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del fuego, del aire, del agua, la turbulencia torbellinaria como génesis y poiesis. Es preciso ante
todo comprender que el fuego, el aire, el agua no eran para los filósofos magos de las islas
griegas, elementos simples o principios elementales, como se cree, según la óptica reductora
retrospectivamente llevada sobre estos arque-físicos: eran modalidades dinámicas primeras
de existencia y de organización del universo.
Ahora bien, la química moderna no ha querido ver en el fuego, el agua y el aire más
que su composición y estado, no su modalidad de organización. El aire se ha convertido en un
fluido gaseoso. El agua se ha convertido en un compuesto líquido y los misterios del estado
líquido son remitidos a la mecánica de los fluidos. El fuego, principio grandioso de la
cosmología heracliteana, fuente de las transformaciones herreras y de las metamorfosis
alquimistas se ha quedado raquítico: “Los libros de química, en el transcurso del tiempo, han
visto hacerse más cortos los capítulos sobre el fuego” (Bachelard, 1938 b). La llama ya no es
más que la combustión de un compuesto gaseoso que contiene en suspensión partículas
sólidas.
Hay que ir más lejos, puesto que el lazo genésico entre termodinámica y organización
se develado al fin, puesto que la generatividad de la regeneración y de la reorganización
permanentes se engranan sobre los procesos genésicos, puesto que la dinámica organizadora
de los ciclos líquidos y de las combustiones está en nuestros propios seres. Así, hay que
concebir el fuego heracliteano reanimado por Carnot, el torbellino elohístico revisado por
Prigogine, los remolinos prebióticos a la salsa Oparina como modalidades genésicas de
existencia y organización.