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Esto supone hoy día convertir el bienestar material y espiritual del ser humano en el propósito
responsable de los cambios que impulsa la técnica. Un objetivo al servicio de la libertad y la
equidad que debe fijar un perímetro de seguridad jurídica que proteja a la persona en su dignidad
frente a las vulnerabilidades a las que se expone en un espacio digital que hasta el momento se ha
desarrollado sin reglas ni derechos. Pero también un objetivo que ha de impulsar educativamente
dispositivos universales de emancipación que favorezcan experiencias individuales y colectivas que
desde la cultura refuercen la autonomía y la capacidad crítica del sujeto para responsabilizarse de su
propio destino digital.
La estructura del mundo se ha hecho tecnológica. Incluso ha alterado el marco interpretativo de los
poderes del entendimiento humano. Hasta el punto de configurar una nueva hegemonía cultural que
condiciona nuestra forma de vivir y de organizarnos. No solo porque altera la ontología corpórea de
la humanidad y las consecuencias morales de nuestras acciones, sino porque el horizonte mismo de
nuestra identidad está expuesto al desafío de una nueva alteridad. Una otredad que se insinúa en el
ambiente como una posibilidad realizable y que está asociada a la robótica o la inteligencia
artificial. Un reto para el que, sin duda, debemos prepararnos no solo emocional y
cognitivamente, sino también ética y legalmente.
Para afrontar estos desafíos, y otros más profundos que, por ejemplo, tienen que ver con la propia
finitud humana, hace falta atribuir a la humanidad la responsabilidad de controlar la automatización
del mundo. Tenemos por delante la tarea emancipadora de liberar a los seres humanos del estrés
digital al que les somete un relato de maximización eficiente de dispositivos inteligentes que solo
buscan asistirnos y, de paso, monitorizarnos de forma cotidiana en el ejercicio de nuestras
decisiones. Administrado sin cortapisas por quienes monopolizan la economía de plataformas, el
relato del capitalismo cognitivo bajo el que vivimos debe ser modificado. Al menos si queremos
encontrar una salida al panóptico en el que hemos convertido la revolución digital que habitamos
como simples usuarios de aplicaciones y consumidores de contenidos. Pero sobre todo si deseamos
liberarnos de la dinámica extractiva de un modelo capitalista que nos reduce a huellas digitales de
nosotros mismos.
De ello puede librarnos el humanismo tecnológico al invocar un pacto de equidad real entre el
hombre y la técnica. Un humanismo que fortalezca el sentido ético de lo humano y que actúe como
la herramienta educativa sobre la que formar la capacidad creativa de una humanidad que ha de dar
sentido a las máquinas. Si queremos hacerlo, hemos de poder colaborar con ellas y explorar e
intensificar la potencialidad imaginativa y creativa que aloja el cerebro y la sensibilidad humanas.
Algo a lo que nos puede ayudar un humanismo que nos convenza de que no se trata de competir con
ellas, sino de trabajar a su lado.