Carnaval vestida
nos la pusieron, pobres y escuálida y beoda,
para que no acertara la mano con la herida

Expresa el poeta la alegría falaz, la algazara cortical y


necia de España poco después de la Restauración, cuando
suena en los organillos la música de Chueca y se hace creer
a los españoles en la seguridad y el vigor de la patria. A
esa España abren sus ojos los jóvenes que luego constituirán
el grupo del 98:

Fué ayer; éramos casi adolescentes; era


con tiempo malo, encinta de lúgubres presagios,
cutmdo m ontar quisimos en pelo una quimera,,
mientras la m ar dormía ahita de naufragios.
Pronto han advertido todos la inconsistencia de aquella
España y el dolor de su destino. Bajo la risa carnavalesca,
el lúgubre presagio de 1898. Duerme el mar, llena su entraña
de las naves hundidas en nuestro naufragio secular. Los ado­
lescentes de la futura generación comienzan a soñar e ini­
cian. su crucero:

Dejamos en el puerto la sórdida galera


y en una nave de oro nos plugo navegar
hacia los altos mares, sin aguardar ribera,
lomeando velas y amelas y gobernalle al mar.

Han dejado la galera de la España vieja, y se embarcan


en la nave de sus sueños: la España soñada, capaz otra vez
de un viaje imprevisible e infinito. Flota el mundo del sueño
sobre el mundo viejo y real, y la turbulenta acción de los
soñadores parece abrir camino a la luz de un nuevo ama­
necer :

Ya entonces, por el fondo de nuestro sueño—her&ncia


de un siglo que vencido sin gloria se alejaba—
un alba entrar quería; con nuestra turbulencia
la luz de las divinas ideas batallaba.

Los jóvenes de entonces peleaban por las ideas eternas:


la verdad, el bien, la justicia, la belleza. Era la luz de estas
ideas la que parecía insinuarse a través del fondo viejo, y,
por un momento, sintieron la esperanza de ver el triunfo de
su propio sueño. Pronto se dispersaron, sin embargo; cada
uno siguió la senda de su propia obra, y confiaron todos en
el rosado mañana de aquel ayer:
Mas cada cual el rumbo siguió de su locura;
agilitó su brazo, acreditó su brío;
dejó como un espejo bruñida su armadura
y dijo: “E l hoy es malo, pero el m añana... es mío."
Fué su locura una locura quijotesca, Don Quijote, bajo
especie de mito, cabalgaba otra vez sobre la tierra española.
¿Cuál sería el término de la aventura? ¿Podía ser otro dis­
tinto del fracaso? Como en la quijotesca, también en esta
aventura continuó el rico Juan Pialando vapuleando a su
criado mozuelo, y la venta siguió siendo venta, luego de ha­
ber parecido castillo:

Y es hoy aquel mañana de ayer.,, Y España tocia,


con sucios oropeles de Carnaval vestida
aún la tenemos: pobre y escuálida y beoda;
mas hoy de un vino malo; Ja sangre de su herida.

Ya. no queda sino meterse en la estancia más secreta del


propio ensueño y esperar. Saber esperar a que otra leva de
españoles sienta en el alma el espolazo de una nueva ilusión,
de una aventura nueva y más alta:

Tú, juventud m ás joven, si de más alta cumbre


la voluntad te llega, irás a tu aventura
despierto y transparente a la divina lumbre,
como el diamante clara, como el diamante pura.
(P . O., 235-36.)

Asorín ha sido inventor y abogado de su propia genera­


ción. Antonio Machado, su poeta. Ha cantado el nacimiento
del grupo y su aventura. El historiador—yo, en este caso—
debe recoger el mensaje del poeta y preguntarse por la qui­
mera española que soñaron los soñadores del 98. Vamos
a ello.
CAPITULO IX

ESPAÑA SOÑADA

X u Lelchor Fernández Almagro, nuestro más puntual cono­


cedor de la generación del 98, ha dedicado una página de
Vida y literatura áe Valle-lnclán a describir la vida exter­
na de los hombres que la integran en los años subsiguientes
a 1905. “El 98—escribe Fernández Almagre-—es un recuer­
do, y el problema de España preocupa ya a los gobernantes,
como es lógico, más que a los escritores... El modernismo va
ofreciendo perspectivas de agua pasada, en tanto desgranan
sus días 1907, 1908, 1909... Los literatos consabidos se sien­
ten más seguros de su obra y encuentran puntos de apoyo
en el servicio al Estado-, en la política, en la Prensa, con las
ventajas reservadas a los consagrados. Maeztu sigue de cro­
nista de La Correspondencia de España en Londres. Azorín
es diputado a Cortes. Antonio Machado, catedrático. Jacinto
Benavente, un valor que la burguesía acepta y exalta, alla­
nándose al castigo de sus comedias satíricas. Rubén Darío
luce en recepciones palatinas uniforme diplomático. Manuel
Machado vuelve de toda bohemia y será-—paradoja de mo­
dernistas—archivero, bibliotecario y arqueólogo,..” (1). Va­
lí) Op. cit., 132.
lle-Inclán contrae matrimonio y vive en un piso burgués de
la calle de Santa Engracia. Unamuno, siempre en Salamanca,
alcanza entonces su madurez literaria con Vides de Don Qui­
jote y Sancho y su primer libro de poesía en verso. Baroja,
en fin, acaba de conseguir público reconocimiento de su maes­
tría en el arte de novelar.
Todos han triunfado literariamente; todos han consegui­
do dar a su existencia una módica seguridad exterior. Los
que más vivamente sintieron el ansia de una rápida reforma
de la vida española, han abandonado pronto el camino de la
acción y sienten en lo hondo del alma el fracaso de sus pro­
yectos juveniles. Relativa comodidad externa, prestigio lite­
rario, contento de la propia obra, punzante sentimiento de la
insuficiencia de España y del fracaso personal ante los pro­
blemas patrios. ¿No están dadas las condiciones más favo­
rables para que los proyectos fracasados se transmuten en
ensueños ?
El fracaso puede conducir a dos metas distintas: el re­
sentimiento y el ensueño. Caen en resentimiento aquellos cuyo
fracaso fué total y carecen de vida interior suficientemente
rica para sobrellevar su propia soledad; porque el fracaso
no consiste sino en eso, en ser condenado a soledad por el
tribunal del mundo propio. Evádense desde el fracaso hacia
el ensueño los que compensan sus parciales derrotas con
triunfos de otro linaje y, en todo caso, aquellos que saben
excavar en el suelo de su propia soledad, hasta hallar la
vena preciosa que la soledad siempre contiene. “Quant ti des
conseils■—escribía Mallarmé al joven Paul Valérv, en 1890—,
seule en donne la solitude...”. Sí, quien sepa cultivar la pro­
pia soledad, ese obtendrá siempre el impagable tesoro inte­
rior de un ensueño vivo y vivificante. Poco importa que ese
ensueño tenga índole distinta, según sea el espíritu del so-
litario, y se llame unas veces mundo poético, y otras creación
filosófica, y algunas, mucho más sencilla y hondamente, es­
peranza.
No podían caer en resentimiento los hombres del 98. Ha­
bían fracasado como españoles, porque desearon “otra Espa­
ña”, clamaron por ella y cuando llegó “aquel mañana de su
ayer”—1915, 1920—, España, bajo la apariencia de cierto
progreso material, seguía siendo tan insatisfactoria corno en
1900. Pero junto al fracaso del fragmento español de su am­
bición, estaba su triunfo literario, cada vez más indiscutible
y menos discutido, y estaba, sobre todo, su ingénita capaci­
dad de ensueño, su íntima y decisiva vocación literaria. No
cayeron en el resentimiento, y se evadieron hacia el ensue­
ño. Mejor aún: después de alquitararlos y embellecerlos, con­
virtieron en ensueños sus proyectos juveniles acerca de Es­
paña. Muchos de ellos—Unamuno, Baroja, Antonio Macha­
do, Valle-Inclán—seguirán haciendo crítica directa o literaria,
dura y acida siempre, de la España que ven; pero esa crítica
ya no está hecha desde la situación caminante del reformador,
sino desde la situación contemplativa del soñador que ha
dado forma acabada a su propio ensueño. Soñadores con­
templativos y locuaces son, en efecto, todos ellos, aunque se
les vea entregarse a veces al tráfago de los sucesos y acaso
perderse en él. De todos puede ser ese retrato de un caba­
llero enlutado—Asorín—que Antonio Machado vio en la ven­
ta de Cidones, carretera de Soria a Burgos:

Sentado ante una m esa de pino, un caballero


escribe. Cuando m oja la plum a en el tintero
los ojos tristes lucen en un sem blante enjuto.
El caballero es joven, va vestido de luto.

El caballero escribe y aguarda la llegada del correo, mien­


tras se ensombrece la tarde y un viento frío azota los cho­
pos del camino:

h a tarde se v a haciendo sombría. E l enlutado,


la mano en la m ejilla, m edita ensimismado.
Va avanzando la tarde, y bajo el sol del ocaso brilla con res­
plandor de acero el páramo soriano. Tiemblan las llamas del
lar y chispea el candil:

E l enlutado tiene clocados en el fuego


los ojos largo rato; se los enjuga luego
con un pañuelo blanco. ¿Por qué le ha/rá lloran-
el son de la m arm ita, el ascua del hogar?
(P . O., 172-173.)

Tal vez lo supiera Antonio Machado. Nosotros, desde lue­


go, iO' sabemos. El caballero enlutado se ha ensimismado en
el mundo de sus sueños. En él vive. Y desde él, en el son de
la marmita y en la fugaz relumbre de las ascuas ve el in­
timo dolor de España y el tránsito irreparable del tiempo.
Ese “dolorido sentir” y esta dolorosa fugacidad son las dos
saetas que hieren el alma del caballero enlutado y le hacen
llorar, perdido entre las agrias barranqueras de Soria, mien­
tras cae la noche y llega'—ruidoso, polvoriento—el coche del
correo.
El triste caballero se ha sumergido en su propio ensue­
ño. ¿Qué es un ensueño? ¿Por qué los hombres, desde que
de ellos tenemos noticia, detienen de cuando en cuando su
tráfico vital, cierran los ojos o miran a ima estrella y edifi­
can dentro de sí esos castillos irreales que llamamos en­
sueños ?
Cuando se piensa en la actividad soñadora de los hombres,
suele ponerse la atención en su lado negativo .* en su origen,
no en su meta. Negativamente, el soñador se evade del mun­
do real. El mundo real no le satisface; y puesto que es hom­
bre, un ser cuyo centro de entidad y de operación trasciende
por su propia, naturaleza del mundo en que vive, un ser trans­
mundano, hacia ese transmundo vuela y en él procura hacerse
habitación nueva. El soñador, suele decirse, se evade desde
su mundo real hacia un mundo ideal.
Pero, ¿por qué ese mundo ideal le satisface? ¿Qué es el
mundo ideal? Observemos que el mundo ideal es distinto,
pero no ajeno al mundo real. El ensueño del filósofo, el cas­
tillo que el filósofo edifica en su mundo interior, no es la ne­
gación del mundo exterior, sino su teoría, por muy nihilista
o idealista que el filósofo sea. El ensueño del poeta está fa­
bricado de palabras, sentimientos y figuras procedentes del
mundo real, aunque el poeta se esfuerce en ser hermético,
simbolista o deshumanizado. Y el utopista o soñador de mun­
dos perfectos construye sus ensueños con hombres de este
mundo imperfecto, levemente mejorados por su personal ca­
pacidad de ensoñación.
El soñador, en suma, edifica su ensueño transmutando los
elementos del mundo real en esencias y conceptos, figuras o
sentimientos. Si se evade del mundo real, de él se lleva los
materiales con que levantará su habitación en el mundo ideal,
Viviendo en ella se consuela de la insatisfacción que la vida
en la realidad ha puesto en su espíritu.
Se consuela, he dicho; de ahí no pasa. 'Tampoco será feliz,
plenamente feliz en ese nuevo1mundo: “Junto a un balcón,
en una ciudad, en una casa—ha escrito Azorín—, siempre
habrá un hombre con la cabeza, meditadora y triste, recli­
nada en la mano. No le podrán quitar el dolorido sentir,”
Nunca es perfecta la figura del ensueño, por hábil que sea
el soñador: contra la sentencia de Hegel, nunca lo real será
íntegramente racional. Y, por otro lado, siempre el ensueño
ha de ser, por exigencia de su naturaleza misma, inconsis­
tente y fugaz:
el hombre que vive, sueña
lo que es, hasta despertar.

Así dijo el dramaturgo del ensueño; y es verdad que a todo


ensueño de esta vida nuestra corresponde, por necesidad
esencial, un despertar a la realidad consistente e insatisfac­
toria :
Tras él vivir y el soñar
está lo que más importa:
despertar,

reza un proverbio de Antonio Machado. De soñar lo que pudo,


podrá o hubiera, podido ser, despierta necesariamente el hom­
bre a ver lo que en realidad es. hasta que llegue un último
despertar a la verdad íntima de sus sueños y de sí mismo:
el despertar que, desde esta ribera, viendo en él solo lo que
tiene de despedida y no lo que tiene ele arribada, llamamos
los hombres morir.
No, no es plenariamente satisfactorio el ensueño. Enton­
ces, ¿por qu.é los hombres se evaden a sus valles? ¿Qué es­
pecie de contento hallan viviendo a su sombra ? ¿ Qué son
los ensueños, qué el mundo ideal por ellos poblado? Sueña
el hombre, antes lo he dicho, poniéndose en camino desde
lo que es hacia lo que puede ser. Cada uno sueña lo que se­
gún su propia capacidad espiritual logra conquistar a la abis­
mal infinitud de ese poder ser: unos logran conquistar im­
perios, los hombres de genio, y otros no pasan de arañar
migajas, los hombres gregarios. La conquista ideal de un
fragmento' de posibilidad, la corta incursión personal por la
senda del poder ser hacia la plena y actual posesión de todo

—del Todo, con mayúscula—, eso es en última instancia el
ensueño del hombre.
Si el ensueño consuela de la insatisfacción con que nos
hiere la vida en el mundo real, es porque nos muestra la po­
sibilidad de un mundo en que toda insatisfacción cesa. La
satisfacción relativa que al filósofo le produce haber llegado
a entender algo de lo que es el mundo real—en eso consis­
ten los ensueños humanos que solemos llamar pensamientos
y sistemas filosóficos—, depende, canto de haber llegado a
entender algo, como de barruntar que uno se ha puesto en
camino de llegar a entenderlo todo; y la satisfacción del ar­
tista frente a la limitada belleza que dolorosamente crea,
nace de sentirse parcial ejecutor de una posible belleza total
e indeficiente. La existencia de un mundo ideal, obtenido
transmutando dentro de nosotros mismos los elementos in­
tegrantes de nuestro mundo real, representa para el hombre
la prenda de que es posible un mundo absoluto. Un ensueño
no es, en consecuencia, la meta placentera con que se resig­
na nuestra limitación, sino un adelanto concedido a nuestra
esperanza. Vivir humanamente es ir fracasando e ir esperan­
do : fracasamos porque somos limitados y queremos no serlo;
esperarnos porque, siendo limitados, advertimos con nuestros
ensueños la posibilidad de trascender un día—después de
morir, quizá—la cáscara de nuestra propia limitación.
(La generación del 98 es una generación de soñadores, de
esperanzados según el ensueño. Pocos temas más frecuentes
en sus páginas que este del ensueño. “Los que vivimos la
sentencia calderoniana de que la vida es sueño—escribió Una-
muno—sentimos también la shakespeariana de que estarnos
hechos de la estofa misma de los sueños, que somos un sue­
ño' de Dios y que nuestra historia es la que por nosotros Dios
sueña" (2)... La historia es un ensueño de Dios, y soñando se
acerca el hombre a la Divinidad, en una vida que trasciende
de la mundana y razonadora: “De razones vive el hombre”,
dice el interlocutor razonable en un diálogo de Unamuno. “Y
de sueños sobrevive. ...Estamos soñando la vida y viviendo la
sobrevida”, comenta el interlocutor unamunesco (3)^j
¿Para qué sueña Unamuno? El nos lo ha dicho: para
sobrevivir, para vivir más según la esperanza que según la
realidad presente. En su destierro de París solía ponerse a
soñar en un parquecito municipal que le recordaba a Sala­
manca: “allí—escribe—, sin tener que cerrar los ojos, sue­
ño y reveo aquel Campo de San Francisco, de mi Salamanca,
donde tantos ensueños he brizado, donde tantos porvenires23

(2) San Manuel Bueno, m ártir, ed. Col. A u stra l, p ág\ 15.
(3) “Sobre la filosofía española”, E n sa yo s, I, 544-45.
he soñado. Porvenires míos y de los míos, porvenires de mi
Salamanca, porvenires de mi España” (4).
Dos vías cardinales tiene el ensueño de Unamuno. Es una
la de su propio porvenir, y se expresa en forma de cavila­
ciones agónicas y de cantos poéticos acerca de su personal
inmortalidad. Otro cauce de su ensueño es el que conduce
hacia el porvenir de España. ¿Un porvenir concreto y pre­
visible, acaso, por el estilo de los que contienen los progra­
mas políticos al uso? No, no es éste el porvenir que sueña,
Unamuno.

No es tu reino, ¡oh m i patria!, de este m undo,


(4 . P., 278.)

dice a España desde la cumbre de Gredos. Su ensueño de


España, ese que le consolaba en el destierro—“¡consuelo del
ensueño de mi España!”, escribió en Francia, junto a la raya
de Irún—no está hecho de fábricas potentes y de hoteles con­
fortables. Es nada menos que un modo—el modo español—
de vivir humanamente. Luego hemos de verlo.
La palabra “ensueño” constela los libros de Ázorín. Es
asi porque para Azorín, como para Unamuno, sólo soñando
alcanza el hombre vida auténtica. “La realidad no importa;
lo que importa es nuestro ensueño”, piensa Antonio Azorín
vagando y forjando sueños por las calles de Toledo (5). A
igual conclusión que su criatura llega su creador en el pró­
logo al libro Tomás Rueda: “De la realidad pasamos, en esta
novela de Cervantes—El Licenciarlo Vidriera»—, al pleno en­
sueño. Y tal vez ese ensueño es la más auténtica reali­
dad” (6). Más auténtica realidad tuvo la vida de Alonso Qui­
jano, luego de quijotizarse, y la ele Tomás Rueda, después de
sentirse vidriado, que antes de sus esenciales metamorfosis.456
(4) Paisajes del alma, 91.
(5) “La voluntad”, O. S., 151.
(6) “Tomás Rueda”, O. 3., 551.
Porque, según Azorín, la verdadera, realidad de la vida hu­
mana consiste en la idea que de ella tiene su titular y ge­
rente, el hombre que la hace, la siente y responde de ella:
“en realidad—escribe una vez—, la vida no es más que la.
representación que tenemos de ella” (7).
Estas consideraciones sobre la vida humana en general
las aplica Azorín al entendimiento de su propia vida de es­
critor y al de la, vida espiritual de toda su generación. En
la dedicatoria de su libro Antonio Azorín se cree en el deber
de confesar desde dentro a su homónimo: “La vida de mi
amigo Antonio Azorín—dice José Martínez Ruis a Ricardo
Baroja—no se presta a más complicaciones y lirismos... No
le sucede nada extraordinario, tal como un adulterio o un
simple desafío; ni piensa tampoco cosas hondas, de esas que
conmueven a Ies sociólogos. Y si él y no yo, que soy su
cronista, tuviera que llevar la cuenta de su vida, bien pudie­
ra repetir la frase de nuestro común amigo Montaigne: Je
ne puis tenir registre de ma vie par mes actions; fortune
Ies met trop has: je le tiens par mes fantaisies" (8). Azorín,
como Montaigne, prefiere que se le tengan en cuenta sus
ensueños a sus acciones.
Así fuá, lírica, ensoñadora, nada activa, según el modo
habitual de entender esta palabra, la época entera del 98.
Así, por lo menos, la ve Azorín: “aquella época del 98 era
hondamente lírica” (9). Sus hombres no se señalaron por
sus acciones, sino por sus ensueños. Y éstos, buena parte
de éstos, habrían nacido de la tristeza que en aquéllos en­
gendraba su sentir de España: “sus escritores eran tristes
—ha escrito Azorín— ... ¿Por qué, fundamentalmente, se era
triste?... No se diga, como suele, que la tristeza provenía
de la consideración del Desastre colonial. Nos entristecía el789

(7) “L o s pueb lo s” , O. 8., 369,


(8) “A ntonio A zorín”, O. 8., 195.
(9) “M adrid”, O. 8\, 1007.
Desastre, Pero no era, no, la causa política, sino psicológica,
Emanaba, a no dudarlo, del replegamiento sobre sí mismo
ele estos escritores. Replegamiento a que obligaba el cansan­
cio, ya naciente, de una sociedad—la sociedad de la Restau­
ración—que llegaba a su final, acaso trágico final” (10). Tris­
tes, ambiciosos, replegados sobre sí mismos, los escritores
del 88 analizan acremente la España que ven y van soñan­
do una España ideal. Haciendo otra España, según la in­
terpretación de Azorín, porque de los sueños de los artistas
estarían hedías, rnás que de cualquier otra cosa, las patrias
todas: “Amemos la tierra española—nuestra madre—, y
amemos ios grandes hombres que han puesto en esta tierra,
un hálito de idealidad y de espiritualidad. La Patria es pre­
cisamente—por encima del territorio, de la raza, de la len­
gua y de las religiones—ese ambiente sutilísimo que los ar­
tistas han creado” (11).
Antonio Machado empezó a soñar de adolescente, según
confesión propia—él mismo nos recuerda

el amplio cuarto sombrío


donde yo empecé a soñar-—;
CP. G ., 70.)

y a soñar quimeras, oficio de poeta, dedicó lo mejor de su


vida. Rubén Darío le ha visto montado sobre el caballo ala­
do de sus sueños, camino de esa tierra a que sólo' el ensueño
puede conducir:
Montado en un raro Pegaso
un día al imposible fué.

Una parte de sus quimeras tocaban a la estricta inti­


midad de su persona lírica: esos “caminos de la tarde” que
fué soñando, según declara el comienzo de mi famoso poema
(10) Ibkl., 993.
(11) “ O tra s p á g in a s” , O. 8., 1162.
suyo; esos frutos encantados que un claro día de marzo le
vió perseguir:
Que tú me viste hundir m is manos puras
en el agua serena,
para, alcanzar los frutos encantados
que hoy en el fondo de la fuente sueñan...
CP. O., 18.)

La otra parte de las quimeras que soñó atañían al futu­


ro de España. En un capítulo anterior expuse la concepción
machadiana del ensueño como acto poético. Más adelante
trataré de construir, sobre las palabras del poeta, la línea de
su España soñada.
¿Y qué otra cosa sino soñar hizo de por vida el poeta
don Ramón del Valle-Inclán? La ruina de aquella España le
hacía soñar aventuras de conquistador, como a Cara de Plata
su fracaso en el alijo de armas de Los cruzados de la cau­
sa: “Sentía, con el fracaso de la empresa, una interior sa­
tisfacción de ánimo. Por primera vez se le mostraba la vida
llena de perspectivas atrayentes y temerarias. ¡Era aquella
la vida soñada y añorada desde niño!” (12). Valle-Inclán,
más infortunado que su héroe, no llegó a ver hecha realidad
ninguna de las vidas de su ensueño; entre otras cosas, por­
que vivir fué para él soñar. Soñó mundos poéticos y nove­
lescos :
Era yo otro tiempo pastor de estrellas
y la, vida como luminoso canto...;
(O. a ., ii, 1900.)

soñó para sí mismo vidas imposibles, quebradas luego o


abandonadas antes de ser conseguidas:
Soñé laureles, no los espero,
y tengo• el alma libre de hiel.
(O. O., II, 1891.)

(12) O. C„ I, 603.
¿Podía dejar Valle-ínclán de soñar, puesto que soñar fué su
oficio, una posible vida de España?
'Valga otro tanto para Baroja. De niño soñó, como todos,
más que todos, acaso, aventuras robinsonianas y juliovernes-
cas: “Soñábamos—éi y su hermano Ricardo—con islas de­
siertas, con hacer pilas eléctricas, corno el ingeniero Ciro
Sraith.,. Mucho tiempo me resistí a creer que tendría que
vivir como tocio el mundo; al último no hubo más remedio
que transigir” (13). De adulto soñaba, no contando sus crea­
ciones novelescas, con un imposible ideal de constante cam­
bio y renovación: “Mi ideai sería cambiar constantemente de
vida, de casa, de alimentación y hasta de piel” (14). Y ya al
fin de su vida, ha descrito su tránsito por este mundo como
un caminar continuo, sin objeto, cantando y silbando can­
ciones alegres o tristes, según el humor y el reflejo del am­
biente en su espíritu. A veces—dice Baroja—“intentaba acer­
carme a la ciudad; pero al querer entrar en ella me paraban
y me ponían como condición para pasar el dejar a la entra­
da unos sueños gratos, más gratos que la vida misma.
—No, no; prefiero volver al camino—murmuraba.
Y seguía marchando con la chaqueta al hombro, al azar,
sin objeto, cantando, silbando y tarareando, estremeciéndo­
me con los rumores del campo, con el ruido del agua en el
arroyo y el cantar agorero de las cornejas” (15).
Soñando ha pasado su vida Pío Baroja, según' confesión
propia, desde que anhelaba una existencia aventurera hasta
su senectud, cuando conoce “el árbol en que cantan los rui­
señores y la estrella que lanza su mirada confidencial en la
noche”. Y también él, entre sus innumerables ensoñaciones
literarias e íntimas, ha concebido el sueño ele una España
posible.

(13) Juventud , egolatria, 117-18.


(14) IUd., 62.
(15) Memorias, II, 86.
Soñador fué, en fin, el triste, el optimista, el desespera­
do Angel Ganivet. Muy peco antes de morir envió su perso­
nal contribución al que luego se llamó El libro de Granada.
Un pequeño poema. “La canción de la piedra”, construido
sobre el pensamiento calderoniano, cuenta líricamente la en­
traña soñadora de su espíritu:
Vida y m uerte sueño son
y iodo en el mundo sueña;
sueño es la vida del hombre,
sueño es la muerte en la piedra.

8 i muerte y vida son sueño ,


si todo en el mundo sueña,,
yo doy mi vida de hombre
por soñar, muerto en la piedra,.
(O. O., II, 720.)

Ganivet, soñador de sí mismo y de España, sentía en el


hondón de su alma que sólo más allá de la muerte puede
hallar el hombre satisfacción plenaria a estos sueños con
que llena el vacío de su vida en el mundo: sólo entonces
podrá ser actualidad todo lo que ahora no alcanza a ser
sino posibilidad. Pocos meses más tarde mostraba, trágica­
mente la terrible sinceridad con que había escrito' esos ver­
sos estremecedores.
Todos los hombres del 98 han hecho del ensueño la acti­
vidad cardinal de su vida. Antes expuse la esencial función
que el acto de soñar cumple dentro de la economía del exis­
tir humano. Sin la compañía de su mundo ideal, no cabrían
al hombre sino dos recursos: la animalización, por entrega
frontal a los estímulos inmediatos de su ambiente—el “des-
hombrecimiento”, como diría Ouevedc—o el suicidio. Supues­
ta tal misión genérica del ensueño, ¿qué significación con­
creta tienen los que a lo largo de su vida van creando los
hombres del 88? Más ceñidamente aún: ¿qué son para ellos
sus propios ensueños acerca de la España posible?
Creo que dos cosas: un método y una meta, Del ensueño
hacen un camino para llegar a la España que consideran
íntima y auténtica; en él hallan, además, el recurso mágico
con que se traban en unidad posible todos los elementos 'de
esa España, Veamos sucesivamente estas dos dimensiones del
ensueño en el espíritu de los escritores c'iel 98.

EL C A M IN O H A C IA D E N T R O

Situémonos imaginativamente en los años terminales de


nuestro siglo xsx. España va mal. Los espíritus más delica­
dos y avizores han comenzado a sentirlo en medio del opti­
mismo bobo que impera durante la Restauración; el desas­
tre de 1898 lo demuestra con dolorosa patencia a los más
ciegos. Y si España va mal, ¿ qué deberá hacerse para reme­
diar sus males ? Cada esquina de España oculta un terapeuta
de la dolencia patria, y las recetas menudean y circulan
tanto como los vencejos en los cielos del estío. Es, ya lo sa­
bemos, la época de la “regeneración”.
Es muy diverso el contenido de las recetas regenerativas.
En algo coinciden, sin embargo, todas o casi todas ellas. Casi
todas proponen que España cambie de ocupación y se entre­
gue a las empresas con que entonces se ve prosperar a los
pueblos: reconstrucción agraria, reforma de la enseñanza, in­
dustrialización, ordenación social justa, trabajo callado, etc.
Si hasta entonces España ha pensado preferentemente en la
acción exterior, continuando por inercia y sin grandeza su
pasado de nación conquistadora, ahora, deben pensar los es­
pañoles en los quehaceres domésticos que despreciaron, en
el riego ds sus campos, en sus escuelas, en la. repoblación
de sus bosques talados. Nacen así los lemas de la época: “es­
cuela y despensa”, “doble llave al sepulcro del Cid”, “euro­
peización”, etc. Señálense a España, en suma, nuevos que­
haceres externos y se indican las nuevas metas de su opera-

3S1
eión. Frente a esta tendencia “hacia afuera”, irán levantan­
do los soñadores del 98 su tendencia “hacia dentro”.
Hay un hecho sobremanera significativo. El artículo que
encabeza el primer número de la revista Alma Española es
de Galdós y se titula “¡Soñemos, alma, soñemos!” Pronto
se hará famoso este artículo. También Galdós quiere soñar
y exalta la necesidad que los pueblos tienen de “un ensueño
constitutivo y crónico”.
¿En qué consiste el sueño de Galdós ? Su ensueño, su mo­
desto ensueño—Valle-Inclán llamará, a Galdós, en un esper­
pento, el Garbancero; Baroja le juzga diciendo que “no ha­
bía en él la más ligera posibilidad de heroísmo” (16)—, no
es utopía de soñador, sino providencia doméstica: Galdós se
limitará a prescribir con cierto calor oratorio los quehaceres
que antes habían aconsejado los arbitristas de la regene­
ración.
No menos expresivas del contraste entre los hombres de
la generación que llamamos del 98 y los que les anteceden
son las contestaciones a la encuesta—“enquesta”, diría Una-
muno—abierta por Alma Española, acerca del porvenir de
España y las condiciones de su engrandecimiento. “¿Dónde
está el porvenir y cuál debe ser la base del engrandecimien­
to de España?”, preguntaba la revista. Tomemos dos res­
puestas muy características e igualmente señeras: la de Ca-
jal y la de Unamuno. Cajal contestó con la frase que tantas
veces hemos visto reproducida sobre un retrato suyo, en que
aparece, provecto ya, sentado ante el microscopio de su ti­
tánica labor: “Cultivar intensamente los yermos de nues­
tra tierra y de nuestro espíritu...” Propone Cajal, en suma,
aprovechar los ríos y las inteligencias.
A Unamuno le parecen demasiado obvias y superficiales
todas esas recetas. Comienza diciendo: “Me parece imposible

(16) “ D iv agacio n e s de a u to c rític a ” , en Divagaciones apasictiw-


ftoSj 32.
responder bien a esta pregunta... El porvenir de España...
no puede estar en un punto determinado ni puede responder
un espíritu amplio que esté aquí o allí. Eso queda para los
sectarios, sean del género que fueren.,.”. Bien se le alcanza
que España “necesita adquirir hábitos de trabajo, ahogar
el espíritu de mendicancia que nos corroe, aplicarse a indus­
trias y rehacer la instrucción en sentido más práctico” ; pero
—añade—“ni esto basta, ni eso puede ser la base de nues­
tra renovación”. No, no es ese el verdadero camino. Nuestra
sacudida vital debe ser “ele orden espiritual, y más aún de
orden religioso. El que no se ejercita a establecer por sí y
ante sí, de un modo cualquiera, sus relaciones con. el cíelo...
apenas logrará fijar sus relaciones con el mundo, mediante
el trabajo”. De ahí la tajante conclusión de Unamuno: “Creo
que será engañoso y sólo aparente tocio engrandecimiento
futuro de España que no se base... en un modo de concebir
y sentir la vida religiosa y la libertad de la conciencia cris­
tiana, enteramente distinto del modo como hoy la conciben
y sienten los más de los españoles” (17). Seis años antes,
en 1897, había escrito Unamuno a A.zorín palabras que ya
conocemos y que conviene ahora repetir: “No espero nada
de la japonizacíón de España... Lo que el pueblo español ne­
cesita es cobrar confianza en sí mismo, aprender a pensar y
sentir por sí mismo, y no por delegación, y, sobre todo, tener
un sentimiento y un ideal propios acerca de la vida y de
su valor”.
Las dos respuestas son típicas. Caja!, representante aho­
ra de todos los regeneradores que anteceden al grupo del 98,
da recetas pertinentes al quehacer externo de los españoles.
Unamuno, adelantado y primogénito de su generación, pide
(17) A lm a Española, núm . 5, 6-XIÏ-1903. E n Recuerdos de m i vida
(3.a ed., 1823, p á g . 294) C aja!, un poco so n ro jad o de su an tigu o aire
de p red icad or y y a de vuelta, de él, d a un e x tra c to de sus re c e ta s
regenerativas (véase, sobre este tema,, m i Menéndez Pelayo, pági­
nas 97 y sig s.).
algo muy distinto: cifra la renovación cíe España en una. re­
moción íntima de los españoles—espiritual, religiosa—y en
la consecución de un sentimiento y un ideal de la vida autén­
ticamente nuestros, rigurosamente propios ele España. Ca­
ja! propone a los españoles quehaceres externos distintos de
los anteriores; Unamimo exige una suerte de previa conver­
sión religiosa> una metánoia española por autovisión de la
propia intimidad. “Intericrismo”, he llamado en alguna oca­
sión a esta consigna de la generación del 98. Para que los
españoles puedan hacer algo, es preciso que empiecen por
conocer la arcana verdad de su propio ser, velada por los
cendales de la historia, y sepan fundar sobre ella una visión
del mundo original y fecunda.
Esta proposición de Unamuno va a ser el tema de su ge­
neración. Mas ya sabemos que los grupos generacionales son
constitutivamente indefinidos, y uno de los modos de inde­
finirse atañe a los temas en que sus hombres se ocuparon.
“No hay actitudes ni temas rigurosamente privativos de la
generación del. 98”, dije en una de las páginas iniciades de
este libro; y si uno se decide a indagar con atención los pre­
cedentes de la consigna interiorista, verá confirmado tal
aserto. Interiorista fué, a su modo, Joaquín Costa, el tenan­
te ibero. “Europeización, pero sin desespañolizar”, clamaba.
Unamuno ha visto con gran agudeza el tremendo contrasen­
tido de Costa, “uno de los españoles más antieuropeizantes”,
—más iberizantes, más castizos en el modo de ser y más cas­
ticistas en el de pensar—metido a apóstol de la europeización
de España (18). Los trabajos científicos de Costa, si cabe lla­
marles así (sus investigaciones sobre literatura y mitología
celto-hispanas, sus estudios en torno a la historia de nues­
tro Derecho), se proponían en último extremo determinar
“científicamente” la peculiaridad castiza de la vida españo­
la. “El español—escribió Costa—penetra dentro de sí propio

(18) “ So b re l a tu m b a de C o sta ” , Ensayos, I, 907.


y encuentra por ventura que lleva un hombre en potencia,
cabalmente el hombre que nos hace falta.” La frase es re­
veladora. Costa, que en más ce una ocasión expuso la nece­
sidad de volver a los Reyes Católicos, pretendía descubrir
lo que en la vida de España es radicalmente castizo y zam­
bullir luego al español en los senos mismos áe su propia pe­
culiaridad, a fin ele que se hiciese actualidad operante—ener­
gía, diría un aristotélico—el hombre que en potencia lleva,
centro de sí.
Interiorista fué también Menéndez Pelayo; interiorista a
través de la historia, si se quiere mayor precisión. Quiso
don Marcelino—en su mocedad sobre todo—que los nacidos
en España volviesen a ser españoles gemimos. ¿Cómo? Ya
conocemos su receta: desempolvando' los libros de nuestra
gran época e impregnándonos del espíritu que en ellos late. El
interiorismo de Menéndez Pelayo postula una reconquista de
nuestro espíritu, corrompido por la extranjerización de Es­
paña en los siglos xvm y xiz, mediante el recuerdo de nues­
tras olvidadas creaciones intelectuales y artísticas. Quiere
Menéndez Pelayo, en suma, que los españoles se metan en
sí mismos por la vía de su propia historia (19).
Más o menos deliberadamente, en esta línea se sitúan los
jóvenes del 98. Todos ellos van a ser interioristas, cada uno
a su modo. Pero el interiorismo de la generación del 98, su
tendencia a buscar la autenticidad de España dentro de Espa­
ña misma., tendrá un matiz original. Frente al tosco, seudo-
científico e iberizante .interiorismo de Costa, el suyo será o
pretenderá ser delicado, poético y humano; frente al interio­
rismo liistoricista de Menéndez Pelayo, ellos postularán otro
más íntimo aún, intrahistórico, por usar la consabida expre­
sión unamunesca. No en vano son más soñadores que dema­
gogos; y llegan al mundo de su ensueño, no lo olvidemos,

(19) E n m i Menéndez Pelayo he m o strad o el g iro que la m ad urez


de don M arcelino im puso a l ca sticism o histórico de su juventud.
heridos por la historia que han visto, enemistados contra la
idea misma de la Historia.
Desde sus primeros escritos proclamó Unamuno la con­
signa interiorista. Conocer a España sería la primera obli­
gación de los españoles y tal vez la más incumplida: “Espa­
ña está por descubrir—decía—y sólo la descubrirán españo­
les europeizados. Se ignora el paisaje, el paisanaje y la vida
toda de nuestro pueblo” ; “en España—añade, poco después—
el pueblo es masa electoral y contribuíble. Como no se le
ama, no se le estudia, y como no se le estudia, no se le co­
noce para amarle” (20). A través del pueblo y no de la na­
ción, de la intrahistoria y no de la historia, pretende Una-
muno llegar a la verdadera intimidad de España; quiere, se­
gún sus palabras, “descender, desnudo de toda visión histó­
rica, a nuestro profundo seno” (21). Acompañemos a don
Miguel en su descenso a las profundidades de España,
Es el nuestro un viaje de exploración. Distingamos en
él, en consecuencia, los cuatro momentos que en toda explo­
ración cabe distinguir: el punto de partida, el método de la
penetración, la meta del descenso y el contenido de nuestro
hallazgo. Más concisamente: de dónde parte Unamuno, a dón­
de va, cómo va y qué encuentra a su llegada.
Parte Unamuno de la situación histórica en que vivió.
Más exactamente aún, de la idea que de España tenían los
españoles en aquella situación histórica. Cree don Miguel que
los españoles desconocen a España, a lo cual contribuyen
dos causas: su escasa atención a la realidad viva de nuestra
Patria y el convencimiento tópico- de que a los pueblos se les
conoce por su historia visible y relatada, A la desatención
de los demás opondrá Unamuno el amor, un muevo modo de
amar a España; al historicismo retórico y consueto, un nue­
vo método de conocimiento.

(20) “E n torn o a l c a sticism o ” , Ensayos, I, 121 y 123.


(21) IbU., 105.
El método de que se vale Unamuno para, descender a la
intimidad genuina de España consiste en estudiar amorosa
y poéticamente los tres elementos de nuestra verdadera pe­
culiaridad: el paisaje, el paisanaje y las creaciones no inte­
lectuales de nuestro espíritu. La vivencia del paisaje español
ge convierte así en un imperativo patriótico; la contempla­
ción de la tierra se trueca en “lección de patriotismo”, se­
gún expresión del propio Unamuno en Andanzas y visiones
españolas. Luego expondré lo que Unamuno encuentra si­
guiendo esta vía de la emoción telúrica.
Del paisanaje estudia la costumbre y, sobre todo, el len­
guaje vivo. Recuérdese, por lo que toca a la costumbre, lo
dicho en un capítulo anterior. Pero en lo que Unamuno ha
puesto más ahinco, según su propia declaración, “es en sacar
a ras de lengua escrita voces de la lengua corrientemente
hablada, en desentoñar y desentrañar palabras que chorrean
vida según corren frescas y rozagantes de boca en oído y
de oído en boca de los buenos lugareños de Castilla y de
León” (22). Así entiende don Miguel la palingenesia de Es­
paña por que entonces tanto se clamaba. Es a esto a lo que
llama reiteradamente “chapuzarse en pueblo”, sumergirnos
en nuestro plasma germinativo— ¡otra vez la sugestión del
pensamiento biológico!-—■, aprender del pueblo: “para ense­
ñar al pueblo hay que aprender primero de él”, reza un man­
damiento muy imamuniano y aún de toda la generación del
98 (23). Chapuzándose en pueblo, a la vuelta de su excur­
sión juvenil por los campos del pensamiento europeo moder-

(22) “V id a de D on Q uijote y San ch o ” , Ensayos, II, 240. N o es un.


a z a r que tam b ién M enéndez P e lay o p ro p u g n a se com o re c e ta re gen e­
ra d o ra del idiom a “volver a la len g u a v iv a de los rú stic o s” (v éase m i
Menéndea Pelayo, p á g . 112).
(23) “E n torno a l ca stic ism o ” , Ensayos, I, 125, y “L a re g e n e ra ­
ción del tea tro esp añ ol” , Ensayos, I, 160 y 163. L a gen eración que
sig u e a la del 98 (O rtega, d’O rs, H e rre ra) e n sa y a rá a este resp ecto
u n a a ctitu d en teram en te d istin ta.
no, habría descubierto Unamuno y tomado gusto “a nues­
tra vieja sabiduría africana, a nuestra sabiduría popu­
lar” (24). En otro apartado veremos lo que para Unamuno
es y puede ser esta sabiduría popular que nos enseña el pai­
sanaje de España.
Tercera vía ele acceso a nuestra intimidad genuina es el
estudio interpretativo- y poético—soñador, en último extre­
mo—de las creaciones no intelectuales de nuestro espíritu.
Las intelectuales no sirven, porque la inteligencia razonado­
ra es cosa externa, formal, de superficie, y sus productos
moneda intercambiable entre todos las hombres. El arte, en
cambio, “parece ir más asido al ser y éste más ligado que
la mente a la nacionalidad” (25); y quien dice el arte, dice
también las obras nacidas de la actividad no racional de
nuestro espíritu, como la mística. Será Unamuno fiel a su
programa. Reiteradamente, a lo largo de muchos años, ha
intentado llegar a nuestra “primitiva e íntima esencia”, como
él dice, por el camino de nuestras creaciones artísticas y re­
ligiosas. Bien conocida es su técnica, tan viva y personal.
Mediante un proceder entre positivo y poético—ensamblan­
do textos y soñando poéticamente sobre ellos—, interpreta
las grandes creaciones espirituales de nuestra casta: Don
Quijote, Segismundo, el Cristo de Velázquez, la -obra de San
Juan de la Cruz, de Santa Teresa y de San Ignacio. Quede
para luego la tarea de dar cabal explanación a los resultados
de su ensueño interpretativo.
Tras el “de dónde” y el “cómo”, el “a dónde”. ¿A dónde
quiere llegar Unamuno en su aventura exploratoria? Ya lo
sabemos: a la intimidad verdadera de España, a nuestra,
"primitiva e íntima esencia”. Pero esto no pasa de ser un
rótulo indicador. Tratemos de ver en qué consiste, dentro

(24) “ Sob re l a europeización ” , Ensayos, I, 893.


(25) “E n torn o a l c a stic ism o ” , Ensayos, I, 16.
del pensamiento de Unamuno, esa primitiva e íntima esen­
cia de España.
Llega Unamuno, según él mismo nos dice, a nuestra in-
traliisíoria, y en ella se le revela lo que en varias ocasiones
llama la “casia íntima” de España, por oposición a la. oca­
sional y mudadiza "casta histórica” de los casticistas super­
ficiales. Es “el nimbo colectivo, la hondura del alma común
en que viven y obran todos los sentimientos, deseos y aspi­
raciones que no concuerdan en forma definida, la verda­
dera subconciencia popular” (28). En otro lugar define a la
casta íntima como una “constitución interna”, entendida
trasponiendo a la intrahistoria y al futuro la idea de aquel
“contrato social” que Rousseau vio—-erróneamente, según
Unamuno—, en la historia y en el pasado: "porque hay en
formación, tal vez inacabable, un pacto inmanente, un ver­
dadero contrato social intrahistórico, no formulado', que es
la efectiva constitución interna de cada pueblo” (27). Por
imperativo de nuestra “constitución interna”, “casta íntima”
o “subconciencia popular” tendríamos les españoles nuestra
peculiaridad y seríamos esencialmente ajenos, en consecuen­
cia, al espíritu que suele llamarse europeo y moderno. “¿No
será cierto—se pregunta Unamuno—que, en efecto, somos
los españoles, en ¡o espiritual, refractarios a eso que se llama
cultura europea moderna?”. Y a solas con su conciencia, se
responde: “No; no eres europeo, eso que se llama .ser euro­
peo; no; no eres moderno, eso que se llama ser moder­
no” (28).

(26) Ibid., 122.


(27) Ibid., 31-32.
(28) “ Sobre la eu ropeización ” , Ensayos, I, 889 y 893. U nam uno
a c e p ta su p ro p ia re sp u e sta en tre re sign ad o y o rg u llo so : “Y si a sí
fu e ra ¿ h ab ríam o s de a co n go jarn o s por ello ? ¿ E s que no s e puede
vivir y m orir, sobre iodo m orir, morir bien, fuera de esa dich osa cul­
t u r a ? ” L u ego verem os la s razon es de s u re sign ació n y su orgullo.
Pero Unamuno no es nacionalista, aunque sienta de modo
tan esencial su condición de español. El es y quiere ser hom­
bre, nada más y nada menos que hombre. Por eso no hace
de la casta íntima un casticismo estrecho y aislacionista,
sino, mucho más generosamente, un modo de ser hombre.
En cuanto los españoles sepamos serlo de veras, alcanzare­
mos la gloria de ser hombres verdaderos: tal es el lema del
casticismo humanista de Unamuno. Aspira a fundir en uni­
dad viva el “amor al campanario” y el “amor a la patria
universal humana” (29) y quiere hallar la “la humanidad en
nosotros” ; no la abstracta humanidad de los racionalistas
y jacobinos, sino la que en todo instante está haciéndose
vida a través de la casta: “Humanidad, sí, universalidad
—dice— ; pero la viva, la fecunda, la que se encuentra en
las entrañas de cada hombre, encarnada en raza, religión,
lengua y patria, y no fuera de ellas, no en el abstracto con­
tratante social de los jacobinos” (30). A fuerza de ser esen­
cialmente españoles, lograríamos ser humanos, universales y
eternos: “La tradición eterna española, que al ser eterna es
más bien humana que española, es la que hemos de buscar...",
postula con manifiesta reiteración (31); y debe ser así, por­
que, según la metafísica de Unamuno, “lo absolutamente in-

(29) “E n torno a l ca stic ism o ” , Ensayos, I, 103.


(30) "A r te y cosm opolitism o” , Ensayos, II, 1124. R ecu érd ese ta m ­
bién su soneto “E l co n tratan te so c ia l” (A. P., 14.8). P o r eso puede
decir U n am un o con cie rta se ried ad que “ el m e jo r libro de H isto ria
U n iv ersal, el m á s d u rad ero y extendido y el de h isto ria m á s v e rd a ­
deram ente u n iversal, se ría el de quien a c e rta se a c o n ta r con to d a su
v id a y su h ondura la s ren cillas, los ch ism es, la s in tr ig a s y lo s cabildeos
que s e tra e n en C a r b a jo sa de l a S ierra, lu g a r de tre scien to s vecinos,
el a lca ld e y la alca ld e sa , el m a e stro y la m a e stra , el se c re ta rio y su
novia, de u n a p arte, y de la o tra el c u r a y su am a, el tío R oque y la
t í a M ezuoa, a sistid o s u n os y o íro s p o r coro de am b o s se x o s” (“V ida
de Don Q uijote y San ch o” , Ensayos, II, 201).
(31) “E n to m o a l c a stic ism o ” , Ensayos, I, 22; "M á s sobre la cri­
s i s del p atrio tism o ” , Ensayos, I, 812.
dividual es lo absolutamente universal” (32). Ahondando en
la España íntima llegaríase, en fin, a la “España celeste”,
porción de la Jerusalén celestial dentro de la teología una-
mundana de la Historia (33).
Adentrándose en España, quiero decir, soñando por 1a.
triple vía del paisaje, del paisanaje y de nuestras creaciones
espirituales, llega Unamtino a la hombreidad y a la Divini­
dad, según la idea unamimiana del hombre y ele Dios. Con
lo cual conocemos ya el “de dónde”, el “cómo” y el “a dónde”
de su viaje a los senos de nuestra vida humana y española.
Queda por indagar el contenido de su hallazgo o, si se quiere,
la figura de su España soñada. No tardaremos en verla ante
nuestros ojos.
El interiorisme de Ganivet ha sido expresado por él en
unas palabras famosas: “Una restauración de la vida entera
de España no puede tener otro punto de arranque que la con­
centración de todas nuestras energías dentro de nuestro terri­
torio, Hay que cerrar con cerrojos, llaves y candados, todas
las puertas por donde el espíritu español se escapó de Es­
paña para derramarse por los cuatro puntos del horizonte,
y por donde hoy espera que ha de venir la salvación; y en
cada una de esas puertas no pondremos un rótulo dantesco
que diga “Lasciate ogni speranm”, sino este otro más con­
solador, más humano, muy profundamente humano, imitado
de San Agustín: Noli foras iré; in interiore Hispaniae habitat
veritas” (34). Propugna Ganivet en estas líneas un interio-

(32) “V ida de Don Q u ijote y San ch o” , Ensayos, II, 202.


(33) R em ito a l so n eto “ A l D ios de E s p a ñ a ” , A. P,, 146, y al breve
com en tario que a c e rc a de él hice en uno de los cap ítu lo s precedentes.
(34) “Id ea riu m ” , O. G., I, 217. E n otro lu g a r eleva e sta consign a
p a r a la v id a españ ola a principio g e n e ra l: “Im p o rtan te es la, acción
de la raza, p o r m edio de l a fu e rza, pero es m á s im p o rtan te su acción
ideal; y ésta, a lc a n z a sólo su apo geo cuando se ab an d on a la acción
exterior y se concentra dentro del territorio tod a la vitalid ad n acio­
n al ” (Ibid., 165).
rismo político, operativo; y es, sin duda, la fuerza de su
propio mandamiento, la que le conduce a ejercitar su inte-
riorismo contemplativo y definidor. El piensa y sueña, no
legisla.
En un capítulo precedente expuse los caminos del inte-
riorismo contemplativo de Ganivet, tan próximos a los que
Unamuno sigue. Basta con lo allí dicho. Aquí me limitaré a
mostrar la leve diferencia que, dentro de su indudable y pro­
fundo parecido, existe entre el interiorismo de Ganivet y el
de Unamuno.
Me servirá para ello el fragmento de Ganivet antes trans­
crito. Dice el granadino, imitando a San Agustín: “Noli joras
iré; in interiore Hispcmiae habitat veritas.’' Pero no es eso
lo que San Agustín enseña en su archiíamoso texto. He aquí
sus palabras: “Noli joras irés in te ipsum redi: in interiore
homine habitat veritas; et si animam mutabilem inveneris,
transcende te ipsum” (de vera reí., 39, 72). No dice San Agus­
tín que la verdad habita “en el interior del hombre” (in inte­
riore hominis), sino “en el hombre interior” (in interiore
homine), conforme a la antropología paulina. Si Ganivet hu­
biese imitado fielmente a San Agustín, debería haber dicho
que la verdad habita “en la España interior” (in interiore
Híspanla) y no “en el interior de España” (in interiore His-
prniae).
¿ De qué depende ese levísimo trueque ? ¿Es un error o se
debe a un deliberado propósito de Ganivet? No lo sé. Sea,
empero, errónea o deliberada la mudanza, muestra con bas­
tante nitidez el decisivo matiz que separa al casticismo de
Ganivet del casticismo de Unamuno. Unamuno busca la ver­
dad de España en la España interior, intrahistórica; y como
no quiere descansar sobre lo mudable, sino en lo eterno, sigue
el consejo del texto agusíiniano y la trasciende, hasta llegar
a la eternidad viva y sobrehumana ele una platónica “España
celeste”. Ganivet, fiel a su errónea versión de San Agustín,
trata de hallar nuestra verdad en el interior de España, en
un “eje diamantino” o “núcleo virginal" subyacente a las
vicisitudes de nuestra historia y ajeno a ellas. Según Una-
muno, la “casta íntima” o “tradición eterna” de España se
iría haciendo inacabablemente, hasta la anacefaleosis final;
dentro del implícito pensamiento de Ganivet, la casia espa­
ñola se va desplegando con mayor o menor fidelidad, a sí mis­
ma, según hayan sido y sean los azares exteriores de la
historia de España, Ganivet es, en sustancia, mucho más
casticista que Unamuno (35).
En el capítulo De la a,cción oí ensueño he relatado la
fugaz aventura “regenerativa” de Azorin, Baroja y Maeztu.
El panfleto que los tres redactaron en 1897 proponía, como
los de Costa, Galdós y Maclas Picavea, reformas agrarias e
hidráulicas, repoblación de montes, todo el programa consa­
bido. Ya sabemos cuál fué la contestación de Unamuno: “lo
que el pueblo español necesita es aprender a pensar y sentir
por sí mismo, y tener un sentimiento y un ideal propios acer­
ca de la vida y de su valor”.
Esta incitación prende sin demora en el ánimo de todos.
Pronto juzgarán tarea mucho más importante conocer la
verdad de España y darla a conocer a los españoles, que
embarcar a éstos en los quehaceres domésticos de la rege­
neración. Las páginas de senectud que dedica Azorin a vin­
dicar la hazaña de su generación expresan nítidamente su
rápido giro hacia el interiorismo teorético y sentimental:
“Estaba ya descubierto el paisaje de España, y estaban des­
cubiertas las viejas ciudades y las costumbres tradicionales
—escribe Azorin—■. Pero nosotros hemos ampliado esos des-

(35) HI co n traste que acabo de estab lecer no im pide que U nam uno,
sabién dolo o no, escríb a u n a vez errón eam ente el te x to de S a n A g u s­
tín. In interiore hombría habitat ventas, reza el “m o tto ” de su en sayo
¡Adentro! T a l vez se trate, sin em b argo , de u n a deform ación person al
de la f r a s e agu stin ian a, porque U nam uno, a diferencia- de lo que suele
h a c er cuando tran scrib e p a la b r a s a je n a s, no la refiere a S a n A gu stín
ni a a u to r alguno.
cubrimientos y hemos sabido dar entonación lírica y senti­
mental a cosas y hombres de España... Lo que los escrito­
res del 98 querían era, no un patriotismo bullanguero y apa­
ratoso, sino serio, digno, sólido, perdurable. A ese patrio­
tismo se llega por el conocimiento minucioso de España. Hay
que conocer—amándola—la historia patria. Y hay que co­
nocer—sintiendo por ella cariño—la tierra española.” “En.
parte alguna de Europa—añade poco después, comentando
el libro Los males de la Patria, del ingeniero Lucas Mallada—.
tienen las cosas tan definida y fuerte personalidad como en
el desierto de España” (36).
No abandona Azorín sus predicaciones en pro de la re­
forma interior española. En varios de sus libros—Antonio
Azorín, Los pueblos, La ruta de Don Quijote—clama y clama
por la transformación de nuestra arcaica agricultura, por-
la industrialización de España, por el mejoramiento de la
vida rural española (37). Poco a poco, sin embargo, va sien­
do más fiel a la condición ensoñadora de su espíritu, y su
actitud ante España será el puro interiorismo contemplativo.
La visión estética del paisaje y la rememoración de nuestra
historia, según la técnica evocativa que antes mostré, son
los métodos más empleados por Azorín para llegar a. la inti­
midad de la vida española. Pronto contemplaremos nosotros
lo que en ella descubre.
También Baroja ha confesado abiertamente su interioris­
mo. En su conferencia Tres generaciones describe la suya, la
de 1898, aunque él prefiera atenerse a la fecha de nacimiento
—como Pinder—y la llame “de 1870”. Los hombres que la
componen fueron, según él, “tristes, intelectuales y sin brío”,
mucho más dados a la lectura y a la utopía que a la acción.

(36) “M ad rid” , ' O. B., 999 y 1001.


(37) N o sólo piden rie g o s y enseñanza, sino— p a r a p asm o de m u ­
ch os— cañ on es y buques de gu erra. Quien lo dude, deberá r e p a sa r la s
lá m in a s que ib an e sta m p a d a s en el reverso de c a d a uno de los nú­
m e ro s de A lm o, E sp a ñ o la , l a r e v ista m á s p ro p ia de la gen eración del 98.
Frente a la retórica insincera y vacua de la generación ante­
rior, ésta, la de Baraja, “pretendió conocer lo que era Es­
paña...” ; a fin de siglo “se saltó por encima de la genera­
ción anterior y se buscó el formarse una. idea de lo que era.
España dentro ele sí misma” (38). No cabe una. definición
rnás precisa de lo que vengo llamando interiorismo contem­
plativo de la generación del 98.
Los escritores del 88, añade Baroja, descubriendo la raíz
de su común actitud ante España, “estarán siempre ansiosos
de encontrar lo típico y característico”, lo cual sólo puede
alcanzarse, en su opinión, emocionándose ante la tierra, co­
nociendo la vida popular, contemplando inteligentemente las
creaciones artísticas de cada país. Antes aduje más de un
texto demostrativo de la postura barojiana. “La universali­
dad—repite en sus Divagaciones sobre la cultura—estará
bien en la ciencia, en las leyes generales, en aquello que sea
ampliamente humano; la particularidad, en el canto, en el
arte, en el baile. Todo lo puramente lógico puede ser inter­
nacional ; todo lo sentimental, lo efusivo, nacional o regional.
La obra científica es, pues, por su carácter, universal y
no puede suponérsela, después de creada, nacional o regio­
nal; en cambio, la obra artística es siempre nacional, aun­
que pueda llegar por su intensidad o por su belleza a unlver­
salizarse” (39).
No es difícil percibir la gran semejanza que existe entre
estas ideas de Baroja y el pensamiento de Unamuno. Tam­
bién Baroja cree que el arte parece más ligado que la mente
a la nacionalidad. Pero si la obra artística alcanza una espe­
cial intensidad, entonces logra la merced de unlversalizarse.
Esa “intensidad” de que habla Baroja equivale, dentro del
pensamiento de Unamuno, a la “profundidad” transhistórica
—eterna, universal, humana—de las obras de arte en ver-

(33) Entretenim ientos, 182, 154, 156.


(39) Divagaciones apasionadas, 83.
dad geniales. A fuerza de ser español seria Don Quijote ge­
néricamente humano: “de puro español... pertenece Don Qui­
jote al mundo”, dice Unamuno (40); lo cual puede suceder
porque el genio creador es “lo universal revelándose en lo
individual y en lo temporal lo eterno” (41). Baroja se con­
tenía con decir que la obra de arte especialmente “intensa”
se unlversaliza; Unamuno, más profundo y caviloso, se plan­
teará el problema metafíisico y el problema teológico de esa
universalización.
El paisaje de España, la costumbre popular y las crea­
ciones artísticas son los caminos que recorre Baroja—como
Unamuno, Ganivet y Azorín—para formarse una idea de lo
que es España dentro de sí misma, una de las empresas por
él atribuidas a toda su generación. También Baroja es inte­
riorista.
Como lo son, a su manera, Valle-Inclán y Antonio Ma­
chado. Lo es Valle-Inclán por la vía de la especulación esté­
tica. En La lámpara maravillosa nos cuenta que su inten­
ción artística más honda fué siempre mostrar cómo debajo
del tiempo se halla siempre, engendrándolo, la eternidad:
“quería advertir en la vana mudanza del mundo la eterna
razón que lo engendra en cada instante, creando la divina
identidad de todos los ayeres con todos los mañanas. Fué
una áspera disciplina hasta encontrar la norma estética por
el mismo sendero que conduce a la beata quietud. Estaba
solo, sin otra alma que me adoctrínase...” (42). Dióse a estu­
diar las obras de arte, y halló que no otro era el secreto
último de Velázquez, y aún de todo el arte español: “el vasto
pincel velazqueño difunde todas las imágenes en la luz y las
aleja en el espacio revistiéndolas de un encanto quietista,
como hace la memoria al evocar las imágenes alejadas en

(40) “E n to m o a l c a stic ism o ” , (Ensayos, I, 27.


(41) “A rte y cosm opolitism o” , Ensayos , II, 1124.
(42) O. O.,, I, 823.
las horas...” (43). El arte de Velázquez consistiría en saber
enlazar el momento que pasa y el que se anuncia, y su
recurso sugerir la eternidad íntima mediante una quietud
visible, pintada en el lienzo. “Enlazar las horas”, llama Valle-
Inclán a esta genialidad estática, He aquí cómo expresa el
contraste ¡entre el arte griego, el florentino y el español: “El
griego enlaza las formas contrarias. El florentino los movi­
mientos. El español las horas.”
Para buscar su propio camino estético, el método ele Yalie-
Inclán ha consistido, entre otras cosas, en. meterse dentro
del arte ¡español, y el arte le ha conducido hasta lo que Una-
rnuno llama “nuestra, primitiva e íntima esencia”. La pa­
labra literaria y el paisaje, conexos entre sí en la estática
valle-inelanesca, constituyen la, segunda de las sendas que
Valle-Inclán prefiere. Pronto veremos por qué y cómo.
Paisaje y poesía son también los senderos .preferidos por
el interiorisme de Antonio Machado. La tierra de España y
la obra poética de los españoles le permiten soñar una inter­
pretación de España:
¡Oh tierras de Alvargonzález,
en el corazón de España,
tierras pob res, tierras tristes,
tan tristes que tienen abna!
CP . O:, 162.)

¿No es el aiina de España esa que el poeta cree adivinar


bajo la tristeza de las tierras sorianas?
Esta tendencia que he llamado interiorista filé, quizá, la
nota dominante en la situación histórica de España que an­
tecede y subsigue al desastre de 1898. “España debe volver
a sí misma”, plañían todos: Menéndez Pelayo, Costa, Caja!,
Süvela, Pplavieja, los literatos del 98, Interiorísimo puro fué,
en su raíz, la idea del abandono de Marruecos, tan difusa

( 43) Tbicl, 813.


entonces en España y tan propugnada, entre otros, por don
Miguel Primo de Rivera, coetáneo riguroso de los escritores
que componen la famosa generación (44). Lo propio de éstos
no fué, en consecuencia, ser interioristas, sino haber culti­
vado un interiorisme contemplativo, poético, soñador. Aca­
bo de indicar los caminos principales de su ensueño. Veamos
ahora el término' a que el ensueño llega.

LA ESPAÑA SO ÑAD A

El fracaso de su fugaz aventura activa y reformadora


hace que los hombres del 98 se replieguen hacia sí mismos
y sueñen. Todos ellos son tristes, meditabundos, bajo la apa­
rente inquietud de sus azares literarios y periodísticos. Tris­
tes los ha pintado Baroja, y tristes los pinta Azorín: “La
poesía de aquellos años eran una poesía triste... Se ha cul­
tivado la lírica en los tiempos de la generación del 98, como
acaso no se ha cultivado jamás. Tristitiw rerurn: tristeza de
las cosas... Las cosas lloran. El mundo llora. Lo que carac­
teriza a la lírica de ese período es ese dejo pronunciado de
melancolía” (45). "Los españoles no podemos ser frívolos ni
joviales”, exclama Baroja, no exento de amargura. Y Una-
rouno, triste, grave y orgulloso de serlo, le replica que “nues­
tra verdadera gloria es eso ele no poder ser frívolos ni jo­
viales” (46).
Como el caballero enlutado de la venta de Cidones, apo-

(44) A este difu so y m u ltiform e m ovim iento “in te rio rista ” de nues­
tro F in de S ig lo p erten ecieron tam b ién loa n acio n alism o s region ales
que entonces com ienzan a p ro sp e r a r: no olvidem os el lem a Catalunya
endins, ta n típ icam en te in terio rista. T am poco e s un azar1 que la re v ista
Alm a Española p u b licase u n a serie de artíc u lo s sob re la s d iv e rsa s
" a lm a s re g io n a le s” : “A lm a v a s c a ” , “ .Alma castellan a.” , “ A im a a r a ­
g o n e sa ” , etc.
(45) “M ad rid ” , O. S., 975.
(4S) “ Sobre ia europeización ” , Ensayos , I, 885.
yan sobre su mano la cabeza meditabunda y sueñan. Dos
componentes integran el ensueño de todos, uno literario y
otro español. En tanto literatos, sueñan sus personales crea­
ciones artísticas; en tanto españoles, sueñan una España
utópica y satisfactoria. Aunque nos duela, dejaremos ahora
a un lado el componente literario del ensueño y contempla­
remos los testimonios escritos del ensueño español.
¿Cómo es la España soñada por los escritores del 98?
No esperemos que sean idénticos los ensueños de todos ellos;
conformémonos con que sean parecidos. Parécense, por lo
pronto, en algo muy fundamental: su consistencia. No son
los suyos ensueños etéreos y vagos, como los del romanticis­
mo nórdico, sino corpóreos y reciamente estructurados. ¿Es
esto español? Tal vez sí. El español parece inclinado a con­
cretar real, casi táctilmente los temas de su ocupación espi­
ritual. No sé de ningún pueblo que con tan crudo y filosófico
realismo llame sustancia a lo que de la gallina hay en el
caldo, ni de hombres que veneren o destruyan las imágenes
religiosas con tanta pasión corno nosotros, los ibéricos. Don
Quijote, soñador de quimeras, arremete contra figurados ma­
landrines que son reales corambres; Quevedo y Goya hacen
de los sueños, por sí vaporosos y casi inaprensibles, concre­
tas y bien delimitadas realidades de carne; nuestros teólogos
han defendido siempre el ser físico de la gracia; y el
autor de El ente dilucidado, el magnífico P. Fuentelapeña,
lleva hasta la caricatura el realismo español y no se confor­
ma sino con que los duendes tengan naturaleza física y ani­
mal : “duende no es otra cosa que un animal invisible secun-
dum quid o casi invisible, trasteador”.
Por españoles o por lo que sea, los hombres del 98 sue­
ñan todos una España consistente y bien membrada (47).
(47) “Im a g in a r lo que vem os e s a rte, p o e sia — escribió U nam uno— .
T ener fe en E s p a ñ a y conocerla, pero tam b ién im a g in a rla . E im a g i­
n a ria (esto es, p oetizarla, so ñ a rla ) corporalm ente, terrestrem e n te”
(P a is a je s del alma , 202).
Cuatro estamentos componen la imagen de esa España au­
téntica : dos son reales, la tierra y los hombres; los otros dos
son hijos de la conjetura., el pasado y el futuro de España,
Examinemos sucesivamente cada uno de ellos.

LA TIERRA

En el clima espiritual de España durante la Revolución


de Septiembre y la Restauración cabe distinguir, entre otras,
dos notas fundamentales: la pasión retórica y la pasión his-
toricista. Como si los hombres de entonces se hubiesen em­
peñado en representar una caricatura teatral, guiñolesca, de
cierta doctrina aristotélica, todos ellos hacían a la vez retó­
rica'—oratoria, más bien—de la Historia e historia de la Re­
tórica. La oratoria fué entonces el canon de toda posible ex­
presión literaria y consistía siempre, fuese el orador Castelar
o Manterola, Cánovas o Salmerón, en una disertación gran­
dilocuente y superficial sobre temas históricos o afines a la
Historia.
Mirada según esta perspectiva, la generación del 98 cum­
plió un auténtico retorno a la tierra. El campo de España
alcanza en la obra de todos sus miembros una importancia
fundamenta!, en el más genuino sentido del vocablo. Varias
razones se concitaron para que así fuese, y entre ellas tres
veo yo en primer plano: la común actitud del grupo ante el
problema de la Historia; el prestigio, todavía vivo, de las
tesis positivistas sobre el medio; la índole corpórea y no eté­
rea de la España que sueñan los hombres del 98.
A todos los escritores del 98 les hastía la Historia. Tal
hastío había de conducirles casi forzosamente a buscar en
la Naturaleza el apoyo de su existencia, puesto que la otra
salida en tal caso ofrecida al hombre—el apoyo en la Sobre-
naturaleza, la vida religiosa—apenas fué dada a sus al­
mas (48). Y cuando uno busca a la Naturaleza, lo primero
con que se encuentra es siempre la tierra, bajo figura ele
paisaje.
Pesa también sobre todos ellos la tesis positivista del
“medio”. Toda obra de arte y todo suceso, piensa Taine, son
sólo comprensibles cuando se les refiere al sistema de las
circunstancias previas y presentes que gobiernan su naci­
miento; y los cauces por los que se ejerce ese gobierno de
las circunstancias sobre los “productos” humanos, serían la
raza, el momento y el medio. Nadie podrá entender, en con­
secuencia, la vida de un pueblo, si no conoce minuciosamen­
te su medio. La doctrina del medio es muy patente en Azo-
rín; pero hasta en los miembros de la generación mas anu-
positivistas—Unamuno o Valle-Inclán, por ejemplo—es níti­
damente visible su influencia. Pronto lo comprobaremos.
Contribuye, en fin, a la decisiva importancia de la tierra,
la recia corporeidad de la España soñada por los hombres
del 98. El ensueño de todos es consistente, denso, bien con­
torneado; pertenece, diría d’Ors, a las formas que pesan y
no a las formas que vuelan. De ahí que necesite un funda­
mento grave y sólido: la tierra misma de España. Por eso
dije suites que la importancia de la tierra en el ensueño es-
pañol de la generación del 98 es, literalmente, fundamental.
La tierra, elemento básico de la España soñada por los
soñadores del 98. No se piense, sin embargo, que la tierra
cumple en ese ensueño un simple papel de sustentación. No
es la tierra un elemento aditivo del ensueño; es un momen­
to diversificador y expresivo' de su radical unidad. Compone
su figura como el adagio o el rondó componen la indivisible
unidad de la sonata. Con otras palabras: no es el ensueño
la mera adición de una tierra, unos hombres y una posible

(48) L a innegable preocupación re lig io sa de U nam uno— dubitante,


a g ó n ic a —h a r á que don M iguel bu squ e tam bién un sentido religioso a
su apoyo en el p a isa je . N o ta rd a re m o s en verlo.
historia, más o menos independientes entre sí, sino una figu­
ra dotada de intención unitaria, la cual se diversifica y ex­
presa a través de cada uno de los elementos que integran
la totalidad figural.
Esta esencial relación entre la tierra, soporte físico del
ensueño, y la intención íntima del ensueño mismo se mani­
fiesta en forma muy diversa. “Hay dos maneras de traducir
artísticamente el paisaje en literatura—escribió Unamuno—.
Es la una, describirlo objetivamente, a la manera de Pereda
o Zola, con sus pelos y señales todas; y es la otra, manera
más virgiliana, dar cuenta de la emoción que ante él sen­
timos. E stoy más por la segunda... El paisaje sólo en el
hombre, por el hombre y para el hombre, existe en el
arte” (49). En las descripciones de Pereda y de Zola—más
naturalistas, más directamente influidas por la doctrina de
Taine—la tierra es antes medio que paisaje; el mundo físico
es tierra en torno al hombre (concepción escenográfica del
medio: Pereda) o tierra determinante de la vida humana
(concepción positivista del medio: Zola), a diferencia de la
visión romántica de la tierra como paisaje en, por y para
el hombre, confesada por Unamuno.
La tierra determina al hombre y es determinada por él,
en comunidad estrecha de vida. Es, dentro del ensueño de
que forma parte, un estamento vivo, vivificante del hombre
que la contempla y a la vez vivificado por la contemplación
misma. El campo de Castilla, elemento esencial de la España
soñada por Unamuno, no es dentro de ella una llanura geo­
lógica más o menos hermosa, sino superficie viviente que
le alza hacia el cielo.

en Ja rugosa palma de su mano,


(A. P., 12.)

(49) “L a re fo rm a del c a ste lla n o ” , Ensayos, I, 298.


con im respiro poderoso y quieto.
(A . P . , 14.)

Y es también lienzo desnudo sobre el que proyecta el con­


templador sus propios sentimientos y emociones, para ver­
los luego como cosa objetiva, ajena casi a su alma; y así
puede ser un pino triste o alegre, y anhelante o reposado
un álamo solitario en la llanura.
La tierra que fundamenta el ensueño de todos los escri­
tores del 98 es la de la España real, y en él cumple la triple
función sustentadora, activa y receptiva que acabo de seña­
lar. Veásmolo en cada uno de ellos.
Vive el hombre, según Unamuno, entre dos patrias, la
terrenal y la celeste. Pero su patria terrenal no es la nación
histórica a que pertenece, sino la tierra física del país en
que nació y vive: “tiene (el español), aquí abajo, una patria
de paso, y otra, allá arriba, de estancia. Pero lo que tiene
no es nación; es patria, tierra difusa y tangible, dorada por
el sol, la tierra en que sazona y grana su sustento', los cam­
pos conocidos, el valle y la loma de la niñez, el canto de la
campana que tocó a muerte por sus padres, realidades to­
das que se salen de las historias...” (50).
Es patria el paisaje, porque, además de ser la tierra de
los padres, ejerce una acción viva, paterna, sobre los hom­
bres que en él y de él viven: “¿No se refleja acaso en el pai­
sanaje el paisaje?—pregunta Unamuno—. Como en su reti­
na, vive en el alma del hombre el paisaje que le rodea” (51).
Años más tarde, frente a un paisaje de negrillos, hará más
precisa Unamuno esta misma afirmación: “Muy cierto que
la comarca hace a la casta, el paisaje—y el celaje con él—■

(50) “ L a v id a es su eñ o” , Ensayos, I, 215.


(51) “L a re fo rm a del ca ste lla n o ” , Ensayos, I, 298.
al paisanaje; pero no tan sólo en un sentido terreno y cor­
póreo, material, y como de tierra a cuerpo—todo de barro—.
Sino además, y acaso muy principalmente, en otro sentido
más íntimo, especulativo y espiritual, de visión a espíritu
todo barro. Quiero decir que no es sólo como alimento de
estómago, y por su gea y clima y fauna y flora, como nues­
tra tierra nos moldea y hiere el alma, sino como visión, en­
trándonos por los sentidos”. Esboza Unamuno, ya se ve, una
elaboración espiritualista y poética de la doctrina del “me­
dio”. La tierra, en tanto paisaje, hace al hombre metiéndo­
sele en el alma y en el ser a través de los ojos.Por eso es
un estricto' deber patriótico la reflexión lúcida sobre la emo­
ción que en nosotros despierta el paisaje patrio: “La prime­
ra honda lección de patriotismo—afirma don Miguel—se re­
cibe cuando se logra cobrar conciencia clara y arraigada del
paisaje de la patria, después de haberlo hecho estado de
conciencia, reflexionar sobre éste y elevarlo a idea” (52).
Toda la vida de la patria, la pretérita y la venidera, se
actualizaría en la emoción suscitada por su paisaje en quie­
nes pueden y saben contemplarlo como paisaje propio. Eso
siente en su alma don Miguel de Unamuno cuando se entre­
ga a su quimera en la soledad del campo: “nunca—nos dice—
he sentido rebullir más ricamente dentro de mí a la patria,
y con ella a sus hijos de todos los tiempos a quien la muer­
te dió vida más honda, como cuando me he dejado olvidar­
en medio- de un monte de encinas o siquiera un soto de ála­
mos” (53). El pasado se actualiza en la entraña de recuer­
dos que, sin figura ya, hechos puro sentimiento, contiene la
emoción del paisaje patrio. Y junto al pasado, el futuro en
forma de esperanza: “es sumergirse en el paisaje—añade
Unamuno—lo que nos hace recobrar la fe en un dichoso por-

(52) Andanzas y visiones españolas, 140.


(53) niel., 139.
venir de la patria. Viendo desde una cumbre de una de las
sierras de Castilla desplegarse a mis pies, como alfombra
en el c ielo ...u n vaste reta?,o del cuerpo de España, me sur­
gía del corazón la confianza de que el Sol que lo cunte ha
de alumbrar todavía graneles glorias y perdurables proezas”.
Es fácil advertir lo ocurrido. Sola en la soledad del cam­
po, lejos del tráfico mediocre y sucio de los hombres, sueña
el alma poética de Unamuno, La tierra, hecha paisaje, trae
a su espíritu la presencia viva de todos sus recuerdos y des­
pierta todas sus personales esperanzas y anhelos, tal vez más
éstos que aquéllas. Un ensueño de España alienta entonces
en su alma, y en él se engarzan armoniosamente la tierra,
el pasado que se aprendió en lecturas y el futuro entrevis­
to. Es la España posible y soñada que el hombre Unamuno
llevó desde mozo dentro de sí.
El cuerpo físico de España se le ofrece como una “mano
tendida al mar poniente”. Una mano con sus cinco dedos en
forma de ríos: Miño-pulgar, Duero-índice, Tajo-ei del cora­
zón, Guadiana, Guadalquivir, Sobre esa mano sueña Unamu­
no, vive sus recuerdos, esperanzas y decires: “he procurado
—escribe—, sin ser quiromántico, a la gitana, leer sobre las
rayas de esta tierra que un día se cerrará sobre uno, apu­
ñándolo”. ¿Leeré, cosa, distinta de sus propios sueños? “A
este paisaje le da sentido y sentimiento humanos un paisa­
naje”. Es su vieja tesis del paisaje por el hombre. ¿Y cómo
da, cómo puede dar el hombre sentido y sentimiento al pai­
saje? Pronto nos ofrece Unamuno su respuesta: “Sueñan
aquí, sueñan la tierra en que viven y mueren, de que viven
y de que mueren, unos pobres hombres. Y lo que es más
íntimo, unos hombres pobres. Unos pobres hombres po­
bres” (54). Uno de ellos es él, Miguel de Unamuno. Puesto
ante su tierra, la ha soñado, y luego nos ha contado a los
españoles—los restantes pobres hombres pobres—el sueño

(54) Paisajes del afona, 201-203.


de recuerdo y esperanza que la visión de la tierra ha inci­
tado en su alma.
Ved cómo Unamuno ha leído en la mano de la tierra ibé­
rica. La tierra se ha hecho paisaje ante su mirada. Luego
ha “imaginado” este paisaje, y el paisaje patrio ha formado
parte de su total ensueño de España. “Imaginar lo que ve­
mos—decía él—es arte y poesía”. Dentro de esa España ima­
ginada, poética, el paisaje desempeña una compleja misión:
presta sustentación física a los restantes elementos del en­
sueño, el hombre y la historia; nutre de visiones los ojos del
que sobre él vive, y le ayuda a ser el hombre que debe ser;
incita en su alma emociones espirituales, las cuales, analiza­
das con lucidez, enseñan al que las siente alguna de las ra­
zones de su ser, le ponen en comunidad con sus antepasados
y encienden su esperanza de hombre; recibe, en ñn, los sen­
timientos de la persona que le contempla y se eleva a la
condición de compañero y confidente suyo.
No es el paisaje un elemento aditivo del ensueño, sino
miembro vivo de éste, parte expresiva de su unidad esencial.
Si las patrias son revelaciones de la ley de Dios, como Una­
muno piensa, se entiende bien que don Miguel, poeta, vea
poéticamente en el llano de Castilla la rugosa palma de una
mano que hacia Dios le levanta, o llame monoteístico al pai­
saje que le ofrece a su mirada la ancha y seca infinitud del
campo castellano. “La tristeza de los campos—escribe Una­
muno, comentando a Antonio Machado—, ¿está en ellos o
en nosotros que los contemplamos? ¿No es acaso que todo
tiene un alma, y que esa alma pide liberación?” (55). Tan
agudamente se ve envuelto Unamuno por la viva compañía
deI paisaje, que hasta llega a preguntarse si el paisaje mis­
mo tendrá un alma triste, capaz de entristecer al que le
contempla.

(55) “Del sentimiento trágico”, Ensayos, II, 875.


Pero Unamuno no profesa un animismo mágico o pan-
teísta, aunque nos hable del alma de los campos. El es poeta,
español y apasionado especulador de sus personales relacio­
nes con el Dios del Cristianismo. La patria es para su alma
revelación histórica y natural de la ley de Dios. “El Señor
—dice una vez—juega con dos barajas: la de la Naturaleza
y la de la Historia. O la de la Historia. Natural y la de la
historia nacional o humana. ¿ Cuál más divina ?” (56). En
las pedrizas del Guadarrama y en los recuestos de la alta
Castilla ve don Miguel los solitarios que Dios hace con la
baraja de la Naturaleza: “nos enseña recreándonos—y nos
recrea enseñándonos a ser hombres—, el contemplar la Na­
turaleza como historia y la historia como Naturaleza, el pai­
saje corno lenguaje y el lenguaje como paisaje..., y el sentir
cómo Dios, el Supremo Solitario y Hacedor, juega a sus so­
litarios con las dos barajas, la natural y la racional, barajus­
tándolas y desbarajustándolas arreo” (57). También la Natu­
raleza es un sueño de Dios, como la Historia, y un paisaje la
seña expresiva que Dios hace al alma del hombre a través
de sus criaturas naturales. “Invistbüia, per ea quae facta mwt,
intellecta conspiciuntur", dijo San Pablo y repite a su poé­
tica manera Miguel de Unamuno, pobre hombre pobre. Con
lo cual nos hace comprender a los españoles que tras él vi­
vimos, el sentido último de su cristiano sueño de España.
No es menos importante la función que la tierra de Es­
paña cumple en el ensueño de Azorín. Una primera inspec­
ción de la obra azoriniana liará creer inadecuada la palabra,
“ensueño” para designar lo- que Azorín dice ver en el paisaje
de España. ¿Acaso no ha, definido él con expresiones riguro­
samente positivistas el sentido de su propia visión del pai­
saje? “La tenaz preocupación por el hecho y por el medio
—escribe Azorín en 1822—hizo que la generación de 1888,

(56) Paisajes del alma, 164.


(57) Ibid., 163.
al estudiar el medio y observar el hecho, hiciese surgir en
el arte la realidad española. Puesto que el medio era Espa­
ña y el hecho era la sociedad española, viejas ciudades, pai­
sajes, tipos, escenas interiores hubieron de ser estudiados
minuciosa y perseverantemente”. A la abstracta vaguedad y
a la falta de fundamento en el hecho que distinguía a los
maestros de la generación anteiior—Campoarnor o Núñez de
Arce—, la nueva generación, ansiosa de realidad, habría
opuesto “la observación minuciosa y exacta, el estudio del
medio, el amor al hecho preciso y exacto” (58).
La autodefinición de Azorín no puede ser más precisa y
terminante. El y sus camaradas de generación se habrían
señalado por expresar literariamente, con exactitud posi­
tivista, la realidad misma de la tierra de España. ¿Es en
verdad así? Los paisajes españoles con que Azorín minia
tan delicadamente sus páginas, ¿son no más que minuciosos
trasuntos verbales de la escueta realidad de nuestra tierra?
No nos dejemos seducir por esta primera apariencia. Una
lectura más profunda de Azorín nos hará ver que, también
en su obra, el paisaje español es elemento de un ensueño, el
ensueño azoriniano de España.
A los setenta años de su vida recuerda Azorín una vez
más su repetida emoción de Castilla. Hállase en una vieja
ciudad castellana: “Estamos perplejos en el cuartito del ho­
tel, y pensamos que el paisaje puro que vamos a contemplar
varía según la condición, la edad, el humor y la salud del
contemplador. Se nos viene a las mientes una frase de Sten­
dhal en su autobiografía, o sea en Henri Brulard; dice el
autor que un paisaje es para él “como el arco de un violín,
que hace sonar su espíritu”. Va a sonar nuestra sensibilidad
con el paisaje que ya está esperándonos. Pero, ¡cuán diverso
son, según sea quien taña el sonoro instrumento: El mismo

(58) “ C am poarnor” , O. S ., 1101.


pedazo de país es distinto contemplado por un espectador o
por otro. Tantos contempladores, tantos paisajes” (5£).
Este fragmento ele Azorín completa y esclarece la parcial
verdad del texto anterior. Por exactas y minuciosas que sean
las descripciones de Azorín, 'esas descripciones no son foto­
gráficas, sino subjetivas, y expresan la personal vibración
de su autor ante la tierra de España. S i alma de Azorín,
como la de Stendhal y la de todos los hombres capaces da
emoción estética, es un violín, al que hace sonar el arco del
paisaje. Unos sonarán melodías ceñidas y exactas, así Azorín
y Stendhal-, otros rapsodias exaltadas y ardientes, tales
Bécquer y Víctor Hugo; sea, empero, exacto o exaltado, el
descriptor de paisajes da siempre en su descripción la vi­
bración de su personal sensibilidad ante ellos. Frente a la
realidad de mi pinar, muchos dirán, metidos a paisajistas,
que los pinos son de color “verde intenso”, mas cada uno dará
un matiz sentimental distinto a la misma expresión: el ma­
tiz que a las palabras y a las oraciones aisladas prestan de
consuno su pertenencia al cuadro descriptivo total y la in­
tención que en éste ha puesto el escritor.
Azorín es un violín sonoro tañido por el paisaje de Es­
paña. ¿Cuál será su sonido? La trama armónica del canto
está constituida, ya lo sabemos, por una descripción impre­
sionista, minuciosa y exacta de la realidad terrenal de Es­
paña: “Yo veo las llanuras dilatadas, inmensas, con una le­
janía de cielo radiante y la linea azul, tenuemente azul, ele
una cordillera de montañas. Hada turba el silencio de la lla­
nada; tal vez en el horizonte aparece un puebleeillo, con su
campanario, con sus techumbres pardas. Una columna de
humo sube lentamente. En e] campo se extienden, en un
anchuroso mosaico, los cuadros de trigales, de barbecho, de
eriazo. En la calma profunda del aire revolotea una picaza,
que luego se abate sobre un montoncillo de piedras, un ma­

esa) “E l p a isa je de C a s tilla ” , en Vértice, núm. 37, 1943.


jano, y salta de él para revolotear luego- o íj :o poco. Un ca­
mino, tortuoso y estrecho, se aleja, serpenteando; tal vez las
matricarias inclinan en los bordes sus botones de oro...” (80).
Pero la trama, armónica no- es el canto entero. Esa descrip­
ción minuciosa y ceñida es tan sólo el soporte de un senti­
miento o, si se quiere, de un ensueño: el total sentimiento,
el total ensueño de España que late dentro del alma exacta
y transparente de Azorín. La descripción azoriniana del pai­
saje español.—objetiva, precisa—es un cañamazo armónico
entre cuyas mallas serpentea melódicamente el recuerdo de
la España que fué—el personal recuerdo del español Azorín—■
y un ensueño de la España que podría ser.
El mismo Azorín nos lo ha dicho y ha hecho que nos lo
digan sus personajes. Es paladina su confesión en su artícu­
lo El paisaje de Castilla: “A este pedazo de país asociamos
ya la historia, toda la historia de Castilla, y la literatura, y
el arte. Envuelve ya a este paisaje un ansia de espiritualidad
que no tienen otros bellos paisajes. ¿En qué país, sin his­
toria tan larga, podremos hallar un terruño impregnado de
tan denso espíritu ?” (61). Otra vez, ante unos chopos solita­
rios, ve concentrarse en ellos “toda la melancolía de la lla­
nura”. ¿Por qué son melancólicos los chopos solitarios? Es
la melancolía de Azorín, aparentemente, un sentimiento na­
cido- de contemplar el puro paisaje, un paisaje en sí. Des­
confiemos, no obstante, de tal apariencia, como antes hemos
desconfiado del positivismo confesado por Azorín. La ver­
dad es que el sentimiento nace de la historia acontecida so­
bre la tierra que el escritor mira y de la imagen que de esa
historia hay en el alma del escritor. El paisaje es de Castilla,
y esta precisión histórica es la que otorga al fragmento de
naturaleza su densa melancolía. Una página después nos lo
revela Azorín: “Allí están esos chopos..., y desde la lejanía

(60) “E s p a ñ a ” , O. S , 480.
(61) Vértice, rA-rn. 6?, 1943.
remota de nuestros antecesores-—místicos y guerreros que
en esta Castilla nacieran—nos sentimos profunda y doloro­
samente conmovidos. Castilla, en este momento, ha sido re­
velada para nosotros ante estos árboles modestos, mejor que
con la magnificencia de sus monumentos gloriosos” (62).
Las notas minuciosas y exactas que componen los paisa­
jes azorinianos no forman un mosaico compacto. Son siem­
pre notas aisladas, separadas por aéreas fisuras, a través de
las cuales una emoción persona,! y un ensueño de España
se levantan hasta la superficie misma de la descripción. Ese
“denso espíritu” que, según Azorín, impregna el terruño de
Castilla, no es sino su propio sentimiento y su propia idea
de España. Una España soñada se levanta sobre la imagen
literaria del paisaje real; la tierra española que ve Azorín
es, como la que vió Unamuno, fundamento y contorno de
un ensueño.
No debe pensarse, sin embargo, que la función del paisa­
je en la economía del ensueño azoriniano quede en ésta de
ser fundamento y esponja de recuerdos. Los paisajes de Azo­
rín, como los de Unamuno, poseen una entidad viva y ope­
rante. También el paisaje habría contribuido activamente a
que el ensueño tenga su figura propia.
Azorín, fiel a su empeño de dar una interpretación posi-

(62) “Im itación de L o p e” , O. 8., 1.173-74. E n OM SpoAn h a b la a sí


la co n d esita de L a L la n a : “ E n un d ía g r is de C astilla — de e s ta C astilla
ce rc a n a a l p a ís v a sco — , en u n d ía g ris, ceniciento, de cielo b ajo, ¡qué
p la ce r el e s ta r en u n a ven tan ita, contem plando el horizonte! N o sab em os
l a h o ra que es; la lu z es fin a e ig u a l duran te todo el día; el cielo e s de
p la ta bru ñ ida y el cam po es verde. N o p a s a el tiem po. Hemos dete­
nido el c u rso de l a s h o ras. N o sen tim os a n sie d ad ni p e sa r p or nada.
E n n uestro esp íritu h a y t a n t a p a z com o en el cam po y en l a bóveda,
g r is del cielo. ¡Y d e tr á s de n osotros, d e trá s de nuestra, personalidad,
sen tim os un p asa d o espiritu al, de sig lo s y sig lo s, que es lo que re alz a
y ennoblece to d a s la s c o sa s y todo el p a s a je !” (O. 8., 1206). E s la h is­
to ria de E sp a ñ a , la h isto ria que conoce y vive la, co n d esita de L a Llana,,
lo que a s u s o jo s re a lz a y ennoblece el p a isa je contemplado.
tivista a su pensamiento y a su estética, nos hablará de la
influencia del medio sobre él hombre. Recordad, junto a Ies
ejemplos que en otro lugar aduje, el capítulo “El clima de
Madrid”, de su libro Madrid. “Si Cervantes hubiera nacido
en Santiago de Coxnpostela—se pregunta Azorin—, ¿cómo
hubiera sido? ¿De qué manera hubiera escrito el Quijote?
Fray Luis de León, manchego de nacimiento, salmaticenss
de elección, ¿qué giro hubiera dado y qué matices, naciendo
en Sevilla, a su Noche serena?” (63). Luego habla, muy se­
rio, de Hipócrates, de Masdeu, del clima de Madrid y de las
conclusiones “científicas”—seamos benévolos—de un doctor
Cazenave y un doctor Hauser.
No deis mucho momento, os lo aconsejo, a las páginas
serias y científicas de Azorin. No es Azorin hombre de cien­
cia, sino artista; y artística, poética, no científica., es su vi­
sión personal del mundo, aunque luego trate de apoyarla en
Hipócrates y el doctor Cazenave. Cuando en los libros de
Azorin habla el poeta, no es el paisaje un “medio natural”,
capaz de influir en la vida del hombre por la composición quí­
mica de sus aguas o el poder actínico de sus radiaciones: es
una criatura animada que envuelve al hombre y vive con él
en mutuo intercambio de amores y esquiveces. “Las pasiones
que nosotros creemos que sólo en el hombre alientan—escribe
una vez—, alientan también en toda la Naturaleza. Todo
vive, ama, goza, sufre, perece” (64). Describe Azorin minu­
ciosamente la realidad, y dice luego que no importa la reali­
dad, sino nuestro ensueño; habla con mucha seriedad del
“hecho” y del “medio”, ve a la Naturaleza con ojos de natu­
ralista,, y la siente luego con espíritu de poeta romántico.
“Nos sentíamos atraídos por el misterio...”, afirma Azorin,
mucho más verdaderamente que cuando se declara positivis­
ta, puesto a definir su propia generación.

(63) o. 8., 083.


(84) “A nton io A zo rin ” , O, 8,, 2C8.
Poética es—y romántica, si se quiere precisión mayor—
la relación que el Antonio Asorín cié La 'voluntad establece
entre el Greco y el paisaje de Toledo, Santa Teresa y la tie­
rra de Avila, nuestra literatura y la llanura de Castilla (85) ;
y no es menos romántica y menos ajena al positivismo la
interpretación azoriniana del alma de Don Quijote a la vista
de la tierra manchega de Árgamasiila. "Ahora es cuando
comprendemos—dice Asorín— cómo Alonso Quijano había de
nacer en estas tierras, y cómo su espíritu, sin trabas, libre,
había de volar frenético por las regiones del ensueño y de
la quimera. ¿De qué manera no sentirnos aquí desligados
de todo? ¿De qué manera no sentir que un algo misterioso,
que un anhelo que no podernos explicar, que un ansia inde­
finida, inefable, surge en nuestro espíritu? Esta ansiedad,
este anhelo, es la llanura gualda, bermeja, sin una altura,
que se extiende bajo un cielo sin nubes, hasta tocar, en la
inmensidad remota, con el telón azul de la montaña” (66).
No, no son realidades naturales descritas con minucia
los paisajes de España que ha visto Asorín. Sólo interpre­
tando sus descripciones como fragmentos de un ensueño, de
una España soñada,, podremos entenderlas rectamente. La
visión directa del paisaje real sufre en el alma del escritor
una transfiguración poética. La tierra aparece, ciertamente,
como pintada sobre un lienzo impresionista, pero la imagen
literaria no queda agotada por su dimensión pictórica. No
es sólo color y figura el campo de España en las páginas de
Asorín; es también, y principalmente, cuerpo del ensueño aso-
rianiano de España, quieto estanque de sus recuerdos y acti­
vo alfar del hombre español que ve y sueña el escritor. E s­
tanque del pasado, alfar del pasado y del presente; crisol,
también, de la esperanza. En el apartado próximo veremos*06

(35) O. 8., 153.


(06) “L a ru ta ele Don Q uijote”, O. 8., 42Y.
cómo el paisaje de España es, dentro del ensueño de Azorm,
prenda de la España que él espera.
También Antonio Machado canta y canta la tierra de Es­
paña, y también la visión macliadiana de la tierra española
es una transfiguración lírica, soñadora, de su realidad obje­
tiva. El arco del paisaje hiere el alma del poeta y arranca
de ella sonidos diversos, según sea el paisaje y según esté
templada la intimidad del espíritu sonoro. Á veces será el
sonido claro y radiante, como la cresta de una ola cortada
por el sol:
¡Chopos del camino blanco, álamos de Xa ribera,
espuma de la montaña
ante la azul lejanía,
sol del día, claro día!
¡Hermosa tierra de España!;
(p. a., 21.)

a veces suena discordante y ronco, como grito de dolor:

Y otra vez roca y roca, pedregales


desnudos y pelados serrijones,
la tierra de las águilas caudales,
malezas y jarales,
hierbas monteses, zarzas y cambrones.
(P. C., 114.)

Canta el poeta las tierras altas y frías de Castilla, los llanos


de la Mancha, los olivares de Baeza, los frescos naranjales
del Guadalquivir. ¿Qué ve Machado en el diverso paisaje de
España? ¿Ve tan sólo contornos y matices cromáticos capa­
ces de incitar su sensibilidad lírica?
En el capítulo iniciad de este libro expuse los distintos mo­
tivos que una lectura atenta puede descubrir en los paisajes
de Antonio Machado. No lie de repetir aquí lo allí dicho. Lo
completaré, sí, haciendo ver que también en la obra de Ma­
chado es la tierra un elemento de su España soñada. En sus
descripciones poéticas del campo castellano, en ellas, sobre
todo, ha proyectado el poeta sn personal idea y su sentimien­
to personal del pasado, del presente y del futuro de España.
Recuerdos, impresiones y esperanzas se tejen sutilmente en
la intimidad de cada adjetivo y en los senos de cada apos­
trofe. La
Castilla visionaria y soñolienta
(P. C., 232.)

es a un tiempo la Castilla antigua de Don Quijote y de los


místicos, y la Castilla presente a los ojos de Antonio Ma­
chado, amodorrada sobre la llanura, esa Castilla que el poeta
no sa.be si espera, duerme o sueña. Y cuando el verso se
exalta y rompe en exclamaciones anhelantes
— ¡Castilla, España de los largos ríos
que el m ar no ha visto y corre hacia los mares !— ,
(P. O., 232.)

sugiere la infinita ambición de nuestra historia pasada, la


Castilla que “siempre quiso demasiado”, según la sentencia
de Nietzsche, y luego, con el correr de los siglos, ha desem­
bocado en un mar de olvido:
l A-caso como tú y por siempre, Duero,
irá corriendo hacia la m ar Ca,siilla?
(P. O., 113.)

Hasta que el sentimiento de nuestra Historia rompe todo


cendal y emerge, desnudo y directo, en la sobrehaz misma del
poema:
. . . y esta alma mía,
que está viendo pasar, bajo la frente,
de una Espo,ña la. inmensa galería,
cual pasa del ahogado en la agonía
todo su ayer, vertiginosamente!
(P. O., 233.)
Todo el pasado de España cruza por el alma ele Antonio Ma­
chado cuando lee la Castilla de Azor'm y rememora su propia
visión de la tierra castellana. El vertiginoso desfile del pa­
sado le hace recordar esa reminiscencia de la vida toda que,
según dicen, alcanza el alma de los agonizantes. Pero Macha­
do no quiere agonizar. Entre los rumores campesinos y me­
nestrales que pueblan la Castilla de Azorín percibe su oído
poético el silbido de un tenuísimo viento de esperanza:

¡Oh, tú, Azorín, escucha: España quiere


surgir, brotar , toda una, España empieza!
(P . O., 235.)

Ganivet ve a la tierra de España mucho más como terri­


torio que como paisaje. Es por su condición peninsular por
lo que, según él, ha influido la tierra española en, la configu­
ración psicológica de sus habitantes y en la orientación ideal
de su historia. No busquemos en la obra de Àngel Ganivet
descripciones estéticas del campo de España. Mas no deja
de ser curioso que traslade a su visión territorial de la tie­
rra española todo cuanto sus camaradas de generación po­
nen en ella contemplándola como paisaje. El “espíritu terri­
torial” de España es la clave con que él interpreta nuestro
pasado, el instrumento de que se vale para soñarlo; es, tam­
bién, la garantía de su esperanza en el porvenir, si los es­
pañoles se deciden un día a seguir fielmente lo que de ellos
exige la condición peninsular de nuestra tierra. Mediante su
personal idea del espíritu territorial es Ganivet tan fiel a la
tierra como todos los hombres de su generación, y parejo
intérprete de su significado dentro de una visión ideal de
España.
Baroja, en cambio, es paisajista. Ha pintado Baroja cien­
tos de paisajes de la tierra española, ha proclamado muche­
dumbre de veces su gusto por la contemplación del paisaje y
blasona de haber contribuido, con sus compañeros de gene-

sea
ración, al gusto por la tierra ele España: “En España, y en
nuestro tiempo—cliee ima ves—•... hemos influido en el gus­
to del paisaje y de la montaña, al menos en Madrid” (37).
Las descripciones de Baroja suelen ser sobrias. Viendo su
aparente sequedad y la tendencia del autor a mencionar ce­
ñidamente loa elementos sustantivos del paisaje; sabiendo,
además, el entusiasmo de Baroja por los campeones de la
llamada, ciencia positiva, se sentiría uno tentado a ver en
sus paisajes ejercicios de literatura positivista. Nada más
erróneo. Bajo su aparente gusto por la objetividad, es Bara­
jo, como se sabe, un romántico empedernido, un hombre sen­
timental y subjetivo. Así ve, en efecto, el paisaje. “El cam­
po—ha escrito—es como un fondo al que hay que ir animan­
do con las representaciones propias. El que tiene una vida
interior intensa puede vivir en el campo...” (68). Si es así,
¿qué representaciones propias han animado sus personales
descripciones del campo de España?
En otro lugar creo haber mostrado cómo la visión baro-
jiana de la tierra de España lleva impregnadas la idea y la
emoción que Baroja tiene de nuestra histeria pasada y pre­
sente. Menos fácil es comprobar si tales paisajes traslucen
ele algún modo lo que el autor llama su “ideal de España”.
Pero quien ama tan entrañablemente al campo como Baroja,
quien ha confesado que todas sus inspiraciones literarias pro­
ceden de Vasconia o de Castilla, por necesidad ha de ver su
“ideal ele España” cimentado sobre los campos ásperos de
Camino ée Perfección y sobre la verde y suave tierra de
Shanti Andía. El paisaje de España que Baroja ve es, sin
duela., el fundamento de su España ideal, y la belleza adus­
ta o melancólica de sus descripciones, trasunto de la que en
los senos de su propio espíritu tiene la España posible y pe­
regrina que él ha soñado junto a su ventana de Vera, mien-

(67) La. caverna del humorismo, 152.


(68) Las horas solitarias, 191.
tras unas nubes blancas corrían y se deshilacliaban en el cielo
azul.
Conocemos ya la maravilla de los paisajes que Valle-In-
clán ha visto en Galicia, en Castilla, en Córdoba. ¿Tendrá
relación esa belleza casi preternatural con el sueño de Es­
paña que latía en el alma de don Ramón del Valle-Inclán?
Poco ha escrito él sobre el tema del paisaje; poco, sin duda,
pero lo suficiente para dar respuesta precisa a la anterior
interrogación.
El año 1910 pronunció Valle-Inclán una conferencia lite­
ralmente estupenda acerca de los excitantes que estimulan
la creación artística. “Todo conocimiento está en Dios—decía
en ella—■, y como Dios es el centro, aproximamos a El debe
ser la suprema ambición humana... Esta teoría o sensación
del centro me lleva a pensar que el artista debe mirar el
paisaje con ojos d¡e altura, para poder abarcar todo el con­
junto y no los detalles mudables. Conservando en el arte
ese aire de observación colectiva que tiene la literatura po­
pular, las cosas adquieren una belleza de alejamiento. Por
eso hay que pintar a las figuras añadiéndoles aquello que no
haya/ix sido. Así un mendigo debe parecerse a Job y un gue­
rrero a Aquiles" (69).
El texto que transcribo tiene una clara intención plató­
nica (70). Proclama Valle-Inclán el mandamiento de pintar
literariamente cada figura sobre la falsilla de un arquetipo
ideal, sobrehistórico: el mendigo se describirá considerando
la imagen de Job, arquetipo de todos los mendigos, y el gue­
rrero mirando la figura de Aquiles, modelo ideal de los gue­
rreros todos. Si ahora aplicamos a la interpretación de los
paisajes de Valle-Inclán la regla estética de su autor, ¿nos
(69) Cito el texto de la conferencia según lo trae Ramón Gómez
de la Serna en su Don Ramón Mario, del Valle-Inclán, Col. Austral, pá­
gina 110.
(70) ¿No es neoplatóníca toda la estética que abiertamente con­
fiesa Valle-Inclán ?
será revelado, por ventura, el secreto de su belleza ? Me atre­
vo a creer que sí. He aquí el resultado de mi hermenéutica:
la espléndida bellesa que cobra la tierra de España en las
descripciones de Valle-Inclán no es sino trasunto literario
y luz refractada de la belleza que posee una España arque­
típica, ideal, soñada por el poeta español Ramón clel Valle-
Inclán y latente en los penetrales de su alma. El fundamento
de la España que Valle-Inclán sueña es el mismo que en el
ensueño de Unamuno, Azorín y Antonio Machado: una visión
personal, poética, de la tierra sobre que vive y duerme la
España real (71).
No queda ahí la doctrina de Valle-Inclán sobre el paisa­
je. Además de tener presencia real e ideal, tiene el paisaje,
por razón de su presencia misma, una importante operación
histórica: es coautor del lenguaje, y por tanto del hombre,
puesto que creación del verbo es, según la tesis vállemela-
niana, “el alma colectiva de los pueblos”. En cada lengua
y en la literatura con ella creada se manifestaría el paisaje
sobre que sus palabras nacieron. “En todas las lenguas ma­
dres—dice textualmente Valle-Inclán—se revela la condición
expresa de un paisaje, y así la armonía de la lengua griega
es fragancia de las islas doradas. Los mitos helénicos nacen
de las cristalinas cuevas de los montes, en el seno verdoso
de las frondas, en la azul ribera del mar” (72).
Hay en toda palabra, según nuestro esteta, dos elementos
distintos: el espejo y la luz. El espejo es la palabra misma,

(71) N o es a je n a a lo que a h o ra digo l a emoción tra n stem p o ra l


que V alle n os cu en ta h ab e r experim entado, a ta ja n d o la tie rra g a la ic a
de Saln é s. Sintió, viéndola, que sú b itam en te e ra revelado a su a lm a
el arq u etip o platónico o p ita g ó rico de su terren al b elleza: “L a T ie rra
to d a de S a ln é s e sta b a to d a en m i conciencia p or la g r a c ia de la visión
g o z o sa y t e o lo g a l...” (“ L a lá m p a r a m a ra v illo sa ” , O. O., I, 782). L a
descripción que h ace V alle-In clán de la tie rra de S aln é s, ta l com o la
vló en ese tran ce estético, es, sin duda, u n a de su s m á s b ella s p ág in a s.
(72) O. O., I, 801-802.
el ánfora sonora a que ios labios dan forma. Es ia luz la idea
eterna que a modo de imagen contiene el espejo: “las imá­
genes, eternidades en la luz, sólo dejan en la palabra la eter­
nidad de su sombra”. En la boca del poeta—del iniciado,
dice el gnóstico Valle-Inelán—-las palabras nacen tan puras
corno el amanecer del primer día, porque los ojos del inicia­
do han visto la luz; pero por su limitación de criatura mor­
tal sólo puede depositar en la palabra “el rastro cronológico,
temporal, de aquello que sus ojos contemplaron y aprendie­
ron de una vez”.
Con esta concepción metafísica de la palabra enlaza nues­
tro esteta sus ideas en torno a la relación entrç paisaje y
lenguaje. Hay dos paisajes fundamentales, la montaña y la
llanura, y a cada uno de ellos corresponde un modo de len­
guaje. Los ojos de los hombres que viven en la llanura “ja­
más gozan en un acto puro la emoción de ser centro, si no
es mirando al cielo”. Allí, en el llano, los poetas “tienen los
ojos estériles, y su sentimiento clásico sólo se nutre en el
seno cristalino de las palabras”. Les falta capacidad para la
visión y la creación de formas, porque no aprendieron a ver-
las; y como sólo perciben en su intimidad de hombre la luz
interna, divina, de la palabra, su salida es el misticismo. No
otro es, según Valle, el caso de los criollos pamperos: “el
criollo de las pampas—dice—debe a la vastedad de la llanu­
ra su alma embalsamada de silencio, y si alguna emoción
despiertan en ella los ritos paganos, es por la mirra que que­
ma en el sol latino, la lengua de España”. Son hombres que
viven con ciencia de oídos, como los sutiles topos, y no con
ciencia de ojos, como las águilas encimeras.
Opónense a ellos los hombres de montaña: “las suaves
y azules montañas ofrecen desde sus cumbres la visión inte­
gral de los valles, el conocimiento gozoso de la suma, la mís­
tica quietud del círculo y de la unidad”. Estos conocen con
ciencia de ojos, han aprendido a ver la figura del mundo y
saben percibir y crear los mágicos espejes en que adquiere
forma humana la luz divina, llamados palabras. No son mís­
ticos, sino hombres muy humanos, demasiado humanos—pa­
ganos—tal vez. Así, ele hombres habituados a la visión de
montaña nació la lengua helénica con sus mitos literarios,
y han nacido luego nuestras lenguas romances. En el paisa­
je de España halló su primitivo troquel la lengua de los es­
pañoles y labrada por este idioma tomó luego forma la pe­
culiaridad de nuestro espíritu. Gracias a la levadura del ro­
mance de Castilla, lengua, de monte y de llano, puede el
habitador de la pampa percibir en su espíritu el sentido de
la forma y quemar mirra en los altares de la poesía (73).
El paisaje de España cumple en el alma de Valle-inclán
la misma función que en la de todos sus camaradas. Es, por
una parte, fundamento telúrico de una España soñada. Es,
por otra, momento esencial en la configuración clel hombre
español y clave decisiva para la interpretación de nuestro pa­
sado: en Una,muño y Azorin, por obra de visión directa; en
Valle-inclán por el rodeo del lenguaje (74). ¿Será también
el paisaje de España, tal como lo ve y lo entiende Valle-
inclán, acicate y garantía de su esperanza en nuestro por­
venir? Pronto Jo veremos.
Toda la tierra de España ha sido poéticamente transfigu­
rada en el ensueño de la generación del 98, La tierra de Es­
paña es una y diversa; uno y diverso es también su trasunto
literario. Le dan unidad y centro los llanos y las sierras de
Castilla, a la que todos cantan: la Castilla áspera y delicada
que han elevado a mito español los hombres del 98. Le re­
galan contorno y diversidad las regiones que en torno a ella
tejen una corona verde, dorada y gris: verdes lomas de la

(73) S n loa p á r ra fo s que anteceden he procu rado orden ar y p e r­


filar l a s id e as de V alle-in clán , sin mengua de u na e stric ta fidelidad a
l a lín ea y a l estilo de sn pen sam ien to.
(74) ü n a m u n o p rop on ía co n sid erar a l p a isa je corno len g u aje y ai
len g u aje com o p a isa je . V alle-in clán , m á s sistem áticam en te, quizá,, p ro ­
pone m ira r el len g u aje a través del p a isa je .
Vasconla de Unamuno y Baroja, verdes prados de la Galicia
de Valle-Inclán, oro lejano de la Andalucía de Machado, ver­
des intensos, delicados amarillos, grises múltiples del Levan­
te de Ásorín. Sobre este mosaico maravilloso descansa el en­
sueño de una vida de España.

LOS HOMBRES

Dije ya que el terna del hombre español—el español como


tipo humano peculiar—es uno de los fundamentales ternas del
98. Todos los escritores de la generación, cada uno a su ma­
nera, intentan caracterizar típicamente a los hombres que
ven moverse sobre las sendas y las calles de España. El es­
pejo en que tan variada realidad se ordena y tipifica es a
veces la crítica, la invención literaria otras. Sea uno u otro
el camino, la meta es siempre una y la misma: la descrip­
ción de la peculiaridad que distingue de los restantes tipos
humanos al español real,
No es este, sin embargo, el hombre que habita la Espa­
ña soñada por los literatos del 98. Es el habitador de esa
España un español ideal, cuyas notas distintivas están ob­
tenidas por la lixiviación onírica—si se me permite hablar
así—de las que todos ellos han observado en el español real.
Han lixiviado al español real, al tipo por ellos descrito como
español real, con las aguas lústrales del ensueño; han sepa­
rado así el oro de la escoria, y con el oro restante cincelan la
maravillosa figura de un español posible y soñado. Posible,
sí; mas como su. mundo no es el de la historia, sino el ele
la pura esperanza, les basta con saber que ese español es
poética y metafísicamente posible, y no se cuidan de pensar
cómo esa posibilidad poética puede ser convertida en posi­
bilidad o en realidad histórica.
Este español soñado y poéticamente posible es el habi­
tante del paisaje de España que todos ellos sueñan. Pervi­
ven en su arma las mejores virtudes de los españoles que
pasaron; mas como al lado de tales virtudes existen otras,
hoy meramente posibles, nacidas del inexhauto potencial de
nuestra casta, el tiempo de su vicia no es el pasado ni el
presente, sino el futuro. Es, en suma, un español semiutó-
picc- y semrucrónieo. Semiutópieo, porque, aun siendo soñado,
tiene su torpes, su “lugar” propio en el transfigurado paisaje
ele España que estos literatos lian visto y cantado; semillero-
nico, también, porque sus descriptores confían en ser ellos
mismos, con sus adivinaciones y sus prédicas, ios llamados
a. iniciar el período de su existencia real. Son ios soñadores
del 88 milenaristas seculares: sueñan un advenimiento qué
esperan y piensan hallarse en su víspera (75). Dicen lo que
por todos ellos elijo Antonio Machado: “El hoy es malo, pero
el mañana... es mío.”
¿Cómo es ese español posible, cómo pueden ser los es­
pañoles, según el ensueño de los escritores del 98? Trataré
honradamente de verlo y de hacerlo ver. Diré lo que sobre
el tema puede decirse con fundamento documental, conjetura­
ré lo probable y callaré cuando mis pesquisas no hayan con­
seguido fruto.
Unarnuno siente en su alma con agudeza muy viva el
problema del “hombre nuevo” y advierte la gravedad de esta
repetidísima expresión: “¡Un hombre nuevo!—exclama—.
¿Hemos pensado alguna vez con recogimiento serio lo que
esto implica? Un hombre nuevo, m i hombre verdaderamente
nuevo es la renovación de codos los hombres, porque todos
cobran su espíritu, es un escalón más en el ascenso de la,
humanidad a la sobrehumanidad” (76).
Cuando expuse la historiología de Unarnuno quedó pa­
tente el evolucionismo histórico ene profesaba. En su moce-

(75) “ Q uisiera vivir en tre ios esp a sm o s del m ile n a rio ...” , escribe
Unarnuno en E l sepulcro de Don Quijote.
(76) "C ivilización y c u ltu ra ” , Ensayos, I, 294.
dad, por los años en que acababa de ser “algo así como un
spenceriano”, deba una expresión preponderantemente bio­
lógica a ese evolucionismo suyo: la Historia sería “un suce-
derse de semillas y árboles, cada semilla mejor que la
precedente, más rico cada árbol que el que le precedió”. Con
su madurez, a medida que su pensamiento se fué depurando,
predominó la expresión teológica sobre la biología y el evo­
lucionismo histórico cobró sentido en la anaeefaleosis pau­
lina. La Humanidad iría cumpliendo su destino acercándose,
cada vez más rica y más humana, a la final recapitulación
de las criaturas en Cristo.
No debe pensarse, sin embargo—advierte Unamuno—■,
que ese progresivo enriquecimiento y esta sucesiva humani­
zación de la Humanidad vayan cumpliéndose según un curso
lineal. Ni la imagen de una línea recta y ascendente, tan cara
a los teorizantes del progreso indefinido, ni la línea ondulan­
te de ios que ven en el curso de la Historia una serie de
corsi e ricorsi, al modo de Vico, o una sucesión de ascensio­
nes y descensos, representan idóneamente el camino de la
Humanidad hacia la sobrehistoria. La Historia transcurriría,
piensa Unamuno, según una serie de expansiones y concen­
traciones cualitativas, de diferenciaciones e integraciones.
En virtud de este proceso iría penetrando la Naturaleza en el
Espíritu y el Espíritu en la Naturaleza, hasta el momento
de la recapitulación.
Cada una de las expansiones históricas de la Humanidad
es el nacimiento de una civilización nueva, y en el regazo de
cada civilización nace y crece una cultura, una forma inédita
de vida espiritual. La civilización es para Unamuno el mar­
co externo y la matriz de la cultura. Al período de expan­
sión sigue el de concentración. Es el momento en que las
civilizaciones, después de haberse hecho mundos viejos, rui­
nosos, se desintegran y pasan. Habían comenzado siendo pla­
centas y terminan en quistes de la Historia. Mas no pasan
del todo. Perdura de ellas la cultura que engendraron, incor-
perada en forma de hábito a la vida espiritual de la Huma­
nidad, a la cual enriquece, humaniza y hace apta para dar
vida y figura a otra civilización y otra cultura nuevas. Así,
cada período ele expansión y concentración supone el nací-
miento de un hombre nuevo, y a este fin es, justamente, a
lo que se endereza, todo: “Todas las civilizaciones—concluye
Unamuno—sólo sirven pama producir culturas y que las cul­
turas produzcan hombres. El cultivo del hombre es el fin
de la civilización, el hombre es el supremo producto de la.
Humanidad, el hecho eterno de la Historia. ¡Qué hermosura
ver surgir de los detritus de una civilización un hombre nue­
vo!” (77). Y cada “hombre nuevo” es, antes nos lo ha dicho,
“un escalón más en el penoso ascenso de la humanidad a
la sobrehumanidad” ; esto es, al estado de los hombres des­
pués de su recapitulación en Cristo.
Era necesaria esta digresión para advertir la gravedad
y el sentido que en el pensamiento de Unamuno tiene el con­
cepto del “hombre nuevo”. En este suelo intelectual se im­
planta su idea—su ensueño, mejor—del español posible. Sien­
te Unamuno que el mundo en que vive está en crisis: una
civilización, la moderna, se desintegra, y de ella no quedará
sino lo que en forma de cultura haya crecido en su seno.
Los pasos de un hombre nuevo, capas de edificar una nueva
civilización y de crear una cultura nueva, resuenan sobre
las calzadas que conducen a la ciudad en ruinas. Es un mo­
mento solemne y augural. Miguel de Unamuno, español, hom­
bre entero y ciudadano de la ciudad vieja, profetiza y pro­
clama la hora nueva. Entre esperanzado y temeroso augura
el rostro incierto del hombre que llega. ¿Podrá ser español
ese hombre? ¿Acaso no ha sido española la más alta criatu­
ra espiritual entre todas las que integran la cultura de la
civilización que muere? Sí, es español, tiene que ser español
ese hombre nuevo. S s—llamémosle con el nombre que le

(77) Ibicl., 284-296.


na dado Miguel de Unarnuno, augur 3^bautista suyo—el hom­
bre quijotizado.
Entre los tantos que constituyen el haber histórico de la
generación del 98 está el de haber convertido en mito espa­
ñol, en el más central de los mitos históricos españoles, la
literaria figura de Don Quijote. Y el más señalado campeón
de esta lid quijotesca ha sido, como todo el mundo sabe,
“este donquijotesco don Miguel de Unarnuno”. Pero sobre el
quijotismo de Unarnuno y sobre su idea del hombre quijo-
tizado conviene cierta precisión biográfica.
Hay dos períodos, visiblemente distintos entre sí, en el
quijotismo de Unarnuno: en el primero, el de su juventud,
el quijotismo de Unarnuno es .el de Alonso Quijano, el de
Don Quijote muerto; en el segundo período, iniciado por la
primera edición de la Vida de Don Quijote y Sancho (1905),
su quijotismo es el de Don Quijote de la Mancha, el de Don
Quijote vivo. En aquél ha muerto el loco Don Quijote y vive
el cuerdo Alonso Quijano el Bueno; en éste vive loco Don
Quijote, y de su locura y para su locura vive.
La expresión más evidente y famosa del primer quijo­
tismo—estentórea ya, a fuerza de ser evidente—es el grito
de Unarnuno en un artículo periodístico del año 1898: “¡Mue­
ra Don Quijote para que renazca Alonso Quijano el Bueno!
¡Muera Don Quijote!” (78). Es nueva y sorprendente la es­
tridencia del grito; no es nueva, sin embargo, su intención.
Tres años antes, en los ensayos que luego constituyeron el
libro En torno al casticismo había expresado su autor, in­
equívoca y repetidamente, el pensamiento latente bajo aquel
grito.
Son grandes artistas, según Unarnuno, los que saben bu­
cear en las profundidades intrahistóricas, humanas, de su
vida y de su pueblo. “A este arte eterno—añade—pertenece
nuestro Cervantes, que en el sublime final de su Don Quijote

(78) Vida Nueva, núm . 2.


señala a nuestra España, a 1?, ce hoy, el camino de su rege­
neración en Alonso Quijano el Bueno; a ese pertenece, por­
que de puro español llegó a una como renuncia de su espa­
ñolismo, llegó al espíritu universal, al hombre que duerme
detrás de todos nosotros” (79). Don Quijote el loco, símbolo
de la aventura exterior a que se entregó nuestra casta en
sus siglos castizos, debe morir; y les españoles, cuerdos ya,
como el buen Alonso Quijano en el capítulo final del Quijote,
deben penetrar a través de sí mismos en la humanidad del
tiempo en que viven, esto es, en el espíritu europeo. Ser hom­
bres y europeos a fuerza de ahondar en la propia españolidad;
tal es la consigna histórica de Unamuno joven: “es ir a la
muerte—decía—empeñarnos en distinguirnos de los demás,
en evitar o retardar nuestra absorción por el espíritu gene­
ral europeo moderno. Es menester que pueda decirse que ver­
daderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso
Quijano el Bueno; que esos cuentos viejos que desentierran
en nuestro pasado de aventuras y que han sido verdaderos en
nuestro daño¿ los vuelva nuestra muerte con ayuda del cielo
en provecho nuestro” (80).
Debe morir Alonso Quijano después de haber sido Don

(79) Ensayos , I, 18.


(80) Jbid.j 27. A ún e s m á s exp resivo otro p a sa je . H a b ía exaltado
M enéndez P e lay o en su Historia de los heterodoxos la g e sta esp añ o la
co n tra la R efo rm a, a la que llam ab a, con latin ism o de h u m an ista,
trasn och ad o y a y hondam ente n ostálgico , la “ b arb arie se p te n trio n al” .
Huirnos, dice, los cam peones de esa, g e sta . P u es bien, “a p e sa r de
aquel cam p eo n ato— comenta. U nam uno— a lie n ta y vive la barbarie sep-
ientrional, y aún ten drem os que ren ov ar n u e stra vid a a su co n tacto;
lo sa b e bien y lo com prende y sien te el que escrib ía lo precitado (el
texto de M enéndez P e lay o ). A lonso Q uijano el B ueno se d esp o ja rá , al
cabo, de Don Q uijote y morirá abom in an do de la s locu ras de su c a m ­
peonato, lo c u ra s granóles y h eroicas, y morirá p a r a re n a ce r” Ç lbid., 38).
Sobre la actitu d e sp iritu a l de clon M arcelino a que U nam uno alude,
véase m i Menéndez Pelayo; so b re la deI propio U nam uno, lo que
luego diré.
Quijote, mas debe morir para renacer, ¿A qué nueva vida
debe renacer Alonso Quijano, tras su pasajera quijotización,
su cordura y su muerte ? En su ensayo sobre El caballero de
la triste figura (1896) da Unamuno su respuesta: debe re­
nacer a la vida que entonces se anuncia, vida de cooperación,
justicia e inteligencia, cuya incipiente belleza se percibe ya.
“Hay—dice—una belleza humana tradicional, más o menos
atlética, belleza expresiva de la bondad del animal humano,
del bárbaro luchador por la vida, del apenas disfrazado sal­
vaje, belleza de equilibrio muscular; y va por otra parte for­
mándose el concepto de otra belleza humana, reveladora del
hombre racional y social, resplandor de la inteligencia” (81).
Hacerse europeo y adquirir la belleza que resplandece la in­
teligencia debe ser la nueva aventura de Alonso Quijano
muerto y renacido.
Pronto cambia, sin embargo, el norte de la estimación
unamuniana. Al cuerdo, muerto y renacido Alonso Quijano
preferirá el Don Quijote vivo y loco. Apunta tenuemente el
giro en El caballero de la triste fig u r a antes, incluso, de que
fuese pronunciado el “¡Muera Don Quijote!” ; cúmplese ple­
namente con la publicación de la Vida de Don Quijote y San­
cho, en 1905. Pero, ¿hubo, en verdad, un cambio en la orien­
tación del quijotismo unamuneseo? Miguel de Unamuno, tes­
tigo de sí mismo, afirma y sostiene que no. En 1811 decía
en su ensayo Sobre la tumba de Costa, comentando las frases
de este gran fraseador: “Sus frases eran frases y querían
decir muchas veces lo contrario de lo que él quería, decir.
Tan falso fué aquello de la doble llave al sepulcro del Cicl

(81) E n sa yo s, I, 188. SI trasxondo del p en sam ien to de Unam uno,


recién salido entonces del evolucionismo speneeriano, lo revela bien el
contexto del fragmento transcrito: “U n speneeriano— prosigue U n a ­
m uno— diría que así como las sociedades militares, basadas en la con­
currencia y la ley, produjeron su tipo de b elleza hum ana, lo habrán
de producir las sociedades industriales, basadas en ¡a cooperación y
la ju sticia.”
corno fné falso el ¡muera. Don Quijote! que lanzó otro impa­
ciente” (82). Y un afic después esclarecía más aún el sentido
de su aparente palinodia, en el capítulo final del libro Del
sentimiento trágico de la vida: “En esa ridicula literatura
(la regeneraeionista) caímos casi todos los españoles, unos
más y otros menos... Yo di un ¡muera Don Quijote!, y de
esta blasfemia, que quería decir todo lo contrario que decía
—así estábame® entonces—brotó mi Vida de Don Quijote y
Sancho y mi culto al quijotismo como religión nacional” (83).
,Aquel ¡muera Don Quijote! quería decir, por tanto, ¡viva
Don Quijote! ¿Puede entenderse ésto? “Mostrad cómo”, di­
rán, como decía el Padre Astete, los lectores de Unamuno
y los míos.
Declara Unamuno haber escrito su Vida de Don Quijote
y Sancho para repensar el Quijote contra cervantistas y eru­
ditos. Quería “rastrear allí nuestra filosofía”, la peculiaridad
del pensamiento, más aún, del espíritu español. “El pensa­
miento racional y filosófico no es en un pueblo—ha dicho
Unamuno—más que como la espuma de la vida total del pen­
samiento, de la vida tocia espiritual...” (84). No transpare­
cería en el Quijote nuestra españolidad castiza, superficial
y transitoria, el casticismo histórico del siglo xvii, sino lo
que en la intimidad misma del español hay de humano, su
eterna y universal humanidad. Es el Quijote, según el pensa­
miento de Unamuno, el poso permanente de cultura que ha
legado a nuestro espíritu la grande, heroica y fenecida civi­
lización española. El ensueño de don Miguel adivina, a Don
Quijote en el hondón más auténtico de los españoles de este
tiempo, aunque éstos no lo sepan, aunque se empeñen villana­
mente en desconocerle y en buscar el gobierno de “la medro-
sica, casera y encogida Antonia Quijana”. Y de esta acüvi-

(82) E n sa yo s, I, 922.
(83) E n sa yo s, XI, 337.
(84) “,ua e d u c a c ió n ” , E n sa yo s, I, 324.
nación unamunesca nace el sentimiento de su propia misión:
desvelar el arcano y potencial quijotismo ele t e españoles,
predicar 2a religión del quijotismo e inquietar a sus compa­
triotas y a los hombres todos para que, luego de haberse
conmovido con la predicación, den actualidad histórica y vi­
sible ai hombre posible y necesario, al arquetipo del hombre
nuevo, al hombre quijotizado.
Cervantes— “un genio temporero”, le dice Unamuno, mu­
cho más quijotista que cervantista—sacó a Don Quijote “del
alma de su pueblo y del alma de la humanidad toda” (85).
Es Don Quijote nuestro héroe, y desde que del alma de Cer­
vantes salió al mundo opera sobre nosotros y sobre todos
los hombres; por lo tanto, concluye Unamuno, existe: “el
héroe legendario y el novelesco son, como el histórico, in­
dividualización del alma de un pueblo; y como quiera que
obran, existen. Del alma castellana brotó Don Quijote, vivo
como ella” (86). Don Quijote existe, está vivo, ejerce una
influencia intrahistórica sobre los españoles todos; pertene­
ce, en suma, a lo más hondo y verdadero de nuestra tradi­
ción eterna. Y si el ideal de un pueblo es, como afirma Una­
muno, “la tradición eterna reflejada en el futuro”, ¿podrá
no ser quijotesco el ideal de los españoles? ¿Y no será ese
ideal una de las piedras fundamentales de la ciudad futura?
“¿Y qué ha dejado Don Quijote?, diréis. Y os diré—respon­
de don Miguel—que se ha dejado a sí mismo... Don Quijote
se convirtió. Sí, para morir, el pobre. Pero el otro, el real,
el que se quedó y vive entre nosotros alentándonos con su
aliente, ése no se convirtió... ése no debe morir” (87).
Del aliento con que ese Don Quijote alienta a los espa­
ñoles debe salir el hombre quijotizado. ¿Corno puede ser,
cómo será este español quijotesco que sueña don Miguel de

(85) "Sobre la lectura e interpretación del Quijote”, Ensayos, I, 641.


(86) “El Caballero de la Triste Figura”, Ensayos, í, 185.
(87) “Sentimiento trágico”. Ensayos, IX, 949.
Unamuno ? Mostraré sucesivamente la ñgura y el sentimiento
de su vida, siguiendo fielmente los textos de su inventor.
Será, desde luego, un luchador triste y grave; “mas no
será la suya tristeza quejumbrosa y plañidera..., sino tris­
teza de luchador resignado a su suerte, de los que buscan
quebrar el azote clel Señor besándole la mano”. Será serio,
pero con seriedad “levantada sobre lo alegre y lo triste, que
en ella se confunden, no infantil optimismo ni pesimismo
senil, sino tristeza henchida de robusta resignación y sim­
plicidad de vida” (88). No será muy optimista respecto a los
logros de su acción en este mundo, mas no será ni podrá ser
pesimista: “no se rinde porque no es pesimista y pelea. No
es pesimista, porque el pesimismo es hijo de la vanidad, es
cosa de moda, puro snobismo, y Don Quijote no es ni vano,
ni vanidoso, ni moderno...” (89).
No temerá al ridículo. Antes lo buscará, como su héroe
y modelo, cuando encajó en su morrión aquella media celada;
porque si con ella se inmortalizó Don Quijote, en empresas
que los necios tendrán por ridiculas ha de hallar su inmor­
talidad el hombre quijoíizado: “hay que saber ponerse en
ridículo, y no sólo ante los demás, sino ante nosotros mismos.
Y más ahora en que tanto' se charla de la conciencia de nues­
tro atraso respecto a los demás pueblos cultos... El más alto
heroísmo para un individuo, como para un pueblo, es saber
afrontar el ridículo; es, mejor aún, saber ponerse en ridículo
y no acobardarse de él... Hay que buscar, tras de las huellas
de Don Quijote, la burla, porque son los burladores los que
mueren cómicamente, y Dios se ríe luego de ellos, y es para
los burlados la tragedia, la parte noble” (90).
Por su filiación, el hombre quijotizado que sueña Una­
muno es muy poco helénico. Es más bien latino, africano,

(88) “El Caballero de la Triste Figura”, E n sa yo s, i, 187.


(89) “Sentimiento trágico”, E n sa yo s, II, 953.
(90) m d „ 935, 942 y 949.
como Séneca y como Tertuliano, que fué “algo así como un
Quijote del pensamiento cristiano de la segunda centu­
ria” (91); y aunque históricamente emerge del mundo mo­
derno, su espíritu será mucho más medieval que postrena­
centista, si en verdad ha de parecerse a su señor Don Qui­
jote. El quijotismo- de Don Quijote no fué “sino lo más deses­
perado de la lucha de la Edad Media contra el Renacimiento
que salió de ella” ; de modo análogo, el quijotismo del espa­
ñol quijotizado “habrá atravesado, a la fuerza, por el Rena­
cimiento, la Reforma y la Revolución, aprendiendo, sí, de
ella, pero sin dejarse tocar el alma, conservando la herencia
espiritual de aquellos tiempos que llaman caliginosos” (92).
Así es la figura del hombre que ventea o sueña el augur
Miguel de Unaimmc: triste, grave, no pesimista, luchador
resignado, impávido ante el ridículo, hombre de voluntad,
más espiritual que racional, poco griego y muy hijo del Me­
dioevo. En la misma figura, de su alma lleva impreso el sen­
tido de su vida; porque su vida está hecha para el combate,
ordenada a la lucha.
El hombre quijotizado empeñará su existencia en dos
empresas, una tocante a la vida y atañedera la otra a la
muerte, o a la inmortalidad allende la muerte, para decirlo
con antera precisión. En la primera luchará apasionadamente
—porque sólo los apasionados llevan a cabo obras verda­
deras y fecundas—a favor de la justicia y la verdad. Lucha,
y ¿cómo? “¿Cómo?-—responde Unamuno—. ¿Tropezáis con
uno que miente?; gritarle a la cara: ¡mentira!, y ¡adelante!
¿Tropezáis een uno que roba?, gritarle: ¡ladrón!, y ¡adelante!
¿Tropezáis con uno que dice tonterías, a quien oye toda una
muchedumbre con la boca abierta?, gritarles: ¡estúpidos!, y

(91) Ibid.j 941. Luego apuntaré un breve juicio estimativo acerca


d e e s t e deseado “africanismo".
(92) IU A ., 948.

S82
¡adelante! ¡Adelante siempre!” (93). Así procederá el hom­
bre quijotizado, con la seguridad de que, en acabando una
vez con un embustero o con un ladrón, se habrán acabado el
embuste y el ladronicio para siempre. Así proseguirá, insa­
ciable, febril, acongojado por “una sed de océanos insonda­
bles y sin riberas, un hambre de universos y la morriña de la
eternidad” (94).
Morriña de eternidad. Esa es la raíz última del quijotis­
mo y el más secreto motor de todos los peregrinantes en
busca del sepulcro de Don Quijote. No tendría sentido alguno
la empresa del hombre quijotizado tocante a la vida, a esta
vida, si él no sintiese como hondo- imperativo la que atañe
a la muerte y a la inmortalida.d. Por su propia inmortalidad
lucha el hombre quijotizado; no para que Dios le enseñe la
verdad de las cosas, ni su belleza, ni asegure la moralidad
con penas y castigos, “sino para que le salve, para que no
le deje morir del todo”. ¿Qué le importa vivir como sea, en
el ridículo, tal vez, si así se inmortaliza? (95). Mas no sólo
por su propia inmortalidad lucha. Lucha también por edifi­
car una civilización inédita y soñada, en que la pasión por
la inmortalidad se encienda dentro del pecho de los hom­
bres: “como no es pesimista, como cree en la vida eterna,
tiene que pelear arremetiendo contra la ortodoxia inquisi­
torial científica moderna, por traer una nueva e imposible
Edad Media, dualística, contradictoria, apasionada” (86).
Será su sabiduría de fe y de inmortalidad, no de razón
y de vida. Esa debe ser la filosofía del hombre quijotizado;
esa fué la filosofía de Don Quijote y de Dulcinea, “la de no
morir, la de creer, la de crear la verdad. Y esta filosofía ni

(93) Vida de D o n Q uijote y Sancho, ed. Col. Austral, pág. 15. ¿Por­
qué en la edición de Aguilar falta la introducción sobre “El sepulcro
de D o n Quijote” ?
(94) IU d ., 18.
(95) “Sentimiento trágico”, En sa yo s, II, 946 y 949.
(96) IU d ., 952.
se aprende en cátedras, ni se expone por lógica inductiva ni
deductiva, ni surge de silogismos, ni de laboratorios, sino
del corazón” (97). Más que un saber en sentido estricto, esa
filosofía será la expresión de la lucha en que consiste la vida
misma del hombre quijotizado: la lucha “entre lo que el
mundo es, según la razón de la ciencia nos lo muestra, y lo
que queremos que sea, según la fe de nuestra religión nos
lo dice” (98). Hará nuestro hombre su filosofía “cultivando
la voluntad, convenciéndose de que la fe es obra de la vo­
luntad y que la fe crea su objeto, así, lo crea...” (99). Sa­
biendo querer así, creará un nuevo realismo, activista y ope­
rativo, “el realismo que saca de las hazañas las facciones, que
procede de dentro a fuera, centrífugo, volitivo, el que con­
vierte los molinos en gigantes, no más insano que el que
hace de los gigantes molinos...” (100); y no se dirá idea­
lista al que así piensa y obra, sino espiritualista, porque no
pelea por ideas, sino por espíritus” (101).
Tal debe ser la sabiduría del hombre quijotizado. Y si
en el futuro no hay españoles de este temple, si se dejase
de sentir entre nosotros este quijotesco anhelo de inmorta­
lidad, España acabaría de existir y “los españoles caerían
como esclavos de cualquier otro pueblo que los explotaría
y escarnecería” (102).
Por los años en que Unamuno comenzó a profetizar al
hombre nuevo hablan los pedantes y empiezan a hablar los
filisteos del superhombre. Unamuno, español y cristiano, da
al superhombre nietzscheano una réplica quijotesca e inter­
preta cristianamente, según su concepción de la historia, la
existencia del hombre que acaba de soñar: “ese hombre fu-

(97) “Vida de D o n Quijote y Sancho”, En sa yo s, II, 256.


(98) “Sentimiento trágico”, E n sa yo s, II, 947.
(99) “Sobre ia filosofía española”, En sa yo s, I, 541.
(100) “El Caballero de la Triste Figura”, E n sa yo s, I, 181.
(101) “Sentimiento trágico”, En sa yo s, U, 942.
(102) “Sobre la filosofía española”, E n sa yo s, I, 546.

¡84
turo-—dice—, ese sobre-hombre da que habláis, ¿es otra cosa
que el perfecto cristiano que, como mariposa futura, duerme
en las cristianas larvas o crisálidas de hoy?” (103).
Pero ¿podrá tener realidad en este mundo visible el sueño
quijotesco de un perfecto cristiano? El hombre nuevo, el
hombre que Unarnuno está sintiendo llegar ¿será la encar­
nación del ideal soñado o- quedará en ser copia miserable
suya? En verdad, tal perfección no es de este mundo, y así
lo siente, con un levísimo dejo de cazurrería realista y san-
chopancina, el quijotesco don Miguel: “Nuestro Don Qui­
jote, el redivivo, el interior, el conciente de su propia comi­
cidad, no cree que triunfen sus doctrinas en este mundo,
porque no son de él. Y es mejor que no triunfen”, conclu­
ye (104). “Este ideal—había dicho años antes, hablando del
hombre nuevo—no- se cumplirá, será eternamente futuro,
para mejor conservar su idealidad preciosa, que es la que
nos vivifica...; pero así como Cristo vino, y viene al alma
de cada uno de los que en El con verdadera fe creen, así
reinará el hombre futuro en el alma de cada uno1de sus fie­
les; viviremos así en el porvenir, y de tanta labor íntima
quedará, fecunda huella en la vida cotidiana” (105). No de
otro modo vive el hombre quijotizado en el alma de don Mi­
guel de Unamuno y en la de todos los que con él salgan a
descubrir y conquistar el sepulcro de Don Quijote. En ellos
y para ellos será realidad verdadera el hermoso sueño de
ese hombre mítico; porque la máxima oculta del quijotismo
reza así, según su inventor y maestro: “es hermoso, luego
es verdad”.
El hombre quijotizado reinará siempre en el porvenir y
desde allí vivificará todos los presentes, el de hoy y los fu­
turos. En el último apartado de este capítulo expondrá el

(103) “L a fe”, E n sa yo s, X, 249.


(104) “Sentimiento trágico”, E n sa yo s , H, 954.
(105) "La fe”, E n sa yo s , I, 240.
pensamiento unamuniano acerca de esta vivificación; O’, si se
prefieren las palabras científicas a las poéticas, la signifi­
cación histórica que Unamuno atribuía al mito, siempre fu­
turo, del hombre quijotizado. Quede también para entonces
la tarea de mostrar qué relación existe entre los dos suce­
sivos quijotismos del quijotizado don Miguel. Y ahora, si­
gamos con el ensueño de los demás soñadores.
Ninguno de los restantes miembros del grupo del 98 ha
hecho del español que todos sueñan una pintura tan aca­
bada y compleja como la unamunesca. En la obra de todos
ellos hay, sin embargo, datos suficientes para diseñar, aun­
que sea en tenuísimo esbozo, la línea de ese ensueño. Tra­
taré de lograrlo.
Angel Ganivet vislumbra un español posible y promete­
dor a través de los rasgos en que se expresa la peculiaridad
psicológica del español real. Las cualidades que hoy son
causa de desmayo pueden ser mañana motivo de lozanía, si
se sabe encauzar su operación con voluntad e inteligencia
Por ejemplo, nuestro individualismo: “el individualismo in­
disciplinado que hoy nos debilita y nos impide levantar ca­
beza—dice Ganivet—ha de ser algún día individualismo in­
terno y creador y ha de conducirnos a nuestro' gran triunfo
ideal. Tenemos lo principal: el hombre, el tipo; nos falta sólo
decidirle a que ponga manos en la obra” (106). Otro tanto
piensa Ganivet acerca de nuestra incapacidad para el do­
minio técnico de la Naturaleza. Esta incapacidad nuestra es
y será rémora desventajosa mientras nos empeñemos en co­
piar sin discernimiento actividades para las que no servi­
mos; será, en cambio, arma de triunfo si nos decidimos re­
sueltamente a emplear lo que Ganivet llama “nuestras apti­
tudes naturales para la creación ideal”. Y así con las restan­
tes notas que nos singularizan.
Este tipo' humano ideal que Ganivet espera ver realizado

(106) “Idearium”, O. C., I, 243.


en. el español del futuro no sería sino la encarnación de Don
Quijote, nuestra idea ejemplar, en carne histórica y mortal.
También Ganivet es quijotista. Lo que fué para los griegos
Ulises, tipo ideal en que se resumían todas sus cualidades,
eso es Don Quijote para los españoles, dice Ganivet. Y si el
español posible y soñado es trasmito histórico de nuestro
tipo ideal y resultado de nuestro empeño por ser españoles
auténticos, ese español habrá de ser, forzosamente, un hom­
bre quijotizado o quijotesco. En la quijotización de España
ve Ganivet nuestra única gloria posible en el futuro, nues­
tra gloria máxima: “Sancho Panza, después de aprender a
leer y escribir, podría ser Robinsón y reconstruir nuestra
civilización material; y Robinsón, en caso de apuro1, apla­
caría su aire' de superioridad y se avendría a ser escudero
de Don Quijote” (107).
El sueño de un posible quijotismo ele España pone en
evidencia la semejanza que existió entre las almas de Una-
muno y Ganivet. No caigamos, empero, en el error de iden­
tificar plenamente los dos quijotismos. Hay entre ellos una
secreta diferencia de calado, la misma que antes hemos per­
cibido entre el interiorismo de Ganivet y el de Unamuno. El
de Ganivet es un quijotismo castizo; el método de Ganivet,
si cabe hablar así, consiste en depurar los rasgos peculiares
del tipo humano a que puede referirse el español real y en
imaginar sus posibles obras si cambiase la meta de su acti­
vidad y fuese mayor su ahinco en desplegarla. El quijotismo
de Unamuno es algo diferente. Es un quijotismo humano, y
su método consiste en trascender antropológica y hasta teo­
lógicamente las cualidades humanas que Unamuno ve o in­
venta en el mito de Don Quijote. Con otras palabras: el qui­
jotismo de Ganivet es la posible voz diferencial de España
en un futuro concierto de las naciones; el hombre quijoti­
zado de Unamuno es un posible hombre nuevo, un modo de
ser hombre, conjeturado, sí, desde la españolidad, pero ofre­
cido como ideal o arquetipo a todos los hombres del futuro.
Dos modos distintos de un mismo soñar.
También Azorín ha visto en la figura de Don Quijote su
propio arquetipo y el espejo de España: “Nuestra vida—se
pregunta en Madrid, poco' antes de iniciar su viaje quijo­
tesco—¿no es como la del buen caballero andante que nació
en uno de estos pueblos manchegos? Tal vez nuestro vivir,
como el de don Alonso Quijano el Bueno, es un combate in­
acabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados...
Yo amo esa gran figura dolcrosa que es nuestro símbolo y
nuestro espejo” (108),
Un día en que paseaban Antonio Azorín y Sarrio junto
al mar de Alicante, se acerca a ellos un señor moreno y
enjuto', y dice, estrechando la mano de Antonio Azorín: “Yo
sé quién es usted... Es usted uno de los hombres del porve­
nir...” ¿Cómo es Antonio Azorín, cómo serán los hombres
del porvenir? El propio Antonio Azorín nos lo dice: “Nos­
otros, como el hidalgo manchego, tenemos algo de soñado­
res; una ilusión nos vivifica. Vivimos pobres; ... vemos aupa­
dos por las multitudes a hombres fatuos, mientras nosotros,
que damos a la Humanidad lo más preciado, la belleza, per­
manecemos desamparados... Y un día en nuestra soledad y
en nuestra pobreza, un desconocido se acerca a nosotros y
nos estrecha con entusiasmo la mano. Y entonces nos cree­
mos felices y consideramos compensados con este minuto ele
satisfacción nuestros largos trabajos... Por eso este apretón
de manos ha puesto en mí tanta ufanía como en Alonso Qui­
jano la liberación de los galeotes o la conquista del yel­
mo” (109).
Azorín interpreta a su propia vida como una aventura
quijotesca. Obra vivificado por una ilusión; combate maca­

dos) “L a nata de Don Quijote”, O. 8., 409.


(109) “Antonio Azorín”, O. 8., 247-48,
bablemente, sin premio, por un. ideal que no ha de ver reali­
zado; da sin recibir; ha creído deshacer un entuerto, y ve
luego cómo Juan Haldudo sigue golpeando a su fámulo.
“Esta ironía honda y desconsoladora tienen todas las cosas
de la vida..,”, dice el comentario de Azorín. Tan quijotesco
ve Azorín su propio vivir, que hasta en la línea de su auto­
biografía se asemejaría a los dos quijotizados de la obra
cervantina, Alonso Quijano y Tornas Rueda. “Tomás Rueda
equivale a Alonso Quijano—dice Azorín—■. Los dos perso­
najes viven en lo irreal. Los dos acaban, melancólicamente,
por volver a lo cotidiano” (110). ¿Y él? ¿Y Azorín? Des­
pués de su aventura, Azorín vuelve a contemplar lo cotidiano
desde un íntimo y resignado ensimismamiento: “Si somos
discretos, si la experiencia no ha pasado en balde sobre nos­
otros—aconseja en el prólogo de su España—, una sola acti­
tud mental adoptaremos para el resto de nuestros días, Nos
recogeremos sobre nosotros mismos; confiaremos en los de­
más menos que en nosotros; bajo apariencias de afabilidad,
desdeñaremos a muchas gentes, miraremos con profundo res­
peto el misterio de la vida; comprenderemos los extravíos
ajenos; y tendremos conformidad y nos resignaremos, en
suma, sin tensión de espíritu, sin gesto trágico1, ante lo irre­
mediable” (111).
Tal es el quijotismo de Azorín, según él mismo lo inter­
preta. Diríase que Azorín ha cumplido la consigna del pri­
mer quijotismo de Unamuno. Es un Alonso Quijano que ha
vuelto a su casa cuando- aún había sol en las bardas y, ya
en ella, considera con mansa cordura y un adarme de nos­
talgia su antigua vida andante. Hasta en el modo de ser
hijo de su medio se parecería a su modelo. De contemplar el
paisaje manchego habría nacido la loca voluntad de Don
Quijote; en la llanura manchega ha vivido él, educado en,

(110) “T o m á s B u e d a ” , G. S., 551.


(111) “E s p a ñ a ” , O. S ., 457.
Yecla, deambulado!’ de los caminos quijotescos y afincado
luego en Madrid, donde entran algunas almas bajo la in­
fluencia del medio', según Azorín, en un desasosiego dolo­
roso (112).
“Es usted uno de los hombres del porvenir”, ha dicho a
Antonio Azorín el señor moreno y enjuto de Alicante. ¿Este
que vemos resignado, comprensivo, y, bajo su aparente afa­
bilidad, hondamente desdeñoso? Azorín ha visto así a su
propio espíritu cuando él franqueaba los umbrales de su pri­
mera madurez. Mo es eso, sin embargo, lo que quiere y espera
de su raza. Ve en el español la posibilidad de un hombre
más vivo y operante, más enérgico, más lanzado a la crea­
ción: “Yo veo—escribe entonces—esta fuerza, esta energía
íntima de la raza, esta despreocupación, esta indiferencia,
este altivo'desdén, este rapto súbito por lo heroico...” (113).
Desde su personal resignación quijániea espera o sueña Azo­
rm el rapto quijotesco de unos españoles siempre dispues­
tos a él.
Me imagino cómo ha soñado Azorín al español de su es­
peranza. Tres cualidades brillarán en su alma: la gravedad
castellana, la afirmación de la vida y la avidez de conocer
y comprender.
Sin gravedad castellana no puede haber español autén­
tico. Es un sentido de la vida antiguo y a la vez moderno.
“Sentido perdurable y noble”, dice Azorín. ¿En qué consiste
la gravedad castellana, tal como Azorín la entiende? En no
pocas cosas. Por lo pronto, en una permanente disposición
del ánimo para discernir serenamente “lo adjetivo y lo sus­
tancial, lo efímero y lo permanente, lo provechoso y lo des­
deñable”. A la gravedad castellana pertenece también el con­
junto de virtudes que distinguen al hidalgo1, “Ese hidalgo
—dice Azorín del que conoce en Toledo Lazarillo de Tormes—■

(112) “M ad rid ” , O. S., 990.


(113) “ E s p a ñ a ” , O. S-, 481.
puede dar lecciones de gravedad castellana. Serio, digno,
celoso de su honor, guardador puntilloso ele su dignidad,
vive austeramente, no come muchos días y oculta con de­
coro a todos su hambre, y aparece en público, altivo el con­
tinente, con una biznaga en la boca para demostrar que
acaba de comer, no habiendo comido. No vemos aquí la irri­
sión. Contemplamos, sí, la gravedad castellana” (114). Sin
gravedad castellana no hay español que lo valga. El espa­
ñol del futuro que sueña Azorín ha de ser, por necesidad
esencial, castellanamente grave.
Pero Azorín no quiere que esta gravedad sirva otra vez
a la empresa de hambrear con altivez, la biznaga en la boca,
sino a la afirmación de una vida fecunda, creadora. No en
vano- ha vivido Azorín en su mocedad una etapa nietzscheana,
aunque fuese a través del Federico Nietzsche que los del 88
“crearon para su uso” (115). Quiere Azorín que para los
españoles del futuro no sea la vida resignación, ni tristeza,
ni dolor, sino goce fuerte y fecundo; goce espontáneo de la
naturaleza, del arte, del agua, de los árboles, del cielo azul,
de las casas limpias, de los trajes elegantes, de los muebles
cómodos... (116). Cuando los españoles hayan tenido volun­
tad para modificar artificialmente el medio natural de su
meseta—con el riego, con los abonos, con el trabajo indus­
trial—, entonces se trabarán en ellos de manera inédita y
maravillosa la gravedad castellana y la alegría de vivir una
vida fuerte y fecunda. ¿Cómo será entonces el espíritu cas­
tellano que en otro tiempo—en tiempo de Theotocópuli o de
.Larra,—se manifestó “errabundo, tormentoso, desasosegado,
trágico...” ? ¿Qué signo distinguirá en tal sazón a nuestros
“raptos súbitos por lo heroico” ?
Tendrán también los españoles del futuro “curiosidad por.
(114) “M adrid”, O. 8., 995 y 998.
(115) Ibid., 971. S e r á entonces la hora, de la ju stic ia social. V éase
lo que a c e rc a de este tem a digo en el a p a rta d o Anal de este capítulo.
(116) “A ntonio A zorín ” , O. 8., 283.
las cosas del espíritu”. Habrá en ellos un vivo apetito “de
examen, de comparación, de operación, de crítica. De crítica
engendradora de adhesión y de repulsión, de entusiasmo y
de hostilidad: entusiasmo y hostilidad que remueven la iner­
cia de los de abajo e impiden la corrupción de los de arriba”.
Todo esto habrá en esos españoles, porque España no sal­
drá de su marasmo secular mientras no haya “millares de
hombres ávidos de conocer y comprender” (117).
Así serán los españoles del porvenir, según el ensueño de
Azorin, y en la obra de su espíritu consistirá la tercera sa­
lida de Don Quijote. No será esta salida menos heroica y
llena de ilusión que la soñada por Unamuno; estará, en cam­
bio, más adherida a los bienes espirituales y vitales de este-
mundo, a lo que Azorin llama la “Vida plena” formada por
la armonía de la Belleza, de la Verdad y del Bien (118). ¿To­
dos los españoles serán así? No, no. Siempre, en el balcón
de una casa de piedra, habrá un hombre sentado, abstraído
en profunda meditación. Los ojos del caballero estarán ve­
lados por una sutil e indefinible tristeza. ¿Qué ven los ojos
de ese caballero ? Tal vez unas nubes que pasan y mudan
sobre el cielo azul. De la contemplación de esas nubes nace,
lo más propio, lo más íntimo, lo más amado del caballero:
su dolorido sentir.
Baroja ha dicho una vez que cuando España entre “en
la zona central de la civilización” el tipo del español, hoy
oscuro para nosotros, llegará a aclararse, a decantarse y se
verán en él de una manera precisa sus aptitudes (119). El
tipo étnico de muchos españoles permite esperar algo de
ellos, según el racismo de Baroja, tan influido por el de Go-
bineau y Vacher de Lapouge. Es el tipo racial que Alzugaray
y César Moneada descubren en Castro Duro: “—¿Y el tipo?
El tipo étnico. ¿Cuál es, según tú?-—preguntó César.

(117) Lecturas españolas, 267.


(118) “L a vo lu n tad” , O. 171.
(119) “Nuevo tablado de Arlequín”, 194.
—El tipo más bien delgado que grueso, esbelto, nariz
arqueada, o ios negros...
—Sí, el tipo ibérico—dijo César— ; es lo que me ha pa­
recido a mi también. Alto, esbelto, dolicocéfalo... Me parece
que se puede intentan- algo en este pueblo...” (120).
¿No es acaso el tipo corporal quijotesco lo que da viento
a la esperanza de César Moneada? Es un hombre “alto de
cuerpo, seco de rostro, estirado y avellanado de miembros,
... la nariz aguileña, bigotes negros”, dice de Don Quijote
el Caballero' del Bosque. ¿Qué llegará a ser este tipo en el
futuro ? Baroja no puede responder con precisión a esta pre­
gunta. Se limitará a decirnos cómo quiere que el español sea
cuando se aclare y decante su modo de ser hombre.
Será individualista, aunque triunfen las aspiraciones del
colectivismo, porque es individualista “el genio- de la raza”
y porque “el individuo y sólo el individuo” es todo en Es­
paña (121). Será hombre de acción, porque eso es lo nues­
tro: “¡Qué hombres ha tenido España en el dominio de la
acción!—decía Baroja en su Discurso de ingreso en la Aca­
demia—. Loyola, San Francisco Javier, Hernán Cortés, Bi­
zarro, Vasco Núñez de Balboa, el Empecinado, Zumalacá-
rregui. ¡Qué tipos de piedra y acero!” Y en esa acción a que
se entregue el español soñado atenderá, quijotescamente,
“más al ímpetu que al éxito y mas al merecimiento que a
la fortuna” (122). Tendrá el español del futuro, en suma, la
fe y la voluntad que en sí mismos echaban de menos Fer­
nando Ossorio, en Camino de perfección, y Luis Murguía, en
La sensualidad pervertida.'.
Más aún quiere Baroja. Quiere expresamente que el es­
pañol del futuro reúna “el estoicismo de Séneca y la sere­
nidad de Yelázquez, la prestancia, del Cid y el brío de Lo

(120) César o nada, 229.


(121) XMd., 10.
(122) Rapsodias, 82, 83.
yola” ; quiere que su vida sea “una fuente de energía, de
pensamiento y de acción” (123). ¿No es esto, vuelvo a pre­
guntar, una visión optimista y un poco nietzscheana de Don
Quijote? No en vano pensaba Baroja que la invención de
Don Quijote y Sancho “es en literatura lo que el descubri­
miento de Newton es en física” (124). Pronto veremos lo que
dentro del ensueño de Baroja puede hacer ese español soñado.
Valle soñó un futuro de España, pero nos dijo poco acerca
de cómo sería el español de ese imaginado e imaginario por­
venir. “El burgo que él sueña—ha escrito Ramón Gómez de
la Sema—es el burgo ideal en el que podría ser el señor por
delegación del hombre que tiene muy viva la religión de Dios
y de la Patria” (125). Debió imaginar Valle un nuevo Mar­
qués de Bradomín, menos esteta y menos pecador, altivo,
generoso, aventurero y buen hijo de Roma, como lo fué
Trajano y lo fueron los conquistadores y edificadores de Amé­
rica. “Los mayorazgos eran la historia del pasado y debían
ser la historia del porvenir”, dice significativamente el Mar­
qués de Bradomín en Los cruzados de la Causa (126).
Maeztu, soñador como sus camaradas, ha imaginado el
español del futuro con el nombre de “caballero de la His­
panidad”. Su misión en el mundo sería dar remate a la obra
inacabada de la España clásica: “¿Cómo surgirá la verda­
dera España?—se pregunta Maeztu—. Por nuestras ansias
y aún por el mismo espíritu de aventura que nos extranjerizó
hace dos siglos. Porque todas las pruebas están hechas y
andados todos los caminos. No nos queda más que uno solo
por probar: el nuestro. Tómense las esencias de los siglos xvr
y xvii: su mística, su religión, su moral, su derecho, su po­
lítica, su arte, su función civilizadora. Nos mostrarán una

(123) Divagaciones apasionadas, 97, 98.


(124) Juventud, egolatría, 76.
(125) Don Ramón María del Valle-Inclán, Col. A u stra l, p á g . 68.
(126) O. O., I, 581.
obra a medio hacer, una misión inacabada.” Los hombres que
han de acabarla son los caballeros de la Hispanidad. Cada
uno de ellos tendrá su nación y su figura: “podrá ser un
Duque castellano o un estudiante de Salamanca o un cura de
nuestras aldeas, o un hacendado brasileño, un estanciero ar­
gentino, un negro de Cuba, un indio de Méjico y Perú, un
tagalo1de Luzón o un mestizo de cualquier país de América,
así como una monja o una mujer intrépida...”. Todos ellos
se reconocerán entre sí, aunque vivan muy lejos unos de
otros, y juntos cumplirán su misión propia: “sacar a los
indios y a todos los pueblos de la miseria y de la crueldad,
de la ignorancia y de las supersticiones... Esperemos enton­
ces que los caballeros de la Humanidad, con la ayuda de
Dios, estén llamados a moldear el destino de sus pue­
blos” (127).
Ramiro de Maeztu había comenzado abominando- de Don
Quijote en nombre de Alonso Quijano, como el primer Una-
muno, en su famoso artículo de Alma española (128); con­
temporiza luego con él, como Azorm, en su libro Don Quijotet
'Don ‘Juan y Im Celestina; y ya casi viejo acaba soñando,
como Unamuno y Azorín, aunque por más católica senda, el
sueño quijotesco de un español metido a las más altas aven­
turas espirituales. ¿No es un hombre quijotizado, hispánica
y católicamente quijotizado, el caballero de la Hispanidad
que soñó el soñador Ramiro de Maeztu?
Cierren esta galería de ensueños los del poeta Antonio
Machado. También él espera un español inédito. Se pregunta
Machado con ansiedad si Castilla “espera, duerme o sueña”.
No da a su interrogación una respuesta visible; pero él, en el
fondo mismo de su alma, quiere afirmar la primera de estas
tres posibilidades:

(1.27) Defensa de la Hispanidad, 3.a ed., 298, 291, 303.


(128) A lm a española, nüm. 6, 13-XII-I903.
Mi corazón aguarda
al hombre ibero de la recia, mano,
que tallará en el roble castellano
el Dios adusto de la tierra parda.
CP. O., 113.)

¿ Cómo será ese hombre ibero que el poeta aguarda. ? Poco


sabemos de él. Sabemos tan sólo que su vida será joven, y
su juventud un brote castizo de la casta española: nacerá
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.
(P . C . , 204.)

Sabemos también que será a la vez entusiasta y pensador,


capaz de ira y de meditación, porque su España ha de ser la

España de la rabia y de la idea.


(P . O., 204.)

Sabemos, en fin, algo de lo que ha de conseguir con su


obra, según la entiende Antonio Machado. Logrará con su
obra este español del futuro que el austero Felipe, desde su
tumba escurialense,
asome a ver la nueva arquitectura
y bendiga la, prole de Irutero.
(P . O., 228.)

¿Cómo debe entenderse este tan mal entendido pensamiento


de Antonio Machado? ¿Cómo supone el poeta que Felipe II
puede llegar a bendecir la prole de Lutero ? Quede la res­
puesta para el momento de describir el futuro de España
que Machado sueña.
En una tierra soñada, trasunto literario del paisaje de
España, vive un español poéticamente posible. Así en todos
los escritores del 98: en Unamuno y en Ganivet, en Azorín,
en Earoja y en Maeztu, en Machado y en Valle-Inelán. Sobre
ese español gravita un pasado; ante él se abre un futuro.
Pasado y futuro—porque presente no tiene—constituyen su
.historia, ¿Qué historia pasada y qué historia posible y fu­
tura le sueñan a este español sin presente todos esos escri­
tores que llamamos del 88?

E L P A SA D O

En un capítulo' precedente expuse cómo los escritores


del 98 ven el pasado de España. La relativa extensión con
que entonces cumplí ese propósito me permite ahora ser con­
ciso. Mostraré en este apartado con cierto pormenor la visión
de nuestra Historia a que llegaron Azorín y Unarnuno, una
vez mitigada por la madurez—más saber, más resignación,
más capacidad de ensueño—su juvenil ferocidad contra nues­
tro siglo xvii; esbozaré las de Baroja y Antonio Machado ;
trataré, en fin, de señalar con alguna precisión la línea y el
sentido de la actitud común.
Hice antes notar el bien sabido y bien proclamado gusto
de Azorín por nuestros poetas primitivos. He aquí cómo ra­
zona su predilección por Gonzalo de Berceo: “Los escritores
del 98—y éste es otro rasgo esencial de la escuela—van a
ese gran poeta, corno van a otros autores de la Edad Media,
como reacción lógica contra la ampulosidad en literatura.
Al énfasis y artificio que les rodea—Castelar, Núñez de Arce,
Echegaray, la pintura de historia, etc.—, esos escritores opo­
nen la sencillez y la espontaneidad de los primitivos” (129).
No cede a la de Azorín la afición de sus compañeros de
grupo por los artistas primitivos, poetas o pintores, “La
gente de esta generación—dice Baroja de la que llama
de 1870, la suya—, más ávida de lectura que la anterior, leyó
mucho libro extranjero y también libros españoles; hubo
cierto entusiasmo por los primitivos: Gonzalo de Berceo, el
Arcipreste de Hita” (130). La devoción de Antonio Machado
por Berceo y por Jorge Manrique ha sido ya comentada.
“Sobre Valle-Inclán—afirma Azorin—han ejercido una honda
influencia las tablas de los pintores primitivos; nada más
afín espiritualmente a ese arte que la concepción literaria del
gran prosista.”
Todos los escritores del 88 se sienten atraídos por el
mundo de los primitivos. Azorin dice que esa atracción tuvo
el sentido de una protesta contra la ampulosidad ambiente;
al énfasis y al artificio1que les rodean, oponen los del 98 la
sencillez y la espontaneidad de nuestros poetas medievales.
¿Será meramente estética, como sugiere Azorin, la causa de
tal dilección? ¿No habrá, junto a la razón estética, debajo
de ella, tal vez, una razón histórica y española?
Recuérdese lo ya conocido. A todos los jóvenes del 98 les
desplace hondamente la situación histórica de España a que
han despertado. De ahí pasan, como resultado de una induc­
ción causal y estimativa, a mirar con agrura nuestra his­
toria del siglo xvii y, en menor medida, la del xvi. Aman,
por otra parte, a España y quieren afirmarla, así en el pa­
sado como en el porvenir. En lo que atañe al porvenir, so­
ñarán una utopía y proyectarán en un futuro indefinido eso
que pocos años más tarde llamará Ortega “la gema iridis­
cente de la España que pudo* ser”. No tardaremos en ver
los destellos de esa gema. En lo que al pasado atañe, sen­
tirán deslizarse sus preferencias hacia una España ya inequí­
vocamente española y ajena a la vez a nuestra gran aventura
histórica. Esa España no podía ser sino la Castilla primitiva,
porque sólo hay un modo, y no seguro, de ser ajeno a los
sucesos históricos: haber existido antes que ellos.
(130) Entretenimientos, 156. “ E n la lite ra tu ra — repite en “L a fo r ­
m ación p sico ló g ica del escrito r” , su D iscu rso de ingreso en l a A c a d e ­
m ia E sp a ñ o la — n os hem os encontrado identificados con G onzalo de
B erceo, con el p oem a de F e rn á n González, con el R om ancero, con el
Are-'preste de H ita, con J o r g e M a n riq u e ...” (Rapsodias, 82).
La historia de nuestro siglo xix—la historia relatada,
quiero decir—apenas pasa de ser una polémica verbal o ar­
mada entre unos españoles que se llaman a sí mismos ira-
dicionalistas y otros españoles que quieren cambiarlo casi
todo y se llaman progresistas. Los tradicionalistas, encasti­
llados en la tradición de nuestro siglo xvii—la tradición “cas­
tiza”—, no saben, no quieren o no pueden ser histórícamente
actuales. Los progresistas, negadores de toda o casi toóla
nuestra tradición, postulan un mimetismo a ultranza—poco
importa a este respecto que el modelo sea Francia, Ingla­
terra o Alemania—y no saben, no quieren o no pueden ser
históricamente españoles. Frente a unos y a otros, los hom­
bres del S8, cada uno a su modo y con precisión diversa,
inventan un nuevo tradicionalismo, el tradicionalismo pri­
mitivo o medieval. A la tradición de Calderón opondrán la
tradición de Bereeo y de Jorge Manrique; a la épica mo­
derna, el Romancero; a Francisco de Rojas, el Arcipreste
de Hita.
Todos los escritores del 98 sueñan, en suma, una España
originaria, y pura, y en ella apoyan la ineludible “necesidad
cíe pasado” que tiene el hombre—ser histórico y, en conse­
cuencia, tradicional—por imperativo de su condición ontolò­
gica. Trátase del sueño hegeliano de un reino de la libertad
anterior al de la historia, y no es un azar que Unamuno
identifique con ese hipotético reino su visión de la Castilla
primitiva. A todos ellos se les puede decir lo que al Guadal­
quivir decía Antonio Machado, viéndole fangoso y lento en
Sanlúcar :
Un borbollón de agua clara,
debajo de un pino verde,
eras tú, ¡qué bien sonabas!
Como yo, cerca del -mar,
río de barro salobre,
¿sueñas con tu manantial?
(P . O . , 298.)
Castilla, la Castilla primitiva de Berceo y el Arcipreste, es
para los soñadores del 98 el manantial de la historia de Es­
paña: un borbollón de agua clara que cantaba con la pureza
y la alegría de la aurora. Esa Castilla virginal y auténtica
es la que secretamente buscan los hombres del 98 cuando,
por apartarse de la ampulosidad en torno, prefieren la sen­
cillez y la espontaneidad de los primitivos.
En Berceo, en el Arcipreste, en Jorge Manrique estima
Azorín—sutilmente nos lo ha dicho—-su espontaneidad. Esta
precisión de Azorín es una clave para entender la situación
de su espíritu. Llamamos espontaneidad a la libre manifes­
tación de las tendencias naturales de un ser viviente. Llama
Azorín espontáneos a los escritores primitivos porque, a su
juicio, en su obra literaria se habrían manifestado sin tra­
bas, libremente, las tendencias naturales de la raza. Luego,
cuando vinieron las empresas exteriores del siglo xvi, la es­
pontaneidad y la sencillez primitivas habrían quedado ocul­
tas, sofocadas casi por una densa envoltura de énfasis, am­
pulosidad, conceptismo y ademanes teatralescos.
Azorín, y con él todos los escritores del 98, ven en su
mocedad la historia de España posterior a los Reyes Cató­
licos como un bosque de sucesos aparatosos o grandes he­
chos, bajo cuyo suelo fluye la vena delicada de nuestra pri­
mitiva autenticidad. De dos modos se haría expresa y per­
ceptible esta vena soterraba. De una parte, empapando el
mundo inírahistórico o de los pequeños hechos. Por otra,
aflorando hasta la superficie en hontanares dispersos: tal
artista, tal obra, tal hazaña, tal hombre de acción.
Hontanares esporádicos de nuestra autenticidad primiti­
va habrían sido, para los escritores del 98, Fray Luis de
León, San Juan de la Cruz, el Quijote, el Greco, Zurbarán,
Churriguera, el Dos de Mayo, Goya, Larra. En alguno de
ellos—Fray Luis, por ejemplo—mana con suavidad la linfa,
preciosa y oculta de nuestra originaria autenticidad espiri­
tual; en otros—así en Larra, el hombre del siglo xix que
.mejor encama el espíritu castellano, según sentencia de Azo­
rin—ha de abrirse paso a través del suelo histórico con
desasosegada turbulencia, y de ahí vendría el aire “triste,
errabundo, tormentoso, trágico” de su manifestación. No son
ajenos a esta visión de la historia de España los primeros
intentos de Azorin por interpretar el sentido histórico de su
generación. Las palabras de Azorin en el homenaje que tri­
butó a Larra el naciente grupo del 98 y 1a. conversación acer­
ca de Larra entre Enrique Olaiz (Baroja) y Antonio Azorin
(Martínez Ruiz)—recuérdese'el contenido de La voluntad--
tienen detrás, muy visiblemente, el modo de entender nues­
tra historia que antes expuse.
Con la primera madurez de Azorin cambiará no poco el
resultado de su hermenéutica. Es el momento en que el so­
ciólogo regeneracionista se hace lírico, ha dicho Dolores
Franco, muy perspicazmente, en una breve semblanza del
gran escritor (131). Azorin fué siempre mucho más artista
que hombre de motín; y aunque en los senos de su alma
queda siempre un rescoldo del antiguo fuego reformador, su
condición de esteta le irá acercando con nuevo saber y nuevo
amor a muchas de las cosas que antes vituperó :
¡Admirable Azorin, el 'reaccionario
por asco de la greña jacobina!

le dice por entonces la sutil penetración poética de Antonio


Machado. Lo menos importante es que Azorin sea diputado
maurista o ensalce luego a La Cierva. Importa, en cambio,
porque esto afecta a la personalidad literaria de Azorin, es
decir, a su vocación rnás íntima y propia, ver corno inicia
su delicada comprensión estética e histórica de los hombres,
las obras y los valores qne llenan nuestros siglos xvi y xvii.
Importa el hecho e importa el modo. ,
El hecho alborea después de 1905 y culmina con la pu­
blicación de Una hora de España} su discurso de ingreso en
la Academia Española. En Los pueblos (1805) es ya visible
una nueva y finísima comprensión de la España clásica. Re­
cordad cómo evoca la figura del hidalgo toledano'. Alzase del
lecho a las seis, a las seis y media, a las siete; vístese calzas
y jubón; zarandea el sayo; y, por fin, toma en su mano la
vieja y limpia espada: “Esta espada—comenta Azorín—es
toda España. Esta espada es toda el alma de la raza; esta
espada nos enseña la entereza, el valor, la dignidad, el des­
dén por lo pequeño, el sufrimiento silencioso, altanero.” Lue­
go de oír misa, pasea nuestro hidalgo por las calles de Toledo
y saluda a unas tapadas que pasean ante la fronda. Azorín
ha recogido su gesto: “¿No habéis visto en cierto lienzo de
Velázquez—La fuente de los tritones—la manera con que un
galán se inclina ante una dama? Este gesto supremo, ren­
dido y altivo al mismo tiempo, sobrio, sin extremosidad vio­
lenta, sin la puntita de afectación francesa, discreto, elegan­
te, ligero; este gesto, único, maravilloso, sólo1lo ha tenido
España; ... ese gesto es Girón, Infantado, Lerma, Uceda,
Alba, Villamediana...” (132).
El nuevo camino llega hasta la cima de Una hora de Es­
paña. Todos los elementos históricos que integraron la Es­
paña de Felipe II—hombres, modos de vivir, obras huma­
nas—son amorosa y delicadamente comprendidos por el evo­
cador Azorín. Afirmará entonces, como Unamuno y Baroja,
la peculiaridad incomparable de España: Podrá nadie afir­
mar que el ideal de inteligencia es superior al ideal de vir­
tud? Absurdo es incriminar a España su infecundidad cien­
tífica ; su camino era otro. Y candidez—o excesiva nobleza—
en los defensores de España, es ir a situarse para sus de­
fensas en el mismo terreno en que los partidarios del ínte-
leetualismo han querido plantear el problema.” Negará tarn-
hïén, como Unaimmo, la idea de nuestra pasada decadencia,
“la famosa decadencia” : “No lia existido tal decadencia.
¿Cuándo se la quiere suponer existente? Se la supone preci­
samente en el tiempo mismo en que España descubre un
mundo y lo puebla; en el tiempo mismo en que veinte na­
ciones nuevas, de raza española, ele habla española, pueblan
un continente.” Proclamará, en fin, con orgullo, la índole y
la prestancia del europeísmo español: “no teníamos, en nin­
gún momento, que aprender nada ele Europa. No necesitá­
bamos para nada de Europa. Europa éramos nosotros y no
los demás pueblos; o por lo menos lo éramos tanto nosotros
•—y lo seguimos siendo—como las demás naciones. Nuestro
ideal era tan elevado y legítimo como el ideal de los demás
países europeos. Es falso que Descartes sea superior a Santa
Teresa y Kant a San Juan de la Cruz” (133).
Ha comenzado Azorín definiendo con intención peyorativa
la peculiaridad castiza de España: es la etapa del europeís­
mo como remedio. Llega a la plena madurez de su espíritu
y de su obra—1825, cincuenta y dos años, Una hora de Es­
paña—blasonando orgullosamente de esa singularidad nues­
tra y proclamando a los cuatro vientos el prestante y exclu­
sivo europeísmo de la cultura española. Es la hora del me­
diodía azoriniano, el momento de su justo medio. Un paso más
y Azorín caerá—es el riesgo del casticismo como principio
y un peligro propicio a toda la generación del 98—en una
afirmación entre altiva y resignada de nuestro africanismo.
En el africanismo cae Silvino Poveda, el alicantino1refugiado
en París, última de las encarnaciones literarias de Azorín.
“El verdadero europeísmo—escribe Azorín—semejábale al
presente que cada nación tuviese su cariz particular e incon­
fundible... Además, el espíritu europeo lo reputaba por una
engañifa...” ¿Y cuál es el cariz particular e inconfundible
de España? Azorín se pone dentro del alma de Silvino Po-
veda y contesta con una grave interrogación: ‘Tero' España,
¿es Africa o Europa? Si España era Africa ¿por qué ha­
bíase de atribuir un concepto denigrativo a tal semejanza?
¿Es que podía justificarse el menosprecio de Africa? Silvino
Poveda, estudiándose a sí mismo, se sentía africano... Era.
africano...” (134). Esta autoclefinición, y el africanismo de
España que comporta, representan el punto en que el mundo
del ensueño lia dejado de ser séptimo cíelo, utópica tierra
de evasión, y se ha convertido en cáscara. ¿Será éste el
término inexorable de todos los ensueños?
Dije antes que en el cambio de postura de Azorín frente
a nuestros siglos zvi y xvn—de la repulsa, agria a la com­
prensión delicada y amorosa—importaban el hecho y el modo.
Hemos visto .el hecho. ¿Qué decir ahora respecto al modo?
Ese cambio de Azorín ¿es—permítaseme usar esta palabra
solemne y excesiva'—una “conversión”, una mudanza radical
en el punto de vista desde el que se juzga? En mi opinión,
no. No se trata de un cambio en el punto de vista, sino de
una considerable ampliación de la tierra que desde él se ve.
En todo momento ha creído Azorín que la autenticidad del
espíritu español originario se expresaba en el mundo de los
pequeños hechos que componen la trama sutil de la vida co­
tidiana. Pues bien; lo que ha hecho Azorín para comprender
amorosa y españolamente la vida de nuestros siglos x v i y x v i i
ha sido, usando su propia terminología, disgregar los gran­
des hechos en una finísima urdimbre de menudos hechos.
Cuanto antes expuse acerca de la técnica historiogràfica ele
Azorín prueba suficientemente este aserto mío; y tal vez esa
técnica, no sea sino el resultado a que llegó el escritor Ázo-
rín, español y devoto del acontecer mínimo y cotidiano, cuan­
do sintió en su espíritu la necesidad de comprender mejor
los dos siglos mayores de nuestra historia.
Osaré una comparanza. Menéndez Pelayo, católico, espa­
ñol, 3' por entrambas razones hostil contra el mundo mo­
derno, llega a comprender en su madurez esos vituperados
siglos modernos entendiendo católicamente la porción de ver­
dad y de bien que en ellos encuentra cuando los estudia. Azo~
Tin, desviado de los grandes sucesos de la España clásica y
denoto por principio de loo menucios, comprende aJ fin nues­
tros dos grandes siglos reduciendo la vida española de en­
tonces a los pequeños hechos que la componen. Por un ínti­
mo imperativo de nuestro existir temporal, evocar es com­
prender. Y ya sabemos cuál es el expediente a que siempre
ha recurrido el arte evccativo de Azorin, desde que en el
año 1000, a los veintisiete de su vida, publicó su pequeño
libro sobre El alma, castellana.
Algo dije antes acerca de la atracción que la Edad Media
ejerció siempre sobre el espíritu de Unamuno, pasados su
culto a Spencer—y a Hegel, que de todo hubo—y el europeís-
mo svÁ gen&ris de En torno al casticismo. “¡Ah, si volviese
otra vez (nuestro pueblo) a aquella hermosísima Edad Me­
dia...:”, escribe el año 1898, en su ensayo La vida es sueño;
“siento con frecuencia la nostalgia de la Edad Media”, dice
en 1905, como exordio a su Vida de Don Quijote y Sancho;
“tormento grande es tener que vivir en este nuestro siglo con
un alma del siglo %m”, repite en 1806, en El secreto de la
v i d a aludiendo a sí mismo y a su España ; “siéntome1 con
un alma medieval, y se me antoja que es medieval el alma
de mi patria”, confirma en Del sentimiento trágico, el
año 1912. Gustan a Unarnuno los Cristos medievales: “esos
Cristos lívidos, escuálidos, acardenalados, sanguinosos, esos
Cristos que alguien ha llamado feroces” (135), y en ellos ve
el modo español de imaginar al Hijo de Dios.
En este soñado medievalisme espiritual se instala Una-
muño y desde él—recuérdese la “libertad del espíritu colec­
tivo” que atribuye a nuestra Edad Media castellana—abo­
mina las hazañas “castizas” de nuestros siglos xvi y xvn:
“después de los Reyes Católicos, con el descubrimiento de
América y nuestro entremetimiento en los negocios europeos,
nos vimos arrastrados en la corriente de los demás pueblos.
Y entró en España la poderosa corriente del Renacimiento,
y nos fué borrando el alma medieval...”. Pero sobre todo
esto he dicho en otm capítulo lo suficiente.
Queda por decir—y con esto reanudo un cabo entonces
suelto—que no fué siempre ésta la actitud intelectual y esti­
mativa. de Unamuno. Con el curso de los años se acogió su
alma al amparo de nuestras glorias castizas y las defendió
con vigoroso orgullo. La conquista y colonización de Amé­
rica, San Ignacio de Loyola, la Contrarreforma., Trento, Fe­
lipe II, son estimados en su valor universal y hegemónico,
y defendidos frente a protestantes y modernos (136).
Tal es el hecho, enteramente parejo al que antes he des­
crito en la biografía espiritual de Azorín. ¿Será igual, en­
tonces, la etiología y el modo del cambio unamuniano ? Si no
es igual, al menos es análogo, o a mí me lo parece. Si Una-
mimo llegó a una estimación positiva de nuestros siglos cas­
tizos fué, valga la expresión, metiendo en ellos la Edad Me­
dia, medievalizándolos. Azorín logra comprender la auten­
ticidad española de la España clásica reduciéndola a sus me­
nudos hechos; viendo al combatiente de Flandes en el gesto
con que saluda a una dama. Unamuno llega a enorgullecerse
de la Contrarreforma atribuyendo un carácter medieval al
espíritu que la movió: “se me antoja que es medieval el
alma de mi patria”, dice pocas páginas después de ensalzar
a Felipe II y a Trento.
Y como su espíritu es más extremoso y galopante que
si de Azorm, pronto quema las etapas y cae en el lazo que
la tesis casticista ofrece a todos sus defensores españoles:
el pretendido africanismo1 de la autenticidad española, “La
expresión africano antiguo—escribió Unamuno en 1908—
puede contraponerse a la ele europeo moderno y vale tanto,
por lo menos, como ella. Africano y antiguo es San Agus­
tín; lo es Tertuliano. ¿Y por qué no hemos de decir: hay
que africanizarse a la antigua o hay que anticuarse a la
africa/na?" Luego pondera el gusto que ha tomado “a nues­
tra vieja sabiduría africana, a nuestra sabiduría popu­
lar” (137). Medievales y un poco africanos serían, según don
Miguel, el espíritu de la España auténtica y los hechos his­
tóricos en que ese espíritu se revela: Jorge Manrique, la
mística, Don Quijote, el Dos de Mayo.
El medievalismo de Baroja, Arntonio Machado y Valle-
Inclán ha sido ya demostrado. Vimos también la interpreta­
ción semieuropea y semiafricana de España que de pasada
ha propuesto Baroja. Ganivet insistió en la estirpe arábiga,
africana, de nuestra mística y quiso ver una rama árabe en
el árbol genealógico de Don Quijote: “Sin los árabes—dice—,
Don Quijote y Sancho Panza hubieran sido siempre un solo
hombre, un remedo de Ulises” (138). Manuel Machado cantó
en su primer libro (1900) la delicadeza moral del Cid, cuan­
do con doce de los suyos salió al destierro

por la terrible estepa castellana,


(P o e s ía , 16.)

(137) “ Sob re la eu ropeización ” , Ensayos, I, 883 y 893. L a a p e la ­


ción a S a n A gustín es sofística. San Agustín íué, cierta m ente, a frica n o
an tigu o, p ero ro m an izad o y helenizado b a s t a los tu étan os. P o r eso puede
llam a rle “p a d re de E u r o p a ” su a n to lo g ista el P . P rz y w a ra , P e rm í­
ta m e el lecto r que p or u n a vez h a y a abandon ado m i conducta de h is­
to riad o r “p u ro” y roto a l galo p e u n a la n z a en fa v o r de m i concepción
a n tia fric a n a del p a sa d o y del p osible fu tu ro de E sp a ñ a .
(138) “Id eariu ra” , O. O., I, 244.
e interpreta arábigamente la condición española de su alma
en un verso famoso:
tengo el alma de nardo del árabe español.
(Poesía-, 3.)

El menos africano del grupo es, sin duda, Valle-Incián. Es


verdad que concebía a España como una moneda de dos caras,
mediterránea y berberisca la una, romana e imperial la otra;
pero siempre proclamó el deber de fidelidad a esta última
—romana habría sido, según Valle-Inclán, nuestra coloniza­
ción de América—y hasta el fin de su vida, pese a los esper­
pentos, supo oír “el sonido de la flauta griega”.
Pese a tocias las diferencias personales, una línea común
puede señalarse en el ensueño- de toda la generación acerca
del pasado de España. Y en esta línea común, un motivo do­
mina sobre todos los demás: la nostálgica atribución de una
pura y espontánea autenticidad española a la España ante­
rior a los Reyes Católicos; esto es, a la Castilla primitiva
y medieval. Si todos los escritores del 98 cantan literaria­
mente a Castilla, además de cantar a su tierra nativa; si
todos hallan en su dramática asperidad cierta delicadeza ul­
tima y quintaesenciada, y la miran con íntima y delgada
nostalgia, detrás de su sentimiento opera el mito histórico
de una Castilla españolamente pura en su origen remoto.
Ante el dolor presente, la condición temporal del hombre
distiende su ineludible evasión en los das sentidos de su
tiempo: hacia el recuerdo y hacia la esperanza. La disten­
sión hacia el recuerdo es el sueño del mejor tiempo pasado.
¿Podían quedar exentos de ese sueño los hombres del 98,
si todos ellos fueron soñadores por vocación y profesión?
Todos sueñan con su manantial, como el Guadalquivir salo­
bre de Sanlúcar, y todos lanzan por doble senda su evasión
memorativa y soñadora.
Una de estas sendas conduce al pasado propio, a la pro-
pia infancia. “A lo largo de la vida, por encima de todos
los cambios y mutaciones—lia escrito Azorín—, el artista
lleva una partícula del ambiente que ha respirado por vez
primera” (139). Sí, y de la condición de esa vicia a cuyo largo
existe y cambia el artista—el hombre, mejor—depende su.
modo de llevar aquel vestigio clel ambiente primero. Lo que
para unos será, nostalgia, será para otros liberación. Para
los artistas del 98, la huella de la infancia tiene el sabor de
la nostalgia. La tierra nativa es un paraíso perdido, xeco-
brable por evocación, y así aparece en sus descripciones lite­
rarias.
Otra de las sendas conduce hacia su pasado de españoles,
al pasado histórico. La nostalgia romántica ele un pasado
mejor desdeña ahora el asilo de nuestros siglos mayores—en
él se instaló la nostalgia de Menéndez Pelayo—y va a cobi­
jarse en el ensueño de una Castilla medieval sencilla y espon­
tánea. Castilla se hace así mito histórico, en el sentido sore-
liano del vocablo. SI mito de Don Quijote y el de Castilla,
son, en efecto, los dos grandes veneros de energía espiritual
que nos han legado a los españoles los soñadores del 88.
Soñar la sencillez de Castilla y esperar el recobro de 1a.
autenticidad perdida mediante el recurso de una acción qui­
jotesca van a ser, en consecuencia, las dos actividades prin­
cipales a que se entreguen, en tanto españoles, los hombres
del 98. ¿Hasta qué punto es un azar que Menéndez Pida!,
hombre de esa generación, haya hecho de la Castilla origi­
naria el tema cardinal de su egregio trabajo investiga­
dor? (140).

(139) “A l m a rg e n de los c lá sic o s”, O. S., 1052.


(140) P a r de la fig u ra del ro m a n is ta M en én d ez P id a ! es la del
a r a b is ta A sín P a la c io s, e stric to co etá n eo de los h o m b res del 98. M e­
nén dez jPidal e stu d ia cien tífic a m e n te los te m a s castellanos de que p o é­
tic a m e n te se ocupan los lite r a to s del 88. ¿ N o h a b r ía sido el e s tu ­
p endo tr a b a jo de .Asín— una. p a rte de su tra b a jo , cu a n d o m e n o s— u n
estu d io científico de lo s te m a s arábigos, africanos, que en ellos a p u n -
No sólo hacia el mundo del recuerdo se distiende la eva­
sión del hombre que vive un mal presente; distiéndese tam­
bién hacia el reino de la esperanza. ¿Qué es sino' una nece­
sidad de esperanza lo que mueve a los hombres a soñar?
Tres modos principales adopta la humana necesidad de
esperar: el proyecto, el ensueño y la esperanza religiosa. El
proyecto es una esperanza terrenal próximamente posible, y
su versión en el dominio1de la operación histórica suele ser
llamada “programa político”. El ensueño es una esperanza
terrenal muy remotamente probable, imposible casi, o una
esperanza sin tierra alguna en que apoyarse, esto es, utópica.
Su traducción al mundo de la historia es la “utopía política”.
La esperanza religiosa consiste en situar lo que se espera—la
propia felicidad, en último extremo—en una zona de la reali­
dad rigurosamente transhistórica, escatològica, en la cual se
cree. Se espera en “otra vida”, en un modo de vivir allende
la Historia y la muerte propia.
Por lo que toca al tiempo en que se puede cumplir lo
que se espera, el proyecto es “crónico”, pertinente al tiempo
histórico futuro y posible; el ensueño suele ser “ucrónico”,
fuera de tiempo, intemporal; y la esperanza religiosa es
“transcrónica”, pertinente a lo que está más allá de nuestro
tiempo natural e histórico. Guando un muchacho quiere ser
navegante y cuando un gobernante proyecta la firma de un

ta n ? L a s “in v e s tig a c io n e s” de A sín so b re la m ís tic a del Is la m tie n e n el


m ism o se n tid o h istó ric o , p o r ejem plo, que la s “in tu ic io n e s” de G an iv et
en to rn o al in g re d ie n te a rá b ig o de n u e s tr a c u ltu ra tra d ic io n a l: si uno
a ra b iz a p a rc ia lm e n te a E s p a ñ a , o tro h is p a n iz a y c ris tia n iz a p a r c ia l­
m e n te a l Is la m ; qu iero decir, se e sfu e rz a p o r h a c e r h is to rio g rá ñ c a m e n ­
t e v isible c u a n to a c e rc a el m u n d o a rá b ig o a l m u n d o c ristia n o . N o q uie­
r o d a r a e s ta o b se rv a ció n m ía o tro v a lo r que el de u n a c o n je tu ra m á s
o m e n o s s u g e s tiv a . A h í q u e d a a títu lo de ta l.
tratado comercial, esa navegación y esta firma son cosas
oa'si siempre atañederas al futuro posible; si mío sueña, en
cambio, ser un Marqués de Bradornín, ese Marqués de Bra-
domín que uno sueña ser no está en tiempo alguno, es ucró-
nico (141); y cuando uno espera salvarse eternamente, ese
estar salvo que espera pertenece a un modo de existir más
allá del tiempo terrenal.
Los hombres del 98 se evaden ele su presente histórico
por la vía del ensueño. Pronto se hastían y desengañan de
hacer programas políticos, y sueñan; sólo en el caso de Una-
muno adoptará el ensueño la forma de una esperanza reli­
giosa agónicamente sentida. Los ensueños de los literatos
del 98 deben ser calificados de semiutópieos y semiuerónicos...
Más atrás quedaron expuestas las razones justificadoras de
tales adjetivos. Pero bueno será, antes de estampar juicios
generales, contar con sencillez y exactitud el ensueño de
cada uno de ellos respecto al futuro de España.
El espíritu de don Miguel de Unamuno vivió mucho más
en el futuro, un futuro entre histórico y escatológico, que
en su presente. No fué él precisamente un alma en pena:
su vida cotidiana era la de un profesor puntual, padre de
copiosa prole—por esto se decía a sí mismo “proletario”—,
hombre locuaz, ganoso siempre de amistades propicias a su
monólogo y atento siempre, aunque dijese odiarlos, a los su­
cesos diarios del mundo y de España. No, no fué visionario
ni fué profeta errante.
Pero dentro de esa existencia cotidiana y por debajo de
su retórica unamunesca—a veces se adivina en sus páginas
cierto “unamunismo” adrede, retórico—alentaba un espíritu
encendido y lírico, cuyo mundo era el mismo de todos los
poetas, cuando lo son de veras: la humanidad permanente
y el futuro; lo que el hombre es y quiere ser siempre y lo

(141) Q uede n o m á s que p la n te a d o el p ro b le m a del “d ónde” y del


"c u án d o ” de los en su e ñ e s t a m a ñ o s u tó p ic o s y u cró n ico s.
que en aquel momento puede llegar a ser. El Petrarca canta
al hombre de siempre—el amor, la inquietud humana, el de­
seo de felicidad simia.—y al hombre moderno. San Juan de
la Cruz, describiendo poéticamente su unión mística, nos
muestra lo que el hombre siempre anhela, aunque no lo sepa.
Miguel de Unamuno, poeta lírico, nos revela en prosa y verso
el hombre que él es—el hombre de siempre, uno de los modos
permanentes de ser hombre, en último extremo—y un modo
humano de vivir que él cree próximo.
Por eso dije antes que el espíritu de Unamuno vivió mu­
cho más en el futuro que en su presente, más en la espe­
ranza que en la pura y real actualidad: “Morir corno Icaro
—decía, y entonces era sincero su unamunismo—vale más
que vivir sin haber intentado volar nunca... Sube, sube, pues,
para que te broten alas, que deseando volar te brota­
rán” (142). ¿Hacia qué futuro quería volar el alma de Una­
muno? ¿Para qué deseaba sus alas?
Soñaba Unamuno el advenimiento de un mundo nuevo1y
hermoso: “llenos de fe, de esperanza y de amor—decía—,
dejemos el viejo suelo que nos osifica .el alma, y llevando
en ésta el viejo mundo concentrado1, su civilización hecha
cultura, busquemos las islas vírgenes y desiertas todavía,
preñadas de porvenir y castas con la castidad del silencio
de la Historia...” (143). Soñaba así porque no era pesimista,
como no lo era Don Quijote, y creía lo mismo que una de
sus criaturas literarias: “que todo lo que el hombre puede
inventar ha sucedido, sucede o sucederá alguna vez” (144),
Aunque ese suceder haya de quedar para otra vicia-—la so­
brevida, solía decir Unamuno—, que ese es el premio reser­
vado por Dios a quienes en ésta han sabido soñar mucho y
limpiamente. “Hoy—escribió en 1900, henchido de hermosa

(142) “ ¡A d e n tro !”, Ensayos, I, 22?.


(143) “C ivilización y c u ltu ra ” , Ensayos, I, 296.
(144) La novela de Don Sandalia, ecl. Col. A u stra l, 82.
fe en el futuro—se unen jóvenes de espíritu en la común
esperanza del advenimiento del reino del hombre; hoy brota
verdadera fe, pistís santa, eonñanza en el ideal, refugiado
en el porvenir siempre, fe en la utopía...” (145).
Pensaba Unanumo que en la historia de la Humanidad
cabe distinguir tres edades sucesivas: la edad de la natu­
raleza, ya cumplida; la edad de la razón, en la que ahora
estamos; y una futura edad dei espíritu, en la cual los hom­
bres llegarán a ser sinceros y mutuamente transparen­
tes (146). Tal vez sea un paso hacia esa tercera edad la
ruina de nuestra civilización que Unanumo augura: “Se nos
está indigestando en gran parte la civilización... Irá el hom­
bre acumulando medios, inventos, obras y no poniendo su
propio espíritu al nivel ele ese progreso, y vendrán unos nue­
vos y salvadores bárbaros, que es de esperar salgan de los
anarquistas, a restablecer cierto equilibrio relativo. Enton­
ces se quemarán los libros que para nada sirven, corrigiendo
esta funesta manía de almacenarlos -en bibliotecas, y se des­
truirá buen número de ferrocarriles... Pero ha de ser, si así
es, para salvar la cultura” (147).
Aquí y allá apunta don Miguel los diversos modos de
llegar al porvenir que anhela: 1a, libertad para que “cade,
cual se desarrolle como él es” (148); la inquietud misma por
cambiar-—“todo cambio me parece socialmente provechoso,
no más que por su cambio”, decía, con el optimismo abso­
luto de un hegeliano (148) — ; la predicación del que está
en la cima, llamando desde ella a los que se encuentran más

(145) "L a fe ", Ensayos, I, 249,


(146) “S o led ad ” , Ensayos, 1, 663.
(147) “C iud ad y c a m p o ” , Ensayos, I, 353-354.
(148) “L a c ris is del p a tr io tis m o ”, Ensayos, I, 275.
(149) “S o b re el ra n g o y el m é r ito ” , Ensayos, 1, 750. V éase ta m ­
bién “D el se n tim ie n to tr á g ic o ” , Ensayos, II, 948: “todo el que p elea
p o r u n ideal, a u n q u e p a re z c a del p asad o , e m p u ja al m u n d o a l p o r­
v e n ir ...” .
bajos... (150). Dos son, sin embargo, los recursos capitales
de la soteriolcgía histórica unamunesca. Es uno el chapu­
zamiento en el propio pueblo, vía por la cual llega el hom­
bre a conquistar lo que de humano hay en él: "Acaso el
sobrehombre nietzscheano del siglo x l — dice Unamuno,
dando una versión biológica y caricaturesca a su idea de la
palingenesia por chapuzamiento—tendrá que refundirse en
el famoso batibio haeckeliano para recobrar nueva
vida” (151). Consiste el otro recurso en la colaboración, en
el intercambio espiritual de los hombres todos: “No hay
idea más satánica—escribe en otro lugar—que la de la auto-
rredención; los hombres y los pueblos se redimen unos por
otros” (152).
Siguiendo estas sendas, sufriendo tal vez el dolor y la
ruina, llegará el hombre al dorado porvenir que sueña Una­
muno; o no llegará, porque, según su propia doctrina, el
ideal de los hombres pertenece siempre al porvenir. He aquí
la pintura que de ese soñado futuro hace su soñador: “Bo­
rrada la funesta propiedad capitalista actual, convertida la
agricultura en vasta explotación industrial, en libre aprove­
chamiento, aliviado el labrador por la máquina que le per­
mite mirar más al cielo que une que a la tierra que separa,
¿qué se hará del apego ai terruño? Convertido en amor de
artista a su obra, servirá de materia al ideal cosmopolita,
será la base sentimental e histórica de un sentimiento con­
ceptual y filosófico, si cabe así decirlo; el hombre amará a
la tierra que ha hecho, y este amor servirá de núcleo a la
fraternidad universal. Entonces se verá patente e intuitiva­
mente que la tierra ha, sido humanizada por el hombre, en­
tonces se vivificará el sentimiento patriótico por la fusión.

(150) “L os e s c rito re s y el p u eb lo ” , Ensayos, II, 352.


(151) “L a selecció n de los F u lá n e z ” , Ensayos, I, 484.
(152) “E n to rn o a l c a stic ism o ”, Ensayos, I, 103.
de sus dos factores: el que arranca de] primitivo comunismo
de tribu, y el que tiende al final comunismo universal” (153).
La longura del texto que transcribo viene compensada
por la vivacidad con que dibuja el ensueño unarnuniano y la
prontitud con que nos muestra la esperanza de Unamuno en
un modo inédito del patriotismo. Percibe claramente don Mi­
guel que está cambiando rápidamente el modo histórico de
sentir la patria: “El concepto de patria—dice—se está pola­
rizando: tira de un lado la patria chica, de campanario, la
sensitiva, de impresión directa, y de otro la gran Patria hu­
mana, la intelectiva. Y así que se fundan en una y mutua­
mente se fecunden en el espíritu la patria chica y la gran
patria, surgirá la patria completa y pura, la de los hombres
emancipados de la tierra” (154). El popularismo está aho­
gando al nacionalismo, resume Unamuno.
Concuerda esta visión del futuro con un mandamiento
de don Miguel, en el cual exige dar sentido cristiano a la
popularización y a lo que en páginas anteriores he llamado
interiorismo: “la misión de un pueblo es realizar en sí mis­
mo, acl mira, la justicia y cristianizarse” (155). Por eso el
amor a la verdad, deber de todo hombre, imperativo moral-
de la gran patria, debe estar siempre por encima de la salud,
misma de la patria chica o nacional (156). Y las dos, la pa­
tria chica y la gran patria, han de subordinarse a los hom­
bres, a todos y cada uno de los hombres que las componen;
porque “el supremo producto histórico es el hombre” (157).
(153) “L a c risis del p a trio tis m o ” , Ensayos, I, 276. H a y u n te x to
de sen tid o m u y a n á lo g o en “L a re g e n e ra c ió n del te a tr o e sp a ñ o l” , E n­
sayos, I, 173. E n e s a u tó p ic a e d a d v e U n a m u n o “la del so b reh o m b re,
que con t a n t a e sc o ria de e g o ísta s sueños, so ñ a b a el p o b re N ie tz s c h e ” .
(154) “L a re g e n e ra c ió n del te a t r o e sp a ñ o l”, Ensayos, I, 169. T e x ­
to s s e m e ja n te s p u ed en le e rse en “L a c risis del p a trio tis m o ” , Ensa­
yos, I, 270, 273 y 275.
(155) Vida- nueva, n ú m . 2, 1898.
(156) “L a P a t r i a y el E jé r c ito ” , Ensayos, I, 766 y 789.
(157) “L a c i'isis del p a tr io tis m o ”, Ensayos, I, 276.
Tal es el marco histórico universal, genéricamente hu­
mano, dentro del cual imagina don Miguel el futuro ele Es­
paña. Pasó toda su vida recordando a España y esperando
de España; dos actividades espirituales—el recuerdo y la
esperanza—que, por las razones ya dichas, se engarzaban
entre sí con engarce muy esencial dentro de su espíritu so­
ñador: “roguemos a nuestro Dios histórico y religioso, no
al metafísico y teológico—decía en los últimos años de su
vida—que los recuerdos de gloriosas esperanzas de nuestros
antepasados nos críen esperanzas de gloriosos recuerdos que
entregar a nuestros trasvenideros” (158). Aquellos recuer­
dos y estas esperanzas tienen siempre un mismo signo: la
quijotización de España. “Aún no ha empezado el reinado
de Don Quijote en España”, escribía Unamuno en 1805 (159);
y en el recuerdo y la esperanza que bajo esa frase alientan,
está cifrada toda la vida española del gran vasco salman-
tizado.
El camino que don Miguel presentía abierto a las posi­
bilidades de España fué siempre el mismo, a lo largo de su
vida entera: el que se nos ofrecerá a los españoles cuando
sepamos fundir en original y fecunda unidad, dentro de nues­
tras almas, la peculiaridad más íntima de nuestra casta y
la actualidad más- viva de la Historia Universal. Sólo enton­
ces lograremos ser a la vez “españoles” y “hombres”. O, más
exactamente “hombres españoles”. Pero Unamuno no ima­
ginó siempre de igual manera el acceso de los españoles al
camino de su misión y de su excelencia futuras. Soñó dos
modos distintos, biográficamente sucesivos y por entero co­
rrespondientes a los dos períodos de su quijotismo.
El modo primero corresponde a su quijotismo quijánico
y a la época de En torno al casticismo (1895). Su género pró­
ximo está definido por la consigna general de la época: eu-

(158) Paisajes del alma, 151.


(159) “L e c tu r a e in te rp re ta c ió n del Q u ijo te ”, Ensayos, I, 652.
ropeizaeión de España. La europeización que propone Una-
muno dista de ser, sin embargo', el puro mimetismo que pos­
tulan ios progresistas españoles y alguno de aquellos rege­
neradores. No quiere Unamuno ser un europeo más ni se con­
forma con vestirse apresuradamente de ultrapirenaico; as­
pira a que los españoles-—lo diré con la ineludible metáfora
biológica—digieran y asimilen españolamente la cultura eu­
ropea moderna (160) : “lo mismo los que piden que cerremos
o poco menos las fronteras..., que los que piden más o menos
explícitamente que nos conquisten—decía—, se salen de la
verdadera realidad de las cosas, de la eterna y honda rea­
lidad” (161).
¿Cuál es, entonces, esa eterna y honda realidad que in­
voca Unamuno? En ninguna de sus páginas aparece tan
vigorosa y cálidamente expuesto su juicio como en la impe­
tración final de En torno al casticismo: “¡Ojalá una verda­
dera juventud—exclama—animosa y libre, rompiendo la
malla que nos ahoga y la monotonía uniforme en que estamos
alineados, se vuelva con amor a estudiar el pueblo que nos
sustenta a todos, y abriendo el pecho y los ojos a las co­
rrientes todas ultrapirenaicas y sin encerrarse en capullos
casticistas, jugo seco y muerto del gusano histórico1, ni en
diferenciaciones nacionales excluyentes, avive con la ducha
reconfortante de los jóvenes ideales cosmopolitas el espíritu
intracastizo que duerme esperando un redentor!” (162), To­
dos los elementos del primer ensueño unaimmiano—un en­
sueño muy próximo a ser programa—están en el párrafo
transcrito: el protagonista, el método y la meta. Sólo puede
ser protagonista de la nueva aventura una juventud animosa
y rebelde (piensa Unamuno, no hay duda, en su generación).

(160) E l p ro p io U n a m u n o e m p le a el sím il de la asim ila c ió n a li­


m e n tic ia en “N a tu ra lid a d del é n fa s is ” , Ensayos, II, 433.
(161) “E n to rn o al c a stic ism o ” , Ensayos, I, 10.
(162) Ensayos, I, 125-26.
El método exige doble actividad: sumergirse inquisitiva y
amorosamente en el propio pueblo, abrir los ojos y el pecho
a la actualidad europea; el chapuzamiento y la ducha, según
la hidroterápiea terminología del que empieza a ser don Mi­
guel de Unamuno (163). La meta es una nueva vida de Es­
paña, latente como mera posibilidad en nuestra intrahistoria
y puesta en acto por el estímulo de la ducha exterior. Quiere
Unamuno que toda España siga en el siglo xx, y según las
exigencias que éste vaya trayendo, la escondida senda his­
tórica elegida por Fray Luis de León, nuestro humanista,
en la hora castiza del siglo xvi.
Chapuzamiento en pueblo y europeización, regionalismo y
cosmopolitismo son los dos momentos de la inédita reden­
ción de España que Unamuno propugna a sus treinta y tan­
tos años (164): “el despertar de la vida de la muchedumbre
difusa y de las regiones—decía—tiene que ir de par y enla­
zado con el abrir de par en par las ventanas al campo eu­
ropeo para que se oree la patria” (165). Sólo así podrá llegar
a término “la labor de españolización de España” (166).
Cuando el quijotismo quijánico de Unamuno se trueque
en quijotismo quijotesco, cambiará también su modo de en-

(163) “ S ó lo ... europeizándonos p a r a h a c e r E s p a ñ a y ch apu zán do­


n os en pueblo— dice en o tro lugur— re gen erarem o s esta etapa m o ra l.”
Y en o tro : “ ¡P e , f e en la espo n tan eid ad prop ia, fe: en que siem pre
serem o s n osotros, y v e n g a la inundación de fu e ra, la d u c h a !” (Ensa­
yos, I, 125 y 123). L o m ism o en “L a regen eració n del tea tro esp añ o l” ,
Ensayos, X, 166.
(164) R egio n alism o y catolicism o fueron, com o se sab e, lo s p o s­
tu lad o s c a rd in a le s del tradicion alism o español. S i se tiene en cuenta,
que U nam un o in te rp re ta b a cristian am en te el cosm opolitism o p o r él
p rop ugn ado— en un sentido a lg o disidente de l a o rto d oxia católica-,
desde luego—■, s e com pren derán bien lo s elogio s que dedica a lo que
h a b ía de p o p u lar en el carlism o (por ejem plo, en Ensayos, I, 124).
(165) Ensayos, I, 123.
(166) Ensayos, I, 34. R em ito a lo exp u esto en el cap ítulo “K is to ria
sine h isto r ia ” .
tender el acceso de España a su camino futuro. A la tan
usada fórmula antigua—europeización de España—-opondrá
otra fórmula nueva e inaudita: la españolización ele Europa.
Apunta la tesis en los trenos antiprogresistas del ensayo La
vida es sueño, tan. esencialmente ligados a la vivencia, del
desastre colonial: “Retírese el Don Quijote de la Regenera­
ción y del Progreso a su escondida aldea a vivir oscuramente,
sin molestar al pobre Sancho el bueno, sin intentar civili­
zarle, dejándole que viva en paz y en gracia de Dios en su
atraso e ignorancia... ¡Que le dejen dormir y soñar su sueño
lento, oscuro-, monótono, el sueño de su buena vida rutina­
ria! ¡Que no le sacrifiquen al progreso, por Dios, que no le
sacrifiquen al progreso:” (167). Es la total renuncia a la
Historia, el reposo en la pura costumbre.
Pronto- se rehace Unamuno del enorme desmayo espiritual
que esas palabras traslucen. Siendo fiel a la significación úl­
tima de cuanto ha querido decir—su propósito último era
defender la peculiaridad de España—mudará su táctica, cam­
biará en sed de acción su sed de reposo y proclamará la
cruzada de la españolización de Europa: “tengo la profunda
convicción de que la verdadera y honda europeización de Es­
paña, es decir, nuestra digestión de aquella parte de espí­
ritu europeo que puede hacerse espíritu nuestro—escribe
en 1908, un año después de publica,? la Vida de Don Quijote
y Sancho—, no empezará hasta que no tratemos de impo­
nernos en el orden espiritual de Europa, de hacerles tragar
lo nuestro, lo g'emiinamente nuestro, a cambio de lo suyo,
hasta que no tratemos de españolizar a Europa” (168). No
quiere Unamuno un aislamiento castizo y meramente defen­
sivo; tampoco se conforma con la pasividad reactiva de la

(167) Ensayos, I, 217 y 220. La m isma tesis es defen dida p o r el


Silvin o P o v ed a de Algorín en Sintiendo a España. V éa se lo que luego
digo a c e rc a dei tem a.
(168) “ Sobre la europeización ” , Ensayos , 1, 904.
ducha y del chapuzamiento; quiere salir de su casa como Don
Quijote, y salir animosamente, con ánimo de conquista, co­
mer de lo que en su camino encuentre—buscando, desde
luego, “los alimentos que más en. consonancia estén con nues­
tra naturaleza”—(139) e imponer a todos el espíritu quijo­
tesco de España. Porque “pretendemos ser europeos y mo­
dernos, sin dejar de ser españoles, y eso no puede ser” (170).
No desea Unamuno desconocer a Eant y Goethe, pero, el
mejor modo de conocerlos vivamente es, a su juicio, tratar
de imponer a los europeos nuestro San Juan de la Cruz, nues­
tro Calderón, nuestro Cervantes y hasta, en cierto sentido y
extensión, nuestro Torquemada (171).
Ambos modos de soñar el futuro posible de España, el
modo quijánico y el modo quijotesco, exigen imperativamente
la puesta en marcha de la juventud española. “Habrá jóve­
nes; pero juventud falta”, decía Unamuno en 1895. Nueve
años más tarde, en el hermoso ensayo que escribió corno res­
puesta a una carta de José Ortega y Gasset—acababa de
cumplir éste sus veintiún abriles—convoca a los jóvenes de
entonces y trata de mover en ellos el entusiasmo, la voluntad
y la esperanza: “los jóvenes andan desparramados y sin
haber comprendido que el unirse, dejándose de rodrigones,
y el marchar en falange compacta les daría más fuerza... Si
todos los jóvenes que, mustios y lacios, arrastran sus vide-
zuelas entre envidias y desalientos, se uniesen para la lucha
ele hoy, surgiría de entre ellos, al punte, el poeta de mañana...
Surgirá el remedio cuando cada cual se persuada de que lo
que es mal de tocios lo es de cada uno... Los jóvenes espe­
ran. ¿Qué esperan? Lo que ha ele venir. ¿A quién esperan?

(169) “ N a tu ra lid a d del é n fa sis” , Ensayos, II, 433.


(170) Ensayos, I, 892.
(171) “ Sob re la tu m b a de C o sta ” , Ensayos, I, 912. E n esto con­
siste , p ie n sa U nam uno, la ú n ica m a n era de se r gen eroso y “ com pren ­
siv o ” (Ensayos, I, 3 8 ), y a sí h a sido generosa, C a stilla en la h isto ria
in terio r de E sp a ñ a .
AI que ha de venir, ¿Y qué es le que ha de venir y quién
vendrá? Nadie lo sabe. ¿Y qué le traerá? Le traerá i-a espe­
ranza. Porque la esperanza, como la fe, crea gu objeto” (172).
Y junto a esta esperanza llena de entusiasmo, un perdurable
anhelo de verdad; porque “todos, absolutamente todos los
males que creemos son la causa de nuestras miserias... des­
aparecerían si fuéramos veraces” (173).
Por distintos que parezcan el método qurjáníco y el quijo­
tesco, los dos suponen una misma misión de España: conse­
guir que vuelva Don Quijote al mundo. En plena etapa qui-
jánica, he aquí cómo soñaba Unamuno nuestro posible fu­
turo: “Nuestro quijotismo-, impaciente por lo final y abso­
luto, sería fecundísimo en la corriente del relativismo; nues­
tro sanchopancismo opondría acaso un dique al análisis que,
destruyendo los hechos, sólo- su polvo nos deja. Pero lo cas­
tizo eterno sólo obrará olvidando lo castizo histórico...” (174).
Quiere Unamuno que Alonso Quijano sane de su locura qui­
jotesca y miiera verdaderamente, mas para renacer a nueva,
vida y emprender, quijotizado de nuevo, su tercera salida al
mundo europeo. Sólo metiéndose otra vez por la senda qui­
jotesca y entendiendo- el quijotismo como vida espiritual, no
como imperialismo de guerra y botín, podrá levantarse Es­
paña de su postración, incluso en el orden del llamado pro­
greso material: “nuestra patria—dice Unamuno al iniciar el
período quijotesco- de su quijotismo—no tendrá, agricultura,
ni industria, ni comercio, ni habrá aquí caminos que lleven
a parte adonde merezca irse, mientras no descubramos nues­
tro cristianismo, el quijotesco. No tendremos vida exterior
poderosa, y espléndida, y gloriosa, y fuerte, mientras no en-

(172) “ A lm a s de jó v en es” , Ensayos, I, 519, 530, 531. y 532.


(173) “ ¿ Q u é e s v e r d a d ? ” , Ensayos, I, 790.
(174) “En. torno a l ca stic ism o ” , Ensayos, I, 104. S i s e leen la s
p á g in a s 357 a 371 de m i Menéndeg Peía,yo se a d v e rtirá u n a se c re ta
a n a lo g ía a este resp ecte entre U nam uno y don M arcelino.
cendamos en el corazón de nuestro pueblo el fuego de las
eternas inquietudes” (175).
La quijotización interior de España la llevará natural­
mente, sin nuevo esfuerzo, a cumplir su misión entre los pue­
blos: “hacer que nuestra verdad del corazón alumbre las
mentes contra todas las tinieblas de la lógica y del racioci­
nio, y consuele los corazones ele los condenados al sueño de
la vida” (178). Pocos años después, en el capítulo final de
Del sentimiento trágico, daba Unamuno, con casi desespe­
rada esperanza, su más ardorosa expresión al sueño de nues­
tro destino quijotesco: “¿Cuál es la nueva, misión de Don
Quijote en este mundo? Clamar, clamar en el desierto. Pero
el desierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se
convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria que va po­
sando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco,
que con sus cien mil lenguas cantará un hosanna eterno al
Señor de la vida y de la muerte” (177). Esa, esa es la misión
de España y la del propio don Miguel, según él mismo sueña
aquélla y siente ésta: “hacer que todos vivan inquietos y
anhelantes” en la esperanza de su sobrevida (178).
Sobre los concretos motivos de la acción quijotesca dije
ya lo suficiente al hablar del hombre quijotizado. Insistirá
tan sólo en la índole activa, operativa, de su proceder y en
el carácter de creación que, según el ensueño de Unamuno,
tendrá nuestra soñada operación quijotesca. Si una vez dijo
don Miguel “que inventen ellos” (179), pronto recoge lo es­
crito y le da una versión activa y creadora: “al decir que

(175) “Vida de Don Quijote y Sancho”, Ensayos, II, 118.


(176) loid., 284. Yo, que confesando el quijotism o, no so y ni quiero
se r african o , p re fe riría d e c ir: “ que n u e stra v e rd ad del co razón se com ­
p ad e z ca en la s m e n te s con la verdad de la in te lig e n c ia ...” .
(177) Ensayos, II, 955.
(178) loid., 948.
(179) “Inventen, pues, ellos, y n osotros n os ap ro v e ch are m o s de
s u s invenciones” (“E l pórtico del tem plo” , Ensayos, II, 417).
•mvenien ellos, no quise decir que hayaanos de contentarnos
con un papel pasivo, no. Ellos a la ciencia de que nos apro­
vecharemos; nosotros a lo nuestro. No basta defenderse, hay
que atacar” (180). Lo nuestro1sería, según el pensamiento de
Una,muño, inventar un modo inédito—humano, religioso,
orientado desde y hacia la eternidad—de utilizar las inven­
ciones teóricas y prácticas de la ciencia que entonces aún
se llamaba “europea”. Y así en todos los órdenes del hu­
mano existir: el saber intelectual (181), la ciencia experi­
mental y la técnica (182), el idioma (183), la religión (184).
Si los españoles empeñan su vida en seguir este arduo
y glorioso camino, lucirá en España y en el mundo la hu­
mana luz de Don Quijote y Sancho, y a la vez harán a su

(180) “ Sen tim iento tr á g ic o ” , Ensayos, II, 934.


(181) A d em ás de lo expu esto a l h a b la r de l a filo sofía del hom ­
bre quijotizado, lé a se todo el cap ítu lo final de Del sentimiento trágico
y dos p a s a je s m u y sign ificativ o s en “ Sob re la tu m b a de C o sta ” , En­
sayos, I, 918, y “ So b re el fu la n ism o ” , Ensayos, I, 452. R em ito ta m ­
bién a lo s lib ro s y a citad os de J . M a r ía s y del P . Oromí.
(182) L a actitu d q u ijo tesca fre n te a la cien cia y la técn ica viene
m u y claram en te In dicada en “V id a de Don Q uijote y San ch o ” , Ensa­
yos, II, 38.
(183) U n deber de concisión m e im pide exponer la s su g e stiv a s
id e a s de U nam un o a c e rc a del fu tu ro de n u estro idiom a. P ro p ú so se don
M igu el y ofreció a lo s esp añ o les u n a doble t a r e a : ch ap u zarse en el
h a b la del pueblo cam pesino, p a r a u n lv e rsalizarla, y a p o d e rarse de los
n eologism os científicos u n iversales, p a r a españ olizarlos. V é a se : “E n
torn o a l c a sticism o ” , Ensayos, I, 17 (k rau sism o y le n g u a je ); “V id a de
Don Q uijote y San ch o ” , Ensayos, II, 240-41 (len gu aje y ch apu zam ien ­
to en el p u e b lo ); “ Sob re la len gu a esp añ o la” , Ensayos, I, 313 (caste-
llan ización, desm eridion alización del c a s te lla n o ); “ C on tra el p u rism o",
Ensayos, I, 383 (u n iversalización del castellan o ) ; “ Sob re la eu ropeiza­
ción” , Ensayos, I, 899 (irreductible p ecu liaridad de n u estro id iom a), etc.
(184) E n tre los inn um erab les p a s a je s de U nam uno to ca n tes a l
m odo qu ijotesco de entender el C ristian ism o (véanse los y a tra n sc ri­
to s p or m í y los lib ros del P . O rom í y de J . M a r ía s), h a y uno, m u y
c la ra m e n te p ro g ra m á tic o p a r a E sp a ñ a , en “D el sentim iento tr á g ic o ” ,
Ensayos, II, 924.
patria "grande, rica, variada y compleja”. Castilla acabará
su españolización y cada una de las regiones españolas, sin
mengua de cooperar en la universal empresa quijotesca de
España entera, afirmará más y más su propia peculiari­
dad (185). Entonces habrá llegado la hora ele la verdadera
libertad y existirá la patria española; porque “sólo1se podrá
decir que hay verdadera patria española cuando sea liber­
tad en nosotros la necesidad de ser españoles, cuando todos
lo seamos por querer serlo, queriéndolo porque lo sea­
mos” (186). Y entonces, por añadidura, habrán cumplido los
españoles
la ley de Dios que en patria, se revela.

También Azorín ha soñado un futuro de España. Lo sue­


ña desde los verdes años en que viene a Madrid y escribe
sus “feroces análisis” de la vida española, sobre la mesita
de pino de un pupilaje modesto. Muchos de los que más tarde
lean sus escritos de aquellos años le tildarán neciamente de
pesimista, y con él a todos los de su generación. Azorín se
defiende contra un vejamen tan rudo e injusto: “Cuando se
acusa a ese grupo de pesimismo—pesimismo infecundo—, se
comete una deliberada o indeliberada superchería,'—ha es­
crito Azorín en Madrid—. El sentimiento pesimista que se
tiene ante lo presente, se lo traslada a lo porvenir, con la
ligereza y la habilidad con que un prestimano hace su juego.
Y no es eso: se considera tristemente lo actual y se tiene
esperanza, firme esperanza, en lo futuro.” Hubo' pesimismo,
a lo sumo, en la consideración de la España que vieron. Pe­
simismo fecundo; porque sólo juzgando malo lo que se ve,
puede nacer la voluntad de alcanzar lo mejor: “el pesimismo
—añade Azorín—es la fuente de la energía y del trabajo per­
severante. Contemplamos la realidad maltrecha, funesta y
(185) “M á s so b re la c r isis del p atrio tism o ” , Ensayos, I, 797, 788, 808,
(186) “ E n torno a l c a sticism o ” , Ensayos, I, 32. ,
ansiamos ante ese trance de lo que nos es querido, salvar
eso mismo que ponemos junto a nuestro corazón y depararle
una vida placiente y venturosa. Si fuéramos optimistas, de­
jaríamos correr el mundo” (187).
Ha soñado, por lo pronto, que una civilización ge está
agotando. Hable por A.zorín el “don Pablo” de Doña Inés:
“El agotamiento de una civilización era para él un hecho
ineludible. Hubiera, sí, querido ver algn ele la nueva y leja­
nísima organización social. ¡Adiós, Europa! ¡Adiós, Acue­
ducto! ¡Adiós, imperio romano!, repetía don Pablo dulcemen­
te. Y como ahora, en este otoño, en tanto él se sentía morir,
las hojas amarillas caían en silencio de la arboleda” (188).
La visión azoriniana del tránsito hacia la nueva edad es
sorprendentemente análoga a la de Unamuno: “¿Llegará un
día—se pregunta el maestro Yuste—en que la pequeña pro­
piedad acabe, es decir, en que surja el monopolio de la tie­
rra, el trust de la tierra ?... Un día—se ha dicho—el absen­
tismo, la usura, las hipotecas,, el exceso de tributos, pon­
drán la propiedad rústica en manos de los Bancos de crédito,
de los grandes financieros, de los grandes rentistas; enton­
ces se formará una liga—porque la liga favorecerá el es­
fuerzo común—, las máquinas harán su entrada triunfal en
los campos, y la tierra, hasta aquí mezquinamente labrada,
será magnánima y reciamente fecunda.” Llega la hora de
una mejor justicia social: “el hombre nuevo es el hombre
que espera la justicia social, que vive por ella, para ella, su­
gestionado, convencido”. ¿Qué será, del arte, de la ciencia, de
la historia, “ese arte tan exquisito y. tan moderno”, cuando
lleguen los nuevos bárbaros ? El maestro Yuste no puede pen­
sar en ello sin un hondo estremecimiento: “me siento triste
—dice—cuando pienso en estas cosas, que son las más altas
de la humanidad; en estas cosas que van a ser maltratadas

(187) “M ad rid” , O. 3.f 981.


(188) O. S., 745.
en esta terrible palingenesia,, que será fecunda en otras co­
sas, también muy altas, y rnuy humanas, y muy justas” (189).
Antonio Azorín, ya de vuelta en Yecla, tras su fracasada
peripecia madrileña, imagina el terrible fin de nuestra edad
en los labrantíos de España: “de Murcia, de Alicante, como
de las Castillas y Andalucía, el labrador se alzará con sus
hoces y legones y comenzará la más fecunda de las revolu­
ciones españolas... Estos labriegos son sencillos, ingenuos,
confiados; pero yo no he visto hombres más brutales, más
grandiosamente brutales, cuando se les llega a exasperar...
Hoy el labriego está ya muy cansado: la fe le contiene aún
en la resignación. Dentro de algunos años—los que sean—,
cuando la propaganda irreligiosa haya matado en él la fe,
el labriego afilará su hoz y entrará en las ciudades. Y las
ciudades, debilitadas por el alcoholismo, por la sífilis y por
la ociosidad, sucumbirán ante la formidable irrupción de los
nuevos bárbaros...” (190).
Así acabará una civilización, según el sueño de Azorín.
La nueva, insospechable todavía, comenzará con un resurgi­
miento de la voluntad a expensas de la inteligencia: “Den­
tro de treinta años—medita Antonio Azorín, contemplando
el espectáculo del frívolo periodismo madrileño—nos limita­
remos a sospechar las cosas, lo cual tiene la ventaja de que
ahorra tiempo y no entristece el espíritu con la melancolía
de las lecturas largas. Y véase cómo lo que parece una ca­
lamidad, ha de resultar un bien andando el tiempo: porque
evitando la reflexión y el autoanálisis—matadores de la Vo­
luntad—, se conseguirá que la Voluntad resurja poderosa y
torne a vivir..., siquiera sea a expensas de la Inteligen­
cia” (191). Pero al fin prevalecerá la inteligencia, si hemos
de creer al dulce don Pablo de Doña Inés: “Haga lo que haga

(189) “L a vo lu n tad” , O. S., 134-35.


(190) JUd., 183.
(191) Ibid., 144.
la Humanidad, ssa cuerdo o loco el hombre, sean ordenadas
o anárquicas las sociedades humanas, al cabo, después de la
barbarie, la Humanidad recomenzará lentamente su trabajo
de civilización. El hombre es un animal de inteligencia y de
orden; la inteligencia y el orden, en el transcurso de los
siglos, a través de catástrofes y de horribles caos, acaban
por imponerse” (182).
Dentro de este cuadro apocalíptico han de abrirse camino
las posibilidades históricas de España. ¿ Cómo las sueña Azo-
rín? Los textos que he transcrito nos hablan de sangrientas
catástrofes internas, reflejo de las que han de conmover al
planeta entero. No serán esas catástrofes, sin embargo, causa
de ruina definitiva, sino preparación de una era de justicia
y bienandanza mayores: la era de justicia, por euyo adve­
nimiento* trabaja Azorín. “Nosotros, que amamos a España
con todo nuestro amor, porque hemos estudiado su historia
y estamos compenetrados con sus anhelos—decía el año 1805,
en el homenaje del Ateneo* a Ganivet—, trabajemos, poco o
mucho, cada cual desde su esfera, modesta o prestigiosa, por
que sea venida esta era de justicia que Pío Cid o Angel Ga­
nivet ansiaba con ansia tan grande y generosa” (193).
Piensa Azorín, y con él todos los hombres del 98, que Es­
paña es un país cuya historia ha quedado interrumpida, in­
acabada. El pueblo español no ha dado todavía cuanto puede
dar de sí; tal vez queden por decir sus mejores palabras,
sus palabras más propias, más españolas... Lo inacabado
ejerce una intensa seducción sobre el alma de Azorín, ¿No
recordáis el extraño* encanto de los romances—así el del
conde Amálelos—que terminan abruptamente, como si algo
que no sabemos lo que es, algo que puede ser fausto o trá­
gico, hubiese hecho enmudecer al autor? “Lo inacabado—-ha
escrito Azorín—tiene un profundo encanto. Esta fuerza rota,

(192) O. S„ 74 é.
(193) “O tra s p á g in a s” , O. 1115.
este impulse interrumpido; este vuelo detenido, ¿ qué hubie­
ran podido ser y a dónde hubieran pedido llegar?” (194).
La historia en que la España auténtica se expresa es tam­
bién un romance súbitamente interrumpido. ¿A. dónde hu­
biera podido llegar su vuelo? ¿Cuál hubiera podido ser la
línea del vuelo que no llegó a cumplirse ? Azcrto vive con •
sutil hondura—corno Unarnuno, como Antonio Machado—el
problema entrañable de lo que pudo ser y no fué. Frente a
la historia ele España se pregunta lo que hubiera podido ser
nuestra patria, lo que tal vez podría ser aún, si se hubiese
hecho algo de lo que pudo hacerse y no se hizo y si se hi­
ciese algo de lo que puede hacerse y no se hace. Bien re­
ciente es un significativo texto suyo: “Vengamos a nuestra.
España. ¿Dudará alguien de que Carlos I, al hacerse cargo
del reino de España, pudo proceder, con inteligencia, de otra
manera ? ¿Había necesidad de poner en manos rapaces de ex­
tranjeros los más importantes cargos del Estado? ¿No pudo
Carlos utilizar esos mismos hombres que luego- promovieron
el levantamiento de las Comunidades?” (195). La inteligen­
cia es la facultad de conocer en cada momento lo posible.
Y el ensueño, la de evocar más tarde—de añorar, tal vez—
lo que antes fué posible y no llegó a ser cumplido...
Con el desastre de 1888 quedó España en exenta soledad.
Estaba desnudo su cuerpo peninsular de toda añadidura te­
rrena. Hay, sin embargo, más de un modo de estar solo. Está
solo consigo mismo, terrible soledad, el que va a morir. Mas
cuando la soledad no es precursora de la muerte, ¿no es el
estar solo, por ventura, un volver a ser niño? ¿No es sentir
que se abren ante uno- posibilidades inéditas, advertir que
uno puede hacer cosas que no hizo y otras que ni siquiera
pudo imaginar antaño?
La apariencia exterior mostraba vieja y cansada a la Es-

(194) “A l m a rg en de lo s c lá sic o s” , O. 3 ., 1041.


(195) “ Gen la p a z ” , A B O , mayo 1945.
paña subsiguiente ai desastre, Pero los hombres del £8 adi­
vinan, bajo el rostro caduco, una niñez inédita y delicada. Si
esa España, sola y desnuda vuelve la vista al claro manan­
tial de su niñez primera, si descansa bajo el pino verde que
da sombra al limpio borbollón de su primitiva eastellanía,
si bebe de sus aguas y sabe adivinar la secreta vena de ellas
que en su seno todavía fluye, aún podrá recorrer nuevos e
insospechados caminos en el tiempo futuro, aún podrá, con­
tinuar su vuelo detenido: “Había, que intervenir. La idea de
la palingenesia de España estaba en el aire.” Había que sa­
car a España de su viejo casticismo y meterla en la, verda­
dera actualidad de la Historia Universal; así fecundada, da­
ría nuevos frutos españoles y oportunos. Riegos, cultivos
modernos, ligas de campesinos, nuevas industrias; primiti­
vos castellanos, clásicos verdaderos, el Greco, Zurbarán. Sí,
y contacto vi vo con la actualidad de Europa: “España nece­
sitaba comunicación estrecha con Europa. Nosotros veíamos
entonces representada a Europa, principalmente, por Fede­
rico Nietzsche” (IBS). Y después ele la intervención y ele la
predicación—con ellas, también—, el ensueño de un futuro.
Ha soñado Ázorm una España vigorosa y alegre, sin men­
gua de la necesaria gravedad castellana. Ha soñado una eta­
pa de justicia y bienestar en que los españoles hiciesen oir al
mundo una voz no oída y redentora; una voz capaz de llevar
a los hombres, mejor aún que antaño, la severidad amplia
y luminosa de la campiña castellana. “La alborada ele una
nueva vida floreciente y renaciente, el deseo formidable e
íntimo de ser mejores—escribía en 1913—no es todavía sino
un rudimento en los pechos ele unos pocos españoles” (197).
En el suyo es algo más que un rudimento: es una tierra so­
ñada sobre la cual puede vivir su espíritu.
Movido por el ensueño de esa futura España ha escrito

(196) “M ad rid” , O. S., 994.


(197) Los valores literarios, p ág . 309.
Azorín. Así lo piensa, al menos, cuando inicia su sosegada
madurez: “Hemos cumplido con nuestro deber, hemos tra­
bajado; la sinceridad y el amor a la belleza y a la justicia
han guiado nuestra pluma. Podrá pasar por encima de nos­
otros otra generación; no podrá arrebatarnos nuestra per­
sonalidad, lo trabajado, lo ansiado, lo sufrido” (198). No' po­
dremos nosotros, hombres de otra generación, arrebatarle a
Azorín su personalidad, ni desposeerle de los dos tesoros que
más íntimamente la enriquecen.
Es uno la capacidad de sentir delicadamente el dolor del
propio tránsito. Siempre será Azorín como el caballero en
que se hace vida un verso de Garcilaso: “¡Eternidad, inson­
dable eternidad del dolor! Progresará maravillosamente la
especie humana; se realizarán las más fecundas transforma­
ciones. Junto a un balcón, en una ciudad, en una casa, siem­
pre habrá un hombre con la cabeza, meditadora y triste, re­
clinada en la mano. No le podrán quitar su dolorido sen­
tir” (199).
Es el otro tesoro la posibilidad de seguir soñando y la
virtud de resignarse a que el ensueño no pase de serlo. Acaso
perdure la sequedad de España, luego de haber imaginado
y querido tanto su verdura floreciente. Si tal sucede, ¿por
qué no seguir soñando que esa sequedad es lo más deseable ?
Ella hace posible el romero con su florecita azul, y la incom­
parable dulcedumbre de nuestra miel, y estas brevas de se­
cano, tersas, con sus rajas blancas en lo morado. Y ha.ce
posible, sobre todo, la posibilidad de seguir soñando. Así lo
siente Silvino Poveda, dueño de “El Secanet” : “¡Y qué bien
se sueña aquí, en esta tierra seca, apartado clel mundo, sin
grandes necesidades, sin ansia de inmortalidad, contemplan­
do, a veces, desde la cima de un monte, el Mediterráneo azul,
que se aparece allá en lontananza!” (200).

(198) “A l m arg'en de lo s c lá sic o s” , O. 8 , 1054.


(199) “ C a stilla ” , O. S., 525.
(200) Sintiendo a España, p ág \ 179.
¿Y Ba.roja ? Según su propia confesión, durante toda su
vida llevó en el alma irnos sueños rnás gratos que la vida
misma. Entre esos sueños está el de un futuro ele España;
lo lleva consigo desde su más violenta juventud. “Yo empiezo
a considerar posible la redención de España:—escribe en los
primeros años del siglo—■; casi, casi creo que estamos en el
momento en que esta redención va a comenzar.” La razón de
esta creencia es la misma desolación en que España ha que­
dado al perder los últimos restos de su antiguo poderío co­
lonial. “Hemos purgado el error de haber descubierto Amé­
rica—prosigue Baroja—■, de haberla civilizado más genero­
samente de lo que cuentan los historiadores extranjeros con
un criterio protestante imbécil... España ha sido durante si­
glos un árbol frondoso, de ramas tan fuertes, tan lozanas,
que quitaban toda la savia al tronco... Se han perdido las co­
lonias; se han podado las últimas ramas, y España queda
como el tronco negruzco de un árbol desmochado” (201).
Su misma desolada desnudez hace a España más pura y le
permitirá emplear en sí misma toda su savia: ex solitudíne
salus, de la soledad nace la salvación, piensan Baroja y todos
sus camaradas. “Es un buen momento para España y un
buen momento para el norte de la Península”, dirá Baroja
a sus paisanos, los vascos, pocos años más tarde; “la obra
antigua de España es hermosa; pero hay que coronarla, y
no está coronada” (202). También Baroja ve en nuestra his­
toria un vuelo detenido.
¿ Cómo podremos los españoles de hoy llevar a término y
coronación la inconclusa obra de nuestros abuelos? Por lo
pronto, trabajando de modo que nuestra labor sea una con­
tinuación del esfuerzo antiguo: “los que esperamos y de­
seamos la redención de España no la. queremos ver como un

(201) “V ie ja E sp a ñ a , p a tr ia nueva,” , en E l tablado de Arlequín,


p á g in a 63.
(202) Divagaciones apasionadas, pág's. 111 y 97.
país próspero sin unión con el pasado; la queremos ver prós­
pera, pero siendo sustancialmente la España de siempre”,
afirma Baroja en 1904 (203); “yo quisiera que España fuera
muy moderna, persistiendo en su línea antigua'—repite
en 1920— ; yo quisiera que fuera un foco de cultura amplio,
extenso, un país que reuniera e.l estoicismo de Séneca y la
serenidad de Velázquez, la prestancia del Cid y el brío de
Loyola” (204).
Todo esto sueñ-a Baroja para el futuro de España. Mas
no se conforma con soñar una meta ideal; imagina también
un método para alcanzarla. He aquí sus componentes fun­
damentales.
El primero, la fuerte voluntad de acción. “El tiempo apre­
mia-—dice Baroja—, y el que quiera triunfar tiene que apro­
vecharlo. Vivir a la defensiva, me parece un error... Ais­
larse, es señal de impotencia. Hay que atacar para triunfar
en la vida. Toda la existencia es lucha, desde respirar hasta
pensar. Seamos duros, hermanos, como dice Nietzsche; du­
ros para la labor; más parecidos a,l diamante que al carbón
de cocina.” Esta enérgica voluntad de acción debe emplearse
en romper las fórmulas viejas, los lugares comunes, retó­
ricos; y luego en marchar por el camino propio, no1esqui­
vando el peligro, sino buscándolo: “Los españoles hemos sido
grandes en otra época, amamantados por la guerra, por el
peligro y por la acción; hoy no lo somos. Mientras no ten­
gamos más ideal que el de una pobre tranquilidad burguesa,
seremos insignificantes y mezquinos. Hay que atraer el rayo,
si el rayo purifica; hay que atraer la guerra, el peligro, la
acción, y llevarlos a la Cultura y a la vida moderna” (205).
Segundo componente del método barojiano es la conquis­
ta de la ciencia europea y moderna. “Ciencia, precisión, tée-

(203) E l tablado de Arlequín, p á g . 64.


(204) Divagaciones apasionadas , p á g . 97.
(205) Ibid., 109-114.
nica—dice una vez—, eso es lo único grande en el mundo:
es lo que ha creado toda la civilización moderna” (206). La
europeización de España tiene para Baroja un sentido muy
concreto: hacer ciencia a la europea; o, mejor dicho, a la
universal, porque la ciencia y el espíritu científico no admi­
ten diferenciaciones nacionales. “La ciencia es lo más inme­
diato para un país que quiera ser algo en el mundo.” Hay
que poner en la tierra la semilla de esa planta: “Mientras,
la nación, o la región, o el municipio no siembren, no habrá
cosecha,” La cual, según el pensamiento de Baroja, traería
consigo una más eficaz y justa ordenación de la vida social:
“Crear el laboratorio, crear la técnica, sería formar el sabio.
Formado el sabio, habría que darle una jerarquía, la jerar­
quía máxima en la sociedad. Necesitamos una jerarquía de
capacidades: las jerarquías tradicionales ya no nos sirven.
Necesitarnos jefes, jefes indiscutibles. En lo que parece más
vago y menos práctico, en el mundo intelectual, los hemos
tenido y los tenemos. Esta técnica y esta jerarquía consti­
tuirían una disciplina colectiva. Hay que aproximarse al ideal
de que la colectividad exista para el hombre y el hombre
se preocupe de la colectividad” (207).
El tercero de los mandamientos de Baroja prescribe cul­
tivar y potenciar al máximo la peculiaridad española en el
arte y en la ética: “Creo que España debe aspirar a dife­
renciarse en lo artístico y literario de los demás países y a
independizarse en la esfera de lo moral” (208). Ya conoce­
mos cuáles son para Baroja las líneas de nuestra autentici­
dad estética: en literatura, Berceo, el Arcipreste, el Roman­
cero, Jorge Manrique, San Juan de la Cruz, Fray Luis de
León, Cervantes, Calderón, Gracián, Espronceda, Larra,
Bécquer; en las artes plásticas, el Greco, Panto ja de la Cruz,

(206) Nuevo tablado de Arlequín, p ág . 224.


(207) Divagaciones apasionadas, p á g s. 108 y 110.
(208) Nuevo tablado de Arlequín, pág'. 65.
Zurbarán, Velázquez, Churriguera, Goya. En el orden ético,
nuestra singularidad más acusada radicaría en nuestro in­
dividualismo.
Cuarta y última exigencia es el esfuerzo de todas las
regiones por afirmar su peculiaridad racial, dentro' del marco
común que a todas señalan las tres condiciones anteriores:
“El devenir de España—sentencia Baroja—está en la fruc­
tificación y el desarrollo de todos sus elementos étni­
cos...” (209).
El cumplimiento simultáneo de estas cuatro' prescripcio­
nes sacaría a luz el verdadero tipo humano del español y
convertiría a la España actual en la España que Baroja sue­
ña: “Ha de llegar un día, relativamente próximo, en que la
población de España se haga densa, en que las ciudades estén
rebosando, en que la paz esté segura y no haya peligro de
algaradas y motines.
Al mismo tiempo, el Norte de Africa se habrá civilizado
y la Península será un paso de un continente a otro.
Entonces España será una nación de cultura central, ten­
drá una política seria, sus estadísticas serán irreprochables,
sus escuelas estarán perfectamente organizadas, producirá
su ciencia en sus laboratorios y su arte en sus talleres” (210).
Este es el ensueño de Baroja. En él, como' en los de Una-
muno y Azorín, alcanza España excelencia propia injertando
en el tronco de su castiza peculiaridad la rama más verde
y reciente de la Historia Universal. Tan intensamente vive
dentro de su alma, que se le antoja más valioso aún que la
vida misma. Y hasta más real, si hemos de creer lo que Ba­
roja dice de su criatura literaria, el reformador César Mon­
eada: “todo lo que se podía hacer y no se hacía se le figu­
raba de mayor realidad que las personas con quienes hablaba
y convivía” (211).
(209) Divagaciones apasionadas, p á g . 98.
(210) Nuevo tablado de Arlequín, p á g . 194.
(211) César o nada, p á g . 254.
Acaso el espectáculo de la realidad en tomo levante al­
gunas vetas de sombra en el rosado horizonte que imagina
Baroja. No importa. Siempre, a la postre, y aunque las expe­
riencias del pasado no hayan sido agradables, se alza en su
ánimo la esperanza “como las alondras al sol, en los campos
agostados, a la luz clara y penetrante de la mañana” (212).
Tal es el envidiable privilegio de todos los soñadores, y Ba­
roja no es excepción a la regla.
Valle-Inclán contempla el futuro de España a través de
las posibilidades del idioma. Es lo suyo; ya conocemos sus
ideas acerca de la relación entre el lenguaje y la historia.
La primera impresión que obtiene el lector es de desespe­
ranza: “Tres romances hay en las Españas—pontifica don
Ramón— : Catalán de navegantes, Galaico de labradores,
Castellano de sojuzgadores. Los tres pregonan lo que fue­
ron, ninguno anuncia el porvenir” (213). Atengámonos ex­
clusivamente al problema del último, puesto que su porve­
nir es el que en verdad importa a todos.
Cree Valle-Inclán que el romance castellano no cumple
lo que nuestra situación histórica exige; más aún, que no
puede cumplirlo sin grave reforma: “Nuestra habla, en lo
que más tiene de voz y de sentimiento nacional—dice Valle—,
encarna una concepción del mundo vieja de tres siglos.” Nos
hemos empeñado en la pura imitación del siglo que llaman
de oro, y el castellano ha dejado- de ser “como una lámpara
en donde ardía y alumbraba el alma de la raza”. Sigue nu­
triéndose de “viejas controversias y de jactancias soldades­
cas”, cuando ya no somos una raza de conquistadores y teó­
logos. “Ya no es nuestro el camino de las Indias, ni son espa­
ñoles los Papas y en el romance perdura la hipérbole barro­
ca... Ha desaparecido aquella fuerza hispana donde latían

(212) Rapsodias, p á g . 87.


(213) “ L a lá m p a r a m a ra v illo sa ” , O. O., I, 794.
como tres corazones la fortuna de la guerra, la fe católica
y el ansia de aventuras; pero en la blanda cadena de los
ecos sigue volando el engaño de su latido, semejante a la
luz de la estrella que se apagó hace mil años...”
En consecuencia, el juicio sobre la situación dei caste­
llano es esencialmente negativo: “En el romance de hogaño
no alumbra una intuición colectiva, conciencia de la raza dis­
persa por todas las playas del mar... El habla castellana no
crea de su íntima sustancia el enlace con el momento que
vive el mundo. No lo crea, lo recibe de lo ajeno.” Echa de
menos Valle-Incián una intuición del mundo y de la vida
capaz de cumplir tres condiciones básicas: la condición de
universalidad: que diga algo válido y valioso para todos los
hombres; la condición de actualidad: que responda a los
interrogantes propuestos al hombre por la situación histó­
rica actual, viva; y, por fin, la condición de hispanidad: que
sea propia de cuantos hablan romance castellano en todas
las riberas del mundo y cree en ellos una conciencia colec­
tiva. Nada de esto existe, y de ahí el mandato jupiterino de
Valle-Incián: “Poetas, degollad vuestros cisnes...”
Grito terrible; pero también augural, porque en las en­
trañas de las aves se anuncia el porvenir: “degollad vues­
tros cisnes, y en sus entrañas escrutad el destino. La onda
cordial de una nueva conciencia sólo puede brotar de las
liras”. Creo que nunca se entenderá una buena parcela de
la intimidad literaria de Valle-Incián—la mejor, quizá—si
no se la interpreta a la buz de este esfuerzo suyo1por ven­
tear y crear un nuevo modo del romance castellano, ade­
cuado a las exigencias del tiempo y a la cuasiuniversal dis­
persión de los que con vocablos castellanos van haciendo su
existencia. El episodio1 modernista de su vida y su cons­
tante pasión por dar a las palabras una expresividad quinta­
esenciada fueron testimonio de su servicio al imperativo de
la actualidad; su inventado lenguaje de Tierra Caliente, espo­
rádica floración de su cordial impaciencia por lograr un cas-
tella.no universal. No en vano nade literariamente a la som­
bra de Rubén.
El juicio negativo de Valle respecto a la situación his­
tórica del castellano no equivale a una negación de sus posi-
hüidades futuras. La aislada soledad de España puede ser el
crisol donde se transmute y actualice el idioma; también
Valle adivina o sueña la interna fecundidad, la prometedora
niñez de la España sola: “Volvamos a vivir en nosotros
—aconseja—y a crear en nosotros una expresión ardiente,
sincera y cordial.” Eso ha procurado hacer él desde que se
le reveló su vocación literaria: “Desde hace muchos años, día
a día, en aquello que me atañe, yo trabajo cavando la cueva
donde enterrar esta hueca y pomposa prosa castiza, que ya
no puede ser la nuestra cuando escribamos, si sentimos el
imperio de la hora.” Nos empeñamos en mirar las palabras
como relicarios y no como corazones vivos, y así “nos pa­
recen más bellas cuando guardan huesos y cenizas”. Esto es
a la vez causa del mal y advertimiento del remedio: “'Des­
terremos para siempre aquel modo castizo, comentario de
un modo desaparecido con las conquistas y las guerras. Ame­
mos la tradición, pero en su esencia, y procurando desci­
frarla como un enigma que guarda el secreto del porvenir.
Yo para mí ordenación tengo corno precepto no ser histórico
ni actual, pero saber oír la flauta griega. Cuanto más lejana
es la ascendencia hay más espacio ganado al porvenir” (214).
Augura Valle-Inclán un castellano inédito, un idioma jo­
ven, ardiente y contenido, capaz de ceñirse a la vid a del alma
como una piel tersa y transparente. Será el lenguaje en que
el espíritu de tocios cuantos hablan nuestro romance haga
su nueva epifanía sobre las olas de la historia. E3ste es el
ensueño de Valle-Inclán cuando se pone a soñar “en aquello
que le atañe”. ¿Cómo sueña el futuro de España cuando se

(214) Ibid., 795-97.


trata de los problemas que no atañen a su condición d es­
critor y de esteta? No nos lo lia dicho. Mas tampoco es di­
fícil adivinarlo, si uno se deja guiar por el hilo luminoso de
sus esperanzas respecto al viejo idioma de Castilla.
Angel Ganivet estará siempre a la cabeza de nuestros so­
ñadores de futuros. “Yo tengo fe en el porvenir espiritual
de España—declara en su Idearium— ; en esto acaso soy exa­
geradamente optimista. Nuestro engrandecimiento material
nunca nos llevaría a oscurecer el pasado; nuestro florecimien­
to intelectual convertirá el siglo de oro de nuestras artes en
una simple anunciación de este siglo de oro que yo confío
ha de venir.” También para Ganivet es la historia de Es­
paña un poema interrumpido e incompleto, y en esa inter­
minación halla su mejor fundamento nuestra esperanza:
“Nuestro Renacimiento... quedó incompleto, por la desvia­
ción histórica a que la fatalidad nos arrastró; pero como la
fuerza propulsora está en la constitución natural étnica o
psíquica que los diversos cruces han dado al tipo español,
tal como hoy existe, tenemos que confiar en el porve­
nir...” (215).
Ya sabemos cuál es el remedio propuesto por Ganivet:
que España se meta en sí misma, que emplee toda su ener­
gía en alcanzar dentro de su territorio peninsular su máxi­
ma perfección espiritual. Sabemos también que Ganivet no
veía en ello una empresa cómodamente hacedera: “en pre­
sencia de la ruina espiritual de España—dice una vez, con
decisión y videncia que escalofrían—hay que ponerse una
piedra en el sitio donde está el corazón y arrojar aunque sea
un millón-de españoles a los lobos, si no queremos arrojamos
todos a los puercos” (216). Nos es conocida, en fin, la meta
que Ganivet sueña: un período de nuestra historia “español

(215) O. O I, 240 y 243.


(216 ) im., 112 .
puro”, en el cual llegue a ser España lo que antaño, en el
siglo xvi, pudo ser y no fué: “una Grecia cristiana” (217).
El ensueño de Ramiro de Maeztu cuando mira hacia el
futuro de España tiene un nombre bien conocido: la Hispa­
nidad. Soñó Maeztu la posibilidad de que todos los pueblos
de habla española—o, cuando menos, una buena parte de los
hombres que los integran-—se uniesen espiritualmente para
coronar actual y católicamente la obra inacabada en el si­
glo xvn: la obra de convencer a los hombres, blancos, ne­
gros o cobrizos, de que a todos está dada proxime aut remóte
una gracia suficiente para su salud.
También Antonio Machado, también nuestro grande, en­
tristecido y extraviado poeta soñó lleno de esperanza un fu­
turo de España:

creo en la libertad y en la- esperanza,


(P. O ., 234.)

le dice a Azorín, poco antes de invitarle a escuchar el canto


de los gallos que anuncian la aurora de España. Años antes
había gritado al oído de todos los españoles:

¡Qué importa un día! E stá el ayer alerto


al mañana, mañana al infinito,
hombres de España, ni el pasado ha muerto
ni está el mañana— ni el ayer — escrito.
(p. a., 113.)

Cuando las naciones de Europa estaban empeñadas en su


penúltima guerra—¿no parecía la última?—canta Antonio

(217) Ibid., 162. Los “trabajos” necesarios para dar cuerpo real a.
la utopía de E spaña están p arcialm en te expuestos en Los trabajos de
Pío Cid.
Machado la paz de España y presiente o sueña una empresa
rigurosamente española:
Salud, paz española,
si no eres paz cobarde, sino desdén y orgullo.
S i eres desdén y orgullo, valor de ti, si bruñes
en esa paz, valiente, la enmohecida espada,
para tenerla limpia, sin tacho,, cuando empuñes
el arma de tu vieja panoplia arrinconada;
si pules y acicalas tus hierros para, un día,
vestir de luz, y erguida: “Heme aquí, pues, España,
en alma y cuerpo, toda, para una guerra mía,
heme aquí, pues, vestida para la propia hazaña”,
decir...
(P . O ., 238-239.)

¿ Cómo será esa España transparente, purísima, que sue­


ña el poeta Antonio Machado? Quiere Machado que sea la
sal de la Humanidad, la conciencia limpia en que los hom­
bres se sonrojen de sus odios y concupiscencias:

vergüenza humana de esos rencores cabezudos


con que se m atan miles de avaros mercaderes.
(P . C . , 239.)

La quiere laboriosa y meditabunda, Marta y María de la His­


toria Universal; de ella habla a un amigo, después de haber
vituperado acérrimamente la mezquindad de la España
que ve:
Mas otra España nace,
la España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de las raza.
Una España implacable y redentora,,
España que alborea
con un hacha en la mano vengadora,
España, de la rabia y de la, idea.
(P. a . , 204.)
Suéñala, en fin, de tal complexión histórica, que con su obra
consiga algo a primera vista imposible: que un nuevo Esco­
rial del espíritu sea edificado

y que Felipe austero,


al borde de su regia sepultura,
asome a ver la nueva arquitectura
y bendiga la prole de Lutero.
(P . C., 228.)

¿ Cómo puede ser la obra espiritual de España, según la sueña.


Antonio Machado, para que así la elogie el poeta?
Para entender la intención de Machado veamos lo que se
ha propuesto. El pequeño poema a que pertenecen estos ver­
sos está dirigido “Al joven meditador José Ortega y Gasset”,
que por entonces inicia junto al Escorial sus Meditaciones
del Quijote. Ortega ha vuelto de Alemania. Los saberes de
la Alemania sabia'—aquella Germania docens de la época gui-
llermina—han fecundado su alma. Son saberes que en buena
parte proceden de gente luterana y, en cualquier caso, han
nacido de la situación histórica creada en el espíritu de los
hombres por el hecho de la Reforma: Leibniz, Kant, Hegel,
Nietzsche, el neo kantismo, Husserl. Años más tarde, Dilthey.
La mente de Ortega, impregnada de ese saber tudesco, co­
mienza a dar frutos originales y, por lo tanto, españoles. Tal
es el supuesto del poema que comento. Antonio Machado,
sincero admirador de Ortega, confía en que él y los españoles
movidos po-r su influencia lleguen a edificar una obra inte­
lectual importante. Esa obra no será alemana ni protestante,
sino española; no quedará en ser copia servil, como el k r a u -

sismo español, sino que llegará a ser creación original. Con


ella, España hablará al mundo palabras propias. Y cuando
esto suceda, piensa el poeta que Felipe II bendecirá—oportet
Intereses esse—a les que hicieron posible el ñusco renacer-
del espíritu español. En términos más generales: Antonio
Machado ve una posible misión de España en la tarea de
españolizar, de recrear a la española las creaciones del hom­
bre moderno—intelectuales, políticas y sociales, técnicas—,
muchas de las cuales asientan directa o indirectamente sobre
las consecuencias de la herejía protestante.
España fué derrotada en el siglo xvn por el mundo mo­
derno. El pensamiento filosófico, la ciencia y la técnica, los
modos vigentes de la convivencia política y social son, a par­
tir del siglo xvix, creaciones del mundo que nos venció. Ante
este hecho, tan dura, tan brutalmente ineludible, ¿qué podía
hacer España? Podía volverse de espaldas a Europa, afe­
rrarse a su mundo del siglo xvii y vivir invariablemente en
él, de fronteras adentro; pero esto acaba siendo imposible,
porque las ideas de Europa penetran en España y porque
no puede esquivarse la necesidad de construir ferrocarriles
y fábricas. Podía también empeñarse en una imitación servil
de lo que en Europa se hacía o se pensaba, y no otra cosa
quisieron los escasos protestantes españoles y la fracción
más mimètica de nuestro progresismo enciclopedista o libe­
ral; mas tampoco esto era posible, porque así se mataba es­
piritualmente a España y siempre ha habido españoles dis­
puestos a resistir contra ese modo de muerte espiritual. Sólo
una tercera vía parece abierta: asimilar españolamente el ali­
mento histórico ofrecido por el mundo moderno, recrear de
manera original, asumiéndolo en una intuición del mundo
nueva y propia, todo lo que de espoiñolamente aprovechable
pueda hallarse en ese mundo moderno.
El problema queda ahora reducido, ya se ve, al modo de
entender la palabra “españolamente”. Unarnuno, Ganivet y
Antonio Machado—“esa tu filosofía..., gran don Miguel, es
la mía”, dijo este último refiriéndose a la de Unarnuno—la
entienden de un modo vagamente cristiano, separado muchas
veces de la ortodoxia católica, mas no situado frente a ella
con el criterio denegador del disidente fanático. Creo—decía
el pobre Antonio Machado—
en una fe que nace
cuando se busca a D io s y no se alcanza;
(P. G., 234.)

y cuando confiesa la existencia de sangre jacobina—unas


gotas—en sus venas, lo hace como si su alma de poeta se
sonrojase, como si eso fuera un pecado poético.
H a y en m is venas gotas de sangre jacobina,
■pero m i verso brota de manantial sereno...
(P. O., 104.)

“Pero...” En esa palabra está todo lo que Antonio Machado


pudo ser y no fué.
Menéndez Pelayo—poquísimos más con él, para desgracia
nuestra—se esforzó por entender de modo estrictamente ca­
tólico la raíz última de aquel españolamente. “¿Quién sabe
—se preguntaba, en 1884, lleno de ambición intelectual y es­
pañola—si derramando en el lulismo el río de la ciencia expe­
rimental, y sustituyendo su mala y atrasada física y su psi­
cología deficiente por la física y la psicología de nuestros
tiempos, e interpretando la parte metafísica como Lulio la
interpretaría si hoy viviese, llegaríamos a la constitución de
una especie de hegelianismo cristiano?” (218). Dejemos lo
que hay de ingenuo en la letra del propósito, y atengámonos
exclusivamente a la intención que le anima. ¿No es, en úl­
timo extremo, la voluntad de dar un sentido católico a las
hazañas intelectuales de “la prole de Lutero” ? ¿No ve en

(218) L a ciencia española, II, 90. El m i s m o sentido tiene la conje­


tura de don Marcelino acerca de lo que hubiera sido la filosofía espa­
ñola siendo Balines, y no Sa.nz del Río, nuestro primer explorador in­
telectual de Alemania. Sobre este terna, véase m i Menéndez Pelüyo.
ello don Marcelino, católico, espa.ñol y hombre de su tiempo,
una de las posibles empresas espirituales de España, la Es­
paña niña y prometedora en que también él quiere creer, la
patria que sueña su espíritu gigante y solitario?

Han desfilado ante nuestros ojos ios ensueños de España


que imaginaron los escritores del 98. En el alma de todos
tiene ese ensueño la misma estructura: una tierra, unos hom­
bres, un pasado y un futuro posible se articulan mutuamente
y se codeterminan dentro de la radical unidad de la España
soñada. Tres mitos históricos debemos al ensueño' de esta,
generación, y los tres van a operar visible o invisiblemente
sobre los españoles que tras ella despiertan a la historia de
España: el mito de Castilla, ia tercera salida de Don Quijote
y una España venidera en la que se han de enlazar nupcial
y fecundamente su peculiaridad histórica e intrahistórica
y las exigencias de la actualidad universal. En el orden de
la creación intelectual, y con criterio ortodoxamente cató­
lico, es Menéndez Pelayo el primer soñador de esa España.
Luego vienen los hombres del 98, y ellos amplían el ámbito
del ensueño a todas las actividades en que se distiende ínti­
ma y socialmente la existencia del hombre: la creación artís­
tica, el pensamiento, el idioma, la ciencia, la convivencia
social. Más tarde, vendrán y vendremos otros. Cada uno in­
terpretará a su modo los mitos recién creados. Sobre el alma
de todos, sépanlo o no lo sepan, gravitará el peso, dulce y
desazonante a la vez, del ensueño que inventó en el filo de
los siglos xix y xx una parva gavilla, de españoles egregios.
OGO TRES TIEMP
La v id a q u e n o e s s u e ñ o .

permanentemente el hombre entre el desemba­


X ' JL u é v e s e
razo que le concede la libertad de su persona y la limitación
a que le obliga la necesidad de su naturaleza. Por obra de su
libertad elige medios, se propone fines, va creando obras v :
sibles y formas de vida. Mas no todo es elegir y crear en la
vida del hombre. La limitación de su naturaleza le fuerza a
ro llegar, a ceder, a doblegarse; o, miradas las cosas por el
anverso de la evasión y no por el reverso de la insuficiencia,
a crear imaginaciones y ensueños. Quiere todo esto decir que
en la vida humana hay siempre algo o mucho de sueño, en
lo cual aciertan los románticos, y algo o mucho de necesidad,
y en esto llevan su razón los positivistas. Para el positivista
inteligente, el curso de la vida del hombre es una necesidad
minada y conmovida por el ensueño; para el soñador razo­
nable, es un ensueño encauzado y limitado por la necesidad.
Y porque los dos aciertan parcialmente, pueden existir a la
vez antropólogos más o menos científicos y poetas más o me­
nos soñadores, esto es, más o menos evadidos.
Soñadores han sido los hombres del 98. ¿ Sólo soñadores ?
No. También hay, tiene que haber en su vida algo que no es
sueño. En lo que de ensueño tiene su vida he distinguido dos
parcelas complejamente relacionadas entre sí: la que pue­
blan sus ensueños literarios y la que componen sus ensueños
de españoles. Obligado por exigencias de método y de tiempo,
he ceñido mi esfuerzo a la tarea de mostrar el parecido gene­
racional que existe en la vertiente española de todos los per­
sonales ensueños de los escritores del 98. Quede para otros
la faena restante, más gustosa tal vez que la mía.
Junto al componente soñable y soñado de su vida hálla­
se, empero, la necesidad de la vida que no es sueño. Hay oca­
siones—pocas, para su desdicha'—■, en las cuales la vida del
hombre consiste en la pura operación de soñar y perderse en
el propio ensueño; y si alguien logra perderse en el ensueño
sin dejar su contacto con la realidad, entonces decimos de
él que es un hombre feliz, que vive según ese modo de vivir
llamado felicidad. La felicidad terrena es, hablando en cor­
to, soñar lo que se ve y ver lo que se sueña.
En otras ocasiones, la existencia del hombre se reduce a
la pura necesidad: es entonces su existir un puro existir bio­
lógico, en cuanto un hombre puede ser biología pura; y cuan­
do uno logra, deshombreciéndose, vivir sin trabas su propia
actividad biológica, instintiva, siente la vida como placer.
Nace el dolor de la constitutiva imposibilidad que el hom­
bre de carne y hueso tiene de permanecer en la pura felici­
dad y en el puro placer. Con otras palabras: de que la vida
humana no puede ser ensueño puro ni pura necesidad bioló­
gica y tiene que ser conducta. Lo que llamamos conducta de
un hombre es, en efecto, la intersección temporal y sucesiva
del mundo de su ensueño y del mundo de su necesidad. Y si
en la conducta de cada hombre se hacen visibles la existencia
y la condición de sus ensueños personales, también en ella se
patentizan la realidad y la índole de sus individuales necesi­
dades.
Los actos personales que cada hombre sucesivamente cum­
ple son las cuentas elementales constitutivas del rosario tem­
poral da su conducta. Cada acto personal es un paso dado
bajo el cielo de un ensueño y sobre el subsuelo de un instin­
to : entre el ensueño y el acto ciémense, como estrato media­
nero, las previsiones humanas; entre el acto y el instinto ya­
cen, sirviendo de inmediato apoyo a la vida, los hábitos y ten­
dencias del carácter. Ensueños, previsiones, actos, hábitos del
carácter e instintos son, en suma, las cinco hebras de que está
tejida la trama de la conducta humana.
He estudiado con algún pormenor el ensueño español de
los literatos del 98. Dejo sin estudiar el problema de su con­
ducta y, por lo tanto, la peculiaridad generacional y singular
de lo que no es sueño en la vida de todos ellos. Hágalo otro,
si a ello se decide, y muestre cómo van saltando sobre el sue­
lo histórico de la anchurosa España o acomodándose a él las
existencias cotidianas de los hombres que constituyen el fa­
moso grupo. Yo me conformo con señalar el problema y con
.muy poco más.
Se refiere este “muy poco” al modo de vivir los escrito­
res del 98 el cruce entre el ensueño y la necesidad. Tal viven­
cia es el dolor. Más aún: tiene que ser el dolor. En primer lu­
gar, porque son hombres; en segundo, por la irreductible dis­
tancia que siempre existirá entre lo que soñaron, lo que hi­
cieron y lo que vieron. Hablen por todos y digan el común
sentir Antonio Machado y Miguel de Unamuno, el poeta y
el pensador de la generación.
De Antonio Machado es el verso que mejor y más doloro­
samente expresa la dispersión y la inmediata ineficacia po­
lítica—entiéndase este término, por Dios, como se entendería
en el siglo xvi—de todos cuantos comulgaban en la misma
actitud generacional:
m as cada cual el rumbo siguió de su locura.

Parte principal de esa locura fué el personal ensueño de


cada uno; parte secundaria y dolorosa, los actos visibles que
redujeron el ensueño a conducta. En la conducta de todos y
cada uno de ellos—la conducta del escritor español en lo que
va de siglo—se ha expresado, en efecto, con un gesto doloroso,
más estrafalario o extraviado unas veces, más estoico y con­
tenido otras, el desconcierto y la insuficiencia de nuestra vida
histórica ulterior a 1898.
Más claro aún y más desgarrador es el grito con que Una-
muno manifiesta el rudo contraste entre el ensueño y la ne­
cesidad de su española existencia, y, por tanto, el forzoso do­
lor de su conducta. “¿Qué se ha hecho—se preguntaba en un
artículo periodístico escrito en 1918—de los que hace veinte
años partimos a la conquista de una patria?... No era resu­
citar a España lo que queríamos, era hacer una nueva. Ha­
bíamos roto espiritualmente con la tradición nacional... Nin­
guno de nosotros sabía, en realidad, lo que buscaba... ¿Hemos
encontrado a la patria? No, no la hemos encontrado... ¿Cuál
fué nuestro pecado? Nuestro pecado fué partir a buscar una
patria y no una hermandad. No nos buscábamos unos a otros,
sino que cada cual buscaba a su pueblo... o, mejor dicho: su
p ú b lico ... ¿Qué nos queda? Morir cada uno en un rincón...,
morir solos y sin patria ni hermandad” (1).
Descontemos en la valoración de ese texto el ocasional
plus de acritud que en él pudo poner el desconcierto de Es­
paña por los años en que fué escrito. Concedamos a tal estí­
mulo grande, grandísima importancia. Por grande que sea
esa importancia, las palabras de Unamuno son algo más que
la expresión de un sentimiento esporádico: delatan el hondo
dolor del fracaso, mía hiriente disonancia entre lo que se
sueña, lo que se ve y lo que se hace. Muestran, en suma, la
amargura íntima que para todos los miembros de su gene­
ración tuvo cuanto en su vida no fué sueño.
Acaso hoy, casi treinta años después, podamos ser con
Miguel de Unamuno más clementes que él mismo; más jus­
tos, también. Morir solo, morir en un rincón, es cosa que le

(1) Cit. por R. Gómez de la Serna en Don Ramón María del Valle-
Inclán, Colección Austral, pág. 56.
puede acontecer a cualquier nacido, por seguro y acompa-
ñado que parezca: la historia universal contemporánea lo
viene demostrando con despiadada e inequívoca terquedad.
Pero quien, antes de morir, supo vivir con decoro y soñar no­
blemente, ese no muere sin patria ni hermandad. Serán com­
patriotas y hermanos suyos—disidentes, tal vez; pero tam­
bién la disidencia leal es un modo de acompañar y asistir—
los más nobles seres de todos los humanos, que son los capa­
ces de existir decorosamente y soñar vidas mejores y más
altas.
Los hombres del 98, fuese cual fuera la figura visible de
su conducta—desacordada unas veces, acomodada al medio
otras, extraviada algunas—, han vivido con decoro y han so­
ñado con nobleza y acendramiento. Lo que de su vida no fué
sueño será juzgado diversamente y pasará; lo que fué sue­
ño vive y vivirá siempre en la hermandad de cuantos sue­
ñan hoy y sueñen mañana la existencia de una España lim­
pia y ejemplar.
n
“ Q uod er a t dem o n stra n d u m ” .

E sTE libro ha sido1escrito por un historiador que preten­


día demostrar una determinada tesis historiogràfica. Deje­
mos de lado el problema de si todos los historiadores verda­
deros, hasta los que más proclaman su fidelidad al puro con­
tar “lo que pasó”, escriben sus historias al servicio de una
tesis tácita o expresa; es decir, el problema de si se puede es­
cribir historia sin propósito ni prejuicio. En mi caso, el pro­
pósito ha sido bien patente: con mi libro me he propuesto de­
mostrar, a mi modo, que el grupo de escritores habitualmente
llamado “del 98” constituye una verdadera generación espa­
ñola y literaria.
He escrito en otro lugar: “Frente a un grupo de hombres
provisionalmente concebido como una generación, iremos pre­
guntándonos: ¿Qué instancias históricas—universales, loca­
les—, actúan sobre el alma de todos y cada mío de ellos por
haber vivido donde y cuando vivieron? ¿En qué se parece lo
que cada uno acepta de su mundo y de su vida infantil ? ¿En
qué coincide lo que cada uno rechaza? ¿Qué hay de común
en lo que cada uno crea? ¿Qué tienen de semejante los pro­
yectos personales y los ensueños de todos? Y tras haber res­
pondido a cada una de tales preguntas, nos haremos esta
otra: ¿Qué parecido existe entre todos los modos individua­
les de aceptar, rechazar, crear, proyectar y soñar?” Sólo
cuando este esquemático programa pueda ser satisfactoria­
mente cumplido, sólo entonces podremos decir que el grupo
de autos constituye una generación histórica propiamente
dicha; y sólo cuando el cumplimiento de tal programa sea un
hecho, sólo entonces conoceremos el “espíritu” de la genera­
ción que tratamos de definir e identificar.
En las páginas precedentes creo haber dado respuesta su­
ficiente a todas las interrogaciones anteriores, referidas al
grupo de escritores llamado “del 98” y a lo que de español
hay en sus vidas. Con cuantas lagunas e imperfecciones se
quiera, creo haber descrito la “biografía” de un parecido ge­
neracional entre los literatos que constituyen el grupo del 98.
Por eso, en tanto historiador, pienso que puedo decir al re­
mate del libro, con cierta pedantería profesoral y, por lo
tanto, inofensiva: qu od e r a t dem on stran du m .
m
O tra vez Castilla .

E ? ste libro ha sido escrito por un historiador. Sí, pero por


un historiador español. O, más exactamente, por un español
historiador. El historiador, el intelectual que hay en mí, ha
dicho, con cierta presunción de fundamento y con un adar­
me de pedantería: quod e r a í dem on stran du m . ¿ Qué dice, qué
puede decir el español que soy, después de haber sentido y
escrito este ya casi abusivo rimero de páginas? Para que yo
mismo escuche lo que ese español—yo mismo—dice, apelaré
al recurso de que me valí para iniciar el libro: luego de ha­
berlo escrito, me asomaré otra vez a Castilla e intentaré ex­
presar con palabras el sentimiento que su visión enceta en
mi alma. Otra vez Castilla.
Ahora voy en tren hacia mi aventura sentimental. Salgo
de Madrid, por la estación del Príncipe Pío. Es la hora en que
se inicia el crepúsculo: una de esas puestas de sol, tan madri­
leñas, tan castellanas, que Unamuno llama “magnificadoras
del que las contempla”.
Queda atrás el espectáculo de la estación, densamente
poblada de figuras, pasiones y ruidos diversos. ¡Cuántas co­
sas inéditas y conmovedoras podrían decirse sobre el tema de
las estaciones españolas! Y, estrechando más el ángulo de la
mirada, acerca de las varias estaciones de Madrid, tan distin­
tas todas y tan comúnmente expresivas de nuestra hirviente
inquietud vital. ¿Qué dirán, ante el espectáculo de las esta­
ciones españolas, el sociólogo, el novelista, el poeta lírico?
Pero en este momento yo no quiero decirme a mí mismo lo
que me hace sentir mi rápido paso por la estación que dejo
atrás, ni pensar lo que los demás podrán decir acerca de ella.
Quiero solamente decirme y decir lo que ahora me sugiere la
tierra de Castilla.
¿La tierra? En el primer momento de mi contemplación
queda la tierra oscurecida, postergada por el cielo. En este
paisaje castellano que ahora veo—la misma Castilla que con­
templaron, sintieron y describieron los literatos del 98—pre­
valece la gloria luminosa del cielo. Ahora es el cielo el pro­
tagonista del paisaje, y la tierra—unos recuestos terreros,
pinos dispersos—se limita a la servidumbre de darle silueta
y marco.
' ¿No habéis visto uno de estos crepúsculos de, Madrid,
cuando el estío se acerca a su remate equinoccial? Se diría
que con ellos se esfuerza Dios, sumo artista, por mostrar al
hombre su creadora y providente paternidad estética sobre
el universo. De pronto, todo en el cielo comienza a ser un
acorde de oros. Es el del sol un oro rojizo, esplendente; oro
amarillo y brillante el del cielo que inmediatamente le cir­
cunda; oro pálido y desvaído el que sirve de transición hacia
el azul claro, casi blanquecino, de la restante redondez ce­
leste. Cuando el sol se acuesta sobre el horizonte, dos, tres
nubes conceden al cuadro delicada y justísima variedad. Son
otros tantos trazos muy finos, paralelos al confín horizontal
de la tierra; la luz con que brillan es también luz de oro. Si
la sangre del firmamento es la luz, las nubes son ahora del ­
gadas heridas por las cuales mana esa sangre. Es un momen­
to en. que la luz campea gloriosamente sobre los objetos que
ella nos hace visibles: todo es un cántico sacro y heroico, y
el alma del hombre se siente ole súbito, por un instante, go­
zosamente superior a su propia esperanza.
Poco a poco el sol se va hundiendo en la tierra. Lo que ha
sido oro va trocándose en plata, y luego en gris acero. Las
nubes van perdiendo la nitidez de su contorno y haciéndose
rosadas, rojas, violáceas, cárdenas. Pronto se perderá el sol
y todo color será vencido por el gris: el cielo será gris azula­
do, gris de plomo la nube, gris de plata la porción de firma­
mento por donde el sol se fué. Y el alma del contemplador
habrá pasado de la exaltación a la melancolía, de la enajena­
ción al recogimiento, del heroísmo a la ternura.
A medida que el cielo se oscurece va siendo vencido por
la tierra. El verde de los pinos, tan esclarecido, tan cercano a
la amarillez cuando la presencia del sol gobernaba los colo­
res, hácese oscuro y denso. Ya no son los pinos marco del
cielo, sino graves figuras individuales, elementos sustantivos
del cuadro. La tierra misma va mostrando más y más su
compacta realidad y las menudas y recortadas superficies que
en ella espejean a la última luz del día: un pequeño albero,
una piedra clara, el charco que resta de un arroyo. Cuando las
primeras estrellas se hacen visibles, todo parece tierra ante
los ojos.
El tren va avanzando entre las primeras sombras de la
noche, camino del filo que separa las dos Castillas. Yo voy
sentado—silencioso, absorto-—junto a la ventanilla del vagón.
He sentido en los senos de mi alma la exaltación, y, tras ella,
una melancólica serenidad. Ahora, cuando me adentro en la
oscuridad de esta Castilla nocturna, siento que la serenidad
se va convirtiendo en tristeza. Van pasando estaciones y va
haciéndose más espesa la calígine.
Debemos estar ya en Castilla la Vieja. Corre el tren a
lo largo de una ladera quebrada, espesamente cubierta de
pinos. Mirando hacia abajo, todavía puede entreverse la va­
guada subyacente al trazado de la vía férrea. ¿N o se distin­
guen unas superficies blancas entre las sombras de los pinos ?
Un esfuerzo de los ojos permite identificarlas; son las tien­
das ele un campamento juvenil. Pronto llegan hasta la abierta,
ventanilla rumores inequívocos: canciones de recuerdo y de
alegría, oraciones vesperales.
De golpe, a través de la tristeza del crepúsculo y de la pri­
ma noche—cansancio, ausencia de lo que el día hizo presen­
te, anhelo de lo que en cada jornada pudo haber sido y no lia
llegado a ser—se abre paso raía clara vena de esperanza.
Sobre la tierra madre de Castilla, nuestra Castilla vieja y
niña, la misma Castilla que vieron y cantaron los tristes so­
ñadores del 98, viven, vivimos en española comunidad—dis­
corde, a veces—■, hombres que necesitamos un mañana, que
lo seguiremos necesitando cuando el sol, pasada la tiniebla
de la noche incipiente, preste nueva figura al mundo y nueva
vida a los humanos. Pienso ahora en todos mis amigos y en
cuantos a esta hora, en los poblados de España, descansan de
su trabajo diurno o inician el nocturno. Todavía se oye, lejos
ya, el rumor perdidizo de la canción juvenil. En medio de la
noche, envuelta por ella, álzase, insomne e inerme, esta recién,
nacida y terca esperanza mía.
INDICE
Páginas

E p ístola a D ionisio R idruejo .................................................................. 7

CAPITULO I
Un paisaje y s u s inventores .— D escubrim iento de un p aisaje.
L o s hombres del 98 ..................................................................... 21

C A P IT U L O I I

¿ G eneración del 98?—Aflrmadores y denegadores de la gene­


ración del 98.—Delimitación y estructura del grupo genera­
cional ................................................................................................ 43

C A P IT U L O I I I

“Da limo terrae ”.—Los recuerdos de la infancia.—La imagen


de la tierra nativa en los literatos del 98.—Enlace senti­
mental y literario entre la, tierra nativa y Castilla............. 72

CAPITULO IV
E l sabor de la Historia.—La España de la Restauración.—
P rim eros contentos del grupo con la historia de España,— :
Las lecturas de la generación.—Crisis religiosa juvenil.—
- El irracionalism o de la generación del 98 .......................... 97
CAPITULO V
M adrid .-—Intermedio sobre Madrid.—El Madrid del 98 ........... 136

CAPITULO VI
AMOR AMARGO.—El am or a E sp añ a. —L a crítica de E sp añ a.—
C rítica de la versión esp añ ola de la vid a m oderna.— C rítica
de la h istoria de E spaña.— C rítica del esp añ ol real como
tip o hum ano ............................................................................................. 163

CAPITULO VII
"Historia s in e H istoria ”.—La generación del 98 ante el pro­
blema de la Historia.—La historiología de Unamuno.—El
tiempo y la evocación en Astorin y en Antonio Machado.—
Ganivet y el problema del acontecer histórico.—La His­
toria en las novelas históricas de Baroja y de Valle-Inclán. 261

CAPITULO VIH
DE LA acción AL ensueñ o .— Con a to s de intervención en la vida
p olítica y social de E spaña.— F racaso y evasión h a cia el
ensueño ........................................................................................................ 303

CAPITULO IX
ESPAÑA SOÑADA.—El tema del ensueño.—Los caminos del en­
sueño: el interiorismo.—España soñada.—La tierra: el pai­
saje de España.—Los hombres: el español posible.—El pa­
sado: la historia soñada.—El futuro: posibilidades y misión
de España ....................................................................................... 318

EPILOGO EN TRES TIEMPOS


I. La vida que no es sueño .......................................................... 447
H. “Quod eratdemonstrandum” ................................................... 452
IH. Otra vez Castilla .................................................................... 454
ACABOSE DE IMPRIMIR ESTE LIBRO
en los T alleres “D iana . A rtes
G ráficas ”, de M adrid , el d Ia 20
DE OCTUBRE DE MIL NOVECIENTOS
CUARENTA y cinco .

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