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El mar siempre ha sido un enclave propicio para la aventura, la exploración,

lo desconocido, las grandes hazañas y también, por qué no decirlo, para el


horror. No es extraño encontrar en muchos viejos mapas de mares y costas,
en todas las lenguas y culturas, la enigmática expresión que nos advierte:
«más allá hay monstruos». La antología que nos ocupa está preñada de
salitre, de mareas, de mástiles y velas desplegadas al viento, y de hombres,
de personajes que afrontan el mar con desafío, con cobardía, con
indiferencia o sorpresa, y también con horror. «Mares tenebrosos» es la más
extensa antología de relatos de terror ambientados en el mar que se haya
editado en España. Hay cuentos que se desarrollan en la costa, cerca del
mar; otros en las islas desconocidas y desiertas; en las cantinas portuarias,
llenas de viejos lobos de mar que narran extrañas historias; en un faro
perdido entre los escollos, a decenas de kilómetros del continente; en un
barco fantasma que no sabe que lo es…
Vagabundearemos sin rumbo, enloquecidos, en medio de la bruma más
espesa e impenetrable; incluso viajaremos tierra adentro, a un pueblecito
alejado del mar y que, sin embargo, alberga una de las más bellas historias
fantásticas jamás escritas sobre el mar.
No podían faltar en esta antología autores de la talla de Hodgson, gran
maestro de este peculiar género Lovecraft o Howard.
También se han incluido autores menos conocidos por el aficionado español
como John Masefield, James Anley, William Outerson, Frank Norris,
Michel Bernanos y Jack Cady, autor norteamericano recientemente
fallecido.
AA. VV.

Mares tenebrosos
Una antología de cuentos de terror en el mar
Valdemar: Gótica - 53

ePub r1.3
orhi 21.05.2019
Título original: Mares tenebrosos
AA. VV., 2004
Traducción: José María Nebreda
Ilustración de cubierta: N. C. Wyeth

Editor digital: orhi


Corrección de erratas: Stonian y Watcher
ePub base r2.1
PRESENTACIÓN

El mar siempre ha sido un enclave propicio para la aventura, la


exploración, lo desconocido, las grandes hazañas y también, por qué no
decirlo, para el horror. Cabe imaginar que, cuando nuestros ancestros de
todas las centurias pasadas se quedaban ensimismados contemplando el mar
desde una remota playa o un acantilado azotado por los vientos ásperos,
sintieran una especie de temor reverencial, un desasosiego y un espanto por
lo que habría más allá. No es extraño pues examinar los viejos mapas y ver
escrito, con los distintos caracteres de las distintas lenguas, esa frase
evocativa que nos advierte: más allá hay monstruos.
Muchos autores han vertido en verso y prosa cientos de palabras, frases,
poemas, cuentos, novelas y todo tipo de ensayos, narraciones de viaje y
tratados técnicos, mostrando en ellos su fascinación por el mar. Este mundo
literario y acuático ocupa un lugar muy importante dentro de la expresión
artística y escrita, como también lo ocupa en el mundo de la pintura y las
artes plásticas. Piratas, aventuras, náufragos, islas abandonadas, batallas
marítimas, viajes, historias de amor y épica, de sufrimientos, tragedias,
hechos heroicos… El mar ha sido una fuente constante de inspiración
literaria desde que el hombre aprendió a plasmar sus pensamientos y sus
fantasías por medio de los símbolos escritos. Y sigue siéndolo, con la
misma vigencia de antes, y aún más si cabe.
La antología que nos ocupa tiene mucho que ver con ese mundo
oceánico, está preñada de salitre, de mareas, de mástiles y velas
desplegadas al viento, y de hombres, de personajes que afrontan el mar con
desafío, con cobardía, con indiferencia o sorpresa, y, también, con horror.
Por sus páginas veremos desfilar pecios fantasmales, hombres acosados por
el miedo, islas extrañas, seres y monstruos desconocidos, y el mar, siempre
el omnipresente mar, y los barcos y los hombres que lo surcan y que lo
surcaron, y que, con cierta regularidad, serán acogidos en su seno al final de
sus respectivas aventuras.
La presente selección ha procurado ser lo más variada posible: hay
cuentos que se desarrollan en la costa, cerca del mar; otros en islas
desconocidas y desiertas; en las cantinas portuarias, llenas de viejos lobos
de mar que narran extrañas historias; en un faro perdido entre los escollos, a
decenas de kilómetros del continente; en un barco fantasma que no sabe que
lo es; en otro que ha visto un espectro y siente un pánico paralizante;
bajaremos a las profundidades del océano; subiremos a la montaña más alta
y terrible que uno se pueda imaginar; vagabundearemos sin rumbo,
enloquecidos, en medio de la bruma más espesa e impenetrable; e, incluso,
viajaremos tierra adentro, a un pueblecito aislado del mar por una gran
distancia y que, sin embargo, alberga una de las más bellas historias
fantásticas sobre el mar jamás escritas.
Los protagonistas de los cuentos seleccionados deambulan en medio de
estos parajes; soportan la dureza de los climas, de las estaciones y de las
distintas regiones terrestres por las que discurren sus singladuras; abordan
los trabajos y las obligaciones, la férrea disciplina de la vida en el barco; y,
sobre todo, afrontan los horrores a los que son conducidos, los afrontan con
valentía, con sorpresa o con terror: pulpos gigantescos, plantas carnívoras,
seres invisibles, piratas fantasmales, bestias marinas, supersticiones, ratas
de mar, pecios espectrales…

***

No ha resultado muy difícil realizar la antología que tiene en sus


manos… Y, al mismo tiempo, debo admitir que sí lo ha sido. Me duele
mucho haber omitido cuentos de autores del mar de la talla de James A.
Barry, W. P. Drury, William Clark Russell, Morgan Robertson y Pío Baroja
(por sólo citar unos cuantos). Esto ha sido lo más difícil. El tema, a pesar de
que la selección de títulos es importante, da para mucho más. He
prescindido deliberadamente de otros escritores muy importantes que nos
han dejado grandes relatos de terror en el mar, como Edgar Allan Poe
(Manuscrito encontrado en una botella, La narración de Arthur Gordon
Pym, Un descenso al Maelström), Joseph Conrad (El piloto negro, La
bestia), Arthur Conan Doyle (El capitán del «Pole Star»), F. Marion
Crawford (La litera de arriba), etc., por ser éstos títulos muy conocidos y
de fácil adquisición en las librerías.
En cuanto a los seleccionados, estaba claro que no podían faltar autores
de la talla de William Hope Hodgson, cuyas narraciones y novelas marinas
son posiblemente de lo mejor que se ha escrito nunca en el género de la
literatura de horror. Este autor está obteniendo un reconocimiento póstumo
muy importante y sus «Obras completas» están siendo editadas ahora
mismo por una editorial norteamericana en cinco gruesos volúmenes
(recordemos que, en España, Valdemar ha editado —y seguirá haciéndolo—
una considerable proporción de sus escritos). Tampoco podían faltar autores
como Howard Phillips Lovecraft y Robert E. Howard, nombres clásicos en
el género de lo sobrenatural, cuyas incursiones en los ambientes marineros
son más que notables: El templo, La llamada de Cthulhu (H. P. Lovecraft),
y la serie de dos relatos ambientados en la tenebrosa ciudad costera de
Faring (Robert E. Howard), ambos seleccionados en este volumen.
Posiblemente sean estos dos autores las figuras más conocidas de la
presente antología. Una de las metas que me fijé a la hora de hacer la
presente selección —aparte, por supuesto, de la calidad de lo seleccionado
— fue que hubiera el mayor número posible de autores y obras
desconocidos, o casi desconocidos, para el lector hispanohablante. No me
corresponde a mí afirmar si he tenido éxito o no. Siempre hay que contar
con la inevitable «personalización» del que realiza esta tarea, que es, al fin
y al cabo, un simple lector más ávido de buena literatura, o de lo que él
entiende por buena literatura: un concepto totalmente relativo a cada cual y
que tiene mucho que ver con los gustos de cada uno.
No puedo menos que extrañarme de que un autor como John Masefield
sea tan desconocido en nuestro país. Masefield es un escritor del MAR
(escríbase con mayúsculas); sus novelas y, sobre todo, sus cuentos y
narraciones breves son una verdadera delicia fantástica y es imperdonable
que un libro como A Mainsail Haul esté aún inédito en nuestra lengua.
Sirva decir prácticamente lo mismo en el caso de James Hanley. William
Outerson y Frank Norris son dos escritores de principios de siglo que
hicieron frecuentes incursiones en la literatura de horror; ambos son
totalmente desconocidos en nuestras librerías, aunque la antología de
relatos de Frank Norris A Deal in Wheat (1903) bien merecería una edición
en castellano. Mención aparte merece Michel Bernanos, y la novela corta
aquí seleccionada, Al otro lado de la montaña, creo que es algo especial y
no pienso hablar de ella pues es el típico relato que es mejor descubrir «por
sorpresa», sin comentarios, desconociendo todo lo relativo a él; y creo que
ya he dicho demasiado.
En esta antología, como en casi todas las que tienen que ver con lo
sobrenatural, predominan los autores anglosajones. Si no me equivoco, de
los diecinueve cuentos seleccionados, hay catorce de procedencia
anglosajona (inglesa y norteamericana), tres españoles y dos franceses. Por
desgracia, y es mi opinión personal, los escritores patrios han vivido
(escrito sus obras) de espaldas al mar, a ese mismo mar que nos rodea por
los cuatro puntos cardinales de nuestra geografía. Siempre me ha parecido
un hecho bastante extraño, o, cuando menos, curioso. Por supuesto que hay
excepciones (me vienen ahora mismo a la cabeza las obras de Ignacio
Aldecoa, los versos de Rafael Alberti y muchas otras obras de autores más
o menos conocidos), pero, en general, la literatura sobre el mar en nuestro
país no ha sido abordada como correspondería. ¿Y qué vamos a decir del
género sobrenatural o de terror? Durante años las narraciones de fantasmas
y las novelas de horror han sido, y siguen siendo, despreciadas, relegadas a
un estadio inferior por los «brillantes» autores de «literatura seria». Difícil
sería pues que lográsemos aunar ambas ramas de la literatura en nuestras
letras. Por suerte las cosas parecen cambiar poco a poco y en estos últimos
meses hemos podido disfrutar de una notable novela que aúna ambos
géneros (y algo más): La piel fría, de Albert Sánchez Piñol, es un agradable
descubrimiento para todo aficionado a la literatura del mar y de terror, y
también, hay que decirlo, a la literatura general, pues los tres términos no
tienen por qué estar reñidos. En cuanto a los autores españoles aquí
seleccionados, Julio F. Guillén aporta con su breve relato un ejemplo de esa
miríada de escritores prácticamente desconocidos que expresaron su
fascinación por el mar. Vicente Blasco Ibáñez, por su parte, nos ofrece una
dura y tremenda pincelada sobre la dureza del mar, unida, con mucha
frecuencia, a la miseria. Por último, un agradable descubrimiento ha sido el
escritor y dibujante Óscar Sacristán, cuyo Misterio del Vislatek creo merece
figurar en estas páginas como ejemplo de un joven autor español que se
arriesga a escribir relatos de horror.
Hay otros autores bastante más desconocidos que pasan por las páginas
de este libro. De Joshua Snow apenas sé nada, y tampoco estoy seguro de si
lo que sé es cierto; quede su cuento como ejemplo de un relato cuya
atmósfera marina y fantasmal me parece estupendamente creada. Tampoco
es muy conocido George G. Teudouze, pero su relato sobre un faro asediado
en medio del océano me pareció bastante adecuado para esta antología.
Philip M. Fisher apenas escribió cinco cuentos para las revistas pulp de la
época y cuatro de ellos eran de terror en el mar; parece ser que se vio
bastante influenciado por las obras de William Hope Hodgson, y así queda
demostrarlo por el hecho de que su relato, La isla de los hongos (en esta
misma antología), sea una especie de continuación al maravilloso Una voz
en la noche, del propio Hodgson.
No quiero finalizar esta presentación sin hablar antes de los dos cuentos
que faltan por comentar y, sobre todo, de sus respectivos creadores. Ambos
relatos, junto con el ya comentado de Óscar Sacristán, iban a ser los únicos
en esta selección escritos por autores vivos. Por desgracia, durante la
realización de la misma, esta premisa se ha trastocado trágicamente. Jack
Cady es —era— un escritor ampliamente reconocido y galardonado en su
país. Tal vez sus obras, su estilo, no se corresponden demasiado con lo que
nosotros entendemos como best-sellers y la literatura fácil (literatura de
libro, mecánica, que suele estar de moda y aprenderse cual fórmula mágica
para producir chorros de literatura barata que, sin embargo, se venden muy
bien) de la que tanto hace gala en estos momentos la producción editorial
norteamericana. Generalmente, cuando has leído uno de estos libros los has
leído todos; y me estoy refiriendo, sobre todo, al género fantástico y de
terror. Jack Cady era un hombre que había vivido mucho, y esto se nota en
sus escritos. Me parece sorprendente que aún sea tan desconocido en
nuestro país (sólo ha publicado un cuento, y hace ya bastantes años). Sus
obras son un verdadero banquete de buena literatura, no sólo de buena
literatura en general o main-stream (como dicen los ingleses), sino también
de buena literatura de horror y sobrenatural, que, como ya he dicho antes,
ambos términos no tienen por qué estar reñidos. El cuento aquí presentado
creo que es un ejemplo perfecto, y me atrevería a decir que quizás sea Jack
Cady, desde las obras de William Hope Hodgson, el autor que mejor ha
sabido aunar el ambiente marinero con las historias de fantasmas; su novela
The Jonah Watch es lo mejor que se ha producido en este sentido desde los
escritos de Hodgson. Vaya desde aquí mi más profundo reconocimiento por
su obra y por su persona, de la cual tengo que decir que incluso superaba
ampliamente a aquella.
Son, pues, Simon Clark y John B. Ford los únicos autores anglosajones
vivos de la presente selección. Simon Clark es bastante más conocido en
nuestro país, tiene varias obras publicadas y otras más que están en puertas
de hacerlo. John B. Ford aún es bastante desconocido, pero tiene varias
antologías de cuentos y una novela (por supuesto, de ambiente marino) a
punto de ver la luz en el Reino Unido; sus relatos del mar son una copia
(una muy buena copia) y un homenaje a su admirado W. H. Hodgson, y,
para muestra, el cuento aquí recogido, en el cual un tal Dodgson figura
como protagonista secundario de la acción.
Espero que disfruten de este libro con el mismo deleite con el que yo lo
he hecho mientras preparaba la selección y posterior traducción.
Simplemente con eso me daré más que por satisfecho. En las notas que
figuran al comienzo de cada cuento he procurado hacer un breve semblante,
tanto biográfico como bibliográfico, de los autores seleccionados, con la
intención de que el aficionado al género pueda hacer futuras indagaciones
en el caso de que llegue a estar interesado por alguien en concreto. Los
autores vivos se han encargado de escribir sus propias presentaciones. Tanto
Óscar Sacristán como Simon Clark, John B. Ford y Jack Cady me las
enviaron amablemente. En el caso de Jack Cady, posiblemente sea esta nota
autobiográfica lo último que ha escrito en su notable carrera literaria.
Disfruten de la travesía. Pero no olviden llegar a buen puerto.

José María Nebreda


Rivas. Marzo, 2004
ALGUNOS VERSOS DE LO PROFUNDO

A cinco brazas de profundidad

A cinco brazas de profundidad yace tu padre;


El coral se nutre de sus huesos;
Esas perlas antaño eran ojos;
De él apenas queda nada,
Ha sufrido una transformación marina En algo rico y extraño.
Las sirenas tocan a difuntos hora tras hora;
Tilín-talán. Tilín-talan suena.

Fragmento de Canción de Ariel en La tempestad,


de William Shakespeare
Sé que los mares grises sueñan con mi muerte,
Sobre las sombrías planicies donde la espuma medita,
Entre los vientos lóbregos que braman sin descanso
Y nada vive en el aire olvidado.

¡Ah! Hombres de las tierras melancólicas


Alzad vuestros corazones y manos
Y clamad que no sois yo;
Niños de todos los mares,
Que flotáis sobre la espuma de las fuentes,
Y la gloria
Y la magia de este mundo acuático
Al que me arrojaron en mi infancia.
Llorad, pues muero satisfecho;
Y las olas braman y se agitan,
Y los mares grises cantan,
Y las blancas colinas se sumergen,
Y yo estoy muriendo en todo mi esplendor,
Muriendo, muriendo, muriendo.

Fragmento de Los mares grises sueñan con mi muerte.


William Hope Hodgson
El rugir del viento jamás alcanzó el barco,
Y, sin embargo, el barco se movió.
Bajo la luna y el relámpago,
Los muertos se quejaron.

Gimieron, se agitaron, irguiéronse a una,


Sin pronunciar palabra, sin mover los párpados.
Hasta en sueños hubiera sido extraño
Contemplar aquellos muertos levantarse.

El timonel gobernaba y el barco se movía


A pesar de la ausencia de brisa.
Los hombres en sus puestos
Tensaron cabos y cuerdas,
Y alzaban sus miembros, herramientas sin vida.
Éramos una tripulación de espectros.

Fragmento de La Oda del Viejo Marinero.


Samuel Taylor Coleridge
Hay una esposa que mora en la Puerta del Norte,
Y es una mujer muy rica;
Cría una raza de hombres errantes
Y los arroja al mar.

Y algunos se ahogan en aguas profundas,


Y otros a la vista de la costa,
Y cuando la triste mujer es advertida
Envía más mar adentro.

Y algunos vuelven al caer la luz


Y otros en el sueño poco profundo,
Pues ella escucha los pasos de los fantasmas chorreantes
Que pasean por entre las vigas desnudas del techo.

Regresan al hogar desde todos los puertos,


Tanto los vivos como los muertos;
Los hijos de la buena mujer vuelven al hogar
Para ser bendecidos por ella.

Fragmento de La esposa del mar.


Rudyard Kipling
Y sólo de su vida
quedó el dibujo
hecho
por el amor
en el diente terrible
y el mar, el mar
latiendo,
igual que ayer, abriendo
su abanico de hierro,
desatando y atando
la rosa sumergida
de su espuma,
el desafío
de su vaivén eterno.

Fragmento de Diente de cachalote.


Pablo Neruda
Las aves llegaron volando, gimiendo y graznando;
oí voces en profundas cavernas,
focas ladrando y rocas que gruñían,
mientras las olas restallaban en chorros.
El invierno llegó pronto, la bruma me invadió,
al fin del mundo me encaminé;
la nieve poblaba el aire, el hielo cubría mi pelo,
las tinieblas se extendían sobre la última costa.

Aún seguía el barco a flote,


con la proa levantada sobre el oleaje.
Quieto yacía mientras me llevaba
entre mareas y corrientes enfrentadas,
sobre viejos cascarones cubiertos de gaviotas
y grandes barcos perlados de luces
que volvían a puerto, negros como cuervos,
silenciosos como la nieve, en la profundidad de la noche.

Fragmento de La caracola de mar.


J. R. R. Tolkien
Las sirenas del puerto

Sobre antiguos tejadillos y decadentes agujas


Las sirenas del puerto ululan durante toda la noche;
Voces llegadas de puertos extraños, de playas blancas y lejanas
Y fabulosos océanos, entonando juntas un coro mestizo.
Todas son desconocidas y ajenas entre sí,
Pero todas, por alguna oscura fuerza propia
De los abismos que se abren tras el curso Zodiacal,
Se funden en un mismo zumbido, misterioso y cósmico.
En los sueños tenebrosos organizan un desfile
De formas aún más tenebrosas, imágenes y visiones;
Ecos de abismos exteriores y vagos indicios
De cosas que ni ellas mismas pueden describir.
Y siempre en ese coro, entremezcladas suavemente.
Captamos notas que ningún buque terrenal podría emitir.

Hongos de Yuggoth.
H. P. Lovecraft
y la noche como un luto
absoluto
viene al par
con siniestra y honda calma
sobre su alma
y sobre el mar.

Fragmento de El gaviero
Salvador Díaz Mirón
Venía, con las velas desplegadas,
Contra el viento que soplaba
Hasta que pudimos distinguir
Los rostros de la tripulación.

Entonces cayeron los masteleros,


Y colgaron lacios sobre los obenques,
Y las velas se desprendieron
Y marcharon flotando cual nubes.

Y los mástiles, bien aparejados,


Cayeron lentamente, uno tras otro,
Y el casco se dilató y desapareció
Como la bruma marina bajo el sol.

Fragmento de The Phantom Ship.


Henry W. Longfellow
«Y tú, solitario pescador, ¿quién eres tú
que dices haber visto este terrible naufragio?
¿Cómo puedo saber que lo que afirmas es cierto
si todos los mortales fueron barridos de la cubierta?
¿Dónde estabas en esa hora de muerte?
¿Cómo sabes lo que me has relatado?»
Su respuesta apenas fue un suspiro:
«Señor, yo era el segundo oficial».

Fragmento de The Lost Steamship.


Fritz-James O’Brien
Y miramos al mar, cual si sintiéramos
que un oscuro naufragio nos convoca,
que olas de tiempo y soledad nos lanzan
contra arrecifes de tristeza, contra
mares de llanto sobre los que pasa
su helada mano un cielo sin memoria.

Fragmento de Naufragio.
Leopoldo de Luis
Nos topamos con el Holandés Errante;
Llegó al anochecer,
Y su casco ardía con las llamas del infierno,
Y sus velas eran de fuego;
Fuego en el palo mayor,
Fuego en la proa,
Fuego en las cubiertas,
Fuego en su interior.

Veinticuatro hombres muertos,


Su entera tripulación,
Y el diablo en el bauprés
Colgado cual mascarón;
Lo pasamos de costado
En la sima de una ola;
Allá se perdió el barco
Como un ardiente candil.

Fragmento de The Flying Dutchman.


Charles Godfrey Leland
Robert Barlow
(1918-1951)

H. P. Lovecraft
(1890-1937)

Robert Hayward Barlow nació en Leavenworth, Kansas, EE. UU. el 18


de mayo de 1918 y murió en México D. F., el 2 de enero de 1951. Antes de
dedicarse a la antropología, Robert Barlow estudió en el Kansas City Art
Institute y en el San Francisco Junior College. Se interesó en la literatura, y
pronto entró en contacto con H. P. Lovecraft, con quien intercambió cartas y
al que invitó varias veces a Florida, llegando a considerarse su albacea
literario. Fruto de esa amistad nació el cuento La noche del océano, que es
una colaboración entre ambos autores y uno de los escasísimos relatos
sobrenaturales que escribió a lo largo de su vida. Tras una aparatosa
irrupción en casa del difunto Lovecraft para intentar hacerse con sus
escritos, y después de una agria discusión con Derleth y Wandrei por la
posesión de éstos, Barlow perdió el interés por la literatura y viajó a
México, donde fundó dos revistas y desarrolló trabajos de antropología
hasta su muerte, acontecida en México D. F., el 2 de enero de 1951.

H. P. Lovecraft fue uno de los escritores más importantes de literatura


sobrenatural del pasado siglo y hoy está considerado, junto con Edgar Allan
Poe, como el precursor del cuento moderno de horror. Su influencia es
claramente visible no sólo en los centenares de admiradores e imitadores de
su obra, sino también en muchos otros escritores de reconocida talla en el
campo de la literatura sobrenatural. Como curiosidad señalaré que el cuento
aquí seleccionado es el último en el que Lovecraft trabajó antes de su
muerte. La noche del océano, aunque es en gran medida obra de Barlow,
posee una fuerza, un ambiente tan logrado y, a ratos, agobiante, que puede
verse claramente en él la «mano» del Maestro de Providence. Barlow hizo
el borrador principal del relato, y ambos lo desarrollaron y corrigieron
durante una de las varias visitas que Lovecraft hizo a Barlow en su
residencia al lado del mar en Florida.
LA NOCHE DEL OCÉANO
Robert Barlow y H. P. Lovecraft

No sólo fui a la Playa Ellston para disfrutar del sol y el


océano, sino también para dar descanso a mi fatigada
mente. Al no conocer a nadie en la pequeña ciudad, que
bullía de turistas en verano y estaba prácticamente
deshabitada el resto del año, no parecía muy probable que
fuera molestado. Esto me complacía, pues no deseaba más
que contemplar el batir de las olas y la gran extensión arenosa de playa que
se extendía delante de mi refugio temporal.
Había terminado mi largo trabajo veraniego antes de dejar la ciudad, y
el enorme mural se ajustaba al contexto solicitado. Me había costado la
mayor parte del año terminar la pintura y, cuando al fin di la última
pincelada sobre el lienzo, estuve dispuesto a rendirme ante la evidencia de
mi mala salud y tomarme unos días de asueto y soledad. En verdad, cuando
tan sólo llevaba una semana en la playa, apenas sí me acordaba ya de aquel
trabajo que un poco antes me había parecido de suma importancia. Se
acabaron las viejas dudas sobre las dificultades de mezclar colores y
ornamentos; se acabaron los miedos y desconfianzas sobre mis habilidades
para conciliar una imagen recién generada en mi cerebro, y conseguir, por
mis propios medios creativos, que esa idea nebulosa quedara plasmada en
un diseño adecuado. Y sin embargo, lo que más adelante me aconteció en
aquellas costas solitarias sólo pudo ser el producto de mi propia
constitución mental, tras la cual yace el miedo, la inquietud y la
desconfianza. Pues siempre he sido un buscador de imposibles, un soñador,
un creador de paisajes y fantasía; ¿y quién puede decir sin temor a
equivocarse que tal naturaleza no abre los ojos y los sentidos a mundos
inesperados y distintos cánones de existencia?
Ahora que estoy intentando narrar lo que vi, soy consciente de un
centenar de limitaciones impuestas por la cordura. Cosas contempladas con
una visión interior, como esas fantasías relampagueantes que nos llegan
mientras nos hundimos en las profundidades del sueño, resultan entonces
mucho más vívidas y llenas de significado que cuando nos acontecen en la
vida real. Introduce una pluma estilográfica dentro de un sueño y el color
surgirá de ella. La tinta con la que escribimos parecerá diluida en algo más
que la realidad, y nos daremos cuenta de que, después de todo, no podemos
delinear los abismos de la memoria. Es como si nuestro propio interior,
liberado de los lazos y la objetividad que le impone la luz del día, revelara
emociones ocultas que apenas somos capaces de reprimir cuando surgen.
En los sueños y visiones descansan las grandes creaciones del hombre, pues
en ellas no existe ninguna imposición de línea o colorido. Escenas
olvidadas y tierras más nebulosas que el dorado mundo de la niñez, brotan y
reinan en la mente dormida hasta que el amanecer las pone en fuga. De
entre todo esto podemos rescatar algo de la gloria y alegría que anhelamos:
imágenes de sospechada belleza pero nunca vistas antes, que son para
nosotros como el Grial para los sagrados espíritus del mundo medieval.
Convertir tales cosas en arte, intentar traer algún descolorido trofeo de
aquella región intangible, velada y sombría, requiere enorme destreza y
memoria. Pues, aunque los sueños están dentro de todos y cada uno de
nosotros, pocos pueden sujetar sus apolilladas alas sin desgarrarlas.
Esta narración no posee tal destreza. Si puedo, intentaré contar lo mejor
posible los elusivos acontecimientos que percibí tan vagamente como aquel
que atisba dentro de una región sin luz y sólo ve formas de movimientos
nebulosos. En el diseño de mi mural, que entonces se mostraba con muchos
otros en el edificio para el que habían sido diseñados, había intentado
bosquejar algún rasgo de aquel escurridizo mundo de sombras, y quizás lo
había conseguido con más fortuna de la que ahora tendría. El principal
motivo de mi estancia en Ellston era el de esperar las críticas sobre el
diseño, y, cuando unos días de comodidad poco corriente consiguieron
ajustar mi perspectiva, descubrí que —a pesar de los errores que el creador
artístico siempre encuentra más fácilmente— me las había arreglado para
retener en colores y líneas algunos de los fragmentos contenidos en aquel
infinito mundo de imaginación. Las dificultades del proceso, y el
consiguiente esfuerzo de todas mis facultades, habían minado mi salud,
obligándome a recluirme en la playa durante aquel periodo de espera.
Ansiaba estar completamente solo, y por ello alquilé (para gozo de su
incrédulo propietario) una pequeña casita que se alzaba a poca distancia del
centro de Ellston, el cual, a causa de lo avanzado de la estación, bullía de
una muchedumbre incolora de turistas que tenían muy poco interés para mí.
La casa, oscurecida por los vientos marinos y algo desconchada por la falta
de pintura, no se encontraba dentro de los límites del pueblo, sino que
parecía anclada a la costa, como un péndulo inmóvil enganchado al reloj
ciudadano, completamente aislada al pie de una duna arenosa cubierta de
juncos. Se agazapaba mirando al mar, como un gusano en medio de la nada;
sus negras y mudas ventanas escudriñaban una desolada extensión de cielo
y tierra, y miraban sobre un océano inconmensurable. Es posible que todo
lo dicho hasta ahora no sirva de mucho a la hora de ir encajando las piezas
de una historia que ya de por sí es lo suficientemente extraña; tan sólo
quiero hacer notar que cuando vi aquella pequeña casita tuve conciencia de
su soledad, y esto me agradó; fui plenamente sensible a su insignificancia
frente a la enormidad del mar.
Tomé posesión de la casa a finales de agosto, un día antes de lo
esperado, y me encontré con un furgón y dos empleados descargando los
muebles suministrados por el casero. Por entonces no sabía con exactitud
cuánto tiempo permanecería en la casa, y cuando se fue el camión que había
transportado los enseres ordené todo mi equipaje y cerré la puerta
(sintiéndome, después de varios meses de alquiler en un cuartucho de mala
muerte, como el propietario de una verdadera casa), dejando detrás las
dunas cubiertas de juncos y la arenosa playa. La vivienda constaba de un
solo cuarto rectangular y requería poca exploración. Dos ventanas, una a
cada lado de la entrada, dejaban pasar la luz generosamente, y algo parecido
a una puerta había sido colocado en la pared que daba al océano. La
edificación apenas tenía diez años de antigüedad, pero, debido a la distancia
que la separaba de Ellston, su alquiler se hacía muy difícil, incluso en los
meses más activos del verano. Carecía de chimenea y se encontraba
completamente deshabitada desde octubre hasta bien entrada la primavera.
Aunque distaba una milla escasa del centro de Ellston, parecía, sin
embargo, encontrarse mucho más lejos, y si se miraba en la dirección del
pueblo tan sólo se podía contemplar una extensión ondulante de arena y
juncos.
Pasé el resto de aquel día disfrutando del sol y el agua, olvidándome
temporalmente de mis pasadas inquietudes laborales. Pero aquello era una
reacción natural al agobiante trabajo que había ocupado mis hábitos y
actividades durante tanto tiempo. La pintura estaba terminada y mis
vacaciones no habían hecho más que empezar. Aquel hecho, aún no
aceptado en su totalidad, acompañó todas mis sensaciones mientras
transcurría la primera tarde desde mi llegada, trastocando incluso mis viejos
modos de actuar. Los rayos del sol se reflejaban sobre un cambiante océano
salpicado de misteriosas olas coronadas de diamantes y producían extraños
juegos de luz y sombras. Quizás las aguas capturasen las manchas sólidas
de luz que flotaban sobre la arena. Aunque el océano tenía su propio matiz,
éste era total e increíblemente dominado por aquel brillante resplandor. No
había nadie por los alrededores, así que podía disfrutar del espectáculo sin
ninguna perturbación externa. Cada uno de mis sentidos se conmovía de
forma diferente; a veces daba la sensación de que el batir del mar se hallaba
en consonancia con la pulsación de aquel brillante resplandor, como si
fueran las olas las que destellaran en lugar del sol; lo hacían con tanta
fuerza e insistencia, cada una a su aire, que el resultado final era de gran
coherencia. Curiosamente, no descubría a nadie paseando cerca de mi
pequeña morada aquella tarde, y tampoco las siguientes; aunque la
ondulante costa formaba una playa bastante mejor que la otra, situada más
al norte, donde se practicaba el surf. No podía adivinar el porqué de aquella
carencia de edificios turísticos, máxime cuando en la zona norte se
amontonaba gran cantidad de gente mirando al mar sin apenas verlo.
Estuve nadando hasta la caída del sol, y después, ya descansado, di un
paseo hasta el pueblo. La oscuridad empezaba a ensombrecer el mar cuando
me encontré bajo las desvaídas luces que alumbraban calles repletas de
personas incapaces de percibir la inmensa, tenebrosa existencia que rugía
tan cerca de ellas. Había mujeres engalanadas con joyas falsas y baratijas,
hombres aburridos que nunca más serían jóvenes; una muchedumbre de
marionetas estúpidas ancladas al borde de un océano abismal, incapaces de
ver y sentir lo que se extendía a su alrededor, en la rutilante grandeza de las
estrellas y en la infinita inmensidad de la noche del océano. Caminaba por
la orilla de aquel oscuro mar mientras volvía a mi pequeña casa, barriendo
con la luz de la linterna su superficie impenetrable y desnuda. Era una
noche sin luna y las crestas de las olas se vislumbraban claramente sobre las
inquietas aguas; sentí una emoción indescriptible surgida del estruendo de
las aguas y la percepción de mi pequeñez mientras iluminaba con el
pequeño haz de luz de la linterna una semiesfera, inmensa por sí sola,
aunque tan sólo se trataba del negro y delgado caparazón de las
profundidades terrestres. La noche se hacía más vieja y oscura, y mucho
más allá unos barcos, invisibles para mí, navegaban solitarios, produciendo
unos murmullos agitados y lejanos.
Cuando llegué a casa me di cuenta de que no me había cruzado con
nadie desde que salí del pueblo, a una milla de distancia, pero algo me decía
que durante todo el recorrido el espíritu del solitario océano me había
acompañado. Era, medité, algo que aún no se había mostrado, pero que
merodeaba silencioso más allá del nivel de mi comprensión; como los
actores que esperan tras el escenario hasta que llega su turno de actuar,
reteniendo las palabras y gestos que más tarde representarán ante nuestros
ojos. Por fin me sacudí de encima aquellas fantasías y maniobré la llave en
la cerradura de la casa, cuyas paredes desnudas daban sensación de
seguridad.
Mi morada estaba aislada del pueblo, como si un buen día hubiera
empezado a caminar rumbo al sur y luego se negara a regresar; y cuando
volvía a casa cada noche después de cenar no se llegaban a escuchar los
sonidos del pueblo. Por lo general me demoraba poco en las calles de
Ellston, y algunas veces tan sólo me acercaba hasta allí para dar un pequeño
paseo. En la villa había una gran cantidad de tiendas de curiosidades y
recuerdos, y esos típicos teatros con fachadas falsamente elegantes que
tanto abundan en las poblaciones veraniegas, pero jamás me sentí atraído
por todo esto; lo único que me interesaba del lugar eran los restaurantes. Es
increíble la cantidad de cosas inútiles que hace la gente.
El tiempo fue soleado los primeros días de mi estancia. Me levantaba
temprano y observaba un cielo neblinoso con promesas de sol; promesas
que siempre se hacían realidad. Aquellos amaneceres eran frescos y de un
color deslucido en comparación con el uniforme resplandor del día. La
brillante luz, tan patente el primer día, hizo de los demás una concatenación
de páginas amarillas en el libro del tiempo. Me di cuenta de que a muchos
de los veraneantes no les gustaba el sol; yo, en cambio, lo anhelo. Tras unos
meses grises y fatigosos, la tranquilidad inducida por la existencia física en
una región gobernada por cosas sencillas —el viento, la luz, el agua— tuvo
un efecto positivo en mí, y como estaba ansioso por continuar con aquel
proceso curativo, pasaba casi todo el tiempo fuera de la casa, bajo la luz del
sol. Aquello me llevó a un estado de ánimo tranquilo y relajado, y me
transmitió una sensación de seguridad ante la oscuridad de la noche. Las
tinieblas significaban muerte, la luz vitalidad. A lo largo de millones de
años, cuando el hombre se hallaba más próximo del océano materno,
cuando las criaturas de las que procedemos yacían lánguidas en las soleadas
y poco profundas aguas… Todavía anhelamos las primeras sustancias que
nos cobijaron antes de aventurarnos al mundo exterior, antes de tener que
procurarnos nuestra propia seguridad con paso vacilante, como la cría del
mamífero que aún no se atreve a caminar sobre la tierra pantanosa.
La monotonía de las olas me relajaba, mi única ocupación era observar
el devenir de las aguas. Se producían continuos cambios en la textura del
océano: los matices y colores de su superficie cambiaban con la misma
facilidad con la que varía la expresión de un rostro; y yo era capaz de
percibirlo con sentidos que parecían casi ajenos a la existencia humana.
Cuando el mar está encrespado, trayendo a nuestras mentes imágenes de
lejanos barcos debatiéndose entre las olas, nuestros corazones ansían en
silencio la desvanecida línea del horizonte. Cuando está tranquilo,
sosegado, nosotros también lo estamos. Aunque estemos acostumbrados a
él desde tiempos primordiales siempre oculta un halo de misterio, como si
algo, demasiado vasto para guardar una forma, estuviera acechando en ese
universo del que el mar es la puerta. En las mañanas, el océano, brillando
con reflejos de blancas brumas y diamantinos vapores, tiene la mirada de
alguien que reflexiona sobre cosas extrañas; su complicada textura, a través
de la cual cientos de peces se zambullen, parece ocultar una enorme,
perezosa entidad que un día logrará salir de entre las aguas inmemoriales y
blancuzcas para caminar sobre la tierra.
Pasé muchos días de felicidad, contento de haber elegido aquella
solitaria casita que se acurrucaba, como una bestia acechadora, sobre la
arenosa extensión de dunas. En medio de aquella placentera tranquilidad, de
aquella vida tan idílica, acostumbraba a dar largos paseos por la línea de la
costa (donde rompían las olas, formando curvas irregulares de evanescente
espuma); a veces encontraba pequeños fragmentos de cosas y objetos
traídos por las cambiantes mareas. Había un número increíble de restos
depositados sobre la ondulante playa que se extendía ante mi residencia
veraniega; deduje que, probablemente, provenían de los canales de desagüe
que tenían su origen en la ciudad y desembocaban en aquel punto. A todas
horas mis bolsillos —cuando los llevaba— estaban llenos de baratijas que
desechaba a las pocas horas de haberlas recogido, sorprendido por haber
sido capaz de conservarlas durante tanto tiempo. Un día, sin embargo,
encontré un pequeño hueso que debió pertenecer a algún pez misterioso; me
lo guardé, junto con un objeto alargado de metal cuyo diseño, esculpido con
gran minuciosidad, era de lo más insólito. Representaba una figura
pisciforme sobre un fondo de algas marinas, y no se atenía a las normas
estilísticas geométricas tan en boga hoy en día; aunque se encontraba muy
deteriorado por el batir de las olas, aún podía reconocerse claramente.
Jamás había visto nada parecido, aunque imaginé que se trataba de la
representación artística de un estilo ya pasado de moda, que se había
desarrollado en Ellston tiempo atrás.
A la semana de mi estancia en la playa el tiempo empezó a cambiar
gradualmente. La atmósfera fue oscureciéndose poco a poco, hasta que, por
fin, los días se convirtieron en una mera sucesión de horas indistintas desde
la mañana a la tarde. Esta sensación se fue incrementando, más a causa de
una serie de impresiones mentales que por lo que presenciaban mis sentidos
físicos, pues la pequeña casa se alzaba solitaria bajo los grises cielos, batida
por los vientos salitrosos procedentes del océano. El sol se hallaba oculto
por densos velos de nubes: extensiones impenetrables de brumas grises;
aunque el astro, allá arriba, brillase con la misma fuerza de los primeros
días, era incapaz de traspasar la gruesa cortina. La playa, durante largos
periodos de tiempo, se vio prisionera bajo una bóveda descolorida, como si
un pedazo de noche se demorase en ella.
Mientras el viento ganaba fuerza y el océano se agitaba en ondulantes
remolinos producidos por el golpear vagabundo de las olas, me di cuenta de
que el agua se iba enfriando y de que ya no podía pasar tanto tiempo en
ella; de esta manera, adquirí el hábito de dar largos paseos, que —cuando
no podía nadar— reemplazaban el ejercicio físico que con tanto ahínco
había buscado. En estos paseos por las arenas costeras llegué bastante más
lejos que en los anteriores y, como la playa se extendía durante kilómetros y
más kilómetros hacia el sur de la bulliciosa ciudad, muchas veces, al caer la
tarde, me sorprendía totalmente solo en medio de una inmensa región de
arena infinita. Cuando esto ocurría, retornaba cansinamente por la orilla,
siguiendo el susurrante borde del mar para no perderme tierra adentro. A
veces, sobretodo si empezaba a pasear a horas muy tardías (lo cual era
bastante frecuente), solía encontrar de nuevo la casa, que parecía la
avanzadilla de la ciudad, por simple y puro instinto. Insegura bajo los
ventosos acantilados, como una negra mancha entre los mórbidos
resplandores del crepúsculo oceánico, parecía aún más solitaria que bajo la
luz diáfana del sol; cuando la veía me daba la sensación de que esperaba
impaciente a que yo me decidiera a hacer algo. Ya he dicho que el lugar
estaba totalmente aislado, cosa que, al principio, me complació, pero en
aquellos momentos en los que el sol comienza a declinar, como hirviendo
de sangre, y la oscuridad se arrastra avanzando pesadamente, alargando las
sombras, notaba una especie de vaga inquietud: un espíritu, una sombra, un
presagio que nacía del ulular del viento, de la contemplación del inmenso
horizonte y de aquel mar que arrojaba tenebrosas olas sobre una playa que
se hacía más y más extraña. En aquellos momentos sentía una inquietud
indefinible, aunque, debido a mi solitaria naturaleza, estaba acostumbrado
al silencio y a la voz primordial de lo salvaje. Aquellos temores, que
entonces no podía concretar, apenas me afectaron en un principio; incluso
ahora creo que fue la inmensa soledad del mar la que se hizo dueña de mis
sentidos, una soledad fortalecida gracias a unas sutiles insinuaciones que
traspasaron mi psique, ya de por sí bastante predispuesta a tales
manifestaciones.
Las calles bulliciosas y amarillentas del pueblo, con su curiosa e irreal
actividad, se encontraban lejos, y cuando me desplazaba allí a cenar
(desconfiando de mis habilidades culinarias), solía embargarme un deseo
irracional por volver a casa antes de que la oscuridad se adueñase por
completo de la playa; aún así, muchas veces me demoraba en el pueblo
hasta las diez.
Es posible que piensen que semejante acción está totalmente fuera de
lugar, que si en verdad temiera tanto la oscuridad la habría evitado. Pueden
preguntarse por qué no abandoné aquel lugar cuya soledad estaba
empezando a deprimirme. No sé qué contestar; tal vez el cansancio, la
extraña sensación que a veces se apoderaba de mí, era producida por ciertos
matices apenas discernibles y que residían en el oscurecimiento del sol, en
las ráfagas de un viento cambiante, en la enormidad de un mar siniestro que
se agazapaba como una masa informe tan cerca de mí; era algo que, en
cierta manera, emanaba de mi propio corazón, algo elusivo, algo que me
sentía incapaz de definir. Durante los siguientes días, rebosantes de una luz
diamantina, con las juguetonas olas festoneadas de espuma rompiendo en la
costa soleada, el recuerdo de aquellas tenebrosas inquietudes quedaba como
algo lejano, aunque, al cabo de una o dos horas, siempre retornaba esa
extraña sensación de desasosiego, y me sumergía de nuevo en el mortecino
abismo de la desesperación.
Quizás estas sensaciones interiores eran el simple reflejo del estado del
océano, pues, aunque la mitad de lo que percibimos es interpretado por el
cerebro, muchos de nuestros sentimientos son explicados, de muy otra
manera, por medios extraños o psíquicos. El mar puede trasmitirnos sus
múltiples estados de ánimo, mostrándose por medio del sutil indicio de una
sombra o el destello de la luz sobre las olas, sugiriéndonos de esta forma su
tristeza o alegría. El mar siempre está recordando cosas del pasado; aunque
somos incapaces de comprender, de atisbar estas memorias, sentimos su
leve roce, su presencia. Como no trabajaba, ni recibía ningún tipo de visitas,
me resultaba más fácil, quizás, percibir su mensaje críptico; un mensaje que
podría pasar desapercibido a cualquier otro. El océano, como reclamando
un pago por la cura que me proporcionaba, dominó mi vida aquel verano.
Aquel año hubo varios ahogados; cuando casualmente oía sus gritos de
agonía (tal es nuestra indiferencia ante una muerte que no nos concierne o
de la que no somos testigos directos), me daba cuenta del terror que debían
experimentar. Muchos de los ahogados —algunos de ellos nadadores
expertos— no fueron encontrados hasta después de unos días, cuando la
impronta terrible de las profundidades se había adueñado de sus
deformados cuerpos. Era como si el mar los arrastrara a un cubil
insondable, los triturase en medio de las tinieblas y luego, cuando ya no le
eran de ninguna utilidad, los devolviese a la superficie en un estado
espantoso. Nadie parecía saber la causa de tales muertes. La frecuencia con
la que se producían hizo cundir la alarma entre los recelosos, aunque las
resacas no solían ser demasiado fuertes en Ellston y no se tenían noticias de
que hubiera tiburones merodeando en sus playas. Yo no sabía con exactitud
si los cuerpos presentaban huellas de haber sido atacados, pero el terror a
una muerte silenciosa que se cierne sobre las olas, buscando víctimas
solitarias, es algo que todo hombre conoce y teme. Tenía que haberse
encontrado pronto una razón para tales muertes, incluso aunque no hubieran
sido achacables a los tiburones. Pero los tiburones eran una mera
suposición; suposición que nunca pude confirmar. Los bañistas que
permanecieron en la playa el resto del verano prestaban más atención a las
traicioneras costas que a la existencia de algún animal marino desconocido.
El otoño, desde luego, no estaba lejos, y muchos turistas se valieron de
esta excusa para apartarse del mar, de ese mar donde los hombres eran
atrapados por la muerte, y volver a la seguridad tierra adentro, a lugares en
los que no se puede escuchar el bramido del océano. Así terminó agosto, y
ya habían pasado varios días de mi estancia en la playa.
Hacia el cuarto día del nuevo mes se produjo un amago de tormenta y,
en el sexto, mientras daba un paseo azotado sin cesar por las húmedas
ráfagas de viento, una masa informe de nubes, átona y opresiva, comenzó a
desarrollarse sobre la rizada superficie del mar. El azote del viento, que
soplaba sin rumbo fijo, confería una especie de animación, un matiz de vida
propia, a los elementos de la tormenta que estaba a punto de desatarse.
Almorcé en Ellston, y aunque los cielos eran como la tapa negra de un
frasco cerrado, me dirigí hacia el sur de la playa, lejos de la ciudad de mi
lugar de residencia. Cuando el gris universal del cielo fue hendido por una
franja púrpura que anunciaba el atardecer —y que brilló con una
luminosidad excepcional a pesar de la oscuridad reinante—, descubrí que
me hallaba a varios kilómetros de cualquier posible refugio. Esto, sin
embargo, no me preocupó en exceso, pues, a pesar de los siniestros cielos
teñidos de presagios misteriosos, me daba perfecta cuenta de que mis
sentidos adquirían una especie de agudeza, acercándome a los contornos y
significados de aquella esencia esquiva. Me vino a la mente un recuerdo
difuso, tal vez sugerido por la semejanza de aquel escenario que me rodeaba
con otro que se describía en un cuento que había leído durante mi niñez.
Aquella historia —casi olvidada en las esquinas del pasado— trataba de la
amada de un barbudo rey, dueño de un reino submarino habitado por seres
con forma de pez, que era separada de su prometido de rubios cabellos por
un ser con atributos religiosos y facciones simiescas. Recordé la imagen de
los acantilados submarinos bajo el cielo extraño e incoloro de aquel mundo
sumergido; y esta imagen, aunque casi ya me había olvidado de la mayor
parte del cuento, era exactamente igual a la que contemplaba en aquellos
momentos. Ambas escenas, la del relato perdida en un mar de impresiones
fugaces, mostraban cierto parecido. Tales memorias podían haber
atravesado mis recuerdos incompletos que, en un momento dado, se
hicieron visibles a mis sentidos, gracias a la contemplación de escenas cuya
importancia actual es relativamente pequeña. Muchas veces, cuando vemos
algo pasajero, un paisaje (por ejemplo), la ropa tendida al atardecer en un
recodo del camino o la solidez de un árbol añoso bajo el pálido cielo del
amanecer (las condiciones que lo rodean son más importantes que el objeto
en sí mismo), sentimos que encierran algo precioso, una dorada virtud que
intentamos capturar como sea. Aún así, es posible que si contempláramos
esa misma escena un poco más tarde, o desde otra perspectiva,
descubriéramos que ya ha perdido todo su valor y significado. Es posible
que esto sea debido a que el objeto contemplado no encierra esa cualidad
elusiva, sino que nos sugiere algo diferente que permanece oculto. La
mente, desconcertada, no es capaz de ver la causa de este repentino estado
de ánimo, sorprendiéndose al no encontrar nada interesante o llamativo en
el objeto que ha causado su excitación. Esto es lo que me sucedió cuando
contemplé aquellas nubes purpúreas. Me transmitían la grandeza y el
misterio de las viejas torres monacales bajo la luz del atardecer, pero su
aspecto también se asemejaba al de los acantilados del antiguo cuento de
hadas. De repente, aquella imagen perdida se abrió paso en mi imaginación,
y casi creí ver, entre el velo de espuma de las olas, que ahora parecían
envueltas en un cristal ahumado y sucio, la horrible figura del ser con cara
de mono, portando una mitra mohosa, surgiendo de aquel reino perdido en
las profundidades, cuyos cielos corresponden con la superficie del agua.
No vi a ninguna criatura saliendo de aquel reino de imaginación, pero
cuando el viento cambió de rumbo, hendiendo los cielos como un cuchillo
susurrante, descubrí en medio de la oscuridad creciente, neblinosa y
acuática, un objeto gris, posiblemente un trozo de madera a la deriva,
meciéndose impreciso en la espuma del mar. Se hallaba a considerable
distancia y desapareció con enorme rapidez; seguramente no se trataba de
un trozo de madera, como en un principio había pensado, sino de alguna
marsopa que había salido a la superficie.
Pronto me di cuenta de que me había demorado demasiado tiempo
contemplando la tormenta que se cernía, mezclando mis fantasías con su
grandeza; comenzó a caer una lluvia helada, envolviendo con su manto de
tinieblas la ya de por sí oscura playa. Me apresuré sobre la arena grisácea,
sintiendo las frías gotas sobre mi espalda; poco después, mis ropas estaban
completamente empapadas. Eché a correr, huyendo al principio de las gotas
incoloras que caían a chorros del invisible cielo, pero cuando pensé que
estaba demasiado lejos de cualquier refugio y que, hiciera lo que hiciera,
llegaría igualmente calado a casa, aminoré el paso y comencé a caminar
como si el cielo sobre mi cabeza fuera de un límpido azul. No había razón
alguna para echar a correr, aunque esta vez no me entretuve tanto como en
otras ocasiones. Las ropas, empapadas y gélidas, se pegaban a mi cuerpo y,
por culpa de la creciente oscuridad y del viento que soplaba sin descanso
desde el océano, no pude reprimir un escalofrío. Aún así, y a pesar de la
incomodidad que suponía andar bajo la lluvia interminable, percibía una
especie de agitación en las reacciones y estímulos de mi propio cuerpo, así
como en las nubes purpúreas y deshilachadas. De esta forma, con una
sensación extraña de placer bajo la lluvia (que ahora resbalaba por mi
cuerpo, colmando los zapatos y bolsillos de mis ropas), bajo aquellos cielos
desafiantes y siniestros que cubrían con un manto negro el mar eterno,
caminé sobre la grisácea extensión de arena de la Playa Ellston.
Descubrí la achaparrada casa entre la lluvia intensa y oblicua mucho
antes de lo que esperaba; los juncos de las dunas se doblaban al compás del
viento, como queriendo animarle en su lejano viaje. Los elementos
naturales, el cielo, el mar, no habían sido capaces de cambiar totalmente
aquel paisaje familiar, pero el tejado de la casita parecía combarse bajo el
ímpetu de la lluvia. Corrí hacia los inseguros escalones, penetrando en la
húmeda habitación donde, inconscientemente sorprendido por la ausencia
del viento huracanado, permanecí unos momentos en pie mientras el agua
se deslizaba por cada centímetro de mi cuerpo.
Había dos ventanas en la pared frontal de la casa, una a cada lado de la
puerta, que parpadeaban ante un mar cada vez más tenebroso por la lluvia y
por la inminente caída de la noche. Miraba a través de aquellas ventanas
mientras me ponía ropas secas y sencillas que había tomado del perchero y
de una silla abarrotada. Los muebles y el suelo estaban cubiertos de una
fina capa de arena que se había ido filtrando por las rendijas de la casa
empujada por el poderoso viento. No sabía cuánto tiempo había
permanecido vagabundeando sobre la arena mojada, ni qué hora era, pero
encontré mi reloj de pulsera tras una corta búsqueda; afortunadamente, lo
había olvidado en la casa, por lo que no se había visto afectado por la
humedad que impregnaba mis ropas. Apenas fui capaz de distinguir el
minutero en la creciente oscuridad que difuminaba todos los contornos. Mis
ojos atravesaron las tinieblas (más densas en la vivienda que en el exterior)
y descubrí que eran las 6:45 de la tarde.
La playa se hallaba totalmente desierta a mi llegada y, desde luego, no
esperaba sorprender a nadie que hubiera aprovechado semejante noche para
darse un baño. Pero cuando de nuevo miré por la ventana descubrí algo,
como una especie de sombras recortándose en las tinieblas húmedas de la
noche. Pude contar hasta tres figuras moviéndose de una forma muy
extraña, y otra, más cerca de la casa, que se parecía más a un tronco de
madera arrastrado por las olas embravecidas que a un hombre. Me asusté un
poco, pues no podía imaginarme cuál era el motivo por el que aquellas
intrépidas figuras permanecían en la playa bajo la furiosa tempestad. Me
dio por pensar que, seguramente, como había pasado conmigo, la lluvia les
había sorprendido y que, como yo, se habían dejado llevar por el placer de
jugar despreocupadamente bajo el agua. Tras breves instantes, espoleado
por un sentimiento de hospitalidad que superaba mis deseos de estar solo,
salí a la puerta (lo cual bastó para volver a calarme por completo, pues la
lluvia se precipitó con furia sobre mí) y desde la entrada les hice señas. No
sé si llegaron a percatarse de mi presencia o no entendieron lo que quise
decirles, pero el caso es que no contestaron a mis señas. Se quedaron
quietos en mitad de la noche, sorprendidos, como esperando que yo hiciese
algo. Había un no sé qué en su actitud que me traía a la mente esa sensación
críptica con la que se tintaba la casa y sus alrededores al caer el mórbido
crepúsculo. De repente se apoderó de mí un sentimiento extraño, como si de
aquellos seres que permanecían inmóviles bajo la noche tempestuosa en una
playa desierta emanase una cualidad siniestra y amenazadora. Cerré de
golpe la puerta con desazón, sintiendo un miedo angustioso que se iba
apoderando poco a poco de mí, una inquietud devoradora que nacía de entre
las sombras de mi consciencia. Poco después, al mirar de nuevo por la
ventana, tan sólo vi la noche oscura que se agazapaba como una alimaña en
el exterior. Confundido, un poco asustado —como la persona que duda al
cruzar una calle oscura a pesar de que, aparentemente, no distingue peligro
alguno—, decidí que, en realidad, no había visto nada y que la tenebrosa
atmósfera me había hecho imaginar cosas que no existían.
El aura de soledad que envolvía el lugar se incrementó aquella noche;
aunque, más allá de mi campo de visión, al norte de la playa, cientos de
casas se erguían bajo las tinieblas húmedas, con sus amarillentas luces
brillando a través de cristales empañados, como los ojos de un duende
reflejándose en las cenagosas aguas de un pantano. Yo no podía verlas, y
tampoco me atrevía a aventurarme a salir fuera en una noche semejante —
no disponía de coche, ni de ningún otro medio de abandonar la abigarrada
casita, a no ser caminando bajo la noche tenebrosa—, de forma que me
hallaba a merced de lo que pudiera pasar, totalmente solo ante el
melancólico océano que rugía, invisible, desafiante, en medio de la bruma.
La voz del mar emitía un ronco lamento, como el de un ser herido que
tratara de incorporarse.
Espanté la oscuridad que se multiplicaba a mi alrededor encendiendo
una lámpara de aceite —aún así, las tinieblas que se colaban por las
ventanas acabaron recluyéndose en los rincones, como una fiera al acecho
—, y me dispuse a preparar yo mismo la cena, ya que no tenía intención de
bajar hasta el pueblo. Tan sólo eran las nueve cuando decidí irme a la cama,
aunque me parecía mucho más tarde. La oscuridad se había adueñado de la
casa demasiado pronto, y yo no hacía más que pensar en los
acontecimientos que habían tenido lugar aquella tarde. Algo acechaba ahí
afuera, en medio de las tinieblas nocturnas, algo indefinido, impreciso, algo
me comunicaba una especie de malestar, de inquietud; era como una bestia
salvaje que esperaba cualquier movimiento del enemigo.
El viento siguió aullando durante horas mientras la lluvia batía sin cesar
las paredes desgastadas de la casita. En un momento de calma en el que
pude oír el rugido estruendoso del mar, imaginé que las amorfas y enormes
olas debían superponerse unas sobre otras bajo el aullido melancólico del
viento, arrojando sobre la playa nubes de espuma y salitre. Y aún así,
apenas perceptible entre los rugidos de la naturaleza desatada, pude
distinguir una nota discordante, un sonido seductor, tan tenebroso e incierto
como la noche. El mar siguió susurrando su estúpido monólogo y el viento
continuó refunfuñando; pero, al poco, los velos de la inconsciencia se
cerraron sobre mí y, durante un tiempo, la noche oceánica desapareció de
mi mente dormida.
La mañana trajo consigo un sol desmayado —como el que
contemplarían los hombres, si hay alguno para contarlo, cuando la Tierra
sea vieja—, un sol aún más alicaído que el difuso cielo. Un burdo reflejo de
su antiguo esplendor, Febo intentaba desgarrar las nubes inciertas y espesas
mientras me levantaba; a veces brillaba con destellos de oro en la parte
nordeste de la cabaña, otras apenas se distinguía, como si fuera un simple
globo luminoso: un increíble juguete olvidado por alguien en la bóveda
celeste. El agua caída —llovió durante toda la noche— había borrado los
últimos restos de aquellas nubes purpúreas que me habían recordado a los
acantilados de mi viejo cuento de hadas. Engañoso y turbio, aquel amanecer
era como el del día anterior, y daba la sensación de que la tormenta se había
tragado toda una jornada, apoderándose de los cielos durante una larga y
oscura tarde. Reuniendo fuerzas, el esquivo sol empleó todas sus energías
en deshacer la bruma, pudiendo atravesar al fin la sucia capa de nubes. El
día se iba tiñendo de azul y las tinieblas retrocedían, retirándose, junto con
la soledad que se había adueñado de mí, a un lugar desconocido y extraño
donde, agazapadas, pacientes, esperarían el momento adecuado para volver.
El sol brillaba ahora con su antiguo esplendor, y de nuevo las olas se
llenaron de reflejos que brillaban sobre las aguas juguetonas que habían
lamido las costas antes de que apareciera el hombre, batiendo
despreocupadas y dichosas mientras la humanidad yacía, olvidada, en el
sepulcro del tiempo. Influenciado por tales sentimientos, abrí la puerta y,
mientras las sombras retrocedían ante la luz que se colaba dentro, descubrí
que la playa estaba libre de huellas, como si nadie, excepto yo, hubiera
perturbado la suavidad de sus arenas. Con la ligereza de espíritu que suele
preceder a un periodo de depresión, sentí —gratamente complacido— cómo
mi cerebro se desprendía de las antiguas desconfianzas, sospechas y miedos
con la misma facilidad con la que el agua diluye la suciedad. En el aire
flotaba un aroma salobre a hierba mojada, como el que guardan las páginas
mohosas de un viejo libro, un olor dulce como el producido por los cálidos
rayos de sol al acariciar las praderas del interior; aquel perfume actuaba
sobre mis sentidos como un brebaje estimulante, recorría mis venas,
intentaba comunicarme algo de su propia naturaleza intangible, casi me
hacía flotar en la brisa vertiginosamente. Y por encima de todo, el sol, un
sol que acariciaba mi piel, bañando mi cuerpo con sus rayos de la misma
manera que la noche anterior lo había hecho el agua de lluvia; un sol cálido
cayendo en cascada sobre las luminosas arenas, como tratando de ocultar
aquella presencia ambiental que deambulaba más allá de mi percepción,
débilmente atisbada, apenas sentida, en los rincones más profundos de mi
consciencia y en la visión de oscuras criaturas deambulando cerca de un
océano solitario. Aquel sol, un orbe enfebrecido y aislado en el vórtice del
infinito, actuaba como un centenar de agujas que se clavaban en mi rostro.
Un cáliz burbujeante, blanco e incandescente, portador de un fuego divino e
incomprensible, creador de extraños espejismos. Parecía dibujar vastas
regiones, tranquilas, bellas e inciertas, por donde yo podría vagar si fuera lo
suficientemente hábil como para encontrar la llave que me abriera sus
puertas. Semejantes imágenes brotan de nuestra propia naturaleza interior,
pues la vida física no nos permite acceder a sus secretos, y sólo la intuición,
nuestra capacidad para interpretar estas sensaciones, puede producirnos ese
éxtasis que embota los sentidos, tantas veces negado por nuestro raciocinio.
Pero, aún así, hay veces en las que sucumbimos a su imaginería, pensando
haber encontrado al fin el negado fruto. Y de esta forma, la fresca dulzura
del aire matinal que sigue a una opresiva oscuridad nocturna (cuya
tenebrosa atmósfera había logrado asustarme más que cualquier otra
amenaza puramente física), me susurraba antiguos misterios y placeres
ocultos de los que sólo es posible disfrutar a medias. El sol, el viento, el
perfume que impregnaba todas las cosas, me hablaban de festividades
divinas, de dioses cuyos sentidos son un millón de veces superiores a los
del hombre, cuyos placeres son más sutiles y prolongados. Podría seguir
ahondando en estas sensaciones si me atreviera a sumergirme plenamente
en ellas, pero no lo hacía; el sol, un dios desnudo y celestial, desconocido,
como un resplandor que ciega nuestros ojos, parecía un objeto sagrado bajo
la percepción de mis sentidos, nuevamente despiertos. Del inmaculado astro
emergía una especie de halo ante el cual todas las criaturas deberían
arrodillarse. El ágil leopardo en la selva frondosa se detendría sorprendido
para contemplar sus ardientes rayos, y todas las cosas que se alimentan de
su energía estarían sintiendo su mensaje en un día así. Y cuando
desaparezca de los confines del Universo, la Tierra no será más que una
negra esfera flotando en abismos sin fondo. Aquella mañana, sintiendo
bullir en mi interior el fuego de la vida, presentí en la atmósfera la llegada
de extrañas cosas que no sabría describir.
Mientras caminaba hacia el pueblo, pensando qué aspecto tendría tras
las copiosas lluvias nocturnas, descubrí, entre los amarillentos y húmedos
vapores que el sol levantaba de la tierra, un pequeño objeto parecido a una
mano que reposaba a unos pasos de donde yo me encontraba, y que era
mecido de un lado a otro por el constante devenir de las olas. El miedo y el
asco sacudieron mi mente cuando me di cuenta de que aquel objeto, con
toda seguridad, era un trozo de carne, posiblemente, como ya había
supuesto, una mano separada del resto del cuerpo. Desde luego, ningún pez
se ajustaba a sus contornos; me pareció ver unos dedos alargados y casi
descompuestos. Empujé aquella cosa repugnante con el pie, cuidándome de
tocarla lo menos posible; pero se pegó, como algo viscoso, a la suela de mi
zapato, asiéndolo con las garras de la putrefacción. Apenas conservaba una
forma precisa, pero se asemejaba bastante a lo que había imaginado en un
principio. La empujé de una patada a las complacientes olas, que la
engulleron con malsana voracidad.
Posiblemente debía haber dado cuenta de mi descubrimiento, pero su
naturaleza y procedencia eran demasiado inciertas como para emprender
una investigación. Parecía como si la hubiera mordisqueado alguna
monstruosidad marina y no creí que fuera lo suficientemente identificable
como para evidenciar su relación con algún accidente o tragedia
desconocidos. Me acordé del gran número de personas ahogadas aquel
verano; también pensé en otras cosas carentes de toda base, muchas de ellas
meras posibilidades. Fuera lo que fuese aquel resto putrefacto, un pez o
algún trozo de animal parecido a una mano humana, jamás he hablado de él
hasta ahora. Después de todo, nada hacía suponer que aquel objeto no había
sido presa de otra cosa más que de la putrefacción.
Llegué a la ciudad asqueado por el recuerdo de aquella masa repugnante
que reposaba tranquilamente sobre la aparente belleza de la playa; y sin
embargo, no era más que una pequeña prueba de la muerte que se cierne
sobre un entorno natural en el que se mezclan belleza y putrefacción. No
escuché ningún rumor en Ellston que tuviera que ver con casos recientes de
ahogados o con accidentes en alta mar, tampoco descubrí ninguna noticia en
los periódicos locales, que fue lo único que leí durante las vacaciones.
Es difícil describir el estado de ánimo en el que me vi sumido durante
los días que siguieron. Susceptible a las emociones fuertes y morbosas, a la
angustia producida por una sucesión de hechos extraordinarios, que brotaba
de los rincones de mi cerebro, me vi envuelto en una especie de sensación
abrumadora, más cercana al asco y la repulsión por la horrible y escondida
suciedad de la vida que a un temor real o a la propia desesperación; en
parte, esta actitud se había desarrollado por causa de mi extrema
sensibilidad, y en parte por la visión de aquel putrefacto objeto que antaño
había sido una mano. En aquellos días, en mi mente se mezclaban un
revoltijo de acantilados tenebrosos y figuras inquietas, como las que
recordaba de mi cuento de hadas. Sentía, dejándome vencer por la
desesperación, la gigantesca oscuridad de este universo abrumador para el
cual mis días, y los días de los de mi raza, no significaban absolutamente
nada; un universo en el que toda acción es vana, donde incluso el dolor es
algo insignificante. Las horas dedicadas a la recuperación de mi salud,
tranquilidad y armonía mental, se tornaban ahora (como si aquellos días de
la primera semana estuvieran definitivamente olvidados) en pasiva
indolencia, como la que adoptaría un hombre al que no le importase vivir.
Un miedo letárgico y lastimoso se había apoderado de mí, sentía que algo
ineludible iba a suceder, me espantaba el odio con el que brillaban las
gélidas estrellas, la voracidad con la que rompían las enormes olas, como si
quisieran engullir mis huesos: la venganza, la indiferencia, la abrumadora
majestad de la noche del océano.
Algo de aquella oscuridad, de aquella inquietud del mar, se había
encapsulado en mi corazón, y vivía sumido en una angustia irracional, que
se acrecentaba por lo ignoto de su origen, por la extraña, inmotivada
cualidad de su vampírica existencia. Ante mis ojos se extendían las nubes
púrpuras y quiméricas, aquel extraño objeto plateado, la espuma del mar, la
soledad lóbrega de mi cabaña, la hipocresía, la vanidad del pueblo
veraniego. No volví a pisar sus calles, aquel estilo de vida me parecía una
parodia. Estaba solo, con mi alma, ante el mar tenebroso, un mar cuyo odio
parecía acrecentarse día a día. Y por encima de todas las cosas, malévolo e
inmundo, un ser de rasgos apenas humanos que se erguía y acechaba, como
esperando.
Este bosquejo del ambiente en el que me hallaba sumergido nunca
podrá definir totalmente el verdadero horror de toda aquella soledad, una
soledad que se había aposentado profundamente en mi corazón y que me
insinuaba cosas terribles y desconocidas, deslizándose cada vez más cerca
de mí. No me estaba volviendo loco; sencillamente era capaz de percibir
con claridad las tinieblas que se extendían más allá de esta frágil existencia
iluminada por un sol pasajero, tan insignificante como nosotros mismos;
una sensación que pocos llegan a experimentar pero que, si lo hacen,
impregnará sus vidas para siempre; un conocimiento que cambia con el
tiempo, como yo mismo, que lucho con todas las fuerzas de mi alma, aún
cuando sé que nunca podré entender este universo hostil, que jamás lograré
retener ni un solo segundo de la vida que me queda. Me inundaba el miedo
a un destino incierto, a lo que me encontraría al morir; estaba poseído por
un horror indescriptible, pero era incapaz de abandonar el lugar que me lo
producía; esperaba pacientemente mientras aquel miedo que me consumía
se iba extendiendo por las inmensas regiones que se abren más allá de la
consciencia.
Y de esa manera llegó el otoño, y el mar seguía arrebatándome la
perdida serenidad con la que me había obsequiado en un principio. El otoño
se adueña de la playa con melancolía: no hay hojas pardas cayendo ni
ningún signo propio de la estación. Sólo el mar, un mar gélido e inmutable.
Las aguas aún no se habían enfriado demasiado, pero ya no tenía ganas de
bañarme; la cúpula celeste se hizo más oscura, como si un enorme manto de
nieve estuviera a punto de caer sobre las ígneas olas. Y yo pensaba que
cuando aquello sucediese, la nieve ya no dejaría de caer nunca, y seguiría,
seguiría por siempre, velando un sol blanco, luego amarillo y rojo al fin,
hasta que aquel último, diminuto rubí desapareciera por completo en la
futilidad de la noche eterna. Las antaño acogedoras aguas me susurraban
cosas sin sentido, acechándome; no podría afirmar si mi estado de ánimo
era el causante de aquellas sensaciones, o si tan sólo se trataba de un fiel
reflejo de la atmósfera tenebrosa que me rodeaba. Sobre mí, sobre la playa,
había caído una sombra, como si un pájaro —un pájaro de mirada
penetrante— volase invisible por encima de nosotros.
A finales de septiembre cerraron los establecimientos hoteleros del
pueblo, esos antros fríos, donde unos seres acobardados, hipócritas
marionetas, acababan de representar sus vacaciones estivales. Los títeres
fueron empujados a otros lugares, mientras sus rostros dibujaban una
sonrisa forzada o un gesto adusto; apenas quedaron un centenar de personas
en la villa. Las casas chillonas de estuco que bordeaban la costa se alzaron
solitarias contra el viento una vez más. Según avanzaba el mes, crecía en mi
interior la certeza de que algo iba a suceder: una tragedia oscura de la que
aún no se sabía el final. De cualquier manera, deseaba que aquello acabara
cuanto antes, pues ya no podía continuar con esa sensación de angustia
contenida, con aquel sentimiento de que algo monstruoso pululaba entre los
recovecos del escenario enorme en el que me encontraba; con más
inquietud que miedo aguardaba el día, que no parecía ya muy lejano, en el
que todo saldría a la luz. Finalmente aconteció a finales de septiembre, no
sé con exactitud si el 22 o el 23 de dicho mes. Semejantes detalles quedaron
sobrepasados ante la sucesión de acontecimientos que se desarrollaron;
unos acontecimientos que insinuaban (y sólo insinuaban) unas
implicaciones nada comunes a la vida cotidiana. La angustia invadió mi
espíritu e inmediatamente supe que algo iba a suceder. Durante todo aquel
día aguardé pacientemente la llegada de la noche, con tanta ansiedad que el
crepúsculo pareció desvanecerse en un revoltijo de colores cambiantes
sobre las inquietas aguas.
Ya había pasado mucho tiempo desde que la espantosa tormenta arrojara
una sombra sobre la playa y había decidido, después de algunas dudas,
abandonar Ellston antes de que la atmósfera se enfriara demasiado,
convencido de que no iba a conseguir recuperar mi anterior tranquilidad.
Fijé la fecha de mi partida nada más recibir un telegrama (que había estado
retenido dos días en las oficinas de la Western Union) en el cual se me
comunicaba que mi diseño había sido aceptado. Esta noticia, que a
principios de año me habría causado un gran impacto, no hizo más que
aligerar un poco mi apatía. Se me antojaba ridícula en medio del ambiente
irreal en el que me encontraba sumido; era como si el telegrama estuviera
dirigido a otra persona a la cual ya no conocía, como si yo lo hubiera
recibido por error. Aunque aquél no fue el único motivo, sí consiguió que
me reafirmara en mis planes de dejar definitivamente la cabaña de la playa.
Tan sólo faltaban cuatro noches para mi partida cuando tuvo lugar el
desenlace que tanto había esperado, un desenlace que, en el fondo, no
estuvo acompañado de una amenaza real, sino de una serie de
acontecimientos que bien podrían explicarse como un producto de aquel
tenebroso escenario. La noche había caído sobre Ellston y, en el fregadero,
un montón de platos sucios daban testimonio de mi reciente cena y de las
pocas ganas que tenía de trabajar. La playa se iba ensombreciendo poco a
poco cuando me senté ante la ventana que daba al mar con un cigarrillo en
los labios; un manto de negrura se extendía gradualmente por el cielo,
logrando resaltar aún más una luna colgante y monstruosamente alta. El
mar apacible rompía sobre la reluciente arena; la ausencia exterior de
árboles, figuras o seres vivos, y la magnitud de aquella luna orgullosa,
hicieron que me diera cuenta de la vastedad que me rodeaba. Sólo unas
cuantas estrellas diminutas brillaban en el cielo nocturno, acrecentando la
grandeza de la órbita lunar y la magnitud de las inquietas, ondulantes aguas.
Permanecí en el interior de la casa, sin ganas de salir a dar un paseo en
noche tan informe, escuchando extraños secretos de un increíble saber.
Como brotando de un viento invisible, sentía el soplo de una vida palpitante
y extraña: la personificación de todo lo que había preconcebido, de todas
mis suposiciones, pululando por los abismos del cielo o debajo de las
mudas olas. En aquel lugar mis sensaciones adoptaban una cualidad de
sueño, horrible, antiguo, difícil de definir; como alguien que está cerca de
una persona dormida a la que no quiere despertar, me asomé a la ventana,
sosteniendo entre los dedos el cigarrillo a medio consumir, y contemplé la
luna que se erguía en el cielo.
Poco a poco la atmósfera fue iluminándose con la luz del astro plateado,
y cada vez me sentía más angustiado ante la espera de algo que, estaba
seguro, iba a acontecer. Las sombras se replegaban sobre la playa, y me di
cuenta de que todos mis sentidos estarían atentos a ellas cuando ese algo se
hiciera visible. Aún quedaban zonas cubiertas de sombras negras y
tenebrosas; masas de oscuridad reptando bajo los rayos brillantes y crueles.
La infinita belleza de la luna —que ahora se me antojaba un planeta muerto
y tan frío como las sepulturas inhumanas que salpican su superficie entre un
caos de ruina y destrucción debidas a la sucesión de polvorientos siglos
inmensamente más antiguos que la era de los hombres— y la infinita
belleza del mar, que se agitaba con los recuerdos de una vida más antigua,
se mostraron ante mí con una claridad terrible. Me incorporé y cerré la
ventana, intentando callar momentáneamente el flujo imparable que
adoptaban mis pensamientos. Ningún sonido me llegó mientras estuve con
las contraventanas cerradas. Los minutos y las horas se diluían en un todo.
Aguardaba, con el corazón en vilo, ante el escenario inmutable que se
extendía delante de mí, a que aquello, fuese lo que fuese, hiciera acto de
presencia. Había puesto una lamparita sobre un baúl, en el lado oeste de la
casa, pero la luz de la luna era más potente y sus rayos azulados invadían
los rincones que la lámpara no alcanzaba a iluminar. El vetusto resplandor
del silencioso astro se desparramaba sobre la playa de la misma manera que
lo había venido haciendo desde hace incontables evos; y yo esperaba, con
creciente inquietud, el desenlace de los acontecimientos, temeroso ante su
final incierto.
En el exterior de la pequeña casa, una luminosidad blanca dibujaba
seres vagos, sombras irreales que parecían querer burlarse de mí, y unas
voces apenas audibles se mofaban de mi atenta vigilia. Pasaron
interminables minutos de espera, como si el péndulo del Tiempo se hubiera
detenido. Y continuaba sin mostrarse nada extraño; las sombras acotadas
por la luz de la luna eran poco densas y apenas podían esconder nada a mis
ojos. La noche seguía enmudecida —así lo intuía al menos, ya que las
ventanas continuaban cerradas— y un manto de estrellas colgaba espectral
del ominoso cielo. Ninguna señal, ningún sonido, podía explicar mi estado
de ánimo, el terror que mi cerebro atormentado sentía dentro de un cuerpo
incapaz de romper el silencio, a pesar de toda su angustia. Como si
aguardara a la muerte misma, seguro de que nada ahuyentaría el peligro
interior que encaraba, me estremecí de los pies a la cabeza con el cigarrillo
olvidado aún entre los dedos. Un mundo silencioso se extendía al otro lado
de las sucias ventanas, y en una esquina de la habitación un par de viejos
remos, que ya estaban allí antes de mi llegada, eran testigos mudos de mi
vigilia. La lámpara continuaba ardiendo, desparramando una luz tenue y
enfermiza. De vez en cuando, para distraerme, me quedaba contemplándola
mientras veía cientos de burbujas apareciendo y desapareciendo dentro del
depósito de petróleo. De repente, la mecha dejó de arder. Y estuve
completamente seguro de que la noche, ahí afuera, no era ni cálida ni fría,
sino extrañamente neutra, como si todas las fuerzas de la física estuvieran
suspendidas, como si las leyes de la existencia vulgar se hubieran
desintegrado.
Y entonces, con un chapoteo sordo y aterrador, un ser marino emergió
un poco más allá de la línea de las olas. Su forma era parecida a la de un
perro, pero también podría haberse tratado de una figura humana o de la de
algo mucho más extraño. Daba la sensación de que no había reparado en mí
—o de que no le importaba mi presencia—; nadó como un pez bajo la luz
de las estrellas hasta sumergirse de nuevo dentro del agua. Al rato volvió a
aparecer y, al encontrarse más cerca, descubrí que llevaba algo sobre los
hombros. También llegué a convencerme de que no podía tratarse de un
simple animal, sino, más bien, de alguna especie de criatura humana.
Aunque nadaba con una agilidad inconcebible.
Mientras observaba aquella escena, petrificado y lleno de espanto, con
la disposición del que espera la muerte y no puede hacer nada por evitarla,
la criatura marina se acercó a la costa; pero aún se encontraba muy lejos
hacia el sur como para poder distinguir con claridad sus facciones.
Caminaba encorvado, envuelto en jirones de niebla que salían de su cuerpo,
y pronto desapareció entre las dunas de la playa.
Me invadió una oleada de terror. Temblaba como una rama sacudida por
el viento, aunque la atmósfera de la habitación, cuyas ventanas ya no me
atrevía a abrir, era sofocante. Pensé en el espanto que sentiría si algo se
colase a través de las ventanas desde el exterior.
Ya no podía ver a aquella criatura acuática y empecé a pensar que
deambulaba por los alrededores, o que me espiaba desde una de las
ventanas. Mi mirada angustiada se paseó por todas las cristaleras, esperando
tropezarme en cualquier momento con los ojos espantosos de aquella
criatura desconocida. Pero aunque pasé horas y horas de vigilia, no volví a
ver a nadie vagabundeando por la playa.
De este modo fue transcurriendo la noche, y con ella la posibilidad de
que aquel extraño ser —surgido del mar como el brebaje maligno que brota
del caldero del mago— hubiese vagabundeado realmente por los
alrededores de la playa tras haber salido de las aguas con aquel extraño
bulto a la espalda. Como las estrellas que prometen la visión de recuerdos
terribles y gloriosos, incitándonos a adorarlas para luego rebelarnos sus
secretos, había estado terriblemente cerca de los antiguos misterios que
rondan la mente humana, acechando cautelosamente al borde de lo
desconocido. Pero al final no descubrí nada concreto. Tan sólo había podido
contemplar una esquiva imagen de aquel ser furtivo (confundido entre los
pliegues de la ignorancia). Era incapaz de imaginar el poder tan grande que
se había mostrado a escasa distancia de donde yo me encontraba, la fuerza
sobrenatural de aquella brumosa figura, de aquel nadador furtivo y solitario.
No soy capaz de concebir lo que habría sucedido si el brebaje hubiera
terminado rebasando los bordes del caldero mágico, derramándose en una
cascada de revelaciones. La noche del océano retuvo el nivel del recipiente.
Es lo único que puedo decir.
Aún ahora desconozco por qué me fascina tanto el mar. Pero tal vez
nadie puede explicar los hechos; se oponen por naturaleza a cualquier
interpretación. Existen hombres, hombres inteligentes, que aborrecen el
mar, esas olas ondulantes rompiendo sobre playas de arenas amarillas; y
aseguran que los que nos sentimos atraídos por los misterios de sus
profundidades somos gentes extrañas. Pero aún así, siento una obsesión
inexplicable por los secretos del océano. En la melancolía de la espuma
teñida de plata por los rayos de la luna; en las olas sombrías, silenciosas,
eternas, que rompen sobre las arenas vírgenes; en toda esa soledad tan sólo
quebrada por la aparición de existencias desconocidas que afloran de unos
abismos tenebrosos. Y cuando observo las olas terribles que arremeten una
y otra vez con fuerza incansable, siento una fascinación cercana al miedo, y
me rindo a los encantos de su grandeza antes que al odio por sus aguas
inquietas y su belleza arrebatadora.
Vasto y desolado es el océano, y se ha dicho que todas las cosas que
antaño salieron de sus profundidades volverán un día a su seno. Nadie
caminará por la superficie de la tierra cuando transcurran los ciclos del
Tiempo; sólo las aguas eternas continuarán agitándose bajo la noche.
Seguirán desparramando nubes de espuma sobre playas tenebrosas, y nadie
observará, en ese mundo frío y muerto, la luz enfebrecida de la luna
iluminando unas costas ondulantes cubiertas de fina arena. En la orilla, la
espuma de las olas acariciará los huesos de unos seres extintos que un día
poblaron sus aguas. Caparazones petrificados y silenciosos golpeados sin
descanso por el devenir de las olas: su precaria vida hace tiempo extinguida.
Todo estará en tinieblas entonces, incluso la blanca luna dejará de enviar
sus rayos sobre la superficie del mar. No existirá nada, ni dentro ni fuera de
las tenebrosas aguas. Y en ese último estadio, cuando todas las cosas hayan
desaparecido finalmente, el mar seguirá batiéndose y agitándose bajo la
negra noche.
James Hanley
(1901-1985)

James Hanley es un escritor muy poco conocido en nuestros días, el


típico ejemplo de un autor que ha pasado casi desapercibido y que aún está
por descubrir. De antepasados irlandeses, aunque nacido en Liverpool, vivió
durante muchos años en el norte de Gales, llegando a considerarse a sí
mismo un nativo galés. Pasó la mayor parte de su juventud a bordo de
varios navíos mercantes e intervino en la última etapa de la Primera Guerra
Mundial. Su vida de marinero fue el germen de muchos de sus cuentos y
novelas posteriores que vieron la luz a partir de 1930, cuando se hizo
escritor. Produjo cerca de cincuenta libros, sobre todo novelas y antologías
de cuentos, los cuales llevan largo tiempo sin ser reeditados. Aunque
recibió elogios y críticas muy favorables durante su vida de escritor, por
alguna razón jamás alcanzó el éxito de público ni el reconocimiento
académico para que su obra fuera recordada. Entre sus numerosos libros
podemos citar: Drift (1930), Men in Darkness (1931), Hollow Sea (1938),
The Ocean (1941), Collected Stories (1953) y Dream Journey (1976). El
cuento aquí seleccionado, Niebla, destaca por su simpleza en la narración
de una atmósfera agobiante, y en la descripción de los miedos de un hombre
que se siente solo y abandonado en medio de una bruma demasiado espesa
y fantasmagórica.
NIEBLA
James Hanley

—Tres cuartas al este —dijo, y luego se fue, nadie sabe


dónde. Bien podría haber ido caminando por el costado del
barco, o haber subido al cielo, o caído a los infiernos.
Simplemente desapareció tras decir: «Tres cuartas al este».
Era imposible verle. En realidad, no podías ver ni tu propia
mano. Se trataba de una niebla extrañamente espesa. El que
hablaba se quedó en silencio de repente. Al igual que el capitán, se había
vuelto completamente invisible.
Llamó:
—Stevenson. ¿Estás ahí, Stevenson? Yo… ¡Maldita sea! —dijo—.
Seguro que he estado todo el rato hablando conmigo mismo. ¡Caramba!
Esta niebla es de lo más rara, si alguien me lo pregunta. Pero, ¿dónde
diablos habrá ido el viejo?
El hombre se desplazó uno o dos metros, escuchando con atención por
si captaba el menor sonido humano. De repente se sentía solo, muy solo. Se
había alejado del castillo de proa para adentrarse en un vasto mundo blanco,
un espeso mundo blanco. Pero podía oír aquella condenada sirena chillando
una y otra vez, sí, y también podía oír los motores. Pero, ¡al diablo con
todo! ¿Cómo era posible que el viejo les hubiese metido en todo aquello?
—Ay —pensó—, es muy divertido. Creía que él nos mantendría bien
alejados de algo así. Sentía un horror tan infernal… Y tampoco podías
echárselo en cara. ¿Acaso hay algo peor que una niebla densa en el mar?
Cualquier clase de niebla, gris, blanca o, incluso, de color pizarra. Ya
llevo cinco minutos aquí afuera, en la cubierta. Por lo menos. Creo que sólo
he dicho y oído cuatro palabras desde que dejé el castillo de proa: «Tres
cuartas al este». Bueno, seguro que se trataba del viejo. Pero acaba de
esfumarse en el éter. Supongo que estará en la cabina de mando, o en su
camarote. Se tira la mayor parte de la noche anclado al puente. Incluso los
patrones tienen que descansar de vez en cuando, como el resto de los
hombres.
El que hablaba empezó a palmear el aire con las manos, tanteando
mientras andaba; sus pies pronto tropezaron con la escotilla de cubierta.
—Gracias a Dios —se dijo a sí mismo mientras extendía las manos y
tanteaba la escotilla. Luego se sentó. Permaneció en el más absoluto
silencio, escuchando. Sí, la vieja sirena aún seguía con su lamento de
advertencia, y el resoplar de los anticuados motores resultaba sencillamente
enloquecedor. Apenas podías ver tu propia nariz.
—Me pregunto cuándo saldremos de todo esto —se dijo a sí mismo,
luego volvió al mismo estado de ánimo contemplativo. A dos días… Ni tan
siquiera eso. A un día de casa, tras un largo viaje de diez meses, y aquí
estaban, atrapados en medio de una niebla ridícula y enloquecedora. Pero lo
que más le preocupaba era el hecho de que Stevenson había estado muy
cerca de él.
—Bueno, habrá ido a popa a echar la sonda de nuevo —se dijo.
Pero también él parecía haberse desvanecido en el aire.
Empezó a darse palmadas en las rodillas. Sí, seguro que estaba allí. El
hombre rió. Qué niebla tan extraña. Resultaba tan siniestra y
fantasmagórica.
Unas voces súbitas comenzaron a llegar desde varias partes del barco.
Se sacudió como un perro, poniéndose en pie, y exclamó:
—¿Todos bien a bordo? ¿Todos aquí?
Y otra vez aguzó el oído y se puso a escuchar.
—¡El Diablo se los lleve! Creo que debo haber estado caminando en
sueños —dijo—. Me parece que me voy a acercar hasta la popa para ver
qué está haciendo el maldito intendente. A lo mejor ha encontrado un barril
lleno de botellas y está entretenido con ellas. Bueno, vamos para allá —y
empezó a caminar muy despacio, tanteando el aire con ambas manos
extendidas, como si fueran dos grandes tentáculos, murmurando para sí
mismo—. No me explico cómo es posible que el patrón nos haya metido en
esta endiablada niebla. Casi se puede cortar con un cuchillo —y siguió
avanzando muy despacio.
Llegó al pasadizo del puente. Sí, la niebla también flotaba allí. Pero
podía oír el resoplar de los viejos motores. Suspiró aliviado. Ahora había
algo alentador en aquel sonido. Guardaba una especie de calidez; sugería
seguridad, movimiento, proximidad al hogar. O al menos eso era lo que él
esperaba.
—«Tres cuartas al este» —repitió—. Bueno.
Siguió avanzando.
El silencio empezaba a pesar sobre él. Gritó con todas sus fuerzas:
—¡Eh! ¿dónde está todo el mundo? ¿Dónde están todos? —empezó a
sentir escalofríos—. Vaya, ¡debo estar maldito! —dijo, y estalló en un
ataque de risa, pero de alguna manera la niebla parecía ahogar sus
carcajadas y el sonido apenas le salía de la garganta.
De repente se puso a correr y fue a caer de golpe sobre un ventilador. Se
paró en seco, limpiándose la sangre del rostro. Sí, sería mejor no echar a
correr de nuevo. Era como buscarse nuevos problemas. La niebla. Un
manto blanco y espeso. Se inclinó sobre el montante. A lo mejor se sentía
un poco mal después de aquel golpe. Pero…
—¿Qué es esto? —exclamó—. La sirena del barco ha dejado de sonar.
Bueno, las cosas se estaban poniendo serias. Volvió a gritar:
—¡Eh! ¡Eh! ¿Es que estáis todos dormidos, muertos o qué? Que alguien
diga algo. ¿No me oís? ¡Escuchad! Estoy gritando. Con todas mis fuerzas.
La respuesta llegó, pero ya la había oído antes. Tan sólo se trataba del
monótono bufar de las máquinas.
—Por todos los demonios, tengo que hacer algo. Debo sentarme,
tranquilizarme y pensar un poco. Estoy asustado. Algo extraño ha sucedido.
»Veamos. Estaba en la litera, durmiendo, y entonces me desperté y salí
afuera y me puse a caminar por la cubierta, sí, y luego oí la voz del viejo
que decía: “Tres cuartas al este”. Eso es. Ahora lo recuerdo. Después me
senté sobre la escotilla. Empecé a hablar con mi camarada Stevenson, que
me dijo que se iba a la popa para ver lo que estaba haciendo aquel
condenado intendente, y me dio una palmada. Lo recuerdo ahora. No volvió
a contestarme. Estuve hablando conmigo mismo. Eso es. Hablando
conmigo mismo… ¡Vaya! Una puerta.
El hombre entró en la estancia y cerró la puerta tras él. La luz aún
seguía encendida. El recinto estaba vacío. Había un sextante sobre el
camastro y la mesa estaba atestada de papeles, ropa, un par de zapatos, unas
gafas de noche y una gorra reglamentaria.
—¡Mmm! Bueno, quienquiera que haya abandonado esta habitación lo
hizo precipitadamente —se dijo a sí mismo. Se sentó en el camastro, puso
la cabeza entre las manos e intentó pensar. Esperaba que se le ocurriera
algo. Recordaba muchas cosas. Pero de alguna manera, mientras se
encontraba dentro del camarote entre las ocho y la guardia de las doce, algo
había ocurrido y… —¡Maldita sea! Tengo que recordar. Ahora me acuerdo
de Jones, uno de nuestros intendentes, que me decía: «No me gusta el cariz
que están tomando las cosas, ni tampoco al capitán». Ambos coincidían. Sí,
me acuerdo bien. Pero, ¿qué pasó después? Eso es lo que me gustaría saber
—. El hombre empezó a rascarse la frente, frunciendo las cejas mientras
miraba una hoja de papel que había en un montón sobre la gaveta del
oficial, en la parte de babor del camarote.
»Tengo que haberme quedado dormido. Eso es. O… —empezó a reírse
de nuevo—. ¡Por Dios Todopoderoso! No creo que se trate de un sueño.
Veamos. —Y empezó a tocar todos los objetos de la habitación mientras se
frotaba los ojos. No. No era un sueño. Se trataba de la cruda realidad.
Entonces, ¿no había nadie a bordo? Pero sí. Sí. Las máquinas continuaban
bufando—. ¡Escucha!
El hombre permaneció quieto en medio de la cabina, con una mano
sobre el cabecero del camastro; de repente se puso pálido, y luego habló
para sí mismo con una voz casi infantil.
—Ya no. Ya no suenan. ¡Dios, no suenan! —Los motores se habían
parado. Corrió locamente hasta la puerta, aterrizando de un salto en el
pasillo—. ¡Señor! ¡Ayúdame! ¿No hay nadie a bordo? ¡Socorro! ¡Socorro!
Soy Dicks, marinero de primera, y estoy en el camarote del señor Foulkes.
¿Podéis oírme? —Y entonces la rabia le dominó, una rabia ciega y
desesperanzadora—. ¡Malditos seáis! Estoy aquí. Salid de donde sea y
dejaros ver. ¿Es que os habéis vuelto todos locos? La niebla es muy espesa.
¿Por qué habéis dejado de tocar la sirena? Hacedla sonar de nuevo, os digo.
¿Me oís? ¿Tengo que hacerlo yo? Por todos los cielos, iré y descubriré qué
broma os traéis entre manos.
Echó a correr otra vez hasta llegar a la puerta del cuarto de máquinas.
Miró en el interior y hacia abajo. Silencio.
—Me estoy volviendo loco. Debo estarlo ya. Tan sólo hace cinco
minutos que oía el runruneo de los motores y ahora están callados. ¿Hay
alguien ahí? —gritó—. ¿Hay alguien ahí abajo?
Estaba aterrado. Comenzó a sudar mientras permanecía allí, de pie,
observando las cavernosas profundidades del cuarto de máquinas. No
paraba de gritar al aire, pero de sus labios siempre salían las mismas
palabras:
—Me he dormido. Me he dormido. Se han marchado, dejándome aquí
solo, a mi suerte.
Las palabras se convirtieron en amenazas, las amenazas en maldiciones;
había sucumbido a sus propios miedos. La niebla se tragaba sus gritos.
Podría haber estado chillando durante una hora o un día entero. Las
palabras salían sin vida de su boca. La niebla le sofocaba. Tenía miedo. Era
verdad, el barco estaba desierto. Podía estar navegando en línea recta hacia
los escollos, o hundiéndose, o en medio de un vasto océano, o de dos, un
océano de agua y silencio. El sueño le había traicionado, le había
desarmado. Se hallaba totalmente indefenso.
Empezó a correr de nuevo. Era como si la niebla se hubiera disipado,
como si se alzara, reagrupándose en una gran nube, y cambiara de rumbo
sobre los cielos. Corrió entre las solitarias cubiertas. Subió por la escalerilla
que daba al puente. Entró precipitadamente en la cabina de mando. Estaba
vacía. La loneta que hacía de techumbre se balanceaba lánguidamente, las
drizas colgaban sueltas. Subió al puente superior. ¿Qué era eso?
—¡Dios mío! —dijo—, juraría haber oído algo. Sí, he oído voces, un
montón de voces. Ahora puedo escucharlas otra vez. ¡Socorro! ¡Aquí!
¡Ayuda! Sí, mira ahí. Los botes se han ido. ¿Qué diablos estaba yo haciendo
mientras todo eso ha tenido lugar? Deben haber partido cuando estaba
durmiendo. Pero, ¿por qué no me despertaron? ¿Acaso no podían verme?
Seguro que esta condenada y espantosa niebla no pudo penetrar dentro del
castillo de proa. Pero, ¿realmente estaba yo durmiendo? ¿Me hallaba en el
castillo? Ahora no puedo acordarme. Sí, en verdad estoy perdiendo la
cabeza, no hay duda. Tengo que gritar de nuevo. —Y el trastornado
marinero se llevó las manos a la boca y empezó a gritar con todas las
fuerzas de su cuerpo, con toda la esperanza de su corazón—: ¡Socorro!
Al rato se puso a reír.
—Qué idiota soy. Mira que quedarme aquí solo. Mi parienta, como
llegue a enterarse, se va a morir de la risa. ¡Socorro! ¡Ayuda! En cuanto a
Stevenson, ya no creo que se dirigiera hacia popa, después de todo.
¡Socorro! ¿Dónde están todos? Mi nombre es Dicks. ¡Eh! Los de los botes.
Puedo oíros. Acaso pensáis que no os oigo. Ahora estáis riéndoos. Sí,
desgraciados. Puedo oíros. ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! No puedo
quedarme aquí solo. Sería un asesinato. Bueno, condenado sea, ¿alguna vez
me ha sucedido algo así? ¿De verdad volví al catre? ¿Lo hice? Dios mío,
espero no estar volviéndome loco… Y luego, cuando regresé a la cubierta,
no podía ver ni a un palmo de distancia, y oía los motores y luego ya no los
oía, y oía la sirena y luego dejé de escucharla. Y fui a la habitación del
segundo de a bordo y todo estaba hecho un cristo. ¡Socorro! ¡Socorro!
Empezó a golpear la barandilla de madera con los puños cerrados.
—Tengo que saltar. Tengo que saltar. No puedo permanecer ni un
segundo más aquí o me volveré loco, completamente loco. Ay, mi parienta,
si pudiera verme ahora se moriría de risa… ¡Socorro! ¡Ayuda! Malditos
diablos. Mira que arriar los botes mientras yo estaba roncando.
De pronto el hombre se derrumbó y cayó sobre la cubierta, temblando.
Intentó hablar, pero su lengua parecía haberse convertido en un trozo de
hielo. No podía hablar. Permaneció completamente quieto.
La desolación se había asentado en su alma. Incluso aquella voz estaba
silenciada. La enorme mortaja de niebla colgaba sobre él, descendía, le
ocultaba por completo de la vista, como si él mismo, también, se hubiera
fundido en ese mundo blanco. Tras unos minutos, el hombre volvió a
moverse, pero esta vez se arrastró a cuatro patas, como una bestia, en
dirección a la proa. El silencio le adormecía. Era algo fantástico, horrible.
No podía entenderlo. ¿Qué ocultaba la niebla? ¿Qué había ocultado? ¿Y los
otros, con los que había comido, dormido y hablado? ¿Dónde estaban? Las
figuras humanas. ¿Se los había tragado la niebla? ¿Se trataba de un cuento
de terror? ¿De un sueño? Empezó a palpar con ambas manos los mamparos
de hierro del pasillo. Llegó arrastrándose hasta el castillo de proa y se
quedó tendido en el suelo al lado de la mesa.
—¡Dios mío! —aulló—, mira lo que estoy haciendo, arrastrándome por
el condenado barco como un maldito perro.
De nuevo empezó a reírse, pero, mientras tanto, sus ojos vagaron por las
hileras de los desiertos camastros. Se quedó en silencio de repente y se echó
las manos sobre la cabeza.
—Yo… yo…
No, no lo entendía. Se irguió y salió de nuevo afuera, corriendo. Fue
directamente al puente. Permaneció allí, mirando desde la barandilla,
mirando al vacío desde la barandilla, un vacío blanco, sintiendo a su
alrededor aquella extraña, sobrecogedora quietud. Quería gritar de nuevo,
pero algo retenía sus palabras, prefería escuchar, llenarse del inmenso
regocijo de oír el sonido de una voz, de una voz humana.
—No puedo soportarlo más. Voy a volverme loco. Loco. Saltaré. No
puedo caer en algo peor que esto.
—Salta conmigo —dijo una voz detrás de él—. Salta conmigo. Ahora.
El hombre se quedó petrificado, con la boca completamente abierta,
mirando a la nada, sin poder tocar más que el aire y la niebla, pero lleno de
una nueva sensación. Permaneció quieto, con las manos sobre la barandilla.
Era como un niño aterrorizado. Empezó a temblar como un perro. Gritó:
—¡Dios! ¿Qué ha sido eso? ¿Quién ha dicho «Tres cuartas al este»?
Enterró la cabeza entre los pliegues de la lona por debajo de la
barandilla.
—Fui yo —dijo la voz.
—¡Vete! —gritó el otro de repente mientras levantaba la loneta y se
tapaba por completo la cabeza—. Creía que estaba soñando y no es así.
Estoy muy asustado. ¡Señor! Mi parienta no va a reírse nada cuando le
cuente esta historia. ¡Socorro! ¡Socorro!
—Salta conmigo. Ahora.
Una mano se posó encima del hombro del marinero.
—¡Ah! ¡Dios Todopoderoso! —empezó a retroceder.
—No te muevas. Mírame. Soy el capitán de este barco. Estamos al lado
de los escollos. ¿Cómo es que sigues aquí? Di órdenes concretas:
«Abandonen el barco». ¿Lo entiendes? Abandonar el barco. No tengas
miedo. Soy tan humano como tú mismo.
Se acercó al aterrado marinero y volvió a ponerle la mano en el hombro.
—Tu nombre es Dicks. Eres un marinero de primera. Te oí mientras lo
decías. Estaba en mi camarote. Te oí correr por el barco. Te oí gritar en la
cabina del oficial. Estaba escondido. Me sentía avergonzado. Aún estoy
avergonzado. He perdido mi oportunidad. Estoy acabado. No tengas miedo
de mirarme, por favor, tan sólo soy otro ser humano, como tú. He perdido
mi prestigio. Por culpa de esta niebla. Odio la niebla. La he odiado durante
toda mi vida. Me aterra, igual que me aterraba cuando tan sólo era un niño.
¿No tenías miedo del hombre del saco cuando eras un chiquillo? ¿Lo ves?
Me siento avergonzado, humillado, mis singladuras han terminado. Siempre
me las arreglé para escapar de la niebla. A lo mejor fue simple suerte, o mi
ángel guardián, o como quieras llamarlo. Pero esta vez no. Sabía que nos
dirigíamos directamente hacia los escollos y ni tan siquiera fui capaz de
levantar una mano para evitarlo. Cuando la niebla me rodea carezco de
voluntad. Ya ves lo despreciable que soy. Te lo digo a ti. ¿Qué te ha pasado?
A lo mejor te perdiste y no pudiste llegar a los botes. Los arriaron con gran
rapidez. Seguramente ahora se encuentran a varios kilómetros de aquí.
Espero que estén a salvo. No me importa lo que pueda pasarme a mí. Todos
me detestaron cuando alteré levemente el rumbo. «Tres cuartas al este»,
dije, y sabía hacia dónde me dirigía, pero tenía que ser así. Me aterra la
niebla, me envenena, me paraliza. Ya no soy un hombre, no soy nada. Puse
al barco rumbo a los escollos porque tenía que obedecer a la niebla.
Entiéndeme. ¿Y tú? ¿Qué vas a hacer? —se inclinó un poco más, mirando a
los ojos del desconcertado marinero—. Vas a saltar, sí. Pero ¿adónde?
—Al agua. ¡Por Dios! ¿Dónde si no? ¿Por qué no pasaron lista? Capitán
o no, le odio, hace bien en estar avergonzado de sí mismo. No merece ser
capitán, y nunca debería haberlo sido. Si sale de ésta irá a parar a la cárcel.
Ahí es donde tenía que estar. Casi me vuelvo loco gritando por todo el
barco durante la última hora. ¿Y ahora me dice que todos los botes se han
ido?
—Salta conmigo —dijo el otro.
Se había arrodillado, sus manos se aferraban a las piernas del marino.
—Soy un inútil, un cobarde. Ya lo ves. La niebla, era…
—Pero señor, señor, por Dios, está llorando. Eso es estúpido, infantil.
¡Vamos! Tenemos que saltar. Mire. Tiene los pantalones mojados. Y yo…
yo… —el hombre tartamudeó—. ¡Mire! ¡Mire! ¿No lo ve? El agua está
subiendo. Tenemos que saltar ahora. ¿Me oye? ¿Está listo? Yo lo estoy —y
empezó a subir a la barandilla, arrastrando consigo al capitán.
Permanecieron erguidos durante un rato, con las cabezas inclinadas
hacia la niebla que subía del mar.
—¿Listo? —dijo el marinero—. ¡Salte!
Y con las manos cogidas se precipitaron sobre las aguas.
Joshua Snow
(¿?-¿1837?)

No hay referencias concretas de este escritor, ni tampoco he conseguido


hallar ninguna información biográfica o literaria sobre su figura. El relato
aquí seleccionado, A Damned Ship, ha sido tomado de una vieja antología
de cuentos de misterio titulada Vanishing Ships, editada por D. Appleton &
Co., New York (1927). Su calidad y temática me pareció más que adecuada
para figurar en esta selección; el desarrollo de la historia es brillante y su
ambiente marinero está muy bien logrado hasta desembocar en un final
cuando menos inquietante. Como curiosidad diré que, buscando datos sobre
su figura, logré encontrar en internet una ficha del Eastham Evergreen
Cemetery sobre un tal capitán Joshua Snow, cuya lápida reza:

In memory of
Capt
JOSHUA SNOW
who died
Aug 9, 1837
in the 40th year of
his age
UN BARCO MALDITO
Joshua Snow

Era una noche cálida, sosegada, y nos hallábamos cerca del


trópico, en el Atlántico Sur. Hacía ya tres días que
navegábamos en medio de una calma chicha —aunque
posiblemente no fuera aquel el verbo adecuado, pues el
navío apenas avanzaba unos pocos kilómetros al día
empujado por las tenues corrientes del norte—, y estábamos
sentados en la bancada del castillo de proa, consumiendo las últimas horas
de la guardia de media[1]. Teníamos las pipas encendidas y, como solíamos
hacer habitualmente a aquellas horas inciertas, charlábamos en voz baja
sobre las mareas, los vientos y un sin fin de cosas más de las que los
marineros acostumbran a hablar cuando no tienen nada mejor que hacer.
En cierta manera, el tiempo parecía detenido. Las estrellas brillaban,
centelleando en un cielo negro por la ausencia de la luna, y el humo del
tabaco ascendía lentamente en el aire, dibujando una línea translúcida que
se elevaba completamente recta ante la falta total de brisa, y que se perdía
entre las jarcias y velas de trinquete. Todos nos hallábamos en ese estado de
serenidad inquieta que suele producirse cuando se está largo tiempo
expuesto a una bonanza como aquélla. Las miradas se dirigían una y otra
vez a la arboladura, con la esperanza de captar un leve abombamiento en las
velas, y de ahí a la superficie del océano, ansiosos de escuchar el murmullo
del mar al rozar contra el casco del barco, o de ver una leve ondulación en
las aguas, prometedora de futuros vientos. Pero sólo éramos capaces de
distinguir los cabos que caían como sin vida desde lo alto y el blanco de las
velas, iluminadas por el fulgor de las estrellas, colgando fláccidas desde las
vergas.
De vez en cuando oíamos un crujido de maderas en la cubierta, o el
rechinar de algún palo, pero sabíamos que era producido por los cambios de
temperatura y no porque el navío estuviera en movimiento. A intervalos
regulares captábamos la voz del vigía gritando al segundo oficial con voz
monótona el reglamentario: «Sin novedad en el puente, señor». Y después,
de nuevo, el silencio.
Llevábamos consumida más de una hora de la guardia y apenas
habíamos despegado los labios. Nos limitábamos a fumar nuestras pipas en
silencio y a hacer algún que otro comentario sobre lo extraño que resultaba
en aquellas latitudes la ausencia de brisas.
Entonces alguien dijo algo acerca de barcos malditos, esos cascarones
que circulan por el mar, condenados a un trágico final desde el mismo día
de su botadura, o incluso antes. Suelen ser navíos que comienzan sus
andaduras con la ruina escrita en el espejo de popa; viejos mercantes,
goletas, fragatas, incluso recios buques de guerra que ya desde el momento
de su construcción sufrieron algún tipo de percance, la muerte de algún
obrero, el hundimiento de un mamparo, la mala nivelación de su estructura,
condenados desde entonces a soportar todo tipo de desgracias, accidentes,
tempestades, calmas chichas… Cascarones destinados irremisiblemente a
yacer olvidados en el fondo de los océanos, o a vagar por siempre en medio
de un mar inmenso, convertidos en pecios fantasmales.
Palle Fugl, un marinero danés de rostro serio y ojos chispeantes que, sin
embargo, a pesar de ser parco en palabras, tenía una forma de decir las
cosas no carente de cierto humor, levantó los ojos de su taza de café. Tal
vez fuera porque aquel tiempo nos volvía a todos un poco melancólicos, o
por la gravedad del tema, pero lo cierto es que hablábamos en voz muy
baja, como con miedo y algo de tristeza, y las palabras salían lentamente de
nuestros labios, meditabundas.
Palle no era una excepción.
—Hace unos años —dijo—, mientras navegábamos por el Atlántico en
dirección a Sao Paulo, creo que vi uno de esos barcos malditos.
Dirigimos nuestras miradas hacia él y nos dispusimos a escuchar su
relato. Como ya he dicho antes, Palle no era muy dado a la charla, pero
cuando se ponía a contar algo podías apostar tu lata de tabaco a que su
historia no te iba a decepcionar.
—Acabábamos de salir de una tempestad horrible —continuó—, y el
barco, The Frozen Sea, se encontraba en un estado lamentable. La mayor
estaba desgarrada en tres sitios, pues apenas habíamos tenido tiempo de
arriarla antes de que se nos echara encima la tormenta, el bauprés se había
abierto y medio colgaba de la proa, haciéndose necesario que lo cortáramos
a la primera oportunidad; además, varias vergas se habían descuadrado y el
palo de trinquete crujía más de lo habitual. Pero, afortunadamente,
habíamos pasado. Las olas iban perdiendo su furia poco a poco, el barco ya
no cabeceaba de aquella manera salvaje, el mar parecía haber agotado al fin
su cólera y se disponía, como un niño después de un berrinche, a dormir de
un tirón durante largo tiempo.
»Todos estábamos agotados, y aún había mucho que hacer. El patrón
apareció sobre el puente con su chubasquero totalmente empapado. Ordenó
que nos dieran una taza extra de café con un poco de ron y nos acució para
que arregláramos cuanto antes, y de la mejor manera posible, los numerosos
desperfectos del buque. Teníamos una buena noche de trabajo por delante.
Palle sorbió su taza, pensativo. Colin, el cocinero, un escocés pelirrojo y
arrebolado que, en tierra, sólo tomaba cerveza para desayunar, permanecía
apoyado sobre la jamba de la puerta de la cocina, escuchando la historia con
un pote enorme repleto de café a su lado. Nos llenó de nuevo las tazas.
—Es curioso ver —Palle siguió con su historia— cómo se puede pasar
de la locura más ciega a la calma más desesperante en tan sólo cuestión de
horas… de minutos, quizás. El caso es que ahora estábamos allí, sobre la
cubierta, con las piernas inseguras aún, intentando acostumbrarnos a la
nueva situación después de haber estado tiritando, resbalando, tropezando y
cayendo, mientras tratábamos de mantener el equilibrio en medio del
frenesí de la tormenta. Las nubes se desgarraban en el cielo y algunas
estrellas acertaron a asomarse entre los velos húmedos. Ya no había espuma
en la cresta de las olas, y una luna ganchuda empezó a dibujarse, medio
anaranjada medio rojiza, por poniente.
»Tiele y yo éramos los encargados de cortar el bauprés, que ya casi
estaba doblado del todo, con lo cual pronto podría dañar la quilla o el
costado del barco. Le atamos dos cabos lo mejor que pudimos para intentar
recuperarle y subirle a bordo una vez cortado. Ambos nos encaramamos a la
parte sana del palo, armados de hachas y una sierra, y nos dispusimos a
cortar los cabos y el desgarrado madero, tarea que, sin duda, no iba a
resultar nada fácil.
»Al principio avanzamos a buen ritmo. Oíamos a los demás afanándose
en la cubierta, recogiendo velas o desplegándolas, claveteando aquí y allá
alguna tabla de refuerzo. Distinguíamos las voces del primer oficial, las
protestas a medio tono de los marineros, cansados, los susurros y crujidos
del barco acomodándose a un mar más tranquilo.
»Habíamos eliminado todos los cabos sobrantes y anudado los que iban
a asegurar el bauprés una vez cortado. Comenzamos a golpear el palo con
nuestras hachas, pero éste, como nos temíamos, era ciertamente recio. El
ruido monótono que producían nuestras herramientas al golpear sobre la
dura madera se mezcló con el que venía de las cubiertas.
»Por suerte el mar permanecía ahora tan liso como un estanque y apenas
soplaba una brisa suave. Cada cierto tiempo nos veíamos obligados a parar
y tomar un poco de resuello, momentos que aprovechábamos para charlar
un poco y mirar al horizonte, tratando de consolar nuestros ojos de toda la
fatiga que habíamos soportado durante la noche.
»Supongo que muchos de vosotros, si no todos, lo habréis
experimentado alguna vez. Lo de estar encaramado al bauprés, digo. Es
algo especial. Tanto si el mar está en calma, como si las olas se revuelven
encolerizadas —y, sin duda, más de esta última manera, para quien pueda
soportarlo—, permanecer allí delante, con la mirada clavada en el frente,
supone una sensación única, si eres capaz de verlo. Las olas, el mar, la
quilla rasgando las aguas y levantando rociones de espuma, la proa que baja
hasta besar la verdosa superficie y luego vuelve a subir vertiginosamente,
llevando tu mirada a los cielos… Aquella noche el barco se deslizaba muy
lentamente, con pereza, y apenas sacaba un débil susurro de las aguas; y
Tiele y yo, ahí delante, atados a la parte sana del palo, cansados, echábamos
la mirada al frente y los ojos casi se nos cerraban entre tajo y tajo.
»La luna ganchuda ya había salido del todo de entre las nubes, y ahora
aparecía inmóvil cerca de la línea del horizonte, por la parte de proa,
dibujando sobre las aguas un reflejo rojizo y ondulante. Las pocas nubes
que quedaban estaban como colgadas del cielo, con sus bordes inferiores
tintados de escarlata. El mar apenas presentaba ondulaciones y su color era
de un azul profundo, casi negro. De la quilla del barco surgía un murmullo
débil, soñoliento, que se superponía a los pocos sonidos que ahora nos
llegaban desde cubierta: el susurro de las velas desplegadas, los hombres
que terminaban sus tareas de reparación, las primeras campanadas, que
sonaron muy lejanas, de la guardia de alba…
»—¡Maldición! —dijo Tiele, mirando al horizonte y luego levantando la
vista hacia la cubierta—. ¡Es increíble cómo pueden cambiar las cosas!
»Tiele era un marinero belga, un buen sujeto; siempre podías contar con
él si necesitabas ayuda. Todo el mundo a bordo le apreciaba y recurrían a él
cuando querían hacerse entender con algún otro marinero que hablase una
jerga distinta, pues Tiele conocía seis idiomas y chapurreaba otros tantos,
cosa que era de gran ayuda en un barco con una tripulación tan variopinta;
aunque, a decir verdad, nos las apañábamos bien para hacernos entender los
unos a los otros. En el mar, navegando durante meses con hombres de
lugares tan diferentes, no es difícil comunicarnos correctamente entre
nosotros. Es algo muy curioso y creo que siempre ha sido así. El barco es
nuestra patria, por así decirlo, y todos pertenecemos a una misma nación y
recorremos un mismo mundo, único y acuático.
Los hombres alrededor de Palle Fugl asintieron. Allí mismo, contando
sólo los marineros de la guardia, había sujetos de muy diferentes lugares:
ingleses, holandeses, noruegos, portugueses, dos españoles, un escocés,
incluso un austríaco, Hannes, que nadie sabía bien cómo había ido a parar
finalmente a un barco, siendo hombre acostumbrado a estar rodeado de
tierra y montañas por todas partes.
Palle aprovechó para cargar su pipa. Todos permanecimos en silencio,
esperando que continuara con su historia. Las velas seguían colgando
desmayadamente de las vergas y no había ni el más leve rastro de brisa.
¡Tres días ya y apenas habíamos avanzado un palmo! Aquella situación
empezaba a ser desesperante. El humo de la pipa de Palle ascendió
completamente vertical en el cielo.
—Estuve de acuerdo con Tiele —Palle dio una chupada y soltó el humo
—, pero le dije que siempre era así cuando la tormenta se presenta de
repente, como era el caso; es decir, que la calma que la sigue siempre suele
llegar también de golpe. Y que otra cosa sería si el barómetro va bajando
lenta pero constantemente, entonces es peor, pues la tempestad es segura y
puede durar varios días.
»Volvimos de nuevo al tajo y seguimos golpeando con nuestras hachas
aquel palo tan testarudo. Los tap-tap que se producían sonaban con un
ritmo monótono, ayudándonos de alguna manera en nuestra labor, y las
virutas de madera que se desprendían del bauprés caían en el surco que la
quilla abría sobre las aguas, desapareciendo rápidamente por los costados
del barco.
»—¿Cómo va la faena? —nos gritó el primer oficial desde el puente—.
Avisad cuando el palo esté casi cortado. Mandaré a un par de hombres para
ver si podemos recuperarlo.
»Le dijimos que el asunto iba lento, que aquel condenado bauprés se
resistía a abandonar su posición de vigía y que le avisaríamos en cuanto
estuviese listo.
»Nos miramos y seguimos dando tajos rítmicamente, ansiosos de acabar
cuanto antes y poder tumbarnos en las literas, aunque sólo fuera un rato.
Pero al poco ya estábamos muy cansados y paramos a recuperar fuerzas.
»—Daros prisa con eso —insistió Oliver, el primer oficial—. El
barómetro está empezando a bajar de nuevo y ahí delante hay unos bancos
de nubes bajas. No me gustaría afrontar otra tormenta con ese chisme
colgando de la proa.
»Efectivamente, delante de nosotros, aunque no nos habíamos dado
cuenta hasta que lo dijo el primer oficial, se levantaba, o, más bien, parecía
surgir del propio mar, una especie de velo gris-anaranjado en el que la luna
se iba hundiendo poco a poco. Sin embargo, las aguas seguían en calma,
más tranquilas aún si cabe que hacía unos momentos, y el barco apenas
avanzaba y el murmullo del mar sobre la proa casi ni se escuchaba.
»—¡Qué diablos! —exclamó mi compañero—. No lo había visto.
»Yo también miré al frente, allí, encaramado al maltrecho y testarudo
bauprés. Era una cosa extraña, como una especie de niebla muy tenue que
se elevaba unos cuantos metros sobre la superficie del mar. Pero no era
normal. La luna, al estar ya muy baja sobre el horizonte, iba hundiéndose
poco a poco en el interior de aquellos vapores, aunque se podía ver el
gancho inferior brillando rojizo a través del velo brumoso; su luz hacía que
las nubes pegadas al mar tuvieran un tinte escarlata que se mezclaba con el
gris, que era su color original. Pero, ya digo, no era un fenómeno normal.
Generalmente, cuando nos sumimos en un banco de niebla, éste no suele
tener límites, ni horizontales ni verticales; caemos dentro de él y estamos
como perdidos en un mundo sin referencias. Pero aquella cosa no levantaba
más que unos metros sobre el agua y parecía aglutinarse en un punto
concreto más allá de nuestra proa.
»Nos quedamos mirándola un poco asombrados, sin hacer caso a la
urgencia del primer oficial. Se extendía por un espacio de varios cientos de
metros delante de nosotros y la parte superior estaba como despedazada,
dejando escapar hacia el cielo una especie de tentáculos vaporosos que
terminaban por desgarrarse y partirse hasta desaparecer en la atmósfera,
unos diez metros por encima de la superficie del océano. Por delante
también había mechones de niebla, que parecían brotar de las aguas como
una especie de avanzadilla del núcleo central. En conjunto se asemejaba
más a una especie de fuego gigantesco, pero sin llama, que a un banco de
niebla normal y corriente, como una cortina de humo o vapores húmedos
que surgían directamente del océano.
»—Qué extraño —dijo Tiele—, no he visto una cosa igual. Es como si
la bruma se reconcentrara justo en ese lugar.
»—Sí —le contesté—, y mira esos jirones de ahí delante. Parecen como
dedos o zarpas brotando de las aguas, tanteando la superficie.
»—Bueno, espero que no sea muy espesa, y que el oficial tenga el juicio
suficiente como para intentar rodearla —Tiele dio un hachazo distraído
sobre el madero—. Aunque me extraña, tan urgidos de tiempo como vamos.
¡Bah!
»—Dejaos de charla —clamó el oficial desde arriba—. El barómetro
sigue bajando.
»Retomamos nuestra tarea con algo más de ritmo, pero no podíamos
evitar seguir mirando de vez en cuando hacia el banco de extraña bruma
que estaba justo delante de nosotros. Ahora parecía claro que íbamos justo
en su dirección y que el barco no iba a maniobrar para evitarle.
»Al poco lo teníamos casi encima. La proa de nuestra embarcación rozó
los primeros jirones de niebla que surgían del mar, desgarrándolos al
instante, aunque enseguida volvían a reagruparse a los costados como si
tuvieran una extraña facultad para adherirse a las tablas del casco. Entonces
Tiele se quedó mirando fijamente los vapores que cambiaban
continuamente de forma, ahora desgajándose aquí y allá, ahora juntándose
de nuevo, creciendo, retirándose, subiendo en el cielo o girando lentamente
alrededor de sí mismos.
»—¿Qué es eso? —apenas dijo en un susurro mientras se esforzaba por
penetrar dentro de aquella cortina brumosa.
»—¿El qué?
»—Ahí encima —señaló—, donde la niebla se desgarra formando esa
especie de tentáculos.
»Fijé mis ojos en el sitio que me señalaba.
»—No veo nada.
»—Ahora lo ha tapado la bruma. ¡Espera! ¡Mira! Justo ahí. Ahí arriba.
»Entorné los ojos, intentando ver algo. Los vapores dibujaban formas
caprichosas, aparecían y desaparecían… Y entonces creí distinguir algo.
»—¡Por todos los santos! —exclamé—. ¡Es una cruceta, la cruceta de
un barco!
»Y así era. Se recortaba negra contra los velos brumosos, perfilándose
cada vez con mayor nitidez. Se trataba de la cruceta superior de un mástil,
posiblemente el palo mayor, y de la verga de sobrejuanete caía lacia una
vela blancuzca. Pronto vimos los topes de otro palo, el de trinquete, y
enseguida se hizo visible la punta del palo de mesana, que estaba aparejado
con una vela latina.
»Tiele se llevó las manos a la boca, terriblemente asustado pues existía
un grave riesgo de chocar contra aquella embarcación que había aparecido
tan de repente. Hizo bocina con ambas manos.
»—¡Barco por la proa! —gritó nervioso.
Nadie contestó en un primer momento. Oímos unos pasos precipitados y
una especie de gruñido.
»—¿Dónde? —preguntó el primer oficial.
»—¡Maldita sea! —exclamó Tiele—. Por la proa. ¡A menos de
cincuenta metros!
»—Dé la posición exacta, marinero. Ahí delante no hay nada —dijo el
primer oficial.
»Tiele no se lo podía creer. Yo me había quedado perplejo
contemplando los palos y el velamen de aquella extraña embarcación.
Ahora era perfectamente visible entre la bruma. Incluso podíamos ver parte
del casco, que flotaba entre los vapores, como si estuviera encima de una
nube. Por suerte, y gracias a la leve brisa que soplaba, apenas avanzábamos,
pero el barco aquel parecía perfectamente inmóvil; sus velas caían
desmayadas desde las vergas y nada parecía moverse, excepto la niebla.
»—¡Por todos los diablos! —dijo Tiele en voz baja—. ¿Me estoy
volviendo loco? Pero tú lo ves, ¿verdad?
»Asentí sin apartar la mirada del nebuloso cascarón.
»—Señor —insistió Tiele—, si no viramos de inmediato vamos a
embestirle. Está justo delante.
»De nuevo se hizo el silencio, y luego escuchamos más gruñidos y al
primer oficial, que nos maldecía.
»—Marinero, esto no tiene gracia. Ahí delante no hay nada, excepto un
banco de niebla…
»—Pero señor… —aún se atrevió a decir mi compañero.
»El primer oficial le interrumpió.
»—Ni yo ni el vigía vemos nada extraño, sólo jirones de niebla, jirones
que se deshacen a nuestro paso, un banco poco espeso —dijo el primer
oficial, malhumorado—. Voy a tener en cuenta todos los desvelos de esta
noche, la tormenta, el trabajo extra y la falta de sueño; pero le aconsejo que,
la próxima vez, se lo piense dos veces antes dar la alerta sin motivo, o me
veré obligado a tomar medidas. Y será mejor que se metan en la litera en
cuanto acaben ahí abajo.
»Tiele se disponía a protestar de nuevo, pero yo le sujeté el brazo,
haciéndole una seña para que se volviera a mirar hacia los vapores en los
que se mecía aquel extraño navío. Ya estábamos muy cerca, casi encima, y
la niebla se abría como para dejarnos pasar. Ahora se distinguía
perfectamente toda la arboladura, la toldilla, el castillo de proa, incluso una
pequeña cabina en medio de la cubierta. Tenía todas las velas desplegadas,
pero éstas caían sin vida desde los sobrejuanetes, a pesar de que soplaba
una leve brisa, la misma que nos empujaba a nosotros. Y esto me
sorprendió mucho.
»Pero aquello no fue lo que nos causó un mayor estupor, incluso una
especie de miedo reverencial, pues el barco parecía fundirse con la propia
niebla, como si fuera algo insustancial, semi traslúcido, algo inherente a
esos vapores fantasmagóricos que ascendían y giraban lentamente. Allí la
calma reinaba a sus anchas, el silencio, la falta de vida. Y sin embargo lo
veíamos claramente.
»Entonces descubrimos la luz roja de señalización que colgaba de los
obenques del palo mayor. Tiele se irguió un poco sobre el bauprés para
mirar hacia el puente y luego volvió a agacharse. El oficial paseaba de un
lado a otro y no parecía tener constancia de nada de lo que estábamos
viendo.
»—Esto no puede ser —murmuró asustado.
»Yo no contesté. Estaba como petrificado, fascinado, absorto en esa
especie de buque fantasma, y me preguntaba si lo que estábamos viendo era
cierto o si tan sólo se trataba de un espejismo producido por el cansancio y
la falta de sueño. Pero Tiele también lo veía, justo lo mismo que yo… Y
entonces empezamos a descubrir, aquí y allá, por las cubiertas, sobre el
puente, apoyadas en la barandilla, una especie de figuras que poco a poco
fueron tomando forma. Se trataba de la tripulación del barco, los marineros
que consumían el mismo turno de guardia que nosotros; y allí arriba, sobre
el castillo de proa, el capitán, o uno de sus oficiales, con la gorra sobre la
cabeza, el gesto preocupado, las manos a la espalda. Paseaba de un lado a
otro y luego se detenía unos instantes para escudriñar al frente, o a los
costados, pero jamás miraba hacia donde se encontraba nuestra
embarcación —y eso que ya estábamos casi encima—, y, cuando lo hacía,
daba la sensación de no vernos en absoluto, como si sus ojos se dirigiesen a
un punto del horizonte que estaba justo detrás de nosotros.
»Juro que lo vi, y juro que es cierto, aunque nunca he vuelto a hablar de
ello, ni tan siquiera con Tiele, antes de que tuviera aquel desgraciado
accidente y despareciera bajo las aguas para siempre. Y también juro que
atravesamos de parte a parte aquel viejo cascarón. Lenta, suavemente,
entramos por su costado de babor y salimos por el de estribor. Como si
nada. Y mientras lo hacíamos contemplábamos a los marineros del barco,
casi traslúcidos a nuestros ojos. Algunos fumaban apoyados en el pretil,
otros estaban sentados en los bancales de la cabina de la cubierta, varios se
agrupaban a la puerta de la cocina, así, como nosotros ahora mismo; y allí
estaba el timonel, y el vigía, y el capitán de rostro serio y preocupado…
»Lo atravesamos de un costado a otro, y nadie pareció darse cuenta, ni a
bordo de nuestro barco ni a bordo de aquel viejo cascarón sumido para
siempre en una niebla fantasmal y en una calma eterna».
Palle sorbió su taza de café y luego dio una larga chupada a la pipa. El
resto de los hombres pareció meditar durante unos momentos; algunos
asintieron y murmuraron entre sí, otros se quedaron mirando a Palle, como
si esperaran algún añadido a la historia.
—¿Y qué pasó después? —Colin, el cocinero, rompió el silencio.
Palle Fugl levantó la vista de su taza.
—El barómetro siguió bajando. En realidad, el primer oficial tenía
razón: aquel era un banco de niebla muy tenue, lo atravesamos en un
santiamén y pronto se perdió en la lejanía, por la popa. Jamás volvimos a
ver aquel extraño cascarón. Logramos cortar el bauprés —aunque fue
imposible recuperarle— y aún tuvimos tiempo para descansar unas cuantas
horas antes de que se precipitase sobre nosotros una nueva tormenta.
Arribamos malamente a Sao Paulo. Necesitamos varias semanas de
reparaciones en el barco antes de poder emprender el viaje de regreso.
Colin asintió.
—Extraño —dijo.
—Lo es.
—¿Y qué crees que significa todo eso? —insistió Colin—. Quiero decir,
¿piensas que se trataba de un barco fantasma o algo así?
Palle se quedó pensativo.
—Los barcos fantasmas están gobernados por esqueletos —interrumpió
Francisco, un marinero portugués—. Conozco un compadre que vio uno
cerca de Ciudad del Cabo…
—No es cierto —matizó Paul Halley, un londinense de nacimiento—.
Los barcos fantasmas no llevan tripulación. Vagan por siempre flotando en
el mar, sin rumbo fijo.
—En realidad, yo creo que se trataba de un barco maldito —dijo al fin
Palle—, uno de esos cascarones que nacen con mala estrella. Ni su propia
tripulación lo sabe. Creo que ellos no se dan cuenta de su maldición, que
flotan por siempre en esa calma chicha, en medio de las tinieblas, sin
noción del tiempo…
—Curioso —dijo Colin.
—Para ellos la vida sigue, el tiempo pasa, pero no como para nosotros
—Palle parecía meditar las palabras mientras hablaba—. Están sumergidos
en un instante único y eterno, siempre el mismo, posiblemente la misma
hora y lugar en la que se produjo su naufragio, o accidente, o hundimiento,
o lo que quiera que fuese que acabara con sus horas de travesía, y con la
vida de todos sus tripulantes.
—Extraña teoría —me aventuré a decir.
De nuevo reinó el silencio. Todos nos quedamos pensativos,
escudriñando de cuando en cuando las velas —que seguían colgando
completamente lacias—, esperando sentir un soplo de brisa, escuchar algún
crujido, por leve que fuera. Pero nada.
¡Tres días ya! ¿O eran más?
Nos miramos los unos a los otros, inquietos.
—¡Vaya! —dijo Colin—. Espero sinceramente que esta maldita calma
acabe pronto.
Julio F. Guillén
(¿?)

Tampoco me ha resultado posible recabar datos biográficos sobre la


persona de este autor español. Presumiblemente gallego de procedencia, di
con él a través de un delicioso libro marinero con olor a salitre (que
encontré en una vetusta librería de viejo) titulado Nostramo Lourido:
Cuentos marineros. En su interior apenas hay datos sobre el autor, pero sí
sobre el personaje protagonista de sus historias, el inefable Nostramo
Lourido, que fue Contramaestre Mayor de la R. Armada, graduado de
Capitán de Fragata, de las de Isabel la Católica, María Isabel Luisa,
Diadema Real de Marina, Beneficencia de 2ª, y Mérito Naval de 1ª, con
distintivo rojo; y de las extranjeras de Elefante Blanco, de Siam; Francisco
I, de Nápoles; Doble Dragón, de China, y Danebrog, de Dinamarca;
condecorado con las medallas de Bilbao, África, Cuba, Joló, Filipinas…
etc., etc., etc. (1825-1918). De este librito delicioso con sabor a mares de
antaño he rescatado una pequeña pieza. Sirva como ejemplo para mostrar el
carácter invencible y honrado de nuestro querido Nostramo.
SUPERSTICIÓN
Julio F. Guillen

Aunque de fijo que hurgando papeles hallaría la relación


circunstanciada del singular suceso, me atengo al
testimonio más cercano del inefable nostramo[2] don Juan
Lourido, porque yo mismo lo oyera de sus labios, que jamás
mintieron, con el marchamo de autenticidad del brillo de
aquellos ojos grises que vieron en el transcurso de su
asendereada y larga vida todo cuanto de extraordinario aconteció en el
pasado siglo sobre las olas de los siete mares, y aun en buena parte del
interior, a través de tres generaciones de «Oficiales de mar y pito», que es
como por entonces se llamaban los que pertenecían a la honrada y
benemérita clase de contramaestres de la Real Armada.
Bueno será comenzar también advirtiendo que, desde los remotísimos
tiempos de las primeras navegaciones, la ofiolatría[3], como después el culto
supersticioso a los difuntos, estaba tan metida en el marinero como lo está
el lastre en la bodega: en lo más hondo.
Siempre se creyó que la mar se alborotaba porque tenía el capricho, de
cuando en cuando, de reclamar un tributo de carne humana, que sólo Dios
sabe quién le pudo conceder; por lo que tener un cadáver a bordo constituía
temeraria provocación, y no arrojarlo cuanto antes por la borda, con este
parvo ceremonial en el que somos maestros los marinos, insensata locura.
Se comprende, pues, que, cuando mediado el pasado siglo, falleció en
Manila cierto señor Oidor de aquella lejana Real Audiencia y su viuda
pensara en repatriarse en compañía del cadáver del que fue compañero
amantísimo, tras muchos considerandos y resultandos, que fueron los
primeros que no oyó el sesudo magistrado, el capitán del bricbarca La
Constancia, de la matrícula de Mataró, a punto de emprender su tornaviaje
a la Península, se negase a aceptar tan fúnebre como peligroso cargamento.
Debieron, sin embargo, de mediar recomendaciones eficaces y
numerosas, porque cedió al fin el capitán; mas, para asegurar el secreto y
que no trascendiera el embarque de los despojos mortales del ilustre
funcionario, decidieron envasarlos en una pipa llena de aguardiente,
procedimiento por lo demás corriente y tal vez único de embalsamar por
aquellos tiempos.
Lourido, que andaba ya convalecido de las heridas sufridas en el asalto
a la fortaleza de Saigón, formando parte del trozo de desembarco del Jorge
Juan, y de unas tercianas[4] que por aquellos endiablados canalizos y
arrozales de Conchinchina adquirió, embarcó en La Constancia, de
transporte para la Península, para cambiar de aires y calafatear un tanto su
quebrantada salud mareando por otras latitudes.
Los buques mercantes navegaban por entonces a mota y madera, es
decir, a fuerza de recaudar tantas motas, o acciones de mil quinientos duros,
como fuera menester para explotar el barco —la madera—, cuyo armador
percibía los tres quintos de los beneficios, correspondiendo los otros dos a
los motistas, que solían ser los propios tripulantes a fuerza de reunir
ahorrillos. Ello hacía que las dotaciones interesadas así en el flete fueran
también tan audaces y arriesgadas que ni temor de malos tiempos ni de
piratas eran capaces de retenerlos en puerto más de la cuenta.
De fijo que abarrotada de sedas, cachemiras, coloniales y… cierto barril
de aguardiente, levó anclas de la bahía de Manila el flamante bricbarca
catalán…
Unos aseguraron que si fue indiscreción del piloto; otros que si tal o
cuál se dedicó a darse tragos, a escondidas, del aguardiente de caña del
tentador barril; lo cierto es que pronto fue un secreto a voces el que
llevaban un cadáver a bordo.
Y sucedió lo inevitable: por una parte, la mar protestando con olas
arboladas como castillos de altas y gordas como montañas; por la otra, la
gente comenzó a murmurar dándole la razón al reclamar su consabido
tributo.
Todo fue en aumento; aún se estaba a muchos días de remontar el cabo
de Buena Esperanza y, de seguir irritando a Neptuno, el riesgo de que
cobrase en otras víctimas —¡quién sabía si en todos!— era inminente…
Tuvo, pues, que decidirse el capitán: no había más remedio que echar
por la borda al bueno del señor Oidor.
Pero ¡buena se puso la viuda! La pobre señora movía a compasión
mismamente desgarrada de dolor, medio asida a la fúnebre pipa mientras el
buque se movía amenazando partirse en dos; aquella escena en verdad
partía los corazones.
La disyuntiva era horrible, y el capitán, dando trompicones, como todos,
por los balances, invocaba al mismísimo Salomón…, porque al marino se le
presentan de cuando en cuando problemitas que pondrían en grave aprieto
al auténtico autor del Cantar de los Cantares.
Mas… estaba allí Lourido; discreto, casi tímido; pero, como siempre,
dueño de la situación, y, sobre todo, humano y lógico.
Si alguien le hubiese dicho entonces que era un ecléctico, es posible que
lo hubiera pasado mal; pero lo fue. En el momento en que el barril iba a ir
al agua, intervino certero; había una solución:
—¡A ver, mochaco…, un cabo! —gritó.
Una vuelta por seno, otra en redondo, un cote por aquí, firme por allá, y,
bien amarrado, cayó el pipote a la mar, quedando a jorro[5].
Y así, con vientos manejables y mar bonanza, que decían de a Dios sean
dadas gracias, arribó a la clara bahía gaditana el bricbarca La Constancia,
de la matrícula de Mataró, llevando a remolque el barril que contenía el
cadáver del muy ilustre señor Oidor que fue de la Real Audiencia de
Manila.
William Hope Hodgson
(1877-1918)

Posiblemente sea William Hope Hodgson (15 de noviembre de 1877 -


19 de abril 1918) el escritor que mejor haya sabido aunar en sus cuentos el
ambiente marino y la atmósfera sobrenatural. La mayoría de sus relatos
cortos se desarrollan en el mar, un mar casi siempre extraño, hosco y
desconocido, lleno de presencias fantasmales o monstruosas, y de hombres
empequeñecidos por lo que se desarrolla a su alrededor, por las fuerzas
desatadas de la naturaleza o por los poderes incomprensibles de lo
antinatural. Entre sus obras cabe destacar las novelas: Los botes del «Glenn
Carrig», La casa en el confín de la Tierra, Los piratas fantasmas (todas
ellas —junto con varias antologías de sus mejores relatos— han sido
publicadas por Valdemar) y The Night Land, así como numerosos cuentos
marinos, alguno de ellos, como los que a continuación presentamos, de una
más que notable calidad (Una voz en la noche está considerado como uno
de los mejores relatos sobrenaturales de todos los tiempos). La ficción del
prolífico Hodgson, a veces brillante, tiene la virtud de comunicarnos una
sensación de misterio y terror que se sostiene página tras página, y no es
difícil imaginar que estamos apoyados en el pretil de popa, con el viento
agitándonos el cabello y las olas rompiendo sobre el casco del buque,
observando con ojos asombrados esa enorme región de algas, salpicada de
extraños seres monstruosos, que se extiende a nuestro alrededor.
DEMONIOS DEL MAR
William Hope Hodgson

—¡Ven al puente y échale un vistazo a esto, Darky! —gritó


Jepson, corriendo hasta la mitad de la cubierta—. El viejo
dice que ha habido un terremoto submarino y todo el mar
está burbujeante y lleno de lodo. Obedeciendo los excitados
llamamientos de Jepson, le seguí. Era tal y como había
dicho; el eterno azul del mar estaba ahora salpicado por
unas manchas del color del barro, y a veces surgía una burbuja enorme que
pronto reventaba con un sonoro «plof». El patrón y los tres oficiales se
hallaban sobre el castillo de popa, examinando la superficie del océano con
sus prismáticos. Mientras miraba las enlodadas aguas, algo surgió del mar
al aire de la tarde por el costado de barlovento. Parecía un banco de algas,
pero enseguida volvió a sumergirse con brusquedad, como si fuera algo más
sustancial que unas simples algas. Justo después de este extraño suceso, el
sol desapareció con la rapidez de las regiones tropicales y, bajo las breves
luces crepusculares que siguieron, las cosas adoptaron una extraña
irrealidad.
Toda la tripulación se encontraba abajo, sólo el primer oficial y el
timonel permanecían en la toldilla. Delante, sobre el juanete del castillo de
proa, se podía adivinar la oscura silueta del vigía apoyado en el estay de
mesana. No se oía ningún sonido excepto el tintineo ocasional de la cadena
de un escotín, o el traqueteo del engranaje de dirección cuando alguna
pequeña ola se deslizaba por debajo la quilla. Entonces la voz del primer
oficial rasgó el silencio y pude ver que el viejo había salido al puente y
estaba hablando con él. Por las pocas palabras que logré descifrar, supe que
andaban comentando los extraños sucesos que habían tenido lugar durante
el día.
Un poco después del crepúsculo, el viento, que había soplado con
fuerza, cesó por completo, y la temperatura del aire se hizo demasiado
calurosa. Nada más tocar las dos campanadas, el primer oficial me hizo
llamar y me ordenó que llenara un cubo con agua del mar, y que se lo
llevara luego. Hice lo que me pedía, y luego metió un termómetro dentro
del cubo.
—Justo lo que pensaba —musitó, sacando el instrumento del recipiente
y mostrándoselo al capitán—: treinta y ocho grados. ¡Casi podemos hacer el
té con el agua de mar!
—Espero que no siga calentándose —gruñó un poco más tarde—, o
vamos a cocernos vivos.
A una señal del primer oficial, vacié el cubo y lo dejé en su lugar
habitual, volviendo luego a ocupar mi puesto sobre la barandilla. El viejo y
el primero caminaron de un costado a otro de la toldilla. El aire se fue
calentando según pasaban las horas y, tras un largo periodo de silencio
solamente roto por los ocasionales «plof» de las burbujas de gas al reventar,
la luna se irguió en el cielo. Sin embargo, su luz resultaba enfermiza ya que
una densa neblina había empezado a surgir del mar y los rayos de la luna
apenas podían atravesarla. Decidimos que la bruma era debida al excesivo
calentamiento del agua del mar; se trataba de una niebla muy húmeda y
pronto quedamos completamente empapados. La interminable noche fue
transcurriendo con lentitud y el sol surgió por el horizonte, un sol tenue y
fantasmal que apenas se dejaba ver entre la niebla acumulada alrededor del
barco. Medimos la temperatura del agua de tanto en tanto, aunque ésta
apenas había experimentado una leve subida. No se pudo llevar a cabo
ninguna tarea y la sensación de que algo inminente estaba a punto de
acontecer invadía a todos los del barco.
La sirena sonaba ininterrumpidamente mientras el vigía atisbaba entre
los jirones de bruma. El capitán caminaba por la toldilla acompañado de sus
oficiales y, en un momento determinado, el tercer oficial habló mientras
señalaba las nubes de niebla. Todas las miradas siguieron su seña; vimos lo
que parecía ser una especie de línea negra que atravesaba la pálida blancura
de los vapores. No se parecía a nada en concreto, pero nos recordaba un
poco a una enorme cobra erguida sobre la cola. Se evaporó mientras la
observábamos. El grupo de oficiales evidenció gran desconcierto; parecían
no ponerse de acuerdo entre ellos. Entonces, mientras discutían, oí la voz
del segundo oficial:
—No es nada —dijo—. Ya he visto antes cosas similares en medio de
las brumas, pero al final siempre han resultado ser fantasías.
El tercer oficial sacudió la cabeza y contestó algo que no pude oír, pero
ya no se hicieron más comentarios. Por la tarde fui abajo a dormir un poco
y, al volver a cubierta con las ocho campanadas[6], descubrí que la bruma
aún no nos había abandonado; es más, parecía haberse espesado algo.
Hansard, que había estado tomando la temperatura del agua mientras yo me
encontraba abajo, me comunicó que ésta había subido tres grados y que el
viejo estaba de un humor raro. Cuando dieron las tres campanadas, me
dirigí a la proa para echar un vistazo por encima de las amuras y charlar un
poco con Stevenson, que estaba de vigía. Cuando llegué al extremo del
castillo de proa me incliné sobre la baranda y eché un vistazo a las aguas.
Stevenson se aproximó, quedándose a mi lado.
—Qué raro es todo esto —refunfuñó.
Luego permaneció en silencio durante un rato; ambos parecíamos
hipnotizados por la reluciente superficie del mar. De pronto, surgiendo de
las profundidades, justo delante de nosotros, apareció una monstruosa cara
negra. Era como una caricatura espantosa de un rostro humano. Nos
quedamos petrificados mirándola; la sangre de mis venas pareció
convertirse en hielo al instante; me sentía incapaz de moverme. Pude
recuperar el control de mis actos con un terrible esfuerzo y, tras agarrar a
Stevenson por el brazo, descubrí que apenas podía emitir más que un
graznido, pues la facultad de hablar correctamente me había abandonado.
—¡Mira! —jadeé—. ¡Mira!
Stevenson siguió mirando el mar como si se hubiera convertido en una
estatua de piedra. Se inclinó un poco más sobre la baranda, como queriendo
examinar más de cerca aquella cosa.
—¡Señor! —exclamó—. ¡Es el diablo en persona!
Y entonces, como si el sonido de su voz hubiera roto un encantamiento,
la cosa desapareció. Mi compañero se quedó mirándome mientras me
restregaba los ojos, creyendo que me había quedado dormido y que aquella
espantosa aparición tan sólo había sido el producto de una terrible pesadilla.
Pero me bastó una simple mirada a mi compañero para quitarme de la
cabeza ese pensamiento. En su rostro se reflejaba un tremendo
desconcierto.
—Será mejor que vayas a popa y se lo digas al viejo —balbuceó.
Asentí, y le dejé en el castillo de proa mientras me dirigía hacia la popa
como en una especie de trance. El patrón y el primer oficial se hallaban en
el saltillo de la toldilla. Subí corriendo la escalera y les dije lo que había
visto.
—¡Majaderías! —se mofó el viejo—. Lo único que has visto es el
desagradable reflejo de tu propio rostro sobre las aguas.
Sin embargo, a pesar de arriesgarse a hacer el ridículo, me interrogó
más detenidamente. Por fin, ordenó al primer oficial que fuera a comprobar
si podía ver algo. Regresó al poco, y le comunicó al viejo que no había nada
extraño. Sonaron las cuatro campanadas y nos relevaron para tomar el té.
Cuando volví a la cubierta descubrí que los hombres se arracimaban hacia
la proa. Estaban hablando de la cosa que habíamos visto Stevenson y yo.
—Supongo, Darky, que no se trataría de un reflejo, ¿verdad? —me
preguntó uno de los marineros más viejos.
—Pregúntale a Stevenson —le respondí mientras seguía mi camino
hacia popa.
Con el tañido de las ocho campanadas volví a mi turno de guardia en
cubierta, y descubrí que no había ocurrido ninguna cosa digna de mención.
Pero, casi una hora antes de la medianoche, al primer oficial le entraron las
ganas de fumar y me mandó que fuera a su camarote para traerle una caja
de cerillas con la que poder encender su pipa. Apenas me llevó un minuto
descender por la escalerilla cubierta de latón, regresar a popa y entregarle el
deseado artículo. Abrió la caja, tomó un fósforo y lo prendió en la suela de
la bota. Pero mientras lo hacía, un grito apagado se elevó en medio de la
noche. Luego se escuchó un clamor ronco, como los rebuznos de un asno,
pero considerablemente más profundos, y que portaban una terrible nota de
humanidad.
—¡Buen Dios! ¿Has oído eso, Darky? —preguntó el primer oficial
sobrecogido.
—Sí, señor —le contesté, casi sin atender a lo que me decía, pues estaba
escuchando atentamente por si se repetían aquellos extraños sonidos.
De repente, el terrible mugido volvió a oírse claramente. La pipa del
primer oficial cayó sobre la cubierta con un golpe sordo.
—¡Corre a la proa! —gritó—. ¡Deprisa! Dime si puedes ver algo.
Corrí a toda velocidad, con el corazón latiendo desaforadamente en mi
garganta. Todos los hombres del turno de guardia se encontraban sobre el
castillo de proa, arremolinados alrededor del vigía. Hablaban y gesticulaban
como locos. Pero enseguida se callaron y me lanzaron miradas interrogantes
mientras me abría paso entre ellos.
—¿Habéis visto algo? —grité.
Pero antes de que pudiera recibir cualquier respuesta, el terrible mugido
volvió a estallar en medio de la nada, profanando la noche con su coro
infernal. A pesar de la bruma que nos envolvía, parecía provenir de un sitio
muy concreto. Y, sin duda, sonaba más cerca. Me demoré un rato para
asegurarme de su procedencia y después volví corriendo hacia la popa a dar
parte al primer oficial. Le dije que no habíamos podido ver nada, pero que
el sonido venía directamente de delante. Nada más oír esto, ordenó al
timonel que virara un par de grados. Al rato, un grito escalofriante se elevó
en medio de la noche, seguido al instante por aquella especie de rebuznos.
—¡Está muy cerca por la proa, hacia el costado de estribor! —exclamó
el primer oficial, mientras le indicaba al timonel que virara un poco más.
Luego llamó a la guardia y corrió hacia proa, aflojando a su paso las
brazas de sotavento. Una vez reorientadas las vergas con respecto a la
nueva derrota, regresó a popa y se inclinó sobre el pasamanos escuchando
con atención. Los minutos parecían horas y el silencio permaneció
inalterable. De repente, los sonidos retornaron y estaban tan cerca que casi
parecían provenir de a bordo. Esta vez observé una extraña nota retumbante
que se mezclaba con los rebuznos. Y un par de veces se produjo un sonido
que sólo puede ser descrito como una especie de «gug, gug». Luego hubo
un siseo jadeante, similar al que producen los asmáticos al respirar.
La luna seguía brillando lánguidamente entre los vapores, aunque me
dio la sensación de que era un poco menos espesa. El primer oficial me
agarró del hombro cuando los ruidos volvieron a elevarse y desaparecer de
nuevo. Ahora parecían provenir de un sitio concreto por el costado del
barco. Todos los ojos en cubierta intentaban horadar la niebla sin resultado.
De pronto, uno de los hombres gritó que una cosa larga y oscura se había
deslizado hacia popa entre la bruma. De ella se elevaban cuatro torres
difusas y fantasmagóricas que parecía ser mástiles, cuerdas y velas.
—¡Un barco! ¡Es un barco! —gritamos excitados.
Me volví hacia el señor Gray; también él había visto algo, y ahora
miraba la estela que se dibujaba por la popa. La visión del extraño objeto
había resultado tan fugaz, fantasmagórica e irreal que no estábamos seguros
de haber avistado una nave material, y pensamos que lo que en realidad
habíamos contemplado era algún buque fantasma como el Holandés
Errante[7]. Las velas chasquearon de repente, los puños metálicos de las
escotas percutieron sobre las regalas con un golpe sordo. El primer oficial
levantó la vista a la arboladura.
—El viento está disminuyendo —gruñó enfadado—. ¡A este paso jamás
saldremos de este lugar infernal!
El viento desapareció poco a poco, y pronto nos encontramos en medio
de una calma chicha; ningún sonido quebraba aquel silencio mortal excepto
el tamborileo continuo de los tomadores de los rizos al vibrar suavemente
sobre las olas. Las horas pasaron, la guardia fue relevada y yo bajé a
descansar un poco. Volvieron a llamarnos con las siete campanadas y,
mientras iba por la cubierta en dirección a la cocina, observé que la niebla
era menos espesa y el calor más llevadero. Al sonar las ocho campanadas,
relevé a Hansard en la tarea de adujar los cabos. De él supe que la bruma
había comenzado a disiparse cuando dieron las cuatro campanadas y que la
temperatura del mar había descendido cuatro grados.
A pesar de que los vapores ya no eran tan densos, tuvo que pasar otra
media hora más hasta que pudimos ver algo de los mares circundantes. Aún
había restos oscuros diseminados por la superficie del agua, pero el
burbujeo había cesado. El océano tenía un extraño aspecto de desolación. A
veces, algún jirón de bruma se deslizaba por encima del mar, retorciéndose
y ondulando sobre la calma superficie, hasta perderse en la neblina que aún
ocultaba el horizonte. Unas columnas de vapor se erguían aquí y allá, como
pilares, lo cual me hizo pensar que el mar aún seguía muy caliente en
algunas zonas. Crucé la cubierta hasta el costado de estribor para echar un
vistazo y descubrí que las condiciones atmosféricas eran similares a las que
había contemplado por el lado de babor. El aspecto desolado del mar me
hizo sentir frío, aunque el aire resultaba muy cálido y bochornoso. El
primer oficial, encaramado en el saltillo de la toldilla, me ordenó que le
llevara los prismáticos.
Se los subí, los cogió y fue hasta el pasamanos del coronamiento de
popa. Se quedó allí un rato limpiando las lentes con un pañuelo. Después se
los llevó a los ojos y examinó con intensidad las brumas que se elevaban
por detrás de nuestra popa. Me quedé mirando un tiempo la zona a la que el
primer oficial dirigía los prismáticos. Entonces, una cosa sombría comenzó
a extenderse en la lejanía. Tras observarla detenidamente, pude distinguir
los contornos de un navío que iba tomando forma entre los vapores.
—¡Mire eso! —grité, pero antes incluso de acabar la frase, la niebla se
difuminó un poco más dejando al descubierto un gran barco de cuatro palos,
con todas las velas desplegadas, que flotaba totalmente en calma a varios
cientos de metros de nuestra popa. Y entonces, como el telón que se abre
para luego volver a caer enseguida, la niebla se cerró una vez más,
ocultando de la vista aquella extraña embarcación. El primer oficial estaba
muy nervioso, y caminaba de un lado a otro de la toldilla con pasos largos y
entrecortados, parando con frecuencia para examinar con los prismáticos la
zona nebulosa por la que había desaparecido el buque de cuatro palos. Poco
a poco, la bruma volvió a disiparse y pudimos ver la nave con mayor
claridad, y entonces tuvimos un presentimiento sobre la causa de aquellos
aterradores sonidos que se habían elevado en medio de la noche.
El primer oficial estuvo observando el barco en silencio durante un rato
y, mientras miraba, creció en mí la sensación de que, a pesar de la bruma,
podía detectar una especie de movimiento en sus cubiertas. Pasado un
tiempo, la duda se convirtió en certeza y también descubrí que el agua
estaba revuelta a su alrededor. De pronto, el primer oficial dejó los
prismáticos sobre el cubichete del timón y me pidió que le trajese el
megáfono. Bajé corriendo la escalerilla y pronto volví a su lado con la
bocina.
El primer oficial se la llevó a los labios, tomó aire y lanzó un
llamamiento de aviso a través de las aguas que habría despertado a los
muertos. Esperamos la respuesta con nerviosismo. Al rato, del barco surgió
un gruñido hueco y profundo que cada vez se fue haciendo más fuerte,
hasta que nos dimos cuenta de estar escuchando los mismos rebuznos de la
noche anterior. El primer oficial se quedó aterrorizado ante la contestación
que había obtenido su llamada; con voz apenas más fuerte que un leve
susurro me pidió que avisara al viejo. Atraídos por los gritos del oficial y
por la sobrenatural respuesta, los hombres del turno de guardia se habían
ido acercando a la popa y ahora estaban agrupados alrededor del palo de
mesana para poder observar mejor los acontecimientos.
Tras llamar al capitán regresé a popa y vi que el segundo y el tercer
oficial estaban hablando con el primero. Todos se afanaban examinando a
nuestro extraño consorte, que estaba medio oculto entre los vapores, e
intentaban buscar una explicación a los fenómenos que se habían
desarrollado durante las últimas horas. El capitán apareció al rato, llevando
su telescopio en las manos. El primer oficial le hizo una breve reseña de
todo lo sucedido y le entregó el megáfono. El viejo me dio el telescopio
para que se lo sujetara y llamó a la sombría embarcación. Todos nos
quedamos sin respiración cuando volvimos a escuchar aquella terrible
algarabía que se elevaba en el aire tranquilo de la madrugada como
respuesta a las llamadas del capitán. Éste bajó el megáfono y se quedó
petrificado con una expresión de espanto y sorpresa en el rostro.
—¡Por Dios! —exclamó—. ¡Qué infame coro!
Entonces el tercer oficial, que había estado examinando el barco con sus
prismáticos, rompió el silencio.
—¡Mirad! —espetó—. El viento comienza a soplar de popa.
Ante aquellas palabras, el capitán levantó la vista a la arboladura y
luego todos nos pusimos a mirar cómo la superficie del mar comenzaba a
rizarse.
—El paquebote tiene el viento a favor —dijo el capitán—. ¡Estará a
nuestra altura en menos de media hora!
Un poco después, el banco de niebla había llegado a unos cien metros
del coronamiento de popa. Podíamos ver al extraño navío entre los jirones
de bruma que se extendían por sus costados. El viento volvió a caer tras una
breve ráfaga, pero nosotros seguíamos mirando fascinados y descubrimos
que el agua comenzaba a agitarse de nuevo hacia la popa de nuestro extraño
consorte. Sus velas se sacudieron y volvió a deslizarse lentamente hacia
nosotros. La enorme embarcación de cuatro palos fue acercándose a un
ritmo constante según iban transcurriendo los segundos. La suave brisa que
la empujaba llegó hasta nosotros y, con un perezoso chasquido de la velas,
también nuestra nave comenzó a deslizarse suavemente sobre la superficie
de aquel mar extraño. El paquebote apenas se encontraba ahora a cincuenta
metros de nuestra popa y se aproximaba constantemente, dando la
sensación de que podía adelantarnos con facilidad. Según se acercaba orzó
bruscamente, tomando el viento con las velas caídas a barlovento.
Miré hacia el coronamiento de popa de la embarcación, intentando
descubrir la figura del timonel, pero la niebla se arremolinaba más allá de la
cubierta principal, haciendo que los contornos del otro lado resultaran
borrosos. Volvió a ceñirse al viento con un rechinar de cadenas sobre sus
vergas de hierro. Nosotros, mientras tanto, habíamos comenzado a
deslizarnos con mayor velocidad, pero estaba claro que la otra embarcación
era más marinera, pues enseguida estuvo a tiro de piedra de nuestra
posición. El viento refrescó rápidamente y la niebla comenzó a disiparse, de
manera que pronto pudimos ver con claridad sus mástiles y jarcias. El
patrón y los oficiales la observaban atentamente cuando, casi al mismo
tiempo, todos lanzamos una exclamación de espanto.
—¡Dios mío!
Y nuestros miedos estaban totalmente justificados, pues arracimados
sobre las cubiertas del buque se hallaban los seres más espantosos que
jamás he visto. A pesar de su apariencia extraña y sobrenatural, tenían algo
que me resultaba vagamente familiar. Entonces supe que el rostro que
Stevenson y yo habíamos visto la noche anterior pertenecía a uno de
aquellos seres. Sus cuerpos tenían cierta similitud con los de una foca,
aunque resultaban de una blancura cadavérica. El extremo inferior de
aquellas entidades finalizaba en una especie de cola curvada sobre la que
parecían ser capaces de mantenerse erguidas. En lugar de brazos tenían dos
largos tentáculos serpenteantes rematados por unas manos cuya apariencia
era tremendamente humana, si bien estaban armadas de garras en lugar de
uñas. ¡En verdad, el aspecto de aquellas parodias de seres humanos
resultaba espantoso!
Tanto los rostros como las extremidades delanteras eran de color negro,
y sus facciones resultaban repulsivas y grotescamente humanoides; la
mandíbula inferior se cerraba por encima de la superior, como las fauces de
un pulpo. He visto nativos de determinadas tribus que tienen rostros
extraordinariamente similares, pero ninguno de ellos podría haberme hecho
sentir el espanto y la repugnancia que me transmitían aquellas criaturas de
aspecto bestial.
—¡Qué seres más diabólicos! —estalló el capitán con asco.
Tras pronunciar estas palabras, se volvió hacia sus oficiales y, mientras
lo hacía, vi que la expresión de sus rostros mostraba a las claras que todos
intuían el significado de la presencia de aquellas diabólicas bestias. Si,
como sin duda era el caso, aquellas criaturas habían abordado la nave y
destruido a su tripulación, ¿qué les impediría hacer lo mismo con nuestra
propia embarcación? Éramos menos y nuestro navío considerablemente
más pequeño; cuanto más pensaba en ello menos me gustaba el cariz de los
acontecimientos.
Pudimos ver el nombre del barco grabado en uno de los costados de la
proa: Scottish Heath[8]. El mismo nombre aparecía en los botes salvavidas
y, entre corchetes, la ciudad de Glasgow, lo cual quería decir que procedía
de aquel puerto. Resultaba una extraordinaria coincidencia que tuviera
todas las velas desplegadas y las vergas convenientemente orientadas, de
manera que, como ya lo habíamos comprobado antes, debía haber estado
navegando a la deriva con todo el trapo en facha. Y ahora, empujada por la
suave brisa, podía navegar a nuestro lado a pesar de que no hubiera nadie a
la rueda del timón. Pero parecía gobernarse a sí misma y, aunque a veces
daba violentos bandazos, jamás dejó de deslizarse hacia delante. Mientras la
observábamos vimos una sucesión de movimientos bruscos en las cubiertas
y varios de aquellos seres se zambulleron en el agua.
—¡Mirad! ¡Mirad! Nos han descubierto. ¡Vienen a por nosotros! —gritó
el primer oficial.
Y era completamente cierto; un enjambre diabólico se zambullía en el
mar, ayudándose de sus largos tentáculos. Se acercaban, cientos de bestias
brutales que nadaban en hordas hacia nosotros. El barco se deslizaba a tres
nudos de velocidad, de otra manera nos habrían alcanzado en pocos
minutos. Pero las criaturas no se desanimaban y, poco a poco, iban
ganándonos terreno. Los largos tentáculos que hacían las veces de
extremidades superiores surgían del agua a centenares y las bestias más
cercanas apenas estaban ya a varios metros del barco. Entonces el viejo
reaccionó y gritó a los oficiales que trajeran la media docena de alfanjes que
componían el arsenal del barco. Luego, volviéndose hacia mí, me ordenó
que bajara a su camarote y le trajera los dos revólveres que guardaba en el
cajón de arriba de su mesa, junto con una caja de cartuchos que también
estaba allí.
Cuando volví con las armas, las cargó y le tendió una al primer oficial.
Mientras tanto, nuestros perseguidores seguían aproximándose, y pronto
media docena de aquellas criaturas se situaron justo debajo de donde nos
encontrábamos. El capitán se inclinó en el acto sobre la barandilla y vació
el cargador de la pistola sobre ellos, aunque sin ningún resultado aparente.
Debió darse cuenta de que sus esfuerzos eran inútiles pues no volvió a
recargar el arma.
Por entonces, varias docenas más de aquellas bestias nos habían
alcanzado. Sus tentáculos se irguieron en el aire, asiéndose a la barandilla.
El tercer oficial se puso a gritar y vi que era rápidamente arrastrado hacia el
pasamanos por un tentáculo que le rodeaba el torso. El segundo oficial tomó
uno de los alfanjes y se puso a dar tajos a la extremidad. Un chorro de
sangre salpicó el rostro del tercer oficial, que cayó sobre la cubierta.
Surgieron más tentáculos que se agitaban en el aire, pero ahora parecían
encontrarse a varios metros de distancia de nuestra popa. El agua empezó a
aclararse rápidamente entre nosotros y las criaturas que nos perseguían, y
todos lanzamos un grito de júbilo. Pronto supimos el motivo: se había
levantado una fuerte brisa que nos empujaba hacia delante y que había
sorprendido mal dispuesto al Scottish Heath, haciendo que nuestra nave
progresara y la otra no, de manera que pronto dejamos atrás aquella
embarcación repleta de monstruos. El tercer oficial se puso en pie aturdido
y, mientras lo hacía, algo cayó golpeando la cubierta. Me agaché y cogí
aquella cosa, que resultó ser el trozo de tentáculo que había cortado el
segundo oficial. Lo arrojé al mar con una mueca de repugnancia, pues no
quería conservar ningún recuerdo de aquella terrible experiencia.

Tres semanas más tarde arribamos al puerto de San Francisco. Allí el


capitán hizo un parte detallado de todo lo sucedido y se lo entregó a las
autoridades, que mandaron una lancha cañonera para investigar. La
embarcación regresó al puerto seis semanas después, informándonos de que
no había podido encontrar ningún rastro del buque ni de las espantosas
criaturas que se habían apoderado de él. Y desde entonces, que yo sepa,
jamás se ha vuelto a hablar del Scottish Heath, barco de cuatro palos que
fue avistado por última vez en posesión de unas bestias que podían ser
descritas como demonios del mar.
Que aún navegue por los mares gobernado por una tripulación infernal,
o que algún huracán lo haya enviado a las profundidades, a su última
morada bajo las olas, es algo que nosotros tan sólo podemos conjeturar.
Pero quizás, alguna embarcación, varada en medio de una noche neblinosa
y fantasmal, aún puede llegar a escuchar unos gritos y gruñidos extraños
que se elevan por encima del susurro del viento. Que se pongan en guardia
entonces, pues es posible que los demonios del mar no anden lejos.
UNA VOZ EN LA NOCHE
William Hope Hodgson

Era una noche oscura, sin estrellas. Nos hallábamos en


plena calma chicha en el Pacífico Norte. Desconozco
nuestra posición exacta, pues llevábamos una interminable
y tediosa semana sin poder ver el sol, siempre oculto detrás
de un fino manto de bruma que flotaba a nuestro alrededor,
sobre la parte alta de los mástiles, y que descendía de vez en
cuando para ocultarnos la superficie del mar.
Debido a la ausencia total de viento, habíamos fijado la caña del timón
y, en ese momento, me encontraba solo en la cubierta. La tripulación,
formada tan sólo por dos hombres y un muchacho, dormía en la cabina de
proa, y Will —mi amigo y patrón de nuestro pequeño barco— se
encontraba en la parte de babor del diminuto camarote de popa.
De pronto, escuché un saludo que surgió de entre la oscuridad que nos
rodeaba.
—¡Ah de la goleta!
La sorpresa que me causó aquel inesperado grito fue tal que no acerté a
contestar al instante.
El grito volvió a repetirse; lo producía una voz extraña, profunda, casi
inhumana, y provenía de algún lugar de entre las tinieblas marinas que nos
circundaban, por el costado de babor:
—¡Ah de la goleta!
—¡Hola! —respondí, una vez hube salido de mi aturdimiento inicial—.
¿Quién es? ¿Qué quiere?
—No tiene nada que temer —respondió la extraña voz, que
seguramente había advertido cierto tono de sorpresa en mis palabras—.
Sólo soy un pobre… viejo.
Aquella pausa entrecortada me resultó bastante extraña; sólo más
adelante comprendí su verdadero significado.
—Entonces, ¿por qué no se acerca un poco más al barco? —le pregunté
con firmeza, pues no me había hecho gracia que se hubiera dado cuenta de
mi turbación.
—Yo… yo… no puedo. Resultaría peligroso. Yo… —la voz se quebró y
volvió a reinar el silencio.
—¿Qué quiere decir? —pregunté, cada vez más asombrado—. ¿Por qué
habría de ser peligroso? ¿Dónde está usted?
Quedé a la escucha durante un rato, pero nadie respondió. Entonces,
espoleado por una repentina aunque imprecisa sospecha, mi dirigí a toda
velocidad a la bitácora y así el farolillo. Al mismo tiempo golpeé varias
veces con el tacón sobre la cubierta para despertar a Will. Pronto estuve de
nuevo junto a la borda, levanté el farol y proyecté un haz de amarillenta luz
sobre la silenciosa inmensidad que se extendía al otro lado de la barandilla.
Entonces escuché un grito entrecortado y sordo, seguido de un breve
chapoteo, como si alguien hubiera hundido los remos en el agua
precipitadamente. Pero, aparte de eso, no podría decir que hubiera visto
nada, aunque en un primer momento tuve la sensación de que allí había
habido algo flotando sobre el mar, algo que acababa de desaparecer.
—¡Eh, oiga! —grité—. ¡Se puede saber qué clase de broma es ésta!
Pero la única respuesta que obtuve fue el rumor hueco de un bote de
remos perdiéndose en la noche.
Luego oí la voz de Will que salía a través de la escotilla de popa:
—¿Qué sucede, George?
—¡Sube, Will! —le dije.
—¿Qué quieres? —preguntó mientras se acercaba andando por la
cubierta.
Le conté el extraño incidente. Me preguntó sobre ciertos detalles;
después nos quedamos en silencio. Al cabo de un rato, Will se llevó las
manos a la boca y gritó:
—¡Ah, los del bote!
Escuchamos una voz apagada que provenía de bastante lejos y mi amigo
repitió la llamada. Poco después, tras un corto silencio, volvimos a escuchar
el sordo chapoteo de unos remos que se acercaban y Will volvió a gritar.
En esta ocasión sí se produjo una respuesta:
—Aparten esa luz.
—Debe estar loco si se cree que voy a hacerlo —murmuré; pero Will
me indicó con un gesto que la apartara, así que la deposité sobre la cubierta,
tras las amuradas.
—Acérquese —le pidió Will, y volvimos a escuchar el chapoteo de los
remos. Luego, cuando el bote debía encontrarse a unos seis metros de
distancia, el sonido cesó.
—Arrímese al costado del barco —exclamó Will—. ¡No tiene por qué
recelar de nosotros!
—¿Me prometen que no volverán a sacar la luz?
—¿Qué le pasa? —estallé—. ¿Por qué tiene un miedo tan atroz a la luz?
—Es debido a… —comenzó la voz, pero se detuvo bruscamente.
—¿Debido a qué? —pregunté enseguida.
Will me puso la mano en el hombro.
—Espera un momento, hombre —me susurró al oído—. Déjame a mí.
Mi amigo se inclinó un poco más sobre la borda.
—Escuche, caballero —dijo—, comprenda que se trata de un asunto un
tanto extraño: usted, llegando de esta manera hasta nuestra embarcación,
que está varada en mitad del bendito Océano Pacífico. ¿Cómo podemos
estar seguros que no se trata de un truco? Usted dice que viene solo; ¿cómo
vamos a creerle si no nos deja echarle un vistazo? Y, además, ¿qué tiene en
contra de la luz?
Cuando Will terminó de hablar, volví a escuchar el chapoteo de los
remos seguido de la voz, pero esta vez ambos sonidos llegaban de más lejos
y las palabras del extraño sonaron patéticas, como si estuviera al borde de la
desesperación.
—¡Perdonen… perdonen! No debería haberles molestado… pero es que
estoy tan hambriento, y… y ella también.
La voz se perdió en la noche mientras los remos, con un ritmo regular,
volvieron a chapotear sobre las aguas.
—¡Deténgase! —gritó Will—. No quiero que se vaya. ¡Regrese! No
sacaremos la luz, si eso le molesta.
Se volvió hacia mí.
—Esta situación es condenadamente absurda, pero supongo que no
corremos ningún riesgo.
Su tono de voz era más bien interrogante, así que le di mi opinión:
—No. Me da la sensación de que el pobre diablo ha debido naufragar
cerca de aquí y, al parecer, ha perdido el juicio.
El sordo chapoteo de los remos se acercó de nuevo.
—Vuelve a poner el farolillo en la bitácora —dijo Will.
Mi amigo se asomó por encima de la barandilla y se quedó a la escucha.
Dejé el farolillo en su sitio y regresé junto a él. El chapoteo de los remos se
detuvo a unos diez metros del casco del barco.
—¿No va a acercarse al costado ahora? —le preguntó Will en un tono
conciliador—. He ordenado que vuelvan a poner el farolillo en la bitácora.
—Yo… no puedo —respondió la voz—. No me atrevo a acercarme más.
Ni tan siquiera creo que pueda pagarles las… provisiones.
—No se preocupe… —le dijo Will dubitativo—. Cuente con todos los
víveres que pueda acarrear… —y volvió a dudar.
—Es usted muy generoso —exclamó la voz—. El buen Dios, que todo
lo comprende, sabrá recompensarle… —concluyó en un tono entrecortado.
—¿Y la… señora? —le soltó Will de repente—. ¿Está con…?
—Se ha quedado en la isla —dijo la voz.
—¿Qué isla? —le espeté.
—No sé cómo se llama —respondió—. ¡Quiera Dios que…! —
exclamó, pero enseguida reprimió sus palabras.
—Podríamos mandar un bote y traerla aquí —sugirió Will entonces.
—¡No! —atajó la voz, extraordinariamente alarmada—. ¡No, por Dios!
Se produjo un silencio, y después añadió, como queriendo justificarse:
—Me arriesgué a venir acuciado por nuestra situación de extrema
necesidad… porque ya no podía seguir soportando su agonía.
—Lo siento; me he portado como un patán insensible —exclamó Will
—. Espere un segundo, quienquiera que sea, y veré qué puedo conseguirle.
Mi amigo regresó al cabo de unos minutos cargado con diversas
conservas, y se detuvo un momento sobre la barandilla.
—¿No va a acercarse a recogerlas? —preguntó.
—No… no me atrevo —tartamudeó la voz, y me pareció advertir en ella
una especie de ansiedad contenida, como si el que así hablaba reprimiera un
deseo irresistible. En ese instante pude darme cuenta de que el anciano que
se ocultaba en la noche, en medio de aquella oscuridad, sufría una auténtica
necesidad de lo que Will traía en los brazos, pero que, por alguna razón
inexplicable, reprimía el impulso de acercarse al costado del barco. Aquella
repentina revelación me llevó a pensar que en realidad nuestro invisible
visitante no estaba loco, sino que debía de estar soportando con gran
entereza un horror indescriptible.
—¡Por favor, Will! —exclamé, dominado por una mezcla de
sentimientos confusos entre los que prevalecía una profunda compasión—.
Mete todo en una caja y echémosla al agua para que le llegue flotando.
Y eso es lo que finalmente hicimos: tiramos la caja y la empujamos con
un bichero hacia la oscuridad. Al cabo de un minuto oímos un grito
entrecortado que provenía del misterioso visitante, prueba evidente de que
le había llegado el cajón.
Poco después se despedía, dirigiéndonos una bendición tan sentida que
sin duda resultó más que reconfortante para nuestros espíritus. Acto
seguido, sin más ceremonias, hundió los remos en el agua y se sumergió en
la oscuridad.
—Se ha ido bien pronto —apuntó Will, que parecía sentirse un poco
ofendido por este hecho.
—Espera un poco —le contesté—. Algo me dice que volverá. Parece
que tenía una tremenda necesidad de alimentos.
—¿Y la mujer? —preguntó Will. Se quedó en silencio durante un rato y
luego añadió:
—Es lo más raro que me ha pasado desde que me dedico a la pesca.
—Sí —dije y me quedé pensativo.
La noche siguió deslizándose, hora tras hora, y Will continuaba a mi
lado. Aquel extraño suceso le había desvelado por completo.
Estaba a punto de finalizar la tercera hora cuando volvimos a escuchar
el chapoteo de unos remos en mitad del silencioso océano.
—¡Escucha! —dijo Will, conteniendo la excitación.
—Regresa, tal y como lo imaginaba —murmuré.
El sordo chapoteo de los remos se aproximaba y me dio la sensación de
que ahora las paladas resonaban más largas y regulares. La comida ya había
producido efecto.
El rumor se detuvo a corta distancia de nuestra embarcación y aquella
voz peculiar volvió a elevarse entre las tinieblas.
—¡Ah de la goleta!
—¿Es usted? —preguntó Will.
—Sí —respondió la voz—. Tuve que irme enseguida porque… porque
realmente estábamos muy necesitados. La… señora se ha quedado en tierra
y les está muy agradecida. Dentro de poco estará aún más agradecida en…
el cielo.
Will empezó un amago de respuesta con voz nerviosa, pero titubeó y se
detuvo bruscamente. Yo guardé silencio. Me intrigaban las extrañas pausas
con las que se expresaba nuestro visitante y, aparte de la curiosidad, en ese
momento también me invadía una profunda compasión.
La voz prosiguió:
—Nosotros… ella y yo, hemos estado hablando mientras disfrutábamos
de los presentes de la caridad de Dios y de la de ustedes…
Will le interrumpió con palabras un tanto incoherentes.
—Le ruego que… no le quite importancia al gesto de caridad cristiana
que ha tenido conmigo esta noche —dijo la voz—. Puede estar seguro de
que Él se lo tendrá en cuenta.
Después se produjo un silencio que se prolongó durante un minuto, al
cabo del cual volvió a oírse la voz:
—Hemos estado hablando de… de lo que nos ocurrió. Habíamos
decidido llegar hasta el final sin contarle a nadie el horror que invadió
nuestras… vidas. Ella opina, y yo también, que lo que ha sucedido esta
noche es algo muy especial, un signo de que Dios desea que les revelemos
todo lo que hemos tenido que pasar desde… desde…
—¿Desde qué? —preguntó Will con deferencia.
—Desde que se hundió el Albatros.
—¡Ah! —exclamé involuntariamente—. Ese barco zarpó hace seis
meses de Newcastle con rumbo a Frisco[9] y desde entonces no se ha sabido
nada de él.
—Sí —confirmó la voz—. Pero a unos grados al norte del Ecuador se
vio envuelto en una espantosa tormenta y quedó desarbolado. Con las
primeras luces del alba se descubrió una considerable vía de agua y, horas
después, cuando retornó la calma, los marineros escaparon en los botes,
abandonando… abandonando a una mujer joven, mi prometida, y a mí en
un barco que se hundía.
»Estábamos abajo, recogiendo parte de nuestro equipaje, cuando nos
abandonaron. El pánico les hizo perder toda consideración humanitaria y,
cuando regresamos a la cubierta, nos encontramos con que los botes ya
estaban muy lejos, como unas pequeñas siluetas que se recortaban en el
horizonte. Pero no perdimos la esperanza, y decidimos construir una balsa.
Una vez que estuvo terminada, cargamos en ella lo más imprescindible,
debido a su escasa capacidad, varios recipientes con agua y unas
provisiones de galletas marinas. Cuando la nave estaba ya casi totalmente
anegada por el agua, subimos a la balsa y la impulsamos lejos del casco del
barco.
»Poco después me di cuenta de que la balsa seguía alguna especie de
corriente o marea que nos alejaba del navío. Tres horas después, según mi
reloj, el casco había desaparecido bajo las aguas, aunque los mástiles
tronchados permanecieron todavía a la vista durante algún tiempo. Al
atardecer el tiempo se tornó brumoso y así continuó durante toda la noche.
A la mañana siguiente aún nos encontrábamos inmersos en la niebla y el
viento y el mar seguían en calma.
»Durante cuatro días flotamos a la deriva en medio de aquella extraña
bruma, hasta que, la noche del cuarto día, empezamos a escuchar un rumor
de olas que rompían a lo lejos. Aquel rumor se fue haciendo más y más
claro y, pasada la medianoche, comenzamos a oírlo a ambos lados de la
balsa con cierta intensidad. Poco después entramos en una zona de oleaje
que hacía subir y bajar la balsa hasta que, al fin, el rugido de las rompientes
quedó atrás y tocamos aguas tranquilas.
»Cuando llegó el día, descubrimos que habíamos llegado a una especie
de enorme bahía, aunque en un primer momento no nos lo pareció porque, a
corta distancia de nuestra balsa y semioculto en la niebla, se alzaba el casco
de un gran barco velero. Mi prometida y yo nos pusimos de rodillas y dimos
gracias a Dios ante lo que creímos sería el fin de nuestros infortunios. Aún
nos quedaba mucho que aprender.
»La marea nos acercó a la nave y empezamos a gritar para que nos
subieran a bordo, pero nadie respondió a nuestras llamadas. Al cabo de un
rato la balsa chocó contra el costado del buque y descubrimos un cabo que
colgaba de lo alto. Me así a él e intenté trepar, cosa que no resultó nada
fácil, pues estaba impregnado de un hongo gris y mohoso que también teñía
de un color violáceo el costado del barco.
»Finalmente me aupé hasta la barandilla superior, la sorteé y me
encontré sobre la cubierta. Una buena parte de la superficie exterior de los
puentes se hallaba también invadida por aquella materia gris, que formaba
grandes manchas y concentraciones de uno o dos metros de espesor.
Aunque en aquel momento no le di una especial importancia, pues tan sólo
me preocupaba la posibilidad de encontrar seres vivos a bordo. Llamé, pero
no obtuve ninguna respuesta. Me acerqué al portalón que daba acceso al
castillo de popa, lo abrí y miré dentro. El interior despedía un intenso hedor
a cerrado, por lo que deduje que allí dentro no podía haber nada vivo y
cerré rápidamente la puerta; de pronto me había invadido un profundo
sentimiento de soledad.
»Regresé enseguida a la barandilla por la que había accedido al barco.
Mi… mi amada me esperaba tranquilamente sentada en la balsa. Cuando
vio que me asomaba por encima de la borda me preguntó si había
encontrado a alguien a bordo. Le dije que el barco tenía aspecto de llevar
abandonado desde hacía mucho tiempo, pero que intentaría encontrar una
escala o algo parecido para que pudiera subir a la cubierta y así
inspeccionar juntos la nave. Al poco de iniciar la búsqueda encontré una
escala de cuerda que colgaba del costado opuesto. La trasladé a la
barandilla e, instantes después, mi prometida se encontraba a mi lado.
»Recorrimos juntos los camarotes y compartimentos de popa, pero no
encontramos el menor indicio de vida en ellos. Por todas partes, incluso
dentro de los camarotes, se habían extendido las manchas de aquel extraño
hongo; pero no importaba mucho porque, como dijo mi amada, se podía
limpiar.
»Cuando nos convencimos de que el castillo de popa estaba vacío, nos
dirigimos a la proa, sorteando las repugnantes concentraciones de aquel
extraño cultivo. En la proa llevamos a cabo una inspección más minuciosa,
tras la cual no nos quedaron dudas de que estábamos completamente solos a
bordo.
»Después de asegurarnos a este respecto, volvimos a la parte posterior
del barco, buscamos un lugar adecuado y lo acondicionamos lo mejor que
pudimos. Limpiamos y arreglamos dos camarotes y después recorrí la nave
para ver si encontraba víveres. Tuvimos suerte, y le di las gracias a Dios de
todo corazón por ello. También encontré la bomba de agua potable y, tras
una pequeña reparación, descubrí que el agua que manaba de ella se podía
beber, aunque tenía un regustillo desagradable.
»Permanecimos varios días a bordo sin acercarnos a la costa. Nos
dedicamos a acondicionar el lugar para hacerlo lo más habitable posible.
Pero enseguida comprobamos que nuestra suerte no resultaba tan propicia
como habíamos imaginado: aquellas manchas mohosas y grises que con
tanto esmero habíamos raspado de las paredes y los suelos de los camarotes
y del salón se reproducían en los mismos lugares y casi con el mismo
tamaño de antes al cabo de tan sólo veinticuatro horas; este contratiempo no
sólo nos desmoralizaba, sino que nos producía un indefinible desasosiego.
»Pero no nos dimos por vencidos tan fácilmente. Volvimos a raspar los
brotes del mohoso hongo y esta vez rociamos también con ácido fénico los
espacios que ocupaban, aprovechando que habíamos encontrado una lata en
la despensa. Sin embargo, unos días más tarde, el hongo gris volvió a brotar
con renovado brío y además se extendió a otros lugares. Parecía como si al
manipularlo hubiéramos facilitado su desplazamiento y expansión.
»Al séptimo día, mi amada descubrió al despertar una mancha del
hongo que crecía sobre la almohada, muy cerca de su rostro. Se vistió
rápidamente y vino a mi encuentro. Yo estaba en la cocina, encendiendo el
hornillo para preparar el desayuno.
»—Ven un momento, John —me dijo, y la seguí hasta la popa. Cuando
contemplé aquel brote en la almohada sentí un escalofrío, y en aquel preciso
momento decidimos abandonar inmediatamente el barco y trasladarnos a la
playa, donde probablemente estaríamos más cómodos.
»Recogimos en un momento todas nuestras cosas y descubrí que
tampoco ellas se habían librado del hongo; una mancha incipiente se
extendía sobre uno de los chales de mi amada. Lo cogí y lo arrojé por
encima de la borda sin que ella se diera cuenta.
»Nuestra balsa no se había apartado del costado del buque, pero como
resultaba demasiado rústica para maniobrar adecuadamente con ella, solté
un pequeño bote salvavidas que colgaba amarrado a la popa y pusimos
rumbo a la playa. Conforme nos aproximábamos a la costa me fui dando
cuenta de que el hongo nefasto que nos había obligado a abandonar la nave
crecía allí libre y exuberante. En algunas zonas se habían formado
amontonamientos espantosos, inimaginables, y cuando eran azotados por el
viento, palpitaban y se estremecían como animados por una vida misteriosa.
En muchas partes adoptaban la forma de dedos gigantescos y en otras se
extendían como una capa uniforme, despejada y traicionera. Finalmente,
también crecía en algunos sitios con la apariencia de árboles grotescos y
rechonchos, terriblemente retorcidos y nudosos… Toda aquella extraña
flora se estremecía perversamente de tanto en tanto.
»Nuestra primera impresión fue que toda la extensión de la costa estaba
inundada por la floración de aquel hongo siniestro. Pero, poco después, nos
dimos cuenta de que estábamos equivocados, pues según recorríamos el
litoral en el bote, a escasos metros de la playa, divisamos una superficie
blanca que nos pareció arena fina, y arribamos a ella. No era arena. En
realidad no sé lo que era. Lo único que sabemos es que en esa superficie no
crece el hongo, a diferencia del resto de la isla donde, salvo en las pequeñas
zonas ocupadas por esa especie de arena, formando senderos y pequeños
claros cercados por la desoladora vegetación del hongo, no se encuentra
otra cosa que una abominable exuberancia grisácea.
»Les sería difícil comprender hasta qué punto nos sentimos felices por
haber encontrado un lugar totalmente libre del hongo. Dejamos allí nuestras
pertenencias y volvimos al barco para coger todo lo que pudiera sernos de
utilidad. Logré hacerme incluso con una vela de la nave, con la que
improvisé dos tiendas que nos sirvieron de refugio. Guardamos nuestras
cosas y nos instalamos en ellas. Transcurrieron así cuatro semanas sin
contratiempos; a decir verdad fueron semanas muy felices… porque…
porque estábamos juntos.
»Fue en el pulgar de su mano izquierda donde el hongo apareció por
primera vez. No era más que una mancha, semejante a un lunar gris. ¡Cielo
santo! ¡Fue terrible la angustia que invadió mi espíritu cuando me lo
enseñó! Limpiamos y desinfectamos la manchita con ácido fénico. Al día
siguiente examinamos el dedo de nuevo. El lunar gris había reaparecido.
Nos quedamos en silencio mirándonos a los ojos. Luego, sin decir palabra,
repetimos la operación de limpieza. Antes de concluir, ella rompió el
silencio:
»—¿Qué tienes en este lado de la cara, cariño? —su voz sonó aguda a
causa de la ansiedad. Me llevé la mano al rostro—. ¡Ahí!, junto a la oreja,
debajo del pelo… Un poco más arriba —mi dedo se posó finalmente en el
lugar indicado y entonces supe de qué se trataba.
»—Acabemos de limpiar primero tu lunar —le dije, y ella consintió,
porque no quería tocarme hasta que no estuviera desinfectada. Una vez que
le hube lavado y desinfectado el dedo, ella se ocupó de hacer lo mismo en
mi cara. Luego nos sentamos y estuvimos hablando seriamente de muchas
cosas, porque habían empezado a acosarnos pensamientos terribles. El
miedo a morir ya no era nuestra principal preocupación; podían ocurrimos
cosas peores. Pensamos en la posibilidad de cargar el bote con alimentos y
agua y hacernos de nuevo a la mar. Pero estábamos indefensos en muchos
sentidos y además… además ya nos encontrábamos contaminados por el
hongo. Finalmente decidimos quedarnos en la isla y que se hiciera la
voluntad de Dios. Optamos por esperar.
»Pasó un mes, dos, tres meses; nuestras manchas se extendieron y
aparecieron otras nuevas. Pero no nos dejamos vencer fácilmente por el
miedo y el avance del hongo resultaba muy lento, dentro de lo que cabía
esperar.
»A veces íbamos hasta la nave para traer algunas provisiones que
necesitábamos. En estas excursiones pudimos comprobar que los brotes
crecían allí de manera incesante. Uno de ellos, que se extendía por la
cubierta principal, se había desarrollado hasta alcanzar la altura de mi
cabeza.
»En aquellos días comprendimos que jamás saldríamos de la isla. El
hongo nos había contaminado y en el futuro debíamos evitar todo contacto
con seres humanos no infectados.
»Ante esta perspectiva, llegamos a la conclusión de que debíamos
racionar las provisiones y el agua; aún desconocíamos que no podríamos
vivir muchos más años.
»Por cierto, antes les dije que era un hombre viejo. No se puede decir
que lo sea si tenemos en cuenta mi edad, pero… pero…
La voz se quebró en su garganta, pero enseguida se repuso y continuó su
relato bruscamente:
—Como les decía, decidimos racionar nuestras reservas de alimentos,
pero en ese momento todavía no sabíamos lo escasas que eran. Unas
semanas después descubrí que todos los depósitos de pan que no habíamos
abierto, y que creí llenos, estaban vacíos, y que no teníamos más
provisiones que unas cuantas latas de carne y vegetales y algunas
conservas, aparte del pan que quedaba en el depósito que habíamos abierto.
»A la vista de esta escasez pensé en la manera de conseguir más
alimentos. Intenté pescar en la bahía, pero fue inútil. Este nuevo
contratiempo me sumió en la desesperación, hasta que se me ocurrió
intentarlo mar adentro, más allá de la bahía.
»Estas incursiones en el mar resultaron mucho más fructíferas, pero lo
que conseguía pescar resultaba insuficiente para apaciguar el hambre que
nos acuciaba. Entonces empecé a pensar que nuestro final llegaría de la
mano del hambre y del hongo que había infectado nuestros cuerpos.
»Ése era nuestro estado de ánimo cuando se cumplió el cuarto mes de
estancia en la isla. Entonces ocurrió algo terrible. Una mañana, regresaba
yo de la nave al filo del mediodía con un paquete de galletas que todavía
quedaba, cuando descubrí que mi amada se había sentado a la puerta de su
tienda y estaba comiendo algo.
»—¿Qué es eso, querida? —le grité desde la playa. Pero ella pareció
asustarse al oír mi voz, se volvió y tiró algo con disimulo al otro lado de la
zona arenosa. La cosa no llegó a salir del claro y yo, acuciado por un vago
presentimiento, me acerqué y lo recogí del suelo. Era un trozo de aquel
hongo gris.
»Me dirigí hacia ella con el pedazo en la mano y mi amada se puso muy
pálida, y luego se ruborizó. Al ver su rostro me sentí confuso y aterrado.
»—¡Amor mío! ¡Amor mío! —fueron las únicas palabras que acerté a
pronunciar. Entonces ella cayó abatida y lloró amargamente. Estuvo un rato
sollozando, y cuando logró calmarse me confesó que había probado un
poco el día anterior y que… y que le había gustado. Yo le hice jurar de
rodillas que no lo volvería a hacer por mucha hambre que pasáramos. Ella
me lo juró y me dijo que siempre había sentido una tremenda repugnancia
por el hongo, pero que de repente había experimentado un deseo
incontenible de probarlo.
»Aquel descubrimiento me había dejado aturdido y por mi cabeza
rondaban ideas siniestras, así que, llegada la tarde, decidí dar un paseo por
uno de aquellos tortuosos senderos, de superficie blanca y arenosa, que se
internaban entre la fungosa vegetación. Ya me había adentrado por uno de
ellos en otra ocasión, pero no demasiado. Esta vez, sumido en terribles
pensamientos, fui mucho más lejos.
»De repente, un extraño sonido ronco me sacó de mis cavilaciones. Me
volví rápidamente y descubrí que entre la maleza que había justo a mi
izquierda se movía una masa de forma bastante definida. Oscilaba con
movimientos regulares, como dotada de vida propia. Me quedé
observándola y de repente caí en la cuenta de que su forma era una grotesca
imitación del cuerpo de un ser humano, aunque un tanto deforme. Todavía
me encontraba bajo el efecto de la sorpresa, cuando se produjo un ruido
sordo, mórbido, como de algo que se desgarra, y me encontré con que una
de sus ramificaciones en forma de brazo se separaba del resto del follaje
fungoso y avanzaba hacia mí. El bulbo grisáceo que hacía las veces de
cabeza se inclinó hacia delante. Me quedé paralizado y estupefacto hasta
que aquel brazo infecto me acarició el rostro. Lancé un grito de pavor y me
alejé un trecho corriendo. Aquel roce me había dejado un sabor dulzón en
los labios. Me relamí y un deseo irrefrenable se apoderó de mí. Me volví a
un lado del sendero y arranqué una mata de vegetación fungosa. Luego
otra… y otra… Mi apetito era insaciable. Entonces, en pleno festín, mi
mente ofuscada se iluminó con el recuerdo de lo ocurrido aquella mañana.
Era Dios quien me enviaba aquella advertencia. Asqueado, tiré al suelo el
trozo que me estaba comiendo en ese momento. Después, terriblemente
avergonzado y con un peso enorme en la conciencia, regresé a nuestro
refugio.
»Creo que mi amada adivinó enseguida lo que acababa de ocurrir,
gracias a una extraordinaria intuición que era fruto del amor. Su gesto de
tierna comprensión me animó a relatarle mi pecado imperdonable. Pero le
oculté el siniestro suceso que lo había precedido, para ahorrarle un terror
“innecesario”.
»Mas yo, interiormente, no podía ignorarlo, y su insoportable recuerdo
alimentaba en mi imaginación un horror permanente: para mí era indudable
que aquella aparición revelaba el estado al que había quedado reducido uno
de los tripulantes del buque fondeado en la bahía, y que nuestro destino se
vería abocado al mismo desenlace abominable.
»Desde entonces no volvimos a acercarnos al nefasto alimento, aunque
se nos había metido en la sangre un irresistible apetito de él. Pero fue inútil;
el terrible castigo crecía ya en nuestros cuerpos, y el avance del hongo
infeccioso no se detuvo hasta apoderarse de nosotros. Todo intento por
controlarlo resultó infructuoso, y de ese modo… de ese modo… mi
prometida y yo, que siempre fuimos dos seres humanos, nos convertimos
en… Bueno, qué más da, ya nada importa. Aunque… ¡nosotros éramos un
hombre y una mujer!
»Y, cada día que pasa, nuestra batalla por contener el irresistible deseo
de ingerir el hongo se hace más aterradora.
»Hace una semana que se nos acabaron las galletas, y sólo he logrado
pescar tres peces desde entonces. Esta tarde había salido a mar abierto para
ver si encontraba algo de pesca, cuando vi aparecer entre la bruma una
goleta, la suya. Les llamé… y ya conocen el resto. Que Dios, en su infinita
bondad, les bendiga por la caridad que han demostrado hacia una… hacia
una pobre pareja de almas condenadas.
Un remo batió el agua… después otro.
Luego escuchamos aquella voz por última vez, perdiéndose en medio de
aquella niebla fúnebre y espectral.
—¡Qué Dios les bendiga! ¡Adiós!
—Adiós —respondimos al unísono con la voz entrecortada y el corazón
encogido por una intensa emoción.
Miré hacia el cielo y observé que el alba empezaba a clarear.
Un rayo perdido penetró débilmente en la niebla e iluminó con un tenue
reflejo el bote que se alejaba. Distinguí borrosamente algo que se
bamboleaba entre los remos. Tenía el aspecto de una esponja, una esponja
desproporcionada, grisácea y tambaleante, y traté inútilmente de diferenciar
el punto en el que la mano se asía al remo. Mis ojos buscaron otra vez la…
cabeza. Se había inclinado hacia delante al tiempo que los remos
retrocedían para dar un nuevo impulso a la embarcación. Las palas se
hundieron en el agua, el bote desapareció del claro de luz y aquel… aquel
ser se desvaneció estremeciéndose en medio de la bruma.
Philip M. Fisher
(1891-¿?)

De los cinco cuentos escritos por Philip M. Fisher para Famous


Fantastic Mysteries en la década de los veinte, cuatro eran historias
sobrenaturales con fondo marinero. Poco más se sabe de este escritor pulp
que desarrolló su principal actividad narrativa durante los años veinte y
cuarenta, desapareciendo luego de la escena literaria. Entre sus cuentos
podemos destacar: The Strange Case of Lemuel Jenkins, Lights, The Lady of
the Moon, The Ship of Silent Men, The Devil of the Western Sea, Beyond the
Pole y el que aquí presentamos, Fungus Isle (La isla de los hongos), que
puede ser perfectamente leído como una especie de continuación a Una voz
en la noche, de William Hope Hodgson, autor por el que Fisher estaba muy
influenciado.
LA ISLA DE LOS HONGOS
Philip M. Fisher

Capítulo I

Incluso mientras me arrastraba por la suave ladera de la


playa, tosiendo y jadeando, con los pulmones anegados
intentando echar fuera el agua abrasadora y respirar un poco
de aire fresco, sentí algo sobrenatural que se escondía en los
matorrales que había justo enfrente. No me asustaba
demasiado; mis miedos, que habían aparecido con las
primeras ráfagas del huracán, se esfumaron cuando la goleta chocó contra el
arrecife de coral y llegó el momento de la acción. Incluso la sospecha de
tiburones al acecho no hizo que retornasen. Y ahora, con la tierra firme bajo
mis pies, el miedo era una emoción muy lejana.
Mientras subía con gran esfuerzo, apenas le di importancia a aquella
sensación. Mis preocupaciones se centraban en otras cosas: mis camaradas
de a bordo, la pérdida del Emerald Spray. Me puse a maldecir la desgracia
que con tanta malevolencia nos había perseguido desde nuestro
descubrimiento, meses atrás, en las planicies abrasadoras del oeste de
Australia, del tronco petrificado que resplandecía con los verdes, escarlatas
y azules pulsantes del ópalo flamígero. Volví a tener amargas visiones de
riqueza y venganza, y soñé que podía recuperar nuestro tesoro de las manos
de aquellos guardianes negros que habían huido con él a través de aguas
poco conocidas hacia sus refugios en la degenerada Macao.
Sí, aún mantenía esa leve esperanza. Pero parecía que pronto tendría
que olvidarla. Había algo ahí arriba, encima de mí, algo raro. ¿Por qué, si
no, tenía aquella extraña y fantasmagórica sensación de amenaza?
Escudriñé con intensidad la negra barrera de vegetación que tenía
enfrente mientras me arrastraba. Mis ojos ardientes de sal no detectaron
ningún movimiento. ¿Y además, qué cosa que se moviera, animada o no
animada, podía transmitir aquella atmósfera de vaga inquietud? Sabía el
lugar exacto en el que nos encontrábamos antes de que el huracán nos
sorprendiera. Existían cientos de islas repartidas por las aguas meridionales
de Nueva Guinea, muchas de ellas inexploradas. Pero todas eran iguales,
todas tenían un origen coralino, todas estaban protegidas por arrecifes de
coral y cubiertas de cocoteros que se mecían al viento. Todas eran iguales, y
lo único que podía producir miedo era su soledad; no había serpientes, ni
bestias, ni presencia humana. Y esta tierra, este islote, no era más que otro
en medio de la cadena.
Me sorprendí a mí mismo mientras intentaba deshacerme de esta
extraña sensación de inquietud que crecía en mi interior. Me decía que era
una estupidez, que había otras muchas cuestiones importantes en las que
preocuparse. Douglas Gordon, con el cual había compartido las penurias y
el agua mientras buscábamos el bloque de fuego cristalizado que nos
auguraba una vida de comodidades y riqueza, se hallaba en la proa,
subiendo por el estay, y de él provino el primer grito de advertencia justo
antes del inevitable choque. ¿Le había llevado a la muerte el sólido chorro
verdoso que se precipitó sobre nosotros entonces? El líder de nuestro
pequeño grupo, capitán de la decrépita goleta que la inmisericorde tormenta
debía estar ahora estrellando contra los arrecifes de coral, Jim Dowell, ¿qué
había sido de él? ¿Y el chico canaco, esclavo fiel? Antes, en la tranquila
laguna, todos habían estado a salvo, sabían nadar bien. Pero, ¿habían
conseguido vencer a los mares encrespados y ponerse a salvo?
Éstas eran las preguntas, las cosas que ahora realmente importaban. Y
no aquel sentimiento de inquietud que se ocultaba tras la cercana masa de
vegetación, y dentro —sí, y alrededor—; una sensación extraña, como de
amenaza al acecho. Pero no, insistí. Mis amigos.
Agua. Comida. Un bote para continuar la persecución. Venganza.
Disfrutar de nuevo de la belleza mística de la piedra… Tocarla,
posesionarla… Nuestro tesoro.
Barrí con mis ojos toda la extensión de la playa. Bajo la oscuridad y el
cielo cubierto su fantasmagórica superficie podría traicionar la mirada de
cualquiera. Pero las pálidas arenas no mostraban ni un solo objeto, nada que
se moviera. Seguí arrastrándome lentamente.
Entonces, de repente, me paré en seco.
No sé cuál fue el motivo. He leído de ejércitos a la carga que se han
detenido de pronto involuntariamente, y luego, tras una explosión
atronadora que tan sólo ha sacudido sus rostros, han continuado avanzando,
como si se hubieran parado gracias a una percepción instintiva del
peligro… Y eso, supongo, es lo que me sucedió a mí.
Miré hacia delante. Me arrastré unos cuantos metros más. Volví a
detenerme.
No tenía miedo. Repito: no había nada de lo que tener miedo. El sentido
común insistía que no había nada a lo que temer. Y sin embargo me quedé
allí quieto, de rodillas, mirando.
En lo profundo de mi mente algo empezó a murmurar. Intentaba buscar
una explicación a, al menos, una parte de lo que sentía. Me afané en captar
las palabras, en entenderlas. Era tan simple, tan obvio. Sin embargo, no
podía descifrarlas. Exasperado maldije la ceguera que me impedía verlas.
Y entonces, mientras miraba, me oí a mí mismo decir, con una especie
de risa entrecortada:
—¡Qué raro! ¿Dónde están los cocos?
Emití un gruñido… Sonaba estúpido. Y sin embargo, estudié con mayor
atención la negra hilera de vegetación que se extendía delante de mí, de
derecha a izquierda. Ni un solo cocotero a la vista. Por fin se me aclaró la
voz.
—Cualquier islote de coral del Pacífico Sur está poblado de cocoteros.
¿Por qué éste no? Absolutamente todos. ¿Por qué no éste?
Las nubes impenetrables encima de mí, la suave y cálida arena debajo,
el mar a mi espalda y, delante… el misterio. Vegetación profusa y umbría,
pero ni una sola palmera. Y la tormenta que venía del mar me obligaba a
seguir. ¿El viento?
Se produjo otro murmullo interior. Otra interpretación de mis
sensaciones, otra solución basada en el sentido común. El viento, que me
empujaba inmisericorde hacia delante y, sin embargo, ni un sonido. Ni un
susurro quedo al rozar las hojas, ni un crujido de las ramas. Pero había
vegetación. Ahora podía ver diferentes formas, como una especie de pilares.
Pero ni un solo sonido procedente del follaje.
—Es muy raro —dije en voz alta—. Condenadamente raro.
Empecé a gatear de nuevo, pero el impulso murió en cuanto estiré por
primera vez la mano. Maldije mi locura y, sin embargo, decidí hacer frente
al viento y pasar la noche en el mismo lugar en el que me encontraba.
Antes, volví a mirar a uno y otro lado de la playa arenosa.
Mi corazón dio un brinco. Me puse en pie vacilando y grité
salvajemente. Un chillido estridente me respondió al instante, y una figura
se irguió, acercándose lentamente hasta donde me encontraba. De mi
garganta brotó un aullido de agradecimiento.
—¡Doug! Has sobrevivido.
Cogió mi mano en silencio. Entonces sus ojos dejaron de mirarme y se
dirigieron hacia la vegetación que nos rodeaba. Luego volvieron a posarse
en los míos.
—Me he arrastrado por el borde de esa cosa durante casi trescientos
metros —dijo en voz baja—. Quería refugiarme del viento.
Mis dedos se apretaron alrededor de su brazo.
—¿Por qué no te quedaste entre los árboles, Doug? —le pregunté entre
susurros.
Se volvió y miró de nuevo. Acto seguido se encogió de hombros y soltó
una risita corta y seca.
—No… no lo sé. Supongo que, simplemente, no lo hice. —Hizo una
breve pausa y enseguida replicó—: ¿Y por qué no lo has hecho tú?
Señalé rígidamente con el brazo y mis palabras me sonaron como las de
un niño pequeño.
—¿Dónde están los cocos? ¿Dónde las palmeras? ¿Y por qué el viento
no produce ningún sonido al chocar contra esa cosa?
Lanzó un gruñido. Pero esta vez no se rió.
—Acampemos aquí —dijo—. Justo en este lugar. Ambos necesitamos
dormir.

Capítulo II
Pero pronto descubrí que no podía dormir. Y a pesar de que acababa de
naufragar, mi cuerpo no estaba de ninguna manera exhausto. El huracán se
nos había echado encima casi sin que el barómetro lo detectara,
sorprendiéndonos en los Estrechos de Torres, ese canal ancho, aunque
traicionero, que se abre entre la gran isla continental de Australia y esa
última e inexplorada tierra de misterio, la verde, húmeda e inhóspita Nueva
Guinea.
Nosotros tres, junto con el muchacho canaco, habíamos hecho todo lo
posible por arriar las velas, pero las ciegas ráfagas del huracán nos habían
vencido. Durante dos horas, quizás, fuimos empujados sin descanso en
dirección norte con los mástiles al descubierto. Luego, mientras el propio
Douglas Gordon, encaramado a las amuras, gritaba que había tierra a la
vista, se produjo el choque. Duró poco, pero las aguas se precipitaron como
una avalancha sobre nosotros. Luego la relativa tranquilidad de la bahía y
después la playa.
No, no podía dormir. No estaba lo suficientemente agotado.
Me quedé tumbado sobre la cálida arena coralina y contemplé los cielos
despejados y me pregunté ciertas cosas. Y sobre todo, no dejaba de pensar
en esa extraña sensación de intranquilidad que había hecho presa en mí
mientras me arrastraba hacia la negra línea de vegetación que se extendía
delante. Aquella vegetación me había atraído al principio, como si me
llamara mientras vadeaba los bajíos; allí, justo delante, encontraría refugio
al lacerante viento. Y luego, mientras me aproximaba, empezó a repelerme.
Mientras permanecía allí tumbado, empecé a sentir, tanto en mi cuerpo
como en el interior de mi alma, que no se trataba de ningún refugio. Algo
—no sé cómo llamarlo— estaba allí al acecho. En mi interior se elevaba
una voz que me urgía a no buscar refugio en aquellas espesuras. Me
advertía que no era ningún tipo de refugio, sino algo más.
El viento cesó y, excepto por algún remolino ocasional en la arena, dejó
tras de sí una paz creciente que desvaneció en cierta medida aquella
atmósfera estremecedora. Volví a decirme a mí mismo que era un necio.
Todo había sido producto de la oscuridad de la noche, de la desolación por
el naufragio y de la mera casualidad de que aquella isla no estaba adaptada
al crecimiento natural de las palmeras. Esto último era algo excepcional,
bien es cierto, pero había influido fuertemente en mi imaginación. Y que el
viento no produjera ningún sonido al rozar con los matorrales bajos, junto
con el malestar que produce una noche oscura y tormentosa. Todo eran
tonterías. Yo era un necio.
Y sin embargo, ¿qué pasaba con Doug?
Desde luego, él también había sentido algo. ¿Qué había dicho? ¿Que se
había arrastrado por el borde de aquella espesura durante casi trescientos
metros en busca de refugio? ¿Por qué no había entrado dentro? ¿Acaso no
era un refugio?
Aquella forma de actuar no era propia de él. Desde hace tiempo he
surcado los siete mares con Douglas Gordon y nos hemos vistos envueltos
en muchas situaciones comprometidas; nunca le he visto atemorizarse ante
el peligro, ni le he sorprendido en una duda. Pero ahora… ¿por qué miraba
desconcertado la negra espesura que se extendía delante de nosotros?
¿Acaso había sentido él también lo mismo que yo sentía?
Si así fuera, entonces todo este asunto no era tan sólo el producto de mi
propia imaginación auto estimulada. No, había algo más.
De repente me puse rígido, con el cuerpo en tensión.
Un olor —un olor peculiar, húmedo, acre— flotaba en el aire ahora en
calma. Un olor extraño, denso, casi tangible, y pesado, como si se tratara de
una especie de vapor miasmático pegado al suelo a causa de su propia
humedad.
Con toda seguridad no provenía del mar. Tampoco podía bajar de las
nubes que teníamos encima, ni filtrarse a través de las arenas coralinas.
Sólo podía proceder de un lugar. La vegetación que coronaba la suave
ladera de arena que se extendía delante de nosotros.
¿Y si no se trataba de una isla de origen coralino?… Cogí un puñado de
arena. Sí, las partículas redondeadas y resbaladizas procedían de los corales
descompuestos, mezcladas con los granitos afilados de las rocas silíceas que
poblaban la costa. La súbita duda que me había asaltado sobre la tierra en la
que habíamos naufragado me abandonó; el huracán no nos había llevado
mucho más al norte de la isla principal de la salvaje Nueva Guinea. Sin
duda nos encontrábamos sobre una isleta de origen coralino.
Y sin embargo, en las formaciones de coral no solía haber regiones
pantanosas. Y ese peculiar hedor sólo podía proceder de una ciénaga
húmeda y encharcada. La sensación de que aquí había algo que no era del
todo normal empezó a tomar fuerza de nuevo.
Contemplé a mi viejo camarada. Permanecía recostado sobre la arena,
con los brazos extendidos y los ojos cerrados. Me pregunté si estaba
dormido, aunque dudé en susurrarle. Si había conseguido encontrar una paz
inconsciente después de los sucesos de las últimas horas, despertarle era lo
último que deseaba. No, de momento era mejor que me guardara mis
inquietudes para mí mismo.
El hedor persistía.
Y ahora, también, a pesar de los irregulares estertores de la tormenta
que poco a poco moría, noté una cierta calidez.
Aquello, por sí solo, no era algo inusual.
En estos mares ecuatoriales, la fuerza del sol se desparrama literalmente
sobre las regiones terrestres con la misma fuerza que lo hace sobre las aguas
azules y, tanto por la noche como por el día, de la tierra emana una
templanza suave que reconforta a cualquiera que esté tumbado sobre sus
arenas.
Gracias al estímulo de esta bonanza, y a las lluvias torrenciales, la fértil
tierra responde, haciendo brotar esa vegetación tropical exuberante e
incontenible que tanto asombra a los hombres de climas más temperados. El
hombre, el hombre blanco, con frecuencia se rinde bajo ese impulso
rítmico. El calor y la humedad hacen que la vida vuelva a sus estadios
primigenios. Y el calor tropical y la humedad tropical, en el hombre
moderno, aceleran sus funciones fisiológicas. Envejece con rapidez. Su
propia semilla estalla y florece con unos resultados alarmantes incluso para
las mentes acostumbradas. Las estaciones anuales se licuan en una especie
de primavera eterna y efervescente, y antes de que pueda darse cuenta ha
alcanzado la madurez y la simiente de su carne ya es adulta; su propia
decadencia le lleva de vuelta a la desintegración con los elementos. Calor,
humedad, la vida en los trópicos acelera el ritmo de cualquier organismo.
La tierra permanecía tibia bajo mi cuerpo. El hedor miasmático era
cálido y húmedo en mis fosas nasales. Y la espesura parecía viva. Viva, y
—sentí que un escalofrío involuntario recorría mi cuerpo—, también,
amenazadora. Olía a cosas en pleno florecimiento, a cosas que crecían con
demasiada rapidez. A la vida desarrollándose con la más fuerte intensidad, a
cosas animadas que, con su propia fuerza vital, con su propia conciencia
interior, crecían, maduraban y se desintegraban, amenazando con una
maldad casi premeditada a todas las demás cosas animadas, al resto de los
seres cuyo desarrollo vital era más lento que el suyo.
Todo eso sentía. Y aquellas sensaciones no tenían el más mínimo efecto
relajante. Lo que más me influenciaba, quizás, era aquella calidez, aquel
hedor húmedo que me provocaba un efecto adormecedor sobre los nervios y
el cuerpo, haciendo que mis temores se agrandasen hasta que impregnaron
todas las fibras de mi ser.
¿Por qué el viento no había sido capaz de producir ningún sonido en
aquella espesura? Aquel silencio eterno, aquel silencio vigilante, ¡ese
silencio tan seguro de su propio poder que en él residía la misma amenaza!
Lo admito, empecé a sentirme terriblemente inquieto. No me gustaba.
No podía dormir.
El cielo había quedado completamente despejado y parecía que podías
coger las estrellas que lo salpicaban con sólo extender una mano. La bahía,
ahora en calma, refulgía con una especie de fosforescencia que antes había
sido barrida por los elementos en conflicto. La luna había emergido a mi
espalda y la playa se extendía hasta la orilla del mar como un manto
fantasmagórico de color plata, aunque yo aún permanecía en sombras.
Estaba tumbado de espaldas, con las manos bajo la cabeza, intentando
permanecer despierto a pesar de la influencia de aquella fetidez extraña y
embriagadora, cuando mis ojos se percataron de un movimiento que se
produjo en los corales lejanos, en la parte derecha de la playa que se
extendía ante mí. Me quedé mirando con gran atención, con una especie de
alivio, preguntándome qué podría ser. Algún ave marina, decidí,
alimentándose de otros seres vivos arrastrados a la playa en las últimas
horas. Di un bufido y me tranquilicé.
De repente, como en respuesta a mi movimiento, me agarraron
fuertemente por el brazo. Luego oí la voz tensa y sorprendida de Doug.
—¡Clarke! ¿Qué… qué crees que es eso?
Me incorporé y de nuevo sentí con todas sus fuerzas aquella sensación
de misterio amenazador.
La luna llena iluminaba casi por completo la isla, pero aún no había
penetrado en la masa de vegetación que se extendía encima. Y la negrura de
las sombras que dibujaba era tal que yo jamás habría sido capaz de
imaginarla.
No, no había ninguna palmera de tronco delgado y grácil. Ni una
sombra de vegetación tropical, ni enredaderas, ni plantas trepadoras
recortándose sobre la faz brillante y plateada del extraño satélite.
En lugar de eso, sobre la arena se recortaba la sombra aguda de una
muralla sólida y oscura. Y sobre esa muralla se elevaban unas formaciones
extrañas y silenciosas; una especie de troncos redondeados, sin ramas ni
hojas, cuyas terminaciones estaban constituidas por unas protuberancias con
forma de huevo, como una especie de sombrerete, que se destacaban negros
contra los luminosos cielos. Algunos, allá donde la luz de la luna los
descubría, apenas sobresalían unos metros por encima de los espesos
matorrales que cubrían las zonas bajas, otros se elevaban presumiblemente
a una altura tres veces mayor que la de un hombre. Varios eran tan gruesos
como el diámetro de un cuerpo; otros, y estos muchas veces estaban
inclinados a causa del peso de sus bulbosas cabezas, no parecían más
anchos que mi propio brazo derecho. Algunos, también, se estiraban rectos
hacia arriba, recortándose contra la luna. Otros parecían deformados,
cubiertos de nódulos y protuberancias, con una apariencia horrible y
malsana.
Pero todos, todos, se erguían, más o menos, como una especie de
columnas en cuya parte superior crecía una protuberancia grotesca y más
pesada, como las cabezas de unos espárragos gigantescos cuya faz era una
esfera ovalada, o una especie de sombrilla en otros, que, en su
trascendencia, hacían estremecer mi corazón.
Los rayos flamígeros de la luna morían justo en el lugar en el que estas
formas emergían de la oscuridad de abajo. Y unos fantasmas espectrales
parecían removerse sin descanso, una y otra vez, sobresaliendo de entre
aquellas tinieblas espesas y, encaramados al extremo superior por unos
instantes, como renuentes a separarse de la densa espesura, terminaban
flotando a la deriva, desapareciendo en el aire como espíritus en pena.
Luego retornaba, con un vigor renovado, el hedor húmedo y cálido,
cayendo sobre nosotros mientras mirábamos incrédulos.
Volví a olisquear, casi sin pensarlo. Olía a moho, como una advertencia,
como algo a punto de florecer, un ser vital y fecundo, con una irresistible
fuerza regeneradora. Y por encima de todo, una impresión abrumadora de
algo al acecho. Como si, una vez desatado, este poder creciera y fuera capaz
de aplastarnos, de sumergirnos en sus dominios, de succionar nuestra
vitalidad, de convertir nuestros cuerpos en algo devastadoramente vetusto
que sólo podría conducirnos a una muerte decadente y horrible. Aquel
hedor se incrustaba en mis sentidos, y por primera vez sentí verdadero
miedo.
La presión que la mano de Doug ejercía sobre mi brazo no se había
atenuado mientras yacíamos sobre la arena, rígidos, con la mirada fija, casi
hipnotizada, sobre aquellas extrañas siluetas que se recortaban contra la
luna y el luminoso cielo. Y creo que pasaron casi diez minutos antes de que
ninguno de los dos dijera una palabra. Lo que veíamos era tan sumamente
increíble… Causaba estupor. Sé que mis pensamientos no estaban
coordinados. No podía pensar. Tan sólo tenía capacidad para el asombro y
la contemplación, mientras mi espina dorsal era recorrida por una especie
de miedo primordial.
—¿Qué… qué piensas de eso?
Ésas fueron las primeras palabras de Doug, casi las mismas con las que
me había sobresaltado mientras observaba la cosa que se estremecía cerca
de la orilla. De repente recuperé la facultad de hablar.
—El Cielo sabe —respondí en un susurro—. Nada que haya visto con
anterioridad.
—¿Te… te has dado cuenta de ese olor peculiar…, muy denso, como de
moho?
—¿Y cálido? ¿Húmedo? ¿Vetusto…?
—¿Como una droga? —susurró—. Sí. He permanecido aquí tumbado
intentando saber de qué se trataba. Todavía no lo sé. Pero seguro que tiene
algo que ver con toda esa vegetación de ahí arriba, y con la niebla que se
arrastra por abajo. Clarke, te lo confieso, esa cosa no me atrae. He estado en
lugares bastante raros… pero… —su mano se tensó un poco más mientras
se ponía de rodillas y contemplaba la faz de la luna—. Hay algo más.
Por encima de aquella extraña vegetación, y a cierta distancia de donde
nos encontrábamos, emergió de repente una bandada de cosas volantes,
como murciélagos. Volaban alrededor sin ningún destino ni motivo
aparente, zigzagueando de un lado para otro, batiendo sus alas con calma,
descendiendo, elevándose de nuevo, ahora en una bandada compacta, luego
en desordenado planeo, sin rumbo fijo. Ni un graznido salía de aquellas
aves. Volaban recortándose sobre la faz de la luna en silencio absoluto, un
silencio tan sobrenatural como la forzada vigilia de la espesura que crecía
delante de nosotros, y de cuyas profundidades habían emergido.
Y entonces, como si obedecieran una orden, desaparecieron
repentinamente de nuestra vista.
Ante mí desfilaron cientos de cosas que había contemplado en otras
tierras de los Mares del Sur.
—¡Murciélagos!
Pero Douglas sacudió la cabeza, aunque ahora su mano dejó de
apretarme el brazo.
—No. Yo también los he visto, pero en un momento u otro habrían
emitido su típico graznido. Son otra cosa —sus murmullos sonaban tensos
de nuevo—. Te lo repito, Clarke, no me gusta nada este lugar. ¡Ni un solo
cocotero! ¿Qué diablos vamos a comer? ¿Y a beber? Y este hedor
enfermizo, fétido. ¡Casi parece algo vivo! Como una criatura al acecho,
lista para atacarnos.
De nuevo sentí aquel terror primigenio recorriéndome la espina dorsal.
Seguramente mi compañero había sentido la misma sensación de amenaza
que me embargaba.
Una ráfaga de viento sopló sobre nosotros justo entonces y el hedor,
impregnado en la neblina y amplificado, nos envolvió. Me estaba tapando la
boca y la nariz con una mano cuando, más que oír, sentí un suave murmullo
a mi espalda. Casi al instante algo pareció posarse y arrastrarse
pegajosamente por la parte trasera de mi cuello.
Con un aullido, que tuvo su réplica en Douglas, me sacudí y palmeé con
la mano abierta.
Lo que quiera que fuese revoloteó un rato hasta caer en la arena.
A mi lado, retorciéndose y aleteando en un vano intento por tomar aire,
había lo que en un primer momento asemejaba ser una especie de extraño
pájaro. Me incorporé para recogerlo y el simple hecho de tirar de aquella
cosa pareció acelerar su muerte. Entre mis dedos quedó intacta toda la parte
del ala que correspondía a una de sus extremidades delanteras, y el cuerpo
mutilado se estremeció, languideció y quedó inerte.
Entonces, de nuevo, volví a sentir que algo sobrenatural nos acechaba.
El trozo de ala que Douglas y yo examinábamos no tenía plumas, ni
tampoco tenía la consistencia membranosa y correosa de los murciélagos.
No; se trataba de algo muy fino y terso, cubierto de una sustancia afelpada
prácticamente microscópica. El cuerpo que yacía en la arena, iluminado por
la luz de la luna, no pertenecía a ningún pájaro o animal que yo conociera.
Antenas… el cuerpo de un insecto. Mi compañero dio nombre a aquello
entre asustados susurros.
—¡Una mariposa gigantesca!
Asombrados y en silencio, volvimos a mirarnos a los ojos.
Aquella bandada de cosas estremecidas que habíamos visto
recortándose contra la faz de la luna, ¿acaso no eran de la misma especie? Y
la criatura que yo había descubierto remolineando por la arena… seguro
que se trataba de ésta misma.
Un pensamiento singular me invadió mientras examinaba de nuevo el
ala que sostenía entre las manos. Se había roto con tanta facilidad. No era
normal. El ala de una mariposa corriente no se rompe por el simple hecho
de agarrarla; está hecha de una sustancia más consistente. Y sin embargo la
que yo tenía… La puse entre mis dedos y froté suavemente. Se rompió
enseguida. Levanté los ojos en dirección a Douglas Gordon.
Me observaba con gran intensidad, y ahora cogió aquella cosa y rompió
un trocito de uno de sus extremos. Examinó aquella fantástica membrana a
través de la luz que emanaba del cielo. Volvió a olisquear el aire. Luego
bajó la mirada, observando de nuevo el ala que sostenía en las manos.
—Se rompe al primer tirón —susurró inquieto—. Al más leve tirón.
Como… como una finísima capa de levadura. En el nombre del Cielo,
¿cómo algo así puede tener vida? ¿Cómo…?
Se cortó bruscamente, con la boca abierta, dándose la vuelta para mirar
a las sombras que se erguían arriba. Y, aunque había hecho una pregunta, yo
no dije nada. No podía.
De las tenebrosas profundidades de la isla había surgido un grito que me
congeló la sangre en las venas. El primer sonido que oía. Muy quedo al
principio, para ir subiendo de tono luego, poco a poco, hasta alcanzar un
punto en el que su vibración parecía en consonancia con los latidos de mi
propio ser. Luego, repentinamente, fue convirtiéndose en un gemido
sollozante que disminuía de tono, lleno de tristeza y desesperación. Cada
vez más y más inaudible, hasta que tuvimos que hacer grandes esfuerzos
por escucharlo. Atendíamos, con todos los nervios en tensión, pero las
tenebrosas sombras volvían a estar tan silenciosas como al principio, como
un misterio oculto, como una amenaza, una vileza que ahora nos parecía
reforzada, llena de una vida maligna que, con voluntad asesina y diabólica,
nos buscaba, nos acechaba, nos llamaba.

Capítulo III

El grito no volvió a repetirse. Y para ser sinceros, aunque tanto yo como


el mismo Douglas miramos con detenimiento hacia el laberinto de extraña
vegetación que permanecía en tinieblas bajo la luz de la luna, y a pesar de
aguzar el oído con todas nuestras fuerzas, algo dentro de mí me decía una y
otra vez que, en realidad, no deseaba volver a oír de nuevo aquel chillido. Si
se hubiera tratado de algo normal, no hubiéramos prestado tanta atención.
Entonces deseé oírlo de nuevo para intentar emplazar aquel grito dentro de
la categoría de las cosas conocidas. Podía haberse tratado del chillido de
alguna especie de ave nocturna, o de un mono asustado, quizás; incluso
podía proceder de un ser humano, o de algún depredador nocturno.
En realidad, tengo que admitir que aún estaba bajo los efectos de
aquella extraña sensación sobrenatural que parecía cubrir este solitario
pedazo de tierra. El silencio, la vegetación malsana, el hedor soporífero de
la pesada y cálida neblina, la gigantesca mariposa cuya decadencia y muerte
había sido tan rápida en cuanto la tocamos, el revolotear de cientos de
criaturas de la misma especie, negras formas contra la faz de la luna… y
luego, aquel grito. De tristeza absoluta, de desesperación, de horror. Un
grito que más parecía ser producido por el espanto a una muerte en vida, de
la que no hay escape posible, que por el mismísimo miedo a una muerte
física. Y sin embargo, la congoja que encerraba no fue lo que más me
impactó, sino la extraña y total ausencia de ritmo en sus notas
estremecedoras. En cierta manera, parecía ajustarse a las vibraciones de mi
propio ser, aunque no estaba en consonancia con mi mente; también podría
tratarse de un mero mecanismo interno de mi oído, la sensación de una
especie de impacto físico. Afelpado. Así era. Como si el sonido procediese
del tubo de un órgano forrado de piel. Y entonces la respuesta saltó delante
mí: un tubo forrado de piel, o una garganta llena de… moho.
Las conjeturas fueron encadenándose una tras otra a partir de esta idea,
así que cuando Douglas volvió a tomarme del brazo y me señaló el oscuro
objeto que se movía en la parte baja de la playa, no sentí mayor inquietud.
Contemplé cómo se acercaba aquella cosa. Parecía avanzar a trompicones,
tambaleándose, cayendo y volviéndose a levantar en el acto. La distancia a
la que se encontraba no nos permitía hacer ningún tipo de conjeturas sobre
su forma, tan sólo que se movía de una manera torpe y extraña.
De repente, Doug aflojó la mano con la que me agarraba y, con un grito
apagado, echó a correr en dirección a la cosa. Y yo, aterrorizado, tras volver
la vista a la silenciosa espesura que se erguía delante de mí, me precipité
detrás de él.
Y un instante después me descubrí abrazando al patrón de la pequeña
goleta, Jim Dowell, que casi se desmayó al reconocernos.
Debimos dormir algo. Recuerdo que el sol estaba bien alto cuando me
di cuenta, aún sumido en esa agradable duermevela que antecede al pleno
despertar, de que algo no andaba bien. Pero pronto me di cuenta de algo
más. La primera sensación era completamente natural: no había ningún
movimiento a mi alrededor, no tenía el mar bajo mis pies, algo había
sucedido con la goleta pues ésta ya no se movía. Entonces me acordé.
Estaba en tierra firme. La segunda sensación se presentó enseguida, nítida y
clara, en cuanto abrí los ojos. Algo —no podía decir qué, ni de dónde
procedía aquella impresión—, algo me estaba acechando.
Me di la vuelta de golpe y pude captar el destello de un movimiento en
la vegetación que se erguía encima. Un simple destello, tan vago y poco
definido que me hizo dudar. Entonces, por primera vez, pude ver qué clase
de flora era aquélla, y el grito involuntario que lancé, lleno de asombro e
incredulidad, hizo que mis dos compañeros se incorporaran al instante.
Las tinieblas de la noche anterior me impidieron ver el verdadero color
de la espesura que teníamos delante. Supongo que todos tenemos metido
bien dentro que cualquier clase de planta tiene que ser por necesidad de
color verde. O por lo menos, si no enteramente verde como ser individual,
sí de un aspecto verdoso en cuanto a su agrupación con otras plantas y
vegetales.
No aquí… Quizás aquella ausencia del verde frescor fue lo que más me
impactó, dejándome estupefacto. El limpio color verde denota la vida
natural. Me refiero a la vida sana. Nos comunica la vitalidad de una
Naturaleza benéfica. Una vida estable, segura.
El panorama que teníamos delante era un horrible paisaje futurista
formado por una inquietante mezcla de colores: púrpuras, amarillos,
marrones, rojos y un espantoso verde grisáceo. Era una mezcolanza
repugnante. Atormentaba la vista y horrorizaba los sentidos. Los colores
eran monstruosos, nauseabundos, como si estuvieran contaminados por el
veneno mortal de una criatura maligna, obscena y malsana.
Y las formas de aquellas horribles excrecencias resultaban ahora, bajo la
luz del día, familiares, terribles, sorprendentemente familiares.
Los matorrales que cubrían la parte baja de la espesura, de un extremo a
otro de la playa, habían sido como una muralla negra bajo las sombras
producidas por la luz de la luna. Ahora pudimos ver con claridad el borde
hinchado que se agarraba a la tierra, de un terrorífico color púrpura que
parecía latir lentamente, y que acechaba a los tres seres humanos que
estábamos tendidos sobre la arena, mirando llenos de asombro.
Justo por encima de la línea de vegetación de apariencia aceitosa y
suave, asomaban unas espinas, pliegues y formas aserradas de colores
bermellón, naranja enfermizo, carmesí y rojo pálido. Y por encima de estas
formaciones sobresalían unos troncos leprosos de corteza grasienta y
malsanos colores amarillo grisáceo. Los troncos se elevaban a diferentes
niveles, los más grandes quizás superaban en tres la altura de un hombre.
Estaban rematados por una especie de cápsula nodular cuya silueta
habíamos podido ver recortada contra la luna la noche anterior.
Hacia el interior de la isla, podíamos distinguir unos objetos con forma
de enormes abanicos o ventiladores, con estrías como las de las conchas
marinas, de un color púrpura tan repulsivo como su monstruoso tamaño. A
la derecha, y como arrastrándose hacia donde estábamos sobre la cremosa
pureza de las arenas coralinas, sobresalían una especie de zarcillos que
parecían los tentáculos correosos de una gigantesca estrella de mar, de un
color bermellón, salpicada aquí y allá por aquel malsano matiz grisáceo
amarillento. Descendiendo casi hasta donde nos encontrábamos,
inclinándose hacia nosotros sobre su delgado tallo de vetas grasientas y
amarillas, una de esas enormes cabezas con forma de huevo parecía
vigilarnos a unos pocos metros de distancia, y su superficie moteada de
púrpura era como un ojo enorme, un ojo que lo miraba todo, que pensaba,
que hacía planes, que acechaba.
Miré el sol blanco que lucía sobre nosotros, y a las puras arenas de coral
que teníamos bajo los pies. Eran los únicos elementos naturales de nuestro
entorno, las únicas cosas limpias. Pero aquellas excrecencias… No me
extrañaba haber sentido aquella inquietante impresión cuando me arrastraba
por la playa entre la oscuridad de la noche anterior. No me extraña mi
repugnancia cuando busqué un refugio en la espesura contra el huracán
agonizante. No me extrañaba que Doug se hubiera arrastrado durante varios
cientos de metros por el borde de la vegetación, sin atreverse a penetrar en
sus tinieblas porque algo en su interior, más fuerte aún que el sentido
común, le había advertido contra ello.
Aquella fetidez cálida y húmeda de la noche, la neblina espectral que se
alzaba bajo la luna, la sensación de algo vivo que nos acechaba, de criaturas
con tal fuerza de crecimiento, con una vitalidad tan absorbente, con una
devoción tan irresistible a esa vitalidad, que no me extrañaba en absoluto
haber sentido su presencia. Esas formas inquietantes, cuya terrible
familiaridad se hacía por momentos más y más espantosa, vivían, y la vida
bullía en su interior con tanta fuerza que parecían ser capaces de pensar y
de amenazar a cualquier otro tipo de vida que las hiciese frente. Me
descubrí temblando al pensar lo que podría habernos sucedido si nos
hubiéramos internado en sus profundidades…, y en ese momento, la voz de
Douglas Gordon rompió el silencio; una voz ronca, entrecortada, incrédula.
—¡Hongos! Un bosque de gigantescas excrecencias fungosas. ¡Cielo
santo!
El capitán Jim emitió un juramento.
Me volví y le contemplé mientras se pasaba una mano velluda por la
frente. No sé qué es lo que hizo que mi corazón comenzara a latir
violentamente justo entonces. Pero lo hacía, con fuerza, y una ola de horror
genuino me alarmó por vez primera desde el naufragio del Emerald Spray
en los afilados arrecifes de coral que protegían la isla.
Mis ojos se detuvieron unos instantes en el rostro de Douglas Gordon.
Luego me volví hacia el capitán Jim.
Mi propia mano se dirigió insegura hasta posarse en mi frente,
frotándola con suavidad. Mi corazón volvía a latir con fuerza mientras
ponía la mano delante de mis ojos. La palma tenía un leve color marrón tras
el contacto con mi rostro.
Lo examiné, y luego miré las caras de mis compañeros. Descubrí que
habían seguido con sus ojos todos mis movimientos y que ahora miraban mi
rostro, y, acto seguido, los suyos propios.
—Cubiertos por esa sustancia —jadeé—. Envueltos en ella. ¿Qué
diablos es esto?
Miré por encima del hombro de Doug a las excrecencias fungosas que
crecían detrás. Volví a examinar la sustancia verde marrón que cubría la
palma de mi mano. La levanté hasta acercarla a la nariz.
—El mismo hedor —musité—. El mismo.
Doug fue el primero en recuperar la compostura.
—¡Es una sustancia fungosa! ¡Bah! No creo que debamos alarmarnos
por ello, muchachos. Setas, como los pedos de lobo[10], simples hongos,
nada más que eso. Durante la noche, mientras dormíamos, el viento cesó y
esa sustancia cayó, depositándose encima de nosotros. Esporas de los
hongos. Como las de los champiñones, ya sabéis. Esporas, eso es todo.
Sentí que mis aprensiones me abandonaban poco a poco. Bueno,
recordé ciertos experimentos que hacíamos en el colegio. Separábamos del
tallo la cabeza de un pedo de lobo, o de un champiñón, y la dejábamos
sobre una lámina de cristal o una hoja de papel blanco. Por la mañana
podíamos contemplar cómo había quedado impresa la silueta de sus
delicadas laminillas a causa de las esporas que se habían ido depositando.
—¡Claro! —asentí—. Por un momento tuve miedo. Es este lugar
malsano e inquietante. Nunca sabes lo que puede pasar, ya sabes. Pensé
que…
Me paré en seco. En realidad no sabía lo que pensaba, o lo que había
estado pensando. Eso era lo único cierto. Simplemente me había asaltado
una acuciante sensación de peligro. Se había metido dentro de mi ser con la
misma fuerza que antes lo había hecho sobre mi consciencia esa sensación
de inquietud indeterminada mientras me arrastraba por la arena la noche
anterior.
Jim Dowell bajó la cabeza hacia mí y me miró con sus profundos ojos
azules.
—¿Qué es lo que pensabas? —preguntó en voz baja.
Sacudí la cabeza.
—No lo sé —dije entre dientes.
El capitán Jim me observó durante un instante, después se giró
lentamente, volviendo a mirar de nuevo aquel maremagno fungoso de
horribles colores que crecía sobre las arenas.
Luego, con un gruñido, dijo la primera cosa práctica que nadie había
pronunciado desde que fuimos arrojados a aquel extraño pedacito de tierra.
—La noche pasada —dijo— vi algo que volaba alrededor de la luna.
Estoy hambriento y sediento. Lo primero que tenemos que hacer es
encontrar agua. Deberíamos explorar la isla.

Capítulo IV
Todos reaccionamos entonces. Me resultaba evidente que aquellos
vapores soporíferos que exhalaban los gigantescos hongos, cálidos,
húmedos, insinuantes, tenían mucho que ver con el sueño que se había
adueñado de nosotros hasta que el sol, ya muy alto en el mediodía tropical,
calentó nuestra piel y nos hizo despertar. Me di cuenta de que yo también
tenía mucha hambre y sed. Y sin embargo, percibía algo inexplicable con
respecto a la sed. Había tragado algo de agua salada cuando nos estrellamos
contra los arrecifes de coral, y también después, mientras nadaba hacia la
fantasmagórica línea de la playa. Así mismo, había experimentado mucha
sed en las regiones semidesérticas de Australia Occidental, mientras
buscábamos, y finalmente encontramos, aquel legendario trozo de ópalo
flamígero. Y sin embargo ahora, no sentía los típicos síntomas torturantes
de la sed.
Necesitaba agua urgentemente, pero mis labios no estaban cuarteados;
los notaba suaves bajo mi lengua, casi tan lisos como el hielo puro. Y mi
lengua, y el cielo del paladar, no estaban en absoluto secos. Pero mi cuerpo
reclamaba agua, la demandaba con insistencia.
No creo que fuese completamente consciente de que mi boca y labios
estuvieran en semejantes condiciones. Y sin embargo, ahora recuerdo que
así era, como si les hubieran aplicado algún tipo de fluido oleoso e insípido,
o alguna especie de mejunje grasiento. Pero en aquellos momentos no
habría sido capaz de explicarlo. Me moría de sed, pero había algo en esa
necesidad de agua que no era normal.
Sin embargo, la urgencia de mi estómago por comer, sí era la vieja y
típica necesidad.
Decidimos ir juntos a explorar la playa, buscando cualquier riachuelo
por el que pudiera fluir el agua. Por supuesto, sabíamos que ningún atolón
coralino típico albergaba riachuelos. Pero con aquella vegetación
extraordinaria, cualquier otra cosa podía ser posible.
—Una formación de hongos tan enorme y espesa tiene que albergar una
abundante cantidad de agua fresca —declaró Douglas—. Y si existe esa
gran profusión de agua fresca seguro que alguna se escapa hacia el mar.
Todos sentíamos lo mismo, así que nos encaminamos playa abajo, un
poco hacia la izquierda.
A menos de una docena de pasos nos topamos con un objeto pardusco
que yacía sobre la arena. Nos detuvimos y lo examinamos, puesto que nada
lo había ocultado durante la noche. Luego vimos las dos depresiones que el
cuerpo de Doug y el mío propio habían formado sobre la arena, y entonces
nos dimos cuenta de lo que era.
—¡Los restos de la mariposa! —exclamó Doug.
Jim Dowell nos miró al momento, con los azules ojos abiertos como
platos.
—¿Mariposa?
Le conté a Jim la visita que habíamos tenido la noche anterior mientras
me acercaba a recoger el cuerpo. Pero cuando estaba apunto de alcanzarlo
con la mano, Doug me cogió del brazo.
—¡No lo hagas!
Me enderecé, sorprendido.
—Yo no tocaría esa cosa, Clarke —dijo Doug—. La noche pasada era
gris, ¿lo recuerdas? A pesar de verla bajo la débil luz de la luna, no tengo
dudas: era gris. Y ahora… Mira.
El cuerpo, de unos treinta centímetros de largo, ya no mostraba aquel
tono grisáceo. Al acercarnos nos pareció de color marrón, pero ahora, tras
examinarlo más de cerca, resultaba una mezcla entre el verde y el marrón,
con manchas dispersas de un amarillo malsano. Me estremecí. ¡Gracias al
Cielo que no había llegado a tocar aquella cosa! Estaba impregnada de una
especie de moho asqueroso.
A escondidas me llevé de nuevo la mano a la frente y, mientras nos
alejábamos lentamente, me froté con fuerza la piel del rostro hasta que, bajo
los ardientes rayos del sol tropical, empezó a escocerme.
La playa se curvaba hacia nuestra derecha y aún no habíamos
encontrado ninguna grieta por la que fluyera el agua. La sed aumentaba.
Volví a lamerme los labios y descubrí que aún seguían tersos y suaves,
como si estuvieran impregnados de algún fluido oleoso. Pero mi cuerpo
exigía agua, agua… y mi garganta empezaba a estar seca. Sin embargo, y
por extraño que parezca, mi lengua no había engordado y el cielo del
paladar seguía liso.
—¿Qué es eso?
Jim señalaba un lugar al borde del océano donde parecía acumularse
una sustancia marrón verdosa que se distinguía con claridad entre las aguas
cristalinas de la bahía interior.
—¡Diablos! ¡Algas marinas!
Las palabras salieron de todos a un tiempo y, a pesar del sol que caía a
plomo, echamos a correr sin pensarlo dos veces. En esas latitudes, si hay
algas hay cangrejos cerca, y los cangrejos significaban comida, y la comida
era la vida para nosotros.
Y sin embargo, la decepción pronto hizo presa en nosotros.
—¡Hongos! —exclamó Doug asqueado—. Sólo una enorme masa de
hongos. ¡Maldición!
—Lo que yo quiero es agua —gruñó el capitán Jim—. Si no la
encuentro pronto en la playa, pienso adentrarme en la espesura y buscar en
su interior.
Por algún extraño motivo, ni Douglas ni yo hicimos comentario alguno
a esta última observación. Instintivamente me puse tenso y en guardia,
prestando suma atención a lo que los otros pudieran decir. ¿Abrirnos paso
entre aquellas excrecencias en busca de agua? No estaba muy seguro de
querer penetrar en medio de aquella vegetación rastrera, púrpura y
abotargada. Me estremecía sólo de pensar que mi pie desnudo se metería
hasta las rodillas en esa sustancia carnosa. No, hasta que no tuviera más
remedio, mantendría mis queridos pies en un lugar bien visible.
El capitán Jim soltó un grito.
Habíamos vuelto a la arena, tras examinar la masa verdosa que reposaba
en la orilla del agua, y caminábamos en línea recta hacia el interior cuando
se produjo una especie de fractura en medio de las grotescas fungosidades
púrpuras que formaban aquella acumulación vegetal. El terreno descendía
suavemente y en la poco profunda depresión había una especie de liquen, de
un color naranja demasiado brillante para resultar hermoso, y que a mí, con
la imaginación terriblemente estimulada, me dio la sensación de ser la
avanzadilla de aquella extraña vida interior.
Nos miramos entre nosotros durante un rato mientras permanecíamos en
pie bajo las sombras flotantes que se dibujaban en la hondonada. Creo que
nos dábamos perfecta cuenta de lo que todos y cada uno de nosotros
estábamos pensando en aquellos momentos, y sin embargo, sabíamos que,
si escapábamos con vida de aquel lugar, jamás lo reconoceríamos.
Doug carraspeó, y luego, mirándome a los ojos, asintió con la cabeza.
—Jim tiene que saberlo —dijo con calma—. La noche pasada, justo un
poco antes de que los vapores que emanan de esas excrecencias nos
adormecieran, se produjo una especie de llanto procedente de la espesura.
No soy capaz de saber con exactitud qué clase de grito era, pero estoy
seguro de que jamás he escuchado algo similar. En realidad, no es que nos
asustáramos, capitán Jim. Pero había algo. —Doug se encogió de hombros
—, algo que nos hacía pensar que la criatura de la que procedía no estaba
del todo bien. No sé si puede entender lo que quiero decirle, pero así es
como sonaba. Algo había ido mal con el ser que gritaba, terriblemente mal.
Doug se dio la vuelta y sus ojos escudriñaron aquellas profundidades de
espantosos colores.
Jim Dowell no dijo nada.
Nos quedamos completamente quietos durante un rato antes de que
alguno volviera a moverse.
Bajo nuestros pies reposaba la alfombra de líquenes de color naranja
brillante y bermellón, arrastrándose desde aquella masa hinchada y púrpura,
con manchas carmesí, que llegaba a la altura de la rodilla y se esparcía,
como una especie de colchón, cubriendo el terreno en todas direcciones,
hasta donde nuestra vista alcanzaba. A la derecha, al alcance de la mano,
crecía un tronco marrón lleno de sucias motas amarillas. Se alzaba hasta
una altura de casi cinco metros, terminando luego en una copa con forma de
paraguas formada por un hongo gigantesco. Las agallas de la parte inferior
de la seta se comprimían densamente, y si no hubiera sido por las líneas
radiales que se dibujaban entre cada laminilla, cualquiera podría haber
dicho que se trataba de una masa compacta, de un verde luminoso y
grasiento, como la piel de un pez.
A la izquierda había como una especie de abanico extendido, que
abarcaba la misma longitud que los brazos abiertos de un hombre de
tamaño considerable, de un color púrpura en la base que poco a poco se iba
transformando en un verde moteado de púrpura y marrón. En el lugar en el
que nacía, en medio de aquella deforme cubierta vegetal, corrían unas
pequeñas lenguas de excrecencias naranjas, como en busca de la luz,
ávidas, lujuriosas, fieles a sus necesidades de una vida voluptuosa.
Por debajo de nosotros se extendía la pequeña depresión, cubierta por
todos lados de aquella alfombra con apariencia oleosa, como de cuero, y
coronada por formaciones de enormes, pesados y mohosos hongos. Había
más excrecencias con aspecto de abanico, extrañas plantas nodulares muy
parecidas a los cactus, increíbles acumulaciones de un gris blancuzco,
algunas de un simple tono enfermizo, otras moteadas de un mohoso verde
pardo. Quizás a unos doce pasos por encima de la depresión, el sol
iluminaba una extensa y larga masa con forma de peñasco de un color gris
verdoso.
No era una escena que inspirara confianza a cualquiera que amara la
vida, la vida sana, el mar y el aire puro. Y confieso que no me apetecía
seguir el curso de la pequeña concavidad cubierta de aquella excrecencia
bermellón, y adentrarme entre la masa de vegetación hinchada y púrpura
que la bordeaba. Pero necesitábamos agua, y seguramente aquella grieta en
el terreno, y el hueco que se abría en la espesura, presagiaban que, en
periodos de tormenta, el agua fluía por allí desde el interior de la isla.
El mismo Douglas lanzó un juramento y empezó a caminar hacia
delante.
Y entonces, antes de que nos diéramos cuenta, algo cayó a plomo desde
arriba, y una masa sofocante nos cubrió por completo.
Tosiendo, medio ahogados, salimos a la playa en busca de aire fresco.
Al mirar hacia atrás, vi que el enorme hongo había inclinado su cabeza casi
a la altura de las nuestras, descargando súbitamente una nube de esporas
marrones que salían de entre sus laminillas inferiores. Mi corazón estuvo a
punto de dejar de latir, y de nuevo se adueñó de mí aquella sensación de
amenaza sobrenatural, que se incrementó aún más cuando vi que la
gigantesca cabeza con forma de paraguas se erguía repentinamente hasta
volver a su posición normal, mientras descubría, al mismo tiempo, que las
laminillas, lentamente, una tras otra, se cerraban de nuevo bajo el
sombrerete, hasta quedar con la misma tersura y suavidad que la panza
resbaladiza de un pez.
Por fin pudimos respirar de nuevo, y nos limpiamos la garganta, los ojos
y las orejas, sacudiéndonos aquel polvillo denso. Entonces Doug volvió a
mirarnos a los ojos.
—Compañeros —dijo con lentitud, como si eligiera con sumo cuidado
las palabras—, esa cosa lo ha hecho a propósito.
Permanecimos en silencio durante un buen rato.
Entonces el capitán Jim lanzó una risotada… quizás demasiado
estridente.
—¡No es más que un maldito hongo sobredesarrollado! ¡Bah! Pura
coincidencia. Dio la casualidad de que estábamos justo debajo cuando las
esporas maduraron y cayeron. ¡Vamos!

Capítulo V

Necesitábamos agua. Pero, mientras miraba hacia arriba, al hongo ahora


inmóvil, sin creerme aún del todo que unos momentos antes se había
inclinado, dejando caer sobre nuestras cabezas una asfixiante nube de
esporas, pensé que, en cuanto descubriéramos el agua, lo mejor sería coger
toda la posible y volver cuanto antes a la soleada playa. Y Jim Dowell puso
en palabras mis sentimientos.
—Démonos prisa, compañeros. Vamos por la hendidura.
Y así lo hicimos.
Y yo, obnubilado por los nervios —o, quizás, por una imaginación
tumultuosa—, me puse en cabeza. Tras avanzar una docena de pasos por la
depresión llegamos a la cosa con aspecto de roca y, sin pensarlo, puse la
mano sobre ella para saltar por encima.
Al instante trituré la delgada costra de lo que parecía haber sido piedra
sólida y caí de cabeza, medio asfixiado, dentro de una sustancia mohosa y
espesa, como el requesón. Doug y Jim me sacaron de un tirón,
reprochándome mi imprudencia, a pesar de que entendían que no hubiera
podido evitar el accidente. Me sacudí de encima la pulpa de aquel
gigantesco hongo y seguí avanzando.
La hendidura se retorcía, dando quiebros, y a cada curva podía descubrir
nuevas formas de vida fungosa, más extrañas aún si cabe. También el calor
aumentaba según nos íbamos internando, y la vaporosa humedad que
exhalaban las extrañas formas de vida que nos rodeaban se metía cada vez
más dentro de nuestros pulmones.
Unos troncos del grosor de un hombre maduro se elevaban en el aire
hasta los quince metros de altura, eran unos troncos verrugosos, llenos de
nódulos y masas de hongos parásitos. Unas excrecencias aflautadas, de
aspecto curtido y marrón, se extendían a los lados. Pedos de lobo
gigantescos asomaban en los extremos, como los sucios balones grisáceos
en el fondeadero de aquel mundo abotargado y púrpura. La vegetación
florecía exuberante, con colores amarillentos y venenosos, con verdes como
los de un gigantesco pulpo fungoso, paciente, acechando al incauto para
atraparle entre sus incontables tentáculos y verrugas chupadoras, para
arrebatarle la vida y completar la suya propia. Pero el sendero, excepto por
aquel primer obstáculo, se abría franco ante nosotros, cubierto por una
brillante alfombra de colores bermellones y naranjas.
Los rayos del sol se colaban aquí y allá entre la espesura, y los colores
entrechocaban produciendo espantosos contrastes, los vapores flotaban,
desparecían y volvían a aparecer cuando se producía la explosión de una de
aquellas cabezas con forma de paraguas gigantescos, y entonces el aire se
llenaba nuevamente de una nube marrón, espesa y sofocante.
Pero seguimos adelante. Y de pronto Doug, que ahora iba en cabeza,
emitió un grito entrecortado. El capitán Jim y yo nos arrodillamos al
momento junto a él, y sumergimos las cabezas bajo el agua cristalina de una
charca rodeada de aglomeraciones de hongos.
¡Qué enorme riesgo corrimos al hacerlo!
Ahora, cuando pienso en ello, me doy cuenta de cómo los hombres,
incluso personas que habitualmente tienen bastante sentido común, pueden
llegar a destrozar sus vidas sin necesidad. Tan sólo pensamos que era agua.
No la analizamos antes. Creímos que estaría buena; ni tan siquiera aquellas
excrecencias fungosas que crecían en sus orillas nos hicieron sospechar que
las aguas, aunque fueran frescas, podían estar contaminadas. Caímos de
rodillas, sumergiendo nuestros rostros ardientes en el fluido cristalino de
aquella charca tibia en medio del bosque de hongos, y bebimos.
Creo que fue Jim el primero que gritó.
Levanté los ojos y le vi, aún arrodillado, dándose unas palmadas en el
cuello; vi que volvía a hundir el rostro en el agua y seguía bebiendo.
Entonces sentí que algo rozaba mi propio cuello, algo muy suave que
parecía pegarse a la piel. Eché la mano hacia atrás y me froté. La sensación
desapareció. Volví a bajar la mano sobre las tibias aguas que resultaban tan
agradables… de nuevo retornó aquella sensación, como si algo me rozara la
piel. Un cosquilleo, pero frío, muy frío, como cuando cayó sobre nosotros
la lluvia de esporas del hongo gigantesco, unos metros más atrás, en el
sendero de color bermellón.
Me levanté de un salto, alertando a gritos a los demás, y me eché las
manos sobre los hombros y la parte posterior del cuello. Luego me las miré
y estaban llenas de aquella grisácea excrecencia fungosa. Una masa
vaporosa parecía estar envolviéndome. Volví a gritar y descubrí horrorizado
que también Jim y Doug se debatían en medio de una nube de esporas.
Las maldiciones de Jim rasgaban la silenciosa atmósfera y oí que Doug
mascullaba entre dientes mientras intentaba alejar de sí aquella nube
sofocante.
—¡El sendero! ¡El sendero!
Era Jim el que gritaba.
Miré a mi alrededor frenéticamente. ¡El sendero!
—¿Dónde diablos está la senda? —Jim casi gritaba.
Sentí que el corazón me abandonaba cuando cogí una masa de aquella
especie de amalgama, ahora cálida, que parecía crecer con mayor rapidez
aún de la que yo era capaz de quitármela de los ojos y del rostro. Cálida,
más cálida aún, ¡con esa química estimulante de la vida!
La senda… la entrada a la charca. ¿Dónde?
La pared de hongos se había cerrado a nuestro alrededor, espesándose
delante de mis ojos, creciendo, emitiendo retoños nuevos, palpitando con
una vida ávida y entusiasta, una vida engendrada por el sol luminoso y
cálido, y por las tórridas lluvias del trópico. Una vida que se multiplicaba
con rapidez y demandaba alocadamente nueva savia, una vida que pensaba,
que sentía, que sabía, que amenazaba…
Una sombra se cernió por encima de nuestras cabezas y al alzar los ojos
vi que tres enormes testas con forma de paraguas se inclinaban sobre
nosotros. Mientras miraba, como hipnotizado, se abrieron todas sus
laminillas inferiores al mismo tiempo, y de nuevo nos encontramos en
medio de una sofocante nube de esporas.
Oí la voz entrecortada y llena de desesperación de Doug.
—A tu derecha, Clarke. A la derecha, Jim. Rápido, rápido… o jamás lo
conseguiremos.
Douglas Gordon acabó gritando horrorizado, vencido por el miedo. Yo
caí al tropezar con una enorme masa esponjosa que parecía surgir del
mismo corazón de la tierra. La pateaba pero volvía a surgir de inmediato,
desarrollándose y extendiéndose a mi alrededor con ramificaciones
gelatinosas, aferrándose a mi cuerpo, cálida, haciendo estremecer mi piel
con el tacto de una vida enérgica e irresistible, con su voluntad, su voluntad
de vivir, y con su ciega determinación por fundir nuestras vidas en su propia
materia.
Otra sombra en lo alto. Otro descenso silencioso de una nueva nube de
esporas. Otra maldición entrecortada de Jim o de Doug, no sabría decir de
quién.
—¡A vuestra derecha!
Suave, cálida y pegajosa, aquella masa se arrancaba con suma facilidad,
se podía destruir, partir… y, sin embargo, crecía y volvía a crecer,
envolviéndonos, palpitando, llena de vida y determinación; y encima, otra
nube de esporas, ensombreciéndolo todo. Con un último y desesperado
esfuerzo, luché por ponerme en pie, desgarré la masa gris que se adhería a
mi cuerpo, acumulándose en el rostro, los ojos y la nariz, y, con el resto de
mis escasas fuerzas, me precipité a través de la espesura que crecía a mi
derecha. Un instante de ahogo y el sol volvió a lucir sobre una masa de
vegetación variopinta y espantosa, de colores venenosos y formas
gigantescas. Era libre.
Pero Doug. Y el capitán.
Seguían allí. Y yo… yo estaba solo. Me volví para zambullirme de
nuevo en el muro fungoso, pero fui lanzado hacia atrás, contra la
excrecencia púrpura que cubría la pequeña depresión, por dos figuras grises
e informes que salieron al claro.
—¡Clarke! ¡Clarke!
Una de las figuras se dio la vuelta como si se dispusiera a retroceder,
pero yo la agarré por el hombro.
—¡Doug! Soy Clarke. ¡Estoy bien, Jim!
—¡Gracias a Dios! Estamos todos aquí. Vamos hacia la playa.
¡Ah, la acción purificadora del agua clara y salada de aquella hermosa
bahía interior de color esmeralda!
No puedo describir con cuánta ansia nos zambullimos en su cristalina
pureza. Las excrecencias que cubrían nuestra piel se deshicieron,
disolviéndose hasta quedar convertidas en simples hebras. La sal, el agua
salada… Parecía que aquella masa fungosa tan sólo tenía un elemento capaz
de destruirla: el agua salada del mar. Nos frotamos frenéticamente,
arrancando de nuestra piel los últimos restos de aquella nauseabunda
excrecencia.
Respiramos profundamente, pero estábamos medio asfixiados por el
polvillo que aún se acumulaba en nuestras fosas nasales, en los pulmones y
en la boca. Con desesperación, uno tras otro, nos sumergimos en la parte
más honda de la bahía y, a pesar de los espasmódicos efectos de la
naturaleza, nos obligamos a respirar dentro del fluido cristalino. Acto
seguido, nuestros organismos se estremecieron medio asfixiados a causa de
los hongos que comenzaban a desarrollarse en los pulmones, y pronto nos
vimos obligados a subir a la superficie y nos tumbamos sobre las
relucientes arenas coralinas, tosiendo y jadeando. Luego nos volvimos a
hundir en el mar y de nuevo salimos, con el cuerpo hacia arriba,
desprendiéndonos del agua sobrante y respirando el aire vigorizante y puro
a grandes bocanadas.
Pero nos lanzamos de nuevo al mar cuando el miedo volvió a hacer
presa en nosotros, e incluso después de haber vuelto a respirar dentro de las
frescas aguas de la traicionera bahía, seguíamos sintiendo dentro de
nuestros cuerpos aquella sustancia estremecedora, mezclada ahora con la
sal. Mas al fin, consideramos que nuestros organismos estaban a salvo, y
nos dejamos caer bajo el sol abrasador, sin importarnos las posibles
quemaduras que vendrían después, agradeciendo sus rayos purificadores y
ardientes.
Una debilidad espantosa se apoderó de nosotros, y no nos preocupaban
los peligros que pudieran amenazarnos desde el mar. Por lo menos estaba
limpio. Esa vida fungosa, lúbrica y abrasadora no tenía lugar allí. En donde
nos encontrábamos teníamos una posibilidad de vivir, podíamos luchar por
nuestra existencia, y si era la muerte lo que nos esperaba al fin, ésta, al
menos, sería limpia. Pero ahí atrás…
Y sin embargo hay dos cosas que deben ser expuestas. Doug fue el que
trajo a cuenta la primera de ellas.
El chico canaco, ¿qué había sido de él?
—Saltó conmigo —apuntó el capitán Jim—. Saltó a mi lado en el fragor
de la tempestad. Le dije a gritos que se quedara cerca de mí, pero ese
pequeño diablo era capaz de nadar como un pez y no tengo ninguna duda de
que alcanzó la playa mucho antes que yo. Dios sabe que me costó mucho
llegar.
Durante un rato se hizo el silencio. Luego Doug volvió a hablar:
—¡Por todos los diablos!
No se trataba de una blasfemia. Sonó más bien como una especie de
súplica, y creo que tanto Jim como yo sabíamos a ciencia cierta cuáles eran
los temores de Doug. Ni las aguas más embravecidas habrían sido capaces
de tragarse a aquel muchacho moreno. Seguro que había llegado a la bahía,
seguro que había alcanzado la playa. Y sin embargo no habíamos
descubierto ni el más mínimo rastro de su presencia. ¿Qué podía haber
sucedido?
Los minutos pasaron mientras disfrutábamos de la placentera brisa que
ahora, con la llegada de la noche, iba tomando fuerza.
El capitán Jim habló de nuevo:
—Tenemos que abandonar esta isla. Pero para poder hacerlo
necesitamos dos cosas: algo que nos sostenga sobre las aguas y algo para
comer y beber durante la travesía.
—Que el cielo me confunda si vuelvo a beber de aquella charca —
musité.
El capitán Jim se apoyó en uno de sus hombros.
—Pero necesitamos agua, amigo mío. Y alimentos… Mas, ¿qué
podemos comer? ¿De dónde sacaremos el agua?
Volvió a incorporarse, inquisitivo, con el rostro serio bajo la luz de la
luna.
—¿Alguno de vosotros ha visto esta mañana restos de la goleta mientras
paseábamos por la playa? ¿Madera? ¿Remos? ¿Toneles? ¿Alguna de esas
balsas planas que compramos en Sydney? ¿Cualquier cosa?
Negamos lentamente con la cabeza.
La única cosa que habíamos descubierto sobre la arena fue el cuerpo de
aquella mariposa gigantesca que yacía muy cerca del lugar donde Doug y
yo habíamos dormido, y la enorme acumulación fungosa que se erguía a
menos de cien metros de donde nos encontrábamos en aquel preciso
momento. Nada más.
Pero el capitán Jim volvió a hacerse eco de nuestros pensamientos con
monótona resignación.
—Tenemos que abandonar la isla. Tenemos que irnos.
Y entonces nos miramos entre nosotros, rígidos, embargados por la
sorpresa y el temor.
Desde las profundidades de aquellas espesuras fungosas que se erguían
encima de nosotros, volvía a surgir un lamento extraño y sobrenatural. De
nuevo el terror más absoluto, solitario, desesperanzado, que albergaban
aquellas notas inundó nuestros corazones, helándonos la sangre en las
venas.
Muy suave al principio, aquel espantoso chillido fue ganando en
sonoridad, cada vez más y más alto, hasta alcanzar un grado tal que parecía
poder cortar nuestros nervios más dormidos. Y entonces, con una
desconcertante brusquedad, volvió a decaer hasta convertirse en gemido
sollozante, como el eco moribundo de la más absoluta desesperación.
Cada vez más y más débil… hasta que apenas pudimos escucharlo.
Y luego el silencio volvió a adueñarse de aquellas profundidades
oscuras, cuyas monstruosas siluetas eran delineadas por la luz de la luna,
tenebrosas, misteriosas, amenazantes, con un poder vital tan terrible y
maligno como aquel contra el que habíamos luchado cuando fuimos a beber
a la charca.

Capítulo VI

A pesar de que nos sentíamos extrañamente cansados, apenas se nos


ocurrió pensar en dormir. Permanecimos tumbados de espaldas sobre la
arena, contemplando el tenebroso bosque de donde había salido aquel
chillido. Doug y yo ya lo habíamos oído dos veces. Ahora sabíamos que no
se había tratado de una pesadilla cuando lo escuchamos por primera vez.
Algo vivía en el interior de aquella espantosa espesura, algo más aparte de
las gigantescas mariposas grises, algo que no era un simple vegetal como
los hongos silenciosos y diabólicos.
—¿Un animal?
La voz insegura de Doug parecía dirigir su pregunta a las estrellas. Me
di cuenta de que era incapaz de contestarle ni sí ni no. Nosotros éramos
animales, animales humanos, y las vigorosas demandas de aquella isla —
pues con toda seguridad se trataba de una isla— no hacían más que intentar
poseer nuestros cuerpos de animal. ¿Cómo podría provenir aquel lamento
de otro tipo de existencia que no perteneciera al mundo animal? ¿Acaso
había sido producido por algún tipo de vida vegetal? ¿Por algo de origen
fúngico? Todas estas cuestiones tampoco podían ser respondidas con un
simple sí, o no.
Las palabras del capitán Jim intentaron dar una respuesta a la pregunta
de Doug, y, sin embargo, tampoco se trataba exactamente de una respuesta,
aunque volvieron a recordarnos lo desesperado de nuestra situación.
—Era como si intentara expresarse a toda costa con aquel grito. Tiene
que tratarse de algo completamente diferente a lo que hemos visto hasta
ahora. Y eso podría ser también nuestra salvación.
—¿Qué quieres decir? —le interrumpí, dándome la vuelta para mirarle.
Respondió con una sola palabra:
—Comida.
Volvimos a quedar en silencio.
Comida, por supuesto… y agua.
Sin pretenderlo, me pasé la lengua por los labios y me di cuenta de que
ahora estaban secos y cuarteados. Tenía sed. Recordé que al comienzo del
día, cuando empezamos a buscar agua, me sentía igual de sediento que
ahora, pero mis labios, mi boca, mi garganta, no se encontraban resecos.
No. Muy al contrario, estaban tersos, como con una capa de vaselina,
suaves como el hielo. Y ahora… ahora aquella sensación había
desaparecido.
Y entonces pensé en el agua salada que habíamos tenido que tragar para
matar a las excrecencias fungosas que habrían crecido en nuestros
pulmones hasta asfixiarnos. La sal había acabado con los hongos, pero
también se había llevado aquella tersura. ¿Acaso la suavidad inicial había
sido el resultado del contacto con las esporas que habían ido cayendo sobre
nosotros durante la primera noche? ¿Era eso? Si realmente se trataba de
eso…
Me sorprendí a mí mismo repitiendo con monotonía:
—Amigos, tenemos que irnos de esta isla. Tenemos que irnos.
Estamos… estamos en peligro. Nuestras vidas, nuestros cuerpos… Tenemos
que abandonar esta isla.
—¿Cómo te sientes ahora? —se interesó el capitán Jim.
Sacudí la cabeza.
—Hecho un asco, ¿verdad? Mira, compañero, no creo que nadie tenga
tantas ganas como yo de abandonar este asqueroso islote. Pero tenemos que
encontrar víveres y agua para el viaje, ¿no es así? Y también tenemos que
recuperar fuerzas antes de que podamos emprender cualquier tipo de
búsqueda. Hay que dormir algo ahora, eso nos ayudará. Al alba buscaremos
los restos del Emerald Spray, si es que han ido a parar a esta maldita isla.
Algo encontraremos, estoy seguro. Pero ahora deberíamos tranquilizarnos y
dormir un poco.
Era un buen consejo.
Le sonreí débilmente y murmuré una respuesta.
Pero apenas me había recostado cuando mi piel volvió a llenarse de
escalofríos al escuchar de nuevo aquel salvaje lamento que se elevaba desde
las profundidades de la isla.
Me senté al instante, volviendo el rostro hacia la espesura. Y me di
cuenta de que tanto Doug como Jim sentían la misma inquietud que yo.
Una vez más se trataba de aquel lamento. Pero antes de que se
desvaneciera en esa especie de sollozo final, una auténtica nube de
mariposas ondeantes se irguió por encima del bosque. De nuevo
revolotearon bajo la luz de la luna, hacia arriba y hacia abajo, en una
especie de juego inexplicable mientras la noche se hacía extraña. Quizás
pasaron diez minutos de aguda observación, mirando con ojos hipnotizados
cómo se reflejaban los rayos de la luna en sus cuerpos grisáceos. Luego,
como atendiendo a una orden, se precipitaron hacia abajo hasta desaparecer
dentro de la negra espesura de la que habían surgido.
El capitán Jim volvió a gruñir mientras se recostaba, intentando
encontrar una postura más cómoda en su lecho de coral.
Doug fue el único que se hizo eco del miedo que me había embargado
de repente al contemplar aquel espectáculo.
—Que duerman bien el resto de la noche —dijo; y luego añadió, con
excesivo énfasis—: Y que se queden tranquilas hasta el día siguiente.
—¡Que así sea! —exclamó Jim con vehemencia.
En algún momento de la noche empecé a soñar.
Una gran nube rebosante de aquellas enormes criaturas se había abierto
paso desde el centro de la isla. Su terrible líder nos había descubierto y
condujo a sus congéneres en nuestra dirección; desde luego, daba la
sensación de que habían vuelto a salir de su tenebroso refugio con la única
intención de vigilarnos. Revolotearon y se estremecieron sobre nuestros
cuerpos dormidos, elevándose y descendiendo una y otra vez, espiándonos,
asegurándose, aumentando su número y su poder. Luego, como si fueran un
único ser, se lanzaron sobre nosotros, cubriendo completamente nuestros
cuerpos con sus alas membranosas, crepitando en nuestra piel, frotándose,
merodeando, observándonos.
Luchamos, intentando desprendernos de aquella masa sofocante. Un
hedor vetusto a moho asfixiaba nuestros pulmones. Llegó a hacerse
insoportable. Forcejeábamos. Empezamos a luchar desesperadamente como
ya antes habíamos hecho en la charca. Y, al igual que aquellos diabólicos
hongos, las formas aladas se precipitaban sobre nosotros una y otra vez,
incansables, a pesar de que luchábamos y desgarrábamos y nos
desprendíamos de ellas, haciéndolas pedazos apenas sin esfuerzo; pero al
momento eran reemplazadas por nuevas hordas que parecían surgir, llenas
de vida, de los restos desgajados de sus compañeras muertas.
Su peso… El agobiante hedor de sus cuerpos mohosos…
Agité los brazos en un último y desesperado intento por deshacerme de
ellas… y de pronto me encontré recostado sobre las limpias arenas de la
playa, contemplando las rutilantes estrellas que brillaban con frialdad en el
cielo de la noche. Eché un vistazo a mis compañeros. Sus torsos subían y
bajaban a la pálida luz de la luna, sumidos en un profundo sueño. Me sentí
estúpido. Había estado soñando.
Y sin embargo… había algo más, algo que merodeaba a nuestro
alrededor.
Sentía que estaba muy cerca. Nos espiaba. Incluso se había dado cuenta
de mis movimientos al despertar y se había retirado un poco. Pero seguía
vigilando… planeando. Nos observaba, maquinaba algo y —pude sentirlo
de una manera inexplicable— no nos tenía miedo.
Me senté de golpe. Y me habría puesto a gritar si no hubiese tenido la
lengua pegada al paladar.
Entre nosotros y el montículo que se erguía cerca de la orilla del
arroyuelo, a unos cien pasos, había un grupo de figuras. Permanecían de
pie, como los hombres, y me puse a contarlos mientras los observaba.
Cinco… sí, eran cinco.
Se encontraban a menos de veinte pasos de donde yacíamos y, aunque la
luz de luna no iluminaba sus rostros, supe que nos vigilaban con intensidad.
Me quedé como petrificado durante varios minutos, mirando a las cinco
figuras y sintiendo cómo me observaban. De nuevo se había levantado una
suave brisa y el monótono susurro de las olas al romper sobre la arena hizo
que recuperara mi sentido de la realidad. No se trataba de un sueño. Allí
estaba la playa, una extensión plateada que se prolongaba a la derecha y a la
izquierda. Por encima se erguía la densa oscuridad del bosque de hongos.
Más abajo, a tiro de piedra, las refulgentes aguas de la limpia bahía interior.
Sobre nuestras cabezas brillaban las mismas viejas estrellas, y a mi lado
Douglas Gordon y el capitán Jim.
Y aquellas cosas que nos espiaban y que… no, desde luego que no, no
parecían tenernos ningún miedo; pero tampoco hicieron nada. Se limitaron
a quedarse allí paradas y a vigilarnos… ¿Compasión? ¿Era compasión lo
que yo sentía en sus distantes miradas?
Susurré con suavidad:
—Doug. Jim.
Mis compañeros no mostraron ningún signo de haberme oído. Seguían
respirando profundamente, sumidos en el sueño.
Volví a llamarlos, un poco más fuerte, y con el rabillo del ojo pude ver
que las cinco figuras se retiraban un poco hacia la oscura masa que se
erguía tras ellos.
—¡Doug! ¡Jim!
Si no se hubieran despertado entonces, creo que me habría puesto a
gritar sin remedio. La sensación de encontrarme solo frente a aquel quinteto
vigilante no era precisamente muy tranquilizadora.
Señalé en silencio.
Y Doug y Jim se quedaron tan atónitos como yo mismo.
Luego Jim empezó a musitar:
—¿Pero q… qué diablos…?
Se puso en pie y Doug y yo le imitamos, colocándonos a su lado. Todo
el cansancio y la tensión de la noche anterior hicieron presa en mí. Si
aquello era el fin, me hallaba dispuesto a encararlo. Esas cosas que había
enfrente estaban vivas, llenas de una vida animal y no fungosa. Si había que
luchar, la situación no me parecía tan mala, y la batalla al menos sería
limpia. Sangre contra sangre.
Y sin embargo, aquellas cosas seguían sin dar muestras de amenazarnos.
Volvieron a retirarse otro paso y luego se agruparon, con las cabezas
inclinadas.
—Hagámosles ver que venimos en son de paz. Podemos levantar los
brazos y así… —susurró Doug con nerviosismo.
Como respuesta a nuestros movimientos, las figuras parecieron ponerse
rígidas. Luego sus cabezas se acercaron aún más entre sí. Pasado un rato,
una de las figuras avanzó una docena de pasos en nuestra dirección.
Resultaba grotesca. Andaba erguida como cualquier ser humano y, sin
embargo, ningún hombre tendría aquella apariencia bajo la luz de la luna.
Su rostro debería lucir con un aspecto lechoso en aquella luz plateada,
dejando ver sus facciones con claridad. Sus formas debían haber tenido algo
distinguible, algo que las diferenciase. Pero en aquella criatura no se
apreciaba nada de eso. El rostro que se volvió a mirarnos tenía el mismo y
extraño aspecto moteado que el resto del cuerpo, y este último carecía de
una forma definida. Sus contornos parecían cortados de una forma peculiar.
Deformes. Toscos. Como despedazados. Una especie de… cosas colgaban
sobre ellos, oscilantes, como excrecencias, de un aspecto sucio y vetusto.
¡Sucio! Aquel pensamiento se apoderó de mí y sentí que me temblaban
los brazos extendidos. Sucio, como las excrecencias fungosas que se habían
depositado sobre nuestros cuerpos llenas de una vida amenazante cuando
estábamos en la charca.
—¡Quieto! —ordenó Doug.
La criatura se aproximó un poco más.
De la misma manera, levantó uno de los brazos y lo agitó lentamente de
un lado a otro.
Pero se detuvo a unos pocos pasos de donde nos encontrábamos, alerta,
medio volviéndose para huir rápidamente al menor movimiento hostil. Y
entonces pudimos ver con claridad todo el horror que albergaba su cuerpo,
y supe que el hedor mohoso que había olfateado en mi sueño sobre la nube
de gigantescas mariposas grises en realidad procedía de aquellos seres.
Las piernas, el torso y los brazos estaban repletos, orlados y moteados
por unas excrecencias fungosas que relucían de un verde fantasmagórico
bajo la luz de la luna. La propia cabeza era una gran masa modular
compuesta de la misma materia e idénticos tonos. Y no parecía tener ningún
rasgo distintivo, aunque en medio de aquel rostro poblado de excrecencias
se dibujaban una especie de concavidades similares a ojos que eran la
únicas partes de la criatura que parecían tener vida.
Oí a Jim emitir un siseo nervioso mientras la contemplábamos.
Entonces se produjo un movimiento en la zona inferior del rostro de la
cosa, y ésta se puso a hablar con un tono de voz suave, monótono y
afelpado. Sacudimos nuestras cabezas. La cosa volvió a hablar, repitiendo
los mismos sonidos.
De pronto estalló la voz de Jim, produciendo un extraño contraste:
—No entendemos. Repítelo.
La criatura dio un paso hacia atrás y volvió a hablar. Luego levantó los
brazos, como haciéndonos señas de que lo siguiéramos.
Jim se volvió hacia nosotros.
—¿Pretende que lo sigamos? ¿Qué hacemos?
Los sentimientos expresados por Doug coincidían con los míos:
—No pienso quedarme aquí tumbado en la arena con estas cosas
merodeando a nuestro alrededor. ¡Sigámosle!
Dimos un paso hacia adelante. La criatura asintió con su espantosa
cabeza, y luego, dándose la vuelta, comenzó a progresar lenta y suavemente
hacia sus compañeros y hacia el montículo fungoso que se erguía cerca de
la bahía. Al rato se volvió a mirarnos, levantó los brazos una vez más para
que le siguiéramos, y continuó avanzando.
Le seguimos silenciosos y asombrados. Pronto el resto de sus
compañeros le alcanzó y se pusieron a andar en un grupo compacto hasta
llegar al borde del montículo.
Allí, la criatura que se nos había acercado volvió a levantar los brazos,
indicándonos que nos detuviéramos. Entonces señaló a la espesa masa,
luego se señaló a sí mismo y luego a nosotros. Volvió a señalar la
aglomeración de hongos. Una vez más comenzó a hablar con aquella voz
peculiar, monótona y afelpada.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el capitán Jim, volviéndose hacia
nosotros mientras las arrugas de su frente contrastaban curiosamente con el
miedo que reflejaban sus ojos.
Nos encogimos de hombros.
Doug dio unos pasos en dirección al montículo. Levantó un brazo y
señaló deliberadamente hacia la aglomeración fungosa.
—¿Te refieres a esto?
La criatura asintió repetidamente con su enorme cabeza moteada.
—¿Qué significa? ¿Qué tiene que ver con nosotros?
Volvimos a oír aquella voz peculiar, mientras la cosa señalaba de nuevo
a los hongos, a nosotros, a sus compañeros y, otra vez, a los hongos.
—¡Que me cuelguen si entiendo lo que quiere decirnos! —exclamó Jim
—. Algo acerca de esas excrecencias…
Con un impulso repentino, me acerqué rápidamente al montículo para
examinarlo más de cerca. Pero en cuanto me aproximé un poco, aquellas
cinco criaturas formaron una línea entre mí y la aglomeración de hongos, y
empezaron a dar zarpazos a las excrecencias fungosas que crecían en la
superficie. Salté para ayudarlos. En ese instante una de ellas emitió un grito
entrecortado y me agarró por el brazo.
El contacto rancio, húmedo y pegajoso de aquella criatura me llenó de
un terror espasmódico. Lancé un golpe sobre el brazo que me había
agarrado y, para mi espanto, éste pareció romperse… romperse, y una
especie de costra llena de protuberancias y excrecencias cayó a mis pies.
Los cinco seres se dieron la vuelta a un mismo tiempo y huyeron hacia
la oscuridad del bosque, desapareciendo entre las sombras.
Y luego, una vez más, escuchamos aquel terrorífico lamento.

Capítulo VII

Pasamos el resto de la noche en una vigilia continua, contabilizando las


horas por la posición de la luna.
Pero antes de volver a tumbarme en mi lecho me acerqué a las aguas
ondulantes y me froté las manos, los brazos y el rostro. Rasqué una y otra
vez mi brazo izquierdo, con una meticulosidad enfermiza, pues era por
donde me había agarrado la criatura. Su contacto me había resultado
impuro.
Los otros me miraron en silencio durante un rato, luego, sin decir nada,
también comenzaron a lavarse en las aguas purificadoras de la bahía.
Cerca del amanecer Doug me despertó. La luna estaba oculta tras un
negro nubarrón y nosotros nos encontrábamos empapados por el agua que
caía con fuerza en medio de una típica tormenta tropical. Doug asintió con
la cabeza mientras yo permanecía tumbado, durante un rato, con los brazos
extendidos y la boca abierta.
—No tengas prisa, Clarke. Deja que caiga con fuerza. Esta lluvia puede
salvar nuestras vidas.
Despertamos al capitán Jim. También él se estiró, de manera que todos
los rincones de su cuerpo pudieran liberarse de la pegajosa costra de sal.
Dirigió el rostro hacia la tormenta y abrió la boca, lamiendo las grandes y
pesadas gotas de agua fresca. Luego la playa volvió a inundarse de una luz
plateada y el silencio cayó como una mortaja.
De la espesura fungosa que se levantaba sobre nosotros surgió un soplo
cálido, una especie de niebla húmeda, que se desparramó sobre las arenas,
extendiéndose por la playa como si buscara algo. Cubrió todo el entorno
durante unos instantes, y luego, barrida por la brisa que llegaba del mar,
desapareció por completo.
Mis compañeros se echaron a dormir y yo me ocupé de la guardia.
Los pensamientos me asaltaban mientras caminaba lentamente por las
suaves arenas coralinas, y de nuevo recordé todos los sucesos que nos
habían llevado a la presente situación.
La larga búsqueda en las tierras semidesérticas de Australia Occidental,
una búsqueda que iniciamos movidos por aquellos rumores tan tentadores,
tan persistentes, que circulaban por las cantinas de Melbourne. El
comentario jocoso y medio en broma que había hecho Doug:
—Hagámonos con esa cosa, Clarke.
Después, cegados por el velo de romanticismo que envolvía a semejante
aventura, nos vimos envueltos en un deseo imparable por llegar al fondo de
aquellos rumores tan insistentes. Luego tuvo lugar la búsqueda y el
descubrimiento final del tronco petrificado en cuyo corazón se encontraba
aquel pedazo enorme de ópalo fosforescente. De qué manera lo cogimos
con las manos, con los ojos llameantes por la luz de la fortuna.
Recuerdo con cuánto cuidado lo transportamos durante el largo viaje de
vuelta. El descubrimiento de que en Melbourne ya sabían de nuestro éxito.
La decisión de cambiar nuestro punto de destino a Sydney. La emboscada
que sufrimos a menos de cuarenta kilómetros de aquel puerto, el robo de
nuestro tesoro.
Y la búsqueda de nuevas pistas. La certeza de que Cinco-Puntos
Markleigh, el medio indio, con su grupo de compinches, se había dirigido
con el ópalo, a bordo de una goleta robada, la Black Moth[11] hacia ese
puerto morada de ladrones, engaños, degeneración y vicio, llamado Macao.
Dos semanas después nuestra propia goleta, propiedad del capitán Jim,
zarpó del bullicioso puerto de Sydney en su persecución.
Y ahora… esto.
La sed había desaparecido, pero me sentía terriblemente hambriento.
Recordé mis años de infancia, la búsqueda de setas en los pastos que se
extendían bajo las colinas de mi pueblo. Y me sorprendí a mí mismo
mirando a la aglomeración de hongos que crecían sobre la isla… En alguna
parte había leído que existían cerca de ochocientas variedades conocidas de
setas, la mayor parte comestibles. Con toda seguridad, dentro de aquella
fecunda espesura, debería haber alguna clase de hongo que pudiera
comerse. Cierto es que sus propiedades alimenticias no serían muy
nutritivas, pero hasta eso era mejor que nada, y un estómago lleno le hace
tener a uno la sensación de haber recuperado sus fuerzas.
Aquellas gigantescas mariposas tenían que comer. Y las horribles
criaturas de apariencia semihumana también. Ambas eran cosas vivas;
ambas tenían que sustentarse gracias a algún tipo de alimento que crecía en
aquel bosque salvaje y espantoso.
Mis pasos me aproximaron a la larga y estrecha aglomeración fungosa
que se erguía sobre la playa. Aquellas criaturas nos habían conducido hasta
allí; al menos esa había sido su intención. Ese hecho delata su capacidad
para pensar. Y además, habían hablado. Me estremecí. ¿Eran hombres, o,
como las mariposas, una especie de criaturas semi fungosas? ¡Y la manera
en la que aquella protuberancia informe se había desgajado del brazo de la
cosa en cuanto tiré un poco de ella!
Pero, ¿por qué habían ido a buscarnos? ¿Por qué se habían acercado
hasta nosotros de una manera claramente amistosa? ¿Por qué habían
señalado al montículo de hongos? ¿Por qué habían empezado a coger
pedazos con sus zarpas informes? ¿Por qué habían escapado de una manera
tan asombrosa en cuanto les toqué?
Las estrellas comenzaban a retirarse, y las siluetas de las formas que
crecían sobre la isla se recortaron rudamente contra los rayos nacientes del
sol.
Cerca del montículo de hongos pude ver el pedazo de excrecencia que
había caído de la cosa cuando intenté apartarla. Ahora sabía que el agua
salina era un potente agente de limpieza de aquellas fungosidades y una
curiosidad irresistible hizo que me acercara a la cosa. Me detuve y la cogí.
Se desmenuzó en mis manos, como lo habían hecho la primera noche las
harinosas alas de aquellas gigantescas mariposas. Una parte, sin embargo,
parecía tener una mayor consistencia. La froté, la puse en la palma de una
mano y la golpeé con la otra.
Al instante, inundado por una súbita comprensión, corrí hasta la orilla
del mar y lavé aquella cosa en las aguas cristalinas. Luego permanecí un
buen rato quieto y en silencio, mi corazón latiendo con fuerza, mirando
primero a los grotescos y venenosos hongos de vivos colores que crecían en
la espesura cada vez más iluminada, y luego a la cosa incomprensible,
aunque reveladora, que descansaba en la palma de mi mano.
Me llevé una mano a la frente y enseguida la bajé de golpe, con un grito
súbito. Mi piel parecía estar cubierta de una especie de grasilla harinosa.
Mis dedos estaban de nuevo llenos de aquel moho marrón verdoso. La
acerqué hasta la nariz y volví a gritar mientras me precipitaba playa abajo
en busca de mis compañeros.
Intenté por todos los medios no tocarles con las manos. Les vociferé
para que se despertaran. Ellos se incorporaron, estremeciéndose, con los
ojos abiertos de par en par. Se miraron el uno al otro mientras gritaban
espantados. Tenían el rostro, las manos, el cuello, los pies y las muñecas
cubiertas de aquella fina costra mohosa. Y sus cabellos eran una masa de
polvo gris.
Enloquecidos, nos lavamos de nuevo en el agua salina de la bahía. Nos
restregamos durante mucho, muchísimo tiempo, hasta volver
completamente limpios, pero con la piel extrañamente coloreada y una
sensación de hormigueo. Y en la mejilla izquierda de Doug quedó una
pequeña mancha blancuzca, que, rápidamente, mientras el fluir natural de la
sangre circulaba para restaurar el tejido roto, tomó un color más encarnado.
Después se hizo el silencio entre nosotros, pues no había necesidad de
expresar en palabras lo que todos sentíamos.
Sin hablar, les mostré lo que había descubierto tras limpiar la costra que
cubría el trozo de extremidad de la criatura. Por fin Douglas habló, y su voz
estaba más cargada de pena y lástima que de terror:
—¡Tela! ¡Un pedazo de camisa! Aquellas cosas son hombres.
Pero el capitán Jim corrigió su afirmación, y su voz estaba tan llena de
espanto que me hizo estremecer aún más.
—Quieres decir —susurró—… quieres decir que eran hombres.
Sus ojos parecían mirar fijamente, como hipnotizados, la mancha que
había quedado en la mejilla de Doug; mi viejo camarada empezó a
sonrojarse, y luego volvió el rostro lentamente.
No es necesario relatar la búsqueda que llevamos a cabo para encontrar
algún resto del naufragio. Baste decir que, poco antes del mediodía,
habíamos circunvalado por completo la isla y llegado de nuevo al largo
montículo que se erguía cerca del lugar en el que habíamos pasado la noche.
Tuvimos una pequeña charla y decidimos que lo mejor sería intentar
apañárnoslas con los materiales que ofreciera la isla.
Nos aproximamos, no sin repugnancia, a la pequeña garganta de color
bermellón en la que habíamos buscado agua el día anterior. Por un instante
creí distinguir una figura fugaz en las profundidades del bosque, una figura
moteada de gris y verde, cuya postura erecta revelaba que las criaturas
semihumanas vigilaban nuestros movimientos.
Pudimos apartar con cierta facilidad, combinando la fuerza de los tres,
el tronco gigantesco que sustentaba a los hongos que habían descargado
sobre nosotros una nube de esporas marrones. Y la cabeza enorme de la
cosa, cuyo diámetro era tan grande que apenas lo podíamos abarcar con los
brazos extendidos, se dobló y cayó limpiamente a nuestros pies.
Arrastramos aquel tronco leproso hasta la orilla del mar y, llenos de una
renacida esperanza, lo llevamos hasta la zona más profunda de la bahía.
Pero pronto volvió la desesperación, pues el madero se hundió al instante,
como si fuera de plomo.
Volvimos y arrancamos una de aquellas plantas aflautadas con forma de
ventilador, de tacto grasiento, y espantosos colores púrpuras, verdes y
marrones. También se hundió al instante.
Entonces el capitán Jim empezó a maldecir al ópalo de fuego por cuya
culpa nos encontrábamos ahora en un lugar maldito y una existencia
terrorífica.
—¡Mala suerte! —gritó de repente—. Los ópalos siempre son
portadores de mala suerte. La maldición del tiempo pesa sobre ellos y sólo
traen desgracias a los hombres. No puedo más. Voy a regresar a la espesura
para buscar algo que comer. Y no me importa si me mata. Ya no aguanto
más. Las cosas malditas siempre traen mala suerte. Vamos a morir aquí, de
cualquier manera, y de una forma espantosa, así que voy a comer. ¡Lo que
sea! ¡Cualquier cosa! Esas criaturas semihumanas tienen que alimentarse. Y
yo también. No me importa nada. Voy a comer.
Y antes de que Doug o yo pudiéramos detenerle se precipitó playa
arriba y desapareció entre la espesura.
¿Ir detrás de él? Doug hizo ademán de seguirle, pero yo le retuve con
todas las fuerzas que me quedaban.
—¡No! —grité—. ¡No, no, no! ¡Doug, por Dios, no le sigas! No lo
hagas. Recuperará la razón en cuanto vuelva a tocar los hongos. Volverá.
No vayas. ¡No!
Doug se desplomó sobre la arena suave y limpia.
—Tenemos que irnos de esta isla. Tenemos que escapar.
Acto seguido, sin decir una palabra, se puso en pie de un salto, se quitó
la camisa y los pantalones y se dirigió directamente hacia las aguas de la
bahía.
—¡Espera! —grité—. ¿Qué vas a hacer? No puedes escapar a nado.
—No —contestó con calma—. Pero puedo llegar hasta los arrecifes y
recuperar algunas cosas del Emerald Spray para que podamos construir una
balsa.
En mi desesperación, le seguí hasta la orilla. Luego volví a sujetarle por
el brazo.
—No puedes —susurré—. Mira.
Varias grandes aletas triangulares de tiburón circulaban por las
tranquilas aguas.
—No puedes —repetí—. Es una muerte más cierta que la que puede
encontrarse Jim. No debes ir.
—Tenemos que salir de esta isla —musitó mientras contemplaba las
olas verdosas rompiendo sobre el lejano arrecife.
Desde detrás nos llegó ese lamento creciente que tan bien habíamos
llegado a conocer. Enseguida se produjo la llamada de respuesta.
Hechizados, nos dimos la vuelta y miramos, como a la espera de algo
que no podíamos imaginar.
Los lamentos y respuestas se fueron aproximando cada vez más. Un
llanto desesperanzado que iba subiendo de tono para luego volver a caer en
una especie de sollozo lleno de angustia y desesperación.
De repente se oyó un grito totalmente diferente, un aullido de terror.
Miramos fijamente hacia la senda de color bermellón.
Pero antes de que hubiéramos podido dar más de diez pasos emergió
una figura de entre la espesura de tonos púrpuras y se dirigió corriendo
hacia nosotros, aullando de miedo. Cayó de rodillas a nuestros pies,
elevando unos brazos repletos de costras leprosas… un rostro del que
surgían esas excrecencias nodulares y mohosas, de tonos verdosos y
marrones, que habíamos visto en los seres de la noche anterior.
Pero la voz era distinta. Más clara. Familiar, en cierto sentido. Parecía
estar suplicándonos, y hasta nuestros oídos llegaron una o dos palabras
chapurreadas en inglés.
Hizo varios gestos con los brazos levantados. Señaló al bosque que
estaba detrás. Luego a nosotros. Luego al mar. Y de nuevo a los hongos.
Con un juramento inesperado, Doug agarró a la hedionda y mohosa
criatura por el brazo y empezó a arrastrarla hacia el mar.
—¡Doug! —grité.
—¡Ayúdame! —cortó—. ¡Ayúdame! Sabe algo. Al agua con ella, ¡al
agua! A lo mejor entonces comienza a hablar.

Capítulo VIII
La criatura era —o, mejor debería decir, había sido— el muchacho
canaco.
El terror le había llevado hasta nosotros, el terror a algo que le acechaba
en las profundidades de la vegetación que crecía sobre la isla. Pero
forcejeaba angustiado, gritando con desesperación y espanto, mientras
Doug y yo le arrastrábamos hacia las aguas.
Ahora sé por qué.
Ahora sé que la excrecencia fungosa se había introducido tan
profundamente dentro de su carne que la acción del agua salada suponía
una verdadera tortura. Ahora sé que, a pesar de que la horrible costra
fungosa se deshacía al instante bajo la acción química del líquido salino, la
excrecencia, que se había ido desarrollando durante los dos días que
llevábamos en la isla, había ido creciendo hacia adentro, atravesando su piel
y extendiéndose por la carne viva. Y ahora sé que, aunque salvamos al
muchacho de la muerte en vida que sin duda le esperaba en ese terrible
pedazo de tierra, en realidad esa no había sido nuestra verdadera intención.
Por fin sus forcejeos desesperados dieron paso al cansancio, y cuando,
finalmente, le sacamos del agua y le dejamos tendido sobre la reluciente
arena, se derrumbó hasta convertirse en una masa mustia y sollozante.
Doug y yo nos miramos llenos de un súbito entendimiento, con la
certeza de que aquella maldición no nos abandonaría mientras
permaneciéramos en ese lugar. Sólo existía una forma de vida sobre la isla:
los hongos. Las únicas criaturas propias de la isla, las mariposas gigantes,
también eran de origen fúngico. Los seres que nos visitaron la noche
anterior habían sido en el pasado hombres, como nosotros, pero ahora,
también ellos, no eran más que unas criaturas fungosas. Por la noche,
mientras dormíamos y nuestra resistencia era mínima, incluso nosotros
mismos habíamos caído bajo el poder de aquella vida maligna. Y el
muchacho canaco, a pesar de que sólo llevaba dos días contagiado por esa
vida ardiente, ya había sucumbido.
Y Jim, el capitán Jim, no había podido resistirse al hambre y ahora se
encontraba en algún lugar… en algún lugar —contemplamos los colores
venenosos de la vegetación— en medio de aquella espesura.
Recordamos la lucha que habíamos tenido con la criatura fungosa que, a
pesar de empujar y tirar de ella, arrancando pedazos de las excrecencias que
la cubrían, se había resistido con renovado vigor, haciéndonos retroceder
con una insistencia incansable y una voz diabólica y amenazante.
Doug, con los ojos abiertos de par en par, apartó la mirada del
muchacho durante un momento y se hizo eco de mis pensamientos.
—Esa maldita cosa nos ha impregnado, Clarke. Se ha metido en
nuestras gargantas, en nuestros pulmones, se ha dispersado por el interior de
nuestros cuerpos. Debería haber muerto. Pero el muchacho sigue vivo.
¿Acaso existe algo que… que mata al ser humano, que mata al animal que
lleva en su interior, y que, sin embargo, permite que su cuerpo, o al menos
su figura, aún permanezca viva? ¿Algo que preserva esta forma espantosa
de existencia?
Sacudí la cabeza. ¿Cómo iba a saberlo? Era algo increíble y, sin
embargo, ¿no había suficientes pruebas en la mera existencia de aquellas
criaturas nocturnas, y en la del muchacho canaco? Incluso en nuestros
propios cuerpos. Aquella mancha grisácea en la mejilla de Doug… Me
sorprendí a mí mismo mirándola con atención, y sólo fui capaz de apartar
los ojos, con una sensación de culpabilidad, cuando el rostro de Doug
empezó a sonrojarse y mi compañero se tapó la mancha con un rápido
movimiento de su mano.
—Pero, ¿por qué —insistí, hablando más conmigo mismo que con
Doug—, por qué aquellos hombres, al sentirse bajo la influencia de los
hongos, no huyeron de la isla?
Doug contempló las aguas tranquilas y esmeraldas de la bahía. Mis ojos
siguieron su mirada hasta encontrarse con las aletas triangulares de los
enormes tiburones.
Dio un pequeño respingo.
—Prefiero enfrentarme a las aguas infestadas —gritó de repente.
—Yo también.
Por eso, si habían sido hombres en el pasado, ¿por qué no habían
elegido ellos también una muerte rápida y limpia? ¿Acaso tenían
esperanzas, confiaban que alguien pudiera rescatarlos?
Entonces, si eso era cierto, argumenté, ¿por qué no habían venido a
nuestro encuentro en cuanto descubrieron la presencia de hombres sanos
sobre la playa? ¿Por qué no nos suplicaron que diéramos fin a sus
sufrimientos?
—No lo hicieron —insistí—. No lo hicieron.
Doug contempló cómo respiraba aquella cosa informe y marrón, la
costra descolorida y leprosa que antaño había sido una piel humana.
—Vinieron a nosotros la noche pasada —apuntó—. Intentaron
hablarnos. Querían decirnos algo; pero, estúpidos de nosotros, les
asustamos.
—Ya lo sé —interrumpí—. Pero si realmente les asustara la vida de este
lugar, tenían que haber sabido que nosotros éramos su mejor oportunidad.
¿Por qué salieron corriendo, huyendo de nuevo al interior… al interior de
esa cosa?
Entonces los ojos de Doug se posaron fijamente sobre los míos. Y vi la
respuesta. Era la misma que tanto había temido. El horror, ¡la piedad! No
existía ninguna otra explicación, era lo único que podía esclarecer la
permanencia en la isla de aquellas cosas que antaño habían sido hombres:
su miedo mental, su cobardía física. Una terrible mezcla de emociones
afloró a mi garganta y no pude evitar un sollozo… El capitán Jim… ahora
estaba allí… ahora mismo… al comienzo de toda esta…
—El muchacho está aquí desde hace dos días —gritó Doug—. Salió
corriendo de la espesura en nuestra busca acuciado por un intenso miedo. Y
sin embargo, lleva aquí dos días enteros… comiendo… bebiendo. Pero salió
en nuestra búsqueda, perseguido por aquellos gritos espantosos… vino
hacia nosotros…
Toqué al muchacho con un pie. No se movió. Su respiración
entrecortada y trabajosa revelaba que estaba completamente exhausto.
—No se moverá de aquí durante un buen rato —dije—. Vamos, amigo
mío. Tenemos que ir en busca del capitán Jim. Tenemos que salvarle,
Tenemos que traerle de vuelta y luego, los cuatro, mientras sigamos siendo
humanos, tenemos que huir de aquí. Escapar, Doug. Escúchame, tenemos
que escapar. Tenemos que…
Y de repente me quedé completamente en silencio, con el rostro
enrojecido por la vergüenza. Pues mi propia voz tenía un tono de histeria.
Entonces Doug volvió a tomarme del brazo y empezamos a caminar
lentamente sobre la arena en dirección a la alfombra bermellón que cubría
la pequeña cañada.
No pude evitar un escalofrío involuntario, que me recorrió todo el
cuerpo, cuando pasamos al lado del hongo gigantesco que casi me había
sepultado con sus esporas la vez que fuimos a por agua. De nuevo volví a
sentir aquella amenaza que parecía surgir de la espesura purpúrea que se
extendía a nuestro alrededor, como queriendo cortarnos el paso, y miré con
miedo a nuestra espalda, descubriendo que ya no podía ver las arenas de la
playa.
Los tallos enormes y lisos de los hongos se erguían por encima de
nosotros, y el hedor enfermizo de la vida palpitante y cálida que latía en la
vegetación volvió a inundar nuestras fosas nasales.
Por dos veces se produjo un movimiento repentino y sombrío sobre
nuestras cabezas, seguido por una sofocante descarga de aquellas nubes de
esporas.
Pero seguimos adelante, Douglas y yo, con la vana esperanza de
encontrar al capitán Jim antes de que sucumbiéramos, y poder llevarle de
vuelta, aun en contra de su voluntad, a las límpidas y cristalinas aguas de la
bendita bahía.

Capítulo IX

Me resulta imposible recordar durante cuánto tiempo estuvimos dando


vueltas entre aquella silenciosa masa de vegetación. Supongo que horas, y
en ningún momento nos desprendimos de la sensación de ser observados,
como si aquel mundo vegetal aguardara pacientemente a que nos
internáramos en el centro mismo de su corazón, echándonos encima su
aliento soporífero y húmedo, reagrupándose, juntando fuerzas, un poder
vital, convencido de que aquella sería nuestra última batalla. Y entonces,
sin previo aviso y muy cerca de nosotros, se oyó el terrible lamento de las
criaturas semihumanas.
Casi al mismo tiempo alguien gritó una maldición con voz profunda.
Miramos a nuestro alrededor, y allí, en cuclillas, debajo de uno de esos
gigantescos ventiladores aflautados, con la piel marrón y acartonada llena
de motas de un color verde enfermizo, se hallaba el capitán Jim. En sus
manos sostenía un pedazo de aquella materia fungosa mientras nos miraba
con ojos relucientes. Nos observó durante un rato y luego volvió a bajar la
cabeza sobre aquella masa espantosa y siguió comiendo. Al poco irguió de
nuevo el rostro, masticando con voracidad.
—¡Jim!
El nombre salió de nuestras bocas al mismo tiempo.
Se puso en pie con una maldición en sus labios.
—¡Fuera de aquí! ¡Marcharos!
Apenas era su voz. Apenas eran sus ojos. Tenía toda la apariencia de un
demente.
Antes de que pudiéramos decir nada volvió a ponerse en cuclillas y, con
un brillo torvo en los ojos que brillaban debajo de una costra fungosa, se
puso a comer con renovada ansia.
Doug me agarró del brazo.
Miré hacia donde me indicaba y di un respingo. A menos de un metro
de donde estaba agachado el capitán Jim, una de las criaturas semihumanas
yacía despatarrada, completamente inmóvil y silenciosa. Y supe en lo más
hondo de mi corazón que estaba muerta. Muerta… y el capitán Jim…
Doug me susurró al oído:
—Esos gritos que escuchamos antes de que el muchacho canaco se
precipitara sobre nosotros… ¿Acaso esas… esas cosas atacaron a Jim?
Apenas había terminado de hablar cuando volvimos a escuchar el
aullido lastimero, y esta vez parecía estar justo al lado de nosotros. Y
entonces, detrás del capitán Jim, se perfilaron cuatro figuras grotescas y
fungosas. Tenían el mismo color de la vegetación que les rodeaba, y tan
sólo pudimos apreciar su proximidad por los súbitos movimientos que
habían hecho. Pero no nos miraban a nosotros. Sus ojos, medio ocultos
entre los terribles nódulos y excrecencias que se pegaban a sus rostros,
miraban directamente a Jim.
—¡No querían hacernos ningún daño, Doug! —susurré—. Tan sólo
pretendían ayudarnos. Y sin embargo… y sin embargo Jim ha matado a uno
de ellos.
—¡Vamos!
Saltamos sobre el capitán Jim.
Daba la sensación de que la comida había triplicado las fuerzas del
capitán. Los tres nos revolcamos por la tierra mientras los seres fungosos se
aproximaban. Sentí que una sombra pasaba sobre nosotros y, mientras
forcejeaba, esperé que una lluvia de esporas cayera sobre nosotros. Pero me
sorprendí de que no sucediera así.
Durante un rato no pude apartar la mirada de los ojos chispeantes del
capitán Jim mientras éste maldecía y forcejeaba intentando librarse de
nuestro asalto. Luego, un movimiento a nuestras espaldas captó mi
atención, y descubrí que las cuatro criaturas semihumanas se acercaban en
grupo y nos miraban con intensidad, brincando de un pie a otro,
contemplando la refriega con asombro. Y por encima de las maldiciones se
oía aquel lamento afelpado sonando sin cesar.
—¡Idiotas!
Era Jim el que gritaba.
—¡Idiotas! Comed esa sustancia, coméosla. ¡Dios! Jamás habéis
probado nada semejante. Parad esto. Dejadme. ¡Malditos seáis! ¡Coméoslo!
¿Es que no me vais a dejar tranquilo? ¿Es que no me vais a dejar seguir
comiendo…?
Y sus palabras se transformaron en una maldición sollozante.
Doug, que le sujetaba por el brazo derecho, mientras yo lo hacía por el
izquierdo, gritó por encima de la refriega:
—Esa sustancia le ha hecho perder el juicio, Clarke. Hay que luchar por
su vida. Por su vida y por las nuestras.
¡Dios! No puedo describir la batalla que tuvo lugar en aquel paraje
infame, mientras la sombra de una maldición pesaba sobre nosotros. La
sensación de que una fuerza vital aguardaba el momento propicio para caer
sobre nosotros, una fuerza impía y amenazante. Aquellos colores infernales,
aquellas formas de pesadilla… El cálido vapor, una vida omnipresente,
húmeda… Y aquellas cuatro figuras lastimosas que antaño habían sido
hombres, allí agrupadas, saltando excitadas mientras contemplaban la
escena, gritando arengas con sus voces afelpadas.
Por dos veces mi pie desnudo se hundió en la superficie correosa de las
excrecencias que crecían debajo de nosotros, y las diminutas lenguas de
color bermellón de los hongos palpitantes saltaron hacia arriba, serpentinas,
extendiéndose sobre nuestros cuerpos como una alfombra ondulante, cálida,
húmeda, terriblemente viva.
Una y otra vez las sombras pasaban por encima de nosotros mientras las
gigantescas cabezas con forma de sombrilla nos espiaban desde arriba,
como aguardando el resultado de la lucha. Y mis temores se acrecentaban o
volvían a relajarse a su paso, aunque seguían sin arrojar su carga de esporas
sobre nosotros. Me pregunté a qué estaban esperando aquellas cosas. ¿Lo
sabían realmente? ¿Sabían cuándo tenían que dar rienda suelta a su
turbulenta, aunque silenciosa, fuerza vital? ¿Sabían que el capitán Jim ya
había sucumbido en parte y que, si nos vencía a mi amigo y a mí mismo,
también nosotros terminaríamos convirtiéndonos en aquella especie de
criaturas semihumanas que nos contemplaban? ¿Era consciente de todo eso
aquella vida fungosa? ¿Era esa la razón por la que no nos atacaba?
Extraños razonamientos, ¿verdad? Sí, lo eran. Pero si hubierais estado
allí… Si hubierais estado luchando en aquel infierno cálido y pegajoso,
sintiendo con todos los nervios del cuerpo que ese infierno húmedo bullía
de una vida maligna, cuyos deseos no podían ser más funestos… ¡Ah! Si
hubierais estado allí…
—¡Comed! —gritó Jim de nuevo—. Dejadme. Probadlo y luego… y
luego lo entenderéis. ¡Maldita sea! Entonces, entonces, ya no podréis parar.
¡Comed…!
—¡Idiota! —estalló Douglas—. ¡Sé hombre, un hombre, capitán Jim!
Las palabras parecieron llegar a una zona aún no contaminada del
cerebro de Jim. La expresión de sus ojos cambió lentamente. Sus forcejeos
cesaron. Se dejó caer sobre nuestros brazos, dando grandes bocanadas del
aire cálido, húmedo y palpitante. Luego, nervioso, se restregó los ojos con
el brazo.
—¡Doug! ¡Clarke! En el nombre del cielo… ¿dónde…? ¿qué…? —
miró a su alrededor. Se ocultó el rostro con las manos y gimió—. Sacadme
de aquí, sacadme. Antes de que vuelva a poseerme. No sabéis. No podéis
entender…
Le agarramos entre los dos y nos volvimos hacia el sol, que ya se
ocultaba por poniente, tratando de abrirnos paso hasta la lejana playa.
Un grito afelpado salió entonces de las criaturas semihumanas y yo me
puse en guardia con el puño listo para rechazar su ataque. Pero éstas se
pusieron por delante y, pegando saltitos con su peculiar forma de andar, se
volvían hacia nosotros una y otra vez haciéndonos señas.
El capitán Jim gruñó en voz alta.
—Uno de ellos, allí atrás, el chico canaco, estaba comiendo aquella
sustancia. Decía que estaba buena. Así que la probé antes de regresar. Lo
olvidé. Lo olvidé todo. Entonces llegaron los demás, y uno de ellos intentó
detenerme. El muchacho estaba con ellos. Ellos parecían saber lo que
sucedería… Intentaron detenerme. Me volví loco. El muchacho salió
corriendo, dando gritos. Yo no podía pensar en nada… tan sólo comía,
comía…
—Lo entendemos, Jim —susurró Doug—. Lo entendemos.
De repente el sol quedó cubierto como por un velo. Las excrecencias
púrpuras que se extendían bajo nuestros pies se irguieron, arrugándose y
rompiéndose. Una nube de vapor nos envolvió por completo. Y con un
movimiento súbito y palpitante, aunque silencioso, aquellos hongos
volvieron a inundarse de una vida cálida y lujuriosa.
Un grito salvaje y desesperanzado se elevó en medio de la espesura.
—¡Permaneced juntos! —aullaba Jim—. ¡Resistid! ¡Resistid! ¡Resistid!

Capítulo X

Los jirones y desechos de la sustancia gris crecían sobre la playa en el


mismo lugar en el que nos desprendíamos de ellos. Se extendían.
Alfombraban las arenas coralinas como una especie de mortaja fungosa y
elástica, llenando el aire con su cálida y diabólica vida efervescente, una
vida que se desarrollaba y seguía desarrollándose sin parar. Se extendían,
irguiéndose como una gigantesca nube hasta que, superadas por su propio
peso, volvían a depositarse en el suelo con un crujido enfermizo y una
ráfaga húmeda de esporas que se desperdigaban trayendo consigo
renovados vapores.
Unas formas se erguían entre las brumas, unas formas nodulares,
esféricas, gigantescas, que terminaban en unas cabezas enormes con aspecto
de sombreretes y que arrojaban nubes marrones de polvo fertilizante sobre
las masas de excrecencias que había debajo. Las plantas con forma de
ventilador, de un terrible color verdoso con manchas marrones, estallaban a
nuestro paso. El pasto grisáceo que teníamos bajo los pies se tornó del color
púrpura que predominaba en la abotargada vegetación del bosque principal.
Nuestros pulmones estaban llenos de la sustancia. Grandes cantidades
de aquel polvo gris sofocaban mi garganta, mientras el calor de su
regeneración ardía en mis membranas y el vapor mohoso nublaba mis
sentidos.
Pero un pensamiento se abrió paso…: la bahía.
Nos sumergimos de cabeza.
Aquella tremenda fuerza vital se abrió paso hasta el mismo borde del
agua… Masas grises, enormes tallos de un amarillo leproso, púrpuras
enfermizos y verdes deslustrados… lentamente, mientras luchábamos por
nuestras vidas en el interior del agua salada, iban cambiando, adoptando
unos colores aún más profundos y espantosos. Unos vapores enfermizos
que se extendían en busca de nueva vida.
Las cabezas gigantescas estallaban en nubes de esporas, formando
enormes montículos fungosos, y todo bullía con la terrible fuerza vital de
los malignos hongos que debían sus poderes regenerativos al tórrido sol
tropical y a la humedad de las lluvias selváticas. Y quizás también a alguna
clase de semilla que había brotado de las profundidades del mar en un
continente sumergido tiempo atrás, y que habían sido depositadas en medio
de la fecunda calidez y humedad del cinturón ecuatorial por los diminutos
insectos coralinos que construyen grandes tierras. Y de esta manera, unas
cosas enormes vertían ahora sobre nosotros una lluvia de esporas marrones
en la misma orilla del mar… Entonces una de las plantas, que se balanceaba
en precario equilibrio justo en el borde de la arena, cayó al agua.
Se desintegró con la misma rapidez con la que había brotado,
desapareciendo, desintegrándose al instante. No pudimos evitar una
exclamación de sorpresa. La bahía era nuestro refugio. En el agua nos
hallábamos a salvo.
De repente el chico canaco, que había vuelto a aparecer mientras
nosotros estábamos en el interior del bosque, se puso a gritar. Vimos la
enorme aleta dorsal de un tiburón que nadaba de un lado a otro pero que,
con toda certeza, se aproximaba lentamente hacia nuestra posición.
Miramos la confusa aglomeración de hongos y luego al mensajero gris
portador de una muerte cierta y rápida. Si se acercaba nuestro final,
preferíamos que este llegase de la segunda manera.
Oímos más gritos desde la playa, bastante lejos, a nuestra izquierda; se
trataba de los estridentes lamentos de las criaturas semihumanas, de
aquellas cosas en las que querían transformarnos estos hongos fecundos y
terribles. Habíamos salido del bosque muy hacia el sur del lecho
alfombrado de fungosidades de color bermellón, de aquel gran montículo de
excrecencias que se erguía cerca del lugar en el que habíamos dormido la
noche anterior y que se encontraba muy cerca de donde la playa giraba
hacia el oeste. Los gritos provenían de aquel lugar y pudimos distinguir las
figuras de los hombres fungosos.
—¡Por todos los cielos, están llamándonos! —gritó Doug—. No quieren
hacernos daño. No te atacaron cuando estabas en el bosque, Jim. Intentan
decirnos algo. ¡El tiburón! ¡Saltad!
La enorme aleta dorsal había estabilizado su rumbo errático hacia
nosotros y el agua hervía delante de ella. Desesperados comenzamos a
desgarrar la vegetación fungosa e intentamos abrirnos camino entre las
aguas poco profundas de la orilla. La fuerza vital de los hongos para
desarrollarse parecía haber decrecido momentáneamente, como si se
hubiera agostado, y una franja de tierra desnuda se abrió delante de
nosotros.
Las criaturas semihumanas saltaban de un lado a otro llenas de
nerviosismo mientras nos aproximábamos al montículo enorme que se
erguía cerca de la orilla del agua.
De nuevo se pusieron a arrancar la costra fungosa que crecía en la
superficie del montículo, animándonos a que hiciéramos lo mismo.
Y de pronto, al observar la forma peculiar de aquella masa de
vegetación, lo comprendí, y me puse a arrancar con desesperación las
excrecencias. Acto seguido, temblando al pensar en esas cosas, pero
acuciado por el terror que me producía aquella tierra y aquel mar, introduje
por completo el brazo dentro de la masa fungosa. De repente, cuando aún
no había llegado al codo, mi brazo se estrelló contra algo más duro. Grité
lleno de excitación mientras corría hacia las aguas de la bahía. Volví
enseguida, llevando en el cuenco formado por las palmas de las manos una
pequeña cantidad de agua salina que arrojé en el agujero que acababa de
excavar. Y luego otro, y otro más, hasta que al fin, cuando la luz del día
pudo penetrar en su interior, solté un grito histérico y lleno de alegría.
—¡Madera! Es madera, compañeros, madera… Un barco… ¡un barco!
Y entonces, gritando sin parar, Doug y el capitán Jim y el muchacho
canaco empezaron a arrojar también agua sobre la costra fungosa. Incluso
las criaturas semihumanas saltaban torpemente de un lado a otro, sin
importarles que las gotas salinas cayeran sobre sus cuerpos, arrancando las
excrecencias que se pegaban en el costado opuesto, descubriendo poco a
poco que lo que nosotros habíamos tomado por una enorme masa de
sustancia fungosa eran en realidad los restos ocultos de un naufragio.
Entonces el capitán Jim, que había estado trabajando en la zona de popa
del barco, exclamó sorprendido:
—¡Compañeros! Mirad esto.
Le echamos un vistazo al espejo de popa de la goleta y luego desviamos
la vista hacia las criaturas semihumanas que brincaban a nuestra espalda.
—¡Que Dios se apiade de ellos! —suspiró Douglas Gordon—. Se
merecían un castigo, pero no algo tan horrible.
Aún podía distinguirse el nombre de la goleta naufragada, grabado en
caracteres negros sobre la madera de teca del espejo de popa. Era la prueba
de la terrible desgracia que había caído sobre aquellas desafortunadas
criaturas, el final de la persecución que nos había llevado hasta allí y,
presumiblemente, el objeto que podría suponer nuestra salvación del horror
que se había adueñado de los hombres que habían robado nuestro preciado
ópalo de fuego, huyendo de nuestra venganza en la goleta Black Moth.
En verdad habían recibido un castigo espantoso. Y también sabían en lo
que se habían convertido y que nosotros acabaríamos de la misma manera si
permanecíamos más tiempo en aquella Isla de los Hongos. Nos habían
visto, se habían dado cuenta de que éramos criaturas humanas, a pesar de
que sus mentes ya no eran capaces de reconocernos como los verdaderos
dueños del pétreo tesoro. Y con toda su buena intención, aun a riesgo de
que pudiéramos hacerles daño, habían conseguido hacernos ver que nuestra
salvación dependía de aquel montículo fungoso.
La luna se elevó en el cielo, y las criaturas semihumanas seguían
ayudándonos a limpiar la nave naufragada. Cerca de la aurora, el capitán
Jim pudo acceder a la escotilla de popa y, a pesar de nuestras advertencias,
declaró que iba a investigar las cubiertas inferiores.
Evidentemente, durante la tormenta, la escotilla había sido cerrada.
Tuvimos que esforzarnos todos para poder desatrancar la puerta del
hinchado marco, pero nuestros corazones estallaron de alegría cuando
descubrimos que las precauciones tomadas a causa de la tormenta que había
arrojado al barco sobre las arenas coralinas también habían mantenido a
salvo la cabina del Black Moth de las terribles fungosidades de la isla.
La goleta estaba escorada sobre uno de sus costados, como si la
hubieran hecho encallar para limpiar los fondos, pero nos precipitamos
descuidadamente por la pequeña escalerilla, empujándonos y cayendo los
unos sobre los otros en nuestra ansia por ser los primeros en encontrar lo
que se había adueñado de nuestros pensamientos. El agua y la comida, la
cual no habíamos probado en más de cuarenta y ocho horas, podían esperar.
Tampoco nos daban miedo los hongos, las tablas y materiales que nos
rodeaban serían suficientes para construir una balsa y escapar en busca de
una tierra más limpia y sana. Y un tiburón no era más que un simple pez
que vivía en el agua.
Entonces, al fin, con un grito de alegría, encontramos un pequeño cofre
de madera negra. Lo cogimos y lo llevamos fuera de la cabina; lo abrimos,
y justo entonces los brillantes rayos del sol naciente, que comenzaban a
sobresalir por el horizonte oriental, encima de los grotescos perfiles de la
fungosa vegetación de aquel bosque de hongos, estallaron en un millar de
fuegos resplandecientes al chocar contra el enorme y flamígero ópalo.
Encontramos varios barriles de agua en las bodegas, así como comida
enlatada. Comimos con moderación, mientras las desesperanzadas, aunque
en apariencia satisfechas criaturas semihumanas que antaño habían robado
nuestro tesoro, nos observaban en silencio. Las invitamos a unirse a
nosotros. Pero ellas negaron rápidamente con la cabeza, y con ese
movimiento tan peculiar como de caminar a pequeños saltos, se dieron la
vuelta a un tiempo y desaparecieron por la hondonada cubierta de
excrecencias de color bermellón.
Entonces el capitán Jim, volviéndose hacia nosotros, nos dijo por qué
jamás volverían a ser como nosotros.
—Yo probé un poco de aquella sustancia —dijo—. Seguramente, en los
primeros días y por simple curiosidad, también ellos lo hicieron. Ya visteis
de qué manera me afectó esa sustancia. Era como una especie de droga,
algo que producía un placer imposible de describir en palabras; querías más
y más y más… Ellos no pudieron parar. Perdieron todas las características
humanas, tomaron la vida de aquellas fungosidades y, que Dios se ampare
de ellos, se convirtieron en algo mitad hongo mitad humano. Y sin
embargo…
Douglas Gordon finalizó la frase.
—Y sin embargo, de alguna manera sabían el destino que les aguardaba,
el mismo que estaba destinado a nosotros. Y por algún motivo, sólo el Cielo
lo sabe, intentaron advertirnos. Sean lo que sean, y lo que llegarán a ser en
el futuro, aún conservan algo de su humanidad.
Miré hacia la hondonada cubierta de excrecencias de color bermellón
por encima del resplandor del recuperado ópalo de fuego, contemplé la
vegetación silenciosa de colores venenosos, la masa gris de aquella
sustancia enfermiza que nos había perseguido mientras huíamos hacia las
purificadoras aguas de la bahía… y en mi mente pude ver con plena
claridad el terrible destino que, no sólo a aquellas criaturas semihumanas
sino también a nosotros, nos había estado acechando.
Incliné la cabeza.
—¡Que Dios les ayude! —musité al mismo tiempo que Doug y el
capitán Jim—. Que Dios se apiade de ellos. Y que pronto logren pasar a una
vida más dulce y limpia de la que florece en la Isla de los Hongos.
Robert E. Howard
(1906-1936)

Aunque Howard escribió multitud de aventuras con fondo marino, es


difícil encontrar relatos suyos en los que mezcle estos ambientes con el
terror. Generalmente sus barcos y océanos son lugares llenos de fantasía,
batallas, piratas, bárbaros, negreros, princesas desvalidas (y no tan
desvalidas) y tormentas, de hombres heroicos enfrentados a los elementos y
a su destino. Pero, por suerte, nos dejó dos piezas, bastante curiosas dentro
de la narrativa habitual howardiana, que cumplen plenamente con los
requisitos para figurar en esta antología. Me refiero a sus dos únicos
cuentos del ciclo de la ciudad de Faring, un melancólico enclave marinero
situado en algún lugar de las costas de Maine o del Condado de Donegal.
Sin prescindir de sus habituales héroes y villanos, Howard nos sumerge en
un mundo acuático y brumoso, áspero, endurecido por los vientos gélidos
que bajan de las colinas y por los recios temporales que llegan del mar; un
paraje en el que todo puede suceder.
MALDICIÓN MARINA
Robert E. Howard

Y algunos vuelven al caer la luz


Y otros en el sueño poco profundo,
Pues ella escucha los pasos de los fantasmas chorreantes
Que pasean por entre las vigas desnudas del techo.
Kipling

Eran los bravucones y camorristas, los fanfarrones más


osados y los bebedores más descarados de Faring Town; se
trataba de John Kulrek y de su compinche, el ladino
Lengua-Embustera Canool. Muchas veces yo, un muchacho
de pelo encrespado, me he acercado a hurtadillas hasta la
puerta de la taberna para escuchar sus juramentos, sus
discusiones blasfemas y sus salvajes canciones marinas; medio temeroso
medio admirado de aquellos insensatos lobos de mar. Toda la gente en
Faring Town les miraba con espanto y fascinación, pues no eran como el
resto de los hombres de la ciudad; no se contentaban simplemente con
comerciar a lo largo de la costa y entre los bajíos infectados de tiburones.
Los esquifes y las yolas no estaban hechos para ellos. Ellos navegaban
lejos, mucho más lejos que cualquier otro marino del pueblo, pues se
embarcaban en grandes veleros que atravesaban las olas espumosas y
blancas, surcaban los grises e inquietos mares y recalaban en puertos de
tierras extrañas.
¡Ah! Recuerdo que eran tiempos difíciles en la pequeña ciudad costera
de Faring Town cuando John Kulrek regresó a casa acompañado de su
solapado amigo, Lengua-Embustera, haciendo resonar sus pasos arrogantes
por el entarimado de madera de la calle, envueltos en sus alquitranados
chaquetones de marino, con la daga siempre lista colgando en sus fundas de
cuero, gritando saludos y chanzas a sus conocidos más allegados, besando a
alguna que otra doncella que se aventuraba a pasar demasiado cerca de
ellos; y luego, calle arriba, bramando las notas de una canción marina, a
duras penas medio decente. Cómo se reían los vagos, los haraganes y los
borrachos al paso de aquellos dos héroes desesperados, cómo vitoreaban y
se carcajeaban sin freno de todas sus bromas. Pues para los habituales de la
taberna, y para los más débiles de entre los recios habitantes del pueblo,
aquellos hombres de lenguas desenfrenadas y bruscos modales que
contaban relatos de los Siete Mares y lejanos países, aquellos hombres,
digo, eran valientes guerreros, sujetos honorables que habían elegido el
camino de la sangre y el fuego.
Y todos les temían, así que cuando golpeaban a alguien o insultaban a
una mujer, las gentes cerraban los ojos y no hacían nada. Y cuando John
Kulrek forzó a la sobrina de Moll Farrell, nadie se atrevió a poner en
palabras lo que todo el mundo pensaba. Moll jamás se había casado, y ella y
la muchacha vivían solas en una pequeña cabaña al borde de la playa, tan
cerca de la orilla que, cuando el mar estaba arbolado, las olas casi lamían su
puerta.
Las gentes del pueblo consideraban a Moll como una especie de bruja, y
ella era una mujer adusta, delgada y vieja que casi nunca hablaba con nadie.
Se ocupaba de sus propios asuntos, y apenas subsistía gracias a la pesca de
almejas y a la recogida de tablas que flotaban a la deriva.
La muchacha era bonita, pequeña, vanidosa y un poco estúpida; una
hembra a la que se podía seducir con facilidad, pues de otra manera jamás
habría caído en las lobunas lisonjas de John Kulrek.
Recuerdo que era un gélido día del invierno, y que un viento cortante
soplaba del este, cuando la vieja dama llegó a la calle mayor del pueblo
gritando que la muchacha había desaparecido. Todos fuimos a buscarla por
la playa y entre las sombrías colinas que se erguían tierra adentro; todos
salvo John Kulrek y sus compinches que se quedaron en la taberna jugando
a los dados. Durante todo aquel tiempo oímos el rugir y el batir incansable
del monstruo gris estrellándose contra los bajíos, y luego, a la luz pálida de
una aurora fantasmal, la chica de Moll Farrell regresó a su hogar.
La marea la arrastró suavemente sobre las húmedas arenas, dejándola
prácticamente al lado de la puerta de su casa. Tenía un color blanco virginal
y llevaba los brazos cruzados sobre el pecho inerte; el rostro estaba en
calma y las grises olas lamían sus delicados miembros. Los ojos de Moll
Farrell eran de piedra, y sin embargo se quedó delante de la muchacha
muerta y no dijo nada hasta que John Kulrek y su compinche llegaron
tambaleándose desde la taberna, con las jarras de cerveza aún en las manos.
John Kulrek estaba borracho y la gente se volvió hacia él, llenos de
sospechas de asesinato; pero Kulrek se paseó delante del cuerpo de la
muchacha y se rió de Moll Farrell.
—¡Diablos, Lengua-Embustera —maldijo John Kulrek—, la chica se ha
ahogado!
Lengua-Embustera soltó una risita entre sus labios finos y torcidos.
Siempre había odiado a Moll Farrell, pues había sido ella la que le puso
aquel mote.
Entonces John Kulrek levantó la jarra tambaleándose sobre sus piernas
inseguras.
—¡Brindemos por el fantasma de la ahogada! —gritó, mientras el resto
de la gente se quedaba horrorizada.
Moll Farrell habló, y las palabras surgieron de ella como un chillido que
llenó de escalofríos a la muchedumbre allí congregada.
—¡Que la maldición del Demonio Hediondo caiga sobre ti, John
Kulrek! —aulló—. ¡Que Dios maldiga tu repugnante alma por toda la
eternidad! ¡Que veas cosas que quemen tus ojos y abrasen tu alma! ¡Que
tengas una muerte sangrienta y que te retuerzas de dolor en las llamas del
infierno durante millones y millones y millones de años! ¡Te maldigo, en el
mar y en la tierra, en el aire y en todas las partes del mundo, y que caigan
sobre ti los demonios del océano y de los pantanos, los diablos de los
bosques y los duendes malignos de las colinas! ¡Y tú —un dedo cadavérico
apuntó a Lengua-Embustera Canool, y éste empezó a retroceder mientras su
rostro palidecía—, tú serás el motivo de la muerte de John Kulrek, y él será
el motivo de la tuya! ¡Tú conducirás a John Kulrek a las puertas del infierno
y John Kulrek te llevará a ti al árbol de la horca! ¡Dejo el sello de la muerte
sobre tu frente, John Kulrek! ¡Vivirás en el terror y morirás en el terror,
sobre los mares lejanos, grises y fríos! ¡Pero las aguas, que acogieron en su
regazo un alma inocente, no tomarán la tuya, sino que escupirán a las arenas
tus viles restos! ¡Ah, John Kulrek —y hablaba con tan terrible intensidad
que la expresión burlona del rostro del borracho se fue transformando hasta
adoptar una mueca estúpida y canalla—, el mar brama reclamando una
víctima a la que no acogerá! La nieve brilla sobre las colinas, John Kulrek,
y antes de que se derrita tu cuerpo yacerá a mis pies. Y yo escupiré sobre él,
y seré dichosa.
Kulrek y su compinche zarparon al amanecer para una larga travesía, y
Moll volvió a su choza y a la recogida de almejas. Parecía más delgada y
adusta que nunca, y sus ojos relucían con un brillo enfermizo. El tiempo fue
pasando y la gente murmuraba que los días de Moll estaban contados, pues
cada vez se asemejaba más al fantasma de una mujer; pero ella siguió a lo
suyo, rechazando cualquier ayuda que le ofrecieran.
El verano fue corto y frío, y la nieve que brillaba en las desnudas
colinas no llegó a derretirse; algo bastante extraño que motivó muchos
comentarios entre los habitantes del pueblo. Cada anochecer y cada aurora,
Moll se acercaba a la playa, miraba la nieve que aún lucía en las colinas y
luego sus ojos regresaban al mar y contemplaban las aguas con feroz
intensidad.
Los días volvieron a acortarse, las noches se hicieron más largas y
oscuras, y las mareas gélidas y grises lamieron de nuevo los lóbregos
bajíos, trayendo consigo a los punzantes vientos del este cargados de lluvia
y aguanieve.
Y un día lúgubre una nave mercante entró en la bahía y echó amarras. Y
todos los curiosos y haraganes se acercaron hasta los muelles, pues aquel
era el barco en el que John Kulrek y Lengua-Embustera Canool habían
zarpado. Lengua-Embustera bajó por la rampa de madera, más furtivo que
nunca, pero John Kulrek no estaba con él.
Canool sacudió la cabeza ante los gritos de la gente que le preguntaba.
—Kulrek desertó del barco en un puerto de Sumatra —dijo—. Tuvo una
riña con el patrón; quería que yo también desertara. ¡Pero no! Yo tenía que
ver a mis camaradas de nuevo. ¿Eh, chicos?
Lengua-Embustera Canool caminaba medio escondiéndose cuando, de
repente, empezó a retroceder al descubrir que Moll Farrell se abría paso
entre la gente. Durante un rato se quedaron mirándose el uno a la otra,
luego los adustos labios de Moll se torcieron en una terrible sonrisa.
—¡Tienes sangre en la mano, Canool! —le espetó de repente, pillándole
tan de sorpresa que Lengua-Embustera no pudo evitar frotarse la mano
derecha sobre la manga de la izquierda.
—¡Apártate, bruja! —gruñó con súbita rabia, andando a grandes
zancadas entre la gente reunida alrededor. Sus compinches le siguieron en
dirección a la taberna.
Creo recordar ahora que el día siguiente fue aún más frío; los jirones de
niebla gris eran arrastrados a tierra por el viento del este, y las playas y el
mar permanecían bajo un manto gélido. Ningún barco zarparía aquella
jornada, y los lugareños se quedaron al calor de sus hogares o contando
historias en la taberna. Fue entonces cuando Joe, mi amigo, un chico de la
misma edad que yo, y yo mismo vimos el primer hecho extraño de los que
iban a acontecer.
Ambos éramos unos jovenzuelos alocados con poco juicio y estábamos
sentados en un pequeño bote de remos que se balanceaba en el extremo de
los muelles, tiritando de frío y esperando a que fuera el otro el que sugiriera
que nos fuéramos de allí, pues en realidad no existía ninguna razón para
permanecer en semejante lugar, excepto que era un buen sitio para construir
castillos en el aire sin ser molestado.
De repente Joe levantó la mano.
—¡Chitón! —dijo—. ¿No oyes eso? ¿Quién puede estar ahí fuera en un
día como éste?
—Nadie. ¿Qué has oído?
—Remos. O estoy majara. Escucha.
Era imposible ver nada en aquella niebla, y tampoco pude oír ningún
sonido extraño. Sin embargo, Joe juraba que él sí lo había oído, y de repente
su rostro adoptó una expresión extraña.
—Alguien está remando ahí fuera. ¡Lo juro! ¡La bahía está llena del
sonido de unos remos! ¡Al menos varios botes! ¡Serás idiota! ¿No los oyes?
Y entonces, mientras sacudía mi cabeza, Joe dio un brinco y empezó a
quitar la amarra del bote.
—Voy a ir a ver. Entonces podrás llamarme mentiroso si la bahía no está
llena de barcas, todas juntas, como una pequeña flotilla. ¿Vienes conmigo?
Sí, iría con él, aunque no había escuchado nada. Entonces nos
sumergimos en aquel velo gris, y la bruma se cerró detrás y enfrente de
nosotros mientras remábamos en mitad de un mundo lleno de vapores, sin
poder oír y sin poder ver nada. Estábamos perdidos en el espacio y en el
tiempo, y maldije a Joe por haberme convencido a ir tras un supuesto ganso
salvaje que nos iba a llevar mar adentro. Pensé en la muchacha de Moll
Farrell y me estremecí.
Me resulta imposible calcular qué distancia recorrimos. Los minutos se
convirtieron en horas, las horas en siglos. Pero Joe seguía jurando que oía el
ruido de remos, a veces al alcance de la mano y a veces muy lejos en la
distancia, y seguimos remando durante horas, fijando nuestro rumbo por los
sonidos que Joe juraba escuchar, ya se hicieran estos más fuertes o
decrecieran de improvisto. Más tarde pensé en esto y no pude entenderlo.
Y entonces, cuando tenía las manos tan entumecidas que apenas podía
sujetar el remo y la somnolencia producida por el frío y el cansancio estaba
a punto de apoderarse de mí, pudimos contemplar el brillo plateado de las
estrellas a través del manto de niebla, y ésta se disipó de repente,
desvaneciéndose como un fantasma de humo, y nos encontramos justo en la
boca de la bahía. Las aguas estaban tan lisas como las de un estanque, de un
color verdoso oscuro y plateado bajo la luz de las estrellas, y el frío era aún
más punzante. Estaba poniendo el bote rumbo a los muelles cuando Joe
soltó un grito, y por primera vez pude escuchar el sordo sonido de unos
remos. Miré por encima del hombro y se me heló la sangre en las venas.
La proa enorme y sombría de un barco surgía por encima de nosotros,
una figura extraña y grotesca que se recortaba contra las estrellas, y
mientras contenía la respiración, la nave desvió su rumbo y pasó a nuestro
lado produciendo un curioso susurro que jamás había escuchado en ningún
otro barco. Joe gritó y empezó a remar desesperadamente, y el bote se
apartó justo a tiempo ya que, aunque la proa no había chocado contra
nosotros, sí habríamos perecido, pues de los costados del buque sobresalían
unos remos enormes, dispuestos en varias hileras, que le impulsaban.
Aunque jamás había visto una embarcación semejante, sabía que se trataba
de una galera[12]. Pero, ¿qué hacía surcando nuestras costas? Decían, los
que habían viajado lejos, que semejantes barcos aún se utilizaban entre las
gentes paganas de Berbería; pero estábamos muy lejos de aquellas regiones
y además aquel navío no se parecía a los descritos por los viajeros.
Empezamos a perseguirle, pero era muy extraño pues, aunque las aguas
se abrían en la base de la proa y parecía como flotar suavemente por encima
de las olas, la embarcación apenas progresaba y enseguida la alcanzamos.
Atamos rápidamente un cabo a una cadena que colgaba en la parte de atrás,
lejos del alcance de los remos, y llamamos a quienquiera que estuviese en
cubierta. Pero nadie nos contestó, y al fin, tras superar nuestros miedos,
subimos trepando por la cadena y llegamos a la cubierta más extraña que
nadie haya pisado durante muchos siglos.
—¡Esto no es una galera de Berbería! —musitó Joe atemorizado—.
¡Mira qué aspecto más antiguo tiene! Parece que se va a desmoronar de un
momento a otro. ¡Está todo podrido!
No se distinguía ni un alma en cubierta y nadie parecía gobernar la larga
vara que hacía de timón. Caminamos hasta la entrada de las bodegas y
miramos escaleras abajo. Y entonces, si alguna vez hubo alguien en el
mismo borde de la locura, esos fuimos nosotros. Pues bien es cierto que allí
estaban los remeros, sentados en las hileras de bancos, e impulsaban los
chirriantes remos sobre las grises aguas. Sí. ¡Pero todos los que remaban
eran unos esqueletos descarnados!
Corrimos por la cubierta dando gritos, dispuestos a arrojarnos al mar.
Pero justo antes de llegar a la barandilla tropecé con algo y caí de cabeza
sobre el entarimado, y, mientras yacía allí, vi una cosa que hizo que mis
miedos a lo que había en las bodegas se disiparan por unos instantes. La
cosa con la que había tropezado era un cuerpo humano y, bajo la pálida luz
gris que empezaba a asomar sobre las olas por oriente, pude ver que tenía
un puñal clavado entre los hombros. Joe estaba en la barandilla, instándome
a que saltara, y juntos nos deslizamos cadena abajo y cortamos la amarra
del bote.
Luego nos mantuvimos a distancia dentro de la bahía. Seguimos
vigilando aquella siniestra galera y fuimos lentamente detrás de ella, llenos
de asombro. Parecía dirigirse en línea recta hacia la playa que se extendía
un poco más allá de los muelles y, mientras nos aproximábamos, vimos que
el malecón estaba abarrotado de gente. Sin duda se habían dado cuenta de
nuestra falta y ahora, bajo la luz pálida del amanecer, se habían quedado
allí, sorprendidos ante la aparición que había surgido del lúgubre océano en
medio de la noche.
La galera siguió deslizándose en línea recta, mientras los remos
producían un débil susurro; y entonces, antes de que llegara a las aguas
poco profundas, se produjo un fuerte choque y una tremenda reverberación
sacudió la bahía. La siniestra embarcación se desmaterializó delante de
nuestros ojos hasta desaparecer por completo, y, aunque las aguas verdosas
en las que se encontraban parecían hervir, no quedó ningún rastro de
maderas o desechos, ni tampoco se encontraron luego en los acantilados.
¡Pero algo quedó flotando, algo más siniestro que unos simples trozos de
madera!
Desembarcamos entre los murmullos excitados de la gente que hablaba,
aunque estos cesaron al instante. Moll Farrell estaba delante de su choza,
una figura adusta que se recortaba contra la fantasmagórica aurora, y
señalaba hacia el mar con un dedo descarnado. Sobre la arena mojada,
empujado por las olas susurrantes y grises, algo llegaba flotando, algo que
la marca depositó a los pies de Moll Farrell. Y allí se quedó como
mirándonos mientras nos arremolinábamos a su alrededor, un par de ojos
que ya no veían sobre un rostro inmóvil y blanco. John Kulrek había vuelto
a casa.
Se quedó allí tumbado, inerte y siniestro, pero la marea le mecía de un
lado a otro y, al quedar sobre un costado, todos pudimos ver la empuñadura
de la daga que sobresalía en su espalda, una empuñadura que habíamos
visto cientos de veces sobre el cinto de Lengua-Embustera Canool.
—¡Yo le maté! —gritó Canool, mientras se estremecía postrado ante
nuestras miradas—. Mar adentro, una noche tranquila, en una reyerta de
borrachos… ¡Yo le maté y le arrojé por la borda! Y él me ha seguido desde
aquellos lejanos mares… —su voz se convirtió en un susurro espantoso—.
¡Y todo por culpa de la maldición que no deja que el mar acoja su cuerpo!
El pobre diablo cayó al suelo, temblando, con la imagen de la horca
reflejada en sus ojos.
—¡Ah! —la voz de Moll Farrell sonó exultante y poderosa—. ¡Desde el
infierno de los barcos perdidos Satán ha enviado un navío de siglos
pasados! ¡Un navío rojo de sangre, manchado con el recuerdo de horribles
crímenes! ¡Ningún otro gobernaría semejante embarcación! El mar se ha
tomado cumplida venganza y me ha concedido la mía. Mirad, mirad cómo
escupo sobre el rostro de John Kurlek.
Y con una espantosa carcajada le lanzó un escupitajo, mientras la sangre
afloraba a sus labios. Y el sol se irguió al fin entre las olas incansables.
DESDE LAS PROFUNDIDADES
Robert E. Howard

Adam Falcon se hizo a la mar al amanecer, y Margaret


Deveral, la muchacha que iba a casarse con él, fue a los
muelles bajo la bruma gélida para despedirse. Al anochecer,
Margaret, con una expresión inescrutable, estaba arrodillada
sobre el cuerpo inerte y pálido que la marea había
arrastrado hasta la playa.
La gente de Faring Town se apretujaba a su alrededor, murmurando.
—La niebla era muy espesa hoy; a lo mejor naufragó en el Arrecife
Fantasma. Es extraño que sólo su cuerpo fuera empujado de vuelta al
muelle de Faring, y con tanta rapidez.
Y luego musitaban aún más bajo:
—¡Vivo o muerto, tenía que regresar a ella!
El cuerpo yacía justo al borde de la marea y era mecido suavemente por
las olas; se trataba de un hombre delgado, pero fuerte y viril en vida, que
aun muerto conservaba una siniestra belleza. Resultaba extraño pero tenía
los ojos cerrados, por lo que parecía que tan sólo estaba durmiendo. Las
ropas de marino que vestía estaban llenas de algas colgantes.
—Qué extraño —murmuró el viejo John Harper, dueño de la posada del
León Marino y el marinero retirado más antiguo de Faring Town—. Se
hundió bien dentro en las profundidades, pues esas algas sólo crecen en el
fondo del océano y en las cavernas de coral.
Margaret no dijo nada, aunque seguía arrodillada con las manos en las
mejillas y los ojos abiertos e inexpresivos.
—Acógele en tus brazos, muchacha, y dale un último beso —la
conminaron con cariño las gentes de Faring—, pues eso es lo que a él le
hubiera gustado en vida.
La chica obedeció mecánicamente, estremeciéndose ante la frialdad del
cuerpo. Y entonces, cuando sus labios rozaron los de él, dio un grito y
retrocedió.
—¡No es Adam! —exclamó, mirando con ojos desorbitados a su
alrededor.
Los parroquianos se hicieron señas los unos a los otros con tristeza.
—Ha perdido la cabeza —murmuraron, y luego levantaron el cadáver y
lo llevaron a la casa donde Adam Falcon había vivido, al lugar en el que él
esperaba haber llevado a su futura esposa cuando regresara de su
singladura.
También se ocuparon de llevarse a Margaret, mientras la cuidaban y
tranquilizaban con palabras amables. Pero la muchacha parecía caminar
como en trance, y sus ojos seguían teniendo aquella mirada extraña.
Depositaron el cuerpo de Adam Falcon sobre su cama, y encendieron
unas candelas a los pies y en la cabecera, mientras el agua salada resbalaba
de sus ropas empapadas y goteaba sobre el suelo. Pues es una superstición
en Faring Town, y en otros muchos apartados lugares de la costa, que si se
le quitan los ropajes a un ahogado acontecerá algo terrible y monstruoso.
Margaret se quedó sentada en la habitación espectral, sin hablar con
nadie, mirando fijamente el rostro calmo y siniestro de Adam. Y mientras
estaba allí sentada, se le acercó John Gower, un antiguo pretendiente al cual
había rechazado, sujeto malhumorado y peligroso, y mirándola por encima
del hombro le dijo:
—Desde luego, la muerte en el mar provoca cambios extraños, si es
cierto que éste es el verdadero Adam Falcon.
La gente le miró con rostro sombrío, a pesar de que él parecía
sorprendido, y los hombres se levantaron y le acompañaron discretamente
hasta la puerta.
—Odiabas a Adam Falcon, John Gower —dijo Tom Leary—, y también
odias a Margaret porque escogió un hombre mucho mejor que tú. Y ahora,
por Satanás, no vamos a consentir que sigas torturando a la muchacha con
tu crueldad. ¡Vete y no vuelvas!
Gower puso cara de pocos amigos, pero Tom Leary permaneció firme
frente a él, con el resto de los hombres de Faring Town a su espalda, y John
se dio la vuelta de golpe y caminó a grandes zancadas hacia la puerta. Sin
embargo, a mi entender, lo que antes había dicho no fue con la intención de
insultar o burlarse del difunto, sino simplemente el resultado de un
pensamiento repentino y lleno de sorpresa.
Y mientras caminaba hacia la salida le oí murmurar para sí mismo:
—… Igual que él y, sin embargo, extrañamente distinto…
La noche había caído sobre Faring Town y las ventanas de las casas
parpadeaban iluminadas en medio de la oscuridad; a través de los cristales
de la habitación donde yacía Adam Falcon brillaban las velas mortuorias,
mientras Margaret y los demás guardaban silencio en espera del amanecer.
Y más allá de la acogedora calidez de las luces del pueblo, el monstruo
oscuro y verdoso rumiaba sobre los bajíos, ahora silencioso, como si
estuviera dormido, pero siempre dispuesto a rugir con renovada furia. Fui
paseando hasta la playa y me recosté sobre las blancas arenas,
contemplando la enorme extensión ondulante que se retorcía perezosamente
como una gigantesca serpiente adormilada.
La mar… esa mujer inmensa, eterna, gris y de ojos fríos. Sus olas
parecían hablarme como lo habían hecho desde mi nacimiento… en el
murmullo de la marea sobre las arenas, en el graznido de las aves marinas,
en sus palpitantes silencios. Soy muy vieja y muy sabia (decía la mar). No
tengo nada que ver con los hombres; yo los mato y arrojo sus cuerpos sobre
las desnudas arenas. Hay vida en lo más profundo de mi ser, pero no es
vida humana (susurró la mar); mis hijos odian a los hijos del hombre.
Un grito rasgó el silencio e hizo que me pusiera en pie y mirara
desorientado a mi alrededor. Arriba, las estrellas lucían con un brillo
helado, y sus fulgurantes fantasmas centelleaban sobre la fría superficie del
océano. El pueblo dormitaba oscuro y en calma, excepto por las luces
mortuorias que brillaban en la casa de Adam Falcon y por el eco que aún
resonaba en el silencio palpitante.
Fui de los primeros en llegar a la puerta de la habitación en donde
reposaba el difunto y, al igual que los demás, me quedé aterrorizado en el
umbral. Margaret Deveral yacía muerta sobre el suelo, con su delgado
cuerpo aplastado como un esbelto navío que se hubiera estrellado contra los
arrecifes, y agachado sobre ella, acunándola entre sus brazos, estaba John
Gower, y sus ojos, abiertos de par en par, lucían con un brillo demencial.
Las velas mortuorias aún parpadeaban, pero el cuerpo de Adam Falcon
había desaparecido de su lecho.
—¡Por todos los Santos! —exclamó Tom Leary—. John Gower, tú, hijo
del infierno, ¿qué diablos has hecho?
Gower levantó los ojos.
—Os lo dije —aulló—. ¡Ella sabía, y yo también, que ese monstruo
gélido vomitado por las burlonas olas no era Adam Falcon! ¡Era un
demonio que se había adueñado de su cuerpo! ¡Oíd! Me fui a la cama e
intenté dormir, pero no podía dejar de pensar en la indefensa muchacha que
estaba sentada al lado de aquella cosa inhumana y gélida que vosotros
pensabais que era su enamorado, así que me levanté y fui hasta la ventana.
Margaret seguía sentada medio adormilada y los demás, estúpidos, estaban
dormidos en otras partes de la casa. Y mientras miraba…
Se estremeció cuando una oleada de escalofríos sacudió su cuerpo.
—Mientras miraba, los ojos de Adam Falcon se abrieron y el cuerpo se
irguió lentamente y en silencio de la cama donde yacía. Me quedé tras los
cristales, paralizado por el terror, sin poder hacer nada, y aquella cosa
espantosa se acercó sigilosamente a la muchacha, con los brazos extendidos
y una mirada aterradora que brillaba con los fuegos del infierno. Entonces
ella despertó y se puso a gritar, y luego —¡oh, Madre de Dios!— el cadáver
la rodeó con sus terribles brazos, y la muchacha murió sin producir ningún
sonido.
La voz de Gower decreció hasta convertirse en un balbuceo incoherente
mientras acunaba a la muchacha muerta como una madre a su hijo.
Tom Leary le zarandeó.
—¿Dónde está el cadáver?
—Huyó en medio de la noche —dijo John Gower en tono apagado.
Los hombres se miraron los unos a los otros, desconcertados.
—Miente —musitaron, y las palabras surgieron de entre las barbas de
sus rostros—. Ha sido él quien ha asesinado a Margaret, y luego ha
escondido al difunto en algún sitio para poder contarnos esa repugnante
patraña.
Un sordo gruñido sacudió a los allí reunidos, y como un solo hombre se
volvieron hacia la Colina del Ahorcado, que se erguía ante la bahía, y
contemplaron el descarnado esqueleto de Lengua-Embustera Canool que
aún relucía bajo la luz de las estrellas.
Arrebataron a la muchacha muerta de los brazos de Gower, aunque él
seguía aferrado a ella, y la depositaron suavemente sobre la cama, entre las
velas que habían encendido por Adam Falcon. Yacía pálida y en calma, y
los hombres y las mujeres musitaron que más parecía haberse ahogado en el
mar que haber sido asesinada.
Conducimos a John Gower por las calles del pueblo, y él no se resistía,
aunque parecía andar como un sonámbulo, murmurando para sí mismo.
Pero al llegar a la plaza, Tom Leary nos hizo parar.
—La historia que nos ha contado John Gower es muy extraña —dijo—
y, sin duda, falsa. Pero no soy un hombre que cuelgue a cualquiera sin estar
completamente seguro. Por consiguiente, será mejor que le dejemos
encerrado en los almacenes mientras buscamos el cuerpo de Adam. Hay
tiempo de sobra para lincharle después.
Así lo hicimos y, mientras me volvía hacia atrás, miré a John Gower,
que estaba sentado con la cabeza hundida, como un hombre resignado a la
muerte.
Así que buscamos el cuerpo de Adam Falcon por los tenebrosos muelles
y en los áticos de las casas y entre los cascarones encallados en los bajíos.
Y nos encaminamos a las colinas que se erguían a la espalda del pueblo, y
nos dispersamos en grupos para poder rastrear aquellos yermos parajes.
Mi compañero era Michael Hansen, y nos habíamos alejado tanto el uno
del otro que la oscuridad le ocultaba por completo cuando soltó un grito
repentino. Corrí en su busca, y entonces el grito se transformó en un aullido
y el aullido murió rápidamente, dejando paso a un silencio espeluznante.
Michael Hansen yacía sobre la tierra, y una figura imprecisa se escabulló
entre las sombras mientras yo permanecía en pie delante del cuerpo,
estremeciéndome de miedo.
Tom Leary y el resto de los hombres llegaron a la carrera y se
congregaron alrededor, jurando que John Gower también había sido el
culpable de este crimen.
—De alguna forma ha conseguido escapar del almacén —dijeron, y nos
dirigimos a paso ligero hacia el pueblo.
Pero —¡ay!— efectivamente John Gower había escapado del almacén,
y del odio de sus vecinos, y también de todas las penalidades de la vida.
Estaba sentado en el mismo lugar en el que le dejamos, con la cabeza
hundida entre los hombros, pero alguien se había acercado a él en la
oscuridad y, aunque tenía todos los huesos rotos, parecía haber muerto
ahogado.
El terror más absoluto cayó como un manto de niebla sobre Faring
Town. Nos apiñamos en torno a los almacenes, rodeados por el silencio,
hasta que los gritos que provenían de una casa en las afueras del pueblo nos
hicieron saber que el horror había vuelto a actuar, y cuando llegamos
corriendo al lugar nos encontramos una escena de sangre, muerte y
destrucción. Y una mujer enloquecida balbució antes de morir que el cuerpo
de Adam Falcon había entrado de golpe por la ventana, con los ojos
llameantes y terribles, sembrando la muerte y el dolor. Un cieno verdoso
inundaba la habitación y había restos de algas colgando del antepecho de la
ventana.
Entonces el miedo, un miedo irracional y espantoso, se apoderó de los
hombres de Faring Town, y todos huyeron a sus hogares, y cerraron con
candados puertas y ventanas, y se apostaron tras los muebles con manos
temblorosas en las que portaban todo tipo de armas, mientras un negro
terror inundaba sus corazones. Pues, ¿qué clase de arma es capaz de hacer
frente a lo que ya está muerto?
Y durante toda aquella terrible noche, el horror se paseó por la villa de
Faring Town, y cazó a los hijos de los hombres. Los hombres temblaban y
ni tan siquiera se atrevían a mirar cuando el estallido de las maderas de una
puerta o ventana les avisaban de que aquel demonio había irrumpido en el
hogar de algún desdichado, ni cuando oían los gritos y balbuceos de sus
habitantes.
Pero hubo un hombre que no se encerró tras ventanas y puertas para
acabar degollado como un cordero. Jamás he sido una persona valiente, y
tampoco fue el coraje lo que me movió a salir al exterior aquella noche
espantosa. No, fue el poder de un simple pensamiento, un pensamiento que
había nacido en mi mente cuando contemplé el rostro muerto de Michael
Hansen. Era una ocurrencia vaga y difusa, ambigua, que podría ser de
alguna utilidad… Pero no estaba seguro. Algo me rondaba el cerebro y no
podría descansar a gusto hasta que no lo pusiera en práctica, aunque me
resultaba imposible formular una teoría concreta.
Y así, con mi mente bullendo de una manera caótica y extraña, caminé
sigilosa y cansinamente entre las sombras. Acaso la mar, siempre cambiante
y voluble, había susurrado algo en el interior de mi cerebro, traicionándose
a sí misma. No estaba seguro.
Sea como fuere, durante toda la noche rondé la playa desierta y, cuando
empezaron a dibujarse las primeras luces del gris amanecer, una figura
diabólica descendió caminando hacia las arenas en las que yo me
encontraba.
Sin duda se trataba del cuerpo de Adam Falcon, animado por alguna
clase terrible de vida, el que se paró delante de mí bajo la gris penumbra.
Tenía los ojos abiertos ahora, y en ellos brillaba un fulgor helado, como los
reflejos de un profundo infierno marino. Y supe que, en realidad, no era
Adam Falcon a quien tenía delante.
—Diablo marino —dije con voz temblorosa—, no sé cómo has ocupado
el cuerpo de Adam Falcon. No sé si su barco se estrelló contra las rocas, o
si cayó por la borda, o si tú te deslizaste sobre el casco y le mataste en la
misma cubierta. Y tampoco sé qué clase de magia maligna del océano ha
conseguido trasmutar tus rasgos demoníacos.
»Pero sé que Adam Falcon descansa en paz bajo las olas azules. Tú no
eres él. Antes lo sospechaba; ahora lo sé. Este horror ha caído sobre la
Tierra en tiempos remotos, tan remotos que los hombres han olvidado
aquellas historias; todos menos los que son como yo, y a quien los demás
hombres llaman locos. Lo sé y, en ese conocimiento, no te temo, y voy a
matarte, pues no eres humano y puedes morir a manos de un hombre que no
te tema, aunque ese hombre sea un simple adolescente y se le considere raro
y estúpido. Has dejado tu marca demoníaca sobre la tierra; sólo Dios sabe
cuántas almas has arrancado, cuántos cuerpos has hecho añicos, esta noche.
Los antiguos dicen que los de tu clase sólo pueden hacer daño en tierra y
con la forma de un hombre. Engañaste a los hijos de los hombres, que te
recogieron en sus brazos con suavidad y gentileza, sin saber que llevaban
consigo un monstruo de las profundidades.
»Ahora ya has cumplido tus deseos y el sol está a punto de salir. Pero
antes de que amanezca tienes que sumergirte mar adentro entre las verdes
aguas, y llegar a las cavernas malditas que el hombre jamás ha podido
contemplar salvo en la muerte. Allí te aguarda la madre mar y la seguridad;
sólo yo me interpongo en tu camino.
Se abalanzó sobre mí como una ola rugiente, y sus brazos me rodearon
cual serpientes verdosas. Sabía que estaba intentando aplastarme, y sin
embargo sentía como si me ahogara en el mar; entonces entendí por qué el
rostro de Michael Hansen tenía esa expresión que tanto me había
sorprendido: la de un hombre ahogado en el agua.
Miraba los ojos inhumanos del monstruo y me parecía estar viendo las
profundidades insondables del océano, los abismos en los que poco a poco
me iba sumergiendo. Y sentía las escamas…
Me tenía cogido por el cuello, los brazos y los hombros, y presionaba
mi cuerpo hacia atrás intentando romperme la espina dorsal, y yo hundía mi
cuchillo una y otra vez en su carne. El diablo rugió, una sola vez, y fue el
único ruido que oí salir de sus labios, y sonaba como el bramido de las olas
sobre los acantilados. Su abrazo aplastaba mi cuerpo con la presión de
cientos de brazas de aguas verdosas, y entonces, tras clavarle de nuevo el
puñal, se apartó, desplomándose sobre la playa.
Permaneció tirado en la arena, retorciéndose, y al poco se quedó
inmóvil mientras su aspecto empezaba a cambiar. Tritones; así llamaban los
antiguos a los de su especie, sabedores de que estaban dotados de extraños
poderes, y uno de ellos era la habilidad para adoptar la forma de un hombre
si éste era sacado del mar por manos humanas. Me agaché y arranqué las
ropas mundanas de aquel diablo. Y los primeros rayos del sol cayeron sobre
una masa cenagosa de algas de la que sobresalían dos terribles ojos
muertos; una papilla informe que yacía al borde del mar, desde donde las
olas más altas la arrastrarían de vuelta al lugar del cual procedía: las gélidas
profundidades verdosas del océano.
Óscar Sacristán
(1971—)

Óscar Sacristán es un joven y prometedor artista cuya producción


recorre la novela, el relato o la poesía, aunque también explora campos
igualmente creativos como la música, la escultura, la fotografía o la pintura,
de la que Valdemar se ha hecho eco en alguna de sus portadas.
Casi tan polifacético como su creador es Teobaldo, su criatura. Ladrón,
asesino y genio de la fuga que en El Misterio del Vislatek se ve envuelto en
otro caso de «recinto cerrado», tema clásico en la literatura policíaca y de
intriga. El presente relato es el tercero de la saga que comenzó en 1999, con
la emisión de El enigma del pozo en Radio Nacional. Ahora, Valdemar da a
conocer por primera vez las andanzas de este criminal maldito entre los
malditos.
Óscar Sacristán ha realizado además varios guiones de terror y ciencia
ficción (En la noche, 1997, Último día en la Tierra, 2003), una comedia
teatral (De Capulletos y Tontescos, 1995), proyecta una serie infantil para
televisión (Las aventuras de Tomás y su gato Gur) y cuenta con un premio
de poesía Ciudad de Getafe (1999). Además es colaborador habitual de la
revista digital Fósforo.
En cuanto a su obra musical abarca desde un Himno a San Juan, patrón
de Navacepeda, hasta canciones macabras para coro e instrumento de
cuerda, como El fantasma de Toledo, Los misterios de la abadía o El
estudiante de Salamanca (inspirado en la obra de Espronceda).
Actualmente realiza un estudio musical basado en el número π.
EL BARCO FANTASMA
(canto nocturno)

Llegó desde el Infierno


navegando sin timón
Quebrado por el tiempo el mástil
que empalaba al delator
Velas desgarradas
flotan en la oscuridad
Voces en la niebla
cobran vida una vez más

Espectros que se arrastran


con su muerto capitán
Cañones que hoy anuncian
que este barco fue su altar
Pasos en cubierta…
Han izado el pabellón
Dad la voz de alerta
pues las sombras
han venido ya

Y clavan sus ojos en mí


Fantasmas del pasado
clavan sus ojos en mí

Resuenan en el tiempo
los lamentos del traidor
Su cuerpo en cruz al viento frío
cuelga del palo mayor
Oye esos aullidos…
cantan en la tempestad
Sombras de un relato
que la espuma
nunca deja atrás

Y clavan sus ojos en mí…


Fantasmas del pasado
clavan sus ojos en mí

Perdido en la tormenta
vaga solo por el mar
Testigo de un pasado oscuro
que las olas contarán
La sangre de esos muertos
escribió una historia más
Regresan cada noche
de un viaje sin final

Óscar Sacristán. 1991


EL MISTERIO DEL VISLATEK
Óscar Sacristán

[Tripulación del Vislatek.


Capitán: E. Kowalski
Contramaestre y primer oficial: Aleksander Kamienski
Segundo oficial: E Borowski
Doctor: Andreas Batory, médico de a bordo
Jan: cocinero
Marineros: Stanislau, Czesko (vigía), Jacek, Tadensz, Andrej,
Nicolau…]

Diario del capitán Kowalski, abril de 1897

11:30

Bordeamos la costa de Escocia en estos momentos. Nuestra velocidad


es de quince nudos sobre mar rizada.
Stanislau tiene alborotados a todos y dice que esta noche empeorará el
tiempo; resulta que le duele una costilla, cosa que según él nunca falla. Por
mucho que ese brujo acierte de vez en cuando, no estaría de más recordarle
que también le molesta cuando hace buen tiempo.

Tres de la tarde.
Telegrafían desde Boston para advertirnos que el San Jorge sufrirá
algún retraso.
La demora ya es un serio inconveniente, pero me preocupa más cómo se
producirá nuestro encuentro, porque el barómetro empieza a dar la razón al
viejo Stanislau. Hace un frío de muerte.

Medianoche.

El segundo oficial ha acudido a mi cabina a eso de las siete,


interrumpiendo mi concentración. Debía ser algo urgente, saben lo mucho
que me disgusta que vengan a molestar para asuntos sin importancia cuando
estoy con mi tarea.
En fin, de mala gana he apartado la figura que estaba tallando (un San
Adalberto que da gloria mirarlo), y antes de hacer pasar a ese cretino he
limpiado los restos de madera que había sobre mi mesa.
Al ver su cara enrojecida, he pensado en la terrible ventisca que debía
estar azotando la cubierta. Pero después de oír el disparate que ha salido de
su boca, he sospechado que se le ha ido la mano con la botella de grog. A él
y a alguno más, claro, porque ha contado no sé qué estupidez acerca de que
se encontraban en cubierta y han visto una sombra gigantesca que se alejaba
por el horizonte en medio de una nube de polvo. Ha debido leer el enfado
en mis ojos, porque se ha apresurado a concluir diciendo que llamaron al
vigía sin obtener respuesta. Insistieron durante un rato, y ya empezaban a
temer un nuevo percance cuando la cara de Czesko asomó por encima de su
posición, jurándoles que no había visto nada. Esto es lo único que he sacado
en claro de todo este asunto: que ese botarate de Czesko se dedica a lanzar
bostezos allá arriba cuando la tripulación le necesita. Me encargaré de que
le sea descontado un tercio de su paga.
Borowski ha reconocido que tal vez bebieron más de la cuenta, pero
está seguro de que algo se movía a lo lejos. Al menos ha admitido su parte
de culpa, rasgo que le honra, y que para mí supone una cualidad meritoria
en cualquiera de mis hombres. Cuenta con mi perdón. Aunque no significa
que acabe de creer su absurda historia, de monstruos que desaparecen
silenciosamente en mitad de la niebla.

12:20

El cielo amaneció despejado, aunque el viento se hace cada vez más


fuerte. Afortunadamente corre de la aleta de babor, favoreciendo nuestra
singladura. Con suerte avistaremos la costa de Islandia antes de lo previsto.
Si se confirma el retraso del San Jorge, no tendremos más remedio que
alojarnos en El Oso Raspado; al menos un par de noches, cosa que mis
muchachos no lamentarán en absoluto, pues algunos están como locos por
un buen baño, comida caliente y una cama en compañía más placentera de
la que disfrutan estos pobres diablos. Ahora que llega el buen tiempo, la
Coja debe estar sacándole provecho a su negocio y sus chicas viendo las
primeras monedas decentes en todo el año.
Kamienski y yo hemos intercambiado algunas pipas y mucha
conversación en el puesto de mando. Le he contado la majadería que me
soltó el segundo ayer, y no he salido de mi asombro cuando él mismo ha
reconocido que estaba presente cuando dieron la voz de alarma. Al igual
que Borowski, tampoco está seguro de lo que se movía allí a lo lejos. Pudo
ser una ballena escupiendo agua, una embarcación a la deriva, incluso un
iceberg; aunque Kamienski asegura que se movía bastante rápido.
Bueno, al menos no habló de ningún Leviatán ni usó la expresión de
Borowski de que algo salió huyendo en medio de una nube de polvo. Sea
como fuere, no me ha gustado nada la mirada que ha cruzado con el
segundo cuando regresaba de la toldilla. Era como si me estuvieran
ocultando algo.
Ya les he advertido que no quiero oír hablar de ello de ahora en
adelante. Espero que les haya quedado claro.

Más tarde.
He bajado con Borowski a revisar la carga. Todo en orden. Los
muchachos siguen asegurando los remaches de popa en el almacén,
siguiendo al pie de la letra mis indicaciones. Cualquier precaución es poca:
esta partida de ámbar es lo más valioso que he trasportado en toda mi vida y
ellos lo saben.
Al subir, Borowski me ha enseñado una muestra de ese oro traslúcido,
exhibiendo ante mí una piedra de color dorado casi tan grande como mi
puño. Enseguida me he preguntado si mis manos podrían sacar alguna talla
de aquella maravilla. Según Borowski, con esa simple muestra podría
comprar los favores de todas las fulanas de El Oso Raspado, incluso de
todas las mujeres casadas de Heimaey. Por si acaso, y viendo que su sonrisa
me recordaba mucho a la que le provoca el grog, he preferido quitarle la
piedra de las manos y ahorrarle malos pensamientos.
Le daré mi Biblia esta noche, bien sabe el Señor cuánto la necesita.

15:00

Esta mañana estaba demasiado enfadado para prestar atención a los


pronósticos de Stanislau. El viento ha cambiado a sur y luego a suroeste, y
nos ha acompañado todo el día dificultando nuestro avance. Tal vez haya
que retrasar nuestra visita a El Oso Raspado hasta la vuelta.
Cuando por fin se me han bajado los humos y he dominado mi mal
carácter, Borowski ha aprovechado a enseñarme un trozo de madera que
descubrieron él y Kamienski flotando en el agua. Me lo pasó sin decir nada
para que le echase un vistazo. Aunque estaba negra y medio podrida, he
conseguido descifrar parte del sello de procedencia:

«… AGGEN. Odense»

Un barco danés. Sin duda, este trozo pertenecía a una de las cajas que
llevaba en las bodegas, lo que significa que tal vez se desprendieron de ella
o… que se perdió con las demás. Esto último conllevaría fatales
consecuencias para esos desdichados, pero nosotros poco podemos hacer al
respecto. Así se lo he dicho a ese cretino de Borowski, dándole el trozo de
madera para que lo arrojase por la borda.

07:15

Eran aproximadamente las cuatro de la mañana cuando nos ha


despertado la voz del vigía.
La campana había sonado ya anunciando el cambio de guardia. Los que
terminaban la ronda se cruzaron con los que se incorporaban, todavía
dormidos, por lo que se ha juntado un grupo considerable cerca del castillo
de proa.
El motivo de todo aquel alboroto era que Czesko había creído distinguir
algo a través de la niebla, y había preferido dar la alarma cuando notó que
la aparición venía acompañada de un olor a quemado bastante reconocible.
—¿Ves algo ahí arriba?
Lo cierto es que apenas podíamos verle nosotros a él, por culpa de
aquella bruma tan espesa.
—¡Sí, capitán…! Bueno, no del todo…
—¿Qué significa eso de no del todo? ¿Ves algo o no? —le he gritado
con enfado.
La estupidez de ese mequetrefe a menudo me saca de mis casillas.
—¡Hay algo grande allí delante, señor, pero apenas logro distinguirlo!
—¡Por vida de…! ¡Da gracias de estar ahí arriba, botarate, porque si no
te ahogaría con mis propias manos! ¡Entonces verías algo muy distinto! ¿A
qué diablos te refieres con algo grande? ¿Un cachalote? ¿Un barco? ¡No
será un iceberg! ¡Pagarías con tu vida si lo fuera, mentecato!
—Podría ser…, quiero decir, ¡no! ¡Imposible, señor! Es algo oscuro y
mucho más grande que un cachalote. Debe tratarse de una embarcación,
pero si lo es, avanza sin ninguna luz a bordo, señor.
Los hombres se miraron inquietos, y pudimos comprobar que el humo
se hacía más denso a medida que nos aproximábamos al misterioso
obstáculo. Me inquietaba enormemente tener cualquier cosa allí delante y
no poder verla, así que le pedí a Borowski que trajera mis prismáticos. No
me fiaba demasiado de Czesko; tampoco me hubiera sorprendido que ese
danzante se arropase con su capota para dar una cabezada, incluso en
aquellas circunstancias. Lo que más lamentaba era que si sufríamos algún
percance no tendría tiempo de cortarle el pescuezo.
—¡Timón! ¡Vire despacio! Quiero saber qué diablos es eso…
Borowski trajo los gemelos y algunas mantas, porque la niebla se
agarraba a los huesos como las uñas de una bruja. Permanecimos atentos
por si despejaba allí en frente; pero muy al contrario, empezó a oscurecerse
y la nube se fue haciendo más intensa. Los prismáticos no servían de nada.
Trascurrieron algunos minutos hasta que pudimos reconocer la silueta
negra y borrosa a poca distancia. El humo parecía venir de allí,
impidiéndonos ver con claridad. Aunque nos imaginábamos su naturaleza,
Czesko nos sacó de dudas:
—¡Navío por aquel costado, señor! ¡Navío a la vista!
Miramos hacia donde apuntaba la mano huesuda de Czesko, y
distinguimos una gran embarcación, menor que el Vislatek, que se
desplazaba sobre el mar en calma dejándose llevar por la corriente. Estaba
amaneciendo, pero el espectáculo de aquella oscura embarcación en medio
de la niebla me impresionó vivamente. Supongo que a mis hombres
también, porque a excepción de Aleksander, ninguno se atrevió a acercarse
a la amurada para echar un vistazo.
—¡Parece que no hay nadie a bordo, señor! —dijo Czesko desde arriba.
Puedo jurar que nunca le he visto más despierto que entonces.
—¡Mantened los ojos abiertos! —ordené a mis muchachos—. Si se trata
de un barco apestado daremos media vuelta, ¿entendido?
Estaba a menos de doscientos pies de nuestro costado, por lo que
pudimos contemplar a nuestras anchas aquella nave abandonada, sin velas
ni aparejos, con el casco ennegrecido y alguno de sus mástiles todavía
humeando por alguna misteriosa causa.
El puesto del timonel aparecía desierto.
Yo recorría la cubierta con la mirada en busca de algún tripulante,
cuando Borowski gateó peligrosamente por el bauprés y nos gritó algo:
—¡Mire allí, señor, a su izquierda!
Estábamos ya tan cerca que pude leer la placa chamuscada de aquel
navío, donde aparecía su nombre: Graziella.
Animado por la idea de que el fuego hubiera borrado la amenaza de la
peste, hice una señal a uno de mis hombres para que se dirigiera a popa:
—¡Arriad un bote! Vamos a echar un vistazo a ese barco. ¡Kamienski,
quédese al mando! ¡Borowski, escoja un par de hombres y acompáñeme
hasta ese cascarón! Traigan sus armas. Veremos qué le ha ocurrido a
nuestro amigo italiano…
El mar parecía haberse contagiado también de nuestra excitación,
porque comenzó a encresparse hacia poniente. Nos apresuramos antes de
que empeorase, aunque de momento estaba en calma. Durante el corto
trayecto, el silencio era tal que sólo escuchábamos nuestros remos
abriéndose paso a través del suave oleaje. Cuando estábamos llegando,
comprobé que efectivamente no había nadie por cubierta ni en el puesto de
mando. Tampoco oímos ninguna voz desde el navío, y si tenían algún vigía
debía ser tan incompetente como Czesko.
Alcanzamos sin dificultad su costado de babor, y me puse de pie para
llamar a sus ocupantes:
—¡Eh, camaradas! Buongiorno! ¿Hay alguien a bordo?
Esperé unos segundos, pero nadie contestó.
—¡Eh! ¿Me oyen? ¿Hay alguien ahí arriba?
Resignado, miré a mis hombres. No había más remedio que poner la
escalerilla y subir allí. Decidí que yo sería el primero.
—El que venga detrás de mí que espere a que llegue. No me fío de esa
baranda chamuscada, muchachos; podríamos caer si subimos más de dos al
mismo tiempo, ¿entendido?
Trepé con precaución y finalmente puse el pie en cubierta. Lo que
descubrieron mis ojos resultó algo aterrador. Imagino que fue el
Todopoderoso el que me sostuvo allí de pie, mientras miraba a mi alrededor
espantado. El navío se había quemado de punta a punta, pero se había
llevado antes otras vidas más valiosas. Vidas humanas. Señor, por doquier
encontré cuerpos encogidos a causa del fuego, y rostros contraídos por el
zarpazo de las llamas. A uno de ellos le faltaba una pierna, por lo que era
fácil suponer que el incendio había devorado su pata de palo. «De poco te
servirá una nueva, compañero», pensé al mirar su muñón arrugado y aquella
cara inexpresiva, que me contemplaba desde el suelo pidiendo auxilio.
—¡Que Dios se apiade de nosotros!
Me giré rápidamente al oír esa voz, temiendo que uno de aquellos
cadáveres se hubiera puesto en pie de repente. Pero eran Borowski y los dos
marineros, que habían alcanzado también la cubierta y parecían tan
horrorizados como yo.
—Les dije que no subieran, muchachos. Hubiera sido preferible.
—Capitán, ¿qué es todo esto? —preguntó el segundo oficial, tratando
de contener la náusea que le producía la escena.
—Se diría que el fuego actuó rápidamente por todo el casco: los cuerpos
están repartidos por cubierta. Si hubieran tenido tiempo de huir, se habrían
concentrado en las salidas, hacia los botes, supongo.
—Que también han desaparecido —observó uno de los marineros.
—Sí, y no por culpa del fuego, imagino. Los más astutos lograron
escapar, dejando a bordo a muchos otros, entre ellos mujeres y… niños —
comenté, viendo el cuerpo calcinado de lo que parecía ser una madre
abrazada a su hijo.
Ellos también permanecieron en silencio; así seguimos durante un rato
hasta que decidí abreviar nuestra visita a aquella tumba flotante.
Bajamos hacia los camarotes, donde apenas quedaba nada reconocible
de lo que albergaron un día. De allí nos fuimos a las despensas y luego a las
bodegas. Noté que los muchachos estaban tensos, pero los tranquilicé
asegurándoles que estaríamos lo menos posible.
—Miraremos por aquí abajo. No creo que encontremos supervivientes,
pero tal vez sepamos algo que aclare su terrible final.
El almacén era impresionante. Quizás el efecto era mayor al encontrarse
prácticamente vacío. Tenía buena ventilación arriba, hacia los flancos y las
escotillas, pero la carga había desaparecido. Incluso allí, el casco del barco
había aguantado las llamas de manera admirable. Recordaba un tipo de
árbol en España que ardía sin consumirse, el pino canario; y quizás otro de
una especie australiana, no estaba muy seguro. Lo cierto es que el Graziella
lograba mantenerse a flote después de un incendio pavoroso.
Borowski nos indicó entonces la escalera que conducía a cubierta.
—Allí hay otra salida, capitán. Tal vez se apresuraron a poner a salvo la
carga antes de que ocurriera la catástrofe.
—Sí, pero resulta extraño que tuvieran tiempo de sacar todo de aquí,
¿no le parece? Es como si alguien hubiera previsto el desenlace…
Con aquella nueva idea en la cabeza, me acerqué hasta los tablones
desperdigados por el suelo. El marinero más joven estaba allí y apartó una
madera con el pie:
—¡Mire, señor! ¡Aquí pone algo!
Me lo pasó al instante. En cuanto lo vi lancé una exclamación, no
recuerdo cuál, pero sé que a San Dimas no le hubiera gustado nada.
—¿Qué ocurre, capitán? —preguntó Borowski, acercándose a mí.
Nos miramos sorprendidos. Aquel sello era el mismo que aparecía en el
trozo de madera que tiramos por la borda, el día anterior. A pesar de estar
medio consumido, resultaba todavía legible:

«STORMHAGGEN. Odense»

Los otros dos se quedaron en suspenso. Comprendí que cada vez


entendían menos de aquel asunto y que estaban deseando largarse de allí
cuanto antes. Les hice una señal para que se adelantaran escaleras arriba
mientras Borowski y yo los seguíamos. Mientras abandonábamos el
almacén le referí al segundo mi versión particular de lo ocurrido:
—Un barco italiano y una carga danesa… No resulta extraño, pero sí lo
de ese fuego tan misterioso, ¿no le parece?
—Totalmente de acuerdo, capitán. Si quiere que le sea sincero, todo esto
me huele a piratería, señor.
Asentí con la cabeza, coincidiendo con aquel razonamiento. Nadie
mejor que yo sabía lo que era comerciar lejos de la ley.
Al pasar por la despensa, tuve tiempo de ver que alguien había revuelto
los estantes en busca de provisiones, y al parecer con éxito, porque se veían
muchas latas relucientes y otros envases con el precinto intacto, al contrario
que las cajas chamuscadas que contenían todos aquellos víveres. En aquel
momento no pensé en ello, pero sin duda confirmaba que la persona en
cuestión había tenido que abrirlas después del incendio.
Nos disponíamos a salir, cuando uno de los marineros se detuvo justo
donde había estado el portón de cubierta. Creí que se había parado por la
misma idea absurda que me asaltó a mí: que la puerta no era de la misma
madera que el resto del barco y no había podido resistir el efecto de las
llamas. Pero al girarse hacia nosotros comprendí que no era ése el motivo.
—¿Lo han escuchado?
Borowski y yo intercambiamos una mirada, pero negamos casi al
mismo tiempo.
—¿El qué?
Sin embargo, el otro marinero apartó con cautela a su compañero para
coger un arpón de la cabina. Luego avanzó despacio hacia el costado de
babor. Nos hizo un gesto para que guardásemos silencio y luego otro con la
mano para que le siguiéramos. Borowski y yo cargamos nuestras pistolas y
fuimos detrás.
Un silbido nos sorprendió a todos desde proa. Parecía la llamada de un
pájaro. Me dio la impresión de que era una golondrina, pero en aquellas
latitudes resultaba impensable.
—Capitán…
—Lo he oído. Vamos.
Apenas había dado esta orden, cuando se repitió la llamada. No tuve
ninguna dificultad en localizarla a mi izquierda, cerca de los restos del
trinquete.
—Por aquí, muchachos —les susurré—. Y tú, prepara el arpón. O
mucho me equivoco, o vamos a tener caza esta mañana.
Avanzamos pegados a la amurada. No tropezamos con ningún cuerpo
mientras nos dirigíamos al castillo de proa, como si la mano del Señor
quisiera despejar nuestro camino. Al menos preferí pensar eso en vez de
imaginar aquel flanco infestado de gaviotas hambrientas poco antes…
Casi nos sentimos decepcionados al finalizar nuestro recorrido y
encontrarnos únicamente con algunos toneles y varias mantas dispuestas a
modo de toldo, no se sabe muy bien para qué, sobre una especie de caseta
improvisada con tablones quemados.
Pero cuál no fue nuestra sorpresa al ver asomar una cabeza desde uno de
los toneles, y toparnos con aquellos ojos curiosos que parpadeaban sin dejar
de mirarnos.
Tardamos una eternidad en darnos cuenta de que el tipo nos decía algo.
—Amico…?
Aquello sonaba a amigo, supuse.
Le dije que sí, haciendo un gesto afirmativo mientras sonreía. A medida
que bajábamos nuestras armas, el desconocido se animó a salir. No acertaré
a describir el asombro que nos produjo verle completamente desnudo ante
nosotros. Con la mayor naturalidad, dejó la pastilla de jabón sobre una de
las cajas y cogió una de las mantas que estaban colgadas; luego comenzó a
secarse como si no le importase nuestra presencia.
—Camarada, ¿qué hace usted aquí? ¿Qué es lo que ha ocurrido? —le
preguntó Borowski, haciendo todo lo posible por hacerse entender.
Pero el único ocupante del Graziella no parecía estar en sus cabales y se
limitó a sonreír de manera estúpida. Tampoco se le veía especialmente
apurado por su situación, más si cabe ahora que se encontraba a salvo.
Digamos que había confiado que los víveres le durarían hasta que se
produjera el rescate, y así había sucedido.
Tenía algunas prendas secas y, mientras se las ponía, realizó un nuevo
intento de entablar conversación. Lo único que sacamos en limpio era que
se llamaba Luca y que era italiano, poco más. Al ver que no le entendíamos,
tuvo la feliz idea de decir algo en alemán, y esta vez sí comprendimos sus
palabras, pues tanto mis hombres como yo teníamos trato frecuente con los
germanos; unas veces para negociar y la mayoría para discutir de modo
menos amistoso. El caso es que logramos aclarar un poco su presencia en
aquel barco, desde que se coló como polizón en las bodegas hasta que tuvo
que recluirse en uno de los tanques de agua. Por lo visto, no tuvo necesidad
de lanzarse al mar como los otros, porque su escondite no se vio amenazado
en ningún momento. El muy pícaro señaló su mollera, dando a entender que
su cerebro le había salvado la vida.
—Venga por aquí, amigo —le dijo uno de mis muchachos, sonriendo
por la manera de gesticular de aquel italiano.
Le acompañamos al costado para indicarle la posición de nuestro bote.
Aunque el tipo parecía endeble, descendió con asombrosa agilidad por la
escala. Yo, más avisado que mis subordinados de las trampas de muchos
canallas, preferí apuntarle con mi pistola por si se le ocurría dejarnos allí.
Pero no podía ir muy lejos, así que aguardó sentado y arrebujado en una
manta mientras nos uníamos a él.
Así que allí estábamos los cuatro con ese náufrago de regreso al
Vislatek. Imaginaba la cara que pondrían mis hombres al vernos aparecer
con semejante pesca. Mientras remábamos, dirigí una última mirada a aquel
misterio flotante. Si todos esos muertos no habían tenido tiempo de
encontrar descanso, las aguas que surcábamos quedarían malditas para
siempre. Tal vez no hubiéramos hecho bien en turbar aquel lugar de muerte,
pensé, aunque enseguida deseché aquella idea. Al fin y al cabo habíamos
salvado a aquel hombre, cosa de la que no me arrepentí en un primer
momento.
Cuando nos izaron uno a uno, descubrí cómo miraban a nuestro amigo
italiano. Debieron pensar que se trataba de un aparecido, o que le habíamos
rescatado del vientre de una ballena, como al bendito Jonás. Lo cierto es
que el tipo no destacaba por su presencia, sino por aquellos ojos desiguales,
uno gris y otro azul, que hicieron que Stanislau tocase los botones de su
chaqueta, asustado, como hacía siempre que quería espantar los malos
augurios.
—Está bien ¡Todos a sus puestos! ¡Y rápido! —les grité—. ¡Cocinero!
¡Ponga un poco de ron al fuego! Este hombre tiene que entrar en calor, ¡y
no necesita a veinte botarates mirando!
La cubierta se despejó al punto. Llevé al náufrago hasta el castillo de
proa y enseguida apareció Jan con un cuenco hirviendo y ropa de abrigo
para nuestro huésped. El desconocido recibió con alegría el ron y murmuró
algunas palabras en su lengua materna. Aunque no las supimos descifrar,
sin duda eran de agradecimiento. Con aquellos gestos nerviosos tan propios
de los latinos, consiguió hacernos entender que quería regresar a su patria.
Como sus manos iban más rápido que su lengua, preferí llevarle a mi cabina
para mostrarle un mapa. No tuvo ninguna duda al señalar Italia y mucho
menos para indicar la región a la que pertenecía.
—Piamonte! —exclamó, con una sonrisa que dejó en evidencia su boca
mellada.
Yo también sonreí. Me hacía gracia pensar que justo íbamos en sentido
contrario, pero preferí no desengañar a mi pobre amigo de momento. Sin
embargo, él se empeñó en ahorrarme el trabajo, porque pronto me interrogó
en alemán acerca de cuál era nuestro destino. Tuve un momento de duda al
ver el súbito cambio de su expresión, seria de repente. Su ojo azul se había
reducido en la oscuridad de mi camarote a un punto minúsculo en
comparación a la otra pupila. Me pregunté qué me obligaba a revelar
nuestro destino a un desconocido, pero finalmente resolví que no había
nada malo en ello. Tarde o temprano acabaría por averiguarlo.
—Vamos al Norte. Muy al norte —fue lo primero que dije.
Sin duda se sintió defraudado, a pesar de lo cual quiso saber si me
refería a Islandia.
Negué con la cabeza.
—Groenlandia, amigo mío. El Ártico.
Su reacción fue por demás inesperada. Primero se quedó con la boca
abierta, mirándome con sus ojos de lechuza en aquella gélida mañana de
abril. Pero luego comenzó a gesticular con rapidez y a hablar más deprisa
todavía, lamentándose y maldiciendo al mismo tiempo como si tuviera la
culpa de todo.
Por lo visto, antes del incidente, el Graziella se dirigía a las costas de
España; Luca tenía pensado desembarcar allí y emprender la huida a su
patria. Todo esto lo explicó entre lloriqueos y tirones de pelo a su pobre
cabellera, lo que me obligó a hacer esfuerzos por no parecer descortés y
estallar en una carcajada delante de mi invitado. Por suerte, unos cuantos
tragos de ron obraron el milagro y enseguida Luca estuvo más presto a
escuchar que a dejarse llevar por sus pasiones.
Disfrutó mucho con mi colección de tallas, aunque pareció
desconcertado al ver tantos santos idénticos alineados uno detrás de otro.
Como si hubiera recibido una señal tardía, se giró hacia mí para
preguntarme qué era lo que nos llevaba hacia regiones tan septentrionales.
Esta vez no quise hablar más de lo debido. Simplemente le comenté que
íbamos al encuentro de otro barco, sin mencionar la carga que
trasportábamos ni el intercambio que se produciría llegado el momento.
A nuestro temperamental compañero, parece que le llamó la atención la
posibilidad de un encuentro en alta mar, con todas las dificultades y peligros
que ello traía consigo. Por eso asintió lentamente el muy bribón, diciendo
algo en italiano:
—Curiosso… —siseó con los pocos dientes que quedaban en su boca.
Yo me limité a encogerme de hombros.
—Órdenes. El que paga manda —le dije—. Yo sólo obedezco.
Luego busqué a ese patoso de Jan para que trajera más ron, y no tardó
en aparecer con la botella y una cazuela pequeña que me mostró nada más
entrar.
—¡Mire, capitán! Algún idiota sacó esto sin mi permiso y la leche se ha
congelado. Los señoritos tendrán que apañárselas y tomar el café solo,
como yo.
Solté una carcajada al ver los apuros del bueno de Jan, que le hacían
sofocarse continuamente por cosas triviales. Sin embargo, el italiano se
acercó para observar el contenido de la marmita. Los dos nos quedamos de
una pieza cuando le vimos meter el dedo y probar el sabor de la leche
congelada.
—Pero, ¿qué diablos…?
Contestando a la pregunta de Jan, el hombre arrugó el rostro con
disgusto. Le faltaba azúcar, según nos dijo.
Aquello era el colmo. Miré a Jan sin poder contener la risa. Sin duda
pensaba que era algún tipo de postre obsequio de la casa. Aquel piamontés
del Diablo se ganó nuestra simpatía en aquel mismo instante, aunque hice
bien en pedir a San Basilio que se apiadara de su simplicidad.

Mediodía.

He estado con Luca recorriendo el barco. Nuestro amigo se ha


recuperado rápido y parece más despierto en cubierta, donde el frío azota
sin piedad a mis hombres mientras trabajan sobre las velas. Viéndole
gesticular entusiasmado junto al timonel, o disfrutando de la vista desde el
puesto de mando, mi orgullo de capitán se ve recompensado con creces.
Durante el recorrido no ha dejado de exclamar y decir a cada momento
«Fantástico! É grandiosso!»
Cuando hemos pasado por la cocina se ha despertado en Luca un súbito
interés, y no ha dudado en abandonarme para olisquear la comida que
estaba puesta al fuego. Dijo algo a Jan, que estaba atareado como siempre y
tampoco entendía a nuestro amigo. Al ver que no le hacía mucho caso, ha
sido él quien se ha acercado a un estante para coger un tarro de especias.
También le ha señalado con gesto impaciente los ajos que colgaban detrás.
A nuestro buen cocinero no le ha quedado más remedio que interrumpir su
faena y olisquear las hierbas. Y lo cierto es que su cara se ha iluminado de
felicidad.
—¡Capitán! ¡Este bribón quiere que le echemos esto! ¡Y por mi madre
que tal vez tenga razón!, ¿no cree?
Di mi aprobación sin dejar de sonreír. Aquel diablo acabaría por
cambiar nuestros rudos hábitos de hombres de mar.
—¡Creo que en poco tiempo tendremos dos cocineros de primera, Jan!
Soltó una carcajada tan fuerte que asustó al bueno de Luca, aunque el
italiano vio nuestro buen humor y se unió a la juerga sin entender lo que
decían aquellos condenados polacos.

Noche.

El tiempo no mejora y mis pobres huesos empiezan a acusarlo. Ni


siquiera me concentré con los trabajos de madera. Quiero que este San
Adalberto sea mi mejor talla, así que solté la navaja en la mesa y decidí
guardarlo en el cajón. Me sentía terriblemente mal. Fui directamente a las
cocinas para echar un trago, porque mi botella había caído en acto de
servicio horas antes. Me sorprendió ver por allí todavía a nuestro amigo,
divirtiéndose en compañía del cocinero y del contramaestre. Mi oficial se
disponía a encender la pipa para prolongar aquella agradable charla, pero al
darse cuenta de mi presencia, se puso rápidamente en pie y borró la sonrisa
de su cara.
—¿Qué diablos hace aquí, Kamienski? —grité—. ¡Debería estar en su
puesto! La noche siempre es traicionera, ¡y usted debería saberlo!
Los tres se han quedado en silencio. Sin dar más explicaciones me he
ido al estante del fondo para buscar la botella de ron. Kamienski hizo sonar
un par de veces la pipa con impaciencia, mientras yo llenaba el vaso
apresuradamente. Tiré un poco sobre la mesa por culpa de los nervios; sin
duda, aquello debió alertarles de mi estado.
—Le ruego me perdone, Kamienski. Pero no acabo de fiarme de ese
idiota que tenemos apostado allí arriba. Estaría más tranquilo si ojos más
atentos vigilasen nuestro rumbo.
El primer oficial ha aceptado mis disculpas sin más, y luego ha salido
mordisqueando su pipa apagada.
—Señor… El contramaestre y yo sólo estábamos…
—Lo sé, Jan. No me encuentro bien, eso es todo.
—Tal vez querría probar el invento de nuestro amigo. Mire, resulta que
echando azúcar y ron, tenemos un postre delicioso. ¿Qué le parece?
Contemplé con asco el contenido de la olla. Pero el cocinero siguió
hablando entusiasmado.
—¿Recuerda la leche que dejamos fuera esta mañana? En vez de tirarla,
he descubierto un postre nuevo siguiendo los consejos de Luca. Lo he
llamado dulce helado, ¿qué le parece?
—Dulce helado… —murmuré, conteniendo mi furia.
Imaginé cómo resultaría tirar por la borda aquella bazofia y a su
creador. Pero preferí llevarme la botella y encerrarme en mi cuarto.

Una de la tarde.

Mi humor ha mejorado bastante con el buen tiempo. Ni siquiera


Stanislau se queja de su dichosa costilla. Ya es algo.
He saludado al italiano cuando salía de su camarote, a eso de las doce.
Le he invitado a tomar café en la cocina y me he alegrado de que durmiera
mejor que yo. Cuando Jan se ha unido a nosotros para llenar las tazas, ha
querido hacer de intérprete.
—¡Claro que ha dormido bien! Pero si su cuarto es uno de los mejores.
Ahí se duerme estupendamente, capitán. Aunque ya le dije a nuestro amigo
que si escuchaba ruidos en el pasillo no se preocupara. Es el trajín habitual
de todas las mañanas cuando bajan a revisar la carga. Una mercancía tan
valiosa no puede…
—¿La carga? —he saltado de mi silla al oírle—. ¿Le has hablado de la
carga? ¡Tú has perdido el juicio!
Ha retrocedido a tiempo sobre el entarimado. Si hubiéramos estado en
mi cabina, un San Adalberto hubiera salido volando directamente hacia su
cabezota.
—Eh… Bu-bueno, capitán, yo… supuse que si Luca estaba al corriente
de nuestro encuentro con el San Jorge…
—¡Estúpido! Ya hablaremos —le he contestado, haciendo un gesto para
que se largara.
—Pero, capitán, no…
—¡Ya hablaremos, he dicho! ¡Fuera de aquí!
—¡A la orden!
Mientras Jan cerraba la puerta, el italiano ha sabido disimular
oportunamente, llenando una taza para él y otra para mí. Se ha puesto a
soplar el café distraído, haciéndome dudar si había entendido algo de
nuestra discusión. Mi taza ha quedado sobre la mesa y yo he salido fuera
del peor humor imaginable, intentando borrar el efecto de aquellos ojos
desiguales clavados en mi nuca.

Al anochecer.

A media tarde se ha levantado un viento infernal. Todo esto es una


condenada locura. En un par de ocasiones hemos estado a punto de
zozobrar por culpa de esos haraganes. Empiezo a creer que ni Kamienski ni
yo seremos capaces de cambiar algún día a este atajo de vagos. Hoy casi lo
pagamos caro. A partir de ahora les recordaré lo que es respetar a un
superior. ¡Por Cristo que sí! ¡Que me cuelguen si no les hago entender
quién es el capitán Kowalski! ¡Aunque sea con mi propia sangre!
Dos de la madrugada.

Casi lamento haberme puesto en evidencia las últimas horas delante de


mis hombres. Pero cuando uno de aquellos botarates vino otra vez con
impertinencias no me quedó más remedio que apartarle de un empujón, con
tan mala suerte que fue a dar con los dientes en el palo de mesana. Al verlo
sangrar en el suelo me he sentido un tanto avergonzado, más cuando he
visto que era un simple grumete, uno de los muchachos nuevos que enrolé
para este viaje. Aquello no ha caído nada bien entre los demás, aunque
rápidamente he ayudado al chico a ponerse en pie y he gritado a todos que
volvieran al trabajo. Ese muchacho ha aceptado mis disculpas casi de buen
humor, escupiendo un diente y regresando a su puesto como si nada. No me
equivoqué al contratarle.
La habilidad de Torrizi con los aparejos también me ha sorprendido
gratamente. Siempre son pocas las manos para bracear, así que nos ha
venido de perlas la buena disposición del italiano a la hora de arrimar el
hombro. Sin embargo, su empeño no ha privado a mis hombres del justo
castigo: los he tenido todo el día ejercitándose con las velas hasta reventar.
Cuando ha llegado la cena, algunos de ellos no podían ni con la cuchara.
¡Cómo me he reído! Aunque reconozco que a ellos no les ha hecho tanta
gracia como a mí. Pero así aprenderán a obedecer a su capitán.
En poco tiempo ese italiano se ha hecho con un grupo de oyentes.
Especialmente por la noche. Parece que a pesar del frío, el tipo disfruta
contando chismes hasta muy tarde, y a aquellos que logran entender su
alemán, les llena la cabeza con historias de tesoros fabulosos y riquezas
nunca vistas que se esconden Dios sabe dónde.
Sólo pido que no me distraiga a la tripulación, aunque soy el primero
que agradece su manera de tocar el acordeón, nada que ver con el aporreo
del gordo Nicolau. Ha sido uno de los pocos momentos agradables que nos
ha deparado la jornada: escuchar las tristes canciones del italiano mientras
el Vislatek avanza rumbo norte.

Cuatro de la tarde.
¡Que el mar se trague a ese canalla de Jan!
No sé qué diablos echó en la comida, pero parece que lo que nos dio
ayer era puro veneno. Casi todos los del primer turno cayeron como ratones
esta madrugada. No está bien decirlo, pero me he reído viendo corretear a
esas damiselas de un lado para otro, vomitando por la borda como si nunca
hubieran puesto el pie en un barco. Lo malo es que pierda alguno de mis
hombres para el resto de la travesía. No quiero ni pensarlo; estamos
demasiado lejos de nuestro destino. Cruzamos en estos momentos el
meridiano catorce. Los hombres han trabajado duro aquí arriba, me sabría
mal tener que decirles que multipliquen sus esfuerzos de ahora en adelante.
Gracias a que contamos con Luca; tiene oficio, ese bribón. Y mucha suerte,
porque aquellos con los que se entiende apenas se han visto afectados por
esta epidemia.

03:20

El Señor nos ha dejado en manos del Diablo, no hay duda. La llegada de


la noche ha supuesto una serie de catástrofes inesperadas. A la enfermedad
de varios de mis hombres (cuyo estado se ha agravado considerablemente
en las últimas horas), hay que anteponer un hecho lamentable y de fatales
consecuencias: Borowski ha desaparecido. Perder a mi segundo en estos
momentos es una tragedia, y más en circunstancias tan misteriosas. El
ordenanza fue el último en verlo con vida. Jura que le saludó en el pasillo
camino de las bodegas. También recuerda que Borowski le gritó desde
abajo, por lo que Jacek le preguntó si necesitaba algo. Pero como no
respondió, y le oyó rebuscar en el almacén, Jacek creyó oportuno regresar a
cubierta, donde hacía más falta que allí.
Ni que decir tiene que el incidente ha ensombrecido aún más el ánimo
de la tripulación. Hemos registrado el almacén de arriba abajo, por si algún
movimiento de la embarcación le hubiera arrojado de costado y se hubiera
golpeado dentro de la bodega. Pero después de casi una hora, hemos vuelto
con las manos vacías y más abatidos que nunca.
15:30

Negra es tu suerte, capitán Kowalski. Y la extiendes como una plaga


sobre tu barco.
Dos de mis hombres han muerto y otro más ha desaparecido. A pesar de
los cuidados de Batory, nada se ha podido hacer por la suerte de esos
desdichados. Milosz y Tomasz han perecido como valientes, agonizando
entre terribles dolores. Los demás enfermos han presenciado su tortura y en
breve pueden correr su misma suerte.
Casi todos damos por muerto a Borowski. Aunque Kamienski y yo
tenemos nuestras sospechas de que se trate de un accidente. Aleksander me
lo ha hecho saber durante la comida, cuando me comentó algo que ya
suponíamos los dos: que Borowski era un experto marinero; no podía caer
por la borda así como así, dado que el oleaje no era lo bastante fuerte. Y sin
que le viera nadie, como me ha recordado el contramaestre.
Me he mostrado de acuerdo, así que admitiendo aquella posibilidad
consideré necesario rastrear el camino que conducía a cubierta, puesto que
en las bodegas no había rastro del oficial.
Nuestra comida se quedó en la mesa, y sin perder un segundo nos
dirigimos abajo. Hemos revisado los compartimentos y los camarotes que
hay antes de llegar al almacén; los primeros estaban cerrados con llave,
pero más tarde hemos comprobado que se encontraban vacíos; en los otros
tampoco hemos descubierto señal alguna. Sin embargo, Kamienski me hizo
un gesto para que mirase el camarote de babor, posiblemente el más grande
y mejor acondicionado de aquel costado. Era el único que daba a la cubierta
por la ventana de arriba. Lo cierto es que aquella ventana era bastante
grande, y desde allí no había mucha distancia hasta la borda.
La mirada de Kamienski y la mía se cruzaron con una súbita sospecha.
Aquél era el cuarto de nuestro amigo Torrizi.

20:00
Me he pasado toda la tarde vigilando al italiano. La desconfianza que
me produce ahora es evidente, sabiendo que tiene algo que ver en el asunto
de Borowski. No se lo he comentado al oficial, pero el hecho de que Luca
estuviera en la cocina el otro día, me da mala espina. Prefiero no
imaginarme la mano de Torrizi alterando la comida de mis hombres, porque
entonces, ¡voto a San Estefano que se la cortaría para echársela a los perros!
Lástima que no tengamos ninguno a bordo.
El médico me ha puesto al corriente de la gravedad de los afectados y
mucho me temo que dentro de unas horas contaremos las bajas por media
docena. Espero no haberme equivocado al traer a ese náufrago a nuestro
barco, porque parece arrastrar la mala suerte a su paso.

Noche.

A última hora del día nuestras sospechas se han visto confirmadas.


Hemos detenido a Torrizi. El tipejo se disponía a colarse en las bodegas
cuando le hemos puesto la mano encima.
Poco antes me encontraba en el puente dando órdenes para corregir el
rumbo, cuando aquel muchacho al que hice probar el palo de mesana subió
a verme. Iba a preguntarle qué tal se encontraba, pero comenzó a hablar de
un modo gangoso a causa de la hinchazón; aun así he logrado entenderle.
Kamienski le enviaba para preguntarme si sabía dónde estaba nuestro
náufrago.
Desde allí le he hecho un gesto al contramaestre, encogiéndome de
hombros. Suponía que Torrizi estaría ayudando en cubierta, como siempre.
Me sentía tan responsable de las andanzas de aquel tipo que he bajado con
un par de muchachos, mientras Kamienski y los demás peinaban toda la
cubierta.
Primero nos hemos dirigido al camarote del italiano. Cerrado. Uno de
mis hombres ha llamado sin obtener respuesta. Mientras nosotros dos
bajábamos a las bodegas, él se ha quedado vigilando.
Antes de bajar las escaleras, he hecho un gesto a mi acompañante para
que no se le ocurriera hacer ruido por nada del mundo. Alguien estaba
manipulando la cerradura del almacén, se escuchaba con total claridad.
Justo encima hay una pequeña claraboya, por lo que hemos pillado a ese
farsante italiano en plena faena. Con el mayor descaro que pueda uno
imaginar, el fulano ha agradecido nuestra llegada porque sin ayuda no era
capaz de quitar las cadenas. Creo que ha sido entonces cuando nuestras
miradas le han puesto a la defensiva y ha tomado conciencia de su
situación.
—Eh, io…, io estaba intentando abrire para…
Aquella mezcla de alemán e italiano me ha asqueado como nunca, pero
logró explicarse a pesar del miedo que tenía encima:
—Venía a por vino, Signore. Una bottiglia que pidió il nostromo, eh,
¿cómo se dice?, il contramaestre.
Su patetismo había llegado al límite. Le lancé un puñetazo en pleno
rostro y al momento estaba rodando por el suelo. Curiosamente, se llevó la
mano al costado, que le dolía más que la cara.
Llamé al marinero de arriba para que se uniera a nosotros y el rufián
todavía recibió algunas patadas de mis muchachos. Aunque el delgaducho
se resistió lo suyo; peleó con insistencia mientras los dos fortachones lo
llevaban escaleras arriba. Antes de que le encerrásemos en un
compartimento sin ventanas, se ablandó un tanto y suplicó como una
mujerzuela para que me acercara a la puerta. Sonreí pensando que haría lo
posible para que lo soltásemos, pero lo que me susurró desde el otro lado
me hizo palidecer. Me quedé más tranquilo después de haber cerrado la
puerta con llave.
—¿Qué era lo que quería capitán? —preguntó uno de mis hombres.
Por toda respuesta les dije:
—Vámonos, muchachos. Este hombre ha perdido el juicio.
Prueba de ello fue aquella risotada que nos despidió mientras subíamos
a cubierta.

Madrugada.

Algo está pasando en mi barco.


Todo sucede muy deprisa. Apenas unas horas después de encerrar a cal
y canto a Torrizi, otra desaparición misteriosa nos ha sobresaltado a
medianoche. Estaban de guardia el Sordo y Andrej, cuando a eso de las dos
y veinte se oyó un grito claro a barlovento. Yo estaba completamente
desvelado en mi cabina, revisando las cartas de navegación que tenía sobre
la mesa. Cometí la imprudencia de dejarlas allí y salir a toda prisa, porque
pensaba que no tardaría en regresar. Si la vela encendida hubiera rodado
sobre aquellos papeles, sólo Dios sabe lo que hubiera ocurrido.
Casi tropecé en las escaleras al llegar junto al timonel. A su lado había
ya un grupo de hombres que murmuraban nerviosos. Entre aquel Babel de
voces logré oír a uno, que tartamudeaba sin dejar de señalar las sombras
que se extendían hacia popa.
—¡Era Swayze, señor! ¡Seguro que era Swayze! ¡Ha caído al agua!
—Dios Santo…
Confirmando aquella trágica noticia, la voz ronca de Stanislau llegó
desde la otra punta, rasgando la niebla.
—¡Por aquí, capitán!
Nos dirigimos unos cuantos a la toldilla y encontramos al viejo
agachado junto a la baranda. Stanislau había recogido la gorra del suelo.
¡Dios, era la del muchacho que golpeé el día anterior! Sentí que aquello me
afectaba más que si me hubieran despellejado a mí mismo.
A pesar de lo inútil de nuestra maniobra, decidí que virásemos en
redondo a la búsqueda de aquel desdichado. Era lo único que podía hacer,
no quería tener su fantasma rondando por mi cabeza eternamente.
Fue en balde. Permanecimos cerca de una hora llamando al chico a voz
en grito, pero nuestros ecos se perdieron en la oscuridad. Cualquier señal
nos habría alertado al menos de su posición, pero la mar estaba revuelta y
poco a poco nuestras esperanzas se fueron diluyendo.
—Imposible, muchachos —les dije con aplomo—. Debemos seguir
adelante.
Tardamos lo indecible en maniobrar, pero por fin corregimos el rumbo.
Ahora sólo pensaba en lo que le diría a su madre cuando la viera en el
puerto, esperando orgullosa a su único hijo. Qué le diría cuando se quedase
sola en el muelle, sabiendo que el chico no regresaría jamás.
Mediodía.

El incidente ha disparado las habladurías entre mis hombres, que se han


vuelto más perezosos y han seguido de mala gana mis órdenes a lo largo del
día. No he conseguido hacerlos creer que fue un simple accidente, y he
observado que me miraban de un modo extraño. La desconfianza parece
aumentar entre ellos.
He vuelto a bajar con el contramaestre hasta la puerta del prisionero. No
sé si me alegró o me decepcionó más encontrarla cerrada, pero por si acaso
Kamienski ha tenido la idea de atrancarla con una madera. Buscó algo más
sólido que una simple tabla, así que deslizó la barandilla de la pared sobre
los aros que la sostienen, hasta introducirla en los que flanquean la puerta.
Ahora hay un obstáculo que impide el paso, y lo que es más importante, la
huida.
Aquello me ha tranquilizado momentáneamente; aún más cuando he
visto que Kamienski pegaba el oído a la puerta y sonreía como un niño.
—¡No se lo va a creer, capitán! ¡Pero ese bastardo está roncando! —me
susurró el primer oficial, entre divertido e indignado—. ¿No le oye?
Negué con la cabeza.
—¡Roncando como si nada! —protestó Kamienski—. ¿Se da cuenta?
¡Todo lo que ha sucedido arriba no ha conseguido despertarle! Creo que
deberíamos…
Me sobresalté cuando le vi sacar la pistola.
—¡Quieto, Aleksander! Ya hemos tenido suficiente por hoy. Guarde
eso… —dije acercándome a él—. Ese canalla será juzgado y créame que
tendrá su merecido.
—¡Pero, capitán! ¡Podríamos matarlo y arrojarlo por la borda como hizo
con…!
—¡He dicho que no, Aleksander! ¡Ya basta! ¿Entendido? Acompáñeme.
Bajó el arma y me siguió a regañadientes escaleras arriba.
Cuando nos dirigíamos al castillo de proa, vi salir al médico de mi
cabina. Estaba pálido y muy nervioso.
—¡Capitán! Le estaba buscando.
—¿Qué sucede, Batory? Hable pronto.
—Señor, tengo malas noticias. Otros dos…, otros dos hombres han
muerto.
—Oh, no, Dios mío…
Me apoyé en el pretil, sintiéndome desfallecer. Kamienski me sostuvo
creyendo que caería rodando por las escaleras.
—No acierto con la causa del envenenamiento, capitán. Podría ser…, no
sé. ¡Podría ser cualquier cosa! —se quejó, llevándose la mano a la frente.
Él también parecía enfermo.
—¡Pero usted es el médico, maldita sea! ¿Puede hacer algo o no?
—Aquí no dispongo de medios… Y sería absurdo tratar de ocultar la
realidad: es posible que otros tres perezcan en las próximas horas.
Aquello era una pesadilla. Lo único que me mantuvo en pie era la
esperanza de que nuestro encuentro con el San Jorge se produjera antes de
lo previsto. Entonces podríamos conseguir ayuda. Por puro compromiso,
agradecí al médico su trabajo y subí con el contramaestre a revisar nuestras
coordenadas y de paso a echar un vistazo a los instrumentos de navegación.
Algo me decía que aquel sol nos acompañaría durante poco tiempo.
Pero me detuve al llegar a mi mesa de trabajo.
—Un momento… ¿He dejado yo todo esto así o alguien ha estado
curioseando entre mis papeles?
Kamienski contempló todo aquello, encogiéndose de hombros. En
cambio, sí le noté extrañado cuando me acerqué a las figurillas de madera y
les pregunté en voz baja:
—Y vosotras, ¿tampoco habéis visto nada? Decidme…
Luego me he topado con la mirada compasiva de mi contramaestre.
Kamienski se ha ofrecido a relevarme hasta la noche para que descanse
unas horas. Creo que ha sido una sabia decisión.

11:20

La llegada del día trajo consigo el más amargo de los despertares. El sol
estaba muy alto en el horizonte, por lo que deduje que había estado
durmiendo más de la cuenta.
Me despertó aquel chapoteo y la voz solemne que habló a continuación.
Luego otro chapoteo. Cuando volvieron a oírse las palabras del orador,
adiviné lo que estaba sucediendo.
Alguien rezaba en cubierta.
Me incorporé lentamente y miré al exterior por la pequeña ventana
circular. Hacía una estupenda mañana de primavera. Al salir encontré a casi
toda la tripulación en el costado de estribor. Dos de mis hombres arrojaban
desde un tablón los cuerpos sin vida de los marineros. Batory cerró el libro
de salmos mientras los demás rogaban por el descanso eterno de sus
camaradas. Vi que había otros tres cuerpos envueltos en lienzos sobre las
tablas. Sin duda habían fallecido durante la noche. El médico me miró
fugazmente con aire de culpa, pero le tranquilicé con un gesto comprensivo.
Casi agradecía que ni el contramaestre ni él me hubieran despertado para
presidir aquel triste espectáculo.
Kamienski permanecía impasible junto al timonel, pero se dio la vuelta
para no ver cómo arrojaban a los siguientes. Su gesto era de abatimiento,
pero el de Stanislau era de pura superstición, pues cuchicheaba en voz baja
para que le oyeran otros tan crédulos como él. Conocía tanto a ese bribón
que casi podía entender sus palabras, mientras se hacía cruces y agarraba
los botones de su chaqueta con insistencia.
—¡El espíritu del mar! ¡Es él! Siempre vuelve… ¡Siempre! Los que se
aventuran al norte deben pagar un precio, porque muchos no regresan. Por
eso, cuando aúlla en mitad de la noche la…
Decidí que era momento de escarmentar a aquel estúpido. Bastante
teníamos ya con todo lo que estaba ocurriendo para que ese imbécil tensara
más los nervios de la tripulación.
—¡Tú sí que vas a aullar, botarate! ¡Pero de dolor! —saqué mi navaja y
abrí la hoja delante de sus ojos mientras me acercaba—. ¡Cierra el pico de
una vez si no quieres perder la lengua! ¿Entendido?
El hombre se escondió detrás de los dos muchachos, que parecían tan
aterrorizados como él.
—Mantén la boca cerrada, Stanislau —le repetí—. Hablo muy en serio.
Me sabía mal tener que hacer aquello, pero no estaba dispuesto a que
nada alterase el ánimo de todos. En todo caso, la advertencia surtió efecto,
pues fue el primero en salir corriendo hacia su puesto cuando finalizaron los
funerales.

Once de la noche.

El resto del día fue un calvario.


Yo no había acabado de recuperarme, y preferí no estar presente
mientras Kamienski y los otros hacían recuento de las pertenencias de los
fallecidos. Era lo único que podríamos entregar a sus familiares al regresar
a tierra.
Estaba con el oficial a la puerta de mi gabinete, cuando Jan cruzó
delante de nosotros con la comida del prisionero. Kamienski y yo hemos
notado que silbaba de puro contento; tan contento que nos dio mala espina.
Obedeciendo a una sospecha, Kamienski le ha cerrado el paso, y se ha
ofrecido él mismo a llevar la ración a Torrizi. El cocinero dio muestras de
extrañeza y protestó lo suyo, pero finalmente dio media vuelta. Yo
permanecí allí para asegurarme de que Kamienski no corría ningún peligro
al abrir la puerta, aunque él me tranquilizó al final del pasillo haciéndome
ver que iba armado. Dejó el plato en el suelo antes de quitar la barra de
madera; después le he visto descorrer el cerrojo sin dejar de apuntar con su
arma. Luego abrió, empujó la comida con el pie y sacó el plato vacío. Al
echar de nuevo la llave empezó a provocar al italiano, recordándole que
nunca saldría de allí.
El listón de madera ha sido colocado en su sitio nuevamente, cerrando
cualquier vía de escape. No sé, hay algo tan sobrenatural en todo lo que está
ocurriendo a bordo, que toda precaución me parece insuficiente.
El contramaestre se despidió de mí al pie de la escotilla. Aquellas
fueron las últimas palabras que le oí pronunciar.

04:00
Me desperté sobresaltado. Eran casi las tres de la madrugada y creía
estar en mitad de alguna pesadilla, pero al apartar la manta y verme
envuelto en aquel griterío supe que era real.
—¡Stanislau, señor…! ¡Está muerto! ¡Venga rápido!
¡Muerto! ¡Dios Santo, aquello no podía ser cierto!
Corrí tras el marinero que dio el aviso, precipitándonos escaleras abajo.
De las bodegas venía un rumor creciente de voces excitadas y sentí una
especie de punzada en el estómago, como presagiando lo que estaba a punto
de ver.
Al entrar apresuradamente en el almacén, descubrí un grupo de hombres
delante de las barricas de madera del fondo. Todas contenían vino o
especias.
Todas menos una.
Cuando los marineros se fueron apartando para dejarme paso, me dirigí
a la tinaja que se encontraba debajo de la rejilla.
—¡Tadeusz le vio desde arriba, señor! Creo que está…
Me subí a las cajas y miré dentro. Por Cristo que no sé cómo fui capaz
de mantener el equilibrio. Allí dentro flotaba mi buen Stanislau, hinchado y
boquiabierto como un pavo relleno.
Volcamos la enorme tinaja con una mezcla de asco y miedo. Llegué a
dudar si aquello era sangre o vino.
Uno de mis hombres hizo una fatídica observación:
—¡Capitán…! ¡Mire! ¡Le han cortado la lengua!
El muchacho que había hablado retrocedió, asustado; en parte por
aquella visión espantosa, y también porque las palabras que había
pronunciado me comprometían directamente ante mis hombres: la amenaza
que lancé al viejo esa misma mañana se había cumplido.
Mientras examinaba el cuerpo, las miradas hostiles me rodearon por
todas partes.
—¿Qué miran? ¡Vuelvan a sus puestos! ¿Y Kamienski, dónde está?
Necesito un par de hombres aquí abajo.
—El contramaestre también ha desaparecido, señor.
Aquel marinero me observaba con aire acusador, igual que sus
compañeros. Y eso me hizo perder los nervios.
—¿Cómo que ha desaparecido? ¡Repite eso! —grité, cogiéndole de la
chaqueta.
Tuvieron que separarnos varios hombres para que no pagara mi enfado
con aquel tipo.
—¿Alguien puede decirme qué está pasando? —insistí—. ¡Maldita sea!
¿Es que nadie ha visto nada?
Mis ojos se encontraron con Czesko en las escaleras.
—¡Y tú! ¿qué haces aquí, sanguijuela? ¡Sube a tu puesto hasta que
mande relevarte! ¿Me has oído? Quiero veros a todos bien despiertos. ¡A
todos! ¡Y a ti con la vista clavada allí arriba, hasta que se te sequen los ojos!
¡Pronto!
Seguí a aquel hijo de perra sin dejar de gritar, viéndole correr
atropelladamente en dirección a la escotilla.
Me culpé por haber estado durmiendo mientras sobrevenía todo aquel
desastre, pero lo único que podía hacer era ordenar a mis hombres que
volvieran al trabajo y me informasen de cualquier cosa extraña con que se
topasen de ahora en adelante.

Hemos arrojado al mar el cuerpo del pobre Stanislau.


Esta vez no hubo oraciones. Así lo hubiera querido el viejo. Pero
Nicolau, emocionado, entonó la canción que tanto repetía aquella voz ronca
que ya no volveríamos a escuchar:

¡De las mujeres huid!


Las que nunca me pescaron
que no me busquen después
Y si hay Diablo donde voy
ha de echarme a puntapiés
que llegaré a la otra vida
tan pobre como me fui

Siempre fue demasiado hablador. Los que estábamos allí para


despedirle hemos coincidido en una cosa: seguro que a los peces no les
faltará conversación a partir de ahora.
El cuerpo de aquel buen amigo cayó al agua y la estela del barco lo
arropó para siempre.
—Con él, ¿cuántos van, doctor? —pregunté apesadumbrado.
—Nueve, si incluimos a Kamienski.
Compuse un gesto de disgusto y di un puñetazo en la bitácora.
—¡No le cuente todavía! Acompáñeme. Vamos a buscarle.
Registramos el barco hasta la popa y no descansé hasta examinar todos
los sitios en los que podría haber esperanza de encontrar al primer oficial.
Después de más de dos horas, no conseguimos nada. Mi humor se resintió
considerablemente tras aquel golpe, y ni siquiera presté atención a los
consejos de Batory para tomar las pastillas que me ofreció. Al menos me
hubieran bajado la fiebre. Con poca delicadeza le tiré las dos cápsulas de un
manotazo y me dirigí a mis hombres:
—¿Quién vio a Kamienski por última vez, muchachos? ¿Alguien lo
recuerda?
Todos bajaron el rostro, temerosos, y sólo uno de los novatos
interrumpió su tarea en el cabrestante para responder:
—Yo le vi llevar la comida al tipejo aquel, el italiano, ya sabe…
Luego…
El muchacho se encogió de hombros, de manera elocuente. Luego nadie
había vuelto a ver al contramaestre. Andreas y yo nos hemos sentido
decepcionados. En el pasillo de abajo la puerta atrancada seguía ofreciendo
la misma resistencia que el primer día.
Que el primer día…
De repente pensé en nuestro prisionero. No había vuelto a verle desde
que le encerramos allí. Y las palabras que me dijo entonces volvían a pasar
ahora por mi cabeza.
«Dios Mío. ¿Y si tal vez…?»
Ordené a mis hombres que permanecieran alerta, mientras el doctor y
yo volvíamos abajo.
—Quiero pensar que nadie escapó de allí, Andreas. Quiero creerlo —
dije con el corazón encogido.
Aparté la pértiga de madera y abrí con la llave. En aquellos momentos
no me importaba si Batory notaba el temblor de mis dedos, porque seguro
que él estaba tan agitado como yo. Y lo que vimos no ayudó en nada a
tranquilizarnos. De hecho, nos quedamos mudos durante algunos segundos,
hasta que la voz de Andreas me sacudió desde atrás:
—Cierre esa puerta, capitán… ¡Por el amor de Dios! ¡Cierre de una vez!
Por el bien de los dos, obedecí. Ya no haría falta atrancarla nunca más.
Aunque eso hubiera aliviado las pesadillas que me asaltaron a partir de
entonces.
Después de echar la llave me apoyé en la pared, jadeante. Un sudor frío
resbaló por mi frente al recordar la monstruosidad que acababa de ver.
Aquel espectro que nos miraba desde el suelo, con sus miembros
petrificados como la mujer de Lot.
Ahora que estaba muerto, sus ojos desiguales quedarían grabados para
siempre en mi memoria.

He reflexionado sobre la suerte del italiano.


Resulta que aquel desgraciado fue envenenado como los otros. Y por la
misma mano invisible.
Parece irónico que le rescatáramos de aquel barco errante, sin saber que
su condena estaba aquí, en el Vislatek. Si el Señor se permite esos
caprichos, empiezo a creer que no soy yo quien talla figuras de santos, sino
que son los dioses los que juegan a esculpirnos con su buril de dolor y
sufrimiento. Cuán cierto es. Pero te estás volviendo filósofo, capitán.
Ándate con ojo, porque ahora que se ha ido Stanislau, tú eres el más viejo
del Vislatek y no sería bueno que acabases como él.
La noche amenaza tormenta. Hay mar rizada y el viento llega
acompañado de nubes. No es buen augurio. Y no sé si dispongo de
tripulación suficiente para combatir esta adversidad.
Ruego a Dios que no nos pierda de vista.

Las palabras del italiano resultaron veraces. Y bien que lo lamento.


Al no hallar respuesta ante lo que estaba sucediendo a mi alrededor, he
prestado atención a la advertencia que Torrizi me hizo en su día. Y si no he
dejado constancia de ello hasta ahora es porque implica directamente a
alguien de la tripulación. Reconozco que al principio me pareció una locura
del italiano, una artimaña para salvar el pellejo haciendo recaer las
sospechas en otra persona.
Pero se ha convertido en la verdad más amarga.
Yo me encontraba en mi camarote. Hacía rato que había dejado mi San
Adalberto sobre la mesa, y permanecía con las luces apagadas para hacer
creer a todos que dormía. Pero allí estaba yo, mascando tabaco en medio de
la oscuridad, y contemplando aquel mar embravecido sacudido por
relámpagos lejanos. Que se iban acercando.
Si ese italiano del Diablo estaba en lo cierto…
A eso de las tres de la madrugada me levanté y salí a investigar por mi
cuenta. Llevaba la pistola cargada. Conocía de sobra el camino, pero deseé
no tener que iluminarlo con algún disparo. Eso sería mala señal.
Una a una fui dejando atrás las puertas de los camarotes. Decidí no
despertar a los muchachos y seguir adelante; con suerte no necesitaría
ayuda.
Cerca del almacén había un farol que permanecía encendido toda la
noche. Lo descolgué cautelosamente y abrí la puerta. Tenía interés en
examinar de nuevo la carga. Y si ninguno de mis oficiales estaba allí para
hacerlo, era competencia mía en aquellas circunstancias.
Pero no era solamente eso lo que me empujaba a hacerlo.
Si Borowski estaba allí todavía y no le habíamos encontrado, sin duda
era porque habíamos sido demasiado estúpidos a la hora de buscarle. Mi
segundo no había caído por la borda, qué va… Y tampoco apareció en el
cuarto del italiano.
Tenía que estar allí.
Nadie había registrado las cajas de ámbar, porque no se nos pasó por la
cabeza que cualquiera tuviera el descaro de manipularlas delante de
nuestras propias narices. Sólo podía haberlo hecho alguien muy interesado
en ellas…, bien por su contenido, o por servirle de escondite para su
crimen.
Sentía miedo de comprobarlo.
Me encaramé finalmente con decisión. La primera prueba de mis
sospechas la tenía allí mismo: dos de las cajas habían sido apalancadas. Una
de ellas estaba combada hacia arriba y le faltaban muchos clavos.
Demasiados, pensé…
Me resultó fácil destaparla con la ayuda de una tabla. El corazón parecía
salirse de mi pecho cuando me obligué a mirar al interior.
Borowski.
Reconocí la mano áspera y curtida que asomaba entre las piedras
amarillentas. Sabía que el ámbar preservaba bichos y plantas a través de los
siglos, por lo que me pregunté absurdamente si habría conservado alguna
vez cuerpos humanos. Si este dichoso barco seguía navegando eternamente
con su maldición a cuestas, tal vez conservaría a Borowski como le veía yo
ahora.
Es decir, muerto.
En pocos minutos retiré algunas piedras y desenterré a mi camarada.
Viéndole allí tumbado, tuve la certeza de que mi segundo no hubiera
deseado un ataúd más cómodo; digno de reyes, en medio de aquellas
valiosas joyas. Allí cabían varios como él, pensé. Y temí que esa misma
idea ya se le hubiera ocurrido a nuestro asesino.
Labor principal de todo buen capitán es velar por sus hombres. Yo
intentaría por todos los medios que aquel sádico no volviera a actuar en mi
barco.
La muerte de Borowski por fin daba sentido a las palabras del italiano.
Ahora debía examinar el lugar donde se hizo el recuento de pertenencias de
los fallecidos.
La puerta estaba cerrada, aunque por debajo se filtraba una franja de
luz. No era momento de perder el tiempo: la abrí de una patada y apunté
con la pistola, por si recibía una inesperada bienvenida. Tuve suerte; allí no
había nadie y pude entrar sin mayor problema. Una vela medio consumida
era lo único que vi sobre la mesa, y sonreí al comprobar que alguien había
decidido poner las pertenencias a buen recaudo, ¿quién mejor que él para
guardarlas? Sabia decisión, pensé. Aunque le iba a costar cara.
Procedí a hacer un reconocimiento general de los otros compartimentos.
En alguno de aquellos camarotes debía estar la clave. Maldije al descubrir
que estaban cerrados. Por suerte, vi luces al final del pasillo. Sin duda
algunos de mis hombres llegaban alertados por aquellos portazos.
—¡Ah, doctor! Es usted… —dije al verle encabezar el grupo—. Vienen
armados. Estupendo, síganme.
—Pero, ¿a qué se debe…?
—¡Chissst! ¡Silencio! Permanezcan con los ojos bien abiertos. Jan,
traiga las llaves de estos camarotes, ¡rápido!
—No hay llaves, capitán. Uno de los muertos debió llevárselas a la
tumba.
—¡Maldita sea…! Entonces no queda más remedio que echar la puerta
abajo. ¡Adelante!
Debieron pensar que estaba loco, pero a aquellas alturas poco
importaba.
Uno a uno, los cuartos fueron abiertos. En los tres primeros no
descubrimos nada y noté cómo empezaban a mirarse los chicos, con su
pobre capitán metido en tareas sin ningún sentido.
—Señor, no entiendo qué…
No estaba para soportar idioteces, así que antes de entrar al siguiente
camarote les hice la siguiente advertencia:
—Voy a abrir esa puerta. Si algo se mueve ahí dentro, quiero que
disparen sin pensárselo dos veces, ¿entendido? Sólo eso.
De nuevo se interrogaron entre sí, dudando de mi salud mental, pero al
ver que me apartaba para tomar impulso se mantuvieron expectantes.
—¡Ahora!
Lamenté que entrásemos de manera tan ruidosa, porque aquello podía
espantar a nuestra presa. Pero el cuarto parecía estar en calma y el escaso
mobiliario se reconocía de un simple vistazo a la luz del farol. Sobre la
mesa aparecían algunos papeles borrajeteados, un juego llaves —que
coincidían con las puertas cerradas— y a poca distancia vimos un pequeño
cofre. No dudamos que era propiedad del difunto Tadensz.
—¡Que me aspen, capitán! ¡Pero si aquí está todo el dinero y los objetos
personales de…!
—Lo sé. Y vamos a averiguar quién lo hizo.
El médico tocó la pequeña lámpara que había sobre la mesa.
—Aquí ha estado alguien hace poco. El cristal aún está caliente.
—Sí, y tal vez no se haya ido… —comenté.
—¡Cómo! ¿A qué se refiere? —dijo el médico, retrocediendo.
Le miré con dureza, decidido a resolver aquella farsa.
—¡Pero, señor, eso no puede ser! ¡Tadensz está muerto! —dijo Jan.
—No me refiero a Tadensz.
Todos guardaron silencio.
Les hice un gesto para que se fijaran en la cortina raída que cubría una
parte del cuarto. La lámpara proyectaba la sombra de alguien que se
ocultaba allí detrás, y no dudé en apuntar con la pistola.
—Su juego ha terminado. Ya puede salir, Kamienski.

Siete de la mañana.

El contramaestre no opuso ninguna resistencia al ser arrestado. Quién lo


hubiera dicho, un oficial de toda confianza. De toda confianza… Mis
hombres están perplejos; ninguno acaba de creerse que Kamienski estuviera
detrás de todo esto. Ahora me pregunto qué sabíamos realmente de ese
farsante. Lleva más de un año a mis órdenes y jamás me dio el menor
motivo de sospecha. Siempre se limitó a cumplir su trabajo de manera
impecable; incluso de manera brillante, a veces. Pero esto…
No hemos conseguido arrancarle una palabra. Mientras le empujábamos
a uno de los pañoles vacíos de estribor, ha permanecido con la cabeza
erguida con gesto de orgullo. ¡Ese engreído! Ni que decir tiene que me ha
sacado de mis casillas, así que le he arrojado allí dentro para que reflexione.
Es un compartimento que en su día tuvo un camarote encima, pero
suprimimos el suelo que los separaba y empezamos a usarlo como almacén,
por la gran cantidad de cajas que nos permite apilar. Ahora está
completamente vacío, así que Kamienski sólo verá la luz que entre por la
ventana circular de allá arriba, incapaz de llegar a ella. Hay demasiada
altura y las paredes fueron embreadas antes de nuestra partida.
Con algo de suerte, sólo se volverá loco.
Tres y cuarto de la tarde.

Los muchachos han clavado algunas maderas en la puerta, siguiendo


mis órdenes. Sin duda no lo hacían de buen grado. No pueden ver todavía a
su contramaestre como un vulgar asesino. Yo sí. He vivido demasiado y la
realidad a veces es cruel.
Pregunté si estuvo Kamienski por la cocina el día que mis hombres se
intoxicaron, y Jan me ha dicho que no. Por eso deduje que fue el día
anterior cuando ese rufián envenenó la comida. Jan me ha confirmado que
sólo estuvo la noche que aparecí yo, así que me he puesto a pensar. Resulta
que el traidor tuvo todo el rato aquella pipa en la boca; pipa que nunca
encendió. Maldita sea, estábamos los tres allí delante y sacudió la cazoleta
en nuestra olla sin que nos diéramos cuenta. Sólo Dios sabe lo que echó allí
dentro. Quién iba a sospechar… El italiano, él sí lo hizo, pero más tarde,
seguramente cuando el tal Kamienski —ahora empiezo a dudar que ése
fuera su verdadero nombre— le amenazó para que se estuviera calladito,
porque debió pillarle en alguna acción furtiva. El caso es que la venganza
del contramaestre fue más allá de un simple reproche: Kamienski le dijo
que bajase a por vino y el pobre hombre no imaginó que se encontraría con
la puerta cerrada. Ese hijo de mala madre era consciente de las sospechas
que había hecho recaer sobre el italiano, y supuso que desconfiaríamos al
verlo por allí abajo. Dicho y hecho. El contramaestre se aseguró de que
bajásemos en el momento en que Torrizi se empeñaba en quitar el cerrojo.
Aquel pobre diablo me advirtió sobre quién era el auténtico criminal y
no le hice caso.
Estoy tan absorto en mis propios problemas que apenas me he dado
cuenta de que uno de mis hombres me toca en el hombro para decirme algo:
—¡Capitán! ¿No me oye? Le pregunto qué hacemos con aquella
estacha.
—Ah, sí, sí… Dejen eso de momento y vayan ahí atrás a echar una
mano a Jerzy.
El pobre se ha ido meneando la cabeza, apenado.
Creo que el rumor general es que he perdido el juicio. Ayer tal vez
hubiera pensado lo mismo que ellos. ¡Pero qué diablos! Al menos en esta
ocasión las cosas se van aclarando. Ahora sabemos que ese criminal es el
responsable: empezó con el camarada Borowski y siguió con el resto de mis
hombres. ¡Traidor! ¿Esperaba que se iba a salir con la suya? ¿Pretendía
simplemente quedarse con lo que habían dejado sus compañeros muertos?
No, parece extraño que asesinara —Dios mío, que asesinara…— por algo
que podía robar antes de bajar a tierra. Salvo que… Pero válgame el
Cielo…, creo que lo que estoy pensando es una majadería. No cometería la
estupidez de ir tras el cargamento de ámbar.

Noche.

La maldita borrasca ha caído por sorpresa sobre nosotros. Dios… Era lo


que me temía. Lo hemos pasado mal aquí arriba cuando se han soltado
algunas velas y una vía de agua se ha abierto paso en la galería de estribor.
¡Señor! ¡No éramos capaces de dar abasto frente a tanto desastre! Con la
tripulación tan mermada no sé si resistiremos otra como ésta. A pesar del
esfuerzo de mis muchachos, he creído que iríamos a hacer compañía al
bueno de Stanislau. Después nos hemos puesto a trabajar allá abajo con las
reparaciones, cuando la lluvia nos ha dado un respiro. Tal vez me tomen por
loco, igual que mis hombres, pero juraría que algún canalla se reía de
nuestras desgracias desde la otra punta. Incluso he dudado que no fuera el
fantasma de aquel mellado italiano, ¡mala sombra le lleve!, con sus ojos
distintos mirándonos desde cualquier parte.
Esta misión empezó a torcerse desde el principio, siempre lo he dicho.
Debí sospechar de aquellos tipos afeminados cuando me dieron ese
adelanto en el muelle. Nadie quería realizar este viaje, por eso pagaban
bien. Pero el Señor también juzga, capitán, y tendrás tu castigo.
La tormenta no ha amainado, pero al menos la lluvia ya no es torrencial
como hace un momento. Incluso me he permitido fumar una pipa mientras
observaba el horizonte, esperanzado. ¡Pronto te veremos, San Jorge! Si tu
presencia pone término a nuestros males, prometo dedicar otras veinte tallas
en tu santo nombre.
Madrugada. 04:25

No sé cómo decir esto… Ha ocurrido otra desgracia. Casi habíamos


llegado a dominar la situación cuando nos sorprendió otra tromba de agua,
aún más violenta que la anterior.
Luego el mismo grito. Esta vez a barlovento. ¡Dios! La pesadilla ha
vuelto a repetirse. Tal vez esa perra de Hécate no tiene suficientes demonios
en el fondo del mar, y nos manda de regreso a nuestros camaradas muertos
para llevarle nuevas víctimas. Nada me hubiera sorprendido ya, ni siquiera
ver aparecer al difunto Tadensz y a los otros, cargados de cadenas o
descolgándose como arañas por las jarcias.
Sin embargo… no era ninguno de ellos. Cuando llegué junto a mis
hombres no había nadie, aunque el timonel aseguró conocer de sobra
aquella voz.
—¡Andrej, señor! ¡Por mi sangre que era él! —nos gritó a través de la
cortina de lluvia.
A pesar del fuerte viento, logré entenderle. Andrej también era un crío.
¡Oh, Señor! ¿Era aquel un viaje sin retorno a las entrañas del Infierno?
Resbalando sobre la cubierta mojada, logré acercarme al puente para
hacerme cargo de nuestras posibilidades. Al menos habíamos enderezado el
rumbo, que no era poco en aquellas circunstancias, pero ni hablar de
rescatar a Andrej, era una locura. Si permanecíamos cada uno en nuestros
puestos, todavía teníamos bastantes esperanzas de salir con bien de aquello.
Di una voz a los de proa para confirmar que cada uno seguía en su
lugar. Me respondieron haciendo la señal correspondiente, es decir
moviendo el farol de izquierda a derecha un par de veces. La misma
respuesta me llegó al dirigirme a los de popa. Y también desde arriba,
aunque después de mucho insistir, cuando vi asomar la capa de Czesko en
medio de la tormenta. Así caigan rayos y truenos dudo mucho que le
despierten.
Finalmente respondieron los hombres repartidos por estribor, aunque
desde aquel costado me hicieron la señal con el brazo, y no pude ver el
rostro de mi único hombre apostado allí, el mismo que había perdido a su
compañero hacía un momento.
Hasta que el timonel no dio otra voz, alertándonos de que había
estabilizado la nave, creo que nadie daba una moneda por su vida.
Faltaba casi una hora para el amanecer. Poco imaginábamos el horror
que iban a depararnos las primeras luces del día.

Empezaba a clarear cuando el doctor llegó al puesto de mando y, sin


decir nada, se sirvió una taza de mi cafetera.
—Capitán… —dijo mientras servía otra para mí—. Quizás debería
descansar unas horas, si por fin despeja.
De buena gana he aceptado el café, aunque no su consejo. Estaba
demasiado alterado para abandonar a mis hombres ahora. Y encima
aquellas nubes bajas podían dificultar enormemente nuestros planes, pues
eran más peligrosas que la niebla. A ratos clareaba y los chicos se confiaban
con el panorama despejado. Por más que se lo repetía, corríamos serios
riesgos de chocar con algún iceberg, de no estar atentos. Ordené a gritos
que recogieran algunas velas y aminorasen un par de nudos la velocidad, y
los maldije cien veces por ser incapaces de una maniobra tan sencilla. Sólo
quedaba resignarse frente aquella panda de idiotas que tenía por marineros.
Especialmente el de allá arriba.
—¡Czesko! ¡Te necesito despierto! ¿De acuerdo?
Ni que decir tiene que me quemé con la taza, de puro enfado, cuando no
escuché una respuesta desde las alturas. Mascullé una vez más, sopesando
la posibilidad de subir y arrojarle al agua, para entretenimiento de orcas
hambrientas. ¡Aquello seguro que le despertaría! Pero vino uno a decirme
que había problemas con la gavia, y retrasé su castigo para más tarde.

Una sucesión de hechos horribles han ocurrido en las últimas horas,


convenciéndome definitivamente de que este viaje no debía haber
comenzado jamás.
Serían las doce y veinte aproximadamente, cuando el timón dio una voz
a los de alante para que le dijeran lo que veían. Entonces, otra voz más
asustada nos sacudió a todos desde proa:
—¡Hay algo en medio, capitán! ¡Es una cosa bastante grande, hacia
poniente!
No era Czesko el que dio la alarma, por lo que salí del puesto de mando
hecho una furia.
—¿Qué ocurre? ¿Dónde dices que está?
—¡Allí, señor! —repitió el hombre, señalando por encima de la borda.
Al acercarse nervioso, tropezó con unos cabos y casi rueda hasta el
trinquete—. ¡Parece un islote! No, tal vez…
Bajé lo más deprisa que pude y me puse a mirar aquella especie de
montículo. Respiré aliviado por doble motivo: primero, porque lo teníamos
fuera de nuestro camino, y segundo, porque la causa de nuestro miedo era
bien simple:
—¡Es una ballena, estúpidos! ¡Y está muerta! ¡Dad gracias de que no
nos hayamos chocado contra un bloque de hielo! Es lo que os merecéis.
Muchos no habían visto un iceberg en su vida, y quizás fuese preferible,
porque aquellas trampas flotantes ocultaban todo su peso bajo el agua, de
ahí la amenaza que representaban para la navegación.
—Y ahora, ¡que alguien me diga dónde está ese idiota de Czesko!
Mis hombres se apartaron al ver que me encaminaba al mástil. Nada me
hubiera gustado más que tener un buen látigo para escarmentarle delante de
sus compañeros, pero lo que era seguro es que le daría una lección que no
olvidaría jamás.
—No sé qué pasa con el vigía, señor. Antes le llamé y no hizo el menor
caso…
—¡Eso no es tan raro! —soltó una carcajada el Pelirrojo.
—Le hace gracia, ¿verdad, Newman? ¡Suba y tráigalo aquí! ¡Yo le
ajustaré las cuentas a ese bastardo! Hace tiempo que debía haberlo hecho.
Si aquel idiota de Czesko se había emborrachado tenía derecho a
pegarle un tiro ahora mismo, si no por las leyes divinas, al menos por las
humanas.
Pero los marineros conocemos un dicho bien cierto: no gastes todas tus
plegarias cuando algo vaya mal, porque aún puede ir peor.
Así fue.
Aquel hombre se encaramó en un santiamén mientras le seguíamos con
la vista, pero al llegar arriba, algo le hizo pararse en seco y perder el
equilibrio. Después de mirar dentro del puesto del vigía, soltó un alarido
espantoso y se precipitó en una caída interminable hasta el suelo. El golpe
fue brutal. Señor… cómo describirlo. El…, el pobre tipo se vació sobre las
tablas de la cubierta, dejando un rastro de sangre en todas direcciones.
Murió en el acto, pero nos acompañaron los gritos de otro que había
quedado atrapado debajo; aullaba de dolor por culpa de su pierna rota, pero
también por aquel despojo que tenía encima y que un día fue Newman el
Pelirrojo.
A pesar de todos los intentos del médico, no conseguimos calmarle. Y
no era ya la tortura física, pues mis hombres están acostumbrados a las
duras exigencias del mar; sin duda era el horror de todo aquello, que parecía
no tener fin. Batory se lo llevó para administrarle algún sedante mientras los
demás observábamos con miedo hacia el puesto de Czesko. La situación era
tan desesperada que imaginé que ninguno de mis hombres se atrevería a
subir, así que me preparé para intentarlo yo mismo. Pero uno de mis
cachorros, Yulian, hombre de confianza y que había demostrado sobrada
destreza en numerosas ocasiones, agarró la cuerda y apretó el cuchillo entre
los dientes antes de lanzarse a una ascensión prodigiosa. Si digo que aquel
valiente estuvo a punto de perder el equilibrio y seguir los pasos de su
desgraciado predecesor, dará una idea de la pesadilla que anidaba en la cofa
del vigía.
Yulian venía ya de regreso, y bajaba mucho más despacio e inseguro.
Cuando llegó a cubierta se apoyó en el mástil, mirándonos a todos como
enloquecido.
—Es… ¡Está muerto, señor…!
Palideció de pronto, y a punto estuvo de caer sobre el charco de sangre
de su compañero.
—¡Muerto! ¿Has dicho muerto? —le pregunté, sujetándole por los
hombros.
—¡Sí, capitán! Un… ¡Un clavo le atravesaba la frente para sujetarlo al
mástil! Puede creerlo… También le han cortado los párpados… ¡Los
párpados! ¡Para que no pueda cerrar los ojos, capitán!
Seguí mirando a Yulian, horrorizado. Aquellas palabras eran como una
condena para mí, porque fui yo el que gritó a Czesko que permaneciera con
la vista fija en el horizonte.
Como si la vida le fuera en ello.

Más tarde.

Son demasiados misterios para un simple capitán. Demasiadas cosas sin


sentido.
Después de bajar al pobre Czesko, los murmullos giraron entorno a mí
como ya ocurriera cuando encontramos a Stanislau. Alguien está intentando
culparme de todo esto, así que he decidido aclararlo antes de que sea
demasiado tarde.
Cargué la pistola y fui yo solo al interior del barco. Únicamente una
persona era capaz de aquella salvajada. No me importaba cómo hubiera
escapado, lo único cierto es que no tendría más ocasiones de idear nada,
porque iba a volarle la cabeza de un disparo.
Pero al encontrarme con la puerta precintada, no supe si debía dar
gracias al Cielo o pedir consejo al Infierno. Si Kamienski no había salido de
allí, ¿cómo diablos…? Mi ánimo se vio superado por la desesperación.
El cautivo se movió dentro, interesado como un lobo que acechara a su
presa. Parecía que se habían invertido los puestos y que yo era el animal
acosado. También supe que él estaba al tanto de mis problemas, porque su
risa apagada se me hizo insoportable al otro lado de la puerta.
Dando media vuelta, regresé a la escotilla, saliendo de aquel nido de
ratas para enfrentarme a otras bien distintas. A partir de ahora tendría que
vigilar a mis hombres.

Dediqué palabras de ánimo a mis muchachos. Teníamos que estar juntos


en esto. Pero hacía tiempo que notaba aquel sentimiento de hostilidad hacia
mí, y no tuve que esperar demasiado para que ellos mismos me lo hicieran
saber:
—Usted dijo a Czesko que mantuviera los ojos bien abiertos… —me
dijo uno de ellos, mordisqueando un palillo en actitud desafiante.
Era la primera vez que uno de mis hombres evitaba llamarme capitán.
—Bien —continuó—, pues parece que obedeció al pie de la letra…
Todos los que le obedecen no viven para contarlo, me temo.
—¡Como te pasará a ti si no te callas, botarate! —le respondí—. ¿Acaso
crees que un capitán iba a matar a su tripulación? ¿Pensáis que este barco se
gobernará solo, panda de estúpidos?
Mi tono les recordó quién mandaba todavía en el Vislatek, aunque otro
marinero decidió empeorar las cosas:
—Puede que se gobierne solo, capitán…, ¡porque está maldito! ¡Eso es,
maldito!
Dios Santo, ya no sabía si era mejor que sospechasen de mí o creyesen
que el barco estaba embrujado.
—¡Aquí no hay fantasmas de ninguna clase! ¿Entendido? Esto ha sido
obra de un asesino y nada más ¡Eso es todo! ¡A sus puestos!
—Un asesino como el que cortó la lengua de Stanislau, ¿verdad? —
volvió a la carga el rebelde.
Pensé que aquello era demasiado. El tipo se estaba rascando la barba
con la misma chulería que antes, pero no imaginó que esta vez no iba a
responderle con palabras. Mi puño encontró su nariz y cuando le arrastré
por la barba, su sangre manchó la cubierta por segunda vez aquella mañana.
—¡Estás insinuando que fui yo!, ¿no es eso? ¡Si vuelves a repetirlo tú
serás el siguiente en saltar por la borda! ¿Lo has oído bien?
Un quejido de dolor fue su única respuesta.
—Capitán, así no se arreglará nada.
Me volví. Era el médico.
—¿Usted también, doctor? ¿Usted también cree que sería capaz de
hacer algo así?
Batory contempló al hombre del suelo y tuve la seguridad de que, en
efecto, lo pensaba.
—Si he de serle franco, capitán, me temo que todas sus amenazas tienen
fatales consecuencias.
—Pero, ¿se han vuelto todos locos? —pregunté, perdiendo la paciencia.
—Si no es cosa suya, ¿de quién, capitán? ¿Uno de los que estamos aquí,
tal vez?
Contemplé aquel grupo maltrecho y acabado que constituía mi
tripulación, sin saber qué responder.
—Fue Kamienski, lo sé… —dije por fin—. No sé cómo, pero tuvo que
hacerlo.
—¿Quién? ¿Kamienski, señor? —dijo alguien desde estribor.
Era Jerzy. El pobre había enjabonado la cubierta hace rato y ahora
tendría que hacerlo de nuevo después de aquella pelea.
—Si pregunta por el contramaestre, ahí abajo lo tiene, capitán, ¡más
quieto que la estatua de un cementerio! No hubiera podido salir de ahí
aunque quisiera, créame —dijo, señalando la ventana que tenía a sus pies
—. Por ese cristal no cabría mi cabeza, señor.
—¡Tu cabeza no cabría ni por el escotillón de proa, botarate! —le
reprendí. Me fastidiaba que tuviera razón—. Me estoy refiriendo a que
hubiera escapado por…
—Por la puerta —respondió Batory con frialdad—. Pero sabemos que
no ha sido así, ¿verdad, capitán?
Desvié la mirada, en un gesto de impotencia. Sólo pude dejarme caer
sobre los peldaños de madera y hablarles con la mayor sinceridad posible:
—Reconozco que no ha sido así. Y me cuesta encontrarle una
explicación a todo esto.
El doctor se acercó a mí.
—Pues tendrá que encontrarla para cuando regresemos, capitán; aunque
no soy quién para recordárselo.
Alcé los ojos y me topé con la franqueza reflejada en su cara. Admití
que no había amenaza alguna en aquellas palabras. Sólo sensatez.
—Lo tendré en cuenta. Antes de vernos con el San Jorge espero que
todo se haya aclarado.
—Lo mismo digo —me deseó el buen doctor, perdiéndose en dirección
a la sentina de proa.
Creí que me habían dejado solo en las escaleras, pero cuando me iba a
retirar vi a aquel estúpido de Jerzy con la escoba en las manos, sin dejar de
mirarme.
—¡Pero qué diablos hace! ¡Limpie todo esto! No quiero que este barco
parezca un matadero, ¿me ha oído?
Pero lamentablemente, también en esto mis profecías se habían
cumplido.

Madrugada.

Aún no sé cómo tengo fuerzas para relatar los sucesos que siguieron a
los accidentes de esta mañana. Sólo sé que hace un momento, al reunirnos
apenas siete hombres a cenar, en la misma mesa que había albergado más
de veinte en días pasados…, ocurrió.
Dos hacían guardia fuera; así lo había ordenado para que en cada
momento alguien pudiera vigilar a su compañero. Era necesario. El tipo que
había apostado en lugar de Czesko gritó desde arriba y todos nos
levantamos súbitamente.
—¡Hombre sospechoso entrando a las cocinas, señor!
Todos reímos, aliviados, porque vimos aparecer por la puerta al
gigantesco Nicolau, que venía meneando la cabeza por la ocurrencia de
aquel idiota.
—¡Recuérdame que se lo cuente a tu esposa cuando regrese, Józef!
¡Tendremos ocasión de hablar durante esas largas noches que la dejas sola!
—¡Bastardo! —voceó el otro, soltando una carcajada desde arriba.
Aquello nos hizo pensar en el retorno a casa y mitigó un poco el
desánimo que se había apoderado de nosotros las últimas jornadas. Cuando
el gigantón se acercó a la olla sin esperar a que Jan nos sirviera, fui el
primero en regañarle:
—Mala ventisca te arrastre, Nicolau ¡Así te quemes por estúpido!
—¡Siéntate y espera como todos! —gritó Edmund—. Tú no te lo has
ganado, ¡tenías que haber limpiado la cubierta de punta a punta como el
pobre Jerzy!
Creo que la alusión me fastidió más a mí que a Nicolau, porque aquel
oso se llevó la cuchara a los labios como si nada.
—¡Bendita sea tu presencia en este barco, Jan! —tronó, a pesar de que
el cocinero estaba demasiado lejos para oírle—. ¡Esto es un auténtico…!
Pero, ¿qué diablos…? ¡Jan, viejo zorro! ¿de dónde sacaste esta lengua de
cordero, si puede saberse? ¿Acaso escondes provisiones por ahí para ti solo,
bribón?
Nos quedamos allí, horrorizados, contemplando la víscera que humeaba
en la cuchara de madera. El gigantón se sorprendió por nuestro silencio y
demasiado tarde entendió el terror que nos atenazaba.
—¡Aghhh! ¡Por Dios Santo!
Dejó caer la cuchara, y la lengua de Stanislau rebotó por el entarimado
hasta golpear mi bota.
Algunos apenas pudieron contener la náusea y buscaron rápidamente la
salida. Los que permanecimos quietos empezamos a mirarnos con
nerviosismo. De pronto, el que tenía al lado arrojó la banqueta al suelo y me
señaló de modo acusador:
—¡Usted…! ¡Tuvo que ser usted, capitán! —lloriqueó. Había perdido
los nervios—. ¡Nadie más estuvo aquí! ¡Fue usted!
—¿Dónde está el cocinero? —pregunté de repente, con una calma que
me sorprendió a mí mismo.
Me levanté en el momento oportuno, pues si hubiera tardado un poco
más aquellos tiburones hambrientos se hubieran lanzado sobre mí sin
pensárselo dos veces.
Mis ojos se toparon con una marmita llena de un líquido rosáceo y
ciertamente repugnante. Preferí no saber lo que era aquello.
—¡Acompáñeme! —dije al que lloraba en el suelo, para convencerle de
mi inocencia.
Me siguió escaleras abajo sin dejar de gimotear. Jan había bajado hacía
un buen rato y no había regresado, según me aseguraron en cubierta. Cogí
el farol de la escotilla principal y descendimos por allí para ganar tiempo.
Estaba muy oscuro, pero al fondo lucía la vela del cocinero, por lo que nos
acercamos más confiados.
—¿Qué ocurre? —preguntó sonriente—. ¿Qué es todo ese jaleo por ahí
arriba? Se diría que…
—¡En nombre del Cielo, Jan…!
El marinero y yo nos quedamos horrorizados.
—¿Q-qué sucede? ¿Por qué me miran así?
Aquel cerdo tenía el hocico manchado de sangre.
—¿Qué diablos estaba haciendo aquí abajo? —le pregunté, controlando
mis nervios lo mejor que pude—. ¿Ha decidido comer a escondidas?
Mi mano se acercó cautelosamente hacia la pistola.
—¡Ah! Se refiere a esto —dijo, limpiándose la boca con el brazo—. He
estado probando mi nueva receta, capitán, helado de frambuesas. Lo dejé
arriba en una marmita, espero que ninguno de estos harapientos se lo haya
zampado.
Los dos le miramos como estúpidos.
—Así que era eso… —mascullé—. Pero, entonces, ¿qué diablos vino a
buscar aquí abajo, si puede saberse? Su puesto está en la cocina.
El hombre puso delante de mí un plato lleno de frutas.
—¿Usted qué cree? No podemos dejar que se estropeen ahí dentro. Cogí
el plato vacío y dije ¡Jan, el invento del italiano te hará famoso, ya lo verás!
Así que alegren esas caras, porque seguro que me lo van a agradecer —dijo,
relamiéndose todavía.
Eché un vistazo por encima de su hombro y comprobé que las maderas
seguían en su sitio. Jan me leyó el pensamiento, porque forzó una sonrisa y
me dijo lo siguiente:
—Capitán, no puede salir de ahí, esté tranquilo.
—Lo estaré si me asegura que no le ha facilitado ningún objeto a ese
miserable.
—Ninguno. Ni siquiera dispone de cubiertos. ¡Tiene que comer con las
manos si no quiere morir de hambre! ¡Ja, ja, ja…!
—Perfecto —respondí—. Es cuanto quería oír.
Sin embargo, aquello no era suficiente, porque me dejaba sin
argumentos. A no ser…
—Jan, quisiera preguntarle una cosa, ¿dónde se metió usted ayer
cuando…?
Algo me interrumpió inesperadamente al ver el rostro del cocinero. Creí
que era por lo que estaba a punto de decir, pero al girarme no tardé mucho
en saber la causa de aquel espanto. Retumbaron unos golpes al otro lado, en
medio de la oscuridad, como si alguien bajase haciendo sonar sus botas de
manera desacompasada. Pero el ruido se detuvo, como si el invisible
personaje se hubiera parado o hubiera desaparecido de repente.
—¡Traiga esa luz! —susurré al marinero, quitándosela de las manos—.
Vengan detrás de mí y no se separen.
Yo era el único que iba armado, por lo que si había alguna amenaza allí
delante no podía cometer ningún error. Sin embargo, al llegar justo debajo
del escotillón comprobé que no había motivo para disparar. Porque lo que
había en el suelo no se movía…
—¡Por Dios, capitán…! ¿Qué es eso?
—Protégenos, Señor, protégenos de todo mal —comenzó a llorar de
nuevo el marinero, al ver lo que había junto a las escaleras.
Yo no dije nada. Mudo de horror contemplé la cabeza de Jerzy en el
suelo.

12:23

He reunido a la tripulación a las siete para celebrar consejo en el castillo


de proa.
Aquí debo admitir que me he llevado mi primer desengaño. Todos se
han puesto del lado de Batory, y muchos desconfían de mi versión de los
hechos. El cocinero ha demostrado que estuvo acompañado al menos en dos
de los asesinatos, por lo que le han absuelto antes de tiempo. Yo tampoco
creo que sea cosa de Jan, pero lo que no me cabe ninguna duda es que
tampoco es cosa mía. Resulta imposible hacérselo entender a esta pandilla
de ineptos.
Sin duda, mi caso es complicado. Especialmente desde que el médico se
ha puesto a hurgar en la herida, por así decir. Sus palabras no han podido
ser más crueles.
—Vaya, capitán, parece que después de todo la cabeza de ese hombre sí
cabía por la escotilla, ¿no?
Aquel comentario hubiera recibido su justa respuesta en otras
circunstancias, pero estaba claro que no podía rebatir de ninguna manera
todo aquel cúmulo de pruebas en mi contra. Esas casualidades no eran tales;
simplemente se trataba de maquinaciones de un enemigo sin rostro —tal
vez alguno de los que estaba allí, como había dicho Batory—, alguien que
hacía pasar mis amenazas por fatales sentencias de muerte. Ni yo mismo
acertaba a explicármelo. En esos momentos, sólo podía desear que el vigía
nos gritara que el San Jorge estaba a la vista. Y para eso aún era pronto,
claro está.
Como riéndose de nuestras desgracias, vino a escucharse una carcajada
apagada en la otra punta.
Nos quedamos en silencio. Un silencio tenso en aquella mañana soleada
y engañosa.
La risa se repitió para no dejar lugar a la duda.
—Ya lo ve, capitán. Conseguirá que ese hombre se vuelva loco también.
¿Es eso lo que quiere?
Otro se le unió en aquella observación:
—Si continúa al mando le tendrá encerrado hasta la vuelta.
—Y no creo que lo resista —me hizo ver el doctor.
Mis nervios se prepararon, como si fuera a ocurrir algo de un momento
a otro. Y era la insistencia de aquel matasanos por colocar a la tripulación
en mi contra.
—¿Me está pidiendo que libere a ese hombre, doctor?
Él aguantó mi mirada. Le respaldaba la evidencia, además de todos
aquellos rufianes que tenía a su alrededor.
—No hay razón para tenerle ahí recluido como una alimaña —me
espetó—. Y usted lo sabe, capitán.
—¡Es una alimaña! —les recordé—, que acabará con todos vosotros a
la menor oportunidad, si no colaboráis en sus propósitos.
—¿Prefiere que colaboremos con usted, entonces?
—¿A qué se refiere?
Extrajo algo de su bolsillo. No tuve ninguna dificultad en reconocerlo:
era mi navaja.
—Capitán, he examinado los cortes en los párpados de Czesko; me
temo que no le ayuda en nada que le diga que se hicieron con un objeto
como éste.
—¡Oh, vamos! Casi todos tenemos un cuchillo o una navaja para…
—Sí, pero la suya la hemos encontrado aquí, en cubierta. Llena de
sangre.
De todas las barbaridades que esperaba escuchar, aquella sin duda era la
más cruel. Una verdadera blasfemia. La hoja que había rallado todos
aquellos santos que aparecían en mi cabina… ¡manchada de sangre!
Quise quitársela de las manos.
—¡Traiga eso aquí! ¿No se da cuenta? ¡Es cosa de Kamienski!
—Podrá preguntárselo personalmente. Bajaremos a liberarlo enseguida.
Varios hombres me redujeron en cuestión de segundos, pero yo seguía
gritando preso de la furia más terrible:
—¡No dejaré que lo saquen de allí! ¡Si quieren verlo libre será por
encima de mi cadáver!
—No será necesario llegar a esos extremos —sonrió el doctor, haciendo
una señal a los otros para que me soltaran.
Su mano sostenía una pistola.
—Nos conformaremos con que ocupe el lugar del prisionero, capitán.
Ya ha torturado suficiente a ese hombre, ¿no le parece?
—Lo tenían todo planeado, ¿verdad? —pregunté, demasiado agitado
para poder contenerme.
En aquellos momentos sentía verdadero asco hacia toda aquella escoria
que le secundaba en su rebelión. Pero Batory no estaba para dialogar ni
mucho menos; indicándome el camino me hizo un gesto para que marchara
delante. Los que antes eran mis hombres retrocedieron asustados, a pesar de
que me hallaba indefenso. ¡Señor! Esas piltrafas iban a hacerse cargo del
Vislatek. Escupí al pasar a su lado.
—Cálmese, capitán —me dijo el médico—. El barco estará en buenas
manos, no se preocupe.
—¡Que no me preocupe…! —mascullé.
—Sabe que todo esto me desagrada tanto como a usted, pero no tengo
otra opción. Lo siento.
No dije nada. Tampoco intenté rebelarme. Adoraba demasiado aquel
viejo cascarón, para poner en riesgo mi vida y terminar así con la esperanza
de volver a gobernarlo algún día. Algún día…
Llegamos frente a la puerta. Ahora sería yo el prisionero, me dije
amargamente. Arrancaron las tablas con suma dificultad, pues habían sido
colocadas a conciencia. No podía imaginar cómo había huido de allí aquel
tipo. ¿Estaría embrujado el Vislatek después de todo?
El doctor introdujo la llave en la cerradura y no me gustó el eco que
produjo el cerrojo al abrirse; y menos el chirrido de la puerta. Dios mío…
Iban a encerrarme allí. La luz iluminó el cuerpo acurrucado del suelo, con
aquellos ojos llameantes que parecían atravesarnos. Viendo la maldad que
se concentraba en aquella mirada, me volví por última vez al doctor:
—Espero que sepa lo que hace, Batory, y que no tenga que lamentarlo.
El prisionero se puso en pie de un salto, y no advertí que la reclusión
hubiera hecho mella en él, como aseguraba el doctor. De hecho, sólo
presentaba aquellas ojeras que resaltaban más si cabe el odio que llevaba
dentro.
Al pasar a mi lado tuve la sensación de que contenía la risa. Eso me
enfureció más que si hubiera soltado la mayor de las carcajadas. Sin previo
aviso le cogí por el cuello y le zarandeé con violencia.
Tal vez no hubiera tenido más oportunidades de reírse de no ser por mis
hombres, que actuaron en su defensa.
—¡Capitán! ¡Ya ha hecho bastantes estupideces! ¡Suéltelo antes de que
dispare!
Aquel canalla había logrado su objetivo, y delante de testigos. Dios mío,
estaba condenado.
—¡Lo ha hecho a propósito! ¿No se dan cuenta?
—¡Basta, capitán! —dijo Batory—. Permanecerá aquí hasta que
descarguemos en el San Jorge. Entonces se decidirá si está capacitado para
volver a tomar el mando.
La puerta se cerró bruscamente.
El médico echó la llave y en aquel momento creí que me habían
abandonado no sólo mis hombres, sino también mi fe en ellos y en su
bendito Creador.
Como respuesta recibí del otro lado un mensaje del doctor, que aún no
se había retirado.
—Capitán… Siento que haya ocurrido todo esto, y todavía desconozco
el motivo que le ha obligado a…
—¡Yo no lo hice, créame! —repetí, arrastrándome hasta la puerta.
—No me guarde rencor por esto. No es un motín, si es lo que está
pensando. Lo hago en bien de todos; incluido el suyo, capitán. Le prometo
que no le faltará de nada. Le bajarán algunas mantas y una lámpara, de
momento. Volveré tan pronto vea síntomas de su mejoría.
No había vuelta atrás. Estaban seguros de que yo era un asesino. Que yo
era el culpable de aquella masacre.
—Doctor… Sólo una cosa.
—Lo que usted me pida.
—Mi diario.
Batory guardó silencio. Pareció evaluar aquella posibilidad.
—Sólo le pido eso. No he dejado de escribir en él desde hace veinte
años. Quiero seguir haciéndolo, si no le importa.
—De acuerdo, lo tendrá. Pero Kamienski y yo haremos un seguimiento
de la travesía en uno de mis cuadernos, no lo olvide.
—Entiendo, entiendo. Muchas gracias, doctor.
Se produjo una pausa embarazosa.
—Adiós entonces, capitán.
—Que tenga suerte, Andreas. La necesitará.

Deben ser las cinco aproximadamente.


Fiel a su palabra, me han facilitado el diario de a bordo para continuar
mi relato de los hechos.
Bien sé lo seguros que están de que he perdido el juicio, pero estas
palabras serán desenterradas algún día y comprobarán que no se trata del
diario de un loco.
Mientras pasaban las horas, he retomado el asunto para ir atando cabos,
como decimos los de nuestra profesión. A pesar del frío —y de esta dichosa
postura que amenaza con tumbar definitivamente a este viejo capitán—,
casi tengo que agradecer al doctor la vela y el cajón destartalado, sobre el
que anoto lo que espero sea un documento esclarecedor.
Sirva de advertencia que aún soy capaz de distinguir la realidad, y sé
que alguien ha matado a mis hombres. Si no dudo de mi cordura por más
que los hechos jueguen en mi contra, debo mantener por tanto que uno de
los que está fuera es un auténtico farsante. Si el Señor fuese justo en su
infinita misericordia, como me he cansado de repetir inútilmente a lo largo
de mi vida, no habría dejado caer su castigo sobre estos pobres hombres,
cuyo único empeño es sobrevivir a duras penas en este mar caprichoso.
Si consigo olvidarme de esas leyendas que hablan de aparecidos medio
devorados por los peces, que regresan al caer la noche para ajusticiar a los
vivos, entonces puedo suponer que se trata de alguien muy distinto el que
ha perpetrado estas atrocidades.
Empecemos por los marineros que quedan a bordo. La mayoría
permanecieron siempre juntos mientras se sucedieron los crímenes.
Igualmente, varios testigos han demostrado que Batory y Jan no tuvieron
nada que ver en este asunto. Tampoco hubieran ganado mucho liberando a
Kamienski. Una y otra vez, todo parece conducir a ese canalla, como decía
yo. Y cuanto más miro a mi alrededor más me convenzo de que su única
coartada es este cuarto… Si hubiera estado fuera en algún momento,
carecería de testigos, igual que yo.
Entonces, demostraré cómo logró salir.

Empezaré por lo que aconteció antes de que fuera recluido entre estas
cuatro paredes. Partiendo de su culpabilidad, apostaría que la muerte del
primer muchacho tampoco fue un accidente. Seguro que a ese desgraciado
le ocurrió como a Borowski; debió sorprender al contramaestre en alguna
tarea sospechosa en… ¡Dios Santo…! Pudiera ser, claro que sí… ¡Matando
al italiano! Fue la segunda de nuestras desgracias, cómo iba a olvidarlo. El
caso es que Kamienski se deshizo de Torrizi, y el chico tuvo la mala suerte
de presenciarlo todo. Pobre… Seguro que acabó extraviándose, puesto que
no conocía la nave demasiado. Casi le imagino allí, paralizado, viendo
actuar al criminal sin poder impedirlo. Y Kamienski sí conocía el barco a
fondo… Cuando Swayze echó a correr, el contramaestre atajó por el otro
lado, para darle caza en la cubierta de popa. Nosotros sólo escuchamos el
grito del muchacho al caer por la borda.
En cuanto al italiano, Kamienski no tuvo dificultad alguna en
envenenarle y hacernos creer que seguía con vida. Cuando el traidor me
aseguró que le oía roncar detrás de la puerta, yo supuse que era cierto; no
tenía motivos para desconfiar. Después, cuando Jan bajó la comida al
prisionero, fue Kamienski quien se la acercó finalmente. Tal vez entonces
Torrizi ya estaba muerto, y el contramaestre pretendía tan sólo retrasar el
momento en que encontrásemos el cadáver. Siento náuseas de pensar que al
decirle a Torrizi que no saldría jamás de allí, se estaba dirigiendo a un
cuerpo sin vida; y yo mirando desde el otro lado del pasillo. Qué necio has
sido, capitán. Ahora afronta las consecuencias.
Que quede constancia al menos de estos crímenes. Como el de
Borowski, que se enfrentó aquí abajo al contramaestre, seguramente al
encontrarle registrando el ámbar, y no tuvo ocasión de salvar la vida.
Mi buen Borowski… A ratos me siento tan culpable como ese rufián,
ese protegido del Diablo, si no es el Diablo mismo. Pensar que mis hombres
iban cayendo sin que pudiera impedirlo, y él se cubría las espaldas con la
presencia del italiano. Durante bastantes días se sirvió de aquel engaño,
hasta que encontró uno mejor. Yo mismo. Él sabía que tarde o temprano
daríamos con el cuerpo de Torrizi, pero yo iba a seguir al mando, eso era
una garantía para él. ¡Ah, canalla! Si te hubieran dejado aquí encerrado
junto a mí te hubiera devorado lentamente, como hacen los caníbales de Isla
de Fuego. ¡Qué venganza, Señor! Pero… su fantasma me hubiera
perseguido. Su fantasma… Y eso sería terrible.
Capitán, conseguirás dar la razón a esos patanes, ¡te estás volviendo
loco! No, no pierdas la cabeza… como el pobre Jerzy. Tú no. Recuerda que
gracias al italiano le diste caza una vez. Inténtalo de nuevo, por lo que más
quieras… Por el barco, por tu barco, capitán.
Seguiré con la narración de los hechos para mantenerme vivo, aunque
sea gracias al odio. Utiliza tu única arma, capitán. Este diario. La verdad
tendrá que ser escuchada algún día. Sólo falta la última respuesta, capitán,
descubrir cómo salió de aquí, del mismo sitio en el que te encuentras tú
ahora. Sólo demostrando lo indemostrable serás libre.
Al menos ahora tengo esa esperanza: él salía de aquí a su antojo, pero
¿cómo podía escabullirse de esta habitación cuadrada, cuya altura es cuatro
veces la suya? Un cuarto en el que las paredes son completamente lisas y
las únicas salidas se encuentran cerradas o inaccesibles —caso de la puerta
o la ventana de arriba—; y donde el techo y el suelo parecen sólidos. En
todo caso, sólo alcanzo a imaginar una posibilidad debajo de estos tablones,
porque la puerta es absolutamente infranqueable. Ni disponiendo de un
cómplice hubiera podido clavar de modo idéntico las maderas que impiden
la entrada; y en caso de hacerlo, tendríamos que haber oído los martillazos.
Por tanto, la respuesta se encuentra aquí dentro…

Comprobé los tablones del suelo, que resultaron lo bastante firmes y


bien asentados. Intenté en vano moverlos, porque estaban fijos a las
enormes vigas inferiores. Al acondicionar el almacén no fueron clavados,
aunque el tiempo y la humedad se han encargado de ajustarlos. En todo
caso, supone una garantía, porque imposibilita cualquier huida por ahí. Y
aunque consiguiera levantar uno de aquellos tablones, las vigas de abajo
cierran completamente el paso.
Pero entonces, ¿cómo se las apañó ese zorro? No llevaba nada encima,
ni siquiera iba calzado. Recuerdo que uno de mis hombres me contó una
historia, acerca de un tipo que ahogó a un superior con los cordones de las
botas. Eso me hizo ser precavido. Le despojamos de todo menos del
pantalón y la camisa; hasta le quitamos el cinturón. Y aún así no fue
suficiente, como he podido comprobar. Estamos ante el rufián más astuto
con el que me he cruzado jamás, y sólo imaginar que está ahí arriba,
ganándose de nuevo la confianza de mis muchachos…
No debo alterarme, así no conseguiré gran cosa. Ya he aclarado que el
tipo no entró con objetos útiles; tampoco los pudo encontrar aquí, porque
entonces contaría con lo mismo que yo ahora… Nada. Al menos yo tengo
un tintero y una pluma para dejar constancia de esto. Pero él… Veamos, el
tipo es más ágil que yo, pero tomando impulso no lograría llegar a esa
ventana. Qué locuras estoy diciendo; ni siquiera sería capaz de saltar hasta
la mitad. ¿Y si hubiera hecho una especie de cuerda con sus ropas? No hay
enganche visible ahí arriba, pero tal vez… Tendría que haberse desnudado y
lanzar la ropa atada. Pero no, hay demasiada altura. Imposible. Además,
tendría que haberse agarrado al llegar a la ventana circular y romper el
cristal… Todo es una locura.
Pero, ¿qué demonios es aquello de arriba…? Yo diría que es… Sí,
parece una mancha de humedad o de moho, cerca de la claraboya. ¿Qué
puede significar? La cubierta no se encuentra encima, por tanto no puede
ser agua del exterior… ¡Que el Diablo acoja a este pobre viejo que ha
perdido la fe…! ¿Y si después de todo la Muerte se va extendiendo como
una plaga por todos los rincones del Vislatek? ¿Seré yo el siguiente?
Calla, Kowalski, no digas más disparates. Si conservas la entereza,
llegarás a puerto, bien lo sabes. Reflexiona. ¿Qué explicación se puede dar
a esa mancha? Porque sin duda se produjo desde dentro… Kamienski sólo
conseguiría llegar ahí cogiendo la bazofia de comida de nuestro cocinero y
estampándola contra la pared. Me río sólo de pensarlo; por mucho que ese
idiota de Jan se empeñe en hacernos creer que apreciaba sus guisos más que
nosotros. Es la única interpretación que se me ocurre, porque humedad
aquí, salvo en los tablones del suelo… Pero ya los revisé antes y no…
Aguarda un momento, capitán…
Hace un rato no pudiste mover ninguno, ¿verdad?… Porque lo
intentaste con aquellos del fondo, a los que no da la luz de la ventana. Pero,
¿qué ocurre con esos otros? Por el rumbo que sigue el Vislatek, sin duda
reciben los rayos de sol a lo largo de todo el día. La humedad tiene que ser
menor.
He de comprobarlo.

Efectivamente.
He conseguido levantar estos dos. Y ¿qué es lo que he visto? Que la
marca de arriba podría coincidir con el extremo sucio de este tablón.
Soy consciente del revuelo que reina en cubierta. Seguro que han
avistado el San Jorge. Pero ahora no puedo detenerme… Dios mío, no me
abandones ahora. Quiero dar sentido a todo esto antes de que me sometan a
juicio disciplinario.
Tal vez tenga tiempo todavía. Sigamos, es cuanto puedo hacer… Si
Kamienski utilizó los tablones fue con una idea clara: llegar de algún modo
hasta la ventana. ¿Cómo? Uno sólo no bastaba, eran demasiado cortos. Así
que apoyó el primero sobre la pared opuesta y luego colocó el otro encima
para alcanzar la ventana del otro lado. Astuto ese Kamienski, o como
infiernos se llame.

Estas maderas pesan mucho y yo estoy demasiado cansado para


intentarlo. Pero la prueba es que he logrado moverlas, y sé que él también
lo hizo. Así lo demostraré en caso de tener que defenderme. Además, sé el
lugar que ocupan: la quinta y la séptima. Y la marca de arriba lo corrobora.
Gracias, Señor, las tinieblas van dando paso a la luz del día.
Ahora debo descifrar qué interés tenía Kamienski en acceder a una
ventana por la que no cabía. Sin duda todas las inquietudes de mi
contramaestre se centraban en ese ojo de buey. ¿Qué esperanza de escapar
podía ofrecerle? Con la tabla apoyada aquí podría subir hasta la ventana,
pero luego, ¿qué? Aunque rompiese el cristal seguía sin espacio para salir;
en cambio, alertaría con el ruido a alguno de mis hombres. Todo sigue
intacto, lo que demuestra que era un tipo inteligente. La única posibilidad
de que su cuerpo se escurriera por allí era desmontar la mampara entera,
pero está anclada en cinco puntos, por lo que he visto. No pudo
desatornillarlos sin algún utensilio, de eso no tengo duda. Una hebilla le
hubiera venido de perlas, pero le dejamos sin cinturón. Además, después de
varios días pasando hambre hubiera acabado por comérselo. ¡Pero de algún
modo tuvo que valerse, entonces! Señor, siento que estoy tan cerca…
¡Tiene que haber una respuesta! No pudo conjurar al Diablo… ¡¿Cómo lo
consiguió?!
¡Ahí vienen! Dios mío, ¡soy hombre muerto! Oigo pasos en la galería,
son ellos, no hay duda… ¡Señor, apiádate de mí! Hazme una señal…
¿Cómo lo hizo, Dios mío? ¿Cómo?
Los pasos se han detenido. ¡Alguien está al otro lado de la puerta! Es el
fin, capitán… El fin.
—Señor, ¿se encuentra bien? Ahí le dejo su ración. Seguro que ahora no
se muestra tan exigente como antes, ¿eh? Que le aproveche.
Una señal…
Ahí la tienes, Kowalski. ¡Tu señal!
Con una sonrisa de loco he mirado el plato que ha aparecido por debajo
de la puerta. Metálico, pequeño, y con el borde muy fino. Ahí está. ¡Dios
Todopoderoso, ahí está!
Gateo hacia mi comida y la vuelco sin contemplaciones. Examino otra
vez el borde. Sí, eso es… Ofrece bastante resistencia por más que intento
doblarlo. ¡Dios, es mejor el plato que la basura que contiene habitualmente!
En mis manos es como una llave; podría huir yo también y demostrar a esos
botarates quién estaba detrás de toda esta farsa, como dijo el italiano.
Entonces, ¡no estoy loco! Contradiciendo mis propias palabras, dejo escapar
una carcajada que resuena en el cuarto inmenso y vacío. Será posible, estoy
llorando, llorando de alegría, Señor… Empiezo a comer del suelo, y
reconozco que nunca me ha sabido tan buena la comida de ese bastardo.

Las voces de mis chicos resuenan en cubierta.


Tan temidas hace un rato, doy gracias al Señor de poder escucharlas de
nuevo. Tal vez estén hablando ya con el capitán del otro barco. Esta vez
tengo la prueba en mis manos: el diario, este relato constituirá mi salvación.
Espero que no haga falta demostrar mi inocencia. No es la mejor carta de
presentación para encontrarme con el capitán del San Jorge. Será mi último
recurso, si me veo obligado a ello. Cuando escriba estas últimas líneas lo
esconderé bajo las tablas que en su día levantó ese canalla.
He de darme prisa. Mis hombres ya se acercan.
Confesión del marinero Leszek, del Vislatek

Creo que ya se lo he dicho dos veces, señores. Encontramos al cocinero


por la mañana. ¡Jesús! ¡Y en medio de aquel charco de sangre! La puerta
donde estuvo encerrado el capitán estaba abierta, ¡pero que me aspen si
estaba nuestro patrón, señores! ¡Qué va! ¿No les digo? Resulta que
Kamienski le encontró arriba, colgado de las jarcias, al pobre. No me dirán
que no es penoso para un pobre marinero verlo allí atado del pescuezo… Y
para mis compañeros también, claro, claro… Pues ahí está, ustedes pueden
creerlo o no, pero es como se lo cuento. El oficial dijo que nuestro patrón se
había vuelto loco, ¿qué les parece? Y que mató al cocinero. Ah, el bueno de
Jan no tenía que haber abierto la condenada puerta. El capitán siempre tenía
un cuchillo preparado, ya saben… Después de cortarle el cuello, lanzó la
navaja y allí se quedó clavada, así que figúrense; luego se ahorcó y asunto
terminado.
Vaya, vaya, cómo se tuercen los planes, señores… ¡Toda aquella
travesía para desviarnos de la ruta y no encontrar al San Jorge! Maldigo mi
sombra… ¿Qué les parece? Menos mal que hicimos una parada en El Oso
Raspado, porque estábamos medio muertos, como les digo.
Pero creo que ya he hablado bastante, señores…, que uno tiene que
viajar mucho y no quiero encontrarme con algún aparecido, ya saben, de
esos que regresan para ajustar cuentas con los chivatos.

Archivo policial de Katowitze. Polonia


Grigory Karpinski, primer teniente de la delegación portuaria

Con motivo de la investigación seguida respecto al navío Vislatek,


nuevas pruebas ponen en entredicho la versión del primer oficial, así como
la presunta muerte del capitán E. Kowalski.
Los datos demuestran que fue arrestado por sus propios hombres, que
obedecían al médico de a bordo y al propio contramaestre.
Las declaraciones respecto a todos estos crímenes quedaron registradas
convenientemente el mes pasado (doc. 297, orden 3a). Estas acusaciones de
los implicados se contradicen con los hechos, en gran parte por falta de
testigos del suicidio de su patrón.
Mis hombres siguieron la pista del barco hasta el puerto de Heimaey, en
Islandia. Allí, el perito criminal y los ayudantes confirmaron que la navaja
clavada en la puerta es del capitán, pero que fue lanzada por alguien
distinto. Un individuo más alto, como corresponde a la medición desde el
suelo hasta el lugar en que aparece la hoja. Además, según la declaración de
sus propios hombres, el capitán Kowalski empleaba la navaja para trabajos
de madera; ninguno de ellos asegura que fuera un experto lanzador. Sin
embargo, el que clavó allí la navaja sí lo era. Cuatro de mis cinco agentes
han coincidido en asegurar que la posición en que ha sido hallada, superior
a la altura del acusado, hace pensar en su inocencia, por lo que esta prueba
definitiva supone todo un logro para nuestra institución.
Al proceder a registrar el cuarto, también encontraron el antiguo diario
de a bordo bajo los tablones. Difiere en numerosos puntos del redactado por
el sustituto, el nombrado Aleksander Kamienski. Este sujeto no posee ficha
de registro por ningún sitio y tampoco aparece nadie censado con ese
nombre. Probablemente sea falso. Mis colaboradores no dieron con su
paradero ni fue arrestado junto al resto de la tripulación, aunque como se
informará más tarde, existen motivos fundados para suponer que seguía a
bordo del Vislatek tras la inspección. Respecto al médico Andreas Batory,
se sabe que murió un día después que el citado capitán Kowalski, en
circunstancias aún sin aclarar.
El San Jorge telegrafió anunciando que el encuentro ilegal programado
con el Vislatek se produciría después de lo previsto, y alguien le respondió
de forma afirmativa desde el otro barco. Pero cuando llegó al sitio fijado, el
otro navío no se presentó. Sin tener la mercancía en su poder, tampoco
hemos podido emprender acciones legales contra ellos, pero nada han
tenido que ver en el curso de los acontecimientos referidos.
Respecto a la suerte del Vislatek, nada se sabe, pues apenas finalizaron
las pesquisas, y sin mediar orden ninguna por parte de mis hombres, los
testigos vieron cómo levaba anclas y dejaba allí a los incautos que habían
puesto el pie en tierra.
A fecha de hoy, el destino del barco continúa siendo un misterio.
Michel Bernanos
(1923-1964)

Michel Bernanos fue el cuarto hijo del famoso escritor francés George
Bernanos, autor de Diario de un cura rural, Bajo el sol de Satanás o
Diálogos de Carmelitas. Tuvo una vida corta, aventurera y trágica. De
joven sirvió en las Fuerzas Navales de la Francia Libre, y nada más acabar
la Segunda Guerra Mundial se trasladó al Brasil. Regresó tras la muerte de
su padre, acontecida en 1948, y empezó a dedicarse a la escritura, primero
como articulista de periódicos y más tarde como autor de novelas y cuentos.
Entre sus obras (la mayoría —como la que sigue a continuación—
publicadas de manera póstuma) destacan Les nuits de Rochemaure (con
seudónimo de Michel Talbert, 1963), La grande Beauche (con seudónimo
de Michel Talbert, 1963), La Montagne morte de la Vie (1967), Le cycle de
la Montagne morte de la Vie (antología de cuentos, 1995) y On lui a fait
mal (antología de cuentos, 1996). La obra aquí seleccionada, Al otro lado
de la montaña, es una maravillosa novela corta (o cuento largo) de temática
fantástica e iniciática que ha cautivado a millones de lectores de todo el
mundo. Está narrada con tal fuerza y precisión, su lectura es tan directa, el
terror, el miedo y la fascinación se entremezclan de tal manera con la carga
simbólica del relato, que resulta difícil levantar la vista de la narración hasta
llegar a las páginas finales. Quiero aclarar que, para mi versión del título en
castellano, he preferido basarme en el de la edición inglesa (The Other Side
of the Mountain) que en el original francés (La Montagne morte de la Vie),
pues humildemente pienso que se adecua mejor a nuestra lengua materna e,
incluso, me resulta más ajustado y evocador.
Decir por último que éste fue el primer libro en el que el autor apareció
con su propio nombre. Michel Bernanos murió apenas cumplidos los
cuarenta años.
AL OTRO LADO DE LA MONTAÑA
Michel Bernanos

Pues en verdad, Señor, esta es la mejor prueba


Que podemos darte de nuestra dignidad…
Esta marea de lágrimas que fluye sin descanso
Hasta expirar en los acantilados de Tu eternidad.

Charles Baudelaire

PRIMERA PARTE

Capítulo Primero

Apenas había cumplido dieciocho años cuando, después de


una noche de borrachera, un amigo me persuadió para que
firmara como marino por un año a bordo de un galeón.
Mis recuerdos sobre los comienzos de lo que luego se
iba a convertir en una terrible aventura son muy difusos,
casi inexistentes. En realidad, hasta la mañana siguiente no
fui consciente de mi verdadera situación. Grande fue mi sorpresa al
descubrir que me hallaba tumbado sobre unas tablas desnudas de cara al
azul intenso del sol. Luego contemplé las velas, henchidas por una brisa
suave, y las crestas blancas de las olas infinitas que ondulaban en el mar
hasta más allá del horizonte. Mi sorpresa fue en aumento al mirar a mi
alrededor y descubrir montones de cuerdas enrolladas, tal y como tantas
veces las había visto en los muelles del puerto. Por todo el entorno había un
fuerte olor a brea.
Oí unos pasos y cerré los ojos de inmediato, fingiendo dormir. Pero
aquello no evitó que una bota impactara contra mi costado.
—¡Arriba, grumetillo! —ladró alguien—. Hay que limpiar el alcázar. Y
muévete más rápido si no quieres acabar colgado del botalón —otra patada
acompañó este último comentario.
Me levanté, tambaleándome un poco sobre la inestable cubierta.
—Vamos, deprisa —siguió la voz—. Ve a ver al cocinero. Te está
esperando para que le ayudes con el rancho.
Como no sabía dónde se encontraba la cocina, empecé a ir de un lado a
otro, desde el alcázar de popa hasta el castillo de proa. El viento se había
intensificado y las velas, llenas del vigoroso aire, se hinchaban como una
enorme panza blanca. El galeón —luego supe que así era como se le
denominaba— se escoró hacia uno de sus costados, deslizándose en el agua
como una caricia. Los mástiles crujían por el esfuerzo que hacían al intentar
mantenerse firmes contra el viento. Me tropecé con varios miembros de la
tripulación. Sus facciones no resultaban nada alentadoras, pero el hecho de
que no parecieran prestarme la más mínima atención era, en cierta manera,
tranquilizador. Sin embargo, pronto tuve que cambiar de opinión al
encontrarme cara a cara con el hombre que me había hecho levantar tan
bruscamente. En su rostro moreno, casi negro, se dibujó una mueca horrible
mientras me decía con voz malhumorada:
—Así que te niegas a obedecer, ¿no? Bien, te enseñaré lo que es bueno.
¡Venid aquí! —gritó a los hombres—. Traed un par de cabos. ¡Vamos a
divertirnos un poco!
Y luego volvió a mirarme con los ojos llenos de odio y repitió:
—No quieres obedecerme, ¿eh? Bueno, te enseñaré a ser un marinero de
verdad.
Como en un mal sueño, contemplé a la tripulación que me rodeaba. En
sus rostros duros se perfilaban unas sonrisas silenciosas y malignas que me
hicieron perder toda esperanza.
—Bien, camaradas.
Mi torturador, que supuse era el contramaestre, volvió a gritar:
—¿Qué pasa con esos cabos?
—Aquí llegan —respondió alguien.
Entonces apareció un marinero joven que llevaba una larga cuerda de
cuyo extremo colgaba un lastre.
—Adelante, átale —ordenó el contramaestre, señalándome con un
movimiento de su cabeza.
El marinero joven me miró, dudó unos momentos y objetó:
—Tan sólo es un chico. ¿Cree que podrá soportarlo?
—Haz lo que te he dicho y cierra el pico —fue la seca respuesta.
—Está bien, está bien —contestó el marinero—. Tan sólo decía que…
Y sin más preámbulos empezó a atar la cuerda alrededor de mi cintura.
Otro de los hombres se acercó con una segunda cuerda. El contramaestre le
hizo una seña y ambos se encaminaron a la parte delantera del buque. Yo les
observaba muy nervioso. Uno se situó en el costado de estribor y el otro en
el de babor, y entre los dos hicieron pasar el cabo sobre la proa y dejaron
que resbalara lentamente por debajo del casco de la nave. Luego se
aproximaron hasta donde me encontraba. El marino tomó el extremo de la
cuerda que portaba y lo ató con firmeza al cabo que estaba anudado
alrededor de mi cintura. De esa forma me vi entre las dos cuerdas
enlazadas. Miré a mi alrededor, aterrorizado y suplicante, y, aunque
descubrí la piedad dibujada en algunos rostros, la mayoría mostraban un
sádico placer.
Indiferente a todos estos preparativos, el mar azul y ondulante seguía su
devenir, y las crestas de las olas rompían en un blanco tan luminoso como
las puntillas de un encaje; mientras, el palo mayor, con todas sus velas
desplegadas, parecía acariciar suavemente el aterciopelado cielo.
—Vamos, lanzadle por la borda —aulló mi torturador.
Varias manos poderosas me sujetaron y una carcajada hizo erupción
entre los hombres mientras me empujaban al costado del buque.
Enloquecido por el terror, cerré los ojos y tensé mis músculos a la espera
del encontronazo con el agua helada. Pero aún no me había dado cuenta de
la refinada crueldad de mis torturadores. Me bajaron lo más lentamente
posible hacia el abismo líquido. Intenté sujetarme a la tablazón irregular del
casco, pero tan sólo conseguí lastimarme miserablemente los dedos. Las
carcajadas de los marinos me acompañaban, entremezclándose con el
rugido de las olas, cada vez más cercanas. Entonces, de repente, mis pies
tocaron el agua. Justo en ese momento, para mi sorpresa, recobré la
compostura. Sabía que debía evitar la respiración a toda costa una vez
estuviera completamente sumergido en el mar. Así que esperé hasta el
último momento, cuando el agua me llegaba por la barbilla, antes de inhalar
la mayor cantidad de aire posible y contener la respiración. Pero, a pesar de
todas estas precauciones, sentí cómo se comprimía mi pecho de una manera
atroz. Me estaban jalando por el lado contrario, con la misma lentitud con la
que me hicieron bajar a la superficie del agua. No podía resistir más.
Necesitaba tomar aire. Abrí los ojos con la esperanza de ver la luz
liberadora del sol encima de mi rostro. Pero en cambio, lo único que pude
contemplar fue una terrible escena que me hizo olvidar la quemazón que
sentían mis ojos al contacto con la sal. Descubrí que aún estaba debajo del
casco. En aquella penumbra irreal y verdosa de los parajes submarinos, el
barco parecía un monstruo enorme y oscuro. Debí desmayarme justo
entonces pues no tengo constancia de lo que sucedió después. Sólo más
tarde supe que el capitán, atraído por el barullo que la tripulación estaba
armando en la cubierta, se acercó a ver lo que pasaba y, tras descubrirlo
prontamente, ordenó que me izaran de inmediato. Si él no hubiera
intervenido seguramente habría muerto.

Me recostaron en una hamaca que se mecía con el ritmo ondulante del


océano. Podía ver el horizonte a través de la portilla. Ésta se hundía y
volvía a emerger sobre la superficie del mar a cada ida y venida del galeón.
Aquello hizo que me acordara de la terrible experiencia que acababa de
soportar y, ya fuera debido al miedo o a la extenuación, volví a perder el
conocimiento.
Escuché unos ruidos bruscos. Abrí los ojos. Era de noche. No lejos de
donde me hallaba un farol de posición se balanceaba de un lado a otro. El
rostro arrugado que se inclinaba sobre mí me recordó de inmediato a las
manzanas que mi madre solía asar en la chimenea de la cocina. Aquel
hombre me observaba detrás de unos ojos diminutos y negros que no
mostraban ningún tipo de amabilidad, pero tampoco malicia. Estaba
mascando un trozo de tabaco que hacía que su aliento oliera de manera
nauseabunda.
—Bueno, ya era hora de que te despertaras, chico. ¡Vamos, arriba! No
es bueno tener el estómago vacío durante tanto tiempo.
—¿Cuánto he estado durmiendo, señor? —le pregunté.
—Tres días, hijo. Y será mejor que recuerdes que aquí no hay ningún
«señor». Soy el viejo Toine, el cocinero. Y necesito un ayudante, así que tú
ocuparás el puesto, si no tienes nada que objetar. No soy un sujeto amable,
pero tampoco tengo mal corazón. El comer es lo más importante en este
mundo.
—Pero, ¿adónde nos dirigimos? —inquirí.
—¿Qué? ¿No lo sabes? Tienes que haber firmado un contrato, ¿no es
cierto?
Meneó la cabeza y luego siguió:
—Nos dirigimos al Perú, en busca del oro de los españoles, suponiendo
que los ingleses o los holandeses no nos hundan antes, por supuesto.
—¿Así que somos piratas? —pregunté, con un súbito interés.
—No, no, tan sólo nos han contratado para el negocio —respondió
mientras se encogía de hombros.
Luego, al ver en mis sorprendidos ojos que no lo entendía, lanzó un
escupitajo de color oscuro, se cambió de mejilla el trozo de tabaco de
mascar y dijo con voz áspera:
—Acércate y come un poco. Pareces un cadáver.
Me levanté dolorido. Todo daba vueltas a mi alrededor pero me las
arreglé para seguir a mi nuevo jefe hasta el lugar que hacía las veces de
cocina.
Era un sitio mugriento. Las cucarachas, tres veces más grandes de lo
que jamás había visto, correteaban a sus anchas entre sacos de harina y
azúcar. El viejo Toine me sirvió una sopa de verduras que me supo
deliciosa. Se quedó mirándome mientras comía con un gesto de
satisfacción. Le encantaba cocinar y disfrutaba al ver que otros apreciaban
sus guisos. Cuando terminé, dijo:
—Ve a por tu hamaca. Dormirás conmigo en la cocina. Estarás mejor
aquí que con esos canallas.

Capítulo II
Ya habían transcurrido dos semanas desde que zarpamos. Al principio la
tripulación siguió metiéndose conmigo, pero invariablemente Toine,
simulando que me necesitaba en la cocina, aparecía en mi ayuda, llegando a
veces a blandir un largo cuchillo de cocina delante de las narices de los
marineros.
Por la mañana temprano me sentaba en la cubierta a pelar patatas. Con
frecuencia me sorprendía a mí mismo soñando, la mirada perdida en el
horizonte azul. Los delfines, al saltar sobre la superficie del mar, solían
interrumpir mis fantasías. Se elevaban en el aire, quedando suspendidos
unos instantes, y luego volvían a sumergirse en el líquido elemento con
elegancia. El propio navío, con sus velas desplegadas al viento y el bauprés
apuntando al horizonte infinito, me hacía sentir que iba a echar a volar de
un momento a otro. Mientras el día pasaba, un sol cálido inundaba las
cubiertas de oro. La suave brisa me traía recuerdos de las caricias con las
que mi madre me obsequiaba cuando era pequeño. Cuando caía la noche y
mi trabajo estaba acabado, solía volver a la cubierta. Me gustaba observar
cómo el galeón rasgaba la superficie fosforescente de las aguas,
produciendo rociones de gotas minúsculas en las que se reflejaban los
colores del arco iris. También me gustaba descubrir nuevas estrellas que se
elevaban en el horizonte, sobre la negra bóveda celeste, bajo la mirada
atenta y serena de la Osa Mayor.
De forma gradual, y ante la contemplación de todas aquellas maravillas,
fui dándome cuenta de que mis miedos y pesares iban desapareciendo.
Incluso llegué a sorprenderme al descubrir que podía apañármelas bastante
bien entre el resto de los miembros de la tripulación. El viaje comenzaba a
ser placentero. Sin embargo, una mañana, nos despertamos en medio de un
extraño silencio. Toine saltó de su hamaca como un loco y gritó:
—¡Ha parado! ¡El bastardo se ha parado!
Luego, tras ver que yo me incorporaba sobre los hombros y le miraba
inquisitivamente, siguió aullando:
—¿Oyes algo? Vamos, dime, ¿lo oyes?
—No, no —dije, lleno de asombro—. No oigo nada.
—Pues ése es el problema, idiota. El viento ha dejado de soplar justo
cuando nos encontramos en medio del ecuador, en esta maldita región sin
corrientes. ¡Podemos estar así sin movernos durante días y más días!
Salió a toda prisa. Yo salté de la litera y fui tras él. En el exterior, las
grandes velas colgaban completamente lacias; era un espectáculo triste y
desolador. Los rayos del sol, que se extendían poco a poco por el horizonte,
chocaban contra unas aguas tan lisas como las de un lago inmenso y
dormido. El calor apenas era soportable. Los miembros de la tripulación
llevaban a cabo sus tareas inmersos en un silencio desacostumbrado.
Toine lanzó un buen escupitajo por el costado del barco.
—Mira eso, muchacho —dijo—. Hasta la propia vida parece estar
suspendida en el aire. Ojalá que no dure mucho —apretó los dientes— o
esto será un infierno.
—¡Tirad de velas, manada de inútiles! —aulló el capitán, bajando del
alcázar.

Durante ocho interminables días esperamos a que el viento regresara.


Pronto las cosas empezaron a complicarse. Primero racionaron el agua,
después la comida. Pero esto último resultó ser un error, ya que la comida
se pudría rápidamente en medio del calor que nos rodeaba. Tuvimos que
resignarnos a arrojarla por la borda para no caer enfermos. Pronto el
escorbuto haría acto de presencia. Los labios y las encías de los marineros
tomaron un color de ébano, duplicando su tamaño habitual. Se distribuyó
ron para aplacar los sufrimientos de aquellos pobres diablos; pero cada vez
se necesitaba más cantidad y, al final, la medida llegó a resultar peligrosa
pues los hombres intentaban asaltar las bodegas para conseguir oro con el
que poder negociar.
Después de catorce días de inmovilidad, las patatas, que eran el único
alimento que había sobrevivido al desastre, empezaron a germinar y un
hedor espantoso subía desde la bodega en la que estaban depositadas. A
causa de ello, el capitán se decidió finalmente a arrojar por la borda todos
aquellos preciosos vegetales. Esta vez, sin embargo, se topó con la
oposición de varios miembros de la tripulación. Nada hacía entrar en
razones a estos marineros, que llegaron a convertirse en una amenaza.
Decían que las patatas, aun germinadas, eran mejor que nada. Cansado de
dar explicaciones, el capitán les entregó las patatas. Los hombres se las
comieron al instante, sin darles un simple hervor, tan acuciados estaban por
el hambre. Pocas horas después morían en medio de atroces sufrimientos,
mientras sus compañeros los contemplaban horrorizados; nadie más se
atrevió a protestar cuando el último saco de patatas fue arrojado al mar.
Mientras tanto, Toine y yo nos alimentábamos de una pequeña reserva
de harina que él había ido separando. Yo me sentía avergonzado, pero Toine
afirmaba que todas nuestras provisiones no serían suficientes ni para
cocinar un rancho completo con el que alimentar al resto de los hombres.
—Además —añadía— ¿acaso te crees que si alguno de esos inútiles
tuviera un poco de comida la iba a compartir con sus semejantes? Olvidas
muy pronto, chico. Aquellos mismos sujetos no dudaron ni un instante en
sumergirte dentro del agua, hecho que casi te cuesta la vida.
Reconozco que fue esta última argumentación la que puso fin a mis
remordimientos. Era todo lo que necesitaba en aquellos momentos. El
hombre, por encima de todo, es un ser cobarde, y con frecuencia busca la
más mínima excusa para disculpar sus actos.
Llevábamos quince días de calma chicha. Desde hacía tres no
disponíamos ni de agua ni de comida. Torturados por el hambre y la sed, los
marineros miraban con ojos enloquecidos. El capitán había tenido la
precaución de reforzar los cierres de la bodega en donde se almacenaba el
ron. Pero una noche fuimos súbitamente despertados por un barullo
estremecedor. Provistos de hachas, los marineros se abrían paso hacia la
bodega, a pesar de las advertencias del capitán que intentaba impedirles el
paso. Pero pronto, a juzgar por sus gritos de alegría, nos dimos cuenta de
que habían conseguido lo que se proponían. No volvimos a escuchar las
voces del capitán. Seguramente había regresado a su camarote. Al rato los
hombres volvieron a salir a la cubierta, y Toine y yo pudimos verles a través
de la portilla de la cocina. Se encontraban en un estado de embriaguez total.
Al estar tan debilitados pronto cayeron borrachos. El espectáculo era
dantesco bajo la luz de las lámparas: rostros con los ojos tan hundidos que
parecían agujeros, bocas deformadas y labios monstruosamente hinchados.
La mayoría de aquellos pobres diablos ya habían perdido todos los dientes.
Estaban tan esqueléticos que uno no podía menos que sorprenderse al
pensar de dónde sacarían las fuerzas necesarias para producir toda aquella
algarabía.
Un poco después se sentaron en grupos por la cubierta. El contramaestre
estaba con ellos, aunque parecía conservar la compostura.
—¡Será bastardo! —exclamó Toine, señalándole—. Seguro que se ha
quedado con unas cuantas provisiones para sí mismo.
No pude evitar sonreír ante la indignación del cocinero. ¿Acaso no
había hecho él lo mismo?
Por fin decidimos regresar a nuestras hamacas. Transcurrieron un par de
horas y aún no habíamos conseguido conciliar el sueño. El calor era
sofocante y, para empeorar las cosas, Toine había puesto barricadas en
todos los accesos.
Durante un rato tuve la sensación de que algo novedoso estaba
ocurriendo en las cubiertas. Los gritos habían reemplazado a las canciones
obscenas. No me equivocaba. Toine me dijo repentinamente:
—No te duermas, chico, va a haber problemas. Están discutiendo entre
ellos. Pronto empezarán a pelearse. Y encima, ese maldito viento no
aparece por ningún sitio.
En ese preciso instante sonó un griterío horrible. Corrimos a las portillas
y lo que vimos fue una escena de pesadilla. Varios marineros estaban
enfrentados entre sí, enloquecidos, con los cuchillos en las manos. Aunque
apenas podían mantenerse en pie, intentaban acuchillarse los unos a los
otros con torpeza. Embrutecidos por aquella terrible experiencia, lo único
en lo que pensaban era en matar. Horrorizado en un principio, quedé
enseguida cautivado por la contienda. Sí, para mi propia vergüenza,
aquellos asesinos potenciales me fascinaban.
Se detuvieron un momento cuando el capitán hizo acto de presencia
llevando dos pistolas consigo. Pero la calma duró bien poco. Un cuchillo,
lanzado con gran destreza, atravesó su garganta. La sangre manó a
borbotones. El pobre diablo se tambaleó para caer al instante, mientras
disparaba ambas pistolas en dirección a los amotinados. Uno de ellos,
alcanzado por una bala, cayó al entarimado con las manos en el estómago.
Exaltados por la visión de la sangre, varios marineros se abalanzaron
sobre el capitán y estaban a punto de arrojarle por la borda cuando una voz
gritó:
—¿Y por qué no nos lo comemos?
Se elevó un murmullo, seguido de un largo silencio. Acto seguido todos
los hombres se lanzaron sobre el capitán y le desmembraron en un
santiamén. Petrificado por el espanto, no pude apartar los ojos de aquel
espectáculo increíble. Al borde de la náusea, contemplé cómo aquellos
seres, que se suponían civilizados, compartían el cadáver de su capitán. Se
lo estaban comiendo con un placer tan repugnante que no delataba ningún
atributo de humanidad. Algunos, posiblemente con el apetito despierto por
aquella monstruosa comida y sintiendo, quizás, que aún no estaban
saciados, se volvieron sobre el marinero herido.
—¡No! —gritó éste.
Pero le mataron sin piedad y su cuerpo desmembrado fue igualmente
compartido por todos los presentes.
Hechizado por aquel espectáculo horrible, fui incapaz de acostarme
durante la mayor parte de la noche. Toine yacía en su hamaca sin decir una
palabra, aunque tampoco dormía. Cuando me volvía podía verle apoyar sus
pies sobre las paredes redondeadas del casco. De cuando en cuando se
incorporaba para lanzar un largo escupitajo. El calor se había hecho tan
insoportable que le pregunté:
—¿Qué tal si abrimos un poco las portillas?
—Puedes hacerlo —respondió—, los perros están saciados.
Me incorporé para abrir una pequeña rendija. Pero, al hacerlo, me
golpeó una vaharada nauseabunda. Un hedor dulce y enfermizo invadió la
cocina, en la que no había entrado ni una brizna de aire fresco.
—Apesta a sangre, chico —dijo Toine—. Si no puedes soportarlo, será
mejor que vuelvas a cerrarla.
Asentí. Pero antes de volver a mi hamaca eché un último vistazo al
exterior. La noche estaba a punto de finalizar, haciendo que las estrellas
brillaran pálidas. La línea del horizonte, por donde salía el sol, estaba
iluminada con reflejos dorados. Los marineros, ahora silenciosos,
permanecían en su mayor parte recostados sobre las cubiertas, haciendo la
digestión de sus crímenes. Algunos miraban al frente con ojos desangelados
y vacuos, como si buscaran el olvido en la distancia, allá por donde el día
inmaculado comenzaba a presagiar la aurora.

Capítulo III

Me desperté hacia el mediodía. El calor era aplastante. Las escenas


atroces que habían tenido lugar unas horas antes restallaron en mi cerebro al
momento, haciendo que me hundiera en una profunda desesperación.
¿Cuándo llegaría mi turno? ¿Existía alguna forma de escapar de esta
situación tan espantosa? Seguramente sollocé, pues la voz de Toine pronto
se hizo notar:
—Bien, chico, ya veo que aún estás ahí. ¿Vas a levantarte?
Estaba al lado de la portilla. Me acerqué hasta él, embargado por el
miedo, y me arriesgué a mirar afuera.
Los macabros restos que aún estaban esparcidos por la cubierta —
hebras de carne pegadas a los huesos que las sustentaban— se habían
ennegrecido a causa del calor. Un moscardón verdoso revoloteaba sobre los
desperdicios de manera incansable y misteriosa. Los hombres habían vuelto
a la bodega para beber ron, sin duda con la absurda esperanza de que
aquello apagaría su sed. Pero ya no podían soportarlo más y vimos que el
fuego les quemaba las entrañas, que gritaban como animales y se retorcían
de dolor con las manos sobre el vientre. Varios, incapaces de aguantar
semejante agonía, se lanzaron por la borda sobre la inmensidad de unas
aguas insalubres.
Toine puso una mano en mi hombro.
—Ya ves, chico, la locura de los hombres no es algo agradable de ver.
Son peores que una jauría enloquecida.
—¿Qué harán los demás? —pregunté con voz temblorosa.
—¡Bah! Ya han probado la sangre. Cuando vuelvan a estar hambrientos
se devorarán los unos a los otros. ¡A no ser que el maldito viento comience
a soplar de nuevo!
En ese preciso instante el rodillo de amasar de la cocina empezó a
moverse. Toine me agarró por el hombro.
—¿Has visto eso, chico, lo has visto?
Y como yo no daba señales de entender la importancia de aquel suceso,
Toine continuó alegremente:
—¡La corriente! ¿No la oyes? ¡La corriente! ¡Eso quiere decir que el
viento está llegando! Mañana estará sobre nosotros.
¡Bendito sea Dios! La pesadilla estaba tocando a su fin. Apenas podía
creerlo.
Y entonces la dicha estalló dentro de mí. Empecé a gritar y a reír al
mismo tiempo. Toine me miraba, asintiendo con la cabeza; parecía
igualmente feliz. Por fin dijo:
—Será mejor que no te alegres tan pronto, hijo; aún no estamos a salvo
del todo.
—Pero, ¿quién gobernará ahora el navío? —pregunté.
—El miedo —me respondió, y un escalofrío recorrió mi espina dorsal
de arriba abajo.

***

Unas horas más tarde, Toine y yo aún seguíamos encerrados en nuestra


cocina. El calor había hecho que la tripulación, o lo que quedaba de ella,
abandonara la cubierta.
—No puedo soportarlo ni un segundo más —exclamó Toine de repente
—. Voy a baldear un poco de agua sobre esa condenada cubierta.
Antes de desbloquear la puerta, tuvo la precaución de guardarse en el
cinturón una pistola y su cuchillo. Me dispuse a seguirle.
—No, muchacho —dijo—, será mejor que te quedes aquí.
Pero al comprobar que no tenía la menor intención de dejarle solo, se
encogió de hombros y dijo lacónicamente, mientras me entregaba la pistola:
—Toma esto, entonces.
El sol caía a pico, haciendo que la cubierta fuera como un horno.
Teníamos los pies literalmente abrasados. Ambos tomamos un cubo de
madera, le atamos una cuerda y empezamos a sacar agua del mar que luego
arrojábamos sobre las manchas de sangre renegrida. Dejé que Toine se
encargara de arrojar al océano los restos de carne. Nada en el mundo podría
hacer que tocara aquellas cosas. Habíamos limpiado una buena parte de la
cubierta cuando uno de los marineros apareció repentinamente de entre las
sombras de una escotilla y se puso a gritar:
—Dejad eso en paz. Es mío. ¡Es mi comida! ¿Lo oís? ¡Dejadlo!
Al mismo tiempo blandía una barra de acero. Estaba a punto de golpear
a Toine en la cabeza. El viejo había sido sorprendido y no tuvo tiempo de
echar mano de sus armas. No lo dudé ni un instante. Saqué la pistola del
cinturón y disparé sobre el loco sin apuntar apenas. El marinero se
desplomó con un agujero en la frente. Aturdido, contemplé cómo caía a mis
pies. De repente empecé a temblar como una hoja sacudida por el viento.
—Ven, chico —dijo Toine, dándome unas palmaditas en el hombro—.
Era su vida o la mía. Me habría convertido en su próximo almuerzo de no
haber sido por ti.
Se inclinó sobre el marinero para comprobar que estaba realmente
muerto. Luego me cogió del hombro y dijo:
—Vamos, ayúdame. Le arrojaremos al mar antes de que otros decidan
comérselo.
Sujeté a mi víctima por las piernas, no sin cierta repugnancia, y entre los
dos lanzamos el cadáver a las aguas. Un buen número de tiburones, atraídos
por el olor de la sangre, merodeaban alrededor del barco. Enseguida se
lanzaron sobre aquella presa inesperada y la desgarraron salvajemente.
Regresamos a la cocina en silencio. Casi parecía hacer fresco después
del calor que habíamos soportado en la cubierta. Bebimos un poco de agua,
notando que nuestra provisión disminuía rápidamente. Luego comimos un
poco de harina que Toine había amasado con algo de agua para darle
consistencia. Ni el hedor horroroso que emanaba de aquella mezcla, ni su
abominable sabor a moho, nos amilanó, tan grande era nuestra hambre. Sin
embargo, más tarde pensé que no podría seguir castigando a mi estómago
de aquella manera durante mucho más tiempo.
Huelga decir que, nada más entrar en la cocina, Toine volvió a asegurar
la puerta. Podíamos ser atacados en cualquier momento. Afortunadamente
disponíamos de una buena cantidad de pólvora y munición. No cabía otra
cosa que hacer que esperar. Nos recostamos en nuestras respectivas
hamacas.
Gradualmente, según iba pasando el día, el navío comenzó a moverse.
Por fin me quedé dormido.

Los gritos y canciones que llegaban desde las cubiertas me despertaron.


La noche había caído. Están empezando de nuevo, pensé nervioso. Me
incorporé un poco y vi que Toine estaba al lado de la portilla. No había
encendido la luz, seguramente para evitar llamar la atención.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Esos imbéciles le están dando de nuevo al ron. Si en vez de pensar
sólo en emborracharse se les hubiera ocurrido desplegar las velas, ya
estaríamos moviéndonos.
Me erguí y miré por la otra portilla. Los pocos supervivientes que aún
quedaban estaban sentados alrededor de un barril de ron que habían traído
de la cubierta. Entre ellos se hallaba el contramaestre, que parecía haberse
hecho el dueño de la situación. Metían sus pequeñas tazas en el barril
abierto y bebían; el ron resbalaba entre sus barbas y les manchaba las
vestimentas. Por suerte, no estaban peleándose. Me volví hacia Toine.
—Parecen más tranquilos.
—No cuentes con eso, hijo —respondió—. Estoy seguro de que pronto
seremos testigos de algunos acontecimientos insólitos, suponiendo que el
ron no acabe antes con ellos.
Me sentía muy débil, así que volví a la hamaca y me recosté. Tenía
hambre, y sed también, pero no me atrevía a decírselo a Toine que, por otra
parte, sufría lo mismo que yo y no se quejaba. Además, ¿qué podía hacer
él? Apenas quedaba agua, y en cuanto a la harina, seguramente lo más
inteligente sería no comer demasiada. De repente, se dibujó en mi cerebro
la imagen del hombre al que había matado. Nada más caer desfallecido
apareció delante de mí con una flor roja en la frente que fue creciendo y
creciendo hasta adquirir un tamaño enorme. Los pétalos se abrían cada vez
con una mayor velocidad y luego, del centro de la flor, brotó súbitamente un
vástago. Como si de un dedo acusador se tratara, creció lentamente hacia
donde yo estaba, dispuesto a succionarme hasta el interior del cráneo del
hombre. Empecé a gritar, y debí gritar muy fuerte porque sentí que alguien
me sacudía.
—Eh, grumetillo, no hagas ruido.
Toine estaba inclinado sobre mí. Aunque intentaba que su voz sonara
enfadada, vi que la piedad afloraba a sus ojos.
La aurora resultó tan turbia como la arena enlodada. Las estrellas habían
desaparecido y la noche parecía no tener fin. Un silencio, tan espeso como
el calor circundante, reinaba en el aire. Los marineros debían haber estado
revolcándose en el ron. Toine, que había vuelto a su hamaca, no dijo nada
más, pero podía ver sus ojos brillar como los de un gato en medio de las
sombras. Nos rodeaba una sensación impalpable y opresiva, como si algo
fuera a pasar.
De pronto escuchamos una multitud de golpecitos sobre la cubierta,
como si miles de pequeñas zarpas corrieran por el entarimado. Toine saltó
de su hamaca, gritando cosas que no llegué a entender. Corrió hasta la
portilla; luego, tras echar un vistazo, regresó y se puso a decir alegremente,
con una amplia sonrisa que jamás le había visto antes:
—¿No lo oyes, muchacho? La vida cae desde lo alto. ¡Lluvia! ¡Por fin
podemos beber hasta saciarnos!
Se acercó a la puerta, la desatrancó y salió fuera. Le seguí al momento,
y vi que se había tumbado sobre la tablazón, con la boca abierta de par en
par, lamiendo ávidamente las gotas providenciales. Me tendí a su lado, y
bebí y bebí hasta quedar sin aliento. Al mismo tiempo, rodaba de un lado
para otro, revolcándome en el líquido celestial, cayendo presa de una
especie de delirio. Finalmente Toine me golpeó suavemente en el hombro.
—Vamos, hijo, ya está. Ahora vayamos a echar una mano a los
hombres.
Me levanté a regañadientes y le seguí. A unos cuantos metros de
distancia, la tripulación, ahora muy reducida en número, se hallaba ocupada
intentando desplegar las velas. Lo hacía sin antes izarlas y, en consecuencia,
tenían enormes problemas para que permanecieran de cara al viento; el
diluvio que caía empapaba las velas y las hacía tan pesadas que los
marineros apenas podían tirar de ellas.
Toine y yo unimos nuestras fuerzas a las suyas. Debo confesar que les
ayudaba no sin cierta repugnancia. Las espantosas escenas que habían
protagonizado aún estaban demasiado frescas en mi mente. Toine, sin
embargo, trataba a los marineros de una forma que podía ser calificada
como amistosa. Aquello me sorprendió bastante. Pero más tarde aprendí,
pagando un alto precio, que los hombres son tan vulnerables al sufrimiento
como a la alegría.

Capítulo IV

La lluvia había cesado. Las velas del galeón por fin estaban desplegadas
y los barriles que habíamos colocado sobre la cubierta rebosaban del
valioso presente que los cielos nos habían concedido con tanta generosidad.
La calma volvía a reinar en medio de aquel amanecer negro como la tinta
que ahora se había tornado gris oscuro. Los rayos del sol se las apañaban
para salir a ratos de entre las nubes, iluminando un océano extremadamente
tranquilo que más parecía un lago de alquitrán.
Lejos, muy lejos aún, podíamos escuchar el sordo bramido de la
tormenta. Según fue acercándose, los relámpagos comenzaron a rasgar el
cielo, mientras el mar se estremecía y empezaba a rizarse por el impacto de
un viento fresco que acababa de levantarse. Casi de inmediato, las aguas se
agitaron de arriba abajo, como si se pusieran a danzar. Uno tras otra, las
velas se inflaron sobre los mástiles, sacudiéndose el agua de la lluvia. De
nuevo fueron tan blancas como las alas de los ángeles. El barco empezó a
deslizarse suavemente sobre la superficie del agua, aumentando poco a
poco su velocidad mientras la brisa soplaba sobre las jarcias como una
canción de despedida.
Todos aullamos de alegría al unísono. Al rato, Toine puso su mano
sobre mi hombro.
—Nuestros problemas aún no han terminado. Ahora tenemos que ser
capaces de gobernar el navío. Ven, vamos a echar un vistazo al cuarto de
navegación.
El contramaestre ya estaba allí, observando varios mapas que tenía
desplegados delante de él. Levantó la vista mientras nos acercábamos; su
mirada era de un desconcierto total.
—¡Ajá! Ya veo —dijo Toine en un tono mordaz e irónico—. El capitán
tenía la última palabra.
—Lo mismo digo en cuanto a ti —respondió el contramaestre con
grosería. Luego se tranquilizó un poco—. Has recorrido los mares con él
desde hace tiempo. ¿Sabes dónde guardaba los instrumentos?
—Primero tienes que calcular cuál fue nuestra última posición —replicó
Toine.
—Sí, ¿pero cómo? —respondió el contramaestre—. Lo único que he
encontrado son cartas de navegación sin usar. Estoy convencido de que el
resto de los mapas estarán junto con los instrumentos. Ya he mirado por
todos los rincones de esta condenada cabina y no he podido encontrar nada.
Y dirigir un barco sin el equipo de navegación —ahora había comenzado a
gritar— es como navegar a ciegas.
—Podemos servirnos de las estrellas —dijo Toine con calma.
—Oh, claro, claro —respondió el contramaestre, dirigiendo a Toine una
mirada asesina—. Y puedes decirme quién diablos sabe leer las estrellas en
este maldito navío.
—Por supuesto que puedo —replicó Toine, más tranquilo aún si cabe.
En ese preciso instante pensé que el contramaestre estaba a punto de
caer al suelo delante de nosotros, víctima de un ataque al corazón. Su rostro
se puso de un color púrpura y los ojos con los que miraba a Toine parecían
querer salírsele de las órbitas. Toine, con las manos en los bolsillos,
masticando su sempiterno tabaco, le observó con la cabeza ladeada y un
brillo vivo en los ojos. Daba la sensación de estar disfrutando enormemente
con la progresiva furia del otro, furia que en absoluto intentaba aplacar, sino
todo lo contrario.
—Bueno, ¿quién es? —aulló el contramaestre.
Toine se cambió de mejilla el trozo de tabaco de mascar, lanzó un buen
escupitajo y, con una despreocupación totalmente estudiada, dijo:
—¡Yo!
Entonces vi que su actitud cambió bruscamente. Se irguió en toda su
estatura y, con voz áspera, dijo:
—Sin mí estáis perdidos. Métete eso en la cabeza, tú y tus repugnantes
camaradas. Soy perfectamente capaz de gobernar el barco, pero con una
condición: tenéis que nombrarme capitán ¡Y si no al infierno con todo! Yo
ya no tengo nada que perder.
Se hizo el silencio. Luego el contramaestre, con los dientes apretados y
los puños comprimidos, se acercó al cocinero hasta ponerse justo a su
altura.
—Dime, Toine —siseó entre dientes—, ¿crees que soy un maldito
idiota? ¿Tú, el capitán? ¡Tienes que estar loco!
Y mientras hablaba, daba vueltas al dedo índice de la mano derecha
sobre su sien. Toine le miró con desprecio.
—A lo mejor lo estoy, pero esto es lo que hay; lo tomas o lo dejas. Ve a
decírselo a los demás, y será mejor que te des prisa porque estamos
navegando en círculos. Si quieres, puedes comunicarles también que no
estoy en contra de que seas mi segundo oficial.
El contramaestre abrió la boca, pero pareció pensárselo mejor y se giró
bruscamente, saliendo sin decir ni una palabra.
—Bueno, ya está hecho —dijo Toine tras asegurarse de que el
contramaestre no podía oírle—. Y ahora, hijo, te voy a decir una cosa.
Apenas sé distinguir la Osa Mayor de la Cruz del Sur.
—Y entonces —dije aterrorizado—, ¿qué va a ser de nosotros?
—Eso mismo me pregunto yo —contestó Toine, encogiéndose de
hombros y mascando su tabaco—. Pero, para empezar, alguien tiene que
hacerse cargo de esas bestias. Más adelante, tendremos que apañárnoslas
para requisar todas sus armas. Y después, Dios proveerá.
Aquélla fue la primera vez que le oí mencionar a Dios. Y, aunque no
sabría decir por qué, aquello no me sonó del todo bien. A lo mejor era
porque había renegado de Dios durante mi niñez. De cualquier manera, no
tenía tiempo para pensar en ello. El contramaestre había regresado.
—Está bien, patrón —dijo desafiante—, te hemos nombrado capitán.
Pero no admiten que yo sea el único oficial a bordo. Quieren que haya dos.
—En ese caso —apuntó Toine entornando los ojos—, diles que están
navegando de cara al viento, y diles también que soy el capitán y que no
admito órdenes.
El contramaestre pareció sorprenderse por la respuesta. Pero volvió a
salir sin pronunciar ni una sola palabra.
Mientras tanto el viento seguía ganando fuerza y el barco comenzaba a
escorarse peligrosamente. Mas nadie parecía prestar la más mínima
atención a lo que sucedía. A través de los ventanales del cuarto de
navegación podíamos ver las velas hinchadas al máximo.
—Si pierden su rigidez, aunque sólo sea un poco —dijo Toine—,
acabarán desgarrándose.
Asomó la cabeza por la puerta de la cabina y, ayudándose de una bocina
que yo no había visto hasta entonces, gritó:
—¡Arriad la mayor!
Noté que los hombres dudaban ante las órdenes que acababan de salir
del puente de mando. Pero sólo fue un instante. Alguien repitió la orden y
en ese mismo momento Toine se convirtió en capitán de navío, sin tan
siquiera saber cómo navegar. En otras circunstancias, aquello habría
resultado bastante cómico.
El día transcurrió sin mayores incidentes. A pesar de sentirnos
tremendamente débiles por la falta de alimentos, conseguimos sacar fuerzas
de flaqueza. Cayó la noche. Toine señaló una estrella a la que seguir, una
que, sin duda, había elegido al azar; luego me llevó a sus nuevos aposentos
en el camarote del capitán. Se trataba de un amplio cuarto, en el que
circulaba el aire fresco, provisto de dos literas. Milagrosa e
inexplicablemente no había sido saqueado.
—Aquí estaremos mejor —apuntó Toine.
Se puso a buscar por todas partes pero tan sólo descubrió una especie de
instrumento. Lo examinó con mucho cuidado antes de enseñármelo.
—Mira —dijo finalmente—, con esta cosa, si funciona, que, por
desgracia, no es el caso, podemos calcular la latitud.
—¿En serio? ¿Cómo funciona?
—Midiendo la altura del sol sobre el horizonte. Se llama sextante. Pero,
de todas formas, tampoco perdemos nada, ya que no tenemos ningún mapa
para fijar nuestra posición.
Dejé que Toine eligiera una de las literas y yo me tumbé en la otra.
Después de tantas noches suspendido en una simple hamaca, a las que
tampoco estaba habituado de antes, aquella inesperada comodidad me
habría complacido gratamente de no ser por los terribles dolores que me
transmitía mi vacío estómago. Muy pronto, sin embargo, caí en un profundo
sueño.

Capítulo V

Cuando desperté vi que estaba solo en el camarote. El barco daba


bandazos; el armazón y el casco crujían terriblemente. Me senté en la litera
y miré por la portilla. Unas olas gigantescas, perladas de blanca espuma, se
erguían sobre el mar para romper luego y hundirse en las profundidades. El
espectáculo me causó una enorme impresión, pero decidí salir a la cubierta
en busca de Toine, que seguramente estaría en el cuarto de navegación.
Subí al alcázar, pero me costaba mucho abrir la puerta de la cámara.
Justo cuando creí haberlo conseguido, el impacto de una ola tremendamente
poderosa me arrojó de nuevo hacia abajo. Volví a intentarlo, y esta vez
esperé a que se produjera el intervalo entre dos olas para subir al puente.
Agachándome, corrí todo lo que pude en dirección a la cabina, entrando
justo a tiempo, pues detrás de mí una ola rompió estrepitosamente.
Toine no estaba. Miré a través de los ventanales y le descubrí a la rueda
del timón. ¡En verdad se tomaba en serio su cargo de capitán! No había ni
un alma a la vista. Toine era un espectáculo digno de contemplar, allí solo
en medio de la galerna, agarrado al timón de cara a los elementos desatados.
El palo de mesana y el de trinquete, que tenían las velas recogidas, parecían
dos esqueletos. Pero la vela del bauprés, que los hombres no habían tenido
tiempo de plegar por completo, se erguía contra los cielos y volvía a
sumirse en las olas como si fuera el mismísimo estandarte de la muerte.
El oleaje barría la cubierta sin cesar. Desesperado, empecé a
preguntarme cómo podría llegar hasta Toine. Sencillamente no me sentía
capaz de permanecer en aquel cuarto ni un segundo más; me hallaba solo y
muy preocupado. Por fin, decidí ir hasta donde se encontraba el cocinero,
costase lo que costase. Diez veces estuve a punto de caer por la borda. Me
di cuenta de que Toine estaba gritándome algo sin cesar, pero no podía
oírle. Por fin, una ola más poderosa que las demás literalmente me arrojó
sobre él. Mientras seguía con una mano en la rueda del timón, con la otra
me sujetó hasta que pude recuperar el equilibrio.
—Acércate allí —dijo, señalando con el mentón la base del timón,
donde había una cuerda a la que estaba atado.
Al mismo tiempo volvió a sujetar la rueda con ambas manos y enderezó
el navío, que había empezado a escorarse peligrosamente.
—Has llegado justo a tiempo para echarme una mano, chico —añadió
—. Se necesitan dos pares de brazos para dominar este maldito timón.
—¿Y hacia dónde nos dirigimos?
—Eso, grumetillo, nadie lo sabe. Para evitar cualquier discusión sobre
la dirección que debíamos tomar di órdenes de seguir en línea recta al
amanecer.
El viento aullaba terriblemente. El mar se agitaba aún con mayor
violencia. El galeón brincaba y se hundía en las olas sin cesar, y el palo
mayor se balanceaba de un lado a otro como un borracho. Pero, a pesar de
su tamaño, aguantaba firme. El bauprés, sin embargo, al no tener la vela
recogida, había sido incapaz de soportar los embates. Enseguida se rasgó
con un crujido.
Los dos tuvimos mucho trabajo sujetando la rueda del timón. Tiraba
incontrolada de babor a estribor.
Cuando había pasado más de una hora desde que me uní a Toine llegó el
contramaestre. La sorprendente destreza con la que se acercó a nosotros
atestiguaba una larga experiencia con las tempestades. Le gritó a Toine:
—Es mi turno de guardia, capitán.
Miré con admiración al cocinero que, con aparente facilidad, se las
había arreglado para imponer su mando. Pero de regreso a nuestro
camarote, Toine me dijo que había tenido que golpear a un marinero que
intentó apuñalarle aquella misma mañana. El sujeto se había negado a
obedecer a Toine cuando ordenó arriar las velas. Sin embargo, después de
aquel episodio, el resto de la tripulación estuvo dispuesta a acatar su mando.
Nuestras ropas estaban empapadas. Tuvimos que cambiarlas por otras
secas. Fue bastante difícil hacerlo. El barco cabeceaba tan violentamente
que rodé por el suelo mientras intentaba ponerme los pantalones.
—Muchacho —exclamó Toine, riéndose con ganas—, nunca llegarás a
ser un buen marino. Vamos —siguió, con voz más seria—, siéntate en el
suelo para vestirte, si eres incapaz de hacerlo de pie.
En ese mismo momento fuimos golpeados por una ola que rompió sobre
la cubierta con un tremendo rugido. Pronto la siguió otra. Oímos un crujido
arriba, acompañado al instante por el sonido de madera rota que caía y se
resquebrajaba.
—¡Buen Dios, es la maldita caseta del puente que se ha hecho añicos!
Vamos a ir pronto hacia atrás —aulló Toine—. Tan sólo tenemos que
cambiar de dirección.
Cogió una cuerda de debajo de la litera y ató fuertemente uno de los
extremos a su cintura. Me lanzó el otro y, mientras abría la puerta del
camarote, empezó a explicarme con rapidez:
—Tienes que venir conmigo al puente, pero no ahora mismo. Quédate
sobre la escalerilla y sujeta la cuerda mientras llego al timón. Luego tiraré
de ti.
Nos arrastramos hasta la escalerilla. Uniendo nuestras fuerzas,
conseguimos abrir la puerta de la antecámara y luego Toine subió a la
cubierta. A pesar del rugido de la tormenta podía oírle resoplar con furia.
—¿Qué ocurre? —le grité, asomando la cabeza por la escotilla.
—Esos imbéciles son una pandilla de marineros de agua dulce. No
saben ni cómo aferrar una vela. ¡Mira el palo de trinquete!
Efectivamente, el mástil se doblaba como la rama de un joven sauce
llorón. El viento, que soplaba con una furia inimaginable, estaba rasgando
todas sus velas y convirtiéndolas en jirones.
Toine se inclinó y acercó su rostro al mío.
—Ahora escúchame atentamente, chico. Ya me has salvado de un buen
lío. Ésta es otra oportunidad para que lo hagas de nuevo. Tengo que salir y
cortar ese palo; con todas esas velas ahí arriba lo único que conseguiremos
es ir de un lado a otro mientras el agua se precipita por los costados del
barco. Si no lo corto, no creo que tardemos ni una hora en hundirnos. Así
que ve hasta el camarote y tráeme el hacha. Está debajo de mi litera.
Fui corriendo y estuve de regreso en menos de un minuto.
—Muy bien, chico —dijo Toine—. ¡Y ahora, sujeta fuerte!
Y se deslizó entre la espuma de una ola que le barrió como si fuera una
hoja al viento.
Podía sentirle en el otro extremo de la cuerda, como un pez atrapado en
el anzuelo. De repente, el barco se ladeó hacia un costado y una ola me dio
de lleno. Me caí por la escalerilla, pero, al no querer soltar el cabo bajo
ningún concepto, no pude amortiguar la caída. El golpe fue tremendo. Era
posible que para Toine hubiera resultado aún peor. Volví a trepar por la
escalerilla. En cuanto me vio se puso a gruñir:
—Otra caída como esa y se acabaron para siempre nuestros problemas.
Se incorporó con dificultad.
—Vamos, tenemos que empezar de nuevo.
Me preguntaba de dónde diablos sacaba aquella energía inagotable un
hombre tan pequeño, enjuto y temperamental como Toine. Era un ser
extraordinario. ¡Pero tenía que tener una voluntad de acero para afrontar la
extrema debilidad en la que estábamos sumidos!
Esta vez se las arregló para llegar hasta el palo. Ya había cortado los
cabos y estaba a punto de empezar con el mástil cuando dos miembros de la
tripulación, gritando y haciendo gestos, corrieron hacia él. Seguramente
querían evitar que continuara con su tarea. Pero justo en esos momentos
llegó el contramaestre, que sin duda se había dado cuenta de que había que
cortar el mástil, e intervino en el asunto. Entonces los marineros se lanzaron
sobre él. Quizás yo fui el único en darse cuenta de la ola gigantesca que
estaba a punto de romper sobre nosotros. Encogí la cabeza entre los
hombros y sujeté la cuerda con todas mis fuerzas, pegándome a la
escalerilla todo lo que pude. Fue como si el océano entero cayera sobre mí.
Cuando al fin pude levantar la cabeza vi que Toine estaba abrazado al
mástil mientras los otros tres marineros rodaban por la cubierta en dirección
al pretil. Otra ola se precipitó por encima de la popa, arrastrándoles por la
cubierta. No volvieron a dar señales de vida. Una ráfaga de agua los había
cubierto durante unos instantes y luego desparecieron para siempre en los
pliegues de la tempestad.
Mientras tanto, Toine había vuelto a emprender su tarea. De repente oí
un crujido acompañado de un rumor sordo. Miré a toda prisa en aquella
dirección. El viejo diablo se las había apañado para cortar el mástil de proa.
Pero no pude verle por ningún sitio. Aterrorizado, empecé a jalar del cabo.
Pero a cada embate de las olas me veía obligado a soltar un poco de cuerda
y empecé a temer que finalmente encontraría un hombre ahogado al otro
extremo del cabo. Por fin logré divisarle; estaba sangrando por la cabeza. El
mar se agitaba ahora con menos violencia y el barco parecía haber
estabilizado el rumbo. Tuve algunas dificultades para arrastrar a Toine hasta
el camarote y acostarle en la litera. Apenas podía respirar, pero estaba vivo.
El corte de la frente no parecía demasiado serio. Fui a por un poco de ron,
le aupé la cabeza y le hice beber varios sorbos. Transcurrieron unas cuantas
horas antes de que abriera los ojos. Mientras tanto, el mar había redoblado
su violencia. Nos encontrábamos justo en el centro de la tempestad, que se
había hecho dueña y señora del barco, balanceándole y estremeciéndole
como si fuera una marioneta. Por dos veces subí hasta el puente, pero no vi
a nadie. La rueda del timón, sin nadie que la gobernara, giraba de un lado a
otro en el abismo. No sabía cómo controlarla y no tenía ninguna intención
de aprender en aquellos momentos. Con semejante mar podía romperme los
brazos. Por fin regresé al camarote y me senté al lado de Toine.
Aún seguía inconsciente. Tenía los ojos abiertos pero una mirada vacía,
y no me reconoció. Le puse una venda en la frente y le obligué a beber un
poco más de ron, pero mis cuidados no parecieron surtir efecto; siguió sin
moverse. Desesperado, vi cómo declinaba el día, lleno de pensamientos
melancólicos. El hambre empezaba a ser insoportable. Al rato sólo podía
pensar en una cosa: comida. ¡Estaba dispuesto a comer lo que fuera! No
recordaba haber visto a Toine tirar los restos mohosos de la harina con la
que nos habíamos alimentado, pero tampoco recordaba haberlos visto en
nuestro camarote. Seguramente los había dejado en la cocina, pensando que
ya no nos serían de utilidad. En esos momentos, aquellos desperdicios
podridos me parecían el más suculento manjar. Sin dudarlo mucho, me
dispuse a ir hasta la cocina.
Al final de la jornada, la tormenta seguía con toda su furia y, en cuanto
asomé la cabeza por encima de la lona impermeabilizada que cubría la
escalerilla, unas olas gigantescas rompieron sobre mí. Me aparté
rápidamente y esperé un rato antes de volverlo a intentar. Nada en el mundo
me habría hecho volver atrás. La cuarta intentona fue la buena. Tuve mucho
cuidado en cerrar la escotilla pues, de otra manera, se habría acabado
inundando toda la parte inferior. Fui avanzando hacia la cocina, asiéndome
a todo lo que encontraba en mi camino. Me tomó muchísimo tiempo llegar
hasta mi destino. Tenía miedo de que el agua me arrastrara de la cubierta en
cualquier momento, pero al fin me las arreglé para entrar en la cocina.
¡Cómo estaba todo! Todas las alacenas estaban patas arriba. Incluso las
planchas metálicas que servían para fijarlas al suelo estaban dobladas.
Había signos de lucha y restos de sangre por todos sitios. Los marineros que
quedaban, tras haber descubierto las reservas de Toine, debían haber estado
peleándose por ellas. Bebí un poco del agua de lluvia que habíamos
almacenado y eso hizo que mi hambre se aplacara un tanto. Luego seguí
buscando, con la esperanza de que algo se les hubiera pasado por alto a los
saqueadores. Por desgracia, no encontré nada más que algunos restos de
harina en el fondo del saco en el que la guardábamos que, naturalmente,
estaba completamente vacío. Desesperado, decidí regresar a la cabina del
capitán. Entonces, repentinamente, el chasquido de un disparo sonó por
encima del aullido de la tempestad. A través de la portilla contemplé a los
últimos supervivientes de la tripulación peleándose por el único bote
salvavidas que quedaba. Era la última esperanza de vivir que tenían y
luchaban con desesperación. Sin embargo, una ola extraordinariamente
poderosa se abalanzó sobre ellos, llevándose consigo tanto a los marineros
como al bote salvavidas. En ese mismo instante, el palo mayor se hizo
pedazos sobre la cubierta con un estruendo espantoso. El galeón comenzó a
girar cada vez con mayor velocidad. Aunque no sabía mucho de eso, deduje
que estábamos atrapados en una especie de remolino. Sorteando dos masas
gigantescas de agua, comencé a andar hacia la cabina. El mar parecía abrir
sus fauces para devorarnos. Por fin, logré alcanzar la escotilla y bajar los
peldaños hasta el camarote.
Encontré a Toine sentado sobre su litera. Gracias a Dios, había
recuperado el conocimiento. Le conté en pocas palabras todo lo que había
visto y también le describí el remolino en el que parecíamos estar atrapados.
Éstas últimas nuevas le consternaron en gran medida. Se acarició su
rostro cansado y dijo:
—Estamos atrapados en el corazón del huracán. Como el Holandés
Errante[13]. ¿Estás completamente seguro de que somos los únicos que
quedamos a bordo?
—Sí, lo estoy.
—Entonces, muchacho, lo tenemos muy duro. Hay que sacar el buque
del remolino y escapar, si aún no es demasiado tarde.
Se incorporó mientras hablaba, pero tuvo que sujetarse a la litera para
no perder el equilibrio. Jamás conseguiría llegar a la cubierta, pensé para
mis adentros.
Pero me equivoqué. No sólo consiguió llegar hasta la cubierta sino que
ambos, tras superar un montón de dificultades, pudimos alcanzar de una
pieza la rueda del timón.
Nos rodeaba una verdadera pared, acuosa y circular. Y el barco giraba y
giraba en su interior. Un millón de círculos formaban aquella masa líquida
que reflejaba la luz tenebrosa del cielo. Toine agarró la rueda.
—Demasiado tarde —dijo—. Ni las fuerzas combinadas de un centenar
de hombres podrían resistir semejante presión.
Como atraído por un imán, el galeón se iba aproximando al centro del
remolino. Cada vez giraba con mayor rapidez. Teníamos que permanecer
tumbados sobre nuestras espaldas. Debido a la creciente velocidad de
rotación, la fuerza centrífuga se hizo tan fuerte que nos aplastaba contra la
cubierta. El casco del buque estaba casi en posición vertical, y nos daba la
sensación de estar asistiendo a nuestra propia y agónica destrucción,
incapaces de hacer nada por evitarlo. El cielo por encima de nuestras
cabezas apenas era una mancha de dos palmos de amplitud. Nos hundíamos
en el abismo. De repente se produjo un terrible estruendo, como de una
explosión, seguido de una especie de suspiro. La presión que nos
comprimía contra la cubierta se redujo un tanto y el barco empezó a girar
más lentamente. Al mismo tiempo se enderezó, aunque aún seguía
peligrosamente inclinado. El desgajado palo mayor rodaba de un lado a otro
del puente, arrastrándolo todo a su paso. Ahora el buque estaba casi
hundido en las agitadas aguas. Toine se puso a gritar:
—Tenemos que llegar al otro lado. Va a darse la vuelta. Si nos
quedamos aquí estamos perdidos.
Nos agarramos a los cabos, intentando trepar al otro lado de la cubierta.
Yo no sabía nadar, pero, en esos momentos, ni tan siquiera pensé en ello.
Además, tenía la sensación de que todo aquello le estaba pasando a otra
persona y no a mí. De no ser por Toine me habría ahogado con toda
seguridad. Me mantuvo la cabeza fuera del agua y al final se las arregló
para asirse al palo mayor, que flotaba a bastante distancia de donde nos
encontrábamos. En medio de una especie de neblina contemplé por última
vez la quilla del galeón, que aún sobresalía por encima del agua. Luego
perdí la consciencia.

Capítulo VI

Abrí los ojos y, en un primer momento, no supe decir dónde me


encontraba. Enseguida el bramido ensordecedor del viento y del mar, que
parecía salido del mismo infierno, me hizo recordar de golpe la terrible
situación en la que me hallaba.
La oscuridad que me envolvía mientras me sujetaba al palo era absoluta.
Las cuerdas con las que estaba atado a él me impedían todo movimiento.
¿Toine? ¿Dónde estaba? Empecé a llamarle desesperanzado. No hubo
respuesta, salvo el aullido del viento que ahogaba mis gritos. Me sentí
terriblemente solo y empecé a llorar suavemente.
El frío, unido a la debilidad extrema de mi organismo, hizo que me
pusiera a temblar tan bruscamente como las cuerdas de un violín. La noche
parecía prolongarse en el infinito. Pensé que jamás acabaría, pero, de
repente, un rayo de luna se abrió paso entre los tenebrosos cielos. Aunque
se asemejaba a una luz mortuoria, su pálido fulgor hizo que me
tranquilizara un poco. Me sentí en paz. Al rato comenzó a llover. Abrí la
boca para saciar la sed. La lluvia paró pronto, el viento menguó y los
truenos retumbaron ominosos acompañados por la aparición de una
extraordinaria galaxia de estrellas. En ese preciso momento sentí como si
estuviera pasando a otro mundo, a otra vida. Aquella rara sensación de
tránsito no duró mucho pero supe que jamás la olvidaría hasta el mismísimo
día de mi muerte.
La oscuridad que antes invadía los cielos se disolvió bruscamente y el
firmamento se llenó de unas estrellas desconocidas, más grandes y
brillantes de las que jamás había visto. Unos pensamientos extraños y
febriles se apoderaron de mi mente: que Dios, cansado de la monotonía,
había reestructurado los cielos. De nuevo, caí inconsciente.

Me sentí totalmente asombrado al comprobar que aún seguía atado al


mástil. Ya casi había amanecido y el mar estaba en calma. Erguí la cabeza
todo lo que me permitían mis ataduras y descubrí a Toine recostado al otro
lado del palo. Parecía inconsciente. Le llamé débilmente. No me contestó.
Intenté acercarme a él, pero ¿cómo? El agua de mar había empapado mis
ropas y resultaba imposible deshacer los nudos. Ahora que ya no estaba
amenazado por los peligros de la tempestad, me vi preso en otra trampa de
la que no parecía haber escape posible. Peor aún, sufría espantosamente por
los calambres y por un violento dolor que me recorría la espina dorsal.
Durante horas, la madera curva del palo mayor había estado presionándome
las costillas y el pecho. Estaba comprimido contra ella y apenas podía
respirar.
Un abismo líquido nos rodeaba. El día fue aclarando y el horizonte
adquirió un curioso matiz rojizo que presagiaba la salida del sol, un sol rojo
de sangre. Se levantó poco a poco sobre el horizonte. Jamás había visto
nada como aquello y durante un rato creí tener alucinaciones. Me maravilló
en extremo descubrir que, tras salir del todo, el astro seguía conservando
aquel extraño color, como si estuviera sangrando por una herida. Apenas
podía creer lo que contemplaban mis ojos. Me giré y vi que Toine, que por
fin había recuperado la consciencia, también estaba contemplando ese
fenómeno extraordinario. Le llamé débilmente. Toine esbozó una sonrisa y
dijo:
—¿Estoy loco, chico, o ves lo mismo que yo?
—Yo también lo veo —respondí.
Al rato, sobrecogido por un pensamiento morboso, añadí:
—Parece que está sangrando.
—¡Bah! ¡Cállate! —me cortó con brusquedad.
Mientras tanto, el astro rojizo siguió subiendo en el horizonte. Su color
era similar al de los ladrillos horneados. El calor se había incrementado
notablemente. Tras varios forcejeos pude liberarme de las ataduras y me
puse al lado de Toine, con los pies dentro del agua. Permanecimos en
silencio, con una extraña mezcla de alegría, por seguir aún con vida, y
miedo supersticioso ante la visión de aquel extraño fenómeno tan opuesto al
orden natural de las cosas: aquel sol que parecía tan abrasador como las
ascuas de una fragua. Pronto el calor se hizo insoportable y nos vimos
obligados a sumergirnos en el agua con frecuencia. Como estábamos tan
debilitados, aquel ejercicio nos dejaba completamente exhaustos. El líquido
abismo nos rodeaba por todas partes.
Hacia el mediodía, la súbita aparición de unos animales horrendos nos
llenó de espanto. En verdad eran monstruosos, de casi diez metros de
diámetro; se parecían a una especie de medusas o pulpos gigantescos, con
tentáculos tan anchos como el tronco de un árbol adulto, aunque tenían un
rasgo singular que les hacía especialmente repulsivos: portaban unas
conchas a manera de paraguas de un extraño tinte rojizo. Su número fue
incrementándose alarmantemente y nadaban por entre las olas en manadas,
haciendo que el agua adoptara un color rojo, como una sábana sangrienta
que se extendiera hasta el infinito.
Nada más aparecer aquellas monstruosidades, nos pegamos al mástil,
evitando todo contacto con las aguas. Volvimos a atarnos, anudándonos las
cuerdas alrededor de los pies, las piernas y el pecho para así permanecer
bien sujetos al palo. Angustiados, esperamos a que el sol volviera a
hundirse de nuevo, pensando en la noche terrible que tendríamos que
soportar en ese paraje abominable.
Mientras el día declinaba, el mar fue perdiendo su transparencia hasta
adquirir un tono herrumbroso. También los monstruos desaparecieron,
excepto algunos que de vez en cuando arribaban a la superficie. Aún
parecía más iridiscente bajo la luz crepuscular del atardecer.
—¡Debe ser por culpa de la luz de ese sol diabólico! —exclamó Toine.
Pero cuando el orbe rojizo se hundió en el abismo infinito del mar, las
bestias seguían conservando una fosforescencia escarlata en medio de la
noche repleta de ignotas estrellas.
Toine hizo un valiente intento por intentar explicar el hecho, y se puso a
hablar de las noctilucas[14] y otros protozoos que a veces abundan en el
mar:
—Cuando el mar está agitado emiten fosforescencias —señaló.
Pero eso no explicaba el tono sangriento que nos había rodeado a plena
luz del día. Por fin dijo:
—Chico, jamás he visto una cosa así; en realidad, creo que nos
encontramos en otro mundo.
El miedo había calado tan hondamente en nuestros corazones que, a
pesar de estar totalmente agotados, no nos atrevimos a dormir. El mar se
había transformado en aceite, el cielo tenía unas tonalidades extrañas y un
silencio espantoso pendía sobre nosotros. El mástil flotaba completamente
quieto. Una malignidad imposible de definir emanaba a nuestro alrededor.
Yo, por mi parte, tenía la sensación de hundirme en una especie de gruta
inmensa, cuyas criptas estaban moteadas de enormes gusanos
fosforescentes, de una existencia tan vítrea como la propia luz que
emanaban.
Los monstruos acuáticos seguían aflorando a la superficie del mar sin el
más mínimo murmullo.
—¿Nos hemos quedado sordos? —le pregunté a Toine.
—No, hijo —respondió, igual de perplejo—. No estamos sordos, ya que
nos oímos el uno al otro.
No quise preguntar más y poco a poco me dejé vencer al sopor que se
iba adueñando de mí.

—¡Mira, chico, está empezando de nuevo!


Toine se había acercado y me sacudía suavemente por el hombro. Abrí
los ojos y me topé con su rostro agotado. Sólo los ojos parecían conservar
aquel brillo extraordinario. En esos momentos me molestó mucho que me
quitara del sueño que había hecho desaparecer de mi mente todo
pensamiento negativo, alejándome de la tortura de la sed, la cual volvía a
hacer ahora presa en mi garganta. Eso hizo que todo lo demás desapareciera
de mi cerebro, así que me sentí totalmente indiferente a la repetición del
fenómeno. La debilidad hacía que viese un millar de pequeñas motas
doradas danzando delante de mis ojos. La contemplación de toda el agua
que nos rodeaba tan sólo hizo que mi sed se agravara. Toine se dio cuenta
de cómo me sentía y dijo:
—Escucha, hijo. Humedécete la boca con el agua salada. Inténtalo. Pero
con cuidado. No tragues ni una gota.
Hice lo que me decía. Pero, tras haberme humedecido los labios, no
pude resistir la tentación de beber un trago. Esperaba que se produjera un
terrible ardor en mi estómago, pero, para mi desconcierto y alegría, el agua
resultó ser tan suave y fresca como recién salida del más puro manantial.
Acto seguido, hundí la cabeza dentro. No había ni rastro de los seres
monstruosos del día anterior.
Toine me observó con tristeza. Pensaba que me había vuelto
completamente loco. Pero después de ver que me llevaba el agua a la boca
en repetidas ocasiones, él tampoco pudo resistirse y me imitó. Su sorpresa
fue pareja a la mía propia. Cuando hubimos saciado nuestra sed, Toine
preguntó:
—¿Cómo es posible?
Se encogió de hombros.
—Bueno, creo que esto sí tiene una explicación. A veces sucede que un
gran río desemboca en el mar y la corriente de sus aguas puede llegar muy,
muy lejos. Pero, ¿cómo explicar todo lo demás? No, chico, no. Déjame
decirte que he recorrido todos los mares durante mi perra vida y que jamás
he visto ni oído nada como esto.
Aquel día nos las arreglamos, no sin dificultad, para capturar un pulpo.
Su tamaño era el normal, sobre un metro de largo. Tuvimos que
sumergirnos varias veces en el mar para atraparlo. Nos costó bastante
apuñalarlo y, cuando al fin lo conseguimos, fuimos bañados por un chorro
de tinta negra. Troceamos su carne elástica y viscosa en finas lonchas. Para
nuestros famélicos estómagos aquella repugnante comida resultó un manjar
sin igual, y nos permitió recuperar algo de fuerzas, por no decir nada sobre
el efecto reparador con el que actuó sobre nuestros alicaídos corazones.
El calor seguía siendo tan insoportable como siempre, pero ahora,
también, parecía producir extrañas alucinaciones. Primero vimos las
montañas, y luego unas playas; varios botes venían en nuestra dirección. La
primera de las alucinaciones no desapareció con tanta prontitud como las
otras; por el contrario, siguió allí presente y nos llenó de inquietud. Veíamos
una imponente cadena montañosa, de origen volcánico, que se elevaba
rojiza contra el cielo como la Torre de Babel. Esperábamos que
desapareciera en cualquier momento. Pero, al final del día, seguía fija en el
mismo lugar. La esperanza empezó a anidar en nuestros corazones. Al rato
la alegría era incontenible. ¡Tierra! ¡Íbamos a poner el pie en tierra firme!
Nos abrazamos mutuamente, llorando como niños.
Una suave corriente nos acercaba a aquellas montañas. Según nos
aproximábamos, los picos se iban asemejando cada vez más a una enorme
pared rocosa. El efecto resultaba opresivo y agobiante.
—Ojalá que podamos encontrar cualquier clase de alimento —dijo
Toine—. No hemos visto ni un solo pájaro por los alrededores.
—No te preocupes, podemos pescar —le respondí, pensando en la tierra
firme que nos daba la bienvenida.
—Sí —dijo Toine con un toque de reticencia en su voz.
El atardecer nos sorprendió a pocos kilómetros de la costa. La noche,
para mí, prometía ser eufórica. Desde hacía mucho tiempo no me
encontraba tan feliz. Pero Toine no parecía sentir lo mismo. En varias
ocasiones le oí murmurar:
—Un mundo patas arriba. Sí, es un mundo patas arriba.
Nada más caer dormido tuve la sensación de que el viejo lobo de mar
estaba rezando por primera vez desde que le conocía.

SEGUNDA PARTE

Capítulo VII

De nuevo aquella extraña luz escarlata precedió la salida del sol. En


esos momentos el mástil se deslizaba a lo largo de una costa repleta de
pequeñas calas. La diminuta bahía, protegida por suaves escollos, se abría a
una minúscula playa de arenas rojizas. Fui el primero en poner el pie en
tierra. ¿Cómo describir la alegría que sentí al encontrarme de nuevo en
suelo firme? Brinqué, canté, reí. Pero Toine no parecía compartir mi
entusiasmo. En cierta manera, aparentaba estar inequívocamente abatido.
—¿No te alegras? —le espeté—. Esta vez creo que sí que estamos
salvados.
—Claro, chico, por supuesto que estoy feliz —me respondió en un tono
falsamente alegre. Me di cuenta de que intentaba ordenar sus pensamientos
y no le insistí, reacio a perder el goce que me invadía en aquellos
momentos.
Las rocas seguían teniendo aquel matiz rojizo que estaba omnipresente
por todas partes en aquellos extraños parajes. La arena que pisábamos era
extraordinariamente fina, como un tenue polvillo. Tomé un puñado en la
mano. Podría decirse que resultaba casi impalpable, y resbaló rápidamente
entre mis dedos. Lancé de un soplido al mar lo poco que quedó en la palma
de mi mano. En un instante, la zona en la que habían caído los restos se
tornó de un color rojo sangre. Desconcertado, me volví hacia Toine. La
expresión de su rostro me aterrorizó. Permanecimos en silencio durante un
rato al lado de la mancha rojiza, que ahora empezaba a disolverse. Acto
seguido, Toine se dio la vuelta, encogiéndose de hombros.
—Será mejor que hagamos algo útil y que exploremos los alrededores
antes de que caiga la noche.
—Lo más importante es encontrar algo para comer —le contesté.
Tardamos casi una hora en escalar las rocas que nos rodeaban, ya que,
aunque no eran demasiado altas, resultaban en extremo quebradizas y
blandas. Por cada metro que avanzábamos retrocedíamos dos o tres hacia
abajo, y encima envueltos en medio de un polvillo rojizo que nos nublaba la
vista y nos sofocaba la respiración.
En cuanto llegamos arriba pudimos contemplar la formidable cadena de
montañas que tanto nos había agobiado el día anterior. Se hallaba a unos
treinta y cinco kilómetros de distancia. Podíamos distinguir unas manchas
oscuras —seguramente bosques— repartidas a los pies de las montañas,
como si sus sombras les sirvieran de abono. Para llegar hasta allí antes
tendríamos que atravesar un desierto rojizo y árido.
—Será mejor que antes busquemos algo para transportar agua —dijo
Toine.
—Pero ¿el qué? —gruñí—. No tenemos más que nuestras manos y unos
jirones de ropa.
—Exacto. Por eso tenemos que encontrar algo. Si no somos capaces de
protegernos del calor, entonces estamos perdidos.
Volvimos a bajar a la orilla del mar, pero esta vez elegimos una playa
distinta. Allí, al contrario que en la diminuta bahía en la que habíamos
hecho pie al principio, todo era grandioso y vasto. La playa consistía en un
anillo gigantesco de arenas rojizas, tan finas como los polvos de talco,
cercado por una espesa pared roja que se alzaba sobre el cielo. Majestuosa,
mostraba la erosión producida por el discurrir del tiempo; los profundos
cortes, como muecas doloridas, se asemejaban a gigantes solidificados y
petrificados por el devenir de incontables centurias. No había vegetación.
La atmósfera resultaba sepulcral, pero tampoco olía a moho, como si no
quedase ningún resto orgánico que pudiera descomponerse.
Empezamos a bordear este paredón natural. Estaba cubierto de grietas
en varios lugares, como la que habíamos utilizado para bajar hasta la playa.
No hablamos, ya que nos sentíamos sobrecogidos por tan terrible belleza.
Cuando llegamos al otro extremo no habíamos encontrado nada que
pudiera servirnos para transportar agua. Y ahora, el hambre volvía a
acuciarnos dolorosamente. Toine maldecía sin parar entre dientes. De esa
manera aplacaba un tanto sus sufrimientos. Tuvimos que bordear el
pequeño acantilado que se adentraba en el mar y nos impedía seguir
andando. No se nos ocurrió retroceder sobre nuestros pasos ya que
sabíamos que no había nada en aquella playa. Toine entró el primero en al
agua a regañadientes. Fui detrás de él, pero perdí pie casi al instante. Toine
me agarró del cabello y me dijo con amabilidad:
—Perdona, muchacho, había olvidado que no sabías nadar. Sujétate a
las rocas del acantilado y quédate cerca de mí. No es muy peligroso.
Yo no compartía su opinión. La pared rocosa se desmoronaba con suma
facilidad y todas las aristas a las que me asía se deshacían entre mis dedos,
mientras los restos convertidos en polvillo caían al mar. Como ya había
ocurrido unas horas antes, cuando la arena entró en contacto con el agua,
ésta adquiría al instante una tonalidad rojiza. Al final terminamos nadando
en un mar de sangre.
—¡Qué asco! —exclamó Toine, mientras me sujetaba cuando perdí pie
por segunda vez. A partir de entonces tuve que ir escupiendo toda el agua
que había tragado. Creo que lo que más miedo me daba no era ahogarme,
sino tragar aquella agua nauseabunda que tanto me repugnaba.
Por fin pudimos bordear el saliente rocoso. Descubrimos otra playa
exactamente igual a la que acabábamos de abandonar. Toine contuvo su
rabia y dijo:
—¡Esto empieza a ser muy monótono!
—¡Mira! Veo algo allí —grité, señalando un área alargada y oscura a los
pies de la muralla rojiza.
Estuvo estudiando durante un rato la zona que le había indicado y luego
dijo:
—Son grutas. Quizás al fin hemos encontrado algo diferente. Vamos.
Mientras nos acercábamos, las cuevas fueron haciéndose más grandes.
Pronto empezaron a parecerse a unas fauces enormes, abismales y negras
que parecían querer devorar al mismo acantilado en el que se abrían.
Tardamos más de dos horas en llegar a la primera gruta. Sus dimensiones
eran fantásticas. En comparación, nosotros no éramos más grandes que uno
de los diminutos granos de la arena que teníamos bajo nuestros pies. Las
paredes caían a pique cientos de metros desde la media bóveda que las
coronaba. Su profundidad resultaba incalculable desde el lugar en el que
nos encontrábamos, y parecía perderse en los abismos de la noche.
Debo confesar que no me sentía del todo cuerdo cuando entré en aquella
caverna colosal al lado de Toine. En realidad, estaba a punto de echar a
correr. Mi compañero debió darse cuenta, ya que me agarró del brazo con
firmeza y dijo:
—Vamos, chico, no pierdas el temple.
Al instante su voz fue atrapada por las paredes de la gruta y el eco
resonó durante varios minutos interminables a lo largo de la inmensa y
tenebrosa bóveda, como si un coro de orantes estuvieran rezando en voz
alta durante la Semana Santa.
Nuestros ojos, aún deslumbrados por la luminosidad del exterior, se
fueron ajustando con dificultad a las tinieblas reinantes, y al principio
avanzamos prácticamente a ciegas. Bajo nuestros pies, la arena había sido
sustituida por un suelo arcilloso tan duro como el cemento, y tan frío y
húmedo como una tumba empapada por la lluvia invernal. Nuestros gestos,
nuestra respiración incluso, tomada por el eco, se mezclaban con las
sombras en un ritmo fantástico. Enfurecido, Toine empezó a lanzar
juramentos. La caverna se estremeció; de repente, y desde una gran
distancia, nos llegó un terrible estruendo de rocas desmoronándose. Luego
siguió una explosión. Luego silencio. Pero no se trataba de un silencio
absoluto. Podíamos oír un extraño suspiro, como el de una respiración
contenida, acompañado por otro sonido que se asemejaba enormemente al
sordo latir de un corazón. Resultaba aterrador; nos quedamos petrificados,
sin atrevernos a decir nada. Por fin el suspiro fue disminuyendo hasta cesar
por completo. Al mismo tiempo, nuestros ojos, ya acostumbrados a la
oscuridad, pudieron vislumbrar las increíbles paredes de aquellos
extraordinarios pasillos subterráneos. ¡Ojalá que nunca hubiéramos dirigido
nuestra mirada a aquellos murallones! Nos habríamos evitado la visión de
pesadilla que se dibujó ante nosotros.
Unas estatuas fueron emergiendo de las sombras por todos los rincones.
Había muchísimas, y cada una tenía una pose distinta. Sus expresiones
denotaban espanto, tortura, angustia, como si el escultor hubiera querido
plasmar en ellas un sufrimiento único e infinito, como si el artista tan sólo
buscara mostrar el momento de una muerte terrible producida por el miedo.
Sus cuerpos eran espeluznantes. Hombres y mujeres, todos como una
disposición distintiva, elegante o vulgar, sobresalían en relieve, como si
hubieran sido esculpidos a partir de una misma piedra. Podíamos distinguir
a madres con los hijos en brazos, y en sus rostros pétreos, pegados al de los
pequeños, se apreciaba una sonrisa casi imperceptible y maternal. Y entre
todas estas estatuas que representaban formas humanas había otras muchas:
figuras de animales y pájaros, de entre las cuales el albatros, con las alas
completamente extendidas, era la más numerosa. Unos utensilios curiosos y
primitivos estaban desperdigados por los alrededores de aquel museo
alucinante; también algunos huesos. Unos manchones negros sobre el suelo,
diseminados por varios sitios, indicaban dónde se habían encendido fogatas.
Nos hicimos precipitadamente con varios recipientes de terracota que tenían
forma de ánfora. Retrocedimos sobre nuestros pasos sin querer volver a
mirar la obra de aquel escultor, tan hábil como Dios mismo, pero carente de
Su gracia, de Su piedad y de Su armonía.
Tremendamente aliviados, volvimos a salir a la brillante luz que
resplandecía en el exterior. Quedamos deslumbrados durante unos instantes.
—¡Qué lugar más extraño! —exclamó Toine, después de un buen rato.
Tras aquel descubrimiento no habíamos intercambiado ni una sola palabra.
Luego, mirando una de las ánforas que había cogido, siguió:
—Mira, chico. Quienquiera que haya hecho esas estatuas tan perfectas
no es capaz de moldear correctamente un objeto tan simple como este. Qué
raro, ¿verdad?
—¡Es cierto! —grité—. ¡No se me había ocurrido!
—De todas formas —continuó Toine, asintiendo con la cabeza—, lo
más importante es que la sed no volverá a atormentarnos. Ya tenemos un
recipiente en el que almacenar el agua necesaria hasta alcanzar tierras más
fértiles. En cuanto lleguemos allí, seguro que encontraremos algo para
comer.
Yo no compartía su optimismo, y me preguntaba con ansiedad cómo
diablos iba a apañármelas sin ninguna clase de alimento hasta entonces.
Regresamos a la playa y recogimos una buena reserva de agua, luego
volvimos a escalar la pared rojiza por una de sus grietas, tal y como ya
habíamos hecho antes. La fisura no resultaba demasiado ancha y se iba
estrechando poco a poco según ascendía, de tal forma que al final, justo
antes de coronar la pared, nos vimos obligados a avanzar de costado, como
los cangrejos. Mientras escalábamos, pudimos escuchar de nuevo aquel
latido sordo que tanto nos había afectado mientras estábamos en la gruta; la
palpitación, como ya sucediera antes, parecía provenir de muy lejos.
Empezamos a atravesar aquel desierto de minúsculas arenas que una
suave brisa levantaba en ondulantes remolinos. A lo lejos, la zona de color
más oscuro que se extendía a los pies de las gigantescas montañas, las
cuales se difuminaban en el profundo color rojizo del cielo, parecía cada
vez más irreal según declinaba la tarde. Albergábamos la absurda esperanza
de llegar a las montañas recién caída la noche. Mientras tanto, mi hambre
era tan intensa que empecé a marearme. Toine tuvo que sostenerme varias
veces para evitar que me cayera. Aunque él padecía los mismos
sufrimientos, se las arregló para lanzarme palabras de ánimo de cuando en
cuando. Nuestro avance se veía considerablemente retrasado por culpa del
agotamiento. El sol, en su declive crepuscular, ya estaba muy bajo en el
horizonte y hacía que brillase como una enorme espada de acero al rojo
vivo. El cielo, invadido poco a poco por la oscuridad de la noche, adoptó un
matiz violáceo. En ningún momento del día pudimos vislumbrar la más leve
tonalidad azul. Por fin, un manto de oscuridad cayó sobre el mundo y las
estrellas desconocidas fueron apareciendo en sus lugares correspondientes.
—Paremos aquí —dijo Toine—. Si seguimos es posible que acabemos
caminando en círculos, y eso sería aún peor.
Nos tumbamos en la arena. Resultaba tan suave como el terciopelo. La
brisa, que seguía soplando suavemente, empujó algo de arena sobre
nuestros rostros, y parecía como una especie de caricia infantil.
No hablamos. Pero, en medio de las sombras, supuse que Toine, al igual
que yo, estaba observando aquellos cielos desconocidos y extraños. ¿Acaso
era aquel el lugar del que me hablaban mis maestros cuando era niño? Si no
recuerdo mal, lo llamaban el Olimpo. Los antiguos griegos creían que era la
morada de los dioses. Durante un rato estuve tentado de hablar con Toine
acerca de esto, pero me dije a mí mismo que estaba divagando y rechacé la
idea. Cerré los ojos; sólo tenía un pensamiento que se superponía a todo lo
demás: dormir.
Poco a poco caí en el sueño. Pero eso no me ayudó a desprenderme del
miedo que había sido mi íntimo y fiel compañero durante los últimos días.
El corazón me latía de una forma extraña. La voz de Toine hizo que pegara
un brinco.
—¿No oyes nada, chico?
—No —respondí perezosamente, medio dormido—. Tan sólo notaba
como si mi corazón latiese con demasiada fuerza.
Toine siguió hablando, pero yo creía escucharle como en un sueño.
—Te equivocas, chico, no es tu corazón lo que oyes. Se trata del mismo
sonido que escuchamos en la gruta de la quebrada. Creo que procede del
interior de la tierra. Acerca el oído a la arena.
Pero nada podía arrancarme de la profunda soñolencia que me invadía.

Capítulo VIII

Me desperté aquejado de unos terribles calambres en el estómago.


Apenas había luz y el sol aún estaba oculto detrás de aquellas montañas
enormes y misteriosas que se iban tiñendo de rojo. Toine se removió a mi
lado.
—¿Qué tal, chico? ¿Has dormido bien?
—¡Sí, pero tengo hambre! —le contesté mientras me llevaba las manos
a mi dolorido estómago.
Toine hizo un gesto de impotencia.
—Bueno, será mejor que no pienses en eso de momento.
Se sentó, tomo un ánfora y me la entregó.
—Vamos, bebe un poco de agua. Te ayudará.
Di unos cuantos sorbos sin demasiada convicción. Casi al instante los
calambres dejaron de molestarme tanto. Toine observaba las montañas con
su rostro viejo y arrugado.
—Chico —dijo en un tono de voz que casi resultaba solemne—, fui
incapaz de cerrar los ojos la pasada noche. He tenido un montón de tiempo
para pensar. Bueno, lo que me pregunto es si aún nos hallamos en nuestro
propio planeta. Ya ves en qué lugar estamos, con esta luz y esas estrellas
totalmente desconocidas… Honestamente, jamás he oído hablar de un sitio
como éste en toda mi perra vida —se quedó mirándome con sus pequeños
ojos negros—. ¿Qué piensas tú?
Hice un gesto que delataba mi absoluta ignorancia sobre la pregunta.
Toine se encogió de hombros.
—Claro, ¿cómo vas a saberlo? Es tu primer viaje. No conoces el
mundo. Vamos, muchacho —añadió mientras se incorporaba—, es hora de
seguir nuestro camino.
La zona más oscura que se extendía al pie de las montañas comenzó a
verse con mayor claridad. A pesar de que aún estábamos lejos, sus colores
verdosos nos convencieron de que en verdad se trataba de un bosque. Según
nos aproximábamos, el lugar fue haciéndose más nítido. El sol era
abrasador, y hacía que nuestra fatiga resultara aún más insoportable. Para
remate, cuando nos detuvimos a descansar un poco y beber unos tragos de
agua, nos encontramos con una desagradable sorpresa. El precioso líquido
había perdido su límpida transparencia y ahora tenía un color rojo brillante.
Pero no había elección. Teníamos que beber. Estaba caliente, lo cual hizo
que se intensificara la sensación de estar bebiendo sangre.
Reemprendimos la marcha. A la caída de la tarde, por fin empezamos a
descubrir los primeros signos de vida vegetal: el terreno resultaba más
sólido y el polvo fue desapareciendo. Una hierba fina y rala brotaba aquí y
allá. Teníamos tanta hambre que nos abalanzamos sobre ella, devorándola
sin tomarnos el tiempo necesario para arrancarla antes con las manos. ¿Se
trataba de nuestra imaginación o en verdad aquellos hierbajos tenían
poderes nutritivos? De cualquier forma, los dolorosos calambres cesaron.
Aquella noche incluso dormimos aún mejor.
A la mañana siguiente, muy temprano, y después de beber un poco de
nuestra repugnante agua, abandonamos el lugar. Unas pocas horas después
alcanzamos al fin las lindes del bosque.
Unos árboles inmensos de copas altas entremezclaban sus tonos
verdosos con el rojo del cielo. Sus enormes troncos estaban invadidos por
unas curiosas plantas trepadoras que tenían el espesor de un brazo. Toine se
acercó a uno de los árboles e intentó separar una de aquellas plantas. Como
no podía él solo, me hizo señas para que le ayudase. Pero todos nuestros
esfuerzos resultaron vanos. Sólo la fina corteza de la enredadera cedió. Al
quedar la planta desnuda, nuestros dedos se impregnaron de una savia
pringosa y rojiza.
—Necesitamos un objeto cortante —dijo Toine, mirando por el suelo.
Encontró una piedra plana, seguramente alguna vieja reliquia de una
erupción volcánica, y consideró que estaba lo suficientemente afilada como
para cortar el tallo. Me preguntaba por qué quería seccionar la planta con
tanta insistencia. Estaba seguro de que no era para comérsela, pero sentí que
no era el momento adecuado para preguntárselo y me quedé mirando cómo
intentaba cortar el tallo friccionando con la piedra de arriba abajo. De
repente soltó una exclamación y arrojó la piedra lejos.
—¡Por Dios! ¡Se mueve!
Al principio yo también creí estar sufriendo alucinaciones. Pero
enseguida se despejaron mis dudas: muy lentamente, como una boa
constrictor gigantesca, la enredadera empezó a contraerse, espiral tras
espiral. Se estremecía como un ser vivo. Al mismo tiempo se produjo un
sonido extraño, como una especie de jadeo, que parecía salir del tronco al
que estaba abrazada la planta, mientras la savia, de un color rubí, manaba
de incontables y diminutas fisuras abiertas en la corteza de madera. Toine se
dio la vuelta y me miró desconcertado.
—¿Me he vuelto loco?
Pero al ver mi propia expresión supo que yo había contemplado lo
mismo.
—Vamos, muchacho —dijo, asiéndome del brazo—. Salgamos de aquí,
este lugar está maldito.
—¿Y adónde vamos? —le pregunté desesperado.
—La montaña. A lo mejor la otra vertiente es distinta. Pero antes
tenemos que encontrar algo para comer.
Pero cuanto más nos adentrábamos en aquel bosque impresionante más
remota parecía la posibilidad de encontrar otro alimento que no fuera la
extraña hierba que habíamos devorado al principio. En el estado de extrema
debilidad en el que nos encontrábamos, aquel sucedáneo de comida, aunque
nos había calmado los calambres producidos por el hambre, apenas podía
darnos las energías necesarias para seguir avanzando. Durante varias horas
caminamos por debajo de aquel tapiz lujurioso e impresionante. De cuando
en cuando me dejaba caer al suelo, negándome a seguir hacia delante. Si no
hubiera sido por el empeño amistoso, aunque enérgico, de Toine
seguramente me habría dejado morir allí mismo, incapaz de seguir luchando
por aquella existencia miserable.
Casi era de noche cuando llegamos a un claro en el que había
numerosas chozas en un estado lamentable de conservación. El silencio era
imponente y jamás se nos habría ocurrido que allí pudiera existir la vida.
Entramos en la primera cabaña. Descubrimos varias de esas extrañas
estatuas que ya habíamos visto en la gruta. En el suelo había un bulto
grande de un material indefinible y medio corroído por el tiempo del que
sobresalían unos retoños verdosos. Toine se precipitó sobre él gritando:
—¡Patatas!
No se equivocaba, se trataba de patatas jóvenes que estaban empezando
a germinar. Las devoramos con regocijo.
Una vez saciados, como hacía tiempo que no lo estábamos, nos
dedicamos a explorar la pequeña aldea. No nos llevó mucho tiempo. En
todas las chozas había las mismas estatuas de hombres o animales de varias
especies. Sólo las poses eran diferentes. Sus expresiones reflejaban
invariablemente el dolor, con excepción de las de los niños, que eran
relativamente normales. En todos aquellos misteriosos museos siempre
había varios objetos diseminados por el suelo, unos objetos de madera, de
piedra o de hueso, tallados toscamente. Ni Toine ni yo sabíamos lo
suficiente de arte como para poder determinar su procedencia, pero a ambos
nos sorprendía mucho las increíbles diferencias entre los utensilios y las
figuras. Dentro de cada choza, el lugar reservado para el fuego solía estar
lleno de cenizas y en el suelo descansaban unos recipientes que contenían
una especie de comida disecada, como si una desgracia hubiera sorprendido
inesperadamente a sus pobladores. Y sin embargo, no existía ningún signo
de lucha ni restos de una erupción volcánica. Toine no paraba de repetir:
—¡No es posible! Es como si se hubieran quedado petrificados y, al
mismo tiempo, se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo.
Por fin me atreví a preguntarle qué quería decir con eso, y él me
explicó:
—¿Te acuerdas de la piedra que cogí esta mañana para cortar la
enredadera? Parecía vitrificada. Seguramente a causa de la acción del calor
producido por una erupción volcánica.
—Entonces —le contesté—, es muy probable que sea eso mismo lo que
ha pasado en esta aldea.
—No. Aunque parezca lo mismo es imposible. Puedes estar
completamente seguro de que, si se hubiera producido una avalancha de
lava en este lugar, jamás habría vuelto a crecer ninguna clase de vegetación.
Y si hubiera sido así —continuó— sólo el viento podría haber sido capaz de
transportar el polen y las semillas tan lejos.
Yo no sabía absolutamente nada sobre cómo se reproducía la vida
vegetal en los parajes aislados por el océano. Tampoco Toine hizo ningún
esfuerzo por explicármelo. Simplemente puso su mano en mi hombro y
esbozó una sonrisa casi cómica que se dibujó en todas y cada una de las
arrugas de su rostro. Mientras el horizonte se oscurecía, tomó dos extrañas
piedras y empezó a frotarlas entre sí con vigor. Se produjo una lluvia de
chispas. Sin dejar de raspar las piedras, Toine se acercó a la cesta que
contenía las patatas y, tras un rato de paciente espera, consiguió que el
fuego prendiera en ella. Recorrimos todas las chozas en busca de cualquier
cosa que sirviera para alimentar el fuego. Pronto las llamas tomaron fuerza.
En la profunda oscuridad de la choza, las luces que arrojaba la hoguera
hicieron que las estatuas que se erguían a nuestro alrededor resultaran aún
más grotescas. Parecían estar moviéndose en medio de las sombras.
Nos tumbamos en el suelo, cerca del fuego. Una vez más, entre los
chisporroteos de las brasas, pudimos escuchar aquel latido sordo y
monótono que parecía surgir del centro de la tierra.
Hicimos turnos de guardia para mantener el fuego encendido. No
queríamos que se apagara en toda la noche, más por la luz que arrojaba que
por el calor. Por fin caí en un profundo sueño.

Capítulo IX

Me desperté envuelto por la luz del día. Los rayos del sol se introducían
entre las rendijas de las ramas con las que estaba construida la choza,
reflejándose en el suelo. Toine había salido. Completamente solo, empecé a
fantasear. Me había despertado con una sensación de bienestar como hacía
mucho que no sentía. ¿Acaso era una consecuencia de las patatas que había
cenado la pasada noche? ¿Me habían ayudado a recobrar mis antiguas
energías? Por desgracia, al mirar alrededor, mis ojos se toparon con las
estatuas, y toda la angustia de antaño volvió a adueñarse de mi espíritu, con
mayor fuerza si cabe. Tuve un presentimiento extraño y enseguida me puse
a pensar en Toine. Ojalá que no le haya ocurrido nada malo, me dije a mí
mismo. Me levanté rápidamente y salí fuera.
Bajo aquella luz roja y brillante, la silenciosa aldea era todo un
espectáculo. Busqué a Toine. No le encontré por ningún sitio. Recorrí todas
las chozas, pero no hallé rastro de él en ninguna. Resolví que se habría
internado en el bosque. Me dirigí hacia allí sin perder tiempo, con la
esperanza también de aplacar el hambre, que de nuevo volvía a hacer presa
en mi estómago. Mientras caminaba, vi muchos árboles cargados de
atrayentes frutos; por desgracia, las ramas eran demasiado altas y yo no
podía alcanzarlas. Por fin, decidí probar con los tallos de las enredaderas.
Acababa de tomar uno, y estaba a punto de llevarme a la boca su parte más
tierna, cuando, horrorizado, sentí que se movía en mi mano. El tallo se
retorció sobre sí mismo, como una serpiente, aunque sus movimientos eran
infinitamente comedidos. En vez de arrojarlo lejos me quedé mirándolo
perplejo. Pero cuando se enroscó alrededor de mi muñeca, recuperé la razón
e intenté desprenderme de la planta, terriblemente asqueado. Pero parecía
haberse quedado adherida a la piel. Para quitármela de encima tuve
literalmente que arrancarla. Imaginad mi sorpresa al descubrir unos hilillos
de sangre que manaban de la muñeca a la que se había adherido la
enredadera. Al examinar las heridas con mayor atención, también detecté
unas ligeras señales de succión. Abrumado por aquel descubrimiento,
intenté alejar de mi mente la sensación de que ese mundo vegetal, además
de extravagante, era también carnívoro. Mientras, la enredadera seguía
retorciéndose sobre el suelo como una serpiente.
Seguí buscando a Toine bajo aquel tapiz verde, completamente
aterrorizado. A través de las pocas rendijas que se abrían entre las copas de
los árboles, el cielo parecía espiarme con un montón de ojos rojizos. La
cálida brisa que agitaba las ramas me transmitió la desagradable sensación
de que aquellos ojos se estaban mofando de mí. Además, aparte del
inquietante efecto que producía aquel extraño bosque, tampoco pude
descubrir ninguna clase de animal o pájaro, ni tan siquiera de los insectos
que suelen convertir una brizna de hierba en un diminuto mundo aparte.
Voceaba el nombre de Toine de cuando en cuando. Pero no obtuve ningún
resultado. Mi nerviosismo se incrementaba a cada paso. Por fin llegué al
río. El agua era dulce y fresca. Bebí un buen trago y después, sin saber
exactamente qué dirección seguir, decidí caminar a lo largo de la ribera. El
sonido cristalino de una cascada atrajo mi atención y me dejé llevar por el
impulso de encontrar su procedencia. En mi soledad, la presencia de aquel
sonido natural de agua fluyendo me resultaba familiar y, para mi sorpresa,
de repente empecé a sentir una especie de cariño hacia él, como si se tratara
de un hermano.
La cascada estaba bastante más lejos de lo que había pensado al
principio, pero cuando al fin la encontré no me arrepentí de haber llegado
hasta ella, aunque nada parecía indicar que Toine hubiera seguido el mismo
camino. El espectáculo que se mostraba ante mis ojos era impresionante.
Las aguas tumultuosas caían en cascada desde el centro de un farallón
rocoso, tan liso y enorme como una pared gigantesca, formando una
catarata de blanca espuma que se esparcía y centelleaba bajo la luz del sol
como una riada de diamantes. El agua caía al vacío desde una altura de más
de cien metros. Las orillas, regadas por el líquido elemento, estaban repletas
de unas flores enormes de tonos azulados. Las más pequeñas duplicaban mi
tamaño. La hierba era abundante y de un hermoso color verde. Me acerqué
a una de las flores, cuya especie desconocía por completo. Era de color
blanco con extraños tonos azul lavanda y rematada por una corola amarilla.
Según fui acercándome, la flor se cerró sobre sí misma. Aterrorizado, me
aparté rápidamente. Actué justo a tiempo. La planta volvió a abrirse
bruscamente, se inclinó hacia delante y luego, como si de una red de pescar
se tratara, se precipitó sobre el suelo justo en el lugar en el que yo había
estado unos segundos antes. Se produjo un terrorífico sonido de succión,
después la flor volvió a cerrarse y retornó lentamente a su antigua posición.
Sólo quedó un trozo de tierra desnuda y baldía en la zona que había estado
cubierta por sus gigantescos pétalos. Delante de mis aterrorizados ojos, la
flor había succionado toda la hierba y los arbustos del lugar, de la misma
manera que hubiese hecho conmigo de no haberme retirado a tiempo. Un
sudor frío resbaló por mi espina dorsal mientras contemplaba cómo el
enorme tallo transparente empezaba a digerir su presa. Me quedé mirando
la escena hipnotizado y petrificado por el terror. Por fin pude apartar la vista
de aquel espectáculo horripilante y salir corriendo. La extraordinaria belleza
del lugar, que en un principio me había fascinado, hacía ahora que me
estremeciera lleno de repugnancia. Y digo repugnancia porque el miedo ya
no tenía cabida en mi ser. Estaba empezando a comprender por qué las
almas condenadas a las regiones del Hades no sienten temor. ¿Acaso no es
la repugnancia y el disgusto el comienzo de la aceptación? Si la aceptación
es algo inevitable entre los seres vivos, seguramente también es lógica para
los que permanecen sordos a las premisas que podrían salvarles.
Con toda probabilidad, jamás sabré cómo pude arreglármelas para
atravesar aquellos bosques y regresar a la aldea. Lo único que recuerdo es
que, de repente, vi que estaba de nuevo en medio de las chozas cuyos
habitantes eran unas estatuas de piedra. Al mismo tiempo, oí que alguien
gritaba mi nombre, pero me sentía tan aturdido por todo lo que había
sucedido que no se me ocurrió responder. Un sonido sordo a mi espalda
hizo que recobrara el sentido. Toine estaba a mi lado, llevando un montón
de frutas extrañas en los brazos. Me las ofreció. Tomé varias y las devoré
con avidez. Apenas sabían a nada, pero eso no me importó mucho ya que lo
único que quería era saciar mi hambre. Después de comer le narré a Toine
todo lo que me había sucedido. Él me escuchaba con atención, asintiendo
de cuando en cuando con la cabeza. Cuando le pregunté si creía mi historia,
Toine debió adivinar mis pensamientos, pues enseguida dijo:
—Tranquilo, muchacho, yo también he visto cosas extrañas esta
mañana. En verdad nos hallamos en un lugar maldito. Tenemos que irnos de
aquí, sea como sea. Pero no lo conseguiremos si pierdes la razón, como te
ha sucedido unos minutos antes.
Mientras hablábamos nos fuimos acercando a la choza que nos había
servido de refugio la noche anterior. Nos sentamos en el suelo y
permanecimos en silencio durante un rato mientras nuestros grotescos
anfitriones nos espiaban desde las sombras. Empezamos a comer la fruta de
nuevo, y entonces me di cuenta de que el trozo que estaba masticando era
de un color carnoso, pero parecía un tono rojizo bastante corriente, como el
jugo que a veces mana de las naranjas. Tenía un sabor muy agradable y era
del tamaño de una sandía. Le pregunté a Toine cómo se las había ingeniado
para recolectar toda aquella fruta. Me respondió:
—Lo único que tuve que hacer fue inclinarme y arrancarla de las ramas.
Al ver mi gesto de sorpresa siguió hablando:
—No, chico, todavía no estoy loco, aunque no sé exactamente el
porqué. Escucha, te contaré lo que ha sucedido. Salí por la mañana
temprano. La luz rojiza del día estaba a punto de aparecer por el horizonte y
las estrellas parecían aguardar su llegada. Tú estabas tan profundamente
dormido que no quise despertarte. No tardé mucho en alcanzar el centro del
bosque. Pero —y esto me resultó bastante curioso— aún podía ver las
estrellas, que generalmente suelen estar tapadas por las ramas de los
árboles. Te diré el porqué. Todo a mi alrededor, los troncos gigantescos de
los árboles yacían sobre el suelo, como si un leñador los hubiera cortado
durante la noche. Yo estaba muy hambriento y, al principio, en lo único en
lo que me fijé fue en la fruta que ahora tenía al alcance de la mano. ¡Era una
especie de milagro! Comí tanta como mi barriga pudo admitir. ¿Te lo
imaginas? Lo único que tenía que hacer era agacharme un poco y coger la
que quisiera.
»Luego me hice con un buen montón para traerlo a la aldea. Pero,
cuando ya no tuve que pensar en llenar la panza, empecé a preguntarme
otras cosas. Tenía que existir una razón por la cual todos aquellos árboles
gigantescos estaban caídos en el suelo, con las copas apuntando a la enorme
cadena de montañas que se divisaba a lo lejos.
»Al principio no estaba demasiado inquieto. Entonces, los rayos rojizos
y sangrientos del sol comenzaron a brillar por encima de las cumbres de
aquella muralla que tapaba el horizonte. Mi tranquilidad no duró mucho.
¿Te lo imaginas? De repente se produjeron un montón de crujidos como de
madera, y todos los árboles del bosque comenzaron a levantarse al unísono.
¡Sí, muchacho! No pienses que estoy loco y que digo cosas sin sentido. Ni
un solo tronco quedó tumbado en el suelo. Todos estaban de nuevo
erguidos. ¿Quieres saber lo que pensé en esos momentos? Bien, pensé que
todo el bosque, desde el más pequeño de los árboles hasta el más
gigantesco, se había inclinado en adoración hacia la cadena de montañas.
Pensé que estaba soñando, créeme. El bosque orante, todos esos árboles
inclinados que luego habían vuelto a recuperar su posición erguida, como si
hubieran estado arrodillados. Juro que si la tierra hubiera empezado a
hablarme no me habría sentido más aturdido de lo que ya lo estaba.
Miré a Toine asombrado y, a pesar de lo que me había dicho, no pude
dejar de pensar que había perdido la razón. Toine descubrió en la expresión
de mi rostro lo que estaba pensando.
—¿Crees que estoy loco? Te aseguro que no lo estoy, no más que tú.
Nos quedamos en silencio. Sin embargo, me di cuenta de que Toine
quería decir algo más. Tras dudar un poco, preguntó:
—¿No has oído nada esta noche?
—No, he dormido profundamente. Ni tan siquiera recuerdo haber
soñado nada.
—Bueno, entonces a lo mejor estoy equivocado. Escucha el final de mi
relato. Mientras el bosque estaba arrodillado escuché, muy lejos en
dirección a las montañas, algo parecido a una especie de canto. Se
asemejaba mucho al silbido del viento sobre las drizas de un barco. Luego,
procedente de la tierra, volvió a producirse ese latido rítmico que hemos
escuchado tantas veces. Pero esta vez sonaba mucho más alto e incluso el
suelo debajo de mis pies retumbaba fuertemente, como si se removieran sus
tripas.
Quedó en silencio de repente, con la mirada fija en las sombras
grotescas de las estatuas. Se le había ocurrido algo. Después de un rato,
prosiguió:
—Muchacho, estoy empezando a preguntarme —después de todo, no
tiene por qué ser imposible tratándose de un lugar como éste— si ese latido
no provendrá del corazón de todas las estatuas que palpitan al unísono bajo
la tierra. No puedo seguir creyendo que esas figuras están modeladas por
alguna especie de artista demente. Y tampoco que son obra de Dios, que se
supone es un ente bondadoso. Así que sólo queda una posibilidad: nos
encontramos en las puertas del infierno. Quizás es el fuego de las almas
perdidas el que ilumina estos cielos. Pero esta naturaleza corrompida no
puede entender el sufrimiento de los hombres. Ni Dios ni el Diablo podrían
disfrutar de semejante comedia.
No entendía del todo lo que Toine intentaba decirme, pero estaba seguro
de algo: si no encontrábamos un medio de escapar rápidamente de aquel
lugar una terrible desgracia caería sobre nosotros.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté.
Toine me miró perdido en sus pensamientos, como si nunca me hubiera
visto antes; luego dijo:
—Lo primero de todo es volver al río. Necesitamos agua. Después nos
dirigiremos hacia las montañas. Estoy seguro que la clave del misterio se
encuentra allí.
La posibilidad de volver a aquel lugar repugnante del que había
escapado aterrorizado tan sólo unos pocos minutos antes me hizo
estremecer. Pero no dije nada y ayudé a Toine a buscar más recipientes a
parte del ánfora, que era demasiado pequeña para nuestras necesidades.
—Ven, échame una mano, chico, creo que he encontrado lo que
buscábamos.
Toine llevaba a rastras un objeto oscuro y voluminoso. Cuando me
acerqué a él, descubrí que se trataba de una especie de garrafa de terracota.
Estaba pegada a varias de las estatuas de piedra y tuvimos que separarla de
ellas. Con enormes precauciones y, tengo que confesarlo, con cierto temor
supersticioso, empezamos a desplazar las estatuas. De repente, una de ellas
se balanceó un poco y cayó antes de que nos diera tiempo de evitarlo. La
figura aterrizó en el suelo en medio de una nube de polvo y la cabeza, que
se había separado del tronco, rodó unos cuantos metros por el suelo como si
se tratara de una pelota.
Nos quedamos mirando asombrados los pedazos resultantes.
—¡Es imposible! —exclamó Toine—. ¿Qué hace un esqueleto en el
interior de una estatua?
Era cierto. Allí, delante de nuestros ojos, había un esqueleto completo
esparcido por el suelo, con la única diferencia de que no estaba compuesto
de huesos sino de la misma tierra petrificada con la que se había modelado
el exterior de las estatuas.
Sin decir una palabra, Toine volvió a la tarea y siguió despegando la
garrafa. En cuanto a mí, me resultaba imposible quitar la mirada de aquel
pedazo de piedra del que sobresalían unas costillas y su correspondiente
espina dorsal, rota ahora por la mitad, y que parecían tan espantosamente
reales. Pero esta similitud era una simple apariencia de vida; y, sin embargo,
resultaba tan corpórea, tan natural, que uno casi sentía la necesidad de
acariciar aquellos restos.
—Déjalo —dijo Toine al fin—. Siento lo mismo que tú; es como si
fueran nuestros hermanos, pero me aterra mirarlos. Venga, tenemos que
proveernos de una buena reserva de agua. Disfrutemos de la vida, pues creo
que no nos queda mucho tiempo.
Se echó la garrafa al hombro y abandonamos la choza sin mirar atrás.
En el exterior se había levantado una suave brisa que hacía susurrar a
las ramas de los árboles de aquel mundo verde y vegetal. La floresta se
estremecía, vibraba, ondulaba alrededor de los troncos llenos de rajaduras
por las que manaban unas lágrimas rojizas, como las que resbalan por las
mejillas de un niño triste. Yo no podía dejar de pensar que nos hallábamos
en un mundo lleno de vida que estaba rodeado por la muerte.
Toine, que caminaba unos metros por delante de mí, se paró de repente,
dejó la garrafa en el suelo y se volvió un poco, gritando:
—¡Ven rápido, chico! ¡Estoy seguro de que esto sabe delicioso!
Cuando descubrí lo que estaba ocurriendo, me arrojé sobre él con un
aullido.
—¡No, no lo toques!
Pero ya le había echado la mano a una enredadera al menos tres veces
más grande que la que yo había visto unas horas antes y de la que tanto me
había costado escapar. Como estaba tan anonadado por lo que me había
ocurrido en la cascada, se me había olvidado contarle aquella aventura a
Toine, de manera que éste no estaba sobre aviso.
A pesar de que me lancé a toda velocidad en su ayuda, el espantoso tallo
ya se había enroscado alrededor de su cuello, como por la mañana lo había
hecho alrededor de mi muñeca. Poco a poco le estaba estrangulando.
Aunque tiré con todas mis fuerzas el tallo no cedió ni un ápice.
Desesperado, vi cómo el rostro de Toine se iba poniendo de un terrible color
grisáceo. Estaba ahogándose. Los ojos empezaban a salirse de sus órbitas.
Sin saber realmente qué más podía hacer, comencé a mordisquear el tallo de
la enredadera con furia, seccionando poco a poco la corteza con mis
dientes. Y entonces, cuando ya casi había perdido toda esperanza, aquel
zarcillo viviente relajó su abrazo. Apenas tuve tiempo de saltar a un lado
para evitar ser su siguiente víctima. Dejé que el tallo ondulara locamente
sobre la tierra y me arrodillé al lado de Toine. Estaba tirado sobre el suelo y
no se movía. Sin embargo, no había perdido la consciencia y me miraba con
ojos desorbitados. Nada más recuperar el aliento dijo:
—Gracias, muchacho, me has salvado de una muerte horrible.
Se frotó la garganta, en la que comenzaban a aparecer unas enormes
marcas azules, y siguió:
—Me quito el sombrero ante ti. ¡Has sido un valiente! ¿No tenías
miedo?
Le conté lo que me había pasado por la mañana.
—Vaya, ahora sé por qué reaccionaste de esa manera. Ya habías pasado
antes por la misma experiencia. Así que has podido salvarme.
—Sí y no —le contesté—. Si te lo hubiera contado antes habrías tenido
más cuidado.
Tomé la garrafa y me la puse al hombro; enseguida reemprendimos la
marcha sobre aquella tierra maldita.
Progresamos lentamente. De cuando en cuando Toine se llevaba la
mano al cuello, pero no se quejó ni una sola vez. La sonrisa había
desaparecido de su ajado rostro, siendo ésta reemplazada por una mueca de
asombro, aunque no de miedo. Al darse cuenta de que le observaba
furtivamente, dijo:
—De verdad que lo siento, chico, que sólo me tengas a mí para abrirnos
paso en medio de esta pesadilla. Pero será mejor que pienses que, si
perdemos la cabeza, entonces tendremos que luchar contra nosotros
mismos. En este lugar todo es extraño. No esperes encontrar respuestas. La
muerte ronda por todas partes, igual que en cualquier otro sitio; aunque,
quizás, aquí un poco más.
Lo dijo para tranquilizarme. Pero mientras hablaba sentí que me
embargaba una soledad enorme y llena de tristeza. Toine, me daba perfecta
cuenta, seguía, carente ya de miedos, la senda de la aceptación. Y sin
embargo, me preguntaba si el asombro que leía en su rostro no era el de una
persona que se sorprendía de seguir aún con vida. El viejo corazón de mi
compañero estaba agotado, y yo sabía que continuaba latiendo para poder
cuidar de su joven amigo.
No hablamos más. Seguimos andando bajo la verde floresta de aquel
mundo misterioso. Sabía que Toine jamás volvería a ser el mismo. Por fin
pudimos oír el canturreo de la cascada y descubrí un brillo de interés en sus
ojos. Recuperé la esperanza y pensé que, a lo mejor, no todo estaba perdido.
Nos tumbamos bocabajo sobre la suave alfombra verde de la ribera y
bebimos de aquel agua cristalina. Después de saciar la sed, permanecimos
tumbados, disfrutando en silencio de esa sensación de bienestar que ya
conocíamos y que era totalmente ilusoria, pero deseábamos liberarnos,
aunque sólo fuera por breves momentos, de toda la angustia que nos
atenazaba.
Las sombras habían vuelto a tomar posesión de los inmutables cielos.
La noche aún no había caído pero las estrellas estaban a punto de aparecer.
Era un momento de espera, el único momento del día en aquel monstruoso
lugar que se asemejaba un poco al de cualquier otro sitio corriente. El
silencio tan sólo era quebrado por el distante murmullo de aquella cascada
vigilada celosamente por un ejército de gigantescas flores carnívoras. Al fin
la negra noche cayó sobre la fría comunión de dos seres humanos que aún
tenían esperanzas, y las estrellas innombrables, una por una, fueron
apareciendo en una desconocida bóveda celeste. Permanecí en silencio
mientras Toine hablaba en la oscuridad:
—Deberíamos haber traído algo para encender un fuego. En este lugar
jamás encontraremos leña seca. Todo es de un moribundo color verde
pálido.

Capítulo X

Como ya me había pasado antes con frecuencia, caí dormido sin apenas
darme cuenta. De pronto creí oír las pisadas de Toine a mi lado y cómo le
rechinaban los dientes con impaciencia, seguramente porque no me había
despertado con la suficiente rapidez. Me incorporé sobre uno de mis codos
medio enfadado y gruñí:
—Está bien, está bien, ya me levanto.
Pero mis malos modos desaparecieron en el acto al ver que Toine, o
mejor dicho su sombra, se inclinaba sobre mí y me susurraba:
—¡Quédate quieto, chico, y mira!
Su tono de voz, un tono que sólo le había oído cuando anunciaba algo
bueno aunque también sorprendente, me impactó más que una patada en la
espinilla. Además, no resultaba muy habitual que Toine se admirase
fácilmente por algo. Así que me levanté y susurré en respuesta:
—¿Qué pasa?
Al mirar al frente no descubrí otra cosa que aquel inmenso bosque,
ahora de un color plateado por la proximidad de la aurora. Me volví hacia
Toine.
—Bueno, ¿cuál es el misterio? Tan sólo se trata de la luz de un nuevo
día.
—¿En medio de la noche? ¿Has visto alguna vez la luz del amanecer en
plena noche? ¿Y en un lugar como éste, en el que jamás ha salido la luna?
Además, deberías saber que aquí la luz del día es de color rojo.
Era cierto. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Pero entonces, ¿qué nuevo
prodigio iba a tener lugar ahora? Sentí que la sangre se me congelaba en las
venas cuando escuché el estampido de unos pasos furiosos, que antes había
confundido con los de Toine, resonando sobre la tierra. Me acerqué a mi
compañero.
—¿Los oyes? —le pregunté en voz baja.
—Sí, chico —me contestó con una extraña calma—, parecen los latidos
de un corazón gigantesco que estuviese bajo nuestros pies.
De nuevo volvieron a escucharse una especie de chirridos,
acompañados por el mismo sonido que produce un árbol cuando su tronco
ha sido cortado casi por completo y comienza a doblarse hasta caer sobre el
suelo. Al mismo tiempo, aquella luminosidad fría y densa, que parecía
asemejarse al mercurio esparciéndose por un agua oscura, comenzó a brillar
con más fuerza. El bosque al completo se hizo visible. Arqueándose
lentamente, los troncos de los árboles crujían como la madera al romperse.
Recordé lo que me había contado Toine. ¿Estaba ocurriendo de nuevo aquel
extraño fenómeno? Ya no tenía dudas: aquel bosque inmenso volvía a
postrarse en su increíble saludo. Se inclinaba ante algún misterio. Como los
monjes que se descubrían la cabeza, el bosque tocó la tierra con su frente
verdosa. Los crujidos me ponían los nervios de punta, ya de por sí bastante
castigados. Los troncos de los árboles tenían tal inclinación que esperaba
que fueran a quebrarse en cualquier momento. Las hojas que nacían en las
ramas tocaban la cubierta vegetal del bosque bajo. Y entonces las ramas se
desplegaron como si fueran brazos extendidos, y los penachos verdosos se
arquearon sobre el terreno, mostrando los pálidos colores de sus recientes
retoños. Mi mirada se dirigió a la más alta de las montañas que se erguían
en la lejanía. Era tan roja como una fragua ardiente. Y el latido, que por
breves momentos había menguado, volvió a resonar con repentina y
diabólica violencia. Se produjo un largo suspiro, y luego la pálida luz
comenzó a oscurecerse y los árboles retornaron a sus posiciones habituales,
irguiéndose de nuevo lentamente sobre los cielos sombríos. El silencio
volvió a reinar en el bosque. Tan sólo la montaña, que parecía inclinarse
sobre las sombras, continuó reluciendo durante un rato, hasta que poco a
poco su fulgor fue decreciendo, como si cayera dormida. Las desconocidas
estrellas volvieron a titilar en el cielo.
—¡Se acabó! —dijo Toine.
Se tumbó de nuevo sobre la tierra. Me quedé a su lado mientras seguía
hablando:
—Ahora podemos dormir. Ya no volverá a moverse. Me he quedado
despierto a propósito para confirmar que lo que había visto la noche
anterior iba a volver a producirse.
Entonces le pregunté algo que me bullía en la cabeza.
—¿Cómo tuviste el coraje suficiente para atreverte a coger la fruta?
—Pues, en primer lugar, cuando llegué al bosque los árboles ya estaban
en el suelo. Tenía tanta hambre que sólo me fijé en la fruta y no se me
ocurrió hacerme más preguntas. Además, esa luz que tú creías que
anunciaba la aurora tampoco brillaba entonces. Tengo que admitir que, de
haber sido así, jamás me habría atrevido a acercarme a los árboles por nada
del mundo. ¿No tuviste la sensación de ser observado a través de una
mortaja que rodeara nuestros cuerpos extintos?
El cansancio se superponía a nuestras emociones, ya no teníamos el
control sobre nuestros propios actos. Nos hundimos en un sueño que se
asemejaba más a un oscuro desvanecimiento.
Cuando nuestros sentidos volvieron a entrar en contacto con la realidad
(pero, ¿cuál era la verdadera realidad?) la luz rojiza de un nuevo día brillaba
en el cielo. Los dos permanecimos recostados sobre el suelo, escuchando
los murmullos cantarines de la cercana cascada que eran acompañados por
el susurro de una suave brisa que se deslizaba entre las hojas del renacido
bosque. De repente, Toine rompió el silencio:
—¿Qué tal si nos damos un baño, chico?
Le miré sorprendido. Sonrió y su rostro rugoso pareció iluminarse.
—¿Y por qué no? Nos hará bastante bien —añadió.
Se incorporó y empezó a desvestirse. Luego se metió dentro del río. Al
rato vi su cabeza sobresaliendo en medio de la corriente.
—Vamos, ven; aquí no te cubre.
Pero nada más acabar de decir la frase desapareció repentinamente. Mas
enseguida volvió a aparecer sobre la superficie del agua. Luego empezó a
nadar de vuelta a la orilla. Cuando salió del agua se tumbó boca arriba sobre
la hierba sin decir una sola palabra. Intrigado, me acerqué hasta donde
estaba. Su cuerpo delgado y vigoroso, increíblemente joven para sus años,
se estremecía lleno de escalofríos.
—¿Pero qué diablos te pasa para comportante de esa manera? —le
pregunté.
Transcurrieron varios minutos antes de que me contestara. Luego se
volvió hacia mí con una expresión extraña en sus ojos y dijo con suavidad:
—Muchacho, estoy empezando a dudar de lo que acabo de ver. En el
preciso momento en el que te decía que me acompañaras, noté que la
arenilla que había bajo mis pies desaparecía repentinamente y sentí como si
algo me succionara hacia abajo. Al principio pensé que me hallaba sobre un
banco de arenas movedizas y hundí la cabeza para ver cómo podía librarme
de ellas. Y entonces descubrí que una buena parte de mi pierna había
desaparecido en medio de una especie de agujero con forma de boca, ¡y que
éste se estaba moviendo! ¡Chico, tuve que separar dos labios de arena para
poder escapar!
Una sonrisa triste se dibujó en su rostro.
—Pensarás que estoy loco, claro.
—Desde luego que no —le contesté en un tono de voz que esperaba
fuera lo suficientemente tranquilizador. Después de todo lo que nos había
sucedido jamás se me habría ocurrido dudar de lo que dijera mi compañero.
A pesar del horror que iba adueñándose de mí, le miré directamente a los
ojos y proseguí:
—Fuera lo que fuera ya no importa. ¿Acaso no me has dicho cientos de
veces que, si queremos salir de este lugar, no debemos permitir que cunda el
desánimo entre nosotros? Así que será mejor que nos centremos en un solo
objetivo: encontrar una salida.
Mientras hablaba vi que el rostro de mi compañero se tranquilizaba y
que un brillo débil volvía a aparecer en las profundidades de sus ojos
negros. Cuando terminé de hablar, lanzó un silbido y exclamó lleno de
admiración:
—¡Bien, hagámosle caso a mis palabras! ¡Ya somos hombres de nuevo!
¡Hombres de verdad! Ya no existe ninguna razón en el mundo por la cual no
podamos salir de este enredo. ¡Palabra de honor del viejo Toine!
Esas palabras, viniendo de él, me causaron una profunda alegría. Tenía
razón. Ahora me sentía capaz de cualquier cosa, capaz incluso de superar la
más adversa de las situaciones. Mi angustia aún no había desaparecido, pero
al fin me estaba acostumbrando a ella. Valor, pensé, no se trata más que de
eso.

Capítulo XI

Seguimos la orilla del río hasta la cascada. Hacía muchísimo calor. La


fresca brisa de la mañana se había extinguido con un último suspiro. Pronto
llegamos a la cascada en cuyos alrededores nacían las gigantescas flores.
Cuando volví a verlas no pude evitar que un escalofrío recorriera mi espina
dorsal. Incluso me dio la sensación de que habían crecido, de que los brotes
se habían multiplicado desde mi anterior visita. ¿Era eso posible en tan
breve espacio de tiempo? Toine, que las observaba con sumo interés,
murmuró para sus adentros:
—Hay algo extraño en estas plantas devoradoras de carne.
Yo no sabía a qué se refería. Tengo que confesar que no tenía ninguna
intención de hacer futuras indagaciones sobre el asunto. La simple
contemplación de aquellos vegetales monstruosos bastaba para
aterrorizarme. Para evitar mirarlos me dediqué a contemplar los reflejos que
la luz rojiza del sol dibujaba sobre la espuma de la cascada.
La voz de Toine me hizo dar un respingo.
—Muchacho —dijo—, en vez de soñar despierto deberías ayudarme a
descubrir cómo es posible que unas plantas que sólo se alimentan de carne
puedan arreglárselas para vivir en un lugar en el que no hay más que
minerales y vegetales.
El comentario de Toine me sorprendió al principio. Tenía razón. ¿Cómo
era posible que este mundo del revés pudiera existir por sí mismo si no
parecía contener ningún tipo de vida animal, ya fuera en el mar, el río, la
tierra o el aire? Excepto aquellas estatuas con formas humanas y de
animales, no había ninguna otra prueba de que existiera algún tipo de vida
carnal. Y sin embargo, nuestra presencia en el lugar atestiguaba que los
seres humanos podían ser capaces de vivir en semejantes parajes.
—Mira, chico, cualquiera diría que éste es un mundo hecho de silencios
—dijo Toine, casi contestando a mis pensamientos.
—No, no exactamente —le respondí—. La cascada emite los mismos
sonidos que cualquier otra cascada del mundo normal, la noche pasada los
árboles crujieron ruidosamente, y también están esos latidos interminables
que parecen surgir del interior de la tierra.
—Es cierto, pero no creo que todos esos sonidos pertenezcan a un
mundo normal y corriente, tal y como el que nosotros conocemos. Incluso
las frutas de los árboles me resultan desconocidas. A lo mejor vas a decirme
que eso es natural, que las cosas cambian según la región en la que nos
encontremos. Pero yo te digo que he recorrido todos los rincones del mundo
y que jamás he visto nada igual. Lo mismo ocurre con los árboles.
Reconozco que existe una gran variedad de especies diferentes, pero la de
aquí es demasiado diferente, y eso es del todo imposible. ¡Mi viejo cerebro
no es capaz de entenderlo! Tengo demasiados años para confundir la
realidad con los sueños. Además, no quiero asustarte, pero ¿no es verdad
que esta mañana he estado a punto de ser devorado por un banco de arena
en el fondo del río?
Me estremecí al pensar en ello. Llenamos la garrafa con las frescas
aguas de la cascada, luego nos internamos en el bosque de camino a la
montaña.
La marcha fue muy cómoda al principio. Los árboles estaban bastante
separados entre sí, el sotobosque no dificultaba nuestra progresión y
caminábamos fácilmente, sin apenas hacer ruidos, sobre una alfombra de
musgo, evitando las enredaderas que colgaban de las ramas inmutables,
aunque vigilantes, de los árboles. Pero, ¡ay!, justo cuando empezábamos a
congratularnos por la facilidad de nuestro avance, nos dimos cuenta de
repente de que los árboles comenzaban a ser más numerosos y que de las
enredaderas más bajas sobresalían un conjunto de zarcillos que
conformaban una especie de bosque en miniatura. Y por si esto no fuera lo
suficientemente descorazonados el día empezó a declinar.
Hacía tiempo que el sol, cuyos rayos se colaban ocasionalmente entre el
follaje, se había oscurecido, y pronto nos vimos atrapados en medio de la
oscuridad de aquella cortina verdosa. Como nos repugnaba hacer noche en
el bosque, seguimos avanzando con la esperanza de encontrar algún claro.
Continuamente nos veíamos obligados a apartar las enredaderas que
colgaban de las ramas. Sus tallos fibrosos se retorcían como serpientes a
nuestro alrededor. Hicimos turnos para llevar la pesada garrafa, pero ésta
dificultaba terriblemente nuestra progresión. Sin embargo, no podíamos
deshacernos de ella.
Toine fue el primero en parar.
—No podemos seguir avanzando, chico. Ni tan siquiera sabemos si
andamos en la dirección adecuada. Tenemos que hacer noche aquí. Sí, ya sé
que no es un lugar demasiado agradable, pero ¿qué otra cosa podemos
hacer? Ya no podemos guiarnos por la luz del día.
Nos recostamos el uno al lado del otro sobre la tierra de un pequeño
claro libre de enredaderas. Pero, ¿cómo podíamos conciliar el sueño con los
nervios en tensión? Por encima de nosotros, sobre las ramas más altas,
comenzó a soplar una suave brisa, produciendo un sonido similar al
maullido de un tigre o de un gato, mientras que de abajo, del interior de la
tierra, volvió a surgir aquella especie de latido sordo; a nuestro alrededor,
las enredaderas, al arrastrarse, producían un bisbiseo de reptil.
No pronunciamos ni una sola palabra. ¿De qué servía dar rienda suelta a
nuestros miedos? Ambos sabíamos que los dos estábamos pensando lo
mismo. Según fue pasando el tiempo comencé a albergar la esperanza, muy
a pesar mío, de que la noche transcurriría sin mayores contratiempos.
Estaba casi dormido, al borde de esa línea fronteriza que separa el sueño de
la vigilia.
De repente me incorporé de golpe y así el brazo de Toine.
—¿Oyes eso? —grité, completamente aterrorizado.
De nuevo se escuchaba aquel infernal sonido que ya nos resultaba tan
familiar. El bosque al completo vibraba y se estremecía, y los árboles
volvían a crujir mientras comenzaban a reclinarse sobre el suelo. Pero
aquella vez resultaba infinitamente más aterradora ya que nos
encontrábamos en el centro de un fenómeno que podía llegar a aplastarnos.
Toine empezó a gritar también, y nuestras voces se mezclaron
grotescamente con los crujidos de los árboles. Nos pusimos en pie,
intentando protegernos con los brazos de las masas enormes de ramas que
parecían a punto de descender sobre nosotros.
—Tenemos que situarnos en la base del tronco más cercano para evitar
ser aplastados —dijo Toine, tras recobrar el juicio.
Seguí su consejo, aunque estaba sorprendido de que un hombre como
Toine pudiera albergar la esperanza de escapar de aquellos monstruos
vegetales que nos rodeaban. Me situé en la base de uno de los árboles, pero
descubrí que Toine no se hallaba conmigo. Presa del pánico, me había
alejado sin darme cuenta. Le llamé a voces, pero, en medio de aquella
confusión de gruñidos, gritos y chasquidos, era imposible escuchar nada. Al
fin me di por vencido y trepé a mi tronco de la misma manera que un
náufrago a los restos de un naufragio. Podía sentir la vida palpitar en el
interior del árbol. La savia comenzó a gotear sobre mi cuerpo. Lágrimas de
sangre, pensé horrorizado. Cuando noté que las ramas rozaban la tierra creí
que todo había terminado. Cerré los ojos como un niño, en un gesto inútil
de autoprotección.
El estruendo espantoso producido por el roce de las ramas contra el
suelo fue seguido por un silencio sepulcral. Un martilleo continuo volvió a
emerger de las profundidades de la tierra, y pronto se hizo ensordecedor.
Finalmente, este sonido también cesó y pude oír a Toine que me llamaba.
Aún seguía con los ojos cerrados, como en espera de la muerte, y me sentía
incapaz de dar una explicación válida. No hay nada que hacer, me decía,
sólo un milagro puede salvarnos. Pero los gritos de Toine se hicieron más
insistentes y al fin me decidí a abrir los ojos. El bosque recuperaba su
estado normal y permanecía bañado por una luz indefinible. En medio de
aquella fosforescencia de ultratumba pude ver que los árboles volvían a
enderezarse. También vi a Toine, envuelto en la misma luminosidad, a unos
cuantos metros de donde yo estaba. De repente descubrí que volvía a estar
erguido.
—Aquí, Toine. Estoy aquí.
Se volvió para mirarme y luego empezó a acercarse con una nota de
asombro en los ojos.
—¿Sabes que brillas con la misma fosforescencia de los árboles del
bosque? —dijo nada más ponerse a mi lado.
—Tú también.
Toine se miró.
—En ese caso, chico, es que nosotros también estamos malditos, como
el propio bosque.
Me sentía tan contento por seguir aún con vida que estallé en
carcajadas. Eso hizo que Toine se enojara. Pero pronto se calmó y puso una
mano en mi hombro.
—Perdona, chico, creo que, con todos estos extraños sucesos, estoy
perdiendo mi sentido del humor.
Le sonreí. Al verle en aquel curioso estado, empecé a pensar que quizás
no andaba muy descaminado al decir que estábamos malditos. Por fin la
inquietante luz comenzó a desvanecerse y la noche volvió a recuperar su
antigua serenidad.
Al igual que ya sucediera antes, ambos nos sumergimos en un profundo
sueño. Algo que no era la angustia ni el cansancio —o, al menos, así me lo
parecía a mí— nos hacía sumergirnos en una especie de sopor casi
cataléptico. Cuando salimos de él, los rayos rojizos del sol se colaban entre
el verde follaje del bosque. Mi compañero —ya lo había notado antes—
siempre despertaba de este letargo considerablemente más envejecido y
amargado. De repente me dio por pensar que a lo mejor me estaba
ocultando algo de toda aquella pesadilla. Deseaba con todas mis fuerzas
creer que nuestra salvación se encontraba más allá de aquellas montañas.
—¿Tienes hambre, chico? —preguntó Toine mientras se incorporaba
con gran esfuerzo.
—Sí que la tengo —respondí con ansiedad—. Pero eso no cambiará las
cosas, ya que no hay nada que comer.
—Bueno, ya veremos.
Toine desapareció tras un arbusto y le vi regresar casi al instante con los
brazos cargados de fruta. Estaba asombrado. ¡Qué gran fuerza de voluntad
para atreverse a coger los frutos de las ramas recién caídas sobre el suelo!
—¿Es que nada te asusta?
—Claro que sí —respondió, dejando que la fruta cayera a mis pies—. El
hambre.
Ya estaba devorando la carnosa pulpa de una fruta enorme. Pronto seguí
su ejemplo.
Comimos en silencio durante un rato. Toine se sació mucho antes que
yo. Su apetito era menos acuciante que el mío, seguramente por la
diferencia de edad entre ambos. Una vez satisfechos por la comida, y tras
saciar nuestra sed con el agua de la garrafa, volvimos a retomar la senda
matizada de tonos rojizos y verdes.
Progresamos con lentitud. El bosque era ahora casi impenetrable y los
arbustos espinosos nos arañaban con crueldad. Las vigorosas enredaderas
no nos daban ni un momento de respiro y con frecuencia nos veíamos
obligados a alterar nuestro rumbo. Aunque la cubierta vegetal se iba
haciendo cada vez más intrincada, fuimos incapaces de ver cualquier tipo
de animal, ni tan siquiera esos insectos tan comunes que suelen revolotear
entre los arbustos. Estábamos como atrapados en medio de un mundo
mineral y vegetal.
En esta extraña región, la única vida presente tenía lugar por la
interrelación entre ambos mundos, como si Dios no hubiera pensado en otro
tipo de existencias.
Por fin llegamos a las lindes de un claro. ¿Era prudente seguir más allá?
La hierba que crecía en aquel terreno era anormalmente verde y estaba
cubierto de esas flores, delicadas y de colores violeta, que resultaban tan
sorprendentes por su tamaño gigantesco. Aunque no se parecían en nada a
las flores de la cascada, tampoco existía ninguna razón para pensar que no
fueran carnívoras.
—Chico —dijo Toine, con voz firme—, tenemos que atravesarlo. No
hay elección.
Fue el primero en cruzar el claro. Nuestro asombro fue mayúsculo al ver
que las flores retrocedían según íbamos avanzando, retirándose con la
misma gracia y delicadeza que mostraban sus figuras. Tremendamente
sorprendidos ante lo que veíamos, y pensando que nos habíamos vuelto
locos, dejamos de caminar. Las flores se detuvieron al instante.
Toine suspiró:
—¡Esto no tiene sentido!
Tras unos minutos de silencio añadió:
—A lo mejor se trata de una pesadilla, pero no me negarás que es muy
hermosa.
En verdad, nadie podría permanecer indiferente ante la contemplación
de aquel inmenso océano verde por el que desfilaban con gracia unas flores
enormes y tan elegantes como las del mundo real. Todo el lugar se llenó de
un extraordinario perfume. Al fondo, muy lejos, podíamos ver las
formidables montañas, cuyas crestas se perdían entre el rojo del cielo.
Fuimos detrás de las flores hasta que nos percatamos de que nos
llevaban a un terreno pantanoso. Para evitar las ciénagas tuvimos que
regresar a las lindes del bosque.
Resultaba imposible atravesar la espesura, de manera que nuestro
camino se hizo mucho más largo. Pero al menos podíamos andar
normalmente y no era preciso apartar las enredaderas ni exponerse a los
arbustos espinosos. Contemplé con cierta aprensión cómo las sombras
nocturnas iban cayendo poco a poco sobre nosotros. La posibilidad de
dormir al lado de aquellas flores no me atraía demasiado. Se lo hice saber a
Toine.
—No te preocupes demasiado, chico —me respondió—. Nada puede ser
peor que ese bosque al postrarse. ¿Qué daño van a hacernos?
—Te olvidas de las flores de la cascada. Recuerda que me atacaron.
—Es cierto. Pero éstas huyen cuando nos acercamos. Así que, a lo
mejor, no hay por qué temerlas.
Esperamos a que la noche cayera por completo antes de detenernos.
Luego nos tumbamos sobre la hierba fresca. Un profundo silencio se abatió
sobre nosotros, interrumpido de cuando en cuando por los susurros sigilosos
que producían las flores al moverse. Cuando la inmensidad del cielo se
cubrió de estrellas, Toine exclamó de repente:
—Como buen marino, estoy acostumbrado a fijarme en la posición de
las estrellas. Pues bien, esta noche ya no se encuentran en el mismo lugar.
¿Quiénes han cambiado, ellas o nosotros?
Al ver que no entendía lo que estaba tratando de decirme, Toine me
explicó pacientemente:
—Atiende. No es muy complicado. Si te diriges al norte, verás que el
cielo está lleno de estrellas, desde el norte hacia el sur. Y al revés. Pero esas
estrellas siempre serán las mismas, no importa dónde te encuentres.
Simplemente las verás más cerca o más lejos sobre el horizonte. Pero aquí
no sucede nada de eso, en el cielo que vemos todas las noches desde que
nos encontramos en este lugar. Es decir que, o bien las estrellas se
desplazan en el firmamento, o somos nosotros los que nos desplazamos con
respecto a él. En cualquier caso, nada me resulta familiar en este universo.
Jamás he visto antes ni una sola de esas estrellas. Estoy empezando a pensar
que nos hallamos bajo un cielo completamente diferente al nuestro.
El razonamiento de Toine era bastante lógico. Y sin embargo, yo no
podía admitir que nos encontráramos en cualquier otro lugar que no fuera
nuestra buena y vieja Tierra. ¿Qué sería de nosotros si lo que decía Toine
resultaba cierto?

Sentí que alguien me sacudía, pero estaba tan profundamente dormido


que me negaba a abrir los ojos. Quería permanecer en soledad, envuelto en
una noche eterna. Pero Toine no era de los que se dan por vencidos. Siguió
sacudiéndome.
—Levántate, jovencito.
Por fin abrí los ojos. El cielo estaba tan negro con un pozo sin fondo.
—¿Por qué me has despertado? —suspiré adormilado—. ¡Estaba
completamente dormido!
—¡Por todos los diablos! ¿Es que no lo ves? ¡Mira al claro!
Volví la cabeza. El terreno estaba completamente iluminado por la luz
fosforescente del bosque virginal que de nuevo había empezado a
resplandecer plateado. Pero había algo aún más extraordinario —y yo me
incorporé sobre los hombros para poder contemplarlo mejor—: las flores
ejecutaban una especie de danza diabólica, y sus pétalos brillaban bajo
aquella luz fantasmal como las hojas de un lirio medio sumergido en el
agua. Sobre las crestas de las montañas, el horizonte era tan rojo como las
ascuas de un fuego gigantesco, y la tierra vibraba a ráfagas, como los
latidos de un corazón desenfrenado. Mis ojos no podían apartarse de aquel
espectáculo. Y me pregunté asombrado por qué no podía dejar de mirar
cuando las sombras, que poco a poco volvían a tomar posesión del claro,
terminaron por borrar toda señal del drama.
No podía volver a dormirme. Tampoco Toine. Pasamos las últimas
horas antes del amanecer contemplando aquel universo ominoso. Pero nada
volvió a moverse.
El inmenso claro se hizo visible de nuevo bajo las primeras luces de la
aurora. Las flores habían desaparecido. Sólo algunos pétalos —como
náufragos en un océano verde— quedaron dispersos para convencernos de
que no lo habíamos soñado.
Antes de retomar nuestro camino, devoramos un poco de hierba para
aplacar el hambre. Por primera vez me di cuenta de que nuestra piel cada
vez parecía más áspera y rugosa, como si la cubriera una capa de barro
seco. Se lo comenté a Toine y él me respondió cansinamente:
—Nos daremos un baño cuando encontremos algún río. No es más que
mugre.
No volvimos a hablar de ello.
Bordeamos el inmenso claro viviente, pero pronto empezamos a sentir
que estábamos caminando en círculos y que nunca nos dirigíamos hacia
delante. Sin embargo, a media tarde, llegamos al fin a los límites exteriores
de lo que creíamos una región sin límites. Abajo, en un nivel inferior, se
abría un desfiladero, un verdadero abismo que tendríamos que cruzar si
queríamos llegar a las montañas que se erguían, majestuosas, sobre el
horizonte.
—No sé cómo vamos a cruzarlo —dije.
Toine se encogió de hombros.
—No veo otro camino para llegar a nuestra meta. El desfiladero se
pierde a derecha e izquierda. Es como una línea divisoria.
La rabia, casi odio, creció en mi corazón.
—¡Pero es totalmente absurdo! ¿Por qué tenemos que esforzarnos tanto
para alcanzar esas montañas? Después de todo, no hay ninguna razón para
creer que estaremos a salvo cuando alcancemos sus cumbres. Es más,
seguramente moriremos de sed y de hambre.
—Lo sé —respondió Toine con calma infinita—. ¿Pero de verdad
piensas que podremos subsistir aquí, en medio de estos condenados
bosques, con todas esas flores carnívoras y demás? No, esta región no está
hecha para el hombre. A lo mejor, al otro lado de las montañas, tenemos la
oportunidad de regresar al mundo que nos es familiar. Así pues, muchacho,
da igual morir aquí que allí, lo importante es seguir luchando. Estoy tan
cansado como tú de todo esto. Si no quieres continuar, seguiré solo. Y si lo
consigo, volveré a por ti. A ningún hombre que se respete a sí mismo se le
ocurriría abandonar a un amigo.
Las palabras de Toine, que expresaban tanto amargura como una
determinación inquebrantable, lograron disipar mi rabia.
—Si uno de nosotros está dispuesto a seguir, el otro le acompañará —
dije—. ¿Pero cómo vamos a cruzar el abismo?
—Yendo hasta allí —dijo Toine, señalando con el dedo.
Mi mirada se centró en el brazo extendido de Toine. La extraña costra
que Toine atribuía a la mugre se había hecho más espesa, y también sus
piernas y espalda, que ahora examinaba con atención, estaban cubiertas de
la misma sustancia. Acosado por un terrible presentimiento, empecé a
rascarme frenéticamente. Pero la costra estaba tan adherida a mi piel como
el cemento a una roca.
—¿Estás seguro de que tan sólo se trata de mugre? —le pregunté
desesperado—. Me ocultas algo. ¡Estoy seguro! ¡Por favor, te lo ruego,
dime qué está pasando!
Me respondió con el mismo tono de voz, cansino y triste:
—Escucha, chico, no estás herido, ¿cierto? Entonces, no te preocupes
por nada. Puede ser debido a este calor infernal.
Sabía que estaba intentando tranquilizarme, que, en el fondo, no se creía
ni una sola palabra de lo que decía. No obstante, ya no volví a mencionar el
asunto y dediqué todas mis fuerzas a superar aquel nuevo temor que lenta,
aunque inexorablemente, iba invadiendo mi cerebro.
Toine marchaba en cabeza, dirigiéndose al lugar que consideraba más
propicio para afrontar el descenso del desfiladero. Empezamos a bajar. En
esos momentos me tocaba acarrear con la garrafa y resultaba un verdadero
martirio cargar con ella. Entonces sentí que estaba a punto de resbalar y
tuve que soltarla para poder asirme a la tierra. La garrafa empezó a rodar
por la pendiente hasta desaparecer de nuestra vista.
—No te preocupes —dijo Toine, al darse cuenta de mi desesperación—.
Me sorprendería mucho que no encontráramos agua allá abajo. De todas
formas, es mejor que haya sido la garrafa la que ha caído y no tú.
La voz de Toine me sonó extraña, como si en realidad no le diera
importancia a nada. Mas no supe decir si era por causa de que tenía
esperanzas de encontrar vida al otro lado de la montaña, o… no, no,
¡prefería no pensar en la otra posibilidad!
Tras un descenso largo y doloroso nuestros pies tocaron roca viva. Era
un peñasco inmenso que sobresalía por encima del abismo. Nos tumbamos
bocabajo y fuimos arrastrándonos hasta que pudimos contemplar el fondo
del barranco. Varios fuegos ardían en la base y pudimos comprobar su
extraordinaria profundidad.
—¿Tienes alguna idea de lo que significa todo eso? —pregunté.
Toine miraba fijamente el resplandor azulado cuyas sombras parecían
animar la muerta superficie del desfiladero. Estábamos rodeados por dos
paredes rocosas. Una espesa nube de un humo, que olía de manera
repugnante, flotaba sobre nuestras cabezas y la temperatura cada vez
resultaba más cálida. La luz rojiza del sol declinaba rápidamente. Pronto
sólo pudimos guiarnos por el resplandor de aquellos fuegos azulados. El
sudor rezumaba a través de la costra que cubría nuestra piel, y era de un
color amarillo y tan denso como el pus. Al mismo tiempo, y esto resultó
bastante sorprendente, desapareció la fatiga que nos invadía. ¿Era por causa
de aquellas misteriosas fumarolas? No tenía ni idea. Pero una cosa sí era
cierta: llegamos al fondo en un estado que casi podríamos calificar de
eufórico. Toine sonreía de nuevo y tenía el rostro surcado de arrugas que
eran rápidamente cubiertas por aquella costra. Los fuegos estaban mucho
más lejos de lo que habíamos imaginado cuando los vimos desde arriba.
Emitían un suave siseo mientras surgían de la tierra a través de unos
pequeños cráteres. No tuvimos ninguna dificultad para evitarlos.
Ahora teníamos que subir al otro lado. Nuestras fuerzas se habían
quintuplicado por algún motivo misterioso; nos preparamos para escalar la
pared. De tanto en tanto encontrábamos puntos de apoyo y pudimos
progresar con relativa facilidad. Tuvimos mucha suerte, pues ya habíamos
escalado la mitad de la pendiente cuando el terrorífico latido empezó a
resonar con violencia, haciendo que las paredes del abismo se
estremecieran. Al mismo tiempo, unas llamaradas gigantescas surgieron de
la tierra y casi nos abrasaron, calentando el aire de una manera insoportable.
Estaba a punto de soltarme de la pared cuando, repentinamente, todo volvió
a la normalidad. El silencio nocturno cayó sobre nosotros sin otra luz que la
de aquellas estrellas desconocidas.
Como era imposible retroceder o seguir hacia delante decidimos
permanecer allí, colgados en el abismo, hasta que llegara la aurora. El
cansancio volvió a envolvernos y, si la pendiente no se hubiera suavizado
un poco, seguramente habríamos caído al abismo, estrellándonos contra el
fondo. La pared parecía no acabar nunca. Abajo, el primer fuego empezó de
nuevo a arder. Al rato fue seguido por otro y, enseguida, por un tercero. Un
instante después, el abismo al completo parecía en llamas. De nuevo
experimentamos aquella maravillosa sensación de fuerza y bienestar que
habíamos sentido el día anterior. Pero, cuando al fin pude distinguir las
facciones de Toine, comprobé horrorizado que la repugnante costra se había
extendido de manera alarmante. En los ojos de mi compañero vi que mi
rostro también había sufrido la misma transformación. Reemprendimos el
ascenso sin intercambiar ni una sola palabra.
Mientras escalábamos la fatiga volvió a hacer presa en nosotros.
Observé a Toine furtivamente. Su rostro se parecía cada vez más a una
máscara, y también yo, como reaccionando a la tensión de aquel difícil
ascenso, sentía que mis facciones se endurecían. Salimos de aquella cavidad
enorme justo cuando el sol empezaba a lucir, tiñendo de violeta los cielos
en los que aún se demoraba la noche. Las cumbres de la imponente cadena
de montañas seguían ocultas bajo las sombras. Ya no quedaba mucho para
llegar a ellas. Tan sólo nos separaba una corta llanura desértica que, a
primera vista, parecía bastante practicable. Pero tan sólo se trataba de una
ilusión: en cuanto pusimos el pie sobre aquel terreno nos hundimos hasta
las rodillas. Nos resultaba tremendamente difícil avanzar. Y, cuando la
noche se disipó y el sol rojizo y sangriento ocupó su lugar, descubrimos que
estábamos rodeados por todas partes de un polvo rojo, un recordatorio de la
sangre seca y coagulada en la que pensamos que se había convertido. Todo
eso debería habernos parecido horrible y atroz, pero, en lugar de ello, daba
la sensación de que ya no nos importaba ni lo repugnante ni lo monstruoso.
El cansancio volvió a desaparecer y pudimos seguir escalando sin
detenernos ni un momento a descansar cuando llegamos al pie de la
montaña más alta. Pero, a pesar de la curiosa tranquilidad que se había
asentado sobre nosotros tan misteriosamente mientras ascendíamos, no
pude evitar volver la vista hacia el rostro de Toine y descubrir, con gran
repugnancia, que, literalmente, se estaba convirtiendo en barro.

Capítulo XII

La montaña estaba compuesta por una especie de légamo que a veces se


encuentra en las rocas del fondo de los océanos, rocas tan porosas que
parecen esponjas. Pero, al contrario que las esponjas, la montaña resultaba
áspera y abrasiva como la piedra pómez.
Apenas habíamos avanzado cien metros cuando descubrimos, para
nuestro asombro, un gran número de aquellas estatuas con formas humanas
y de animales que ya nos resultaban tan familiares. Estaban adheridas a la
montaña. Aunque suena extraño, experimenté una especie de cariño
fraternal por esas figuras terrosas, a pesar de que por las otras, las que había
en la gruta y en la aldea, no había sentido nada parecido. Cuanto más
progresábamos a través de aquel terreno vitrificado, más grande era el
número de figuras fantasmales unidas por la espalda a la ladera de la
montaña. Sus picos, sus bocas o sus hocicos mostraban una única
expresión: miedo.
Seguimos ascendiendo sin descanso durante todo el día, hablando lo
menos posible porque las palabras nos provocaban un fuerte dolor físico.
Con frecuencia intercambiábamos la mirada, y en nuestros ojos se reflejaba
el espanto que sentíamos. Poco a poco, mientras la costra que nos cubría se
iba haciendo más densa, notamos que nos convertíamos en algo mineral. Al
fin, el enorme disco rojizo se hundió bajo un lejano horizonte en el que
seguramente sólo existía una inmensa vacuidad.
Un ejército de seres minerales nos rodeaba en aquella luz crepuscular,
irradiando suaves reflejos púrpura sobre las sombras. El latido monótono
volvió a comenzar. Cuando la noche se hizo dueña de los cielos, la llanura y
los bosques bulleron de vida bajo la pálida luminiscencia que tan bien
conocíamos. Un murmullo, similar a los susurros de alguien que está
orando, se elevó a nuestro alrededor. Estábamos tumbados sobre la ladera
de la montaña, como las estatuas, mirando fijamente hacia el bosque, las
espaldas pegadas a la piedra. El miedo engendra miedo. Los que nunca han
sentido algo así no saben lo que es el espanto. Cuando, como un estertor de
muerte, comenzó aquella especie de gruñido, sentí, debo confesarlo, que me
estaba convirtiendo en esas cosas de tierra que nos rodeaban por doquier.
Me las arreglé para abrir mi boca contrahecha y expresar en voz alta mis
pensamientos. Esperaba que Toine pudiera oírme, y así fue. Seguramente él
también estaba experimentando la misma angustia que yo, pero se las apañó
para emitir una sonrisa grotesca. Era un hombre extraordinariamente
valeroso y seguiría intentando tranquilizar a su joven compañero hasta el
fin.
Retornamos a nuestra silenciosa contemplación. El bosque se hizo
claramente visible. Los troncos y las ramas de los árboles brillaban con
aquella luminosidad plateada y el latido que surgía del centro de la montaña
se hizo más y más violento, alumbrando las sombras que nos rodeaban.
Todo resultaba tan extraño que, en mi locura, esperé que tan sólo se tratara
de una pesadilla, y que pronto despertaría y me encontraría en el mundo
real. La mano que Toine acababa de poner en mi brazo hizo desaparecer
aquella ilusión.
—¡Mira! —exclamó.
Su mano, casi convertida en barro, señaló al bosque en el que los
árboles brillaban con resplandores metálicos. Me separé bruscamente de la
ladera de la montaña con un extraño sonido. Sentí cierta humedad en mi
mano cubierta de fango y examiné el lugar en el que había estado tumbado.
Un líquido denso y oscuro manaba de la piedra esponjosa. Me sentí
derrotado.
Pero Toine siguió señalando el bosque. Las estrellas titilaban fríamente
sobre la bóveda celeste. La montaña estaba completamente iluminada. Unas
llamas azules surgían del abismo que acabábamos de atravesar.
Lentamente, más allá del desierto de polvo rojo, más allá del desfiladero
y del claro, el bosque al completo se inclinaba en reverencia. Esta especie
de adoración de la naturaleza nos cautivaba. Mientras tanto, la montaña
había empezado a estremecerse con violencia. Acto seguido, como ocurría
todas las noches, las estrellas se difuminaron y fueron desapareciendo una
tras otra. Y luego, todo ese misterio de la naturaleza dejó de ser visible, la
noche lo había ocultado de nuestros ojos enfermos. Y también nosotros
acabamos engullidos por una profunda oscuridad. No sentimos ninguna otra
cosa, no fuimos nada. Las sombras del olvido nos envolvieron como un
caparazón. Y ya no éramos más que un par de almas entumecidas.

No volví a tener contacto con ese mundo, envuelto aún en las sombras,
hasta que de pronto me descubrí escalando lentamente una especie de pared
infinita. Al otro lado del horizonte, una luminosidad rosa presagiaba la
llegada del nuevo día. Pero de momento, los cielos, aún vacíos, se
regocijaban en su soledad. Oculta tras el manto nocturno, la llanura era un
abismo de negrura, tan muda como un pozo sin fondo. Abrí mis labios
cubiertos de lodo e intenté llamar a Toine, pero no pude oír mi propia voz.
¿Me había imaginado que le llamaba? ¿O simplemente estaba sordo? Quedé
en el suspenso de una agonía sin esperanzas, cerré los ojos y empecé a rezar
las oraciones del rosario.
Un sonido que reconocí al instante me hizo saber que Toine seguía
abriéndose paso entre las rocas. El silencio volvió a caer sobre nosotros.
Poco a poco, mientras el cielo estaba a punto de iluminarse de un vivo
color rojo, se fueron perfilando unas sombras vagas a nuestro alrededor. Al
fin, la cumbre de la gigantesca montaña, que se recortaba contra los rojizos
cielos, apareció delante de nosotros en todo su esplendor.
Se erguía como una aguja irregular sobre el espantoso abismo. Figuras
de formas incontables se arracimaban en la ladera de la montaña, como si
fueran a continuar su ascenso por toda la eternidad.
Me volví hada Toine para preguntarle si debíamos seguir subiendo, pero
las palabras quedaron prisioneras tras mis labios terrosos. ¡Resultaba
horrible mirarle! La máscara de barro se había solidificado, pero sus
facciones, tan lodosas que no parecían las suyas, le daban un aspecto
totalmente distinto. El único resto de vida que quedaba en su viejo rostro
provenía del brillo de sus ojos. Su expresión al mirarme no me dejaba
ninguna duda de mi propio aspecto. Aquello podría haber trastornado mi
mente, pero, en lugar de eso, me vi invadido por una extraña calma. ¿Se
trataba del primer acto de renuncia?
Toine intentaba hablarme. Pero de su boca medio abierta sólo salían
sonidos ininteligibles. No me di cuenta de que quería que prosiguiéramos
nuestra ascensión hasta que observé cómo intentaba levantarse con sumo
esfuerzo. ¿Pensaba aún que la salvación se hallaba al otro lado de la
montaña? En cuanto a mí, ya no lo creía. Accedí a sus deseos, aunque no
los compartía.
Moverse resultaba doloroso. Teníamos la sensación de estar encerrados
en una especie de armadura ajustada y gruesa. Con frecuencia teníamos que
asirnos a las estatuas de piedra para ayudarnos en la escalada. Si se
despegasen de la montaña, caerían ladera abajo hasta aterrizar sobre la
llanura. Aunque la posición del sol indicaba que habíamos estado subiendo
durante varias horas, la cumbre de la montaña parecía tan lejana como
siempre. Afortunadamente, y exceptuando esa sensación de extrema
pesadez, ya no nos sentíamos fatigados, ni teníamos sed o hambre. Pero
respirábamos con gran dificultad debido al enrarecido aire de las alturas.
Para respirar adecuadamente nos veíamos obligados a abrir la boca todo lo
posible, y en nuestras caras se dibujaba una mueca muy parecida a la de los
rostros de todas aquellas estatuas de piedra.
La pared se hizo más empinada, casi perpendicular. Pero no nos
importaba. Nos adheríamos a la roca como si nuestras manos y pies
tuvieran una especie de poder de succión. Poco a poco nos aproximamos a
la cima, tan llena de promesas y esperanzas. Al mismo tiempo, la
metamorfosis que experimentábamos fue haciéndose más clara y
repugnante. Teníamos las manos y los dedos completamente extendidos y
cubiertos de pegotes de tierra. Resultaba imposible cerrarlos. Nuestros
miembros, privados de toda flexibilidad, tenían la apariencia y el peso de
unas estatuas en movimiento. A lo lejos, más allá de la llanura desértica y
del bosque, podíamos ver el mar. El sol brillaba sobre las aguas, como si se
contemplara a sí mismo. Un inmenso silencio reinaba por todas partes.
Cuando, al fin, coronamos la cima, estábamos completamente exhaustos,
pero felices y esperanzados. Descansamos largo rato tumbados sobre la
tierra. Debíamos parecer dos montones de barro. Había llegado el gran
momento. Tras superar todas las etapas de nuestro viaje, habíamos
alcanzado el objetivo en el que siempre depositamos nuestras esperanzas de
salvación. Tras haber llegado allí con éxito, ¿qué descubriríamos al otro
lado de la montaña?
Nos daba miedo levantarnos y descubrir si había vida al otro lado de la
cima. Aún recostados, miramos la enorme extensión de roca que cubría la
superficie de la cumbre. En contraste con la ladera de la montaña, aquella
piedra era tan suave como las losas de las casas antiguas que han sido
acariciadas por incontables pasos. En el centro de la cima, sobresaliendo
como una especie de cuenco, había un cráter enorme, un pozo inmenso de
bordes redondeados cuyo orificio resultaba algo más alargado en la punta.
Toine se incorporó. Parecía haber recobrado sus fuerzas. Me quedé
sorprendido al mirarle y descubrir que estaba buscando algo. Yo también
me levanté. Lo entendí todo cuando vi que en aquella plataforma no había
ni una sola estatua, que todas se habían quedado varadas a unos metros de
la cumbre. A no ser que estuvieran huyendo de allí, pensé lleno de angustia.
El miedo —ese viejo conocido— volvió a hacer presa en nosotros mientras
cruzábamos, al fin, aquella extraordinaria explanada. Andábamos hacia
delante como autómatas, bordeando el cráter, que resultaba tan alto como
una montaña en miniatura. Los cielos distantes y rojizos parecían espiarnos.
Nos aproximamos a la línea que separaba lo que considerábamos nuestro
derecho a la vida de una muerte segura. Nuestros cuerpos se estremecían de
angustia bajo la costra espesa que los cubría. Nada había cambiado sobre la
bóveda celeste. El ominoso silencio seguía dueño del mundo.
Unos cuantos metros más adelante descubrí otras cumbres similares a la
que nos encontrábamos. Y cuanto más avanzábamos más crecían en
número. Entonces comprendí que al otro lado de la montaña no había
bosques ni llanuras sino más cumbres innumerables que se erguían sobre
los cielos rojizos. En este mundo de silencio no existía la esperanza. El
bloque de piedra que había bajo nuestros pies comenzó a vibrar y entonces
supimos que nos hallábamos muy cerca de aquel corazón batiente. Nuestros
propios corazones empezaron a latir en solitaria hermandad. Ya no había
nada en lo que tener esperanza, ya no nos importaba seguir con vida.
Incluso el cráter, que creíamos era la causa principal de todas nuestras
angustias, ejercía una extraña fascinación sobre nosotros. Toine fue el
primero en escalar el borde rocoso que lo circundaba. Yo iba justo detrás.
En cuanto tocamos la piedra sentimos que la fatiga nos abandonaba como
por arte de magia, pero no sucedió lo mismo con la angustia que nos
embargaba. Todo lo contrario, alimentada por el instinto que nos advertía de
alguna clase de peligro, no dejaba de repetirnos que huyéramos cuanto
antes. Pero aún así, llegamos a la altura del cráter. La atracción que nos
produjo el mirar dentro de aquel pozo fue mayor que el miedo que nos
atenazaba. Un reborde de piedra, lo suficientemente ancho para poder
caminar sobre él, rodeaba la bostezante boca del volcán que,
indudablemente, estaba adormecido.
El vértigo que nos producía aquel abismo infinito que teníamos tan
cerca hizo que casi perdiéramos el equilibrio. Cuando nos asomamos al
borde del precipicio mis piernas temblaban de espanto. Deslumbrados por
el resplandor del día, mis ojos apenas pudieron distinguir nada entre las
sombras de la sima. Pero el sonido de una respiración llegaba claramente
hasta nosotros desde las profundidades y el rítmico latido creció en
intensidad. Toine permanecía de pie, con la cabeza inclinada y la mirada
perdida en el abismo. En su rostro ya no había ningún rasgo humano. No
era más que un fiel reflejo de mí mismo, pues en él contemplaba la imagen
en la que yo también me había convertido.
De repente los hombros de mi compañero se desplomaron como bajo el
impacto de un peso enorme, y fue entonces cuando descubrí, en el fondo de
aquel cráter inmenso, una cosa aterradora que casi me hizo caer de cabeza
en las entrañas del pozo maldito.
Flotando en medio de un lago de sangre, un ojo azulado en el que
brillaba una descomunal pupila negra nos observaba. Toine se puso a gritar
y una parte de la máscara se cuarteó por el esfuerzo, desfigurando para toda
la eternidad sus facciones modeladas en barro.
Dejé que me llevara sin ofrecer la menor resistencia. Cuando llegamos
al borde exterior del cráter Toine me empujó y rodé unos cuantos metros
hasta caer de nuevo sobre la piedra lisa que tapizaba la cumbre. Al instante,
la enorme fatiga que nos embargaba antes de llegar a la altura del cráter
volvió a adueñarse de nosotros. Nos arrastramos un poco más hasta el
reborde de la plataforma y luego nos dejamos caer por la ladera de la
montaña. Al principio descendimos a una velocidad vertiginosa, chocando
en nuestro camino con las estatuas que se asemejaban a nosotros mismos.
Éramos como una masa pétrea que resbalaba por la ladera de la montaña
maldita. De repente paramos, como si una mano misteriosa nos hubiese
detenido, y nuestras espaldas quedaron adheridas a la roca, incapaces de
separarse de la montaña por siempre jamás.

El único recuerdo que aún conservo en el devenir de los siglos de mi


pétrea existencia, es la suave caricia de las lágrimas resbalando por el rostro
de un hombre.
John Masefield
(1878-1967)

Escritor inglés. Nacido el mismo año que Lord Dunsany, marchó al mar
con tan sólo trece años, de donde, como muchos otros escritores y poetas
influenciados por el Gran Azul, tomó sus escenarios y argumentos en los
que luego basó su obra escrita. Después de varios años de travesías y tras
cruzar el Cabo de Hornos (que, en aquellos tiempos, era como el bautismo
definitivo de todo marino), volvió a Londres y a la literatura, siendo un
poeta laureado por el Rey Jorge V. Su obra escrita, ya fuera en verso o
prosa, trata principalmente sobre el mar. Entre sus principales trabajos
podemos citar: Salt-Water Ballads (1902), Dauber (1913), Reynard the Fox
(1919), Sard Harker (1924), y The Bird of Dawning (1933). Más cercanas a
los temas sobrenaturales y fantasmagorías marinas están sus varias
antologías de cuentos, entre ellas la soberbia A Mainsail Haul. Su estilo es
sobrio, humorístico muchas veces, y posee esa extraña cualidad para narrar
una historia con una sorprendente economía de palabras. Un claro ejemplo
es Anty Bligh, uno de esos cuentos de fantasmas y resucitados que circulan
de boca en boca entre los marineros, y que está narrado con una sencillez y
humorismo deliciosos.
ANTY BLIGHT
John Masefield

Una noche en los trópicos yo era «granjero» en la guardia


de media, lo cual quiere decir que no estaría a la «rueda» ni
de «vigía» durante las cuatro horas que tenía que
permanecer en cubierta. Navegábamos por las rutas
comerciales del nordeste y el barco se deslizaba
plácidamente, y la brisa era suave, y todo estaba muy
tranquilo en el puente, los calzos gemían con el balanceo, y las olas
hablaban, y los guardines de cadena repiqueteaban, y había una especie de
tamborileo suave arriba en las jarcias. El mar tenía una tonalidad pálida a la
luz de la luna, y desde la puerta del cuarto de las lámparas, donde solía
reunirse la guardia, podía ver una mancha roja dibujada en el agua que
procedía del farol del costado de babor. El oficial paseaba por la popa, a
barlovento, y el contramaestre estaba sentado sobre la escotilla de la
bodega, tarareando una vieja tonada y haciéndose una funda para el
cuchillo. La guardia estaba desperdigada por cubierta, fuera del alcance de
la luz de la luna, bajo las sombras del saltillo de popa. La mayoría estaban
dormidos, apoyados contra el mamparo. Uno cantaba una canción que se
acababa de inventar, golpeando rítmicamente con la cazoleta de su pipa, y
su voz era tan suave que apenas perturbaba el silencio de la noche.

¡Ja! ¡Ja! ¿Por qué no soplas?


¡Jo! ¡Jo!
¡Vamos! Hazle rodar.

Y lo repetía una y otra vez, una y otra vez, como si no se cansara nunca
de la belleza de aquellas palabras y de aquel ritmo. Entonces se levantó de
donde estaba sentado y vino hacia mí. Era uno de los mejores marineros de
a bordo, un joven danés que hablaba el inglés como cualquier nativo.
Habíamos hecho algún que otro negocio durante el último cuartillo[15], unas
horas antes, y me había comprado una toalla, que yo le cobré bastante
barata ya que me sobraban varias. Se sentó junto a mí y empezamos a
charlar de unas cuantas cosas con trasfondo marinero: sobre el peligro de
quedarse dormido bajo la luz de la luna, del veneno que se suponía
contenían las patatas frías una vez cocidas y de lo bueno que era pasar una
temporada agradable en tierra. Luego empezamos a discutir sobre la
piratería, adornando nuestras afirmaciones con anécdotas de piratas.
—Ah —dijo mi amigo—, no existió otro pirata como el viejo Anty
Bligh, de Bristol. Colgaron al viejo Anty en el Brasil. Era el alma y el
corazón de un grupo de bribones, el viejo Anty Bligh, sí que lo era. Le
colgaron en Fernando Noronha, donde está la prisión. Pero, aún después de
muerto consiguió andar entre los vivos, sí que lo hizo. Eso demuestra lo
malo que era.
—¿Cómo que consiguió caminar entre los vivos? —pregunté—.
Cuéntame eso.
—Bueno, pues le colgaron —contestó mi amigo—, igual que pueden
colgar a cualquier otro, y luego le dejaron en la horca. Supongo que
pensaron que el viejo Anty era demasiado malo como para darle sepultura.
Y por aquellos tiempos había un joven capitán español en las islas. Se
llamaba Francisco Baldo. Era un terror. Así que la noche en que colgaron al
viejo Anty, Francisco estaba de juerga con algunos otros capitanes en una
especie de cantina. Y los otros capitanes le dijeron a Francisco:
»—Me apuesto la paga de un mes a que no te atreves a atar una cuerda
alrededor de las piernas de Anty.
»Y también:
»—Me apuesto mis ropas de gala a que no eres capaz de poner una
bolina alrededor de los tobillos de Anty.
»Y:
»—Me apuesto un barril de vino a que no osas echar un lazo alrededor
de los pies de Anty.
»—Me apuesto lo que queráis a que sí —dijo Francisco Baldo—. No es
más que un cadáver —siguió—. ¿Por qué voy a temer ahora a Anty Bligh?
Dadme una cuerda —dijo—, y le ataré con siete nudos, como hacen los
marinos con sus hamacas.
»Así que apuró su vaso de un trago, cogió un trozo de cuerda, salió a la
oscuridad y se fue directamente hacia la horca. Era una noche de luna
nueva, y estaba tan negro como el fondo de una bota de marinero, y se veía
tan poco como si miraras dentro. Y la horca estaba un poco más abajo, al
lado del mar, ya que el viejo Anty Bligh había sido un pirata. Así que
pronto llegó bajo la horca, y allí estaba colgado el viejo Anty Bligh.
»¿Qué tal, Anty? —dijo—. Te ato y luego te vienes conmigo, Anty —
siguió diciendo—. Te voy a amarrar como a una hamaca.
»Y entonces echó una cuerda alrededor de los pies de Anty…
Llegado a este punto, mi compañero hizo una pausa para encender su
pipa. Tras darle unas caladas siguió narrando su historia.
—Cuando un hombre es ahorcado con una cuerda de cáñamo —dijo
muy serio—, jamás debes tocarle con lo que le ha producido la muerte, pues
el cadáver recobrará la vida. Anótalo bien. No lo olvides nunca. En cuanto
Francisco Baldo puso el cordel alrededor de los pies de Anty, éste abrió los
ojos y miró hacia abajo desde la soga, y aunque estaba muy oscuro,
Francisco Baldo pudo verle con absoluta claridad.
»—Gracias, jovenzuelo —dijo Anty—. Y ahora quita ese nudo. ¡Me
quema los pies! —dijo—. ¡Si no lo haces —dijo— te rebanaré el pescuezo!
Y ahora sube aquí —dijo— y libera mi cuello de esta soga. Estoy tan seco
como un barril de garbanzos escurridos.
»Como imaginarás, el tal Francisco Baldo se quedó de piedra y
empapado de un sudor frío.
»—¿A qué esperas? —dijo Anty—. No pienso estarme aquí arriba toda
la noche.
»Así que Francisco Baldo subió a lo alto de la horca; y se las vio y se
las deseó para liberar el pescuezo de Anty.
»—Vamos, hombre —decía Anty—, y ten cuidado con esas manos tan
torpes. Me vas a rasguñar todo el pescuezo como sigas así. Y ahora, no me
dejes caer de golpe —decía—. Te voy a hacer muy desgraciado como me
dejes caer de golpe.
»Así que Francisco le bajó con mucho mimo, y Anty puso los pies en el
suelo sin soga ni nada, aunque continuaba con la cabeza echada hacia un
lado, como cuando estaba colgado.
»—Ven aquí conmigo —dijo Anty.
»Y Francisco Baldo hizo lo que le pedía. Y el bueno de Anty le puso el
brazo alrededor del cuello y le apretó bien fuerte.
»—Y ahora, vamos a andar un poco —dijo—; vamos a andar hasta la
cantina más cercana para echar un trago. Y nada de mezclas con agua, de
eso nada —dijo—. Estoy más seco que un trozo de madera.
»Así que Anty y Francisco se fueron a la cantina, y durante todo el
camino los dedos helados de Anty estuvieron jugueteando con el pescuezo
de Francisco. Y cuando llegaron a la cantina, los otros capitanes estaban
dormidos. Así que Francisco tomó la botella de ron y Anty se la bebió de un
trago, que era lo que siempre solía hacer.
»—¡Ah! —dijo—. ¡Gracias! Y ahora, a los muelles —dijo—, y a pillar
un bote —dijo—. Quiero ir a Inglaterra a despedirme de mi madre.
»Así que Francisco volvió a quedar empapado de un sudor frío, ya que
le daba miedo el mar; pero los dedos helados de Anty seguían jugueteando
con su pescuezo, así que Francisco se lo pensó bien y decidió que lo mejor
era ir con él. Y cuando llegaron al malecón descubrieron un bote amarrado
—una chalana de ésas, que es como suelen llamarlas—, y Anty dijo:
»—Tú coge los remos —dijo— y yo gobernaré el bote —dijo—. Y cada
vez que no aciertes con la pala —dijo— te voy a dar un pescozón que no
olvidarás nunca.
»Así que Francisco empujó el bote y remó hasta salir del puerto,
mientras el viejo Anty Bligh se afanaba a la caña del timón, diciéndole que
bogara fuerte y que tuviera cuidado en no dar una mala palada. Y remó, y
remó, y remó, y cada vez que fallaba al impulsar el remo sobre el agua —
¡paf!— el bueno de Anty le pegaba una colleja con la caña del timón.
»Y así la chalana recorrió un trecho increíble en muy poco tiempo,
noventa nudos en tan sólo un cuarto de hora, así que pronto divisaron el
Faro de Bull Point y el Faro Shutter, y luego las luces de Bristol.
»—Remos fuera —dijo Anty—. Ya hemos llegado.
»Luego atracaron en los muelles y desembarcaron, y Anty volvió a
echar el brazo alrededor del pescuezo de Francisco, y…
»—En marcha —dijo—. A paso ligero —dijo—, pues Johnny vuelve a
casa desfilando.
»Después de andar un buen rato llegaron a una diminuta casita en cuya
ventana lucía una candela.
»—Empuja la puerta —dijo Anty.
»Y Francisco empujó la puerta y ambos entraron. El fuego de la
chimenea ardía en la habitación y había varias velas sobre la mesa, y un
poco más allá, cerca del fuego, se encontraba una mujer muy vieja y muy
fea vestida con unas ropas de franela roja, y de su nariz pendía un aro y de
sus labios una vetusta pipa renegrida.
»—Buenas noches, madre —dijo Anty—. He vuelto a casa —dijo.
»Pero la anciana se quedó mirándole sin decir ni una sola palabra.
»Soy yo, tu hijo Anty, que ha vuelto a casa —repitió.
»Entonces ella le miró de nuevo y…
»—¿No te da vergüenza —dijo—, presentarte en casa de esa manera?
¿No te arrepientes de todas tus pillerías? —dijo—. Mira que morir así —
dijo—, en un país extranjero, sin nadie que te diera sepultura.
»—Madre —dijo Anty—, vale, me arrepiento. ¿No le negarás sus
derechos a un hijo?
»—Sí mientras que no lo hagas —dijo la madre—. En cuanto te
arrepientas de verdad no pondré ninguna pega. Siempre fuiste un mal bicho,
Anty —dijo—, pero me imaginaba que al final volverías a casa. Bueno, y
ahora estás aquí —dijo—. Y tengo que limpiarte ese pescuezo —dijo—.
Parece que alguien te lo ha puesto hecho un cristo.
»—Tranquila, madre —dijo Anty—. Ya es medianoche pasada.
»Así que le lavó todo el cuerpo en vino, y le puso en un sudario blanco,
con una cruz de madera en el pecho, dos monedas de plata en los ojos y una
caléndula dorada entre los labios. Y luego le llevaron hasta la chalana y le
depositaron sobre las tablas de popa.
»—Deprisa, jovencito —dijo la madre—; rema con brío. Dale fuerte a
los remos —dijo—, o nos pillará la aurora.
»Así que el tal Francisco Baldo se puso a remar como un diablo, y la
chalana avanzó a toda velocidad hacia el sur —cerca de un grado por
minuto—, y pronto llegaron a los muelles, justo cuando las gallinas estaban
en su segundo sueño.
»—A la iglesia —dijo la vieja—; tú píllale por las piernas.
»Así que entre los dos le llevaron hasta la iglesia.
»—¡Por todos los demonios, daos prisa! —dijo Anty—. Ya siento la
aurora en mis huesos —dijo—. Mi espectro os perseguirá por siempre como
no lleguemos a tiempo.
»Y allí había una tumba vacía, y le pusieron dentro, y llenaron el
agujero con la tierra húmeda, y la vieja derramó el contenido de una botella
encima.
»—Es agua bendita —dijo—. Para que su espectro descanse en paz.
»Luego se fue corriendo hasta la orilla del mar y se metió en la chalana.
Y al instante apenas era un punto en el horizonte, y el sol apareció por entre
las olas, y los gallos empezaron a lanzar sus quiquiriquís en los gallineros, y
el bueno de Francisco Baldo cayó al suelo desmayado. Desde entonces fue
un hombre totalmente distinto».
—¡Eh, los del costado de sotavento! —dijo el oficial encima de
nosotros—. Dejad de parlotear y asegurad los cabos.
George G. Toudouze
(1877-¿?)

Toudouze fue un notable erudito francés especializado en el mar y la


creación artística, y el editor jefe de la Liga Marítima y Colonial de
Francia. Su carrera literaria se prolongó durante más de cincuenta años,
durante los cuales escribió diecinueve libros sobre el mar, doce obras de
teatro y nueve volúmenes de arte y arquitectura. Aunque apenas hizo alguna
incursión esporádica en la literatura de ficción, el cuento aquí seleccionado,
La llave de los tres esqueletos, es una pequeña obrita inolvidable dentro del
género, narrado con cierta ironía y muchas dosis de horror.
LA LLAVE DE LOS TRES ESQUELETOS
George G. Toudouze

¿Mi más terrorífica experiencia? Bueno, cualquiera puede


disponer de unas cuantas si trabaja de farero durante treinta
y cinco años, aunque la mayoría de las veces se trata de un
cometido monótono y rutinario: mantener la luz encendida,
escribir informes…
Cuando era joven y aún no llevaba mucho tiempo en el
servicio, se produjo una vacante en un faro recientemente construido frente
a la costa de La Guayana, sobre un pequeño escollo a unos treinta
kilómetros de la tierra continental. La paga era alta, así que, con el
propósito de conseguir una renta adecuada antes de casarme, me ofrecí
voluntario para trabajar en el nuevo faro.
La Llave de los Tres Esqueletos, nombre que se le daba a la pequeña
roca sobre la que se erguía el faro, tenía mala reputación. Se la llamaba así a
causa de la historia sobre tres convictos que, tras escapar de Cayena en una
canoa robada, fueron a naufragar en la roca durante la noche; de manera
que se las arreglaron para escapar de la prisión, pero acabaron condenados a
morir de hambre y sed. Cuando les encontraron no quedaban más que tres
montones de huesos mondos y lisos por la acción de las aves marinas. La
leyenda dice que los tres esqueletos, envueltos en una luz fosforescente,
bailan y aúllan por las noches sobre las pequeñas rocas…
Pero existen muchos cuentos por el estilo, y tampoco me importan un
bledo las advertencias de los viejos sobre la Isla de Sein[16]. Así que firmé
el contrato, cogí un barco y, en menos de un mes, me hallaba instalado en el
faro.
Imagínense un cilindro gris y afilado, asido a la roca por unas barras
negras de acero y cemento, que se yergue sobre una diminuta isla a treinta
kilómetros de la costa. Situada en medio del mar, la isla, un pequeño escollo
de roca desnuda, apenas medía cincuenta metros de largo por trece de
ancho. Era tan pequeña que a duras penas podías estirar las piernas y
caminar un poco.
Pero aquello era una ventaja que no poseen todos los faros, pues hay
algunos que se elevan directamente sobre las olas y la única habitación de la
que disponen es la misma en la que está situada la linterna. Sin embargo,
tenías que ir con cuidado pues las rocas resultaban traicioneras y se podía
resbalar en cualquier momento. Un paso en falso y te ibas directo al mar, y,
aunque el riesgo de ahogarse no era muy alto, las aguas que nos rodeaban
estaban infectadas de enormes tiburones que patrullaban sin cesar la base
del faro.
Y sin embargo, la vida no estaba nada mal. Disponíamos de provisiones
para varios meses, por si el mar se embravecía demasiado para permitir que
el barco de suministros nos avituallase. Durante el día solíamos trabajar en
el faro, limpiando las habitaciones, abrillantando el metal, las lentes y el
reflector de la linterna, y por las noches nos sentábamos en la galería y
contemplábamos nuestra luz, una linterna tan poderosa como veinte mil
velas juntas, proyectando al mar su poderoso y blanco haz desde la punta de
una torreta de sesenta y cinco metros de alto. A veces, cuando la atmósfera
estaba muy clara, podíamos ver la tierra, una difusa línea irregular que
despuntaba por el oeste. El océano se extendía sin trabas al este, sur y norte.
Quizás los hombres de tierra adentro se habrían aburrido muy pronto de
aquella clase de vida, aislados en una pequeña isla de Sudamérica durante
dieciocho semanas, tiempo que duraba el servicio continuo entre cada
periodo de permiso en tierra. Pero a mí, y a mis dos camaradas de trabajo,
nos gustaba de tal manera que yo estaba encantado con los veintidós meses
que duraría el servicio en el faro, si descontamos los periodos de descanso
en tierra, y puedo afirmar que mi vida en La Llave de los Tres Esqueletos
era totalmente satisfactoria.
Acababa de retornar de uno de esos permisos a finales de junio, es decir,
a mediados del invierno en aquellas latitudes, y pronto me había vuelto a
acostumbrar a la rutina habitual de mis dos camaradas de trabajo, un bretón
llamado Le Gleo y el encargado del faro, Itchoua, un vasco que tenía una
docena de años más que nosotros.
Durante ocho días todo siguió su curso normal; y entonces, la novena
noche desde mi regreso, Itchoua, que estaba de guardia nocturna, nos llamó
a Le Gleo y a mí, que dormíamos en nuestras respectivas habitaciones en
medio de la torre, a las dos de la madrugada. Nos levantamos de inmediato,
subimos la treintena de escalones que había hasta la galería y nos situamos
al lado de nuestro jefe.
Itchoua señaló algo, seguimos la dirección de su dedo y vimos un gran
velero de tres palos, con todas las velas desplegadas, que se dirigía
directamente hacia el faro. Llevaba un extraño rumbo, ya que la nave tenía
que habernos avistado hacía tiempo, pues la luz de nuestra linterna lo
iluminaba con la claridad del día cada vez que se proyectaba sobre él.
En aquellos tiempos, los barcos apenas frecuentaban nuestras aguas, ya
que el faro servía de advertencia a los traicioneros arrecifes que rozaban la
superficie del océano y que se extendían a lo lejos mar adentro. En
consecuencia, siempre éramos evitados, especialmente por los barcos de
vela, que no podían maniobrar con la misma facilidad que los vapores.
No es de extrañar pues que estuviéramos enormemente sorprendidos
ante la visión de aquel velero de tres palos que navegaba hacia un trágico
destino en medio de las brumas de la madrugada. Reconocí de inmediato
sus formas, pues se le veía perfectamente, aún a casi dos kilómetros de
distancia, cuando la luz de la linterna resplandecía sobre él.
Se trataba de una hermosa nave de unas cuatro mil toneladas, una
embarcación veloz que seguramente había transportado todo tipo de
mercancías a cualquier rincón del mundo, surcando los mares sin descanso.
Por sus líneas supe que se trataba de un barco holandés, lo cual no resultaba
nada extraño, ya que Paramaribo y la Guayana Holandesa se encontraban
muy cerca de Cayena.
Al ver su trágico rumbo y la blanca espuma que se levantaba en su roda,
Le Gleo gritó:
—¿Qué pasa con la tripulación? ¿Están borrachos o se han vuelto locos?
¿Es que no nos ven?
Itchoua asintió gravemente y nos miró con seriedad mientras decía:
—¿Vernos? Sin duda tendría que vernos… ¡suponiendo que hubiera
alguien a bordo!
—¿Qué quiere decir, patrón? —preguntó Le Gleo, volviéndose hacia el
vasco—. ¿Cree que se trata del Holandés Errante?
Había expresado su miedo con tanta brusquedad y evidencia que el
viejo se puso a reír.
—No, hombre, no es eso lo que quiero decir. Si digo que no hay nadie a
bordo es que asumo que se trata de un barco abandonado.
Ambos entendimos entonces su anterior afirmación. Itchoua estaba en
lo cierto. La tripulación, creyéndolo maldito de alguna manera, lo había
abandonado. El barco había seguido navegando por su cuenta, empujado
por los vaivenes del viento.
La tensión fue subiendo de tono mientras observábamos la progresión
de la nave, que podía chocar con uno de los numerosos arrecifes en
cualquier momento, pero de repente dio un bandazo debido a un cambio del
viento, las vergas giraron y el pecio cambió torpemente de rumbo,
alejándose de nosotros.
Bajo la luz de nuestra linterna parecía tan fuerte, tan recio, que Itchoua
exclamó con impaciencia:
—Pero, ¿por qué diablos lo han abandonado? Está en perfecto estado,
no hay indicios de fuego y tampoco parece que esté haciendo agua.
Le Gleo agitó las manos hacia el barco en señal de despedida.
—Bon voyage! —sonrió a Itchoua mientras se encaminaba al piso
inferior—. Nos abandona, patrón, y ahora jamás sabremos qué…
—¡No, no lo hace! —gritó el vasco—. ¡Mirad! ¡Está dando la vuelta!
Como si obedeciera sus palabras, el pecio de tres palos se detuvo, giró
sobre sí mismo y puso rumbo hacia nosotros una vez más. Durante las
siguientes cuatro horas el barco jugó a nuestro alrededor, zigzagueando,
aproximándose, parando y, de repente, lanzándose de nuevo hacia delante.
Sin duda se trataba de una extraña combinación entre la acción del viento y
de las corrientes marinas que confluían en nuestra isla.
Entonces la aurora tropical estalló bruscamente en el cielo, el sol se
irguió sobre el mar y se hizo de día; ahora el barco resultaba claramente
visible mientras pasaba delante de nosotros. Apagamos la linterna y
volvimos a la galería provistos de unos prismáticos.
Todos dirigimos nuestra atención sobre la popa y descubrimos unas
letras negras que resaltaban sobre un fondo blanco y ovalado: «Cornelius-
de-Witt, Rótterdam».
Habíamos adivinado su procedencia. Se trataba de un barco holandés.
Justo entonces el viento cobró fuerza y el Cornelius-de-Witt volvió a
cambiar de rumbo, se inclinó a babor y puso proa hacia la isla una vez más.
Pero esta vez se hallaba tan cerca que todos sabíamos que no le daría
tiempo de volver a virar.
—¡Truenos! —exclamó Le Gleo, con su alma bretona encogida al ver
un barco condenado a estrellarse contra las rocas—. ¡Va a chocar sin
remedio! ¡Está perdido!
Sacudí la cabeza.
—Sí, y es una lástima ver cómo naufraga un barco tan bello y no poder
evitarlo.
No podíamos hacer nada excepto mirar. Contemplar un barco con todas
las velas desplegadas, hendiendo el mar con su proa como si corriera
delante del viento, es una de las imágenes más bellas del mundo… pero
aquella vez apenas podía contener las lágrimas que pugnaban por salir de
mis ojos mientras veía cómo aquella preciosa embarcación se dirigía
directamente hacia un trágico fin.
Durante todo el rato enfocamos los prismáticos sobre el barco y, de
repente, todos gritamos a un tiempo:
—¡Ratas!
Entonces supimos por qué aquella embarcación, que estaba en perfecto
estado, había sido abandonada por su tripulación. Habían huido de las ratas.
No de esos raquíticos especímenes que cualquiera puede ver tierra adentro y
que apenas alcanzan la longitud de un pie desde sus temblorosos hocicos
hasta la punta de sus colas larguiruchas, esas desdichadas criaturas elusivas
que se ocultan al más mínimo sonido de pasos humanos.
No, éstas eran ratas de barco, unos ejemplares enormes y listos, nacidos
en el mar, que han navegado por todos los rincones del mundo, pasando de
un barco a otro más grande mientras se multiplican sin cesar. Hay una
diferencia enorme entre las ratas de tierra y estas ratas marinas, tan grande
como la que existe entre una barcaza de pesca y un buque acorazado.
Las ratas de mar son animales fieros y audaces. Grandes, recios e
inteligentes, gregarios y muy listos, capaces de poner en aprietos al mejor
de los marineros con sus conocimientos del mar y una habilidad
sorprendente y sobrenatural para predecir el tiempo atmosférico.
Y son bichos valientes, y muy vengativos. Si consigues herir a uno, sus
gritos agudos atraerán una horda de compañeros que se precipitarán sobre ti
y comenzarán a devorarte hasta que los huesos asomen mondos y lirondos
entre la carne.
Las que había en aquel barco, ratas holandesas, son las peores de todas,
tan superiores a otras ratas marinas como sus hermanas lo son al resto de las
ratas de tierra. Existe una historia muy conocida acerca de estos animales.
Un capitán holandés que quería proteger su mercancía de a bordo se
trajo al barco un par de perros terrier (obsérvese que no eran gatos), unos
sabuesos especialmente entrenados en la caza, búsqueda y aniquilación de
las despiadadas ratas. Cuando el navío, que había partido de Róterdam, dejó
atrás el faro de Ostende los perros habían desaparecido y jamás volvió a
vérseles. En menos de veinticuatro horas habían sido emboscados,
liquidados y devorados por las ratas.
A veces, cuando la carga no les satisface, las ratas atacan a la
tripulación, consiguiendo que los marineros abandonen el barco o
devorándolos vivos. Al estudiar el Cornelius-de-Witt me puse enfermo,
pues todos los botes salvavidas permanecían en su lugar correspondiente. El
barco no había sido abandonado.
Sobre el puente de mando, en la cubierta, alrededor de la arboladura, en
cualquier punto visible, el barco aparecía como una masa palpitante, ¡un
ejército hambriento que venía directamente hacia nosotros a bordo de un
barco enloquecido!
Nuestra isla era como una pequeña mancha en mitad de un océano
inmenso. El buque podía habernos pasado fácilmente por babor o por
estribor con su voraz carga; pero no, se dirigió hacia nosotros a toda vela,
como si estuviera disputando una carrera, quedando finalmente encallado
en una roca afilada.
Se produjo un choque terrible cuando su quilla percutió contra las rocas,
y luego un espantoso crujido mientras sus tres palos caían a un mismo
tiempo sobre la cubierta, como si hubieran sido cortados por una hoz
gigantesca. Una especie de suspiro terrible se elevó en el aire cuando el
agua comenzó a invadir la cubierta del barco; acto seguido, se partió en dos
y comenzó a hundirse como una piedra.
Pero las ratas no se ahogaron. ¡Esas bestias no! Tan habituadas al mar
como cualquier pez, se juntaron en masas sobre su superficie, con las
cabezas hacia arriba y las colas estiradas, mientras palmoteaban el agua con
sus zarpas. La mitad, todas aquellas que se encontraban en la parte
delantera del barco, saltaron sobre los mástiles caídos hasta las rocas un
segundo antes de que se hundiera el navío. En menos de lo que canta un
gallo, y sin apenas tiempo de reaccionar, vimos cómo el velero de tres palos
desaparecía por completo entre las aguas, quedando a la vista tan sólo los
restos flotantes del naufragio y un ejército de ratas que cubría las rocas
desnudas por la marea baja.
Miles de cabecitas se irguieron, olisquearon el aire y fuimos
descubiertos. Para aquellas bestias, tras varias semanas de vigilia, nosotros
éramos carne fresca. Hubo un grito terrible, salido de incontables gargantas,
más agudo que el chirrido de una sierra intentando cortar un trozo de hierro,
y, a un mismo tiempo, las ratas se lanzaron al asedio de la torre.
Apenas tuvimos tiempo de cerrar la puerta de la galería, bajar las
escaleras y atrancar todas las ventanas que se abrían al exterior.
Afortunadamente, la puerta de entrada al faro, a la que jamás hubiéramos
tenido tiempo de llegar, era de bronce y estaba perfectamente cerrada.
Mientras tanto, y en apenas un suspiro, la horrible marabunta se había
aglomerado alrededor y por encima de la torre como si fuera un árbol,
apilándose en las jambas de las ventanas y arañando los cristales con sus
zarpas, cubriendo el faro con un manto peludo y llegando hasta el extremo
superior de la torreta, donde se acumularon en la galería y sobre los
cristales de la linterna.
Sus dientes rechinaban sobre los vidrios de la galería, desde donde
podían vernos con claridad, aunque les resultara imposible alcanzarnos.
Unos pocos milímetros de cristal, por suerte muy resistente, separaban
nuestros rostros de sus ojillos brillantes y redondos, y de sus afilados
dientes y zarpas. Su hedor llenó el faro, envenenó nuestros pulmones e
invadió nuestras narices de una pestilencia insoportable y nauseabunda. Ésa
era nuestra situación, encerrados vivos en nuestra propia torre, prisioneros
de una horda de ratas hambrientas.
La tensión resultó tan grande aquella primera noche que fuimos
incapaces de conciliar el sueño. A todas horas creíamos que las bestias
habían conseguido abrir una vía, o romper alguna ventana, y que nuestros
terroríficos sitiadores penetraban en hordas a través de la brecha. La
pleamar empujó a las ratas que habían quedado sobre las rocas,
incrementando el número de las que escalaban las paredes de la torre y de
las que permanecían apiladas sobre la galería, de tal manera que se veían
racimos de ellas colgando de la linterna mientras intentaban subir unas por
encima de las otras.
Con la llegada de la noche encendimos la luz, y el haz giratorio
enloqueció por completo a las bestias. Según iba dando vueltas, cegaba
sucesivamente a un millar de ratas que se apretujaban contra el cristal,
mientras que el otro lado del resplandor, el que estaba a oscuras, refulgía de
miles de puntitos de luz que ardían como los ojos de las bestias en una
jungla nocturna.
Durante todo el tiempo escuchábamos los incesantes arañazos de sus
zarpas sobre la piedra y el cristal, y el coro de chillidos era tan fuerte que
nos veíamos obligados a hablar a gritos para poder entendernos. De cuando
en cuando, algunas ratas luchaban entre ellas, cayendo al mar desde los
negros racimos de la misma manera que la fruta madura cae de un árbol. En
esos momentos siempre veíamos unas aletas triangulares y fosforescentes
que surcaban el agua; los tiburones, de guardia permanente, se daban un
festín con nuestros carceleros.
Al día siguiente nos encontrábamos más tranquilos y nos divertimos un
rato provocando a las ratas al aplastar nuestros rostros contra el cristal que
nos separaba de ellas. Las bestias no podían entender aquella barrera
invisible que nos apartaba, y nosotros nos reíamos al ver sus esfuerzos por
alcanzarnos al otro lado del resistente vidrio.
Pero cuando pasó un día más, nos dimos cuenta de lo delicada que era
nuestra situación. El aire estaba enrarecido; incluso el pesado aroma del
aceite que impregnaba nuestra fortaleza no era capaz de apaciguar el fétido
hedor de las bestias que se apilaban alrededor del faro, y no existía ninguna
forma de permitir el paso del aire limpio sin permitir también la entrada a
las ratas.
La mañana del cuarto día, muy temprano, descubrí que el marco de
madera de mi ventana, medio comido por las alimañas, se combaba hacia
adentro. Llamé a mis compañeros y entre los tres colocamos una lámina de
estaño en la abertura para sellarla reciamente. Nada más acabar la tarea,
Itchoua se volvió hacia nosotros y dijo muy serio:
—Bueno, el barco de aprovisionamiento vino hace trece días, y no
volverá hasta dentro de otros veintinueve —señaló la blanca lámina de
metal que taponaba la abertura abierta entre el marco de la ventana y el
granito—. Si logran abrirse paso, esta isla pasará a llamarse La Llave de los
Seis Esqueletos.
Durante los siguientes seis días y siete noches, nuestra única distracción
consistió en observar a las ratas que caían desde la torre al mar, surcando
rápidamente los sesenta y cinco metros que las separaban de las fauces de
los tiburones; pero había tantas que no se apreciaba ninguna disminución en
su número.
Empezamos a contarlas con la intención de calmarnos y pasar el tiempo,
pero pronto nos dimos por vencidos. Se movían incesantemente y nunca se
estaban quietas. Luego intentamos identificarlas y ponerles nombres.
Una de ellas, que era más grande que el resto, parecía ser la que
comandaba las embestidas de sus congéneres contra el cristal que nos
separaba de ellas. La llamamos «Nero». También había unas cuantas más
que habíamos aprendido a reconocer por ciertas peculiaridades propias.
Pero la idea de que nuestros huesos podían hacer compañía a los de los
viejos convictos siempre nos rondaba el cerebro. Y las tinieblas que
imperaban en el habitáculo alimentaban aquellos pensamientos terribles, ya
que el interior del faro ya estaba prácticamente a oscuras, pues nos
habíamos visto obligados a sellar todas las ventanas y la única zona por la
que aún entraba la luz del día era la habitación de la linterna, en la misma
punta de la torre.
Entonces Le Gleo empezó a ponerse taciturno y tenía unas pesadillas en
las que veía a los tres esqueletos bailando a su alrededor con un fulgor
gélido mientras intentaban apresarlo. Sus descripciones eran tan detalladas
y obsesivas que Itchoua y yo también empezamos a verlos.
Nos encontrábamos en medio de una pesadilla viviente; los chillidos de
las ratas apiladas contra el faro, enloquecidas por el hambre; el fétido,
repugnante hedor de sus cuerpos…
Sólo nos quedaba una cosa por hacer. Tras discutirlo a lo largo de todo
el noveno día, decidimos no encender el faro aquella noche. Es la falta más
importante de nuestro trabajo y jamás había sido cometida por ninguno de
los fareros que habían estado a su cargo desde que el faro entró en servicio;
la luz es algo sagrado, un vigilante que advierte a los barcos de los peligros
de la noche. Si el faro no luce un cuarto de hora antes de la puesta de sol,
sólo podría indicar que no hay nadie vivo para encenderlo.
Pues bien, aquella noche el Faro de los Tres Esqueletos permaneció en
tinieblas y los hombres a su cargo vivos y coleando. Aun a riesgo de que
algún barco se estrellara contra los escollos, no la encendimos, pues nos
encontrábamos agotados y medio locos.
A las dos de la madrugada, mientras Itchoua dormitaba en su cuarto, la
lámina de metal que sellaba su ventana se soltó. El patrón apenas tuvo
tiempo de ponerse en pie y pedir ayuda a gritos; las ratas se precipitaron
sobre él.
Pero Le Gleo y yo, que estábamos en la habitación de la linterna,
enseguida llegamos a su lado y empezamos a luchar contra la horda de
enloquecidas ratas que penetraban a través de la brecha abierta en el marco
de la ventana. Ellas nos mordían sin piedad mientras nosotros nos
defendíamos con los cuchillos y retrocedíamos poco a poco.
Atrancamos la puerta de la habitación, pero antes de que nos diera
tiempo a curar nuestras heridas, la madera ya había sido medio comida por
las bestias, y éstas comenzaron a penetrar en tropel. Nos retiramos escaleras
arriba, desprendiéndonos de las ratas que saltaban sobre nosotros.
Ni tan siquiera hoy en día recuerdo cómo nos las arreglamos para
escapar. Lo único que sé es que saltábamos entre aquel enjambre que casi
nos llegaba a las rodillas y que golpeábamos a todas las que se precipitaban
contra nosotros; y luego vimos que sangrábamos por un sin fin de pequeñas
heridas, que nuestras ropas estaban completamente desgarradas y que nos
encontrábamos tumbados sobre la trampilla que había en el suelo y que
daba paso al cuarto de la linterna, sin bebidas ni alimentos.
Afortunadamente, la trampilla era metálica y estaba firmemente anclada al
granito con pernos de hierro.
Las ratas ocupaban toda la parte inferior del faro, y en el suelo, a
nuestro alrededor, yacían una veintena de ejemplares que habían entrado
mientras cerrábamos la trampilla y a los que habíamos liquidado con
nuestros cuchillos. Por debajo, en la torre, escuchábamos los chillidos de las
bestias mientras devoraban cualquier cosa comestible. Los que había fuera
gruñían en respuesta y se retorcían como un manto enorme mientras nos
observaban a través de los cristales del cuarto de la linterna.
Itchoua se sentó y contempló en silencio la sangre que manaba de las
heridas abiertas en sus brazos y piernas, formando pequeños regueros a su
alrededor, sobre el suelo. Le Gleo, que se encontraba en un estado
lamentable (al igual que yo), nos miró al patrón y a mí con ojos vacuos;
luego dirigió la mirada a la multitud de ratas que se aplastaban contra el
cristal y, de repente, empezó a reírse de manera horrible.
—¡Ja, ja, ja! ¡Los Tres Esqueletos! ¡Je, je! ¡Los Tres Esqueletos son
ahora seis! ¡Seis esqueletos!
Echó la cabeza hacia atrás y se puso a aullar, los ojos brillantes, la saliva
resbalando por entre las comisuras de su boca, la sangre diluida cayéndole
en el pecho. Le grité que se callara, pero no me hizo caso, así que le di una
bofetada en la cara, que era lo único que podía hacer en aquellos momentos.
Dejó de aullar al instante, mientras dirigía los ojos a un lado y otro de la
habitación; luego, agachó la cabeza y empezó a llorar como un niño.
En tierra se habían dado cuenta de que no habíamos encendido el faro y,
al romper la aurora, el barco de patrulla se acercó para investigar el suceso.
Al mirar con los prismáticos, pude reconocer las expresiones de horror en
los rostros de los oficiales y la tripulación cuando, bajo la creciente luz del
día, descubrieron que el faro estaba completamente cubierto por una
marabunta de ratas. Pensaron, como supe luego, que habíamos sido
devorados vivos.
Pero las ratas también habían visto a la patrullera, o habían olfateado a
su tripulación. En cuanto el barco se acercó un poco a la isla, un número
incontable de bestias dejaron el faro y se lanzaron al agua, intentando llegar
hasta él a nado y abordarlo. Y lo habrían conseguido, ya que el barco se
había puesto al pairo, de no ser porque el jefe de máquinas conectó el motor
de vapor a una manguera de la cubierta y abrasó las cabezas de los
atacantes, que se vieron obligados a aminorar su marcha, permitiendo al
barco apartarse de la columna de ratas.
Entonces los tiburones entraron en acción. Se lanzaron sobre las ratas
con las fauces abiertas de par en par, segándolas como una hoz siega el trigo
maduro. Aquel día los tiburones sí acometieron una tarea realmente útil.
Las bestias restantes dieron media vuelta y volvieron a las rocas, donde
emergieron chorreantes. Mientras se acercaban al faro, sus camaradas las
saludaban con un estridente griterío que sonaba desdeñoso. Respondieron
enojadas y se mezclaron con sus congéneres. Desde varios puntos de la
refriega se las ridiculizaba por no haber podido capturar el navío.
Pero nada de esto nos ayudaba a escapar de nuestra prisión. La pequeña
patrullera no podía acercarse, y se quedó dando vueltas al faro a cierta
distancia de las rocas, y la torreta debía parecerles algo fantástico,
inverosímil, con tantas bestias amontonadas y desafiantes.
Finalmente, al descubrir que las ratas entraban y salían libremente por la
puerta del faro, los de la patrullera decidieron que habíamos perecido, y
estaban a punto de abandonarnos cuando Itchoua, que había recobrado el
sentido común, pensó en valerse del faro para hacerles una señal. Encendió
la luz y, ayudándose de un tablón con el que cubría de cuando en cuando la
linterna para formar rayas y puntos, hizo saber toda nuestra aventura a los
hombres del barco.
Su respuesta no se hizo esperar. Cuando entendieron nuestra situación
—que no podíamos abandonar el faro, que Le Gleo estaba perdiendo la
cabeza, que Itchoua y yo estábamos cubiertos de heridas y que no
disponíamos de comida ni agua— nos mandaron un mensaje de ánimo.
—No os deis por vencidos. Aguantad un poco más. Os sacaremos de
aquí.
Luego la patrullera dio media vuelta y se dirigió a toda máquina hacia la
costa, dejándonos un poco más animados.
Al mediodía volvió a aparecer, acompañada por un barco de
aprovisionamiento, dos pequeños botes guardacostas y un buque equipado
para combatir incendios; toda una pequeña escuadrilla. A las doce y media
comenzó la batalla.
Tras un breve reconocimiento de la situación, el barco antiincendios se
acercó lentamente a la isla entre los arrecifes y luego dirigió un potente
chorro de agua contra las ratas. El poderoso surtidor derribó a las bestias de
sus posiciones, arrojándolas al agua entre chillidos y permitiendo que los
tiburones las devoraran. Pero por cada diez que perecían otras siete volvían
a ganar tierra, y el chorro tampoco podía acabar con las que permanecían en
el interior de la torre. Incluso algunas bestias, en vez de volver a las rocas,
se lanzaron contra el buque y los marineros se vieron obligados a luchar
cuerpo a cuerpo contra ellas. Eran verdaderas ratas holandesas, que no
temían a los humanos y que luchaban por sus vidas hasta el fin.
Llegó la noche y nada había cambiado demasiado; las ratas aún seguían
siendo dueñas y señoras de la situación. Uno de los botes guardacostas se
quedó cerca de la isla, mientras el resto de la flotilla volvió a tierra.
Tendríamos que pasar una noche más en nuestra prisión. Le Gleo estaba
sentado en el suelo, balbuceando palabras inconexas sobre esqueletos, e
Itchoua acababa de perder el conocimiento a causa de sus heridas. Yo no me
sentía mucho mejor y notaba que la sangre me hervía de fiebre.
Por fin acabó la noche, y al atardecer vi un remolcador que acompañaba
al buque antiincendios, y que tiraba de una barcaza enorme. A través de los
prismáticos descubrí que la barcaza estaba repleta de carne.
Arriesgándose entre los peligrosos escollos, el remolcador condujo a la
barcaza todo lo cerca de la isla que pudo. Nuestros sitiadores desertaron al
instante, desde la primera a la última rata, lazándose al agua y abordando la
barcaza, atraídos por el aroma de la carne recién cortada. El remolcador tiró
de la barcaza hasta situarla a unos dos kilómetros de la isla, donde el buque
antiincendios la roció con gasolina. Alguien arrojó una mecha incendiaria
desde la patrullera y prendió fuego a la barcaza.
El pontón se cubrió de llamas al instante y las ratas se lanzaron al agua
en oleadas, pero la patrullera comenzó a bombardearlas desde una distancia
prudencial y los tiburones acabaron con los pocos ejemplares
supervivientes.
Uno de los botes salvavidas de la patrullera nos evacuó de la isla,
dejando en ella tres hombres para sustituirnos. Al anochecer nos
encontrábamos en el hospital de Cayena.
¿Que qué fue de mis amigos? Bien, Le Gleo no pudo resistirlo y se
volvió completamente loco. Le enviaron de regreso a Francia y le
internaron en un manicomio, pobre diablo; Itchoua murió esa misma
semana; las mordeduras de rata son muy peligrosas en un clima tan cálido y
húmedo, y se infectan con gran rapidez.
En cuanto a mí… cuando fumigaron el faro y repararon los destrozos
ocasionados por las ratas, volví a mi trabajo habitual. ¿Por qué no? No
había razón alguna para que ese incidente me impidiera finalizar mi servicio
en el faro.
Además, ya os he dicho que me encantaba el lugar, y, para ser honestos,
jamás he vuelto a tener un trabajo tan placentero como el que allí llevaba; y,
cuando tuve que abandonarlo, os puedo decir que se me saltaban las
lágrimas mientras veía la isla de La Llave de los Tres Esqueletos
desaparecer tras el horizonte.
Jack Cady
(1932-2004)

Jack Cady es uno de esos autores contemporáneos que, por desgracia,


aún son totalmente desconocidos en nuestro país. Poseedor de una copiosa
bibliografía, su obra goza de una gran reputación en los EE. UU., donde ha
ganado diversos galardones literarios. Siempre entroncado con la literatura
fantástica y de misterio, también ha abordado temas más cotidianos de
forma brillante. Es de destacar su novela The Jonah Watch, una maravillosa
historia de fantasmas con fondo marino, sin duda la mejor novela de terror
en el mar desde las obras de William Hope Hodgson. Él mismo nos hace
una breve semblanza de su vida: «Jack Cady sirvió en la Guardia Costera de
los Estados Unidos durante su juventud, en donde llevó a cabo tareas de
búsqueda y rescate desde Portland, Maine, hasta Argentia, Newfoundland.
Es un enamorado del mar y los barcos. Tras licenciarse, se dedicó a una
gran variedad de trabajos, desde conductor de camiones y trailers hasta
leñador. Gracias a su obra literaria, fue contratado para enseñar literatura y
escritura en la Universidad de Washington, en Seattle. De allí pasó a otros
centros educativos y finalmente se estableció en la Pacific Lutheran
University, en Tacoma, en donde acabó jubilándose en 1997. Ha obtenido
por su obra el World Fantasy Award, el Bram Stoker Award, el Phillip K.
Dick Award y el Nebula. También se le concedió el premio como profesor
más distinguido en su universidad». Entre su numerosísima obra podemos
destacar el citado The Jonah Watch (1981), The Well (1980), The Man Who
could Make Things Vanish (1983), Inagehi (1994), The Off Season (1995),
Ghostland (2001) y The Haunting of Hood Canal (2001). También tiene
numerosas colecciones de cuentos, faceta en la que destaca especialmente:
The Burning (1972), The Sons of Noah (1992) y Ghost of Yesterday (2002).
El cuento aquí seleccionado, A Sailor’s Pay, es una maravillosa y
espeluznante historia de fantasmas donde contemplamos al Jack Cady de
sus años de servicio en la Guardia Costera; se trata de una narración
magistralmente contada, llena de melancolía, tristeza y esa
«predestinación» tan característica en los personajes de Cady.
[Como hago constar en la presentación a Mares tenebrosos, Jack Cady
murió en enero de 2004, unos días después de confeccionar esta breve nota
bio-bibliográfica, posiblemente lo último que haya escrito en su distinguida
carrera literaria. Vaya desde aquí nuestro respeto por su obra y su
persona.]
UNA DEUDA DE MARINO
Jack Cady

Sólo el mar permanece inalterable. La ciudad de Portland se


aferra a su destino encaramada alrededor de las cercanas
colinas de Maine, donde una vez se irguieron los verdes
fríos de las coníferas. El puerto bulle con el desembarco de
mercancías procedentes de buques contenedores, donde
antes tan sólo se mecían los barcos de pesca y los botes
langosteros. Regreso a un lugar en el que las tinieblas son viejas, por no
decir arcaicas. Llevo conmigo una navaja mellada, de filo romo, pero con
un pequeño punzón que aún está intacto.
El pasado me obliga a tratar con sombras. Extrañas nuevas aparecen en
los periódicos. Yo soy el último hombre con vida que puede entenderlas.
Y las costas de Maine no son un mal sitio para buscar fantasmas. Los
barcos han atravesado la Barra de Portland durante trescientos cincuenta
años. Este puerto guarda la memoria de un millar de naufragios, pero no
recuerda los desastres que ocurrieron en las sombras, cuando el mar
engullía de un solo bocado aquellos decrépitos cascarones. El mar se arbola
sobre la Barra de Portland durante las tormentas que vienen del nordeste.
Las olas vacían sus fondos.
La expiación de nuestros pecados siempre termina recordándonos los
espantos del pasado. Un guardia costero llamado Tommy pilota un cascarón
de acero de quince metros de eslora, con dos motores diésel que rugen
salvajemente a doscientas veinte revoluciones por minuto. Un maquinista
llamado Case muere de una forma horrible. Un marinero llamado Alley no
realiza correctamente su cometido, y otro maquinista llamado Wert resulta
ser un cobarde; mientras tanto un hombre enloquecido aúlla sin parar.
En los periódicos aparecen noticias sobre pescadores que dicen haber
visto fantasmas. Pero lo hacen de una manera burlona, como dando a
entender que seguramente estaban borrachos. Admitiré que podrían estar
borrachos, pero eso no quiere decir que su visión fuera menos nítida.
Mi nombre es Victor Alley. Nada más acabar la Segunda Guerra
Mundial, fui trasladado aquí, con el cometido de patrullar el puerto desde la
base de la Guardia Costera en el sur de Portland. Entonces era un hombre
muy joven, por tanto esta es una historia de juventud.
Cuando eres joven, y cuando las palabras te obligan a entrar en acción,
es fácil cometer errores. Hombres inexpertos rigen las grandes urgencias de
la acción y de las emociones, respondiendo a sentimientos de deber y a
sentimientos de culpabilidad. No disponen de palabras de ayuda ni de otro
tipo de juicios durante esas emergencias. A veces la gente muere para que
los jóvenes aprendan a valerse por sí solos. Dos días después de mi
diecinueveavo cumpleaños nuestra historia empieza de la siguiente manera:

***

Las tinieblas invernales amortajaban las islas de la costa, y envolvían el


puerto, los canales y la boya flotante en la Base de la Guardia Costera al sur
de Portland. Yo estaba jugando al billar con la esperanza de que mi novia
me telefoneara. Ya habíamos finalizado la patrulla de la tarde. Los barcos
estaban bien amarrados. Cuando se recibió el aviso de que teníamos que
volver a salir con nuestra embarcación, apenas sí había utilizado mi taco.
Lo dejé rápidamente sobre la mesa de billar y salí corriendo a toda
velocidad. Nuestro capitán se puso muy quisquilloso porque la tripulación
aún no estaba lista para zarpar.
Cuando yo ya había recogido todo el equipo, Wert aún buscaba el suyo.
Luego vino detrás, pero al trote, nada de correr. Sus credenciales
proclamaban que era un maquinista de tercera clase, pero nadie había sido
capaz aún de verle con las manos sucias. Era un buen jugador de rugby,
grande, con el rostro ancho, como de luna llena.
Case, nuestro primer maquinista, ya tenía los motores rugiendo y en
marcha cuando entré en el cascarón del barco. Bajo los focos de la cubierta,
aquellos quince metros de eslora parecían pertenecer más a una diminuta
embarcación que a una lancha grande. Estaba pintada de blanco, como la
nieve en las montañas, y tenía una proa muy alta, una verdadera rompeolas.
Lucía un pasamanos bajo y una espaciosa cabina de trabajo en la parte de
popa. Tras brincar a bordo, y una vez hube soltado amarras, nuestro patrón,
Tommy, metió toda la potencia de golpe.
Aquellos motores podían rugir como animales. La popa se hundía
profundamente, socavando las aguas mientras los dos motores diésel
bramaban y el barco se ponía en marcha. Los motores aún estaban fríos.
Tommy lo sabía. Llegó al final del embarcadero y acortó por aguas poco
profundas, sesgando las olas de través en dirección al canal. La espuma se
levantaba brillando en medio de la oscuridad. La estaba forzando
demasiado.
—¡Vas a dar en el fondo! —aullé.
Podía sentir las esquirlas de las rocas que arañaban el casco. Tommy
parecía algo enloquecido. Alto y flaco, con el cabello espeso y negro, como
los portugueses. Enloquecido. Musitó un nombre. Siguió totalmente
concentrado al mando del timón y me echó a un lado.
Retrocedí. Los motores estaban a dos terceras partes de su potencia.
Tom los dejó así hasta que atravesamos la parte baja del canal, y luego los
puso a toda su potencia. Éstos rugieron por el esfuerzo mientras la proa se
erguía alta y recia sobre las manos inmisericordes del océano. Case me dio
unos golpecitos en el hombro y ambos nos encaminamos hacia la proa para
huir del bramido de los motores. No nos dimos cuenta entonces de que Wert
iba detrás de nosotros.
—Ha llamado la policía de Portland. Vamos en busca de una
embarcación —me comentó Case—. El sujeto que la ha robado mató a su
dueña con una navaja. Se ha llevado de rehén a su hijo. Al menos eso creen.
—¿Quién lo cree?
—Los policías no han encontrado el cuerpo del muchacho. El chico, y
todas sus ropas, han desaparecido.
Tommy no aminoró la velocidad. Seguía a toda potencia en el centro del
canal, con rumbo a mar abierto. Las luces lejanas de Portland y Portland del
Sur empezaron a difuminarse de la misma manera que van esfumándose
lentamente con la llegada de las nieblas invernales.
Wert nos interrumpió. El Típico-Chico-Americano. Su voz casi se
desbordaba por el entusiasmo.
—Esto es mejor que ir al rescate de esos decrépitos barcos pesqueros.
Un asesino.
—Vuelve abajo con los motores —le dijo Case—. No se te ocurra
apartar los ojos del nivel de presión del aceite ni por un segundo.
—Si vamos detrás de un asesino, será mejor que tengamos algún rifle a
mano —siguió Wert.
—Si quieres un arma vete al ejército —le dije.
Y Wert continuaba allí, dejando a los motores con sus revoluciones por
minuto y luego negándose a volver a toda prisa cuando Case se lo ordenó.
—Será mejor que me obedezcas —dijo Case a Wert. Le dio la vuelta,
literalmente hablando, y le empujó hacia la popa. Luego se dirigió hacia mí:
—Es un mentiroso redomado. No quiero desperdiciar tinta escribiendo
un expediente sobre su conducta.
Case estaba nervioso, y eso no era habitual. Se trataba de un tipo muy
fácil de llevar, alguien que no podía tener enemigos. Incluso a Wert le
gustaba. Era la persona más buena que jamás he conocido. Había aprendido
mucho de él. Case tenía los hombros anchos, la cara ancha, una sonrisa
estupenda y una «barriga de cerveza» no demasiado pronunciada.
—Voy a hablar con él —Case señaló a Tommy.
—¿Los motores?
—Sí —dijo Case—, y alguna que otra cosilla más.
Supuse que por entonces los motores debían estar en perfecto estado o
totalmente destrozados.
—¿Cuál es nuestro cometido? —le pregunté a Case.
—Vamos a toda marcha para poner el corcho en la botella. Tenemos que
bloquear la salida a mar abierto. El asesino no debe escapar por la bocana
del puerto. Al menos ésa es una de nuestras tareas.
—¿Y cuál es la otra?
Case me observó como preguntándose si sería capaz de entenderlo.
—Tommy está actuando de una forma extraña —dijo Case—. Apenas
atiende a razones en esta clase de emergencias. Esto no sólo tiene que ver
con un chiflado y una embarcación robada.
Casi lo entendía. Conocía la historia. Durante la guerra Tommy había
servido en un crucero que escoltaba convoyes de barcos. Una noche oscura
uno de los cargueros fue torpedeado. Hubo supervivientes en el agua.
Tommy estaba al mando de la cubierta porque el oficial de artillería se
hallaba en la proa.
Era una historia horrible. Tommy descubrió a los heridos desperdigados
por la superficie del mar, y al mismo tiempo el sónar localizó al submarino
alemán. Éste se sumergió enseguida, justo debajo de los supervivientes del
carguero. El capitán del crucero tuvo que tomar una decisión. Lanzó varias
cargas de profundidad contra el submarino. Los hombres que se mantenían
a duras penas sobre el agua acabaron convertidos en una pulpa
sanguinolenta. Aún así hubo algunos que sobrevivieron a las explosiones.
El capitán tomó aquella decisión, pero Tommy dio las órdenes oportunas
para lanzar las cargas de profundidad. Era una de esas historias de las que
nunca habla nadie, pero que todo el mundo parece conocer.
—Dile que no haga demasiadas tonterías —no sabía qué más podía
añadir.
—Vamos —dijo Case—. Charlaremos un poco con el pobre antes de
que destroce los motores.
Acompañé a Case mientras subía por la escalerilla y llegaba al lado de
Tommy, que estaba inclinado sobre el parabrisas. Los motores rugían, y la
proa estaba tan alta a causa de la velocidad que Tommy apenas podía ver
nada. Case le puso una mano en el hombro, sonriéndole como si acabara de
hacer un chiste muy gracioso, y luego bajó la palanca de control. La
velocidad disminuyó al instante, la proa cayó y la lancha derrapó un poco
hacia un costado. Habíamos avanzado tanto que ya podíamos ver las luces
del faro de la Barra de Portland.
—Relájate —dijo Case—. No vas a poder ver nada con todo ese pelo
revuelto sobre los ojos.
—La lancha de la policía está inspeccionando las islas —dijo Tommy
—. Si ese sujeto logra pasar le habremos perdido —ni tan siquiera parecía
haber oído a Case.
—Piensa un poco —dijo Case—. Lo que estás haciendo no vale para
nada —hizo una pausa mientras buscaba las palabras que iba a decir a
continuación. Contempló en la lejanía las luces empañadas que hablaban de
niebla—. Como mucho adelantaremos una hora. Dirígete hacia la Barra por
uno de los bordes del canal y luego gira dos veces hacia el otro lado. Él no
va a ir por el medio del canal.
—Quiero echarle el guante a ese payaso —la voz de Tommy sonó
tranquila, pero no del todo sana.
Mirándole, me dio por pensar que Tommy había estado inactivo durante
demasiado tiempo. Siempre bajo control. Supuse que el asesino no le
importaba lo más mínimo. Tan sólo quería golpear algo que necesitaba ser
golpeado.
—Ve despacio —dijo Case—. Utiliza el foco pues seguramente él está
navegando con todas las luces apagadas.
Era un puerto bastante grande, casi tanto como el de Boston. Podías
esconder doscientos botes langosteros en su interior y aún así te llevaría un
montón de tiempo encontrar tan sólo una docena de ellos.
—Además ese tío está loco —dijo Case—. Navega a toda velocidad,
pero seguro que no piensa en ocultarse. Si lo hace no podremos encontrarle.
La radio empezó a chirriar. Al rato dejó de hacerlo después de que uno
de los lanchones de la guardia costera acabara de dar su mensaje de salida.
No podía imaginar por qué en el cuartel general habían decidido enviar un
lanchón. No era una buena idea. Necesitaba un calado de más de tres
metros, y la zona a la que nos dirigíamos era de aguas poco profundas. A lo
mejor el radar que llevaba podía servirnos de ayuda.
Recorrimos la parte de estribor del canal hasta la Barra de Portland,
luego dimos la vuelta y navegamos de regreso por el otro lado. La niebla se
iba espesando. De vez en cuando sonaba el aullido de una sirena. La bruma
fue bajando hasta arremolinarse sobre las aguas. Era muy espesa sobre
nuestras cabezas y más débil en la superficie del mar.
No se podía hacer otra cosa que recorrer las islas. Un trabajo aburrido y
gélido. La niebla helada se espesó un poco más, inutilizando el foco.
Aquella bruma no levantaría en menos de cinco horas. Daba la sensación de
que sería otra de esas noches frías y estériles.
A Wert le castañeteaban los dientes.
—Hace frío.
—Estamos en noviembre.
—Llévanos de vuelta a casa, Tommy.
—Ve a la sala de máquinas.
Permanecimos de guardia sobre la proa. Tommy apenas dio gas a los
motores. Recorría las playas de las oscuras islas. No utilizamos el foco.
Simplemente nos quedamos en la proa y escuchamos, con la esperanza de
oír el motor de un bote langostero. Hacia las 3:30 AM recibimos una
llamada del lanchón comunicándonos que había encontrado algo en el radar.
Un pequeño bote se desplazaba por el costado del canal que daba a Portland
del Sur.
—Atrapémosle —dijo Tommy—. Vamos a por él.
Tommy se había relajado bastante, pero ahora, de nuevo, volvió a estar
muy excitado.
Nosotros nos encontrábamos cansados, ateridos y hartos de la espuma
que nos salpicaba desde hacía cinco horas. Ninguno estaba empapado por
completo, pero tampoco exactamente seco. Tommy dio potencia a los
motores, aunque enseguida disminuyó la marcha al darse cuenta de que
estaba haciendo el estúpido. Aquella lancha tenía un casco de acero de
quince metros de largo. No era conveniente ponerla a toda máquina con
aquella niebla.
El lanchón de la Guardia Costera estuvo en contacto con nosotros
mientras pasábamos el puerto a través de la bruma. Navegamos con rapidez,
valiéndonos de las lecturas del radar que nos mandaba el lanchón.
No me fío del radar, y menos aún de algo que no estoy viendo. Pero
siempre confié en Tommy.
Mientras adelantábamos al lanchón contemplamos sus focos rasgando la
niebla. Un poco más allá de las luces, justo al borde, descubrimos al bote
langostero que parecía una especie de fantasma. Serpenteaba de un lado a
otro entre las rocas.
Hay allí un acantilado. Una pared de granito que sube hacia lo alto. El
bote se abrió paso hasta un agujero que era demasiado minúsculo como
para considerarlo una pequeña caverna. Se trataba de un lugar en el que la
roca se fracturaba y los muchachos utilizaban para fondear a veces.
Adelantamos al lanchón, bajando la velocidad, y nos aproximamos al bote
langostero. Apenas nos encontrábamos a unos seis metros de distancia.
Era difícil ver al sujeto entre la oscuridad y la bruma que se
reconcentraba a los pies de aquella pared rocosa. Gracias a la cercanía el
foco sí podía sernos útil ahora. Alumbré el bote con su luz y vi que la
matrícula era la misma que estábamos buscando. En efecto, aquél era el
hombre.
Estaba detrás de la rueda del timón. Se dio la vuelta cuando le
enchufamos con el foco. Gritó y nos amenazó con el puño, a lo mejor
retándonos a que le cogiéramos. El bote se iba acercando poco a poco a la
roca. No creí que aquel tipo estuviera loco. Maniobraba el bote demasiado
bien, dejando a un lado el detalle de que se encontraba en un lugar muy
poco adecuado para cualquier embarcación.
Entonces me miró de frente y estuve seguro del todo. Aquel tipo era
como una bestia salvaje, como un perro que llevara largo tiempo corriendo
pero al que aún le quedaban fuerzas antes de desplomarse. Los ojos de
aquel sujeto no parecían unos ojos normales, sino unas órbitas vacías,
profundas y ausentes.
Tommy se acercó un poco, quizás un par de metros. La vieja
embarcación de pesca siguió resoplando. Estábamos tan cerca que podía ver
la pintura desconchada bajo el haz de luz. Aquel loco empezó a aullar.
—No podemos cortarle el paso —dijo Tommy—. Encallaría esa cosa.
Ahí sólo hay rocas.
—Pues hazle encallar —cortó Wert—. El chico no está en ese bote.
—Vuelve a los motores.
—¿Y tú te crees que habría tenido tiempo de empaquetar las ropas del
chico huyendo de esa manera?
—Mueve el trasero hacia la popa —aconsejó Case a Wert—. Vuelve a
ocuparte de los motores.
Hizo una pausa, como si estuviera pensando en lo que Wert acababa de
decir. Yo no podía adivinar si estaba, o no, en lo cierto. Pero parecía
bastante razonable.
—Cuando decidamos lo que vamos a hacer —apuntó Case—, yo mismo
te lo diré en persona.
Wert fue hacia la popa.
—Vamos a necesitar tres pares de manos —planeó Case.
Tommy acercaría la lancha al costado del bote. Los otros tres
saltaríamos. Yo tenía que dirigirme a la parte delantera y rescatar al chico,
que seguramente estaría en la cabina del timón. Wert debía inutilizar el
motor del bote langostero. Y luego se suponía que tenía que ayudar a Case a
reducir al trastornado sujeto.
—Y Tommy —dijo Case—, tú mantente firme. Porque, amigo, si se
acerca más a las rocas, vamos a necesitarte.
—Tiene un cuchillo.
—Sí —dijo Case—, y yo tengo el mío preparado.
Se volvió hacia la popa y gritó a Wert, que estaba al lado de los motores
con mirada de determinación. Wert golpeó con el puño la palma abierta de
su otra mano.
Cuando Tommy nos acercó al bote yo salté. La embarcación estaba
medio oculta en las sombras de la pared rocosa. Ésta se irguió delante, más
oscura que el resto de las tinieblas. En cuanto aterricé, sentí que el bote se
estremecía y cabeceaba, rozando una de las rocas sumergidas. Perdí el
equilibrio. Estábamos tan cerca de la roca que pude recuperar la estabilidad
sujetándome a ella; mientras, en alguna parte por detrás de mí, Tommy
gritaba:
—¡En el timón, por la izquierda. En el timón, por la izquierda!
Fui por la proa, rodeando el lado de estribor de la decrépita cabina.
Aquel tipo enajenado salió de detrás de la rueda del timón para
interceptarme. Yo estaba asustado. No sabía qué hacer, pero mis piernas
empezaron a correr en su dirección. Le empujé como si fuera un zaguero de
rugby. Se tambaleó hacia atrás, dirigiéndose a Case, que estaba de rodillas.
Pensé que quizás Case se había lastimado el tobillo. Aquel bote de pesca
era una verdadera ruina, la cubierta estaba llena de trastos y herramientas.
Tommy aún seguía aullando: «A la izquierda del timón, a la izquierda del
timón». Oía los motores mientras Tommy viraba a babor para facilitarnos la
huida. Cuando la popa del barco estuvo a mi altura miré hacia arriba y vi el
rostro ancho y pálido de Wert. El tipo estaba petrificado por el miedo, sus
ojos completamente abiertos. No había saltado.
Es casi imposible saber —aun después de largos años transcurridos— si
lo que haces es lo correcto. Todo ocurre con demasiada rapidez. Si no
hubiera detestado tanto a Wert, seguramente habría atendido a sus palabras.
A lo mejor habría podido salvar a Case.
Lo que realmente sucedió es que yo hice lo que se me había ordenado.
Me apoderé de la rueda del timón y viré bruscamente a babor. El bote se
separó del acantilado. Lo hizo con lentitud, y estuvo a punto de irse a pique
a causa del roce con la pared rocosa. Delante de la rueda, en la pequeña
cabina, brillaba una luz roja. Se suponía que yo tenía que rescatar al chico,
así que fui hasta allí. Impermeables viejos, mantas raídas, chaquetones y
botas. Un chorro de agua que manaba por una vía en el casco. Ningún
chico. Debí perder allí medio minuto. Me giré hacia la cubierta justo
cuando el haz de luz del foco de la lancha la barría y los motores
comenzaban a rugir locamente.
Todo sucedió a cámara lenta, o, al menos, esa es la sensación que yo
tenía. Aquel tipo enloquecido estaba al lado de Case, y aullaba casi tan alto
como los motores de la lancha. Tenía ambas manos juntas por encima de la
cabeza, y sujetaba uno de esos punzones largos y agudos que los pescadores
de langostas usan para extraer la pesca de las cestas. La lancha rugió muy
cerca de nosotros. Oí una ola rompiendo contra la proa, pero es imposible
oírla —no como ésa— a no ser que estés justo debajo del barco. Case gritó
algo, intentó arrojar un objeto a aquel perturbado, pero es muy difícil
acertar cuando estás de rodillas. Me precipité hacía allí, con la intención de
reducir a aquel demente. Se produjo un golpe, el bote langostero se inclinó
hacia un costado, hubo un crujido de maderas; el olor del pescado inundó la
cubierta mientras yo rodaba por el entarimado. Algo, seguramente un
cestón de pescar langostas, me golpeó en la cabeza. Entonces me vi sumido
en el agua, que estaba mortalmente fría, intentando mantenerme a flote.
La tripulación del lanchón nos subió a bordo y nos dio ropas secas.
Apenas recordaba nada al principio. Permanecí largo rato sentado en la
cubierta de cocina tiritando y bebiendo café. No vi a Tommy. Supuse que
estaban intentando recuperarle. No vi a Case. Sí vi a Wert. Estaba sentado
en la mesa enfrente de mí, hosco, embutido en sus propias ropas. Tenía los
pies mojados, los puso sobre una banqueta mientras se frotaba las piernas y
doblaba la parte húmeda de su mono de trabajo a la altura de las
pantorrillas.
—No había ningún chico. Ya te lo dije. Hicieron encallar lo que
quedaba de aquel bote y no encontraron ni rastro del muchacho.
—¿Qué ha sucedido? —era incapaz de acordarme de nada. Pero
entonces empecé a recordar cosas.
—Tom perdió la chaveta y embistió el bote. Te caíste al agua y él saltó
para rescatarte. La lancha se ha quedado allí embarrancada, la parte alta
bien seca, pero completamente rajada.
Poco a poco volvía en mí.
—¿Case?
Wert pareció enfermar de repente.
—Aquel demente le apuñaló. Tommy embistió el bote porque intentaba
que el tipo no pudiera acuchillar a Case.
—¿Y el loco?
—Se cayó de espaldas y murió cuando la proa de la lancha le embistió.
Y entonces vi con claridad la imagen del rostro blanco de Wert que se
asomaba sobre la barandilla como una luna cadavérica, su mirada vacía, los
ruidos y forcejeos a mi espalda, y el rugido de los motores.
—¿Dónde estabas tú? —volvía a tener frío.
Wert se había inventado su propia historia para excusarse. Como un
alumno de primaria que recitara de memoria el cuento recién aprendido.
—Estábamos a punto de saltar y entonces los motores hicieron un ruido
extraño. Case había dicho que era importante estar al tanto porque no nos
podíamos permitir que perdieran potencia. Así lo hice y, antes de que
pudiera saltar, Tommy embistió el bote.
Se puso de espaldas, se inclinó un poco sobre las piernas y empezó a
inspeccionarse los pies.
Me separaron de él, alguien lo hizo. Luego el contramaestre del lanchón
me dijo que me quedara en el puente de popa. Seguramente porque yo tenía
calzado y Wert no.
Me fui hacia allí pensando que las cosas no podían haber ido peor, y sin
embargo sí que lo habían ido, mil veces peor.
Los cadáveres siempre se dejan en el coronamiento de popa. Me senté al
lado de Case tras ver cuál era su cuerpo. Estaba envuelto en una manta raída
y vieja. No podía entender por qué tenía que morir la mejor persona que
había conocido en toda mi vida. No me hallaba en plena posesión de mis
facultades mentales.
Entonces empecé a pensar, a pensar en lo que había visto mientras
examinaba cuál de los cuerpos era el de Case. Su cadáver estaba lleno de
golpes, prácticamente destrozado. Sólo había una cuchillada, encima del
pecho, y estaba bastante lejos del corazón, cerca del hombro izquierdo.
Aquel demente no había matado a Case.
Siempre había confiado en Tommy. Tommy era mi amigo. Me había
enseñado un montón de cosas. Pero Tommy había sido el causante de la
muerte de Case al intentar salvarle.
Nunca sabes si lo que estás haciendo en un momento determinado es lo
mejor, y esa premisa es aún más cierta cuando eres joven. Actúas sobre la
base de tus propios conocimientos.
Lo que sí sabía era que el juez de instrucción local era un viejo vago y
un borracho empedernido. Por dos veces ya, durante el servicio de patrulla
de costas, le habíamos llevado algún cadáver. Los había depositado en una
especie de tina de acero inoxidable y había dicho algo así como: «Este
pobre fulano se ha ahogado él solito». Sabía que aquel juez de instrucción
no haría ninguna autopsia.
Si veía la herida encima del corazón, se pondría a maldecir al demente.
No diría ni una palabra sobre Tommy.
Saqué mi navaja. Ésta portaba una especie de punzón de un diámetro
similar al que utilizan los pescadores de langostas. Aún hoy me cuesta creer
cómo fui capaz de tener tanto coraje y ser tan ignorante. Apuñalé a Case,
apuñalé a un hombre muerto, justo en el lugar en el que se encontraba su
corazón. No fue más que una pequeña herida de color azul de la que no
manaba sangre, pero, gracias a los daños corporales y a la acción del agua
salada, tampoco sangraba ninguna de las demás heridas.
Recuerdo vagamente que me pregunté cuál sería la condena por
apuñalar a un cadáver.
***

Los años pasan, pero los recuerdos son implacables. Semejante acción
queda impresa para siempre en el alma de los hombres. A veces los
recuerdos de la juventud se desvanecen y acaban por desaparecer detrás de
otros más vívidos. Pero, al mismo tiempo, hay cosas que jamás te
abandonan. A lo mejor le hice un favor a Tommy, o a lo mejor no. La
policía no interpuso ningún cargo criminal, y la corte marcial le declaró
inocente. El juzgado determinó que, a pesar de no haber podido salvar a
Case, sí me había salvado a mí. Pero tampoco les gustó la destrucción de un
barco tan caro.
Tommy acabó mal. Empezó a darse a la bebida tras la absolución.
Contemplamos demasiadas veces su figura alta y su cabello negro
inclinándose sobre demasiados vasos de cerveza en demasiadas tabernas
marineras. Se ausentó sin permiso durante todo un mes y estuvo
encarcelado por borracho.
En aquellos días, la Guardia Costera era como una pequeña familia.
Nuestro capitán intentó salvar a Tommy trasladándole a un barco del
servicio meteorológico. El capitán había pensado que, como el barco solía
permanecer mar adentro un mes entero, Tommy se vería obligado a
permanecer sobrio durante los treinta días de servicio. Una noche, mientras
el barco pasaba al lado del Faro de Portland, Tommy cayó por la borda. El
tribunal de investigación determinó que se había tratado de un accidente.
Wert tuvo un final aún más macabro. Una noche sin viento Wert
vagabundeaba entre las boyas del astillero. Las boyas permanecían en
completo silencio, las gigantescas sirenas, las bruñidas campanas, las
estanterías llenas de boyarines. Algunas estaban sueltas, esperando a ser
depositadas en su emplazamiento definitivo. Sin ninguna razón aparente, y
en contra de todas las leyes físicas conocidas, una de las boyas encendidas
rodó por el suelo totalmente plano. Pesaría cerca de una tonelada y aplastó a
Wert sobre el pavimento del astillero. No hacía ni una brizna de aire, pero
los hombres que patrullaban en las lanchas juraron que habían oído el
tañido de una campana, y luego un golpe metálico, y otra vez el tañido.
Cuando finalizó mi periodo de servicio en la marina no me reenganché.
Huí lo más lejos posible del agua salada. Los años que siguieron fueron
sombríos; trabajos raros y malos por todo el medio oeste. Iba a la escuela
nocturna, me casé, obtuve el graduado, me divorcié. Nada parecía ir
completamente bien. De pronto me di cuenta —y curiosamente, de todos
los lugares posibles en la estación de autobuses de Peoria—, de que aquel
terrible incidente me había apartado de mi verdadera vocación, el mar.
Cambié mi pasaje de autobús a Chicago por otro a Seattle. De Seattle fui
hasta Ketchikan, donde me dediqué a la pesca del salmón, y finalmente
conseguí un camarote fijo en un remolcador que llevaba barcazas de Seattle
a Anchorage. Tras muchos años llegué a ser el patrón de mi propio barco.
Muchos marineros, en su gran mayoría pescadores, arriban a Seattle,
Ketchikan y Sitka. Una tarde nivosa de enero en Sitka, cuarenta años
después de aquel incidente, oí lo que decían un par de marineros de Maine
mientras juraban y perjuraban que no volverían a arribar a los muelles de
Portland. Existían suficientes pruebas en su cháchara de borrachos como
para convencerme de que había llegado el momento de ajustar cuentas con
el pasado. Reservé un vuelo a Portland.
Durante todo aquel tiempo siempre habían quedado en el aire ciertas
preguntas obsesionantes sobre aquel suceso de juventud. Pensaba en ellas
mientras iba en el avión. ¿Qué había sido del muchacho? ¿Qué vio Tommy
mientras lanzaba la lancha contra el bote? ¿Qué había visto yo mismo?
Ahora soy viejo y estoy familiarizado con las jugarretas que nos puede
causar la imaginación. ¿Qué vio Wert? ¿Qué puede hacer que uno de esos
puritanos pescadores de langostas —pues en Maine, generalmente, son
sujetos sobrios y adustos— se hunda de repente en los abismos de la
locura?
Para mí, que ya soy viejo, la mujer que me recibió en el vestíbulo del
hotel era una dama llena de encanto y dignidad. Las costas de Maine son
duras para los hombres, pero a veces son aún más duras para las mujeres. El
rostro suave de la dama estaba curtido, unas finas arrugas se prolongaban
alrededor de sus ojos grises y sus manos demostraban que no temía al
trabajo. El cabello, largo y oscuro, estaba salpicado de mechones grises y el
vestido, igualmente gris y neutro, le caía bastante por debajo de las rodillas.
—Es como un rompecabezas —me dijo nada más sentarnos a almorzar
—. Tiene que tener presente que yo apenas era una niña.
—Me pregunto qué está pasando en el puerto —dije—. Los periódicos
se lo toman a broma.
Tras los cristales de las ventanas, la nieve amontonada dibujaba unas
calles ahora asfaltadas, pero que en mi juventud eran de adoquines. El sol
brillaba en las zonas de hielo y el termómetro permanecía bajo cero.
—Lo sé —me dijo—. Poseo un negocio de barcos. La historia me va
llegando poco a poco, a pequeños retazos. Los hombres hablan aun cuando
prefieren guardar silencio.
Los marineros escuchan más de lo que ven. En la oscuridad invernal de
las madrugadas, cuando la bruma helada cubre el canal, los pescadores
dicen oír el sonido de unos motores diésel. Y luego, casi de inmediato, un
grito histérico: «A la izquierda del timón. A la izquierda del timón».
Cuando eso sucede los hombres se quedan aterrados y piensan en su propia
embarcación. La pantalla del radar está en blanco, pero ningún marinero se
fía de esos aparatos y ninguno falla a la hora de actuar cuando su vista está
nublada por la bruma.
Entonces el sonido de los motores se eleva hasta convertirse en un
rugido, mientras los hombres, a ciegas, mueven la rueda del timón para
escapar. Luego se produce como una especie de desgarro, y el sonido de
metal y madera al despedazarse; y luego, el silencio. En medio de esa
quietud una voz dice: «Una deuda de marino. Una deuda de marino».
Los pescadores aseguran que es una voz del otro mundo, o que es tan de
este mundo como la voz del mar. Luego escuchan cómo va disminuyendo el
sonido de los hombres forcejeando en la cubierta.
—Le voy a contar lo que me decía mi abuela —apuntó la mujer. Sonrío
distraídamente—. Las gentes de Maine tienen fama de ser taciturnas, pero
entre ellas hablan como cotorras —dudó unos instantes y luego se confesó
entre susurros—. Jamás me he casado. A lo mejor soy una anticuada, y algo
supersticiosa. Mi padre estaba loco, y mi madre no andaba mucho mejor.
—Si todo esto es demasiado duro para usted…
—En realidad nunca los conocí —me recordó—, pero mi abuela
siempre fue mi mejor amiga.
Al otro lado de la ventana los colores chillones de los automóviles
contrastaban con la nieve amontonada y las calles relucientes de sol. Unos
edificios altísimos arrojaban negras sombras sobre los bulliciosos muelles.
—Maine suele parecerse a Alaska —dijo la mujer—. En Alaska las
personas aún se reconocen las unas a las otras.
Estaba en lo cierto. En Alaska aún existe ese sentimiento de «todos
estamos juntos en esto». Cuando los nativos de Alaska se encuentran en los
más extraños lugares, digamos Indiana o Australia, todos se conocen entre
sí, o encuentran algún amigo común. Se trata de un estado enorme con muy
escasa población.
—Fue un incidente de guerra —me dijo—. O, tal vez, un suceso de
juventud. El marinero llamado Tommy fue a visitar a mi abuela en dos
ocasiones. Conocía a mi padre. Ambos habían zarpado de este mismo
puerto durante la guerra. Mi padre sirvió a bordo de un buque mercante.
Tommy vino a pedir perdón por la muerte de mi padre.
Viejas memorias empezaron a removerse en mi cerebro. Por fin algo
parecía tener sentido.
Su padre fue uno de los supervivientes del torpedeo del barco mercante
cuando Tommy tuvo que dar la orden para lanzar las cargas de profundidad.
Tras aquella acción, el padre sufrió una conmoción y su cerebro quedó
terriblemente dañado. Su madre, que con anterioridad tenía reputación de
ser demasiado fantasiosa, afrontó su nueva situación haciéndose adicta de
una facción muy virulenta de la Iglesia de Nueva Inglaterra. Adoptó el rol
de santa ante los pecadores desventurados que aguardaban la llegada de un
Dios vengador. Más tarde se demostraría que fue un enfoque totalmente
erróneo.
—No perdono a mi padre —dijo la mujer—. Ni tan siquiera le excuso.
No hay excusas para el asesinato.
Tenía razón, desde luego. Nadie tiene derecho a matar a un semejante,
por muy loco que esté. Sin embargo, la mayoría de los crímenes están
provocados por las pasiones y los acontecimientos.
—Tommy creía que estaba maldito —continuó diciéndome—. Se
convenció de que el destino le había puesto en un mundo en el que estaba
obligado a matar a mi padre. Las cargas de profundidad fallaron, y para él
resultaba terrible pensar que había tenido que matar a un hombre después
de aquella primera vez —sonrió, pero su sonrisa era triste y apagada—. No
sea tonto. Si hubiera sido al revés, mi padre habría hecho lo mismo, y
también habría reaccionado de la misma manera.
La mujer se dispuso a irse, a volver a su trabajo y a su vida de todos los
días.
—Intente pensar en las mentes de los hombres —dijo—, y también en el
mar; no fue más que un accidente, nada más que eso.
Me di cuenta de que no sabía más de lo que ya me había contado, pero
que sí pensaba más de lo que estaba dispuesta a contar.
—La oscuridad siempre intenta acabar con la luz —murmuró—. Ése es
el cometido de la oscuridad —y mientras la ayudaba a ponerse el abrigo
añadió—: Recuerde que todos eran muy jóvenes. Mi padre tenía veinticinco
años y Tommy unos pocos más.

***

Meditaba sobre la voz inmemorial del mar mientras buscaba una barca
de alquiler. El mar habla con los sonidos del trueno, susurra, sisea o
murmura. Es casi tan viejo como la madre tierra. El mar ha engullido a los
hombres de un millar de culturas diferentes: entre sus fauces incansables ha
devorado a persas, fenicios, romanos, españoles e ingleses.
También meditaba acerca de Maine y del puerto de Portland mientras
verificaba el motor de la pequeña barca que acababa de alquilar, que, como
yo mismo, estaba al final de sus días de navegación. Un millar de navíos
han sucumbido en estas ásperas aguas, mientras en tierra la gente levanta
cruces frente al mar. Muchas de las tumbas de Maine tan sólo acogen
recuerdos.
Y también meditaba sobre la juventud, sobre las grandes pasiones y los
grandes sueños perdidos de la juventud. No podía imaginarme por qué
Tommy había sentido el impulso de golpear aquel bote pesquero. Es
evidente que lo hizo sin pensar, porque era demasiado joven como para
movilizar las palabras y alterar su confusión. Resultaba poco extraño que se
considerase maldito.
Y, mientras la bruma helada se asentaba sobre la dársena ya cerca de la
medianoche, pensé en Wert. Que el mar no hubiera perdonado a Wert, que,
de una manera u otra, hubiera salido de su seno para acabar con Wert
valiéndose de una boya de señalización, eso aún podía entenderlo. Había
actuado como un chiquillo ante la locura, un chiquillo sin experiencia en
esa clase de lucha.
Por último, mientras me dirigía a mi destino, pensé en Case. Aún le
recuerdo como el hombre más bueno que jamás he conocido. Me pregunto
si el pasado no me engaña.
La vieja barca aún era capaz de navegar con soltura. El motor de
gasolina ronroneaba mientras bordeaba la línea de estribor de la costa. La
bruma se espesaba encima y unos jirones vaporosos comenzaban a lamer la
superficie de aquellas aguas incansables y ondulantes. La marea estaba
subiendo. A lo largo de la costa de Maine las aguas suben y bajan más de
cinco metros durante el invierno. Rebusqué entre mis memorias: Case
sonriendo mientras le enseñaba a un joven marinero cómo recoger los
cabos, Case hablando suavemente a los rugientes motores, como si se
trataran de cosas vivas.
La bruma se adhería al riel y a la cubierta de la barca de pesca. Al
instante se congelaba en un tenue manto de blanca escarcha. La bruma
glaseaba las silenciosas boyas que marcaban el recorrido del canal. Unos
restos de maderas se balanceaban al paso de la pequeña barca mientras
disminuía la velocidad y me dirigía hacia las rocas. Después de cuarenta
años, sería totalmente normal que un hombre olvidara la situación de las
rocas y las corrientes. Pero yo me acordaba perfectamente de todo. Había
llegado al escenario de mis peores memorias.
Apagué el motor en cuanto el ancla quedó fijada. Los débiles
murmullos del agua servían de fondo al sordo tañido de una campana. A lo
lejos ululó la sirena de un barco y, desde la costa, el aullido de un coche de
policía gimió claramente en medio de la noche helada. La niebla se
espesaba sobre las aguas de tal forma que ninguna luz de la ciudad era
capaz de llegar a aquel oscuro rincón. Ningún ser humano podía
descubrirme. Ningún ser humano lo habría deseado.
Un motor de gasolina sonó muy claro y cercano por la parte de popa.
Sin duda se trataba de un bote langostero que se dirigía a esta especie de
fondeadero abierto en la roca de un vertiginoso acantilado.
El miedo es siempre un viejo amigo. He conocido el miedo de un millar
de tempestades. Le he oído, le he sentido, cuando en la radio de mi barco se
escuchaban las voces aterrorizadas de los condenados; voces de hombres
que transmitían por última vez la posición de su embarcación antes de que
esta emprendiera su zambullida final. El miedo siempre acompaña a los que
estamos cerca del mar. Al principio aprendes a sobrellevarlo, luego, cuando
descubres que es algo natural e inevitable, llegas a considerarle un buen
amigo.
Justo en esos momentos, en alguna parte en medio de aquella bruma,
una lancha fantasma de quince metros de eslora navegaba a toda velocidad
por el canal guiada por el radar de un lanchón fantasmal, un barco que ya
habría sido vendido para chatarra o que estaría olvidado en algún muelle.
Muy cerca, por la popa, un bote espectral avanzaba sobre la superficie de
aquellas aguas inquietas.
El ronroneo de los motores diésel de la lancha de Tommy se elevó en
medio de la bruma al mismo tiempo que el del bote langostero. Los sonidos
convergieron, y entonces el bote se deslizó suavemente cerca de las rocas.
Besó la pared del acantilado.
La luz roja de la cabina y de la portilla de babor formaban una máscara
diabólica en la faz del bote langostero. Aquella máscara resplandecía
enloquecedoramente, no se trataba de algo insustancial. Tanto el bote como
el sujeto que lo pilotaba parecían tan sólidos como la cubierta bajo mis pies.
Sólo la locura resultaba fantasmagórica.
Pero yo también había conocido la locura en el mar. También había
blandido un cuchillo, aunque fuera contra un cadáver.
Aquel demente del bote bajó la potencia del motor hasta un simple
ronroneo, luego se volvió para mirarme mientras su embarcación se
deslizaba a mi lado. El sufrimiento distorsionaba su rostro, un sufrimiento
como jamás había observado. He visto morir a los hombres, y les he visto
vivir cuando preferían estar muertos. He visto a las víctimas de terribles
incendios, y a hombres hechos trizas al ser rebanados por cables y cabos. Y
sin embargo, aquel sufrimiento estaba más allá del mero dolor físico. Esos
cuarenta últimos años resultaban como una simple hora para aquel hombre
que había asesinado a su esposa. Tenía el rostro distorsionado por los
remordimientos; contemplaba a un ser condenado a repetir una y otra vez su
pasado. Aquel rostro parecía surgir de las más hondas profundidades de un
infierno.
Se rió, una carcajada llena de angustia que fue amortiguada por la
bruma. Me hizo una seña, indicándome que lo siguiera. Su embarcación
empezó a balancearse. Con el motor tan bajo de vueltas no había suficiente
potencia para que el bote permaneciera con la proa al frente.
Entonces surgió de entre la niebla la parte delantera de la lancha. Su
forma era tan difusa e insustancial como precisa y clara era la del bote
langostero. Se situó a un costado, más fantasmagórica que la niebla
circundante. Si no hubiera sido por el rugido de los motores aquella
embarcación se habría parecido más a un simple pedazo de bruma.
Contemplé el drama que estaba a punto de desarrollarse; vi las formas
fantasmagóricas de los hombres que hablaban precipitadamente mientras la
lancha se deslizaba a nuestro lado, viraba sobre el canal y volvía en
dirección a los acantilados, acercándose.
La lancha giró, puso rumbo a los acantilados y se acercó al costado del
bote langostero. Pude ver a Tommy claramente. Su cabello negro se agitaba
encima de un rostro apenas más perceptible que la propia oscuridad. Por
unos momentos su cara pareció totalmente irreal mientras se concentraba en
situar la lancha de costado. Case y Wert, y una figura difusa y vagamente
familiar, estaban listos sobre la barandilla. Dos de aquellas figuras saltaron
y, para ser honestos, la otra, la de Wert, lo intentó. Sus hombros se
dirigieron hacia delante, pero sus pies se negaron a seguirles. Trastabilló, se
dejó caer sobre la barandilla, recobró de nuevo el equilibrio.
Vi los errores que cometíamos, los mismos errores que cometen los
jóvenes cuando entran en acción. Los pocos minutos de refriega a bordo de
aquel bote pesquero parecían prolongarse en el infinito. Como una película
a cámara lenta.
Case perdió el equilibrio y cayó. Mi propia figura fantasmal se tambaleó
y volvió a enderezarse mientras el marino demente salía de la cabina del
timón. No llevaba ningún arma encima, tan sólo levantó los brazos. Pude
ver que el hombre únicamente intentaba protegerse el rostro mientras corría
hacia Case. Cayó cerca de la cabina del timón y luego volvió a incorporarse
lentamente. Mi figura desapareció en el interior de la pequeña caseta y se
puso a buscar a un chico que jamás había estado allí. Case se movía
lentamente; en la mano izquierda llevaba un objeto metálico mientras que
con la derecha se comprimía el hombro. Se había producido aquella herida
al caer sobre un clavo u otra herramienta puntiaguda.
El loco aulló y retrocedió lentamente hacia la proa. Gritaba una y otra
vez: «Alejaros, alejaros, alejaros». Y luego: «Tommy, Tommy, Tommy».
Case le seguía mientras la lancha se deslizaba pegada al costado del
bote y luego nos enfilaba. Case debería haber esperado nuestra ayuda.
Aquel demente no era una amenaza. Cuando el sujeto tomó uno de los
punzones para atrapar langostas, Case dio un traspié. Estaba de rodillas,
intentando arrojarle el objeto metálico que tenía en la mano izquierda,
cuando mi figura apareció detrás de la cabina del timón. Ambos estaban tan
cerca el uno del otro que, al intentar cargar sobre el loco, fui a dar contra la
espalda de Case; y entonces, mientras contemplaba mi propio fantasma,
descubrí que aquel demente tan sólo pretendía utilizar el punzón contra sí
mismo. El rugido de los motores de la lancha se irguió en la noche.
¿Qué había visto Tommy? Estuvo todo el tiempo mirando. ¿Qué había
visto Wert? Prácticamente nada. Wert se hallaba a popa, al lado de los
motores.
Y entonces contemplé la locura que cubría el rostro de Tommy, y vi que
en aquellos instantes de tormento eran dos hombres los que se habían
inmolado en su propia culpabilidad.
Tommy, que había matado a gente inocente con cargas de profundidad,
ahora se precipitaba sobre las rocas en un último y desesperado alarde de
locura que podía —o no podía— tener algo que ver con la intención de
salvar la vida de Case; un hombre que, por otra parte, no necesitaba ser
salvado. El demente se quedó mirando la enorme proa de la lancha que se le
venía encima, y se puso a gritar de júbilo o de expiación, agitando los
brazos como si quisiera dirigirla justo contra su pecho.
Se produce un estremecimiento cuando la lancha choca contra las rocas,
su proa se alza, hay una lluvia de chispas sobre el metal mientras el casco se
resquebraja. Wert cae rodando sobre los motores y el agua comienza a
inundar la popa. Tommy apaga los motores y sale corriendo hacia el
costado por donde yace el bote medio sumergido en aguas poco profundas.
La proa está destrozada y debajo del casco sobresalen unas piernas calzadas
con botas de marinero; las piernas del pescador de langostas, retorcidas y
quebradas. Case está tirado sobre la arrugada barandilla mientras la sangre
mana a borbotones y mi propia figura fantasmal está medio sumergida en el
agua poco profunda, la cabeza sobre una roca, como un chiquillo recostado
en una almohada. Tommy no se lanza al agua de inmediato, primero socorre
a Case, y luego a mí.
No sé si se trataba de mi propia voz —aunque creo que sí lo era— o la
voz del mar la que pronunció aquellas últimas palabras: «Una deuda de
marino. Una deuda de marino».

***

Se congregaron a mi alrededor, los espíritus de aquellos cuatro hombres,


mientras levaba el ancla y enfilaba la proa de regreso a los muelles del
puerto. El rostro rechoncho y pálido de Wert relucía claramente en medio
de la bruma. Protestaba en silencio, intentaba explicarse, encontrar las
palabras que dieran sentido a sus inexpresables pensamientos.
Case estaba a mi lado, sobre el timón —su figura lánguida, su rostro
espectral—, un hombre que había cometido sus propios errores durante la
juventud. No tenía el pecho descubierto ni mostraba ninguna herida. A lo
mejor, incluso parecía orgulloso de que yo hubiese empuñado una navaja
para ayudar a un amigo.
Allí estaban mis camaradas. En muchos sentidos se encontraban más
cercanos a mí que la tripulación de hombres vivos de mi barco en Alaska.
Tommy y el pescador de langostas apenas eran más que unos leves
jirones de niebla entrelazados, como unidos, mezclados en el presente y,
posiblemente, por toda la eternidad. Se me ocurrió que todos nosotros, que
todas nuestras partes, estaban condenadas a interpretar aquella misma
escena durante el resto de las noches en las que la bruma helada se deja caer
sobre las aguas. El pescador de langostas seguiría soportando su propia
porción de infierno y nosotros, los tripulantes de aquella lancha costera,
seguiríamos cometiendo los mismos errores en él.
Ahora sé que el silencio de Tommy era el silencio de la locura. Cuando
no podía hablar tenía que entrar en acción, aun cuando intentara hacer lo
correcto; también sé ahora que nadie podía ayudarle, hacerle olvidar que
había matado a Case. Y sé que Tommy me había protegido, pues él también
tenía que haberse dado cuenta de mis propios errores. Saltó de aquel barco
de observación meteorológica al que le había trasladado nuestro capitán,
saltó por la borda en busca del silencio. Él lo sabía, aun en lo más hondo de
sus borracheras, sabía que la verdadera historia saldría tarde o temprano a la
luz.
A su manera, Tommy fue un héroe. Las tinieblas se abalanzaron sobre él
en dos ocasiones, la primera con las cargas de profundidad, la segunda con
la misión de la lancha costera. Luchó contra las tinieblas de la única manera
que conocía. Se sumergió en el silencio eterno de la muerte.
La oscuridad siempre intenta acabar con la luz. Saqué la vieja navaja del
bolsillo. Wert tan sólo parecía un poco confuso, mientras que Case sonreía.
Las figuras encadenadas de Tommy y del pescador de langostas
simplemente expresaban una profunda tristeza. A lo mejor tenía que haber
arrojado la navaja por la borda.
Pero aún sigue en mi bolsillo, y seguirá ahí hasta mi muerte y, quizás,
me acompañe en la tumba. Esa navaja es todo lo que me queda de mi
juventud, pues ahora sé que la parte de mí que sigue atada a aquellas costas
gélidas es un fantasma juvenil, encadenado para siempre al rugido de los
motores diésel.
Mis compañeros se desvanecieron en la niebla mientras me aproximaba
al embarcadero. Poco queda por decir. Volveré a Alaska y emprenderé tres
travesías más, cuatro a lo sumo. Después me jubilaré y encontraré un
pequeño apartamento al lado de los muelles. Aunque jamás daré por
terminada mi relación con mis camaradas y con el mar, creo que ellos sí lo
harán conmigo. Nosotros, los que nunca nos vimos implicados en
verdaderas acciones de guerra, aún tenemos que encontrar la paz, aunque no
sé cuál es el motivo real. Pienso que entre nosotros todo está finalmente
perdonado.
Vicente Blasco Ibáñez
(1867-1928)

Novelista español nacido en Valencia. Blasco Ibáñez tuvo una azarosa


vida política: fue activista antimonárquico, estuvo arrestado durante dos
años realizando trabajos forzados y acabó siendo diputado del Partido
Republicano. Sus novelas y cuentos contienen descripciones muy realistas,
vivas y duras de su Valencia natal, y alcanzó una enorme fama mundial con
su obra Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Entre sus novelas más
destacadas podemos nombrar: La barraca (1898), Cañas y barro (1902), La
catedral (1903) y Sangre y arena (1908). El cuento aquí recogido, ¡Hombre
al agua!, ha sido anteriormente seleccionado por varias antologías
norteamericanas de terror en el mar, y pertenece a su serie La condena y
otros cuentos (en donde figuran varios relatos más de fondo marinero).
Aquí el terror es completamente real, amargo y sin ningún tipo de
concesiones.
¡HOMBRE AL AGUA!
Vicente Blasco Ibáñez

Al cerrar la noche salió de Torrevieja el laúd[17] San Rafael,


con cargamento de sal para Gibraltar.
La cala iba atestada, y sobre cubierta amontonábanse los
sacos, formando una montaña en torno del palo mayor. Para
pasar de proa a popa, los tripulantes iban por las bordas
sosteniéndose con peligroso equilibrio.
La noche era buena; noche de verano con estrellas a granel y un
vientecillo fresco algo irregular, que tan pronto hinchaba la gran vela latina
hasta hacer gemir el mástil, como cesaba de soplar, cayendo desmayada la
inmensa lona con ruidoso aleteo.
La tripulación, cinco hombres y un muchacho, cenó después de la
maniobra de salida, y una vez rebañado el humeante caldero, en el que
hundían su mendrugo con marinera fraternidad desde el patrón al grumete,
desaparecieron por la escotilla todos los libres de servicio para reposar
sobre la dura colchoneta, con los vientres hinchados de vino y zumo de
sandía.
Quedó en el timón el tío Chispas, un tiburón desdentado que acogió con
gruñidos de impaciencia las últimas indicaciones del patrón, y junto a él, su
protegido Juanillo, un novato que hacía en el San Rafael su primer viaje, y
le estaba muy agradecido al viejo, pues gracias a él había entrado en la
tripulación, matando así su hambre, que no era poca.
El mísero laúd antojábasele al muchacho un navío almirante, un buque
encantado navegando por el mar de la abundancia. La cena de aquella
noche era la primera cena seria que había hecho en su vida.
Había llegado a los diecinueve años, hambriento y casi desnudo como
un salvaje, durmiendo en la torcida barraca, donde gemía y rezaba su
abuela, inmóvil por el reuma; de día ayudaba a botar las barcas, descargaba
cestas de pescado o iba de parásito en las lanchas que perseguían el atún y
la sardina, para llevar a casa un puñado de pesca menuda. Pero ahora,
gracias al tío Chispas, que le tenía ley por haber conocido a su padre, era
todo un marinero, estaba en camino de ser algo, podía con todo derecho
meter su brazo en el caldero y hasta llevaba zapatos, los primeros de su
vida, unas soberbias piezas capaces de navegar como una fragata, que le
sumían en éxtasis de adoración. ¡Y aún dicen que si el mar…! Vamos,
hombre… El mejor oficio del mundo.
El tío Chispas, sin apartar la vista de la proa ni las manos del timón,
agachándose para sondear la oscuridad por entre la vela y el montón de
sacos, le escuchaba con sonrisa marrullera.
—Sí; no has escogido mal oficio. Pero tiene quiebras. Las verás…
cuando tengas mis años… Pero tu sitio no es aquí: anda a proa y avisa si
ves por delante alguna barca.
Juanillo corrió por la borda con la segura tranquilidad de un pillo de
playa.
—Cuidado, muchacho, cuidado.
Pero él ya estaba en la proa, y se sentó junto al botalón, escudriñando la
negra superficie del mar, en cuyo fondo se reflejaban como serpenteantes
hilos de luz las inquietas estrellas.
El laúd, panzudo y pesado, caía tras cada ola con un solemne ¡chap!,
que hacía saltar las aguas hasta la cara de Juanillo; dos hojas de espuma
fosforescente resbalaban por ambos lados de la gruesa proa, y la hinchada
vela, con el vértice perdido en la oscuridad, parecía arañar la bóveda del
cielo.
Pero ¿qué rey ni que almirante estaba mejor que el serviola del San
Rafael?… ¡Brrr! Su estómago repleto le saludaba con eructos de
satisfacción. ¡Vida más hermosa!…
—¡Tío Chispas!… Un cigarro.
—Ven por él.
Juanillo corrió por la borda del lado contrario al viento. Era un
momento de calma y la vela rizábase con fuertes palpitaciones, próxima a
caer desmayada a lo largo del mástil. Pero vino una ráfaga, la barca se
inclinó con rápido movimiento; Juanillo, para guardar el equilibrio,
agarróse al borde de la vela, y en el mismo instante ésta se hinchó como si
fuera a estallar, lanzando al laúd en una carrera veloz y empujando con
fuerza tan irresistible todo el cuerpo del muchacho, que lo disparó como
una catapulta.
En el ruido de las aguas, al tragarse a Juanillo, creyó oír éste un grito,
palabras algo confusas; tal vez el viejo timonel que gritaba: «¡Hombre al
agua!»
Bajó mucho, ¡mucho!, atolondrado por el golpe, por lo inesperado de la
caída; pero antes de darse cuenta exacta de ello vióse otra vez en la
superficie del mar braceando, absorbiendo con furia el fresco viento… ¿Y
la barca? No la vio ya. El mar estaba oscurísimo, más oscuro que visto
desde la cubierta del laúd.
Creyó distinguir una mancha blanca, un fantasma que flotaba a lo lejos
sobre las olas, y nadó hacia él. Pero de pronto ya no lo vio allí, sino en lugar
opuesto, y cambió de dirección, desorientado, nadando con fuerza, pero sin
saber adónde iba.
Los zapatos pesaban como si fuesen de plomo. ¡Malditos! ¡La primera
vez que los usaba! La gorra le martirizaba las sienes; los pantalones tiraban
de él como si llegasen hasta el fondo del mar y fuesen barriendo las algas.
—Calma, Juanillo, calma.
Y arrojó la gorra, lamentando no poder hacer lo mismo con los zapatos.
Tenía confianza. Él nadaba mucho; se sentía con aguante para dos
horas. Los de la barca virarían para pescarle; un remojón y nada más…
Pues, qué, ¿así como así mueren los hombres? En un temporal, como
habían muerto su padre y su abuelo, bueno; pero en noche tan hermosa y
con buena mar, morir empujado por una vela, sería una muerte de tonto.
Y nadaba y nadaba, siempre creyendo ver aquel fantasma indeciso que
cambiaba de sitio, esperando que de la oscuridad surgiera el San Rafael
viniendo en su busca.
—¡Ah de la barca! ¡Tío Chispas!… ¡Patrón!
Pero el gritar le fatigaba, y dos o tres veces las olas le taparon la boca.
¡Malditas!… Desde la barca parecían insignificantes; pero en medio del
mar, hundido hasta el cuello y obligado a un continuo manoteo para
sostenerse, le asfixiaban, le golpeaban con su sorda ondulación, abrían ante
él ondas y movibles zanjas, cerrándolas enseguida como para tragarle.
Seguía creyendo, pero con cierta inquietud, en sus dos horas de aguante.
Sí; contaba con ellas. Dos horas y más nadaba allá en su playa sin
cansancio. Pero era en las horas de sol, en aquel mar de cristal azul, viendo
allá abajo, a través de fantástica transparencia, las rocas amarillas con sus
hierbajos puntiagudos como ramos de coral verde, las conchas de color
rosa, las estrellas de nácar, las flores luminosas de pétalos carnosos
estremeciéndose al ser rozados por el vientre de plata de los peces, y ahora
estaba en un mar de tinta, perdido en la oscuridad, agobiado por sus ropas,
teniendo bajo sus pies quién sabe cuántos barcos destrozados, cuántos
cadáveres descarnados por los peces feroces. Y estremecíase al contacto de
su mojado pantalón, creyendo sentir el rozamiento de algunos dientes.
Cansado, desfallecido, se echó de espaldas, dejándose llevar por las
olas. El sabor de la cena le subía a la boca. ¡Maldita comida, y cuánto
cuesta de ganar! Acabaría por morir allí tontamente… Pero el instinto de
conservación le hizo incorporarse. Tal vez le buscaban, y estando tendido
pasarían cerca de él sin verle. Otra vez a nadar, con el ansia de la
desesperación; incorporándose en la cresta de las olas para ver más lejos;
yendo tan pronto a un lado como a otro, agitándose siempre en un mismo
círculo.
Le abandonaban como si fuese un trapo caído de la barca. ¡Dios mío!
¿Así se olvida a un hombre?… Pero no; tal vez le buscaban en aquel
momento. Un barco corre mucho; por pronto que hubiesen subido a
cubierta y arriado vela, ya estarían a más de una milla.
Y acariciando esta ilusión se hundía dulcemente, como si tirasen de sus
pesados zapatos. Sintió en la boca la amargura salitrosa; cegaron sus ojos;
las aguas se cerraron sobre su rapada cabeza, pero entre dos olas se formó
un pequeño remolino; asomaron unas manos crispadas y volvió a salir.
Los brazos se dormían, la cabeza se inclinaba sobre el pecho como
vencida por el sueño. A Juanillo le pareció cambiado el cielo; las estrellas
eran rojas, como salpicaduras de sangre.
Ya no le infundía miedo el mar; sentía el deseo de abandonarse sobre las
aguas, de descansar.
Se acordaba de la abuela, que a aquellas horas estaría pensando en él. Y
quiso rezar como mil veces había oído a su pobre viejo: «Padre nuestro, que
estás…» Rezaba mentalmente; pero sin darse cuenta de ello, su lengua se
movió, y dijo con una voz ronca, que le pareció de otro: «¡Cochinos,
ladrones! ¡Me abandonan!»…
Se hundía otra vez: desapareció, pugnando en vano por sostenerse.
Alguien tiraba de sus zapatos. Buceó en la oscuridad, sorbiendo agua,
inerte, sin fuerzas; pero, sin saber cómo, volvió otra vez a la superficie.
Ahora las estrellas eran negras, más negras que el cielo, destacándose
como gotas de tinta.
Se acabó. Esta vez se iba al fondo de veras; su cuerpo era de plomo. Y
bajó en línea recta, arrastrado por sus zapatos nuevos, y en su caída al
abismo de los barcos rotos y los esqueletos devorados, el cerebro cada vez
más envuelto en densas neblinas, iba repitiendo: «¡Padre nuestro…, Padre
nuestro! ¡Ladrones, granujas! ¡Me han abandonado!»
William Outerson
(¿?-1943)

Nació en Edimburgo y a muy temprana edad se embarcó como marino,


participando en la Guerra Hispano-Americana bajo la enseña de la Armada
Estadounidense. Más tarde fue buscador de oro en Alaska, abogado en
Escocia y soldado durante la Primera Guerra Mundial. Desde 1922 hasta su
muerte se dedicó a escribir relatos. De entre todos ellos, la mayoría
publicados en Blue Book y Argosy, podemos destacar Men Can Beat the
Sea, Ships that Meet, The Wind and the Rain y Fuego en el brasero de la
cocina. Este último está inspirado en el famoso misterio del Mary Celeste,
un barco de vela que se encontró totalmente abandonado en 1872 con todas
las velas desplegadas, y repleto de comida y agua.
FUEGO EN EL BRASERO DE LA COCINA
William Outerson

El buque Unicorn navegaba perezosamente con rumbo


oeste, empujado por una ligera brisa del sur. Sus cubiertas
relucían blancas bajo la fulgurante luz de la luna; arriba, en
las jarcias, unas sombras traviesas jugueteaban entre velas y
mástiles. A los costados, el mar susurraba suavemente
mientras el navío se deslizaba sobre su superficie.
El señor Mergam se hallaba en el costado de barlovento, por la popa,
mirando fija y malhumoradamente hacia delante, incapaz de apreciar la
belleza de una noche como aquélla. Su acerado sentido del oído captaba
todos los sonidos del barco, el mar y el viento, y su entrenado cerebro los
reconocía automáticamente, en especial el sordo crujido del timón al rozar
sobre las aguas, ahora en un costado ahora en el otro. Era un rumor muy
simple, cercano y familiar, tan duradero como el destino de todos y cada
uno de los que atienden el barco, que albergaba una nota de precaución,
oscuramente ominosa, como si fuera la voz de la rueda del timón siempre al
tanto para que no se bajara la vigilancia. Durante la guardia de aquella
madrugada en particular parecía haberle advertido de algo, no porque el
señor Mergam se sintiera abatido y fracasado, ya que así se había sentido
durante años, sino porque su agrio y rebelde humor parecía haber llegado a
un punto culminante. Odiaba las desoladas inmensidades del mar y la
monótona repetición de las guardias a bordo del barco, pero tenía que
soportarlas ya que no podía vivir en tierra.
Durante todos esos años de travesías errantes, incluso en noches como
aquélla, había permanecido ciego a la belleza del mar, y sus sentimientos
hacia el océano habían llegado a convertirse en una especie de odio cansino
y aburrido. Conocía todas las tonalidades, los distintos y amplios grados de
sonidos y acción, el encanto inagotable que residía en el navegar fluido de
un barco, la esencia de un lejano y silencioso horizonte, y la maravillosa
amplitud de los cielos. A veces, en momentos de extraña emoción, podía
entrever vagamente un destello de la mística que se ocultaba más allá de la
línea del horizonte y sentir, durante breves instantes, el impulso errante de
los vagabundos. Pero aquello sólo duró al principio, tiempo atrás, recién
embarcado, y ya lo había olvidado.
El costado de sotavento de la cubierta, por estribor, estaba lleno de
sombras dibujadas por la luz de la luna. Debajo de la vela mayor había una
mancha oscura que se extendía desde la mitad de la cubierta hasta la
escotilla principal, y un espacio luminoso más allá, entre aquélla y la caseta
de proa. Observando todo aquello, con su habitual desinterés por los
detalles que no requerían acción, miró la sombra que arrojaba el palo
mayor, y sus idas y venidas bajo la lánguida brisa. Al levantar la vista desde
la cubierta a las velas, se puso en guardia de repente y fijó los ojos al frente,
como si hubiera notado un movimiento insólito en el casco del buque, una
sacudida extraña que le sorprendió profundamente ya que escapaba a todo
lo que había experimentado con anterioridad. Todo el barco, incluyendo el
casco, los palos y las velas, se estremeció de una manera inquietante, y
todos los mecanismos que sostenían el velamen chirriaron extrañamente.
Jamás había estado en un barco que se sacudiera de aquella forma y,
mientras permanecía allí preguntándose qué había causado aquel
movimiento, el patrón subió corriendo la escalera del puente y se paró
frente a él.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó con nerviosismo.
—No sé, patrón —dijo el señor Mergam—. Jamás he sentido nada igual
hasta ahora, así que desconozco qué puede haber sido.
—¡No lo sabe! —exclamó el capitán—. ¡Está sobre el puente a cargo
del buque mientras algo sacude uno de sus costados —un barco
abandonado, con toda probabilidad—, y no sabe qué ha pasado! No lo sabe
—el capitán sacudió los brazos desesperanzado—. ¿Cómo es que no lo
sabe? ¿Ha visto algo? Una cosa invisible no zarandea el barco de esa
manera. Tiene que haberse tratado de algo lo suficientemente grande como
para poder verse. ¿Estaba dormido?
—No, señor, no estaba dormido. Me encontraba tan despierto como
pueda estarlo usted ahora, atendiendo a mi guardia, y no vi nada. No había
nada que ver. El vigía no vio nada o, de otra manera, me hubiera informado,
y el hombre a la rueda del timón tampoco vio nada.
—El hombre a la rueda —repitió el capitán agriamente—. ¿Cómo sabe
que no ha visto nada? Su trabajo no es ver cosas e informar de ellas. Está en
su puesto para gobernar el barco, no para hacer de vigía.
El oficial se giró hoscamente, acercándose al timonel.
—¿Ha visto lo que ha sacudido al barco hace unos minutos, Thompson?
—preguntó.
—No, señor —respondió Thompson—. No he visto nada. Miré hacia la
popa antes de que dejara de estremecerse y no había nada a la vista.
—Ha oído lo que dice, señor —subrayó el señor Mergam, dirigiéndose
al capitán en un tono triunfal—. No había nada a la vista.
—Le he oído —contestó el capitán Garton con impaciencia—. ¿Qué
cree que puede haber sido? Un barco abandonado y sumergido,
probablemente.
—No, señor, no lo creo. No parecía la clase de roce que puede
producirse al chocar contra un derrelicto[18]. Ya antes he pasado por esa
experiencia y fue totalmente distinta. En este caso, el roce ha sido fuerte
pero suave y tembloroso a un mismo tiempo. Si se hubiera tratado de un
derrelicto el casco habría chirriado y crujido, produciendo tal estrépito
como para despertar a los muertos.
—Supongo que está en lo cierto —admitió el patrón de mala gana. Se
alejó del oficial y puso las manos sobre el pretil de popa mientras
contemplaba la superficie del mar, un hombre alto, delgado y muy irascible
a causa de una dispepsia crónica debida a la sobrealimentación y a la falta
de ejercicio, que estaba cansado de la vida y odiaba a todo el mundo,
incluyéndose a sí mismo. Sus ojos, en exceso brillantes, vagabundearon
ansiosamente por el lado de la cubierta que se abría a sotavento y que
estaba bañada por la luz de la luna excepto en algunas zonas cubiertas de
sombras dispersas, y se detuvieron en la relinga de la vela mayor. Algo
atrajo entonces su atención y se asomó por la baranda que daba a proa. Una
exclamación de asombro escapó de sus labios y extendió uno de sus brazos,
señalando algo nerviosamente, acuciado por un temor repentino.
—¡Eh, señor Mergam! —gritó—. ¿Qué es eso?
El oficial siguió la dirección que marcaba el dedo del capitán y notó una
extraña elevación en la línea del horizonte, un efecto que ya había
observado antes con frecuencia mientras se aproximaban a la costa desde el
mar, pero nunca con una definición tan clara como ahora. Miró en silencio,
sin poder entenderlo, ignorando las preguntas impacientes que le lanzaba el
capitán, hasta que llegó a la conclusión de que aquella elevación en el
horizonte era en realidad una ola gigantesca que se acercaba al navío con
enorme velocidad. Podía ver su cresta aún intacta reluciendo como metal
bruñido bajo la luz de la luna, dirigiéndose directamente hacia ellos, y
empezó a preocuparse seriamente de que pudiera anegar el barco.
—Se trata de una ola gigante, señor —dijo al fin, con desmayada
excitación.
—Sí, eso es —estuvo de acuerdo el patrón—. No puede ser otra cosa. Y
eso explica la sacudida del barco minutos antes. Debe haberse producido un
estremecimiento en el fondo oceánico, un terremoto submarino, y si el
fondo marino tiembla, las aguas que hay encima también. El suelo marino
se ha elevado por estos alrededores casi seiscientos metros durante los
últimos veinte años.
—Ola de marejada por el costado de babor, señor —informó el vigía
con retraso. No sabía a ciencia cierta qué nombre darle, ni si debía o no
informar, ya que generalmente nunca se anunciaba la llegada de una ola al
barco, fuese del tamaño que fuese. Se superaban como venían, sin más
historias.
—Visto, visto —replicó el señor Mergam—. Cierren todos los
portalones de proa.
Podían ver las figuras de los hombres que corrían con los pies desnudos
mientras cumplían sus órdenes, deslizándose silenciosamente entre las
sombras que arrojaban las velas del palo de trinquete. Las portas estuvieron
cerradas en poco tiempo, y los hombres pensaron que también tenían que
asegurar el resto de puertas y escotillas, pero antes de que pudieran hacerlo
la enorme ola se irguió por la proa como la ladera de una montaña.
El capitán y el oficial observaron su llegada, sin esperar que pudiera
suponer un riesgo especial, fuera cual fuera su tamaño, ya que los barcos
estaban construidos para surcar los mares bajo cualquier adversidad, y la
ola que se acercaba a ellos lo hacía desde una dirección favorable, unos dos
grados por la amura de barlovento. Pero mientras se aproximaba,
descubriendo su enorme tamaño y la suave cresta que sobresalía altanera
por encima del nivel del mar, ambos oficiales comenzaron a tener serias
dudas. Apenas podían imaginar que el navío saliera indemne tras el paso de
semejante masa de agua, que se había formado con tanta celeridad y viajaba
a una velocidad enorme.
Cuando llegó a la proa del Unicorn, éste hizo un tremendo esfuerzo por
levantarse de la superficie del mar y alzó su cabeza noblemente, intentando
escalar la ladera acuosa; pero no pudo erguirse con la suficiente rapidez. A
medio camino, el bauprés y el tajamar ya estaban dentro del agua, y
enseguida la ola rompió sobre el barco, desplomándose sobre las cubiertas
con un terrible estrépito que pareció empujarle al interior del océano. Barrió
la parte superior del castillo de proa y se desplazó por la cubierta principal
como una avalancha, sumergiendo al patrón, al oficial y al hombre que
estaba a la rueda del timón. Se sujetaron como buenamente pudieron y, a los
pocos segundos, la ola había pasado.
El agua fue resbalando desde las cubiertas al mar ahora tranquilo, y
pronto todo volvió a la normalidad, excepto por el hecho de que el fuego en
el brasero de la cocina se había apagado, el café matinal se había
estropeado, y los cacharros y las sartenes estaban sumergidas en casi medio
metro de agua. El castillo de proa estaba inundado, pues los que estaban de
guardia en cubierta, que apenas habían tenido tiempo de cerrar las
escotillas, no pudieron atrancar todas las puertas, y los del turno de guardia
de descanso salieron del castillo indignados y maldiciendo a sus
compañeros por no haber tenido el suficiente sentido común como para
hacerlo sin esperar órdenes.
—¿Cómo podéis llamaros a vosotros mismos marineros? —exclamaron
con desdén—. No tenéis el juicio suficiente ni para abrocharos el cinto
cuando se os caen los pantalones. Una niñera. Eso es lo que necesitáis —y
siguieron criticándolos hasta que a alguien se le escapó un puñetazo y
entonces la cubierta de proa se transformó en un caos de marineros
peleándose, maldiciendo y vapuleándose los unos a los otros, aunque no
llegaron a hacerse demasiado daño. Como una barahúnda de diablos
juguetones bajo la luz de la luna, siguieron zarandeándose por la cubierta
hasta llegar a la escotilla principal, forcejeando y gritando con furia.
El capitán y su oficial permanecieron en la popa contemplando la
reyerta, pero al señor Mergam le brillaban los ojos. Cogió una pesada
cabilla de madera de teca del pasamanos y la sopesó cuidadosamente, casi
con amor, sujetándola fuertemente en su mano derecha.
—Será mejor que pare esto —sugirió al patrón.
—No —dijo el capitán Garton—. No van a hacerse demasiado daño, y
un poco de ejercicio no les vendrá mal. Pronto se cansarán.
Al señor Mergam no pareció gustarle mucho esta decisión, pero volvió a
dejar la cabilla sobre el pasamanos obedientemente y continuó observando
la menguante batalla que tenía lugar sobre cubierta.
No mucho después, la rabia de los hombres decreció y fueron
separándose de dos en dos. Al volver al castillo de proa, descubrieron que el
agua se había escurrido por los imbornales, así que los hombres de la
guardia de estribor encendieron sus pipas y se pusieron a fumar
tranquilamente mientras se dormían. Mientras tanto, en la cocina, el
cocinero maldecía a las olas de marejada y a todo lo demás, recogía sus
pucheros y cacerolas, y volvía a encender la lumbre después de limpiar el
revoltijo de brasas empapadas. Eran las cuatro y media, y el café matutino
—el evento mejor recibido del día para la gente de mar— se servía a las dos
campanadas[19], así que tenía que darse prisa. Con suerte podría preparar a
tiempo un bebedizo nuevo.

El capitán se sentía mejor después de presenciar la lucha entre los dos


turnos de guardia, y sonrió por primera vez en semanas al escuchar las
maldiciones y obscenidades que lanzaba el cocinero. Había algo insensato y
desafiante en aquellas blasfemias aceradas que complacía al capitán, el cual
sufría mucho del estómago. Pero pronto empezó a sentir frío debido a que
tenía las ropas empapadas y se dio la vuelta, dirigiéndose a la escalerilla del
camarote con un suspiro.
—Mantenga la guardia, señor Mergam —le dijo al oficial mientras
empezaba a bajar en dirección a la cabina—. No queremos más olas de
marejada.
—Muy bien, señor —contestó el señor Mergam, maldiciendo por lo
bajo. El comentario del capitán parecía dar a entender que le echaba la
culpa a él por las olas de marejada.
—Viejo estúpido —murmuró—. Ni tan siquiera sabe diferenciar entre el
choque con un derrelicto y la sacudida de un terremoto submarino.
En el portalón del castillo de proa los hombres de la guardia se estaban
cambiando las ropas mojadas y comentaban los sucesos que habían tenido
lugar aquella madrugada.
—Vaya una mar gruesa —dijo uno.
—Sí, lo era, pero las he visto peores en el Cabo de Hornos —manifestó
el viejo Charlie.
—No las has visto peores, Charlie. Deja de soñar.
—Este viejo cascarón está maldito.
—Sí. No hemos tenido ni un solo día de buena suerte desde que
zarpamos.
—¿Cuándo creéis que estará listo el café?
—Pregunta al cocinero. A lo mejor él lo sabe.
—Le puse los dos ojos morados a Snooky, el de la guardia de estribor.
—Pues échate una miradita a ti mismo.
—El patrón está loco.
—No, no está loco. Lo que está es enfermo. Debería quedarse en tierra.
—¡Chitón! ¿Habéis notado eso? ¿Qué diablos era?
El señor Mergam estaba con las piernas separadas en la soledad de la
popa, mirando fijamente la línea del horizonte de tanto en tanto, observando
con atención las olas emergentes, inspeccionando la cubierta y
contemplando el juego de sombras que dibujaba la luz de la luna. El color
del mar había cambiado, y ya no lucía con el azul púrpura de las aguas
profundas. Como no estaban a más de trescientos kilómetros del Gran
Banco, el señor Mergam supuso que la perturbación en el fondo oceánico
había removido toneladas de fango y por eso las aguas tenían ahora esa
tonalidad apagada. Mientras pensaba en todo esto y su interés iba
decayendo poco a poco, sintió que el barco volvía a estremecerse con una
nueva y súbita sacudida, aunque esta vez completamente distinta a la
primera. Ahora daba la sensación de que un cuerpo flotante, suave aunque
enormemente pesado, se había golpeado con la base del navío, y fue
rápidamente a la baranda para mirar con atención los costados del buque. Al
mismo tiempo observó que los hombres del turno de guardia corrían en
silencio hacia el pasamanos de la cubierta principal, desde donde se
pusieron a mirar al mar. Obviamente, también habían sentido la sacudida.
El oficial apenas acababa de reparar en ellos cuando el patrón apareció de
nuevo por la popa, bastante sorprendido.
—¿Qué ha sido eso, señor Mergam? —preguntó con su habitual y acre
tono de voz—. Desde luego no otro terremoto submarino. Esta vez algo ha
golpeado en el barco. No puede negarlo. Algo material y presente ha dado
contra la quilla.
—Sí, señor. No lo niego. En verdad que algo le ha sacudido, y estoy
intentando averiguar qué, pero no hay nada a la vista.
—Nada a la vista —repitió el capitán—. Nada a la vista. En el nombre
de todos los Cielos, ¿qué pasa con este barco? Le ocurren todo tipo de cosas
misteriosas, ¡y nadie sabe nada!
Se produjo otra sacudida, suave aunque poderosa, seguida por otras a
intervalos regulares.
—¡Por Dios! —musitó el patrón, mirando atemorizado la turbia
superficie del mar. Un montón de cosas, una verdadera multitud, monstruos
de una especie indeterminada, se apretaban contra la quilla del barco,
surgidos de las profundidades del océano por la perturbación que había
tenido lugar en el fondo—. ¿Qué son? ¿Mister Mergam, puede decírmelo?
—No, señor, no puedo —contestó el oficial con inquietud.
Se miraron entre ellos bajo la luz menguante de la luna, dos hombres
perplejos y asustados temerosos de un peligro venidero.
—¡La rueda, señor! —gritó Thompson—. ¡No puedo mover la rueda del
timón!
El patrón y su oficial se dieron la vuelta, y contemplaron al marinero
mientras hacía esfuerzos desesperados, aunque vanos, por mover la rueda.
—Ha dejado de avanzar, patrón —dijo el señor Mergam, mirando de
nuevo por el costado—. El barco está parado.
—Tiene razón —asintió el capitán en un tono de voz diferente, bajo y
preocupado—. Esas bestias enormes adheridas a los costados le han hecho
detenerse, y una de ellas debe haberse agarrado a la pala del timón. Pero no
puedo verlas bien, están ocultas. ¡Ah! Allí hay otra. Está trepando por la
proa. Debe haber montones y montones.
El timonel miró el reloj de la bitácora y vio que eran las cinco en punto.
En el castillo de proa, el vigía hizo sonar dos veces la campana del barco,
dos toques mesurados que restallaron y se quedaron flotando en el aire
sobre las sombrías cubiertas. Más relajado ahora, y fumando tranquilamente
en su pequeña pipa de arcilla renegrida, el cocinero, que tenía el cabello de
un rojo ardiente y era de Glasgow, asomó la cabeza por la puerta de la
cocina y preguntó que qué diablos estaba pasando. Los hombres que se
agrupaban al lado del pasamanos le contestaron que no tenían ni la más
maldita idea de lo que estaba sucediendo, pero que si se daba prisa con el
café se lo contarían en cuanto supieran algo.
—Si se acerca otra ola de marejada, dadme una voz para que pueda
cerrar las puertas y escotillas —pidió el cocinero.
—¿Y qué pasa con el café? —le preguntaron, dándose media vuelta
para mirarle con esa expresión burlona con la que todos los marinos
obsequian a sus cocineros.
—Estará listo en diez minutos —prometió.
Pero un poco antes ya estaba golpeando la sartén con un cucharón,
produciendo tal alboroto que con toda seguridad fue escuchado, o sentido,
por las bestias que se adherían a la quilla del barco, y los hombres
abandonaron el pasamanos para ir en busca de sus potes al castillo de proa.
Seguían bastante sorprendidos y un poco asustados, y no tenían mucho que
decirse los unos a los otros, pues ya habían charlado lo suficiente cuando
notaron aquellas misteriosas sacudidas. Algunos pensaban que una ballena
había restregado su espalda contra el casco, pero otros argumentaban que
eso no hubiera bastado para hacer detenerse al navío. Tenía que haber un
montón de bestias blanduzcas adheridas al barco, y que habrían ascendido
desde las profundidades a causa del terremoto submarino que provocó la ola
de marejada, para que el buque dejara de navegar siguiendo su curso.
Uno tras otro fueron en silencio hasta la puerta de la cocina e hicieron
una fila en espera de su correspondiente pote de café. Charlie era el
primero. Se detuvo delante de la puerta sujetando el pote por dentro de la
cocina, esperando que le echaran un cucharón de aquel mejunje que el
cocinero llamaba café, y que reposaba en un caldero sobre el brasero de la
cocina.

El capitán y su oficial aún seguían sobre la barandilla intentando ver a


las criaturas que habían surgido de las profundidades, y el largo periodo de
inactividad comenzó a afectar a sus nervios.
—Si pudiéramos verlas y descubrir qué son —musitó el capitán—,
sabríamos a qué atenernos y podríamos trazar algún tipo de plan. Pero,
¿cómo vamos a luchar contra unas criaturas invisibles de naturaleza
desconocida?
Paseaba de arriba abajo por una estrecha línea imaginaria que iba del
pasamanos a la bitácora, frunciendo el ceño con impaciencia, y abriendo y
cerrando las manos nerviosamente.
El señor Mergam había mirado hacia proa tras escuchar el alboroto que
el cocinero había provocado con la sartén, y contempló a los hombres
mientras salían del castillo de proa y se encaminaban a la puerta de la
cocina en busca de su pote de café. El primero de la fila consiguió su
mejunje y se dirigió hacia la escotilla de proa, donde pretendía sentarse para
bebérselo tranquilamente. No vio el largo y fino tentáculo que restallaba por
encima de la barandilla en dirección a su cabeza, tanteando de un lado a
otro para ver lo que encontraba.
Al final se topó con Charlie, que acababa de llegar a la escotilla de proa
y estaba tapado por la caseta de cubierta de la vista de sus compañeros, le
asió por el cuello, enroscándose a su alrededor con tanta fuerza que le
impidió lanzar ningún sonido, y tiró de él violentamente por encima de la
baranda.
El siguiente marino que le seguía con su café, vio a Charlie sobre la
barandilla golpeando el tentáculo enloquecidamente con su pote metálico, y
su grito atrajo la atención de los demás hombres. Se giraron sobre sus
talones y vieron al viejo Charlie que volaba sobre el costado y se zambullía
de cabeza en el mar con su pote aún en la mano, pero era demasiado tarde
para que detectaran el tentáculo mortal que se enroscaba alrededor de su
cuello. Se precipitaron sobre la barandilla y miraron hacia las turbias aguas,
pero el hombre que sí había podido ver el tentáculo retrocedió. Sabía a qué
clase de bestia se vinculaba.
Los hombres podrían navegar por los siete mares durante toda su vida y
toparse raras veces, o ninguna, con los monstruos de pesadilla que habitan
las cavernas y acantilados submarinos de las profundidades oceánicas.
Mirando aquellas aguas ponzoñosas y turbias, los hombres del Unicorn
vieron una masa retorcida de tentáculos entrelazados que parecían
serpientes gigantescas, extremadamente gruesas y largas, y que iban
reduciéndose en sus extremos hasta el tamaño del dedo gordo de un
hombre. Era una visión repugnante, unas criaturas obscenas surgidas de los
lugares más tenebrosos del mundo, en donde el hambre insaciable es la
fuerza conductora. En un sitio, cerca de la curvatura del casco, apareció una
espantosa cara de gorgona con enormes ojos sin párpados y un inmenso
pico de loro que se movía ligeramente, abriéndose y cerrándose como si
estuviera masticando un trozo de carne aún tibia. A su alrededor el agua
estaba tintada de un color rojizo, seguramente a causa de la sangre del viejo
Charlie. Había cientos de aquellos diablos de las profundidades debajo del
buque, desaforadamente hambrientos y conocedores ahora de que había
alimento sobre las cubiertas en la forma de aquellos cuerpos raquíticos tan
fácilmente asequibles.
De pronto, los hombres de la guardia vieron que el aire a su alrededor se
agitaba lleno de tentáculos. Oscilaron de un lado a otro durante unos
segundos para saber la posición exacta de sus presas, y luego se lanzaron
con terrible puntería sobre los aterrorizados marineros. Una vez sujeta la
víctima, apretaban su abrazo con una fuerza tremenda, de manera que
ningún ser humano podía escapar de él, aunque un cuchillo bien afilado
podría cortar el tentáculo es dos partes si era correctamente usado. Los
hombres estaban cegados por el pánico y golpeaban locamente a las
criaturas con las fundas de los cuchillos y los potes metálicos, pero, en su
nerviosismo, no acertaron a cortar los tentáculos para liberarse y volaron
sobre la barandilla aullando aterrorizados. El contramaestre, el carpintero y
el velero salieron de la escotilla principal y corrieron por la cubierta para
rescatar a los pocos supervivientes de la guardia, pero media docena de
tentáculos se enroscaron a su alrededor y tiraron de ellos por encima del
costado del buque.
Cuando el primer tentáculo restalló sobre la barandilla y atrapó a
Charlie, el sobrecargo iba tranquilamente hacia la cocina para recoger el
café del capitán. Al ver que el viejo era arrastrado violentamente por
encima de la barandilla, se paró y miró lleno de asombro, intentando
imaginar qué le había sucedido al marino y creyendo que quizás se había
vuelto loco de repente. El caminar renqueante del viejo Charlie, sin
embargo, sus forcejeos y la forma en la que desapareció por encima de la
barandilla, convencieron al sobrecargo de que algo le había cogido. Su
rostro suave y bien afeitado, redondo y plácido, se llenó de arrugas a causa
del nerviosismo, y contempló con creciente preocupación la batalla que se
desarrollaba entre los hombres de la guardia y los palpitantes tentáculos que
se agitaban sobre la barandilla a docenas. Mientras permanecía quieto,
observando aquella especie de escena primordial, un tentáculo se enroscó
alrededor de su cintura y se lo llevó consigo antes de que su naciente
gemido se convirtiera en un aullido de terror.
El cocinero pelirrojo salió de la cocina armado con un cuchillo e intentó
ir corriendo hacia la popa, pero le atraparon. Logró cortar el tentáculo pero
otros muchos se enroscaron a su alrededor y le arrastraron, aún con la
extremidad seccionada colgando de su cuerpo. Los hombres de la guardia
de estribor salieron precipitadamente con sus cuchillos listos. Se dividieron
en dos grupos para proteger ambos costados, ya que los tentáculos
sobresalían ahora por encima de las dos bandas, desde la proa a la popa.
Aunque lucharon con furia y cierta destreza, tenían pocas posibilidades de
victoria al enfrentarse con aquellas repugnantes criaturas. Algunos se
encaramaron a la arboladura, pensando que así escaparían de los monstruos,
pero los que lo hicieron quedaron expuestos a las bestias que merodeaban
debajo y fueron atrapados de inmediato. Había demasiados tentáculos que
cortar, e incluso, una vez seccionados, estos seguían enroscándose alrededor
del cuerpo de los hombres. Poseían unas ventosas succionadoras en la parte
inferior provistas de un anillo de afilados dientes.

—Ésa es la respuesta —dijo el oficial al patrón cuando empezó la


batalla tras la muerte de Charlie—. Las criaturas adheridas al casco son
pulpos gigantescos. Se trata de los organismos más grandes, si exceptuamos
las ballenas, que viven en el mar, y sólo el esperma de las ballenas puede
aplacarlos. Se alimentan de eso y, algunas veces, de la propia ballena, si
logran atraparla y arrastrarla a las profundidades hasta que perece. Voy a
buscar un cuchillo para ayudar a los hombres.
—Será mejor que haga eso y no se quede ahí de pie, contándome cosas
que ya conozco —cortó el capitán bruscamente—. Los hombres están
muriendo ahí delante.
El oficial echó a correr hacia la escalera de la escotilla. Iría a su
camarote y tomaría un cuchillo de caza que guardaba allí, una bonita pieza
que había sido de poca utilidad hasta entonces, con una hoja de veinte
centímetros afilada como una guadaña. Los pulpos que estaban adheridos a
la popa, y que habían ido enroscándose alrededor del timón, se percataron
de que sus compañeros estaban consiguiendo alimento en la parte superior
de aquel armazón con aspecto de roca al que estaban adheridos, y dos
tentáculos salieron disparados por encima del pasamanos, tanteando en
dirección al señor Mergam.
—¡Cuidado a su espalda, señor! —gritó el timonel.
El señor Mergam estaba a punto de descender por la escalera cuando
oyó el aviso. Lanzó una mirada por encima del hombro, vio la cosa que
aleteaba a su espalda e intentó saltar escaleras abajo. Demasiado tarde. Un
tentáculo se enroscó alrededor de su pecho y empezó a tensarse. El señor
Mergam se resistió, lanzando un débil gruñido, intentando asirse con manos
y pies a la escotilla.
—¡Traiga un cuchillo, señor, y corte el tentáculo! —imploró al capitán.
Éste le miró horrorizado y salió corriendo en busca del arma,
desapareciendo por la escalera de popa en dirección a la cabina de la
cubierta principal.
Otro tentáculo se topó con el hombre que estaba a la rueda del timón y
se enroscó alrededor de su cintura, pillando uno de sus brazos pero dejando
el otro libre. Las normas a bordo del Unicorn prohibían llevar cualquier tipo
de arma mientras se estaba de servicio en la rueda, así que Thompson no
disponía de ninguna. Sabía que la fuerza bruta no bastaba para liberarse de
aquel abrazo, aunque podría cortar el tentáculo con un cuchillo, así que se
quedó a la espera del capitán. Mientras tanto, haciendo un supremo
esfuerzo, consiguió tirar del tentáculo casi un metro y darle un par de
vueltas alrededor de uno de los radios de la rueda del timón. Ello requirió
una fuerza desesperada pues sólo disponía de un brazo, y pudo hacerlo
porque era un hombre excepcionalmente fuerte. De aquella manera, el
pulpo no podía arrastrarle al mar a no ser que rompiera el radio de la rueda,
que estaba hecho en recia madera de teca.
El oficial sólo disponía de sus manos, y éstas no eran suficientes para
liberarle. Un hacha afilada colgaba del mamparo a unos cuantos pasos
escaleras abajo, e hizo un esfuerzo supremo por alcanzarla. Pero no tuvo
éxito, ya que el pulpo se negaba a aflojar su abrazo y cada vez apretaba
más, haciendo que el oficial gimiera de dolor.
Aunque el capitán se había ido tan sólo unos minutos antes, el señor
Mergam pensó que no iba a volver, y se puso a gritar desesperado
pidiéndole que se diera prisa. El capitán Garton le contestó a voces que no
encontraba el cuchillo en el camarote del oficial y que iba a coger el hacha
que estaba en el mamparo. En esos momentos estaba llegando.
—¡De prisa, por Dios! —rogó el oficial—. La bestia me está
aplastando.
El capitán arrancó el hacha del mamparo y subió tambaleándose por la
escalera, pero en cuanto llegó a la altura del oficial para liberarle, éste fue
arrastrado violentamente de la escotilla. El capitán Garton fue detrás de él
aterrorizado. Con un esfuerzo logró adelantarse al desafortunado oficial y
levantó el hacha dispuesto a dar el tajo, pero antes de que la hoja cayera el
cuerpo del señor Mergam salió volando, se golpeó contra el pretil y
desapareció por el costado del buque.
El timonel tenía serias dificultades para resistir el forcejeo del pulpo, a
pesar de que el tentáculo seguía sujeto alrededor al radio de la rueda. Tosía
y su rostro estaba violáceo, y cuanto más tiraba del tentáculo más le
apretaba éste. Estaba fatigándose con enorme rapidez.
Tras inclinarse sobre la barandilla durante unos preciosos segundos para
ver qué le había ocurrido a su oficial, el capitán retrocedió tembloroso y
aterrorizado. No era un hombre fuerte. Se volvió hacia la rueda del timón y
vio la delicada situación en la que se encontraba Thompson, así que fue a
trompicones hasta la rueda para intentar cortar el tentáculo que estaba
enroscado alrededor del radio. Pero apenas era capaz de sostener el hacha
ya que se estremecía de la cabeza a los pies, y durante varios segundos
intentó levantar el arma sin conseguirlo.
El pulpo que estaba adherido al timón aflojó su abrazo, permitiendo que
éste girara libremente, y la rueda comenzó a moverse, consiguiendo que el
tentáculo se despegara del radio. Thompson salió volando por la cubierta de
popa y golpeó al capitán Garton, haciéndole caer al suelo antes de
desaparecer por el costado del barco. El hacha resbaló de sus manos,
aunque se incorporó tambaleante para recogerla de nuevo. Mientras la
levantaba vio otro tentáculo que restallaba por encima del pretil en su busca
y, en un ataque de furia ciega, le lanzó varios tajos con el hacha, pero ésta
se escurrió de sus manos y fue a parar al mar. Perdió el conocimiento
cuando el tentáculo se enroscó a su alrededor y tiró de él hacia el agua.
Oculto en el puente del castillo de proa, el vigía vio cómo el último de
los hombres de la tripulación servía de alimento a los pulpos, y empezó a
buscar desesperadamente la manera de salvar su vida. De momento, ningún
tentáculo había reparado en el puente de proa, así que permaneció
completamente quieto, con la esperanza de que no se dieran cuenta de su
presencia.
Pero no tuvo éxito. De pronto apareció uno, tanteando a su alrededor,
cada vez más cerca. Enloquecido por el terror, el vigía se asomó por encima
de la barandilla y divisó entre las aguas el rostro atroz de uno de los pulpos.
Cogió su cuchillo por el filo y se lo lanzó con milagrosa puntería, pues vio
cómo éste se hundía en uno de los ojos de la bestia, la cual empezó a
retorcerse de manera espantosa. Luego se volvió hacia la popa y descubrió
que había muy pocos tentáculos sobre la cubierta principal, así que bajó
cautelosamente por la escalera en busca de otro cuchillo. Deslizándose por
el costado de babor, buscó desesperadamente un arma, pero no halló
ninguna, así que regresó por el costado opuesto, el de estribor, mas con el
mismo resultado. Todos los hombres habían perecido luchando con sus
cuchillos y sus potes de café en las manos. Al llegar a la escotilla de proa
decidió entrar en el castillo y encerrarse. Las puertas estaban cerradas. Fue
demasiado tarde. Las criaturas le atraparon.
Poco después, un banco de ballenas de esperma pasó muy cerca del
Unicorn; y los pulpos, sintiendo la presencia de sus mortales enemigos,
abandonaron el cascarón y volvieron a las profundidades.

El buque Merivale, que había salido de Nueva York con rumbo este
unos días antes, divisó un navío con todas las velas desplegadas. Navegaba
de una manera errática y parecía estar abandonado, ya que no se distinguía
a nadie en las cubiertas ni a la rueda del timón. La extraña nave giró hacia
poniente empujada por una suave brisa que había comenzado a soplar un
poco después de la puesta de sol, y sus velas se hincharon ondulando al
viento para volverse a detener lentamente y, acto seguido, girar de nuevo,
repitiendo sin cesar esta maniobra, una y otra vez. El patrón y el segundo
oficial del Merivale contemplaban desde la popa aquel extraño
comportamiento, y, al no obtener respuesta alguna a las señales que se le
habían hecho al barco, decidieron enviar un bote con su tripulación para que
investigaran.
La falúa se puso al costado del Unicorn, y el segundo oficial fue aupado
por encina de la barandilla. Le lanzaron la amarra del bote, que él ató con
prontitud, y todos treparon al interior del barco. Las cubiertas estaban
limpias y ordenadas, excepto por unas manchas de café que habían quedado
en la cubierta de proa y aún estaban húmedas. El segundo oficial comprobó
que todo estaba listo para tomar el desayuno en el camarote del capitán,
aunque no se habían utilizado los platos. Se rascó la cabeza, totalmente
desconcertado. Los botes se encontraban bien colocados en sus respectivos
calzos y no había ningún signo de que se hubiera producido una epidemia o
algún motín. Mientras permanecía en silencio, meditando sobre aquella
misteriosa situación, uno de sus hombres se acercó desde la proa y se
detuvo frente a él.
—No se han ido hace mucho, señor —le informó—. El fuego aún arde
en el brasero de la cocina.
Frank Norris
(1870-1902)

Novelista norteamericano nacido en Chicago. Estudió en París y en la


Universidad de Harvard, y pronto inició una corta, aunque prolífica carrera
literaria. Entre sus principales obras cabe destacar Mc Teague (1899) y,
sobre todo, la trilogía «The Epic of Wheat», de la que sólo pudo escribir los
dos primeros libros: The Octopus (1901) y The Pit (1903). Entre su
producción sobrenatural destaca la recopilación de cuentos A Deal in Wheat
(1903), de la que se ha tomado este curioso y muy digno relato cuyo
principal protagonista no es el héroe de turno que gobierna su nave en
medio de un océano oleoso y calmo, sino el barco en sí mismo.
EL BARCO QUE VIO UN FANTASMA
Frank Norris

Una parte muy importante de esta historia permanecerá


inédita, ya que si se supieran definitivamente los negocios
que he llevado a cabo con el vapor mercante Glarus, a más
de cuatrocientos cincuenta kilómetros de las costas de
Sudamérica cierto día del verano de hace unos cuantos
años, me vería obligado a responder un montón de
preguntas demasiado directas y personales, sacadas a relucir por los
quisquillosos e impertinentes expertos en el derecho marítimo, a los que se
les paga para ponerlo todo en duda. Además, también habría puesto en
peligro a Ally Bazan, Strokher y Hardenberg.
Suponga que cierto día de verano, usted pregunta a la agencia marítima
Lloyd por el lugar en el que debería encontrarse el Glarus y cuál era su
destino y su carga. Se le habría informado que el buque se encontraba a
veinte días de El Callao, habiendo sido estibado y lastrado en San
Francisco; que había establecido contacto con el velero Medea y con el
vapor Benevento; que había comunicado la pérdida de uno de los cilindros
del motor, y que ahora navegaba impulsado por sus velas.
Si usted sabe algo acerca de las rutas marítimas y de lo que se espera de
las embarcaciones que las surcan, sospechará que el Glarus, que en realidad
se encontraba varias docenas de kilómetros más al sur de lo que la Lloyd
estimaba y navegaba a toda máquina, era tan escandalosamente visible que
sus hermanos y hermanas le hubieran condenado al ostracismo por siempre
jamás.
Y, a su vez, esto resulta bastante curioso. Los humanos pueden pasar
desapercibidos de muchas maneras, y también pueden ir a los lugares más
lejanos con la mentira; pero un barco enseguida es motivo de sospecha. La
más mínima falta de «regularidad», la más mínima dificultad en superar los
problemas por medio de la intuición, y he aquí que se le pone en la lista
negra, y su capitán, sus propietarios, oficiales, agentes y consignatarios,
incluso los sobrecargos, son requeridos para rendir cuentas.
Y el Glarus ya estaba en la lista negra. Desde el principio, sus inicios
habían sido malignos. Con el nombre de Breda, perdió la reputación nada
más comenzar su derrota, seducido por la piratería en las costas de
Sudamérica, donde finalmente un policía de los Estados Unidos vestido de
civil —es decir, un guardacostas camuflado— lo arrestó en Buenos Aires y
lo trajo de regreso a casa, como un hijo pródigo, mancillado y sin honor.
Después de aquello estuvo envuelto en unos espantosos negocios sucios
en el lejano Pacífico Sur; y aún después —ya con el nombre definitivo de
Glarus— se dedicó a la caza de focas a cargo de un sindicato de holandeses
que vivían en Tacoma, y que más tarde levantaron una casa de alterne a
costa de lo que habían ganado gracias al barco.
Y después pasó a ser de nuestra propiedad.
Nos hicimos con él a través de la Ryder’s South Pacific Exploitation
Company[20]. El «presidente» les había recomendado el trato a Hardenberg,
Strokher y Ally Bazan (los Tres Cuervos Negros), jurándoles que aquella
embarcación les haría ricos para el resto de sus vidas. Fue una promesa y un
trato (en el mapa de Ryder se hallaba escrito B. 300), y si usted quiere saber
algo más acerca de lo que significa B. 300 siempre puede escribir a Ryder y
preguntárselo. Si accede a contárselo, allá él.
Pues B. 300 —confesémoslo— es, como el mismo Hardenburg hizo
notar, algo tan retorcido como las patas traseras de un perro. Tan arriesgado
como el azar. Si decide correr el riesgo y logra tener éxito —y tras pagar su
parte a Ryder— tendrá que repartir sesenta y cinco mil, con suerte sesenta y
siete mil dólares, entre todos los asociados a la empresa. Si no lo consigue y
falla, y es ridícula y peligrosamente fácil que así sea, no le quepa la menor
duda de que uno o dos de sus compañeros habrán sido víctimas de algún
tiroteo, y que seguramente usted mismo se habrá visto obligado a disparar
contra alguien, y que al final irá a parar a Tahití, preso de alguna patrullera
francesa.
Observe que hablo de B. 300 como si aún fuera un asunto sin cerrar. Y
así es, ya que los Tres Cuervos Negros no consiguieron llevar a buen fin la
empresa. Aún sigue marcado con tinta roja sobre el mapa que cuelga
encima de la mesa de Ryder en su oficina de San Francisco; y cualquiera
puede echarle un vistazo mientras habla con Cyrus Ryder acerca de sus
condiciones empresariales. Aunque ya no podrá contar con el Glarus para
semejante hazaña.
La singladura hacia la isla en busca de B. 300 fue la última ocasión en
la que el Glarus olió el agua salitrosa y sintió las marejadas. Jamás volverá
a navegar. Ahora es un simple montón de madera vieja.
Y sin embargo el Glarus, en este bendito día de 1902, sigue amarrado a
las boyas de Sausalito, en la bahía de San Francisco, con todos los aparejos
en perfecto estado (excepto un árbol de transmisión roto), con todos los
cabos y cuerdas, con todos los tornillos y tablazones… un buque a vapor
perfectamente equipado.
Si usted va paseando por el malecón de San Francisco, desde el
Embarcadero del Pescador hasta los muelles de los vapores de China, y
agita un montón de dólares delante de las narices de los hombres de mar, y
si lo hace y se atreve a susurrar el nombre del Glarus, todo el mundo se
alejará de usted repentinamente y le mirará con recelo, y, sin mediar más
palabras, desaparecerá de su vista. Ningún piloto se aventurará a guiar al
Glarus a mar abierto; ningún capitán querrá gobernarlo; ningún fogonero
atizará sus calderas; ningún marinero caminará por sus cubiertas. El Glarus
está maldito. El Glarus ha visto un fantasma.

***

Todo ocurrió durante nuestra singladura a la isla en busca del mentado


B. 300. Nos habíamos mantenido bien alejados de la costa durante todo el
tiempo, y Hardenberg había trazado nuestro rumbo de manera que éste se
encontrara fuera de las rutas habituales de navegación, y, desde que vimos
desaparecer la silueta del Benevento en el horizonte, no habíamos vuelto a
tener la más mínima señal de velas, manchas ni humos. Habíamos dejado
atrás el ecuador hacía bastante tiempo y navegábamos en dirección a la isla
trazando una amplia curva, siempre rumbo al sur. Lo hacíamos así para
evitar las sospechas. Era totalmente esencial que el Glarus no despertara la
curiosidad.
Supongo —no tengo dudas— que fue la certeza de nuestra tremenda
soledad la que me impresionó y me hizo darme cuenta de la espantosa
lejanía de nuestra posición. Cierto es que el mar tenía la misma apariencia,
ya fuera a cien kilómetros de la costa como a unos cuantos miles. Pero
según iban pasando los días y subía al puente al atardecer, tras calcular
nuestra posición en el mapa (un simple y diminuto punto en medio de la
nada), la contemplación del océano pesaba más y más en mi alma, y cada
vez me sentía más abrumado por su enorme vastedad… y quiero hacer
notar que no era un novato en lo de navegar por mares profundos.
Pero en aquellas ocasiones el Glarus parecía estar abriéndose paso en
medio de una desolación que no era posible explicar con palabras y que
estaba más allá de todo lo que entendemos sobre la soledad. Incluso
navegando en aguas más transitadas, aun cuando ninguna vela rompa la
línea del horizonte, la sensación de proximidad es algo que siempre se tiene
en cuenta y que nos reconforta en gran medida. Allí, sin embargo, sabía que
estábamos lejos de todo, en medio de un desierto inmenso. Durante años y
más años ningún barco ha surcado aquellas aguas, ninguna vela ha
aprovechado sus vientos. Día tras día, mecánicamente, dirigíamos nuestras
miradas hacia el horizonte. Pero sabíamos, aún antes de mirar, que la
búsqueda resultaría infructuosa. El índigo de la superficie del mar brillaba
bajo un frío cielo azul en el que ardía un sol inmisericorde siempre, siempre
y siempre. El mismo éter que flotaba entre ambos planetas no podría ser
algo más hueco y vacío.
Nunca antes había sentido, ni concebido mi imaginación, una soledad
semejante, una desolación tan abominable y absolutamente paralizante. Si
me hubiera encontrado en un simple bote salvavidas, sin ninguna otra
compañía, seguramente me habría vuelto loco en menos de treinta minutos.
Sólo recuerdo haberme aproximado medianamente a ese sentimiento de
tremenda soledad en una ocasión cuando era joven y estuve tumbado de
espaldas en la ladera de una montaña sin vegetación, contemplando el cielo
durante horas y horas.
Seguramente conoce el truco. Si no es así, debe saber que, si se queda
mirando el cielo fijamente durante un buen rato, entonces todas las cosas
parecen expandirse, estirarse, y la mirada va de arriba abajo, hasta que todo
lo que puede ver (bien es cierto que, gracias a Dios, este efecto sólo dura
una fracción de segundo) es un gran espacio vacío. Por lo general, se
detendrá en esos momentos, lanzará un grito y —tras taparse los ojos con
sus manos— se sentirá feliz de que todas las cosas vuelvan a parecer tan
sólidas como siempre. De la misma manera que yo, durante una breve
singladura, me siento feliz al apartar los ojos de aquella terrible desolación
marina y levantarlos hacia las velas, los mástiles o las chimeneas, o de
sentir en mi mano en la barandilla cubierta de hollín que es, en realidad, la
única cosa que se interpone entre mí y la Oscuridad Exterior.
Pues al fin habíamos llegado a esa región de los Grandes Mares por la
que no circula ningún barco, el mar silencioso de Coleridge y del Viejo
Marinero, la insondable, inexplorada Desolación primordial y silenciosa;
estábamos tan solitarios como una mota de polvo estelar girando en el
espacio desierto más allá de Urano y del alcance de los grandes telescopios.
De esa manera el Glarus cabeceaba en medio de la nada, avanzando
inexorablemente hacia delante. Día tras día, y durante toda la jornada,
flotábamos bajo los mismos cielos de un azul pálido y bajo el mismo sol
abrasador. Día tras día contemplábamos el mismo mundo acuático de un
azul profundo y oscuro, sin vientos conocidos que lo agitasen, tan liso como
una baldosa de mármol, tan brillante como un ópalo, extendiéndose delante
y atrás, alrededor y más allá de nosotros, por siempre, ilimitado, vacío,
desierto. Día tras día el humo de las máquinas velaba la blanca estela de
nuestra nave. Día tras día Hardenberg (el patrón) clavaba una chincheta en
la carta de navegación que colgaba en la cabina de mando, y que nos
mostraba lo lejos que nos habíamos infiltrado en el interior de aquella
región desolada. Día tras día el mundo de los hombres, de la civilización, de
los periódicos, los policías y los transportes urbanos quedaba más lejos; y
mientras, nosotros seguíamos navegando completamente solos, perdidos y
olvidados en aquel mar silencioso.
—No está nada mal ir de un lado a otro —decía Ally Bazan, el nativo—
sin tener que tropezarte con el vecino.
—Estamos bien alejados de las rutas habituales de navegación —le
contestaba Hardenberg—. Y eso es una buena cosa para nuestros planes.
Nadie circula jamás por estas aguas. Aquí no hay itinerarios. Los caminos
no van a ninguna parte.
—Es como si estuviéramos en las chimbambas —solía decir Strokher.
No delataré la naturaleza de los negocios en los que estaba envuelto el
Glarus, aunque sí puedo decir que no eran del todo lícitos. Tenían que ver
con un mal asunto que había acontecido más de dos siglos atrás. Había
dinero de por medio, pero no se trataba de conseguirlo a golpe de pistola,
por lo cual es mejor dejar las cosas tal y como están.
La isla a la que nos dirigíamos siempre ha aterrorizado la mente de los
hombres. Un barco había recalado en ella doscientos años antes de que lo
hiciera el Glarus, un barco no demasiado diferente de las viejas carabelas
de proas pronunciadas, y su tripulación había desembarcado y extendido
toda su maldad por la tierra antes de largar velas y hacerse de nuevo a la
mar. Y entonces, justo cuando las palmeras de la isla se hundieron en el
horizonte, tuvo lugar lo más atroz e incalificable. La Muerte que no era
Muerte surgió de las aguas, y se puso delante del navío y todo alrededor, y
la plaga se hizo dueña de las cubiertas y se asentó sobre ellas como una
capa de moho, y el barco se estremeció de espanto ante un terror que aún no
tiene nombre.
La primera semana murieron veinte hombres; el resto, excepto seis, lo
hicieron la siguiente. Estos seis supervivientes, con la sombra de la locura
pendiendo sobre ellos, se las arreglaron para lanzar un bote al agua y
regresar a la isla, donde también sucumbieron, no sin antes dejar un registro
de lo que había sucedido.
Los seis supervivientes dejaron el navío tal y como estaba, con todas las
velas desplegadas y los faroles encendidos, abandonándolo bajo las
sombras de la Muerte que no era Muerte.
El barco se quedó quieto bajo una calma chicha, observando cómo lo
abandonaban. Jamás se volvió a oír hablar de él.
O tal vez sí… Bueno, dejémoslo en un simple tal vez.
Lo más importante de toda aquella aventura, al menos desde mi punto
de vista, ha sido siempre esto. El barco fue el último amigo de aquellos seis
pobres desgraciados que regresaron a la isla llevando consigo los cofres
cargados con los frutos de sus saqueos. El barco era su guardián y los habría
vigilado y defendido hasta el final; y nosotros, los Tres Cuervos Negros y
yo mismo, no teníamos ningún derecho, ni arriba en los cielos ni bajo las
leyes de los hombres, para inmiscuirnos en este negocio, en este asunto de
un pasado muerto y enterrado. Resultaba una especie de sacrilegio. No
éramos mejores que cualquier ladrón de tumbas.

***

Cuando oía a los otros quejarse de la soledad que nos rodeaba, no solía
decir nada al principio. En realidad yo no era ningún marino y tan sólo se
me había permitido embarcar por amistad. Pero no podía dejar de mirar la
enloquecedora vastedad del horizonte, la misma desolación y vacuidad que
habíamos contemplado desde hacía ya dieciséis días, y sentía en mi cerebro
y en mis nervios la misma repulsa y protesta que nos domina cuando
escuchamos una y otra vez las mismas notas musicales.
Resultaba extraño que el simple hecho de no habernos topado desde
hacía tanto tiempo con algún otro barco pudiera llegar a consternar de
aquella manera el espíritu de un hombre. Pero recomiendo a los incrédulos
que se embarquen en una travesía de dieciséis días hacia la nada, sin ver
otra cosa que el sol, sin oír más que el zumbido de la hélice de su propio
barco, y que entonces nos den a todos su opinión al respecto.
Y sin embargo, lo que menos deseábamos entonces era cualquier clase
de compañía. El sigilo era nuestra gran arma. Pero creo que hubo momentos
—ya cerca del final de la aventura— en los que los Tres Cuervos Negros
habrían recibido con alegría la proximidad de cualquier otro barco.
Además, no sólo nos deprimía la soledad; también había otras cosas.
En el séptimo día de navegación, Hardenberg y yo nos encontrábamos
en la serviola con la intención de pescar alguna de las marsopas que
últimamente jugueteaban bajo la proa del barco, y Hardenberg había
aprovechado para hacer cuentas de los días que aún nos quedaban para
llegar a nuestro destino.
—Debemos encontrarnos a unos ochocientos aburridos kilómetros de la
isla —dijo—, y el barco hace una media de trece nudos al día. Todo va de
maravilla… pero… verá usted…, no me gustaría llegar a ese lugar antes de
lo necesario.
—¿Cómo es eso? —le pregunté mientras agitaba la caña de pescar—.
¿Espera mal tiempo?
—Señor Dixon —me dijo, lanzándome una extraña mirada—, el mar es
un compañero de lo más raro, y eso no hay quien me lo discuta. He estado
en el mar desde que no levantaba más de un palmo del suelo; lo conozco
bien, siento el mar. Mire allá a lo lejos. No hay nada, ¿verdad? Nada
excepto la misma y vieja línea del horizonte que contemplamos todos los
días. El barómetro permanece tan estable como un viejo campanario y este
viejo cascarón, lo reconozco, está tan sano como el día en el que lo botaron.
Es como si ahora mismo me dirigiera a mi hogar, allá en Gloucester. ¿Y
sabe una cosa? Lo haré llegar a puerto. Seguro que sí. ¿Y sabe por qué?
Porque siento el mar, señor Dixon, porque lo siento.
Ya había oído antes esas mismas palabras en boca de viejos lobos de
mar, y le conté a Hardenberg la experiencia de un viejo capitán que había
conocido y que zozobró en mitad de un mar tranquilo en las costas de
Trincomalee. Le pregunté qué amenazas le auguraban en aquellos mismos
momentos ese Sentir del Mar (pues en alta mar cualquier presentimiento es
un mal presentimiento, jamás es algo bueno). Pero él no fue demasiado
explícito.
—No lo sé —respondió malhumorado, como si estuviera bastante
confundido, mientras enrollaba el sedal—. No lo sé. Hay algo maldito a
nuestro alrededor, me apostaría la gorra. No puedo describirlo, pero es
como un enorme pájaro que revolotea en el aire y que está fuera del alcance
de nuestras miradas —de repente se incorporó, dándose una palmada en la
rodilla, y exclamó—: No me gusta ni un maldito pelo.
Aquella noche en el comedor, después de tomar la cena y cuando nos
disponíamos a fumar un poco, volvimos a hablar de lo mismo. Aunque esta
vez Hardenberg se hallaba de guardia en el puente. Ally Bazan habló en su
lugar.
—Me da la sensación —se aventuró a decir— de que algo va a estallar
en cualquier momento. No me extrañaría nada que una noche de éstas
encalláramos en alguno de esos arrecifes que aún no figuran en ninguna
carta marina, y que nos fuéramos todos a pique sin tener tiempo ni de decir
«Hasta la vista compañero».
Se reía mientras hablaba, pero justo en ese momento una cacerola se
cayó en la cocina con gran estruendo, y pegó un buen salto mientras
lanzaba un juramento y examinaba nerviosamente el camarote.
Entonces Strokher también confesó sentirse bastante nervioso. Había
empezado a sentirse así desde anteayer.
—Y eso que el barómetro no fluctúa ni un ápice —dijo— y que el
viento está en calma. Supongo —prosiguió— que estamos un poco
inquietos y hartos de una travesía tan larga y solitaria.
Posiblemente fuera porque aquella conversación había hecho mella en
mis nervios, o porque, finalmente, ese Sentir del Mar se había adueñado
también de mí, pero lo cierto es que, después de la cena y justo antes de
acostarme, me invadió una extraña sensación de inquietud, y que, tras llegar
al camarote, una vez finalizado mi turno de guardia en el puente, me sentí
tremendamente enojado con nadie en particular por el simple hecho de no
poder encontrar las cerillas. Pero existía una diferencia. El resto de mis
compañeros tan sólo estaban vagamente inquietos.
Podía darle nombre a mi desazón. Sentía que estábamos siendo
espiados.

***

Después de aquello todo fue bastante extraño entre nosotros. Me refiero


a los Cuervos y a mí mismo. También estábamos acompañados por unos
cuantos fogoneros y el jefe de máquinas. Pero les veíamos tan poco que no
contaban. Los Cuervos y yo haraganeábamos tristemente en la toldilla
desde el amanecer hasta el ocaso, silenciosos, irritables, comunicándonos
entre nosotros un nerviosismo tal que, el más leve crujido de alguna tabla,
nos hacía saltar como si alguien nos hubiera puesto encima de la piel un
pedazo de hierro helado. Reñíamos por cosas sin trascendencia, nos
enfadábamos por la más mínima tontería y, al final, cualquiera de los cuatro
terminaba por afirmar que jamás había tenido la desgracia de caer asociado
a un trío de bestias tan insufrible. Y sin embargo, siempre estábamos juntos
y buscábamos la compañía de los demás con una insistencia dolorosa.
Sólo nos pusimos de acuerdo una vez cuando el cocinero, un chino,
acabó de hornear una tanda de galletas. Todos a una le vociferamos nuestro
descontento con gritos de verdulera hasta que huyó del comedor temeroso
de su propia integridad, dejándonos en un repentino estado de ruidosa
hilaridad… la primera vez que esto sucedía desde hacía un montón de
tiempo. Hardenberg propuso que tomáramos una ronda de cervezas de la
única caja que nos quedaba. Nos levantamos con nuestros vasos, formamos
un círculo y brindamos por la salud de todos con grave seriedad.
Recuerdo que aquella misma noche nos demoramos hasta muy tarde en
la toldilla y que, de una manera realmente curiosa, todos terminamos por
contar los acontecimientos de nuestras vidas hasta la fecha, y que luego
bajamos al comedor para echar una partida de cartas antes de acostarnos.
Strokher se había quedado en el puente, pues era su turno de guardia, y
nos habíamos olvidado completamente de él mientras jugábamos; y
entonces —supongo que serían sobre la una de la madrugada—, le oí silbar
con fuerza. Puse las cartas bocabajo sobre la mesa y dije:
—¡Escuchad!
En el silencio que siguió tan sólo pudimos oír el runruneo de los
motores del barco, los ronquidos monótonos de los que dormían y el
tintineo del enorme reloj de Hardenberg que estaba dentro del bolsillo de su
chaqueta, colgada en el respaldo de la silla. Y entonces, desde la cubierta
superior, nos llegó una especie de grito o gemido, largo y átono, que
provenía de la boca de Strokher:
—¡Baaarco a la viiista!
Las cartas cayeron de nuestras manos y, como si de repente nos
hubiéramos convertido en piedra, permanecimos en silencio mirándonos los
unos a los otros sobre el tapete rojo durante lo que pareció un interminable
minuto.
Acto seguido, tropezando y lanzando maldiciones, en un paroxismo de
histeria, alcanzamos la cubierta.
Una luna rojiza casi se hundía por el horizonte, pero no soplaba ni una
brizna de viento. El mar al otro lado del pasamanos estaba tan liso como si
fuera de lava, de manera que la proa del Glarus apenas levantaba espuma al
hendir la superficie del agua.
Recuerdo que me quedé contemplando el desolado océano y
parpadeando mientras la luz de la luna se reflejaba sobre las aguas, y que
seguí así, con los ojos entrecerrados como un estúpido, hasta que
Hardenberg, que había seguido hacia delante, gritó:
—¡Aquí no, en el puente!
Nos acercamos a Strokher, y antes de que yo llegase al lugar en el que
se encontraba, los otros ya le estaban preguntando:
—¿Dónde? ¿Dónde?
Pero incluso antes de señalárnoslo le vi, todos le vimos… Y pude oír
cómo los dientes de Hardenberg entrechocaban entre sí como una trampa de
cepo, y a Ally Bazan que se agachaba como protegiéndose de algo mientras
musitaba:
—¡Por todos los santos! ¿Qué nombre le daríais a un barco así?
Y luego nadie se atrevió a decir nada durante un largo minuto, y nos
quedamos allí apiñados, unas sombras negras e inmóviles que ansiaban la
compañía, el roce con el hombro del compañero que había al lado —cosa
que resultaba de un valor incalculable en aquellos momentos—, mientras
mirábamos por nuestro costado de babor.
Pues el barco que veíamos —apenas se encontraba a un kilómetro de
distancia— no se parecía a ninguna embarcación de nuestros días.
Su eslora era corta y tenía una popa alta que, al girarse un poco hacia
nosotros, descubrió varias hileras de ventanas muy distintas de las que
tienen los edificios de hoy en día. A cada lado de la popa había una especie
de recipientes como los que se utilizaban antaño para hacer señales
luminosas una vez prendidos. Tenía tres mástiles de los que pendían unas
gruesas vergas, aunque apenas sí quedaban unos jirones desgarrados de su
velamen. Las jarcias y cabos colgaban por todas partes enredándose entre
sí.
Y allí estaba, recortándose contra una luna rojiza que declinaba, en
medio de aquel océano solitario, tenebroso, antiguo, abandonado; un navío
que rebosaba tristeza y desamparo, la cosa más siniestra que había visto en
mi vida.
Entonces Strokher empezó a darnos todo tipo de explicaciones,
hablando con locuacidad y repitiéndose una y otra vez.
—Se trata de un derrelicto, claro. Estaba dormido; sí, estaba dormido.
Vaya negligencia. Digo que estaba dormido… y eso que era mi turno de
guardia. Y nos acercamos a eso. Cuando me desperté, pues… ya lo veis,
estoy despierto, nos encontrábamos muy cerca de eso —soltó una carcajada
sin demasiadas ganas—. Y… y ahora está ahí, como bien podéis ver. Me di
la vuelta y lo vi de repente… cuando me desperté. Y eso es todo.
Se volvió a reír y, mientras lo hacía, los motores de nuestro barco a unos
cuantos metros por debajo de la cubierta comenzaron a resoplar
repentinamente. Se produjo un estrépito de algo que golpeaba los costados
del barco, haciendo que nos estremeciésemos por las sacudidas. Hubo un
siseo de vapores, un grito y, acto seguido, silencio.
El runruneo de las máquinas cesó; el Glarus se deslizó suavemente
sobre las aguas, simplemente avanzando gracias al impulso que llevaba.
—¡Atención! —gritó Hardenberg mientras pegaba los labios al tubo que
comunicaba con la sala de máquinas—. ¿Qué sucede?
Yo me encontraba lo suficientemente cerca de él como para poder
escuchar la débil voz que le respondió.
—El eje se ha roto, señor.
—¿Roto?
—Sí, señor.
Hardenberg miró en torno a él.
—Vamos abajo. Tenemos que hablar.
Creo que ninguno de nosotros se volvió a mirar al otro barco. Desde
luego yo mantuve mi mirada bien lejos de él. Pero mientras bajábamos a la
cabina puse la mano encima del hombro de Strokher. Los otros iban
delante. Le miré directamente a los ojos mientras le preguntaba:
—¿De verdad estabas dormido? ¿Por eso le viste tan de repente?
Han transcurrido ya cinco años desde que le lancé aquella pregunta.
Aún estoy esperando la respuesta de Strokher.
Bien, el eje estaba realmente roto. Eso sí que estaba claro. Bajamos
hasta la sala de máquinas y contemplamos la rajadura irregular que
significaba el fin de todas nuestras esperanzas. Durante los siguientes cinco
minutos que hablamos con el jefe de máquinas, quedó perfectamente
demostrado que no estábamos preparados para semejante contingencia. No
hicimos ningún comentario sobre la curiosa coincidencia con la aparición
del otro navío. Pero también sé que ninguno se sorprendió demasiado por la
rotura del eje.
Abandonamos la sala de máquinas y nos reunimos alrededor de la mesa
de la cabina de mando.
—¿Y ahora qué? —dijo Hardenberg, rompiendo el hielo.
Nadie le respondió en un principio.
Ya eran las tres de la madrugada. Lo recuerdo perfectamente. Las
portillas que tenía enfrente estaban abiertas y podía ver el exterior. La luna
estaba a punto de ponerse. El amanecer comenzaba a inundar el mundo de
una luz cobriza y triste. Aún se podían ver todas las estrellas. El mar, a
pesar de la luz rojiza de la luna y de la cobriza aurora, permanecía gris, y
allí, a menos de un kilómetro de distancia, seguía nuestro consorte. Podía
verlo a través de las portillas a cada vaivén del Glarus.
—Yo voto por la isla —gritó Ally Bazan—, con o sin eje. Podemos
improvisar algo, ¿no es así?
Y la discusión empezó.
Hablamos sin cesar durante más de dos horas, hablamos en voz alta,
agitando las manos y pegando puñetazos en la mesa, y no sé cómo habría
acabado aquello, pero, al fin —creo que eran más de las cinco de la
madrugada—, el vigía se acercó a la cabina de mando y dijo:
—¿Pueden salir al puente, caballeros? —se trataba del patrón, y pude
ver que el hombre se encontraba muy nervioso.
Nos levantamos, mirándonos los unos a los otros; dirigí mis ojos a Ally
Bazan y descubrí que empalidecía lentamente, desde la punta de la nariz
hasta la comisura de los labios. Y sin embargo, nadie dijo ni una sola
palabra acerca del extraño barco, excepto el siguiente comentario de
Hardenberg:
—¿Qué pasa ahora? Por Dios Todopoderoso, no soy un cobarde, pero
esto está empezando a resultar demasiado para mí.
Acto seguido, sin añadir nada más, subió hacia el puente.
El aire resultaba frío. El sol aún no había salido. Estábamos en ese lapso
extraño, en ese momento especial en el que las tinieblas comienzan a dar
paso a la aurora, cuando la noche agoniza pero el día aún no ha despuntado,
en esa luz grisácea e indistinta que aún no es capaz de desgarrar la
oscuridad, como un destello mortecino que reflejase los últimos
resplandores de un mundo extinto.
Nos acercamos al pasamanos. No dijimos nada; permanecimos quietos
mientras mirábamos. La atmósfera estaba tan calma que podíamos escuchar
perfectamente el gotear del vapor condensándose en una cañería que
discurría por las profundidades del barco, y sonaba tan apagado, tan
mortecino e indistinto —Dios bien lo sabe—, como el tictac de un tiempo
extinto.
—¿Lo ven? —dijo el patrón, apenas en un susurro—. No hay error
posible. Se mueve… en esta dirección.
—¡Bah! —Strokher intentó restar importancia al asunto—. Se trata de
una corriente que le empuja hacia nosotros.
¿Acaso no se iba a hacer de día nunca?
Ally Bazan —sus padres eran católicos— comenzó a musitar para sus
adentros.
Entonces Hardenberg habló en voz alta.
—A mí, particularmente, no… me interesa… demasiado… que esa cosa
cruce por delante de nuestra proa. Deberíamos izar alguna vela.
—De hombre a hombre —dijo Strokher—, ¿de dónde vas a sacar la
brisa para impulsarla?
Tenía razón. El Glarus flotaba sobre el agua en medio de una calma
perfecta. En toda aquella porción del océano no se movía nada excepto
aquel Barco Fantasma.
Se acercó lentamente; su proa alta y desgarbada apuntaba directamente
hacia nosotros, desgarrando el agua a su paso. Se acercó; ya estaba a tiro de
piedra. Pudimos verle con detalle, vimos sus tablazones desgajadas, los
cabos que colgaban, las corroídas partes metálicas, su pasamanos
fracturado, las ajadas cubiertas, y pude imaginar que el agua límpida se
abría a su paso en pequeñas olas para evitar entrar en contacto con una cosa
impía. No provocaba el más mínimo sonido. No se distinguía nada ni a
nadie a bordo de aquel cascarón… y, sin embargo, se movía.
No podíamos hacer nada. El Glarus era incapaz de avanzar en ninguna
dirección; estábamos anclados en aquel punto. A nadie se le había ocurrido
apagar las luces, y aún seguían brillando en medio del amanecer; sus
estridentes rayos verdes y rojos resultaban extrañamente fuera de lugar,
como unos enmascarados sorprendidos por la luz del día.
Y en el silencio de aquel océano solitario, en medio de esa luz indistinta
a caballo entre la aurora y el día, a las seis de la madrugada, tan silencioso
como los reinos de la muerte que se abren en las profundidades insondables
del océano, tan gris como la bruma, abandonado, ciego, sin alma, sin voz, el
Barco Fantasma pasó delante de nuestra proa.
No sé a ciencia cierta cuánto tiempo transcurrió hasta que la nave se
perdió de vista, o qué hora era cuando nos reunimos por última vez. Pero al
fin llegamos a una decisión. Seguiríamos hacia delante con ayuda de las
velas. Estábamos demasiado cerca de la isla como para volvernos atrás… a
causa de un simple eje roto.
Pasamos la tarde colocando las velas y, a la caída de la noche, comenzó
a soplar una brisa fresca y favorable. Creo que todos nos sentíamos bastante
animados y fortalecidos cuando la última vela fue izada y Hardenberg se
hizo cargo del timón.
Durante la mañana habíamos derivado un buen trecho y la proa del
Glarus apuntaba rumbo a casa, pero en cuanto la brisa se hizo lo
suficientemente fuerte como para permitir la maniobra, Hardenberg hizo
girar la rueda y el bauprés viró en dirección a la isla.
Apenas llevábamos media hora siguiendo esta derrota cuando el viento
cambió de dirección una cuarta de la brújula y tomó al Glarus por el
costado, de manera que lo único que podíamos hacer era ceñir por estribor.
Y entonces sucedió lo más extraño.
Ante todo debo decir que no teníamos forma de comunicarnos con el
Glarus. Tengo que admitir que las velas de un vapor de novecientas
toneladas no están pensadas para que pueda desplazarse con una velocidad
constante y adecuada. Incluso tengo que aceptar la posibilidad de que una
corriente de agua procedente de la isla nos empujara mar adentro. Todos
estos hechos podrían ser ciertos pero, aún así, el Glarus debería haber
avanzado algo. Debería haber dejado una estela tras de sí.
En lugar de eso, nuestro viejo, impasible, estable y leal barco estaba…
¿cómo lo diría?
Diré que, ante todo, ningún hombre es capaz de entender plenamente a
un barco. Diré que los buques de reciente construcción son erráticos y
estrafalarios; que los barcos viejos y experimentados tienen sus propias
manías, sus propios caprichos que todo patrón que los gobierne debe
conocer y sobrellevar si quiere sacar un buen partido de ellos; que incluso
las mejores embarcaciones se enfurruñan a veces, eluden sus cometidos, se
hacen inestables, perversas, y reniegan a hacer caso del timón. Y diré
también que algunos barcos que durante años han surcado los mares con
seriedad y con tanta docilidad como un caballo de tiro que día tras día trota
por los mismos caminos, de pronto pueden negarse a seguir avanzando, con
la misma terquedad y resolución que cualquier asno testarudo. Sé que ha
sido así porque lo he visto con mis propios ojos. Vi que el Glarus, por
ejemplo, se negó a seguir avanzando.
No pudimos hacer nada para evitarlo, eso es algo que no admite
discusión. Diremos, si lo prefiere, que la rotura del eje lo dejó en mal
estado, indispuesto. Pero lo cierto es que, fuera cual fuera la verdadera
causa, nos resultó completamente imposible hacerlo avanzar hacia la isla.
Todos le echamos la culpa a la «corriente»; pero, ¿cómo es eso posible?
Lo intentamos durante tres días y tres noches. Y el Glarus se sacudía,
tiraba y cabeceaba de la misma manera que un asno que se niega a cruzar
un río de aguas turbulentas.
Diré que podía sentir cómo su interior temblaba y se estremecía desde la
proa hasta el codaste de popa, como si estuviera sacudido por una
tempestad; diré que se negó a avanzar con el viento, que renegaba de su
curso hasta que la sensación de zozobra, de que el barco empezaba a
hundirse, fue tan clara como las luces de posición que brillaban en la
cubierta, y que todo eso resultaba tremendamente lastimoso.
Forzamos las velas, hicimos todo lo posible porque avanzara, le
rogamos, le maldecimos, le intentamos engañar, hasta que los Tres Cuervos,
cuya fortuna había volado lejos dos días atrás, despotricaron y maldijeron y
juraron como bestias insensatas, o, mejor, debería decir como conductores
de elefantes que intentan conducir a su aterrorizada montura hacia el cubil
del tigre… y todo sin ningún resultado.
—¡Maldita sea la condenada corriente y nuestra maldita suerte y el
maldito eje, y maldito sea todo! —exclamaría Hardenberg mientras
intentaba guiar al Glarus desde el timón—. ¡Vamos, cascarón inmundo,
barquichuela de tres al cuarto! ¡Por Todos los Santos, cualquiera diría que
tiene miedo!
A lo mejor aquello era cierto, o a lo mejor no; ese extremo es bastante
discutible. Pero lo que resultaba evidente es que Hardenberg sí estaba
asustado.
Un barco que se niega a obedecer tan sólo es un poco menos terrible
que una tripulación al borde del motín. Y nosotros nos encontrábamos muy
cerca de afrontar ambas cosas. Los fogoneros, todos ellos avezados
hombres de mar, eran también tremendamente supersticiosos, y sabían
cómo estaba obrando el Glarus; tan sólo era cuestión de tiempo que se nos
escaparan de las manos.
Aquello fue el fin. Mantuvimos una última reunión en la cabina de
mando y decidimos que no había nada que hacer, que teníamos que
regresar.
Así que viramos y, por fin, el viento nos acompañó, y la «corriente» se
puso de nuestro lado, y el agua volvió a salpicar bajo la roda del Glarus, y
una estela nítida apareció a popa del barco, y los cabos que sostenían las
velas se tensaron con firmeza mientras la embarcación navegaba de regreso
al hogar.
A partir de entonces no tuvimos mayores contratiempos; y,
considerando todas las circunstancias, el viaje de regreso a San Francisco
resultó bastante propicio.
Pero algo más ocurrió nada más virar el barco rumbo a casa. Nos
encontrábamos quizás a unos ocho kilómetros de la ruta de regreso. Estaba
atardeciendo y Strokher se encontraba de guardia. Hacia las siete me llamó
desde el puente.
—¿Lo ves? —dijo.
Muy lejos, envuelto en las sombras del crepúsculo, asomaba de nuevo
aquel Barco Fantasma, desolado, solitario, imposible de describir en
palabras. Nos alejábamos rápidamente de él. Strokher y yo nos quedamos
mirándole hasta que apenas fue una mancha en el horizonte. Luego
Strokher dijo:
—De nuevo está en su puesto de guardia.
Y cuando meses después pasamos por debajo del Golden Gate y
echamos el ancla en las aguas del puerto, la tripulación abandonó el barco
precipitadamente y, en menos de seis horas, la leyenda del Glarus circulaba
de boca en boca entre todos los marineros y estibadores desde Barbary
Coast hasta Black Tom’s.
Aún sigue allí, y por eso ningún piloto conducirá al Glarus mar adentro,
ningún capitán se atreverá a gobernarlo, ningún fogonero alimentará sus
calderas, ningún marinero caminará por sus cubiertas. El Glarus tiene una
reputación dudosa. Jamás volverá a oler la sal en aguas profundas, jamás
volverá a surcar los mares. Ha visto un fantasma.
Simon Clark
y
John B. Ford

El pecio de la muerte, escrito en colaboración entre los escritores


ingleses Simon Clark y John B. Ford, es una especie de homenaje a las
obras de William Hope Hodgson. Destaca su calidad literaria y el buen
hacer de sus autores a la hora de «imitar» el estilo de Hodgson. Toda una
deferencia al maestro al que, sin embargo, aún no se le había ocurrido situar
el desarrollo de uno de sus relatos en un paraje tan desolado y aterrador
como el mismísimo fondo marino. Es de destacar que uno de los
protagonistas del relato se llama «Dodgson» (no hace falta ser muy
observador para saber de dónde proviene la fuente de inspiración para tal
nombre). Ambos autores nos hacen un breve semblante de su carrera
literaria:
«Un día de invierno de hace mucho tiempo sucedió algo extraordinario.
O eso le pareció a Simon Clark, que entonces tenía cinco años. Una estatua
de la Reina Victoria se desplomó sobre el lago de un parque. Simon se
acercó muy curioso a mirar la estatua caída. Entonces el lago se heló.
Simon caminó con mucho sigilo por encima del hielo y descubrió unos
restos de mampostería en el fondo del lago. De repente, el hielo se quebró y
Simon se hundió en el agua; mientras forcejeaba por salir, pensó: “Voy a
ahogarme”. Afortunadamente, Simon se las apañó para salir a la superficie.
Estaba empapado y tenía mucho frío, pero se encontraba bien. A lo mejor es
por eso que muchas de sus historias tienen que ver con las cosas que
pululan en las aguas profundas, o que pueden emerger de ellas… Entre los
libros de Simon destacaré: Nailed by the Heart (publicado en España como
Clavado en el corazón, AGATA), Blood Crazy, Darkness Demands y The
Night of the Triffids (de próxima aparición en España). Website: www.bbr-
online.com/nailed».
«John B. Ford ha sido recientemente nominado al Premio Stoker,
aunque no sé muy bien por qué. También ha sido editor de BJM Press, y
ahora de Rainfall Boks, de la cual es copropietario. Es el fundador de Terror
Tales, tanto de la popular versión impresa como de la página en red
(www.terrortales.org), y el autor de libros como: Dark Shadows of the
Moon, Tales of Devilry and Doom, The Evil Entwines y The Haunted
Ocean».
EL PECIO DE LA MUERTE
Simon Clark & John B. Ford

Extraños sucesos tienen lugar en el mar. Sí, y algunos son


más siniestros que las más tenebrosas fantasías de los
hombres. Ahora que mis días tocan a su fin, los hechos que
estoy a punto de rememorar son como una avanzadilla de la
Muerte. La Muerte ha sofocado mi voz, como intentando
evitar que los terribles recuerdos que impregnan mi mente
sean conocidos por otros. Pero aún conservo la habilidad para escribir
acerca de lo que presencié durante mi juventud, y ojalá que Dios me
otorgue la energía necesaria para que pueda dar testimonio de lo que he
visto, de lo que aún está por llegar. Y así lo debo narrar, pues tengo que
advertir al mundo, antes de que sea demasiado tarde, del peligro que
acecha.

***

Lo recuerdo con suma claridad. Yo era el grumete más antiguo a bordo


del Jenny Rose, cargo con el que me sentía tremendamente complacido y
orgulloso, ya que tenía una natural inclinación por los viejos barcos de vela,
y aquél era uno de los pocos que aún seguía en servicio. Nos
encontrábamos terriblemente ocupados, sonsacando todo lo que podíamos
del lecho del mar, cualquier cosa que nos hiciera ganar unas monedas: un
viejo cañón, algo de peltre, piezas de cobre pertenecientes a viejos navíos
que se habían ido a pique siglos atrás.
Nuestro buzo era un hombre enjuto y nervudo llamado Dodgson, que
más parecía encontrarse en su propia casa dentro del agua que fuera de ella.
Por lo general trabajaba solo pero, a veces, me hacía ponerme el traje y
bajar al fondo cuando lo recuperado pesaba más de lo habitual. No puedo
decir que me gustara más sentir las olas encima de mí que debajo, pero era
un marino cumplidor y siempre obedecía las órdenes. Aún así, lo que un
buzo ve en el lecho del mar puede llegar a alterar los nervios de cualquier
hombre. Durante una de las últimas inmersiones penetramos en el casco de
un barco negrero que yacía a más de cinco brazas de profundidad. En sus
bodegas nos topamos con los huesos de cientos de hombres, mujeres y
niños africanos que se habían ido al fondo del océano con las cadenas aún
fijadas a las cuadernas del buque; pobres diablos.
Bueno, recuerdo que nos hallábamos en medio de una calma chicha en
los trópicos, con todas las velas bajas sujetas a los brioles, de manera que
estuvieran listas para tomar el más leve soplo de brisa. Pero había algo
sobrenatural en la atmósfera de aquella región del océano; algo extraño que
impregnaba el terrible silencio y la soledad de aquel mar, algo que me hacía
tener muy presente todos aquellos huesos que reposaban bajo la quilla de
nuestro barco. Quizás a causa de mi juventud y de mi mente despierta, yo
era más receptivo de lo que debiera haber sido a la extraña atmósfera que
nos rodeaba, pues me daba la sensación de que en aquel paraje todo hablaba
de la Muerte.
Un día, nada más llegar a la cubierta que estaban limpiando los otros
grumetes, me di cuenta que el joven Adams estaba observando con suma
atención la superficie del mar.
—¿Qué pasa, Tom? —le pregunté—. No habrás visto una sirena,
¿verdad?
—Échale un vistazo a esto, Will —contestó, señalando algo.
Miré en la dirección que me indicaba y, justo por debajo de la superficie
del mar, vi unos destellos plateados. Enseguida, mientras seguía observando
aquel fenómeno, descubrí muchos objetos pequeños que ascendían en el
agua. Parecía una masa compuesta por una multitud innumerable de peces
muertos que subían a la superficie.
—¿Qué crees que puede haber causado eso? —pregunté a Adams.
—No lo sé —contestó—, a lo mejor el agua está impregnada de alguna
clase de veneno.
Al rato, nuestra inactividad llamó la atención del segundo oficial, pero
al descubrir el morboso espectáculo que contemplábamos, se unió a
nosotros silencioso y asombrado. Pronto toda la tripulación estuvo al tanto
del asunto, pero ninguno de los que estaban allí había visto antes nada
parecido, y nadie supo dar una explicación convincente. Enseguida las
cubiertas, recientemente baldeadas, comenzaron a echar vapor a causa del
terrible calor, haciendo que el sudor resbalara por los rostros de los
marineros. Y entonces, me dio por pensar que estábamos navegando a
través de las mismísimas aguas del Infierno.
Durante todo aquel día estuvimos sofocados por el terrible calor y no
apareció ninguna nube que pudiera darnos un poco de sombra. En el
crepúsculo se produjo un extraño espectáculo que hizo que el vigía lanzara
gritos de asombro, pues todo el cielo occidental ardía con un fuego rojizo
de sangre y una especie de imagen terrorífica comenzó a dibujarse entre los
resplandores. Los que estábamos en cubierta en esos momentos nos
quedamos completamente callados mientras veíamos cómo iba tomando
forma aquella visión. Unos matices negros comenzaron a mezclarse con el
rojo dominante, como si un artista invisible corrompiera el cielo con
malignas pinceladas.
En los segundos que siguieron me invadió una oleada de intenso miedo;
mientras, algunos de los marineros, cayeron de rodillas rezando
aterrorizados. Pues en el cielo había tomado forma una imagen renegrida,
un rostro de una absoluta maldad y, de repente, sus ojos se abrieron de par
en par mostrando el rojo intenso que había en su interior. Era como si
estuviésemos siendo vigilados, espiados por dos órbitas de fuego que
rebosaban un odio aplastante. El primer oficial se volvió hacia mí con una
expresión de miedo y asombro en su cara.
—Will, ve abajo y dile al capitán que tenemos ciertos fenómenos
atmosféricos que me gustaría comentar con él. ¡Rápido!
Cuando volví con el «viejo», pude quedarme detrás de él y del primer
oficial, de manera que estuve al tanto de la conversación que ambos
mantuvieron en voz baja.
—¿Qué piensa de eso, señor? —preguntó el primer oficial.
—Que me aspen si lo sé —contestó el capitán, anonadado—, pero sí
veo a lo que se parece. Jamás me he topado con algo semejante en toda mi
carrera de marinero.
—Quizás se trata de alguna especie de fenómeno atmosférico —sugirió
el oficial.
—Ningún fenómeno natural puede mostrar una imagen así, señor.
Aunque lo mejor es que pensemos que se trata de alguna especie de
portento climatológico producido por este calor asfixiante. La tripulación se
lo está tomando muy mal… y no me extraña en absoluto.
Un poco después, el capitán reunió a los marineros para confortarles un
poco. Y, aunque ninguno de los hombres creyó realmente en sus
explicaciones, todos intentaron elevar el ánimo y hacerle caso, pues el
capitán gozaba de gran respeto entre los hombres y era como una especie de
padre para todos, incluidos los de mayor edad que él.
Como cualquier marinero experimentado podría afirmar, es un hecho
comprobado que la noche cae en los trópicos con una rapidez inusitada. De
manera que, una vez terminadas las pocas tareas que me quedaban, me
acosté en mi litera para dormir unas cuantas horas antes de que tocara mi
turno de guardia… Aquella noche nuestro turno de guardia iba desde la
medianoche hasta las cuatro de la madrugada y yo debía ocupar el puesto de
vigía durante las dos primeras horas. Sucedió que, cerca de las doce, fui
despertado bruscamente por Collins. Acababa de terminar su turno de
guardia y se encontraba en un estado de gran nerviosismo y excitación.
—¿Qué diablos te pasa? —le pregunté, bastante enfadado por haber
sido despertado tan bruscamente.
—No me preguntes lo que me pasa —me respondió, y se fue con
extraña rapidez en busca de su litera.
Cuando me despabilé por completo pude darme cuenta que la
temperatura del aire parecía aún más alta que durante el día. Me puse las
ropas y subí las escaleras que conducían a la cubierta principal; una vez allí
me quedé completamente pasmado. Los cielos occidentales aún seguían
rojos, desafiando a la noche, y el rostro demoníaco que se dibujaba en ellos
continuaba observándonos con ojos de fuego. Pero ahora se había
producido un cambio espectacular en la espantosa imagen: unas fauces
abismales se abrían en el centro, mostrando una caverna flamígera.
Inmediatamente comprobé que había más actividad en la cubierta de lo
que era normal; el segundo oficial contemplaba la Cosa con sus prismáticos
nocturnos, mientras que el contramaestre se apoyaba en la barandilla,
fumando y hablando con el capitán Reynolds en voz baja. Y todo el mar
permanecía igual de calmo y sereno, como si escuchara a escondidas lo que
decíamos… como si aguardara algo.
Después de recorrer las cubiertas, me dirigí al saliente del castillo de
proa. Allí me dediqué a pasear un poco mientras fumaba una pipa y
escuchaba los murmullos del mar. Durante todo el tiempo aquel rostro
demoníaco siguió observándonos en medio de la noche, y sus ojos brillaban
infames y llenos de odio, como si quisieran atravesar el interior de mi alma.
Espero que mis palabras sean capaces de dibujar la terrible sensación de
espanto y asombro con la que aquel rostro inundaba mi corazón.
Bien, quizás una hora más tarde, y mientras mis ojos volvían a
contemplar aquel semblante aterrador, me di cuenta de que un perfil
sombrío comenzaba a dibujarse por encima de la superficie del agua. Se
recortaba contra aquella caverna de fuego que, como acabo de decir,
representaba unas fauces flamígeras. Cogí los prismáticos nocturnos para
estudiarlo con mayor detalle, y al instante fui invadido por un terror
repentino e inmenso… pues acaba de ver la vaga silueta de un barco que
salía de entre las llamas.
Avisé al capitán de inmediato.
—¡Barco a estribor, señor!
—¡Dame la posición, muchacho! —me demandó con urgencia.
Vi cómo el capitán Reynolds se llevaba sus prismáticos a los ojos y
cómo sus labios musitaban un juramento ante lo que acababa de
contemplar. Por entonces el segundo oficial y varios hombres se habían
acercado hasta donde yo estaba. El segundo también se llevó los
prismáticos a los ojos y comenzó a estudiar la progresión del navío.
—¡Por Dios! Está completamente desarbolado; no es más que un pecio,
por lo que veo. Y sin embargo, se mueve con cierta velocidad…
—A lo mejor está en medio de alguna corriente, señor —apunté.
—No. Va demasiado rápido y su rumbo es constante, chico. Ninguna
corriente podría hacerlo navegar en una línea tan recta. Es como si llevara
una dirección determinada…
Al rato, la noticia llegó hasta los hombres que dormían abajo, y pronto
las cubiertas estuvieron repletas de marineros que contemplaban en silencio
y atemorizados la extraña manera en la que se las arreglaba aquel pecio para
navegar en mitad de un mar sereno. Enseguida el capitán se unió a nosotros
en la punta del castillo de proa.
—¿Cuál es su parecer sobre esa embarcación, señor? —preguntó el
oficial.
—Algo va mal, caballero —contestó el capitán intranquilo—, algo va
condenadamente mal.
Mientras lo observábamos, quedó suficientemente demostrado que
aquel pecio se encaminaba directamente hacia nosotros. De repente, una luz
brilló a bordo del barco y yo dirigí los prismáticos hacia ella. Lo que vi
entonces me congeló las entrañas, pues una figura tenebrosa cuyo rostro
lechoso era similar al de la muerte se erguía sobre la rueda del timón.
—¡Hay alguien a la rueda, señor! —grité con fuerza, y un murmullo de
espanto se elevó entre los marineros que observaban la escena.
Pero cuando el capitán y el segundo oficial intentaron enfocar la luz con
sus prismáticos, el pecio volvió a sumirse repentinamente en la oscuridad.
Ante eso, mis temores crecieron y pude sentir una especie de terror único y
personal, pues tuve la sensación de que aquel «hombre» junto a la rueda del
timón se había percatado de alguna manera de que yo le había estado
observando, y había sentido mi juventud y sensibilidad. Así que, de alguna
manera, me había enseñado sólo a mí una pequeña muestra de las
terroríficas existencias que moraban a bordo del pecio.
Según iba pasando el tiempo el derrelicto fue acercándose cada vez más
a nuestra posición, y aunque yo examinaba sin descanso las cubiertas con
mis prismáticos, no pude descubrir ningún otro signo de que el barco
estuviera habitado. El pecio siguió aproximándose hacia nosotros hasta que
surgieron las primeras luces del amanecer. Enseguida el capitán Reynolds
me ordenó que volviera a mi litera, ya que había estado de guardia más de
lo que me correspondía, y seguramente también se había percatado de que
mis nervios estaban bastante alterados ante la visión de aquel rostro y de lo
que había descubierto tras la rueda del timón.
***

Dormí cerca de tres horas y cuando desperté mi cuerpo estaba bañado


en sudor. Nada más subir a la cubierta empecé a preguntarme si todas las
experiencias de la pasada noche no habían sido más que una simple
pesadilla, pues el rostro satánico y llameante había sido reemplazado por el
límpido cielo azul al que ya estábamos tan habituados. Pero al mirar por el
costado de estribor, pude ver un tenebroso monumento que demostraba la
realidad de los siniestros acontecimientos que habían tenido lugar la noche
anterior. El pecio repelía la luz del sol; flotaba en medio del mar como una
sombra terrible y maligna. Su casco aparecía cubierto de fungosidades en
muchas zonas, dando muestra de largos años de abandono.
Mientras contemplaba aquel extraño navío que flotaba en un océano
sereno y vítreo, fui sobresaltado por lo que parecía un tremendo mugido que
resonaba en mis oídos.
—¡Señor Dodgson! Prepare el bote de estribor —el capitán ordenó a
gritos.
Y aunque aquel viejo lobo de mar no era muy dado a dejarse vencer por
el miedo, pude distinguir un leve temblor en sus palabras. Reconozco que
sus gritos eran más fuertes de lo normal porque él también escuchaba aquel
mugido, pero también resultaba evidente su intranquilidad y su miedo.
Intentó ocultarlo elevando el tono de voz.
—¡Contramaestre, tome media docena de hombres! Vamos a hacer una
pequeña travesía en bote hasta ese maldito pecio y a examinarlo con mayor
detalle —en su barbudo rostro se dibujó una lúgubre sonrisa—. Nunca se
sabe, es posible que haya que rescatar a alguien, a pesar de la apariencia
siniestra y bestial de su embarcación.
El contramaestre me señaló.
—Jessop, muchacho, ayuda al señor Dodgson a quitar la cubierta
protectora del bote y a achicar el agua.
—A sus órdenes, señor.
—¡Ah!, y Jessop…
—¿Señor?
—¿Te sientes capaz de empuñar uno de los remos?
—Sí, señor.
—¡Buen chico!
Se volvió hacia los marineros que estaban en cubierta.
—Caballeros, ustedes saben que soy un maldito ca…, y que no poseo ni
una pizca de cortesía en mis huesos, pero esta vez, en lugar de dar órdenes,
voy a preguntar. Que levanten las manos aquellos que se ofrezcan
voluntarios para acompañar al capitán en el bote hasta ese condenado pecio.
Observó con gravedad el rostro de los hombres.
—No habrá represalias ni castigos para los que no quieran ir.
No hubo una multitud entusiasta de voluntarios, pero sí un buen puñado
de manos alzadas.
Mientras izaba la única vela del bote, y echaba fuera todos los trastos
inservibles que poco a poco se habían ido almacenando en su interior,
cuando nadie sabía dónde guardarlos, dejé que mi mirada vagara por el
lugar en el que descansaba aquel pecio como una llaga leprosa en medio de
un mar sereno.
A pesar del calor tropical, tan sofocante y húmedo como un baño turco,
yo no dejaba de temblar de la cabeza a los pies; pues su aspecto resultaba de
lo más terrorífico y maligno. Permítanme decirles que una calma chicha en
medio del océano puede llegar a alterar terriblemente los nervios de
cualquiera, y le hace sentirse a uno como si estuviera perdido en mitad de
un desierto mortal, oleoso, llano y sin vida. Pero aquel pecio espantoso era
mil veces peor. Sólo puedo describirlo como una especie de objeto oblongo,
despojado de mástiles y jarcias, similar a un ataúd flotante. No disponía de
cabina para el timón, la cubierta era completamente lisa excepto por la
propia rueda del timón. Fuera lo que fuera el ser que la gobernaba la pasada
noche ahora había desaparecido en las entrañas del barco.
De alguna manera no podía imaginarme a aquella figura sombría con un
rostro tan blanco como la muerte comiendo el habitual rancho caliente de
cualquier embarcación. No dudé ni por unos instantes que sus apetitos eran
mucho más siniestros y difíciles de satisfacer.
Sin darme cuenta pronto me vi remando en dirección al pecio que
parecía estar envuelto en una atmósfera maligna y misteriosa.
—Remad, marineros —cantaba el patrón sentado a la caña del timón—.
Remad con fuerza. ¿Distingue algo a bordo del barco, contramaestre?
El contramaestre, que estaba sentado a proa, negó con la cabeza.
—Ni un alma, patrón.
—Las únicas almas a bordo de esa cosa son las que están condenadas a
los infiernos —murmuró Tom detrás de mí.
—Atentos a los remos —dijo el capitán—. ¡Silencio!… ¿Alguien ha
escuchado eso?
No oía nada excepto el chirrido de los remos en los toletes del bote y el
chapoteo de las palas sobre el agua.
—¡Alto! —ordenó el patrón.
Acto seguido dejamos de remar.
—Y ahora, ¿alguien lo escucha?
Prestamos atención. Del pecio llegaba un sonido muy leve.
—Parecen cerdos —contestó el contramaestre en voz baja—. Es
condenadamente extraño, señor.
—Desde luego que lo es —estuvo de acuerdo el viejo—. Pero no puedo
creerme que subsistan ninguna clase de vituallas vivas en un pecio
semejante.
—¿Nos acercamos, señor?
—Adelante, contramaestre. Resolvamos el misterio de ese maligno
cascarón de una vez por todas.

***

Tan sólo tardamos unos minutos en recorrer la pequeña lengua de mar


que nos separaba del tenebroso derrelicto. Sobre nuestras cabezas, el cielo
era de un azul deslumbrante. A lo lejos, por la popa, el Jenny Rose
cabeceaba mientras los marineros que habían quedado en cubierta
contemplaban nuestras evoluciones.
El contramaestre miró al capitán.
—Un olor fétido emana de ese maldito cascarón.
Y en verdad el tufo era tan repugnante que no pude evitar las náuseas,
ya que parecía haberse quedado pegado al interior de mi garganta.
—Quizás proviene del limo que rezuma el barco —dijo el
contramaestre golpeando el costado del navío, que estaba recubierto de una
sustancia a la que yo calificaría más bien como una especie de fungosidad
que como limo o cieno. Era de color negro y muy suave al tacto, y formaba
pequeñas aglomeraciones y protuberancias en algunas zonas, seguramente
las que correspondían a las portillas del barco.
—¡A los remos! —ordenó el patrón—. Vamos a echar un vistazo a la
popa. Su nombre nos dará alguna indicación de dónde proviene.
Remamos hacia atrás, en dirección a la parte posterior del navío.
Durante todo el trayecto, el capitán no apartó su cabeza grande, gris y
barbuda de la popa, mientras examinaba con atención los costados
renegridos del pecio. Observé las caras de los demás hombres mientras se
esforzaban con los remos. Se les notaba nerviosos y vi que el miedo
empezaba a reflejarse en sus miradas. Todos habían olido la fetidez que
emanaba del barco. Jamás había olfateado una peste a pocilga tan fuerte en
ninguna otra embarcación con la que me hubiera topado. Era un hedor
insoportable que sobrepasaba con creces el de cualquier piara de cerdos.
Una fetidez malsana. Pero por encima de este tufo, como envolviéndolo, se
podía distinguir un aroma espeso, como de cadáveres descomponiéndose
bajo los rayos abrasadores del sol.
Uno de los hombres cerró los ojos y se tapó la boca con la palma de la
mano.
—Déjalo. No vas a conseguir deshacerte de este hedor —dijo el patrón
con amabilidad.
Yo también tenía el estómago revuelto, pero no estaba dispuesto a dejar
que me afectara más de lo necesario.
—¡Vaya! —exclamó el capitán mientras examinaba la pátina negra y
fungosa que cubría el barco—. ¿Habéis visto algo así antes? Cubre por
completo el espejo de popa. Deme su remo, señor Holden.
El segundo oficial le estiró el remo desde la proa del bote y el patrón lo
cogió. El agua resbaló desde la pala a lo largo de la madera, humedeciendo
las manos del capitán mientras, erguido a popa, rascaba las fungosidades
que cubrían el casco. La pala del remo producía un sonido deslizante
mientras el patrón la restregaba contra la madera, despejando poco a poco el
nombre del barco, que estaba oculto tras una capa de moho.
—Ya va saliendo —dijo al fin—. Se desprende como en tiras… ¡vaya!,
juraría que el barco ha sido revestido de una especie de piel de cerdo.
¡Diablos! ¡Mirad esa cosa! —se detuvo un momento para rascarse la frente
mientras examinaba las tiras negras de la sustancia que colgaba del casco
—. Incluso crecen pelos en ella. Piel de cerdo, repito. Pero si escribiera eso
en el diario de a bordo perdería mi licencia de capitán al instante.
Siguió rascando con el remo aquella especie de «piel de cerdo».
—Ah… distingo un nombre. Se trata de… Oh, por todos los Dioses del
Cielo…
Dejó de rascar y examinó detenidamente el nombre que se dibujaba
debajo de las tiras negras de aquella terrible piel mohosa. Yo también miré
y leí el nombre expuesto, y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, de la
cabeza a los pies. Y mientras deletreaba aquel nombre —una, dos, tres
veces— un berrido porcino surgió de las entrañas del barco, muy lejos,
como si procediera de una caverna cuyas raíces se hundían en las puertas
del mismo Infierno.
El nombre del barco era Muerte.
Por fin el patrón rompió el silencio.
—Extraño nombre para un barco, ¿eh, muchachos?
Asentimos enmudecidos.
—Quizás se trataba de un barco pirata —aventuró Tom.
—Reza porque así sea, compadre, pues entonces estará lleno de rubíes y
oro.
Volvió a reinar el silencio. Daba la sensación de que nadie podía apartar
los ojos de aquel nombre grabado en el casco, cuyas letras rojas resultaban
tan vivas que no pude evitar pensar que la sangre brotaba directamente de
ellas.
—Bien, contramaestre —dijo el patrón—. No vamos a hacernos ricos si
sólo nos dedicamos a mirarlo, ¿no es cierto?
Se rió. Pero era una risa forzada con la que intentaba ocultar el miedo
que poco a poco invadía su cuerpo como una marea gélida.
—Asher —le dijo a Tom—. Tú eres el más hábil. Si no tienes nada que
objetar a mi propuesta, ¿te gustaría ser el primero en subir a bordo?
—¡Claro, señor! —Tom parecía muerto de miedo.
Pero era un marino voluntarioso que jamás se negaba a subir a la
arboladura, incluso con la peor mar. Se agarró a una cadena o cable que
colgaba del barco; resultaba imposible saber qué era en realidad, ya que
estaba recubierta de la misma «piel porcina» salpicada aquí y allá de
pelillos. En un santiamén subió al barco. Creí que iba a hacer una pausa
temerosa antes de saltar la barandilla, pero la traspasó valientemente de un
brinco, haciendo resonar sus botas de marinero sobre la cubierta.
Contuvimos la respiración. La espera nos destrozaba los nervios. En mi
imaginación le veía enfrentarse con aquella cosa de tez blanca y tenebrosa
capucha.
—¿Qué le habrá pasado? —murmuró el contramaestre—. ¿A qué estará
esperando?
La cabeza de Tom apareció sobre la barandilla. Agitó las manos.
—¿Alguien a bordo? —preguntó el capitán Reynolds.
—Parece desierto, señor.
El patrón se restregó su barbuda mandíbula antes de mirarnos.
—Bien, muchachos, ¿qué tal si nos vamos un rato de exploración?

***

Me quedé de guardia en el bote con el segundo oficial. Después de que


el capitán y el contramaestre treparan a bordo por la mohosa cadena, el
resto de los hombres fueron siguiéndoles uno tras otro. Entorné los ojos
para protegerlos del sol y miré hacia arriba. Pero había bien poco que ver.
De cuando en cuando asomaba la cabeza de alguno de los hombres sobre la
baranda. Oía sus voces, pero no podía entender lo que estaban diciendo;
aunque, por el tono que empleaban, deducía que veían cosas sumamente
extrañas… o terribles.
—¿Qué cree que está pasando ahí arriba? —le pregunté al segundo
oficial.
Lanzó un juramento.
—¡Cómo diablos lo voy a saber! ¡Mi cuello no mide más de cinco
jodid… metros!, ¿verdad?
Respondí una maldición, olvidándome de su rango. La tensión de la
espera mientras los demás exploraban aquel navío extraño y terrible
resultaba agobiante. De repente, un grito hizo que me olvidara por completo
de la sarcástica respuesta del segundo.
Levantamos la cabeza. Por supuesto, no pudimos ver nada. Pero ahora
los aullidos llenaban el aire en una serie de ecos aterradores. Esta vez fue el
segundo oficial quien me miró atónito mientras preguntaba:
—¡Por Todos los Cielos! ¿Qué pasa ahí arriba?
Agarré la mohosa cadena, dispuesto a subir y unirme a la refriega, pero
el segundo oficial me retuvo con manos temblorosas.
—¡No, Jessop! ¡La muerte campea a sus anchas ahí arriba!
—Pero tenemos que…
—El capitán lo solucionará… el capitán lo solucionará, chico.
La manera en la que repitió aquella frase me hizo pensar que el segundo
no creía en absoluto en lo que estaba diciendo. Permanecimos en el bote y
escuchamos los alaridos de espanto. Apenas un rato después el griterío fue
menguando y desapareciendo mientras los hombres sucumbían uno tras
otro. Seguimos allí, en aquel bote que se balanceaba sobre la superficie
oleosa del océano, durante lo que nos pareció un buen montón de tiempo.
La sombra que arrojaba el tenebroso pecio resultaba extrañamente fría, casi
gélida.
Entonces el segundo empezó a llamar al patrón; luego vociferó el
nombre del resto de los hombres. No hubo respuesta. El pecio volvía a estar
en silencio, un silencio mortal que no era roto por ninguna clase de sonido;
daba la sensación de que ningún ruido podría salir de nada ni de nadie en
aquellos instantes. Pronto, incluso el segundo oficial, que tenía fama de
hablador, se quedó en silencio.
Tomó un poco de agua de mar en sus manos y se restregó el rostro con
ella, como si quisiera relajar sus alterados nervios. Luego, aspiró
profundamente, me miró y dijo en un susurro:
—Se han ido, chico.
—Pero podríamos…
—No, Jessop. Escúchame. Si lo que sea que hay en cubierta ha acabado
con diez viejos lobos de mar en menos de dos minutos, ¿qué posibilidades
tenemos de vencer nosotros dos solos? Coge el remo, Jessop, regresamos al
barco.
Acalló mis protestas con una mirada furiosa antes de que tuviera la
oportunidad de lanzarlas. Así el remo. Sin más palabras, comenzamos a
remar de vuelta al barco, y yo me pregunté qué desdichado destino había
caído sobre el capitán y diez de los hombres de la Jenny Rose.

***

Por orden del primer oficial se nos administró una ración doble de ron
para ayudar a que se calmaran nuestros nervios. Fui relevado de mi turno de
guardia y se me ordenó que fuera a descansar a mi litera. Naturalmente, no
pude dormir y me quedé tumbado en el catre escuchando los crujidos del
barco. Sabía que, tras la desaparición del capitán, el mando de la nave
recaería en manos del primer oficial, y que tanto él como el segundo
estaban rumiando qué camino seguir en aquellos momentos.
Yo, por mi parte, ansiaba que nuestro viejo cascarón dispusiera de un
cañón lo suficientemente grande como para hacer saltar en pedazos aquel
pecio fantasmal. Como ése no era el caso, suponía que, en cualquier
momento, izarían todo el trapo disponible con la intención de alejarnos lo
más rápidamente posible de allí, que tampoco sería mucho, pues apenas
soplaba una brizna de aire sobre aquellos cielos tropicales y ardientes.
Permanecí tumbado en la litera, sintiendo cómo resbalaba el sudor por
mi frente. Me imaginaba al capitán y al resto de los marineros que
abordaron las cubiertas de aquel pecio tristemente llamado Muerte, y pensé
en la batalla que habían entablado con lo que había surgido de las bodegas
inferiores… Estaba sumido en un sueño inquieto cuando sentí que una
mano se posaba en mi brazo. Volví la cabeza y contemplé un rostro mortal
embutido en negros ropajes, la mano era un montón de huesos y una araña
colgaba de una de las cuencas vacías que tenía por ojos. Abrí la boca para
gritar, para implorar la ayuda de Jesús…
—Jessop… ¿Jessop? Tranquilo, muchacho. No pretendía asustarte.
Abrí de par en par los ojos con el corazón palpitante.
El primer oficial me sacudió, sacándome de mi pesadilla.
—¿Qué pasa? —pregunté, temeroso.
—No te preocupes, chico. ¿Ya estás del todo despierto?
—Sí, señor.
—Necesitamos tu ayuda, Jessop.
—¿Por qué yo, señor?
—Tú eres el único que sabe utilizar el traje de buzo, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
—Bien.
—¿Por qué? ¿Qué sucede?
—Ya sabes que el buzo, el señor Dodgson, se encontraba entre los que
abordaron el pecio junto con el capitán, y estamos bastante seguros de
haberlo perdido. Y ahora, muchacho, si estás dispuesto a ello —me observó
con gravedad—, necesitamos que bajes hasta la quilla, porque parece que
algo se ha enganchado al barco. Algo que, da la sensación, no tiene ningún
interés en soltarlo.

***

En menos de una hora fui alzado sobre la barandilla del barco embutido
en el pesado equipo de buceo. Resultaba realmente molesto de llevar, ya
que las botas eran de plomo y del cinturón, pecho y espalda colgaban varias
pesas más del mismo material. Alrededor del cuello llevaba el enorme
collar de latón sobre el que se enrosca la escafandra, que también estaba
reforzada de latón.
Tan sólo podía permanecer en pie sin moverme sobre la pequeña tabla
de recia madera que sobresalía un poco por encima de la cubierta. A través
del cristal de la escafandra podía ver al resto de los marineros de la Jenny
Rose que me observaban desde la cubierta. El segundo oficial me hizo un
gesto de ánimo con el pulgar extendido, siendo aquélla la mueca más
amistosa que le he visto hacer en mi vida. Y allí estaban el viejo Butterbuck
y Frenchie esforzándose con el fuelle. Podía escuchar el siseo del aire que
entraba por la válvula situada en la parte posterior de la escafandra. Un par
de hombres tiraron de la plataforma de madera y pronto me vi sobre la
barandilla del barco.
La plataforma giró un poco y pude divisar la negra silueta del fantasmal
pecio que había sido la causa de todos nuestros problemas. Cabeceaba
tranquilamente sobre el mar, y daba la sensación de ser capaz de absorber
toda la luz y todo lo que hubiera de bueno en el mundo y asfixiarlo en sus
fétidas entrañas. Entonces volví a pensar en el capitán y en mis antiguos
camaradas, y me pregunté de nuevo por el destino bestial que habían
encontrado en aquel barco.
Los hombres encargados de la polea me sumergieron dentro del agua.
Es una gran verdad que muchos marineros no saben nadar, pues sienten
pavor del mar, y no sólo porque saben que puede acabar con sus vidas en un
simple suspiro, sino también porque han escuchado historias sobre los seres
que habitan las profundidades marinas, y la mayoría los han visto con sus
propios ojos: hombres devorados por tiburones, anguilas con dientes de
sierra, calamares gigantes con tentáculos tan largos como un buque a vapor
y picos tan inmensos que pueden engullir a un hombre de un solo bocado.
Mientras el agua oleosa se arremolinaba sobre la plataforma y mis
botas, sentí la misma oleada de terror que siempre experimento cuando me
sumerjo con el traje de buzo. Odiaba la presión del agua sobre la lona
vulcanizada del traje. Era como si un centenar de zarpas se agarraran a mis
piernas. Siempre contenía la respiración por instinto cuando el agua
empezaba a llegarme a la altura de la mirilla, pues sentía como si ésta fuera
a penetrar en el interior y a ahogarme.
Bien, el agua salpicó sobre la mirilla de cristal de la escafandra y, de
repente, la luz de la tarde desapareció y fue reemplazada por los rayos
oblicuos del sol que se filtraban a través de las olas. Y allí estaba yo, en
medio de aquel mundo submarino. El aire penetraba a través de la válvula
produciendo un siseo asmático. Miré a mi alrededor ayudándome de la luz
plateada y cambiante que relucía a un palmo de mi cabeza, sobre la
superficie del mar. No había mucho que ver en el interior de aquel vasto
océano, ya que había como una especie de neblina de color turquesa que
todo lo cubría. Al sentirme menos pesado gracias a la densidad del agua, me
giré sobre la plataforma de manera que mis ojos se dirigieran hacia la quilla
del barco y así poder descubrir lo que retenía su avance. Esperé a que una
acumulación de burbujas pasaran delante de mí para examinar con detalle
toda la escena.
Lo que vi hizo que se me congelara la sangre en las venas. Presioné mi
rostro sobre el cristal de la mirilla con los ojos como platos y el corazón
palpitante. Pues allí, adherida con fuerza a la parte de abajo del barco como
una ventosa, sobresalía un pedazo enorme de carne amorfa. Era pulposa y
blanca, del color del vino claro, y unas fauces gigantescas se adherían a la
quilla como si la criatura intentase absorber toda la armazón de madera del
barco. Se prolongaba hacia abajo, tornándose cada vez más delgada hasta
abarcar un diámetro similar al de mi cintura, hasta perderse en las nebulosas
profundidades.
¿Qué clase de criatura era aquélla? Me recordaba a esas especies de
lampreas o anguilas que se adhieren a la carne y pueden chupar toda la
sangre del cuerpo de un hombre. Pero aquella criatura estaba pegada a lo
largo de la quilla. Y no tenía ojos, ni ninguna otra característica que pudiera
distinguirla. Me detuve un momento para verificar que llevaba mi hacha
colgada del cinturón, y entonces di tres tirones al tubo del aire. Aquélla era
la seña acordada para que me hicieran descender. Se me ocurrió que a lo
mejor podía encontrar las raíces de aquella criatura asentadas en el mismo
lecho del océano, y que entonces podría cortarlas y liberar el navío.
La plataforma descendió.
El agua era ahora más oscura. El barco, con la extraña ventosa adherida
al casco, se divisaba cada vez más y más lejos. Seguí sumergiéndome en las
profundidades. Los oídos me zumbaban con la presión y en repetidas
ocasiones tuve que tirar del tubo para que me enviaran el aire con más
fuerza. Seguro que en la cubierta los hombres encargados del fuelle estaban
resoplando como posesos para oxigenar el traje.
Divisé el lecho marino a veinte brazas de profundidad. El tallo de la
cosa que se prolongaba hasta la Jenny Rose se hundía en mitad de lo que
parecía ser un área cubierta de algas de unos ocho por doce metros. Un
segundo tallo también surgía de aquella zona. Aunque no podía distinguir a
dónde se dirigía exactamente, supuse que estaba conectado de alguna
manera al pecio cuyo nombre era Muerte. En ese momento el espanto hizo
presa en mí y ya no me abandonó. Porque fue entonces cuando descubrí la
forma que había en el lecho marino. Grité pidiendo ayuda aunque sabía que
nadie me oiría. Estaba solo en el fondo del mar, y tendría que afrontar por
mi cuenta los terrores que allí se ocultaban.
Aquella cosa que había en el lecho marino no era un amontonamiento
de algas, sino un rostro. Un rostro satánico. Relucía con colores rojos y
negros más profundos y vivos de los que jamás hubiera visto. El miedo me
paralizaba. Me sentía incapaz de tirar del cordel para indicar a los hombres
que detuvieran el descenso. Seguí bajando. Justo hacia el centro de aquel
rostro satánico. La boca era una caverna de fuego, los ojos refulgían con un
odio infame, la frente estaba compuesta de excrecencias leprosas. Todo a su
alrededor, rodeando aquella cabeza blasfema, reposaban los cuerpos
plateados de cientos de peces muertos, envenenados por las emanaciones
tóxicas de aquella cosa maldita.
Al fin pude levantar mi mano enguantada y asir el cordel de
comunicación. Intenté hacer la señal destinada al hombre de la polea para
que tirara de mí a toda velocidad de vuelta al barco. Pero en lugar de eso,
mi mano agarró el cable que sostenía la plataforma y se puso a tirar de él en
vano. Cuando me di cuenta de mi error ya era tarde, demasiado tarde. Pues,
en un espacio de tiempo más corto del que necesita un hombre condenado a
la horca para ponerse a gritar, me vi arrastrado hacia la órbita de aquel ojo
demoníaco.
Es posible que mi descripción de todo aquello resulte extraña. Pero
aquel ojo me engulló. Aunque carecía de globo ocular, una especie de
materia pulposa y blanda se abrió para permitirme el paso. Yo era como un
suculento bocado que estaba siendo devorado por un sabueso hambriento…
En medio de un maremágnum de agua, peces muertos y algas, sentí cómo
me hundía en las profundidades a una velocidad de vértigo.
Entonces llegó la oscuridad; mi cabeza golpeaba una y otra vez contra
las paredes interiores de la escafandra, haciendo que casi perdiera la
consciencia. De manera que creí estar en medio de un sueño cuando al fin
abrí los ojos y me encontré en una caverna de la que manaba una luz rojiza.
Por lo que vi, no estaba solo. El capitán Reynolds me ayudaba a
ponerme en pie. Vi que la inquietud teñía sus ojos. Su poderosa voz
penetraba hasta mis oídos a través de la escafandra.
—¡Jessop! ¿Eres tú?
Asentí, aturdido aún.
Me dio una palmada en el hombro, contento de verme. Al instante me
llevé la mano a la cerradura del collar para desprenderme del casco, pero el
capitán negó con la cabeza, atemorizado de que pudiera hacer tal cosa,
como si aquello resultara terriblemente peligroso.
—¡No! No, Jessop. Deja la escafandra en su sitio.
Pero por entonces, el aire ya estaba bastante enrarecido, pues descubrí
que el tubo del oxígeno se había roto durante el descenso por las entrañas
de aquel rostro demoníaco. Descorrí con torpeza el cristal de la mirilla del
casco, sin pensar ni un solo instante que el aire podría resultar irrespirable
dentro de aquella caverna rojo sangre.
Por fin pude desprenderme de la escafandra. Aspiré profundamente, con
gratitud, pues el aire, aunque resultaba bastante cálido, húmedo y
maloliente, parecía perfectamente respirable.
—Patrón —jadeé—, creía que había muerto. ¿Y los otros?
—Los otros… Los otros, muchacho, están justo detrás de mí.
Miré por encima de su hombro. El resto de los hombres que abordaron
el pecio aquella mañana se encontraban en una hilera detrás del capitán,
incluyendo a Tom y al contramaestre. La expresión en sus rostros era seria,
aunque no traslucía ningún miedo; eran marinos valientes, hombres de
acero.
—Patrón, ¿cómo han llegado a este lugar? ¿Saben todos que se
encuentran a veinte brazas de profundidad?
—Sí, muchacho, ya nos suponíamos algo así.
Mi corazón se hinchó de orgullo. Estaba muy contento de ver al patrón
y a los demás hombres con vida, y de descubrir que el patrón había
superado sus terrores y ya no tenía miedo.
—Lo que tenemos que hacer ahora, chico —dijo el capitán con el
mismo tono de voz, suave y tranquilo—, es sacarte de este lugar diabólico y
conseguir ponerte a salvo.
—No se preocupe, patrón. Todos escaparemos. Mire, tengo un hacha.
—No, muchacho, no. Nosotros nos quedaremos aquí.
—¿Aquí? —uno tras otro, examiné el rostro de los hombres—. ¿Por
qué?
El patrón sonrió desolado.
—Porque tengo que reconocer que estamos condenados.
—Patrón…
—Obsérvanos con más detalle, chico. No somos del todo lo que
parecemos.
Miré su rostro y bajé la vista a lo largo del cuerpo. Se trataba del mismo
hombre, ancho y fornido como un barril de roble. Dirigí la mirada a las
piernas, y luego hasta las botas…
Entonces descubrí lo que quería decirme.
—¡Patrón!… ¡Por Todos los Santos! —grité horrorizado—. ¿Qué le han
hecho?
Los pies del patrón —y del resto de los hombres— estaban hundidos
hasta las rodillas en una sustancia tan roja como el interior de una cavidad
bucal. Una sustancia similar a la piel que parecía estar llena de sangre, y no
sólo alrededor de las piernas, sino que también parecía formar un todo con
su propia carne.
—Ahora formamos parte de ella, chico —dijo el patrón, en un tono de
voz que no dejaba traslucir ninguna clase de miedo.
Me explicó lo que había pasado. Cómo habían subido a bordo del
derrelicto y cómo habían sido atacados por unas figuras tenebrosas con el
rostro de la muerte. Pero aquellos seres no se movían como los hombres
normales, sino que se deslizaban como los tentáculos de las anémonas de
mar al salir disparados del tronco principal. La lucha había sido breve, pues
aquellas formas impuras estaban como adheridas a la cubierta del barco por
una especie de tallos negruzcos y carnosos, y habían atrapado al capitán y a
todos sus acompañantes en un santiamén. Enseguida se hicieron con ellos y
los engulleron como el cazador que mete a sus víctimas en un saco.
Una vez dentro, los hombres sintieron que bajaban por una especie de
membrana hasta el interior del barco y más allá, a unas profundidades
desconocidas. Por fin llegaron a este lugar, y descubrieron que sus piernas
se hundían en aquella sustancia repugnante y carnosa, de un vivo color rojo.
—Echa una mirada a este sitio —dijo el patrón—. Esto mismo ya ha
sucedido muchas veces más.
Hice lo que me pedía.
No vi ninguna figura enraizada sólo hasta las rodillas, como lo estaban
mis compañeros. Pero vi cabezas que apenas sobresalían de la superficie.
Había zonas en las que parecían adoquinar el suelo, como las calles de una
ciudad cualquiera. ¡Y todas las cabezas estaban vivas! Unos ojos aterrados
y tristes me observaban y parecían pedir ayuda en silencio, mientras que
otros sollozaban amargamente para sus adentros con lágrimas de sangre que
manaban lentamente, mostrando un terror y un sufrimiento eterno. En
ocasiones los labios de alguno de aquellos desdichados se abrían y dejaban
escapar un gemido atormentado, lo que provocaba una respuesta semejante
por parte del resto de las cabezas. Ante aquella visión, temí perder el juicio,
pues parecía estar en mitad de la más terrible de las pesadillas.
Era como si aquellos hombres se hubieran fundido poco a poco con el
suelo, y ahora ya sólo sobresalían las cabezas, rostros y ojos. Descubrí
orejas de las que pendían aros de oro, caras barbudas, cráneos rapados,
alguna cabeza que aún conservaba un pañuelo anudado, incluso un viejo
caballero con anteojos, aunque apenas el extremo superior de la cabeza
sobresalía de aquella sustancia roja.
—Ya lo ves —dijo el patrón—. Estamos siendo consumidos lentamente.
—¡Pero no pueden quedarse aquí mientras son devorados vivos!
—Ése es ahora nuestro destino, muchacho —sonrió con tristeza—.
Escapa de este lugar y deja que hagamos las paces con el Señor.
—Pero no puedo dejarles aquí, señor.
—Sí, sí puedes. Siempre y cuando tu piel desnuda no toque esta
sustancia roja.
—No, señor, quiero decir que…
—Y no, no puedes ayudarnos de ninguna forma. Y ahora, vete. Aún
estás a tiempo.
—Pero señor…
—Cierra la mirilla de la escafandra. Es una orden, Jessop.
—Sí, señor —contesté de mala gana.
El patrón me observó gravemente mientras volvía a cerrar la mirilla
sobre el casco y luego movió los labios, articulando una sola palabra:
«Vete».
Entonces pensé que debía obedecer las órdenes del capitán, y no sólo
porque así me lo había mandado, sino también porque tenía que informar al
resto de la tripulación de lo que le había ocurrido a la partida que abordó el
pecio. Aún guardaba esperanzas de que, haciéndolo así, encontráramos
alguna manera de abrirnos paso hasta la caverna submarina y liberar a los
hombres de la Jenny Rose.
En esos momentos sentí que el patrón me tiraba de la manga del traje.
Sus ojos me lanzaban una mirada de advertencia y dijo algo que no pude
escuchar a través de la escafandra. Sin embargo, su simple mirada bastó
para que me percatara del peligro. Moviéndose con rapidez, pero tan
sigilosas como un patinador, aquellas figuras negras con rostros de calavera
se lanzaban sobre mí. No podría decir si avanzaban de manera
independiente o si formaban parte de aquella superficie rojiza y carnosa. Lo
que estaba fuera de toda duda era que iban a por mí.
Lancé una última mirada al patrón. Me hizo un gesto de asentimiento
con la cabeza, en el cual reconocí su gratitud hacia mí por haber llegado tan
lejos y haber intentado encontrar un método de salvarle a él y a sus
hombres. Acto seguido me puse en marcha. Avanzaba con toda la rapidez
que me permitían aquellas botas de plomo. El peso hacía imposible que me
desplazara a demasiada velocidad. Y además me veía obligado a andar
entre un cúmulo de cabezas humanas que adoquinaban el suelo. No sé
cuántas aplasté y fracturé con mis botas de plomo.
Mientras penetraba en la caverna me las arreglé para desenfundar el
hacha, ya que un poco más adelante distinguía una especie de membrana
blanca que taponaba el paso. Di varios tajos con el hacha y pude abrir una
brecha por la que me colé. Por todas partes, en el suelo e incluso las
paredes, unos rostros me observaban; sus ojos parpadeantes, grandes y
redondos, me espiaban en silencio mientras trastabillaba por la caverna.
Todas aquellas caras pertenecían a hombres que eran —o habían sido—
igual de humanos que yo. Pero ahora habían sido succionados por el
diabólico rostro que reposaba en el lecho marino.
Cuando caminaba por encima de las áreas del suelo que no estaban
cubiertas de aquellas desdichadas cabezas humanas, sentía como una
especie de succión que me obligaba a progresar con gran lentitud. Una vez
toqué una de las paredes con el hombro y noté cómo tiraba de mí,
intentando absorberme. En realidad, no me costaba mucho liberarme, pero
sabía que si hubiera rozado aquella sustancia con la piel desnuda habría
sido succionado y ya jamás podría escapar. Una figura encapuchada y
tenebrosa apareció en medio de la gruta y consiguió sujetarme. Sus manos
parecían enguantadas en blancos mitones y carecían de dedos. Sentí que las
palmas me succionaban el pecho; su rostro mortal no se apartaba de mi
cara, y me observaba con unos ojos similares a los de un cerdo y una
expresión de pura maldad. Di un tajo a aquel cuerpo con mi hacha y seguí
corriendo sin parar.
Más adelante había otra membrana que taponaba el paso como si fuera
una cortina tensada. La corté de arriba abajo de un poderoso hachazo y, esta
vez, una tromba de agua se precipitó sobre mí. Había alcanzado la
membrana final de aquella Cosa diabólica. Al instante el agua me rodeó por
todas partes y de nuevo me encontré en medio del mar. En ese momento
recordé que el tubo del aire se había roto. En menos de cinco segundos
arrojé el hacha, me quité las botas de plomo, el cinturón lleno de pesas y el
lastre que colgaba en mi pecho y espalda.
Con el traje lleno de aire, aunque éste fuera irrespirable, me sentía tan
ligero como un tapón de corcho. Subí hacia arriba envuelto en un remolino
de burbujas. La velocidad era vertiginosa. El rostro demoníaco fue
retrocediendo… Miré hacia arriba para ver la superficie del océano que se
aproximaba rápidamente. Entonces comencé a sentir unas terribles
punzadas de dolor por todo el cuerpo y, acto seguido, perdí la consciencia.

***

Mi relato toca a su fin.


Sí, llegué a la superficie… medio moribundo, pero vivo aún. Y en vista
de que no obtuve ninguna ayuda por parte de los hombres de la Jenny Rose,
me las apañé para nadar hasta el barco y subir a bordo. Pero, ¿qué había
sido del resto de la tripulación?
Desaparecidos. Todos habían desaparecido.
A pesar de que me encontraba en un estado lamentable y de que la
sangre me latía con fuerza en las venas, llegué a la conclusión de que el
resto de los hombres habían sido absorbidos por aquella prolongación
carnosa que estaba adherida a la quilla de la Jenny Rose, y que también
habían sido llevados al interior de aquel rostro diabólico que reposaba en el
lecho marino, de la misma manera que un oso hormiguero succiona a sus
víctimas en el nido.
Me las arreglé para quitarme el traje de buzo a pesar de los terribles
dolores que sentía. Fue un milagro que la presión no acabara conmigo al
ascender a la superficie del mar con demasiada rapidez. Los buzos que
trabajan en las profundidades tienen que ser izados con gran lentitud,
parando de cuando en cuando para regular la presión de subida con la que
existe en la superficie. Notaba las articulaciones de mis piernas y brazos
totalmente agarrotadas; mi torso estaba tan retorcido como un olivo, incluso
mi mente se había visto afectada y, en concreto, la zona del cerebro
correspondiente a las funciones del habla. Desde entonces jamás pude
volver a pronunciar ni una sola palabra.
Como ya he dicho, mi historia toca a su fin, pero no así mi agonía.
Baste decir que pude ver el fantasmal pecio retirarse en el interior de la
furiosa cara que una vez más se dibujó por encima de la superficie del mar.
Luego permanecí semiinconsciente en mi lecho hasta que un buque a vapor
que navegaba cerca mandó un bote para reconocer nuestro barco y me
encontró. Me resultaría imposible describir la manera en la que un hombre
como yo —un pecio humano, podríamos decir— ha conseguido sobrevivir
estos últimos cuarenta años, excepto que fue gracias a la caridad cristiana
del bueno de Parson Willis.
He mandado varios informes sobre la pérdida de la Jenny Rose al
Almirantazgo y a la Lloyds de Londres, señalando la latitud y la longitud
exacta del percance, y rogándoles repetidamente que advirtieran a todos los
barcos que frecuentan aquellas regiones. Jamás me han respondido y
supongo que consideran mis informes como las chaladuras de un viejo con
demasiado ron en sus tripas. Pero esta mañana, Parson Willis me ha leído el
Times, como felizmente acostumbra a hacer todos los días, a pesar de
desperdiciar más de media hora con un viejo carcamal que encima es mudo.
En él se hablaba de unos barcos que habían desaparecido en cierta región de
los trópicos que sólo yo conozco bien.
Buenos hombres que se han ido al fondo.
Y ahora mismo, estoy seguro de ello, estarán satisfaciendo los apetitos
de aquella Cosa que no ha sido creada ni por Dios ni por los hombres, sino
que late con su propio fuego infernal en algún lugar en las profundidades
del océano.
Richard Middleton
(1882-1911)

Richard Middleton nació en Staines (Mddx.) el 28 de octubre de 1882 y


murió en Bruselas el 1 de diciembre de 1911. Criado en el seno de una
familia acomodada de la clase media inglesa, mostró desde pequeño una
extraordinaria sensibilidad, sensibilidad fácilmente distinguible en toda su
prosa y terriblemente definitoria al final de su vida. Middleton fue la
personificación poética del estereotipo romántico, un bohemio que apenas
vivía de lo que le reportaban la venta de sus escritos a importantes
periódicos de la época, un joven de un talento exquisito que jamás fue
reconocido en vida, un hombre que pasó por la pobreza, que no fue
correspondido en su amor, que intentó llevar una vida bohemia y que,
finalmente, a la edad de 29 años, decidió poner fin a su vida justo cuando
estaba a las puertas del éxito. Entre sus libros destacan The Ghost Ship and
Others (editado por Valdemar en la colección Diógenes con el título El
buque fantasma y otros relatos tristes y siniestros) y The Day Before
Yesterday. El relato aquí seleccionado es una verdadera delicia repleta de
humor, fantasía y, como en casi toda su obra, ciertos toques de tristeza.
EL BUQUE FANTASMA
Richard Middleton

Fairfield es un pequeño pueblo que reposa cerca de la


carretera de Portsmouth, a medio camino entre Londres y el
mar. Los forasteros que se topan con él de vez en cuando,
dicen que es un lugar bonito y de vetusta apariencia.
Nosotros, los que vivimos allí y le consideramos nuestro
hogar, no creemos que tenga nada especialmente bonito,
pero no desearíamos vivir en ningún otro sitio. Supongo que tenemos
grabadas en nuestras almas las siluetas de la taberna y de la iglesia, y los
campos que le rodean. Sea lo que sea, jamás nos sentimos cómodos lejos de
Fairfield.
Sin duda, los cockneys, con sus enormes casas y sus calles repletas de
ruido, pueden llamarnos paletos si quieren; pero, digan lo que digan, es
mucho mejor vivir en Fairfield que en Londres. El médico dice que, cuando
va a Londres, su alma se siente aplastada por el peso de los edificios, y eso
que él es un cockney de nacimiento. Tuvo que vivir allí cuando era un
chaval muy pequeño, pero ahora ya sabe qué es lo mejor. Ustedes,
caballeros —quizás alguno venga del mismo Londres—, pueden reír si
gustan, pero creo que un testimonio semejante vale más que un buen
puñado de argumentos.
¿Aburrido? Bueno, es posible que lo encuentren aburrido, pero les
aseguro que he estado escuchando esos chismes sobre Londres que llevan
chapurreando ustedes durante toda la noche, y no son absolutamente nada
comparados con las cosas que ocurren en Fairfield. Es por nuestra manera
de pensar y porque no nos metemos en los asuntos de los demás. Si alguno
de sus londinenses se sentara un sábado por la noche en el prado, cuando
los fantasmas de los mozos muertos en la guerra tienen cita con las
damiselas que reposan en el camposanto de la iglesia, no podría contener su
curiosidad, y entonces los fantasmas tendrían que irse en busca de algún
lugar más tranquilo. Pero nosotros les dejamos ir y venir a su antojo, y no
armamos ningún jaleo, y, en consecuencia, Fairfield es la región de
Inglaterra que más fantasmas tiene. Yo, por ejemplo, he visto un hombre sin
cabeza sentado en el borde del pozo a plena luz del día, mientras los niños
jugaban a sus pies como si se tratara de su padre. Tengan muy en cuenta lo
que les digo: los espíritus, al igual que los seres humanos, enseguida saben
cuál es el lugar idóneo para vivir.
Pero, en fin, tengo que admitir que lo que voy a contarles a continuación
fue un suceso bastante extraño, incluso para este rincón del mundo, donde
tres jaurías de perros fantasmas salen a cazar regularmente durante toda la
temporada, y donde el bisabuelo del herrero se pasa toda la noche herrando
las monturas de los caballeros muertos. Ésta, con seguridad, es una cosa que
nunca ocurriría en Londres, por culpa de la manía de los londinenses de
meterse en donde no les llaman, pero aquí el herrero reposa tranquilamente
acostado arriba y duerme tan profundamente como un lirón. Una vez que le
dolía mucho la cabeza les dio una voz a los de abajo para que no armasen
tanto ruido, y por la mañana descubrió que le habían dejado una vieja
guinea sobre el yunque, a modo de disculpa. Ahora la lleva siempre colgada
de la cadena del reloj. Pero sigamos con mi cuento; si empiezo a contarles
todos los sucesos extraordinarios que tienen lugar en Fairfield, no acabaría
nunca.
Todo vino a raíz de la gran tormenta que hubo en la primavera del
noventa y siete, el mismo año que tuvimos dos grandes tempestades. Ésta
fue la primera, y la recuerdo muy bien pues, por la mañana, descubrí que se
había llevado el techo de paja de mi pocilga con la misma facilidad con la
que el viento arrastra una cometa infantil y lo había esparcido por el jardín
de la viuda. Cuando miré por encima del seto, la viuda —la viuda del
difunto Tom Lamport— estaba escardando sus capuchinas con un pequeño
azadón. Después de estar con ella un rato me fui a «La zorra y las uvas»
para contarle al tabernero todo lo que me había dicho. El tabernero se echó
a reír, porque es un hombre casado y conoce muy bien al sexo débil.
—En cuanto a eso —dijo—, la tempestad ha arrojado algo en mi huerta.
Creo que es una especie de barco.
Me quedé muy sorprendido hasta que me explicó que tan sólo se trataba
de un barco fantasma y que, siendo así, no tenía por qué estropear sus
nabos. Llegamos a la conclusión de que el viento debía haberlo traído desde
Portsmouth, y luego nos pusimos a charlar de otras cosas. Se habían caído
dos lajas de pizarra de la casa del cura, y también un árbol enorme en el
prado de Lumley. Fue una tormenta realmente extraordinaria.
Creo que el viento había dispersado a nuestros fantasmas por toda
Inglaterra. Durante días y días fueron volviendo como buenamente
pudieron, en caballos maltrechos y con los pies tan doloridos como uno se
pueda imaginar, y estaban tan felices de regresar a Fairfield que algunos se
ponían a dar gritos de alegría por las calles, como si fueran niños pequeños.
El terrateniente dijo que el bisabuelo de su bisabuelo nunca le había
parecido tan maltrecho desde la batalla de Naseby, y eso que él es un
hombre muy educado.
Entre unas cosas y otras, debió transcurrir una semana antes de que todo
volviera a la normalidad, y una tarde, un poco después, me crucé con el
tabernero en la pradera; su rostro estaba cargado de preocupación.
—Me gustaría que me acompañaras a echar un vistazo a ese barco que
hay en mi huerta —dijo—; me da la sensación de que realmente está
aplastando los nabos bajo un gran peso. No quiero ni pensar lo que dirá la
parienta cuando lo vea.
Le acompañé vereda abajo, y desde luego que había un barco en medio
de su huerta, pero era un barco muy raro, de un tipo que nadie ha visto
sobre las aguas desde hace más de trescientos años, y menos aún plantado
ahí solitario, en medio de un sembrado de nabos. Estaba todo pintado de
negro y cubierto de relieves, y tenía un enorme ventanal corrido que iba de
un lado a otro de la popa y que era exactamente igual al que hay en el salón
del terrateniente. Unos cuantos cañoncitos negros adornaban la cubierta y
asomaban por las lumbreras, y tenía todas las anclas bien sujetas sobre la
tierra firme. En muchas tarjetas postales he visto las maravillas del mundo,
pero jamás he contemplado nada parecido a aquello.
—Parece muy sólido para ser un barco fantasma —dije, al ver que el
tabernero estaba muy fastidiado.
—Yo diría que está entre lo fantasmagórico y lo que no lo es —
contestó, dándole vueltas al asunto—, pero va a estropear algo así como
cincuenta nabos, y la parienta querrá que lo saque de aquí.
Nos acercamos y tocamos uno de sus costados; estaba tan duro como el
de un barco de verdad.
—Seguro que hay gente en Inglaterra que consideraría todo esto
bastante curioso —dijo.
Yo no es que entienda mucho de barcos, pero creo que aquel buque
fantasma debía tener sus buenas doscientas toneladas de solidez, y me daba
en la nariz que había venido con la intención de quedarse; me compadecí
del pobre tabernero, que era un hombre casado.
—Ni todos los caballos de Fairfield serían capaces de sacarlo de mi
campo de nabos —dijo, mirándolo con el ceño fruncido.
En ese momento oímos un ruido en la cubierta; miramos hacia arriba y
vimos que un hombre acababa de salir del camarote de proa y nos miraba
con toda la tranquilidad del mundo. Llevaba un uniforme negro con viejos
galones dorados, y en su cintura portaba un enorme sable enfundado en una
vaina de bronce.
—Soy el capitán Bartholomew Roberts —dijo, con voz de caballero—,
y estoy aquí para reclutar voluntarios. Creo que he llevado el barco un poco
lejos del puerto.
—¡Del puerto! —gritó el tabernero—. Pero si está usted a más de
ochenta kilómetros del mar.
El capitán Roberts ni tan siquiera pestañeó.
—¿Tan lejos? —dijo tranquilamente—. Bueno, tampoco pasa nada.
El tabernero se puso un poco inquieto al oír esto.
—No quisiera ser un vecino molesto —dijo—, pero me gustaría que no
hubiese traído su barco a mi sembrado. Hágase cargo, mi mujer aprecia en
gran medida estos nabos.
El capitán cogió una pizca de rapé del interior de una preciosa cajita de
oro que había sacado del bolsillo, y luego se limpió los dedos, de manera
muy elegante, con un pañuelo de seda.
—Tan sólo voy a estar aquí unos meses —dijo—, pero me sentiría muy
contento si un testimonio de mis buenas intenciones pudiera apaciguar a su
buena señora —y una vez dichas estas palabras, se quitó un gran broche de
oro del cuello de su casaca y se lo lanzó al tabernero.
Éste se puso tan colorado como una cereza.
—No puedo negar que le gustan mucho las joyas —consintió—, pero es
demasiado por medio saco de nabos.
Y, en verdad, era un broche realmente precioso.
El capitán se echó a reír.
—¡Qué va, hombre, qué va! —exclamó—. Es una venta obligada, y
usted merece un buen precio. Demos por zanjado el asunto.
Y, deseándonos los buenos días con una leve inclinación de cabeza, se
dio media vuelta y volvió a entrar en el camarote. El tabernero caminó
vereda arriba con el aspecto de un hombre al que le han quitado un peso de
encima.
—Esta tormenta me ha traído un poco de suerte —dijo—. A la parienta
le va a encantar este broche. Es mucho mejor que la guinea del herrero.
El noventa y nueve fue el año del jubileo, el año del segundo jubileo —
¿lo recuerdan?—, y hubo grandes celebraciones en Fairfield, de modo que
no tuvimos mucho tiempo para hablar del barco fantasma; aunque, dicho
sea de paso, nunca fue costumbre nuestra meternos donde no nos llaman. El
tabernero vio a su inquilino un par de veces mientras escardaba los nabos, y
le deseó los buenos días, y su mujer lucía el broche nuevo todos los
domingos cuando iba a la iglesia. Pero por aquel entonces no
acostumbrábamos a mezclarnos mucho con los fantasmas, excepto el tonto
del pueblo —¡pobre inocente!—, que no sabía con exactitud la diferencia
entre un fantasma y un hombre. El día del jubileo, sin embargo, alguien le
explicó al capitán Roberts por qué repicaban las campanas de la iglesia, y él
izó la bandera y disparó sus cañones como un buen y leal inglés. Es verdad
que los cañones estaban cebados y que uno de los disparos abrió un boquete
en el establo del granjero Johnstone, pero a nadie le importó mucho en una
ocasión tan señalada y llena de regocijo.
Sólo después de concluidas nuestras celebraciones empezamos a darnos
cuenta de que algo iba mal en Fairfield. El zapatero fue el primero que me
contó algo de esto una mañana que estaba en «La zorra y las uvas».
—¿Conoces tú al tío de mi tatarabuelo? —me preguntó.
—Te refieres a Joshua, ese fantasma tan pacífico —respondí, ya que le
conocía de sobra.
—¡Pacífico! —exclamó el zapatero muy indignado—. ¡Pacífico, dices!
¡Pero si llega siempre a casa a las tres de la madrugada, tan borracho como
un magistrado y despertándonos a todos con su escandalera!
—¡Ése no puede ser Joshua! —exclamé, pues le tenía por uno de los
más respetables fantasmas jóvenes del pueblo.
—Es Joshua —dijo el zapatero—; y como no ande con más cuidado se
va a encontrar de patitas en la calle una de estas noches.
Debo decir que toda esta conversación llegó a fastidiarme un poco, pues
no me gusta que nadie hable mal de su propia familia, y además, me
resultaba difícil creer que un jovencito tan responsable como Joshua se
hubiese dado a la bebida. Pero justo en ese momento entró el carnicero
Aylwin, y parecía tan enfadado que apenas sí atinaba a beber su cerveza.
—¡Pequeño botarate! ¡Pequeño botarate! —no paraba de decir; y
transcurrió un buen rato antes de que el zapatero y yo nos diésemos cuenta
de que estaba hablando de un antepasado suyo que murió en Senlac.
—¿Borracho? —preguntó esperanzado el zapatero, pues a todos nos
gusta sentirnos acompañados en nuestras desgracias. El carnicero asintió
secamente.
—¡Será bobo! —exclamó, vaciando su jarra de un trago.
Bueno, después de aquello mantuve mis oídos bien abiertos, y pude
descubrir que se repetía la misma historia por todo el pueblo. Apenas sí
había un solo fantasma, de entre todos los más jóvenes que moraban en
Fairfield, que no volviese a casa dando tumbos, a las tantas de la madrugada
y repleto de alcohol. Me acostumbré a despertarme por la noche y oír cómo
pasaban haciendo eses por delante de mi casa, cantando canciones
indecorosas. Lo peor de todo fue que nos resultó imposible guardar en
secreto aquellas escandaleras; la gente de Greenhill empezó a hablar del
«mojado Fairfield» y enseñaron a sus hijos una canción sobre nosotros:

En el mojado Fairfield, en el mojado Fairfield,


el pan y la manteca ya no quieren tomar.
¡Ron para el desayuno, ron para la comida,
ron para la merienda y ron para cenar!

En nuestro pueblo todos tenemos buen carácter, pero aquello ya era


demasiado.
Pronto nos enteramos de a dónde iban a beber los jóvenes, y el
tabernero se disgustó muchísimo al enterarse de que su inquilino actuaba de
tan mala manera; pero su mujer no quería ni oír una sola palabra acerca de
devolver el broche, así que no podía echar al capitán. Y con el tiempo, las
cosas fueron de mal en peor, y a cualquier hora del día se podía ver a
aquellos jóvenes réprobos durmiendo la mona en la pradera del pueblo.
Casi todas las tardes un carro fantasma solía acercarse traqueteando al barco
con un cargamento de ron y, aunque los fantasmas más viejos parecían
menos inclinados a aceptar la hospitalidad del capitán, los jóvenes, en
cambio, no dejaban pasar la ocasión.
Así las cosas, una tarde que estaba durmiendo la siesta llamaron a la
puerta y, cuando abrí, me encontré con el párroco, que parecía muy serio,
como si tuviese el encargo de realizar una tarea de la que no se creía capaz.
—Voy a hablar con el capitán acerca de todas esas borracheras que hay
en el pueblo, y quiero que me acompañes —dijo sin más.
En realidad, no puedo decir que la visita me gustara mucho, e intenté
convencer al párroco de que, después de todo, no se trataba más que de
fantasmas y que había que darles poca importancia.
—Vivos o muertos —exclamó—, yo soy responsable de su buena
conducta; así que voy a hacer bien mi trabajo y a detener este desorden
continuo. Y tú vas a venir conmigo, John Simmons.
Así que fui; el párroco era un hombre muy persuasivo.
Bajamos hasta donde estaba el barco, y mientras nos acercábamos
podíamos ver al capitán tomando el aire en la cubierta. Cuando vio al
párroco se quitó el sombrero con gran cortesía, y les puedo decir que me
sentí bastante aliviado al comprobar que aún guardaba el debido respeto por
los hábitos. El párroco respondió a su saludo y habló con voz fuerte y
decidida.
—Caballero, me gustaría intercambiar unas palabras con usted.
—Suba a bordo, señor, suba a bordo —respondió el capitán, y adiviné,
por el tono de su voz, que sabía perfectamente a qué habíamos venido.
El párroco y yo trepamos por una especie de escalerilla muy incómoda,
y el capitán nos llevó a un gran camarote en la parte de popa, el mismo en
el que se abría aquel gran ventanal corrido. Era el lugar más maravilloso
que uno pueda imaginarse en toda su vida, rebosante de vajillas de oro y
plata, espadas con piedras preciosas incrustadas, sillas de roble tallado y
enormes cofres que parecían estar a punto de reventar bajo el peso de las
guineas allí acumuladas. Incluso el párroco parecía sorprendido, y no se
negó demasiado cuando el capitán sacó dos copas de plata y las llenó de
ron. Probé la mía, y creo que no miento si digo que su sabor cambió por
completo mi punto de vista sobre el asunto que nos ocupaba. Aquel ron no
era mala cosa ni tenía nada de sospechoso, y sentí que era una tontería
censurar tanto a los muchachos por beber un licor semejante. Parecía que
por mis venas corría la miel y el fuego.
El párroco planteó con franqueza el asunto al capitán, pero yo no presté
mucha atención a lo que decía; estaba muy ocupado sorbiendo mi bebida y
contemplando, a través del ventanal, las idas y venidas de los peces que
nadaban por entre los nabos del tabernero. En aquellos momentos, me
pareció la cosa más normal del mundo que revoloteasen por allí; aunque
más tarde, naturalmente, pensé que aquello era una simple prueba de que en
realidad se trataba de un buque fantasma.
Pero, incluso entonces, me asombró bastante ver a un marinero ahogado
que flotaba por ahí en medio del aire, con el pelo y la barba llenos de
burbujas. Era la primera vez que veía algo semejante en Fairfield.
Durante todo el tiempo que pasé contemplando las maravillas de las
profundidades, el párroco le había estado diciendo al capitán que ya no
había paz ni descanso en el pueblo por culpa de las malditas borracheras, y
que los fantasmas jóvenes estaban dando un malísimo ejemplo a los más
viejos. El capitán escuchaba con gran atención, y sólo interrumpió un par de
veces para decir algo acerca de que los niños son sólo niños y que a los
jóvenes les gusta la francachela. Pero cuando el párroco terminó su
cháchara, llenó de nuevo nuestras copas de plata y le dijo al cura con mucha
elegancia:
—No desearía causar ningún tipo de problema allá donde soy tan bien
recibido, así que creo que se alegrará mucho si le digo que mañana por la
noche me haré de nuevo a la mar. Y ahora beban ustedes a la salud de una
próspera travesía.
Así que nos incorporamos y brindamos en su honor, y aquel ron tan
puro me pareció como el aceite hirviendo en mis venas.
Después de aquello, el capitán nos enseñó algunas de las curiosidades
que había traído de lejanos países; y sé que estábamos muy asombrados,
aunque luego no podía recordar con claridad qué era lo que habíamos visto.
Al poco me encontré andando con el párroco por el sembrado de nabos, y le
estaba diciendo algo respecto a las maravillas de las profundidades que
había visto a través de los ventanales del barco. Se volvió a mirarme muy
serio.
—Si yo fuera tú, John Simmons —dijo—, me iría directamente a la
cama.
Tiene una forma de decir las cosas como ningún otro hombre en el
mundo, así es el cura, e hice lo que me decía.
Bueno, pues al día siguiente empezó a levantarse un vendaval, y cada
vez soplaba con más y más fuerza; hasta que, a las ocho en punto de la
noche, escuché un ruido y me asomé a mirar en el jardín. Me temo que
ustedes no van a creerme, incluso a mí me resulta tremendamente raro, pero
el techado de paja de mi pocilga había vuelto a caer por segunda vez sobre
el jardín de la viuda. Decidí que era mejor no quedarme a oír lo que iba a
decirme la viuda sobre el tema, así que eché a andar a través de la pradera
en dirección a «La zorra y las uvas». El viento soplaba tan fuerte que yo iba
de un lado a otro bailando de puntillas como una moza en la fiesta del
pueblo. Cuando entré en la taberna, el tabernero tuvo que ayudarme a cerrar
la puerta; era como si una docena de cabras estuviesen empujando contra
ella para intentar meterse dentro y escapar de la tormenta.
—Menuda tormenta —dijo él, sirviéndome una cerveza—. He oído que
una chimenea se ha derrumbado en Dickory End.
—Es increíble cómo saben del tiempo estos marineros —dije—.
Cuando el capitán dijo que iba a partir esta noche, pensé que necesitaría un
poco de viento para llevar el barco hasta el mar, pero esto es demasiado.
—Pues sí —dijo el tabernero—, en verdad se marcha hoy por la noche;
y, fíjate, aunque se haya portado tan bien conmigo en lo que respecta al
alquiler, no creo que sea una gran pérdida para el pueblo. No comulgo con
esos señoritos que se hacen traer su bebida desde Londres, en lugar de
ayudar a ganarse la vida a los comerciantes locales.
—Pero tú no tienes un ron como el suyo —dije para sacarle de sus
casillas.
Su cuello empezó a ponerse colorado por encima de la camisa; temí
haber llegado demasiado lejos, pero enseguida recobró el aliento y dio un
gruñido.
—John Simmons —dijo—, si has venido hasta aquí en semejante noche
borrascosa sólo para decirme una sarta de estupideces, estás perdiendo el
tiempo.
Bueno, claro, tuve que apaciguarle alabando su ron; y que el cielo me
perdone por jurar que el suyo era mejor que el del capitán. Pero es que los
labios de los vivos, excepto los del párroco y los míos, jamás han probado
un ron semejante. El caso es que, de una manera u otra, conseguí
tranquilizarle, y a continuación tuvimos que tomar un vaso de su mejor ron
para comprobar su calidad.
—¡A ver si puedes paladear otro mejor! —gritó, y ambos levantamos
los vasos en dirección al gaznate. Pero nos quedamos boquiabiertos a mitad
de camino, pues el viento, que hasta entonces había estado aullando afuera
como un perro rabioso, se volvió de repente tan dulce como los villancicos
que cantan los niños del coro en Nochebuena.
—Seguro que no se trata de mi Marta —susurró el tabernero. Marta era
su tía abuela, que vivía en el desván de arriba.
Fuimos hasta la puerta, y el viento la abrió con tanta fuerza que el
tirador se incrustó en el yeso de la pared. Pero no le prestamos mucha
atención en aquellos momentos; por encima de nuestras cabezas, navegando
con delicadeza entre las estrellas azotadas por el viento, se deslizaba el
navío que había pasado todo el verano en el prado del tabernero. Las
lumbreras y el ventanal corrido de popa resplandecían de luces, y desde las
cubiertas llegaba el rumor de canciones y violines.
—¡Se ha ido —gritó el tabernero por encima del rugido de la tempestad
—, y se ha llevado a la mitad del pueblo consigo!
Sólo pude asentir con la cabeza, pues mis pulmones no son tan fuertes
como las membranas de cuero de los fuelles.
Por la mañana pudimos comprobar el poder de la tormenta y, dejando a
un lado mi pocilga, había causado los suficientes destrozos como para
mantener al pueblo ocupado durante una buena temporada. Aunque bien es
cierto que los mozos no tuvieron que cortar leña para la chimenea aquel
otoño, ya que el viento había cubierto el bosque con más ramas de las que
eran capaces de acarrear. Muchos de nuestros fantasmas fueron dispersados
por ahí; pero esta vez muy pocos volvieron, pues todos los jóvenes habían
embarcado con el capitán, y no sólo fantasmas, ya que el tonto del pueblo
también había desaparecido. Nos imaginamos que se habría colado de
polizón, o tal vez enrolado de camarero, porque para otra cosa no valía.
El pueblo anduvo bastante trastornado un tiempo con los lamentos de
las jóvenes fantasmas y las quejas de los familiares que habían perdido
algún antepasado, y lo más gracioso era que, precisamente los que más
habían protestado por el comportamiento de los jóvenes, ahora los echaban
en falta más que ningún otro. No me compadecía del zapatero o del
carnicero, que iban de un lado para otro diciendo cuánto echaban de menos
a sus queridos muchachos, pero me producía gran lástima escuchar a las
pobres y afligidas chiquillas, que al anochecer vagabundeaban por la
pradera recitando el nombre de sus enamorados. No me parecía justo que
perdieran a su hombre por segunda vez, después de haber renunciado a la
vida, con toda seguridad, para reunirse con ellos. Sin embargo, ni tan
siquiera los fantasmas están tristes para siempre, y al cabo de unos meses,
cuando estuvimos plenamente convencidos de que los que se habían ido en
el barco ya no volverían nunca, dejamos de hablar del asunto.
Y en esto que un día —un par de años después, diría yo—, cuando toda
aquella historia estaba completamente olvidada, ¿quién dirán ustedes que
vino dando tumbos por la carretera de Portsmouth?… Pues aquel chico
idiota que se marchó en el barco sin esperar a morirse para ser un fantasma
como es debido. Jamás, en toda su vida, verán ustedes un muchacho como
aquél. Llevaba un enorme y mohoso machete colgando de una cadena a la
cintura, y tenía todo el cuerpo tatuado con colores brillantes, de tal forma
que su cara parecía el muestrario de una tienda de mujeres. En la mano
sujetaba un hatillo lleno de conchas extrañas y de pequeñas monedas muy
antiguas y bastante curiosas. Se acercó al pozo que había al lado de la casa
de su madre y echó un buen trago de agua, tan tranquilo como si no hubiese
estado en ningún sitio digno de mención.
Y lo peor de todo es que seguía tan tonto como siempre, y por más que
lo intentamos no pudimos sonsacarle nada coherente. Dijo una serie de
tonterías sin sentido acerca de pasar por debajo de la quilla y de caminar
por la plancha, y no sé qué sobre crímenes sangrientos; cosas todas ellas
que un marino decente debe ignorar por completo. Así que, a mí me dio la
impresión, a pesar de sus modales, de que el capitán tenía más de pirata que
de noble marinero. Pero sacar algo coherente de aquel muchacho era tan
difícil como pedirle peras a un olmo. Siempre repetía un cuento estúpido
que se le había quedado grabado en el cerebro, y si uno se ponía a
escucharle daba la sensación de que era la única cosa que le había pasado
en toda su vida.
—Habíamos echado el ancla —decía— junto a una isla que se llamaba
la Cesta de las Flores, y los marineros habían atrapado un montón de loros y
estábamos enseñándoles a decir palabrotas. Subían y bajaban por las
cubiertas, y empleaban un lenguaje horrible. Entonces miramos al horizonte
y vimos los mástiles de un navío español que estaba fuera del puerto.
Habían zarpado, así que arrojamos a los loros por la borda y nos
preparamos para el combate. Y todos los loros se ahogaron en el mar y
graznaban unos juramentos ignominiosos.
Esta clase de chico era. Sólo decía tonterías sobre unos loros cuando
nosotros le estábamos preguntando acerca de la batalla. Y nunca fuimos
capaces de enterarnos como es debido porque un par de días después
desapareció de nuevo, y no le hemos vuelto a ver desde entonces.
Bueno, y ésta es mi historia, aunque les aseguro que cosas parecidas
ocurren continuamente en Fairfield. El barco no ha regresado jamás, pero
según van envejeciendo los vecinos, les da por pensar que una de esas
noches ventosas volverá navegando por encima de los setos con todos los
fantasmas perdidos a bordo. Bueno, si regresa, será bien recibido. Hay una
muchachita fantasma que nunca ha perdido la esperanza de volver a ver a su
enamorado. Se la puede ver todas las noches en la pradera, forzando sus
pobres ojos con la ilusión de descubrir las luces de los mástiles brillando
sobre las estrellas. Podemos decir que es una chiquilla fiel, y creo que no
me equivoco ni un ápice.
La huerta del tabernero no perdió un penique con la visita, pero todo el
mundo dice que, desde entonces, los nabos que allí crecen tienen un regusto
a ron.
GLOSARIO DE TÉRMINOS NÁUTICOS

Acollador. Cabo de distintos grosores que se pasa por los ojos de


las vigotas y sirve para tensar el cabo más grueso al que están
enrolladas las vigotas.

Adujar. Recoger en adujas (vueltas o roscas circulares u


oblongas) un cabo, cadena o vela enrollada.

Aferrar. (1) Recoger las velas, después de haberlas cargado bajo


las vergas, y fijarlas a estas últimas mediante los tomadores. (2)
Cuando las uñas del ancla hacen presa en el tenedero.

Aleta. Maderos curvos que forman la cuaderna última de popa y


están unidos a las extremidades de los talones curvos de la popa del
barco.

Amantillo. Jarcia de labor cuyo cometido consiste en sostener


una percha por el extremo. El amantillo toma su nombre de la
percha a la que se aplica. Los amantillos de las vergas están fijados
en el extremo superior y descienden en triángulo hacia los extremos
de las vergas, manteniéndolas horizontales.

Amura. (1) Cada una de las partes curvadas del casco que
forman la proa. (2) Parte exterior del casco entre la proa y 1/8 de la
eslora. (3) Cada uno de los dos cabos de las velas bajas de trinquete,
mayor y mesana.
Amurada. Cada uno de los costados del buque por la parte
inferior.

Andarivel. Cabo grueso que se utiliza como pasamanos. Cabo


para izar pesos a bordo.

Aparejo. Conjunto de palos, vergas, jarcias y velas de un buque,


y que se llama de cruz, de cuchillo, de abanico, etc., según la clase
de vela.

Arboladura. Conjunto de palos y vergas de un buque.

Arriar. Hacer descender cualquier objeto por medio de un cabo


que lo enrolla o al que está embragado: arriar velas, arriar botes, etc.

Babor. Lado o costado izquierdo de la embarcación mirando de


popa a proa.

Baluma. El lado más largo de una vela, situado hacia la popa,


que también se llama caída de popa.

Bao. Cada uno de los miembros de madera, hierro o acero que,


puestos de trecho en trecho de un costado a otro del buque, sirven de
consolidación y para sostener las cubiertas.

Barlovento. Parte de donde viene el viento, con respecto a un


punto o lugar determinado.

Batayola. Barandilla, fija o elevada, hecha de madera, que se


colocaba sobre las bordas del buque para sostener los empalletados.

Bauprés. Palo cilíndrico que sobresale de la proa de un barco o


embarcación de vela, incluso de las provistas de motor auxiliar.

Bita. Conjunto de dos piezas cilíndricas de hierro o acero,


fuertemente empernada a cubierta para dar vueltas en ellas a las
estachas o cabos de amarre.

Bitácora. Especie de armario, fijo a la cubierta y al lado de la


rueda del timón, en el que se pone la aguja de marcar.

Bola de tope. Véase Perilla.

Bolina. (1) Cabo con que se hala hacia proa la relinga de


barlovento de una vela para que reciba mejor el viento. (2) Sonda,
cuerda con un peso al extremo. (3) Cada uno de los cordeles que
forman las arañas que sirven para colgar los coyes (4) Ir, navegar de
bolina. Navegar de modo que la dirección de la quilla forme con la
del viento el ángulo menor posible.

Botavara. Palo horizontal que, apoyado en el coronamiento de


popa y asegurado en el mástil más próximo a ella, sirve para cazar la
vela cangreja.

Bracear. Maniobrar para orientar las vergas de manera que sus


velas puedan tomar la posición más conveniente en relación con la
dirección del viento.

Braza. Cada una de las jarcias y cabos de labor que permiten


bracear una verga.

Bricbarca. Buque de tres o más palos sin vergas de cruz en la


mesana.

Briol. Tipo de motón cuya caja parece un violín. De ahí también


su nombre de motón de violín o violín.

Burda. Jarcia firme cuyo extremo superior se fija a un palo,


mientras que el inferior se tesa en cubierta a las mesas de
guarnición, bordas o regalas hacia popa del palo y lateralmente al
mismo.
Cabilla. (1) Pequeña barra de madera, de unos 30 cm. de largo,
cuya parte superior se parece al mango de la porra de un guardia. (2)

Cabilla de la caña o rueda del timón. Empuñadura


correspondiente a cada radio de la rueda del timón.

Cabillero. Tabla recia o plancha metálica rectangular o, incluso,


circular (alrededor de un palo), con agujeros por los que pasan las
cabillas.

Cabo. Definición genérica de todas las cuerdas de la Marina,


independientemente del material de que están hechas.

Cabrestante. Máquina accionada a vapor, motor de explosión o


incluso a mano que permite realizar considerables esfuerzos
desarrollando poca potencia.

Cabullerías. Cordeles y filásticas empleados a bordo para


ligadas y costuras.

Cargar. Aferrar la vela cuadra llevándola hacia el centro de la


verga para formar el bolso que se cierra con el briolín (briol
pequeño).

Castillo de popa. Véase Toldilla.

Castillo de proa. Estructura situada por encima de la cubierta


principal, que va aproximadamente desde el palo de proa o trinquete
hasta la roda. Servía de alojamiento a la tripulación ordinaria.

Cofa. Plataforma semicircular con barandillado o construcción


parecida, situada en la parte alta de los palos machos.

Cornamusa. Pieza de madera rígida o más comúnmente de metal


anticorrosivo, de distintas dimensiones, con uno o dos brazos, fijada
en la cubierta de un barco o una embarcación, en la cual se dan
vueltas las jarcias de labor.

Coronamiento. Elemento de unión entre las falcas y el espejo de


popa. Por extensión, dícese también del extremo más a popa.

Cote. Vuelta que se da al chicote de un cabo, alrededor de un


firme, pasándolo por dentro del seno.

Cruceta. Maderos (brazos) laterales fijados a varias alturas del


palo para distanciar del mismo los obenques.

Cruz. En cruz. Posición de las vergas de un barco de vela cuando


están orientadas perpendicularmente a la quilla de dicho barco.

Cuartos. Véase Guardias.

Chafaldetes. Cada uno de los dos cabos de labor que accionan


en el puño de escota de la vela cuadra para cargarla (recogerla) hacia
la cruz de la verga.

Derrelicto. Buque u objeto abandonado en el mar.

Driza. Cuerda o cabo con que se arrían o izan las vergas, y


también el que sirve para izar los picos cangrejos, las velas de
cuchillo y las banderas o gallardetes.

Drizar. Arriar o izar las vergas.

Enjaretado. Rejilla de madera o de hierro, empleada en lugar de


una superficie continua para cubrir la abertura de una escotilla y
permitir su ventilación.

Escota. Jarcia de labor, de cáñamo o algodón que va firme en el


puño de escota y sirve para cazar la vela según la dirección e
intensidad del viento.
Escotilla. Cada una de las aberturas que hay en las diversas
cubiertas para el servicio del buque.

Espejo de popa. Parte de la popa de un barco, de forma variable


dependiendo de las líneas del casco que en ella terminan. Se inicia
encima de la bovedilla y puede ser plana, angular o redondeada.

Estay. Jarcia (cabo) firme, generalmente en alambre de acero,


que sostiene hacia proa el palo de un buque o embarcación.

Estribor. Banda o costado derecho del navío de popa a proa.

Estrobo. Anillo hecho de filásticas de cáñamo o de nailon


ligadas juntas, o bien de cabo vegetal o de acero.

Facha. Coger en facha. Dícese del viento cuando, debido a un


repentino salto o a una falsa maniobra del timonel, alcanza las velas
por su cara de proa o revés, haciendo que la velocidad del buque se
reduzca.

Falca. Tabla corrida de proa a popa que, colocada verticalmente


sobre la borda de las embarcaciones, impide la entrada de agua.

Filástica. En la fabricación de cabos en general es el elemento


principal, formado por la reunión y torsión, de izquierda a derecha,
de varios filamentos de fibra.

Flechadura. Conjunto de flechastes de una tabla de jarcia.

Flechaste. Cada uno de los trozos de madera o hierro forrados


con un cabo que, en general en los grandes barcos de vela, sirven
para que la marinería pueda subir a las vergas a realizar las
maniobras de las velas.

Fragata. Velero de tres palos de velas cuadras, con bauprés con


tres o más foques.
Gavia. En los veleros grandes o embarcaciones de velas cuadras,
la segunda vela, contando a partir de la parte baja del palo mayor.

Guardia. Las guardias son servicios de vigilancia que se llevan a


cabo en un buque durante la navegación. Los turnos son de cuatro
horas. Los de noche se llaman de prima (de 8 a 12), de media (de 12
a 4) y de alba (de 4 a 8). El último de la tarde (de 4 a 8) se divide en
dos mitades llamadas medias guardias o cuartillos.

Guardia de cuartillo. Véase Guardia.

Imbornal. Agujero o registro en los trancaniles para dar salida a


las aguas que se depositan en las respectivas cubiertas, y muy
especialmente a la que embarca el buque en los golpes de mar.

Izar. Verbo que significa hacer subir, cobrando o virando un


cabo.

Jarcia. Cabo vegetal, metálico o de fibras sintéticas (también


cadena), provisto de los accesorios necesarios, que se emplea a
bordo de buques y embarcaciones para sostener, fijar y efectuar
maniobras.

Juanete. La segunda de las vergas (contando desde lo alto del


palo) que se cruzan sobre las gavias, y las velas que en aquéllas se
envergan.

Lascar. En sentido genérico equivale a dejar correr o salir, o sea


filar una escota, un cabo tenso, sea por imposición de las maniobras
(lascar las escotas), sea para disminuir la tensión a que está
sometido el cabo.

Ligada. Unión de dos cabos distintos para impedir que se


deslicen uno sobre otro.
Ligazones. Las piezas más o menos curvadas que constituyen la
cuaderna de un buque de madera.

Lingüetes. Diente o barra corta de metal y, a veces, de madera


dura, aplicado a mecanismos giratorios para impedir la inversión del
sentido de la rotación.

Maceta de aforrar. Pequeño utensilio de madera que se emplea


para aforrar cabos, o sea, para envolverlos con piola, meollar, etc., y
de este modo protegerlos del desgaste y los roces.

Mamparo. Tabique de madera o metálico que sirve de división


entre los diversos locales y compartimentos de un buque o
embarcación de madera o hierro.

Marchapié. Cabo de cáñamo o de metal, pendiente por debajo de


una verga, fijado al peñol (extremo) y a la parte central (racamento)
de la misma, que permite a los gavieros deslizar los pies en él
mientras apoyan el tórax en la verga.

Mastelero. Cada uno de los palos menores que van sobre los
palos principales y sirven para sostener las vergas y velas de gavias,
juanetes y sobrejuanetes, de las que toman el nombre.

Mástil. (1) Palo de una embarcación. (2) Palo menor de una


vela. (3) Cualquiera de los palos derechos que sirven para sostener
una cosa.

Meollar. Pequeño chicote que se pasa entre los cordones de un


cabo cuando se quiere alisar su superficie para poderlo forrar.

Mesana. Puede ser palo, verga o vela. Siempre es el palo más


situado a popa; la vela y la verga adoptan su nombre de él.

Motón. Caja de bronce, latón, madera o materiales sintéticos por


donde pasan los cabos. El motón de rabiza sirve para dar
determinada dirección a un cabo del que hay que halar.

Nervio. Término que indica los cabos de acero que constituyen


las jarcias firmes.

Obenques. Cabo de acero que forma parte de las jarcias firmes


de un palo y que ayuda a sostenerlo.

Orzar. Inclinar la proa hacia la parte de donde viene el viento.

Ostaga. Cabo que hace las veces de amante del aparejo en las
drizas de ciertas velas, como las de gavia.

Palo. Mástil de abeto, pino o pino tea, o incluso de metal. Puede


ser de estructura sencilla o compuesta, macizo o hueco, en forma
cilíndrica o de tronco de cono muy alargado y de sección circular o
elíptica. Se coloca en posición vertical o ligeramente inclinada (por
lo general hacia popa, a excepción del palo de bauprés), con el eje
en el plano de simetría del barco y sostenido por el conjunto de
jarcias firmes.

Pallete. Estera hecha con filásticas trenzadas entre sí, o también


con tela recia atada con mediares.

Pantoque. Curvatura del casco entre los costados y el fondo más


o menos plano, a ambas bandas y desde las amuras hasta las aletas.
También se llama pantocada.

Pañol. Cada uno de los compartimentos que se hacen en un


buque para guardar provisiones y pertrechos.

Paquebote. Embarcación que lleva la correspondencia pública, y


generalmente pasajeros también, de un puerto a otro.

Penol. Extremidad exterior, más delgada de una verga y de un


batalón.
Percha. Tronco enterizo de árbol, que se utiliza para la
construcción de piezas de arboladura, vergas, etc.

Perigallo. Aparejo de varias formas que sirve para sostener una


cosa.

Perilla de tope. Ensanchamiento con que terminan algunos palos


de madera en sus extremos. También llamada gola de tope.

Perno. Pieza de hierro u otro metal, larga, cilíndrica, con cabeza


redonda por un extremo y asegurada con una chaveta, una tuerca o
un remache por el otro, que se usa para afirmar piezas de gran
volumen.

Pico. Verga de cangreja áurica dispuesta de manera que forme


con el palo un ángulo hacia lo alto no inferior a los 40º.

Popa. Extremidad posterior del casco de un buque o


embarcación.

Portalón. Abertura a manera de puerta, hecha en el costado del


buque y que sirve para la entrada y salida de personas o cosas.

Pretil. Murete o vallado de madera u otra materia que se coloca


en determinados sitios para preservar de caídas.

Proa. La parte delantera de un buque o embarcación.

Puño. Nombre de cada una de las extremidades de las velas que


se fijan a los palos, vergas, picos, etc.

Quilla. Elemento principal de la construcción de un casco, que


puede estar formado por una o varias vigas unidas entre sí. Corre de
proa a popa por debajo del casco.
Rabiza. (1) Cabo delgado, unido por un extremo a un objeto para
sujetarlo donde convenga o manejarlo en cualquier forma. (2) Tejido
situado en el extremo de un cabo para que no se descolche.

Racamento. Collar que sujeta una verga al palo correspondiente.

Relinga. Cabo metálico, vegetal o de materiales sintéticos


cosidos a los bordes de una vela para aumentar su resistencia y
facilitar su envergamiento.

Riel de la corredera. Instrumento para medir la velocidad


efectiva del buque en la superficie del agua. Generalmente, la
corredera se coloca en el extremo de popa.

Rizos. Cada uno de los pedazos de cabo blanco, que pasando por
los ollaos abiertos en línea horizontal en las velas de los buques,
sirven como de envergues para la parte de aquéllas que se deja
orientada, y de tomadores para la que se recoge o aferra, siempre
que por cualquier motivo convenga disminuir su superficie.

Roda. Pieza de refuerzo situada sobre la prolongación del plano


longitudinal de los barcos, que remata el ángulo de proa formado
por las amuras.

Sobrejuanete. Cada una de las vergas que se cruzan sobre los


juanetes, y las velas que se envergan en las mismas.

Sotavento. (1) Costado de la nave opuesto al de barlovento. (2)


Parte que cae hacia aquel lado.

Tajamar. Tablón recortado en forma curva y ensamblado en la


parte exterior de la roda, que sirve para hender el agua cuando el
buque marcha.

Toldilla. Lona que cubre y protege del sol la redonda de popa.


Por extensión, es frecuente llamar también así a la cubierta de popa.
Trancanil. Serie de maderos fuertes tendidos tope a tope y desde
la proa a la popa, para ligar los baos a las cuadernas y al forro
exterior.

Trinquete. En los buques de vela, el primer palo a partir de la


proa. Las vergas, velas, jarcias, etc., que se fijan en él toman el
nombre del mismo.

Vela. Superficie de lona o tejido sintético, modelada en forma


aerodinámica, capaz de aprovechar la fuerza del viento para la
propulsión de buques o embarcaciones de vela. Hay muchos tipos de
velas: cuadras, latinas, áuricas, etc. Y todas tienen un nombre
según su forma o situación.

Verga. Percha de madera o metal, maciza o hueca, de sección


circular o elíptica, que va afilándose hacia los extremos. En ellas se
envergan las velas y reciben el nombre de aquéllas.

Verga seca: la verga más baja del palo de mesana cuando carece
de velas (de ahí su nombre) y sólo sirve para amurar la
sobremesana.

Vigota. Especie de motón de madera de forma redonda y


achatada, que tiene alrededor un surco en el que se aplica el estrobo
que sirve para fijarla.
Notas
[1]Véase la entrada «Guardia» en el Glosario de Términos Náuticos que
hay al final del libro. <<
[2]
Nostramo. Tratamiento propio de los contramaestres de navío. Se trata de
una palabra que actualmente se encuentra en desuso. <<
[3] Ofiolatría. Culto de las serpientes. <<
[4] Tercianas. Palabra utilizada en medicina para definir unas calenturas
intermitentes que se repiten cada tres días. <<
[5] Jorro. A remolque. <<
[6]Véase la entrada «Guardia» en el Glosario de Términos Náuticos que
hay al final del libro. <<
[7] Buque fantasma que a veces se aparece a los marineros, sobre todo
durante las tempestades. La leyenda cuenta que su capitán, Van Straaten,
zarpó del puerto un Viernes Santo debido a una apuesta y que, a pesar de
que le advirtieron de la solemnidad religiosa del día, él dijo que nadie le
haría cambiar de opinión, ni tan siquiera el mismísimo Dios. Esta blasfemia
fue castigada, y el barco y toda su tripulación, capitán incluido,
desaparecieron en medio del océano. Desde entonces la gente de mar cuenta
que su navío es frecuentemente avistado, sobre todo en mitad de alguna
tempestad, y que no es capaz de ganar espacio ni abatir, que no puede tomar
puerto y que está condenado por Dios a vagar de esta manera hasta el fin de
los tiempos y el día del Juicio Final.
La leyenda ha ido sufriendo modificaciones y así el nombre del impío
capitán pasó a ser Van der Dechen, Barent Focke y Van der Decken (que es,
quizás, el más conocido). También el nombre del barco ha sufrido
modificaciones: para los latinos es «el buque fantasma» o «el holandés
errante», mientras que los ingleses, alemanes y holandeses le denominan
«el holandés volante», es decir, the Flying Dutchman, der fliegende
Holländer o de vliegende Hollander. <<
[8] Scottish Heath. Patria Escocesa. <<
[9] Frisco. Nombre abreviado que se le da a la ciudad de San Francisco. <<
[10]Pedo de lobo. Hongo de color blanco, cuyo cuerpo fructífero, cerrado y
semejante a una bola, a veces muy voluminosa, se desgarra cuando llega a
la madurez y deja salir un polvo negro, que está formado por las esporas. Se
empleaba para restañar la sangre y para otros usos. <<
[11] Black Moth. Mariposa Negra. <<
[12]Galera. Buque de guerra difundido durante la Edad Media y empleado
hasta el siglo XVII. Estaba armado de remos y también de vela, tenía
aproximadamente 50 metros de eslora, 7 de manga y 2 de calado. Llevaba
uno o dos palos aparejados con velas latinas. Se llamaba galera porque
empleaba como remeros a los galeotes. <<
[13]
Véase nota en Los demonios del mar, de William Hope Hodgson, en la
página 102. <<
[14]Noctiluca. Protozoo flagelado, marino, de cuerpo voluminoso y esférico
y con un solo flagelo, cuyo citoplasma contiene numerosas gotitas de grasa
que al oxidarse producen fosforescencia. A la presencia de este flagelado se
debe frecuentemente la luminosidad que se observa en las aguas del mar
durante la noche. <<
[15]Véase la entrada «Guardia», en el Glosario de Términos Náuticos, al
final del libro. <<
[16]Isla situada en la Bretaña francesa, cerca de Brest, que apenas emerge
seis metros sobre el nivel del mar, en la que existe un famoso faro y de la
que se cuentan todo tipo de leyendas; incluso se dice que permanece en el
mismo estado desde el principio de los tiempos y la creación del mundo. <<
[17] Laúd. Embarcación pequeña del Mediterráneo, de un palo con vela
latina, botalón con un foque y una mesana a popa. <<
[18] Derrelicto. Buque u objeto abandonado en el mar. <<
[19]Véase la entrada «Guardia», en el Glosario de Términos Náuticos, al
final del libro. <<
[20] Compañía Ryder para la Explotación del Pacífico Sur. <<

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