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Mares tenebrosos
Una antología de cuentos de terror en el mar
Valdemar: Gótica - 53
ePub r1.3
orhi 21.05.2019
Título original: Mares tenebrosos
AA. VV., 2004
Traducción: José María Nebreda
Ilustración de cubierta: N. C. Wyeth
***
Hongos de Yuggoth.
H. P. Lovecraft
y la noche como un luto
absoluto
viene al par
con siniestra y honda calma
sobre su alma
y sobre el mar.
Fragmento de El gaviero
Salvador Díaz Mirón
Venía, con las velas desplegadas,
Contra el viento que soplaba
Hasta que pudimos distinguir
Los rostros de la tripulación.
Fragmento de Naufragio.
Leopoldo de Luis
Nos topamos con el Holandés Errante;
Llegó al anochecer,
Y su casco ardía con las llamas del infierno,
Y sus velas eran de fuego;
Fuego en el palo mayor,
Fuego en la proa,
Fuego en las cubiertas,
Fuego en su interior.
H. P. Lovecraft
(1890-1937)
In memory of
Capt
JOSHUA SNOW
who died
Aug 9, 1837
in the 40th year of
his age
UN BARCO MALDITO
Joshua Snow
Capítulo I
Capítulo II
Pero pronto descubrí que no podía dormir. Y a pesar de que acababa de
naufragar, mi cuerpo no estaba de ninguna manera exhausto. El huracán se
nos había echado encima casi sin que el barómetro lo detectara,
sorprendiéndonos en los Estrechos de Torres, ese canal ancho, aunque
traicionero, que se abre entre la gran isla continental de Australia y esa
última e inexplorada tierra de misterio, la verde, húmeda e inhóspita Nueva
Guinea.
Nosotros tres, junto con el muchacho canaco, habíamos hecho todo lo
posible por arriar las velas, pero las ciegas ráfagas del huracán nos habían
vencido. Durante dos horas, quizás, fuimos empujados sin descanso en
dirección norte con los mástiles al descubierto. Luego, mientras el propio
Douglas Gordon, encaramado a las amuras, gritaba que había tierra a la
vista, se produjo el choque. Duró poco, pero las aguas se precipitaron como
una avalancha sobre nosotros. Luego la relativa tranquilidad de la bahía y
después la playa.
No, no podía dormir. No estaba lo suficientemente agotado.
Me quedé tumbado sobre la cálida arena coralina y contemplé los cielos
despejados y me pregunté ciertas cosas. Y sobre todo, no dejaba de pensar
en esa extraña sensación de intranquilidad que había hecho presa en mí
mientras me arrastraba hacia la negra línea de vegetación que se extendía
delante. Aquella vegetación me había atraído al principio, como si me
llamara mientras vadeaba los bajíos; allí, justo delante, encontraría refugio
al lacerante viento. Y luego, mientras me aproximaba, empezó a repelerme.
Mientras permanecía allí tumbado, empecé a sentir, tanto en mi cuerpo
como en el interior de mi alma, que no se trataba de ningún refugio. Algo
—no sé cómo llamarlo— estaba allí al acecho. En mi interior se elevaba
una voz que me urgía a no buscar refugio en aquellas espesuras. Me
advertía que no era ningún tipo de refugio, sino algo más.
El viento cesó y, excepto por algún remolino ocasional en la arena, dejó
tras de sí una paz creciente que desvaneció en cierta medida aquella
atmósfera estremecedora. Volví a decirme a mí mismo que era un necio.
Todo había sido producto de la oscuridad de la noche, de la desolación por
el naufragio y de la mera casualidad de que aquella isla no estaba adaptada
al crecimiento natural de las palmeras. Esto último era algo excepcional,
bien es cierto, pero había influido fuertemente en mi imaginación. Y que el
viento no produjera ningún sonido al rozar con los matorrales bajos, junto
con el malestar que produce una noche oscura y tormentosa. Todo eran
tonterías. Yo era un necio.
Y sin embargo, ¿qué pasaba con Doug?
Desde luego, él también había sentido algo. ¿Qué había dicho? ¿Que se
había arrastrado por el borde de aquella espesura durante casi trescientos
metros en busca de refugio? ¿Por qué no había entrado dentro? ¿Acaso no
era un refugio?
Aquella forma de actuar no era propia de él. Desde hace tiempo he
surcado los siete mares con Douglas Gordon y nos hemos vistos envueltos
en muchas situaciones comprometidas; nunca le he visto atemorizarse ante
el peligro, ni le he sorprendido en una duda. Pero ahora… ¿por qué miraba
desconcertado la negra espesura que se extendía delante de nosotros?
¿Acaso había sentido él también lo mismo que yo sentía?
Si así fuera, entonces todo este asunto no era tan sólo el producto de mi
propia imaginación auto estimulada. No, había algo más.
De repente me puse rígido, con el cuerpo en tensión.
Un olor —un olor peculiar, húmedo, acre— flotaba en el aire ahora en
calma. Un olor extraño, denso, casi tangible, y pesado, como si se tratara de
una especie de vapor miasmático pegado al suelo a causa de su propia
humedad.
Con toda seguridad no provenía del mar. Tampoco podía bajar de las
nubes que teníamos encima, ni filtrarse a través de las arenas coralinas.
Sólo podía proceder de un lugar. La vegetación que coronaba la suave
ladera de arena que se extendía delante de nosotros.
¿Y si no se trataba de una isla de origen coralino?… Cogí un puñado de
arena. Sí, las partículas redondeadas y resbaladizas procedían de los corales
descompuestos, mezcladas con los granitos afilados de las rocas silíceas que
poblaban la costa. La súbita duda que me había asaltado sobre la tierra en la
que habíamos naufragado me abandonó; el huracán no nos había llevado
mucho más al norte de la isla principal de la salvaje Nueva Guinea. Sin
duda nos encontrábamos sobre una isleta de origen coralino.
Y sin embargo, en las formaciones de coral no solía haber regiones
pantanosas. Y ese peculiar hedor sólo podía proceder de una ciénaga
húmeda y encharcada. La sensación de que aquí había algo que no era del
todo normal empezó a tomar fuerza de nuevo.
Contemplé a mi viejo camarada. Permanecía recostado sobre la arena,
con los brazos extendidos y los ojos cerrados. Me pregunté si estaba
dormido, aunque dudé en susurrarle. Si había conseguido encontrar una paz
inconsciente después de los sucesos de las últimas horas, despertarle era lo
último que deseaba. No, de momento era mejor que me guardara mis
inquietudes para mí mismo.
El hedor persistía.
Y ahora, también, a pesar de los irregulares estertores de la tormenta
que poco a poco moría, noté una cierta calidez.
Aquello, por sí solo, no era algo inusual.
En estos mares ecuatoriales, la fuerza del sol se desparrama literalmente
sobre las regiones terrestres con la misma fuerza que lo hace sobre las aguas
azules y, tanto por la noche como por el día, de la tierra emana una
templanza suave que reconforta a cualquiera que esté tumbado sobre sus
arenas.
Gracias al estímulo de esta bonanza, y a las lluvias torrenciales, la fértil
tierra responde, haciendo brotar esa vegetación tropical exuberante e
incontenible que tanto asombra a los hombres de climas más temperados. El
hombre, el hombre blanco, con frecuencia se rinde bajo ese impulso
rítmico. El calor y la humedad hacen que la vida vuelva a sus estadios
primigenios. Y el calor tropical y la humedad tropical, en el hombre
moderno, aceleran sus funciones fisiológicas. Envejece con rapidez. Su
propia semilla estalla y florece con unos resultados alarmantes incluso para
las mentes acostumbradas. Las estaciones anuales se licuan en una especie
de primavera eterna y efervescente, y antes de que pueda darse cuenta ha
alcanzado la madurez y la simiente de su carne ya es adulta; su propia
decadencia le lleva de vuelta a la desintegración con los elementos. Calor,
humedad, la vida en los trópicos acelera el ritmo de cualquier organismo.
La tierra permanecía tibia bajo mi cuerpo. El hedor miasmático era
cálido y húmedo en mis fosas nasales. Y la espesura parecía viva. Viva, y
—sentí que un escalofrío involuntario recorría mi cuerpo—, también,
amenazadora. Olía a cosas en pleno florecimiento, a cosas que crecían con
demasiada rapidez. A la vida desarrollándose con la más fuerte intensidad, a
cosas animadas que, con su propia fuerza vital, con su propia conciencia
interior, crecían, maduraban y se desintegraban, amenazando con una
maldad casi premeditada a todas las demás cosas animadas, al resto de los
seres cuyo desarrollo vital era más lento que el suyo.
Todo eso sentía. Y aquellas sensaciones no tenían el más mínimo efecto
relajante. Lo que más me influenciaba, quizás, era aquella calidez, aquel
hedor húmedo que me provocaba un efecto adormecedor sobre los nervios y
el cuerpo, haciendo que mis temores se agrandasen hasta que impregnaron
todas las fibras de mi ser.
¿Por qué el viento no había sido capaz de producir ningún sonido en
aquella espesura? Aquel silencio eterno, aquel silencio vigilante, ¡ese
silencio tan seguro de su propio poder que en él residía la misma amenaza!
Lo admito, empecé a sentirme terriblemente inquieto. No me gustaba.
No podía dormir.
El cielo había quedado completamente despejado y parecía que podías
coger las estrellas que lo salpicaban con sólo extender una mano. La bahía,
ahora en calma, refulgía con una especie de fosforescencia que antes había
sido barrida por los elementos en conflicto. La luna había emergido a mi
espalda y la playa se extendía hasta la orilla del mar como un manto
fantasmagórico de color plata, aunque yo aún permanecía en sombras.
Estaba tumbado de espaldas, con las manos bajo la cabeza, intentando
permanecer despierto a pesar de la influencia de aquella fetidez extraña y
embriagadora, cuando mis ojos se percataron de un movimiento que se
produjo en los corales lejanos, en la parte derecha de la playa que se
extendía ante mí. Me quedé mirando con gran atención, con una especie de
alivio, preguntándome qué podría ser. Algún ave marina, decidí,
alimentándose de otros seres vivos arrastrados a la playa en las últimas
horas. Di un bufido y me tranquilicé.
De repente, como en respuesta a mi movimiento, me agarraron
fuertemente por el brazo. Luego oí la voz tensa y sorprendida de Doug.
—¡Clarke! ¿Qué… qué crees que es eso?
Me incorporé y de nuevo sentí con todas sus fuerzas aquella sensación
de misterio amenazador.
La luna llena iluminaba casi por completo la isla, pero aún no había
penetrado en la masa de vegetación que se extendía encima. Y la negrura de
las sombras que dibujaba era tal que yo jamás habría sido capaz de
imaginarla.
No, no había ninguna palmera de tronco delgado y grácil. Ni una
sombra de vegetación tropical, ni enredaderas, ni plantas trepadoras
recortándose sobre la faz brillante y plateada del extraño satélite.
En lugar de eso, sobre la arena se recortaba la sombra aguda de una
muralla sólida y oscura. Y sobre esa muralla se elevaban unas formaciones
extrañas y silenciosas; una especie de troncos redondeados, sin ramas ni
hojas, cuyas terminaciones estaban constituidas por unas protuberancias con
forma de huevo, como una especie de sombrerete, que se destacaban negros
contra los luminosos cielos. Algunos, allá donde la luz de la luna los
descubría, apenas sobresalían unos metros por encima de los espesos
matorrales que cubrían las zonas bajas, otros se elevaban presumiblemente
a una altura tres veces mayor que la de un hombre. Varios eran tan gruesos
como el diámetro de un cuerpo; otros, y estos muchas veces estaban
inclinados a causa del peso de sus bulbosas cabezas, no parecían más
anchos que mi propio brazo derecho. Algunos, también, se estiraban rectos
hacia arriba, recortándose contra la luna. Otros parecían deformados,
cubiertos de nódulos y protuberancias, con una apariencia horrible y
malsana.
Pero todos, todos, se erguían, más o menos, como una especie de
columnas en cuya parte superior crecía una protuberancia grotesca y más
pesada, como las cabezas de unos espárragos gigantescos cuya faz era una
esfera ovalada, o una especie de sombrilla en otros, que, en su
trascendencia, hacían estremecer mi corazón.
Los rayos flamígeros de la luna morían justo en el lugar en el que estas
formas emergían de la oscuridad de abajo. Y unos fantasmas espectrales
parecían removerse sin descanso, una y otra vez, sobresaliendo de entre
aquellas tinieblas espesas y, encaramados al extremo superior por unos
instantes, como renuentes a separarse de la densa espesura, terminaban
flotando a la deriva, desapareciendo en el aire como espíritus en pena.
Luego retornaba, con un vigor renovado, el hedor húmedo y cálido,
cayendo sobre nosotros mientras mirábamos incrédulos.
Volví a olisquear, casi sin pensarlo. Olía a moho, como una advertencia,
como algo a punto de florecer, un ser vital y fecundo, con una irresistible
fuerza regeneradora. Y por encima de todo, una impresión abrumadora de
algo al acecho. Como si, una vez desatado, este poder creciera y fuera capaz
de aplastarnos, de sumergirnos en sus dominios, de succionar nuestra
vitalidad, de convertir nuestros cuerpos en algo devastadoramente vetusto
que sólo podría conducirnos a una muerte decadente y horrible. Aquel
hedor se incrustaba en mis sentidos, y por primera vez sentí verdadero
miedo.
La presión que la mano de Doug ejercía sobre mi brazo no se había
atenuado mientras yacíamos sobre la arena, rígidos, con la mirada fija, casi
hipnotizada, sobre aquellas extrañas siluetas que se recortaban contra la
luna y el luminoso cielo. Y creo que pasaron casi diez minutos antes de que
ninguno de los dos dijera una palabra. Lo que veíamos era tan sumamente
increíble… Causaba estupor. Sé que mis pensamientos no estaban
coordinados. No podía pensar. Tan sólo tenía capacidad para el asombro y
la contemplación, mientras mi espina dorsal era recorrida por una especie
de miedo primordial.
—¿Qué… qué piensas de eso?
Ésas fueron las primeras palabras de Doug, casi las mismas con las que
me había sobresaltado mientras observaba la cosa que se estremecía cerca
de la orilla. De repente recuperé la facultad de hablar.
—El Cielo sabe —respondí en un susurro—. Nada que haya visto con
anterioridad.
—¿Te… te has dado cuenta de ese olor peculiar…, muy denso, como de
moho?
—¿Y cálido? ¿Húmedo? ¿Vetusto…?
—¿Como una droga? —susurró—. Sí. He permanecido aquí tumbado
intentando saber de qué se trataba. Todavía no lo sé. Pero seguro que tiene
algo que ver con toda esa vegetación de ahí arriba, y con la niebla que se
arrastra por abajo. Clarke, te lo confieso, esa cosa no me atrae. He estado en
lugares bastante raros… pero… —su mano se tensó un poco más mientras
se ponía de rodillas y contemplaba la faz de la luna—. Hay algo más.
Por encima de aquella extraña vegetación, y a cierta distancia de donde
nos encontrábamos, emergió de repente una bandada de cosas volantes,
como murciélagos. Volaban alrededor sin ningún destino ni motivo
aparente, zigzagueando de un lado para otro, batiendo sus alas con calma,
descendiendo, elevándose de nuevo, ahora en una bandada compacta, luego
en desordenado planeo, sin rumbo fijo. Ni un graznido salía de aquellas
aves. Volaban recortándose sobre la faz de la luna en silencio absoluto, un
silencio tan sobrenatural como la forzada vigilia de la espesura que crecía
delante de nosotros, y de cuyas profundidades habían emergido.
Y entonces, como si obedecieran una orden, desaparecieron
repentinamente de nuestra vista.
Ante mí desfilaron cientos de cosas que había contemplado en otras
tierras de los Mares del Sur.
—¡Murciélagos!
Pero Douglas sacudió la cabeza, aunque ahora su mano dejó de
apretarme el brazo.
—No. Yo también los he visto, pero en un momento u otro habrían
emitido su típico graznido. Son otra cosa —sus murmullos sonaban tensos
de nuevo—. Te lo repito, Clarke, no me gusta nada este lugar. ¡Ni un solo
cocotero! ¿Qué diablos vamos a comer? ¿Y a beber? Y este hedor
enfermizo, fétido. ¡Casi parece algo vivo! Como una criatura al acecho,
lista para atacarnos.
De nuevo sentí aquel terror primigenio recorriéndome la espina dorsal.
Seguramente mi compañero había sentido la misma sensación de amenaza
que me embargaba.
Una ráfaga de viento sopló sobre nosotros justo entonces y el hedor,
impregnado en la neblina y amplificado, nos envolvió. Me estaba tapando la
boca y la nariz con una mano cuando, más que oír, sentí un suave murmullo
a mi espalda. Casi al instante algo pareció posarse y arrastrarse
pegajosamente por la parte trasera de mi cuello.
Con un aullido, que tuvo su réplica en Douglas, me sacudí y palmeé con
la mano abierta.
Lo que quiera que fuese revoloteó un rato hasta caer en la arena.
A mi lado, retorciéndose y aleteando en un vano intento por tomar aire,
había lo que en un primer momento asemejaba ser una especie de extraño
pájaro. Me incorporé para recogerlo y el simple hecho de tirar de aquella
cosa pareció acelerar su muerte. Entre mis dedos quedó intacta toda la parte
del ala que correspondía a una de sus extremidades delanteras, y el cuerpo
mutilado se estremeció, languideció y quedó inerte.
Entonces, de nuevo, volví a sentir que algo sobrenatural nos acechaba.
El trozo de ala que Douglas y yo examinábamos no tenía plumas, ni
tampoco tenía la consistencia membranosa y correosa de los murciélagos.
No; se trataba de algo muy fino y terso, cubierto de una sustancia afelpada
prácticamente microscópica. El cuerpo que yacía en la arena, iluminado por
la luz de la luna, no pertenecía a ningún pájaro o animal que yo conociera.
Antenas… el cuerpo de un insecto. Mi compañero dio nombre a aquello
entre asustados susurros.
—¡Una mariposa gigantesca!
Asombrados y en silencio, volvimos a mirarnos a los ojos.
Aquella bandada de cosas estremecidas que habíamos visto
recortándose contra la faz de la luna, ¿acaso no eran de la misma especie? Y
la criatura que yo había descubierto remolineando por la arena… seguro
que se trataba de ésta misma.
Un pensamiento singular me invadió mientras examinaba de nuevo el
ala que sostenía entre las manos. Se había roto con tanta facilidad. No era
normal. El ala de una mariposa corriente no se rompe por el simple hecho
de agarrarla; está hecha de una sustancia más consistente. Y sin embargo la
que yo tenía… La puse entre mis dedos y froté suavemente. Se rompió
enseguida. Levanté los ojos en dirección a Douglas Gordon.
Me observaba con gran intensidad, y ahora cogió aquella cosa y rompió
un trocito de uno de sus extremos. Examinó aquella fantástica membrana a
través de la luz que emanaba del cielo. Volvió a olisquear el aire. Luego
bajó la mirada, observando de nuevo el ala que sostenía en las manos.
—Se rompe al primer tirón —susurró inquieto—. Al más leve tirón.
Como… como una finísima capa de levadura. En el nombre del Cielo,
¿cómo algo así puede tener vida? ¿Cómo…?
Se cortó bruscamente, con la boca abierta, dándose la vuelta para mirar
a las sombras que se erguían arriba. Y, aunque había hecho una pregunta, yo
no dije nada. No podía.
De las tenebrosas profundidades de la isla había surgido un grito que me
congeló la sangre en las venas. El primer sonido que oía. Muy quedo al
principio, para ir subiendo de tono luego, poco a poco, hasta alcanzar un
punto en el que su vibración parecía en consonancia con los latidos de mi
propio ser. Luego, repentinamente, fue convirtiéndose en un gemido
sollozante que disminuía de tono, lleno de tristeza y desesperación. Cada
vez más y más inaudible, hasta que tuvimos que hacer grandes esfuerzos
por escucharlo. Atendíamos, con todos los nervios en tensión, pero las
tenebrosas sombras volvían a estar tan silenciosas como al principio, como
un misterio oculto, como una amenaza, una vileza que ahora nos parecía
reforzada, llena de una vida maligna que, con voluntad asesina y diabólica,
nos buscaba, nos acechaba, nos llamaba.
Capítulo III
Capítulo IV
Todos reaccionamos entonces. Me resultaba evidente que aquellos
vapores soporíferos que exhalaban los gigantescos hongos, cálidos,
húmedos, insinuantes, tenían mucho que ver con el sueño que se había
adueñado de nosotros hasta que el sol, ya muy alto en el mediodía tropical,
calentó nuestra piel y nos hizo despertar. Me di cuenta de que yo también
tenía mucha hambre y sed. Y sin embargo, percibía algo inexplicable con
respecto a la sed. Había tragado algo de agua salada cuando nos estrellamos
contra los arrecifes de coral, y también después, mientras nadaba hacia la
fantasmagórica línea de la playa. Así mismo, había experimentado mucha
sed en las regiones semidesérticas de Australia Occidental, mientras
buscábamos, y finalmente encontramos, aquel legendario trozo de ópalo
flamígero. Y sin embargo ahora, no sentía los típicos síntomas torturantes
de la sed.
Necesitaba agua urgentemente, pero mis labios no estaban cuarteados;
los notaba suaves bajo mi lengua, casi tan lisos como el hielo puro. Y mi
lengua, y el cielo del paladar, no estaban en absoluto secos. Pero mi cuerpo
reclamaba agua, la demandaba con insistencia.
No creo que fuese completamente consciente de que mi boca y labios
estuvieran en semejantes condiciones. Y sin embargo, ahora recuerdo que
así era, como si les hubieran aplicado algún tipo de fluido oleoso e insípido,
o alguna especie de mejunje grasiento. Pero en aquellos momentos no
habría sido capaz de explicarlo. Me moría de sed, pero había algo en esa
necesidad de agua que no era normal.
Sin embargo, la urgencia de mi estómago por comer, sí era la vieja y
típica necesidad.
Decidimos ir juntos a explorar la playa, buscando cualquier riachuelo
por el que pudiera fluir el agua. Por supuesto, sabíamos que ningún atolón
coralino típico albergaba riachuelos. Pero con aquella vegetación
extraordinaria, cualquier otra cosa podía ser posible.
—Una formación de hongos tan enorme y espesa tiene que albergar una
abundante cantidad de agua fresca —declaró Douglas—. Y si existe esa
gran profusión de agua fresca seguro que alguna se escapa hacia el mar.
Todos sentíamos lo mismo, así que nos encaminamos playa abajo, un
poco hacia la izquierda.
A menos de una docena de pasos nos topamos con un objeto pardusco
que yacía sobre la arena. Nos detuvimos y lo examinamos, puesto que nada
lo había ocultado durante la noche. Luego vimos las dos depresiones que el
cuerpo de Doug y el mío propio habían formado sobre la arena, y entonces
nos dimos cuenta de lo que era.
—¡Los restos de la mariposa! —exclamó Doug.
Jim Dowell nos miró al momento, con los azules ojos abiertos como
platos.
—¿Mariposa?
Le conté a Jim la visita que habíamos tenido la noche anterior mientras
me acercaba a recoger el cuerpo. Pero cuando estaba apunto de alcanzarlo
con la mano, Doug me cogió del brazo.
—¡No lo hagas!
Me enderecé, sorprendido.
—Yo no tocaría esa cosa, Clarke —dijo Doug—. La noche pasada era
gris, ¿lo recuerdas? A pesar de verla bajo la débil luz de la luna, no tengo
dudas: era gris. Y ahora… Mira.
El cuerpo, de unos treinta centímetros de largo, ya no mostraba aquel
tono grisáceo. Al acercarnos nos pareció de color marrón, pero ahora, tras
examinarlo más de cerca, resultaba una mezcla entre el verde y el marrón,
con manchas dispersas de un amarillo malsano. Me estremecí. ¡Gracias al
Cielo que no había llegado a tocar aquella cosa! Estaba impregnada de una
especie de moho asqueroso.
A escondidas me llevé de nuevo la mano a la frente y, mientras nos
alejábamos lentamente, me froté con fuerza la piel del rostro hasta que, bajo
los ardientes rayos del sol tropical, empezó a escocerme.
La playa se curvaba hacia nuestra derecha y aún no habíamos
encontrado ninguna grieta por la que fluyera el agua. La sed aumentaba.
Volví a lamerme los labios y descubrí que aún seguían tersos y suaves,
como si estuvieran impregnados de algún fluido oleoso. Pero mi cuerpo
exigía agua, agua… y mi garganta empezaba a estar seca. Sin embargo, y
por extraño que parezca, mi lengua no había engordado y el cielo del
paladar seguía liso.
—¿Qué es eso?
Jim señalaba un lugar al borde del océano donde parecía acumularse
una sustancia marrón verdosa que se distinguía con claridad entre las aguas
cristalinas de la bahía interior.
—¡Diablos! ¡Algas marinas!
Las palabras salieron de todos a un tiempo y, a pesar del sol que caía a
plomo, echamos a correr sin pensarlo dos veces. En esas latitudes, si hay
algas hay cangrejos cerca, y los cangrejos significaban comida, y la comida
era la vida para nosotros.
Y sin embargo, la decepción pronto hizo presa en nosotros.
—¡Hongos! —exclamó Doug asqueado—. Sólo una enorme masa de
hongos. ¡Maldición!
—Lo que yo quiero es agua —gruñó el capitán Jim—. Si no la
encuentro pronto en la playa, pienso adentrarme en la espesura y buscar en
su interior.
Por algún extraño motivo, ni Douglas ni yo hicimos comentario alguno
a esta última observación. Instintivamente me puse tenso y en guardia,
prestando suma atención a lo que los otros pudieran decir. ¿Abrirnos paso
entre aquellas excrecencias en busca de agua? No estaba muy seguro de
querer penetrar en medio de aquella vegetación rastrera, púrpura y
abotargada. Me estremecía sólo de pensar que mi pie desnudo se metería
hasta las rodillas en esa sustancia carnosa. No, hasta que no tuviera más
remedio, mantendría mis queridos pies en un lugar bien visible.
El capitán Jim soltó un grito.
Habíamos vuelto a la arena, tras examinar la masa verdosa que reposaba
en la orilla del agua, y caminábamos en línea recta hacia el interior cuando
se produjo una especie de fractura en medio de las grotescas fungosidades
púrpuras que formaban aquella acumulación vegetal. El terreno descendía
suavemente y en la poco profunda depresión había una especie de liquen, de
un color naranja demasiado brillante para resultar hermoso, y que a mí, con
la imaginación terriblemente estimulada, me dio la sensación de ser la
avanzadilla de aquella extraña vida interior.
Nos miramos entre nosotros durante un rato mientras permanecíamos en
pie bajo las sombras flotantes que se dibujaban en la hondonada. Creo que
nos dábamos perfecta cuenta de lo que todos y cada uno de nosotros
estábamos pensando en aquellos momentos, y sin embargo, sabíamos que,
si escapábamos con vida de aquel lugar, jamás lo reconoceríamos.
Doug carraspeó, y luego, mirándome a los ojos, asintió con la cabeza.
—Jim tiene que saberlo —dijo con calma—. La noche pasada, justo un
poco antes de que los vapores que emanan de esas excrecencias nos
adormecieran, se produjo una especie de llanto procedente de la espesura.
No soy capaz de saber con exactitud qué clase de grito era, pero estoy
seguro de que jamás he escuchado algo similar. En realidad, no es que nos
asustáramos, capitán Jim. Pero había algo. —Doug se encogió de hombros
—, algo que nos hacía pensar que la criatura de la que procedía no estaba
del todo bien. No sé si puede entender lo que quiero decirle, pero así es
como sonaba. Algo había ido mal con el ser que gritaba, terriblemente mal.
Doug se dio la vuelta y sus ojos escudriñaron aquellas profundidades de
espantosos colores.
Jim Dowell no dijo nada.
Nos quedamos completamente quietos durante un rato antes de que
alguno volviera a moverse.
Bajo nuestros pies reposaba la alfombra de líquenes de color naranja
brillante y bermellón, arrastrándose desde aquella masa hinchada y púrpura,
con manchas carmesí, que llegaba a la altura de la rodilla y se esparcía,
como una especie de colchón, cubriendo el terreno en todas direcciones,
hasta donde nuestra vista alcanzaba. A la derecha, al alcance de la mano,
crecía un tronco marrón lleno de sucias motas amarillas. Se alzaba hasta
una altura de casi cinco metros, terminando luego en una copa con forma de
paraguas formada por un hongo gigantesco. Las agallas de la parte inferior
de la seta se comprimían densamente, y si no hubiera sido por las líneas
radiales que se dibujaban entre cada laminilla, cualquiera podría haber
dicho que se trataba de una masa compacta, de un verde luminoso y
grasiento, como la piel de un pez.
A la izquierda había como una especie de abanico extendido, que
abarcaba la misma longitud que los brazos abiertos de un hombre de
tamaño considerable, de un color púrpura en la base que poco a poco se iba
transformando en un verde moteado de púrpura y marrón. En el lugar en el
que nacía, en medio de aquella deforme cubierta vegetal, corrían unas
pequeñas lenguas de excrecencias naranjas, como en busca de la luz,
ávidas, lujuriosas, fieles a sus necesidades de una vida voluptuosa.
Por debajo de nosotros se extendía la pequeña depresión, cubierta por
todos lados de aquella alfombra con apariencia oleosa, como de cuero, y
coronada por formaciones de enormes, pesados y mohosos hongos. Había
más excrecencias con aspecto de abanico, extrañas plantas nodulares muy
parecidas a los cactus, increíbles acumulaciones de un gris blancuzco,
algunas de un simple tono enfermizo, otras moteadas de un mohoso verde
pardo. Quizás a unos doce pasos por encima de la depresión, el sol
iluminaba una extensa y larga masa con forma de peñasco de un color gris
verdoso.
No era una escena que inspirara confianza a cualquiera que amara la
vida, la vida sana, el mar y el aire puro. Y confieso que no me apetecía
seguir el curso de la pequeña concavidad cubierta de aquella excrecencia
bermellón, y adentrarme entre la masa de vegetación hinchada y púrpura
que la bordeaba. Pero necesitábamos agua, y seguramente aquella grieta en
el terreno, y el hueco que se abría en la espesura, presagiaban que, en
periodos de tormenta, el agua fluía por allí desde el interior de la isla.
El mismo Douglas lanzó un juramento y empezó a caminar hacia
delante.
Y entonces, antes de que nos diéramos cuenta, algo cayó a plomo desde
arriba, y una masa sofocante nos cubrió por completo.
Tosiendo, medio ahogados, salimos a la playa en busca de aire fresco.
Al mirar hacia atrás, vi que el enorme hongo había inclinado su cabeza casi
a la altura de las nuestras, descargando súbitamente una nube de esporas
marrones que salían de entre sus laminillas inferiores. Mi corazón estuvo a
punto de dejar de latir, y de nuevo se adueñó de mí aquella sensación de
amenaza sobrenatural, que se incrementó aún más cuando vi que la
gigantesca cabeza con forma de paraguas se erguía repentinamente hasta
volver a su posición normal, mientras descubría, al mismo tiempo, que las
laminillas, lentamente, una tras otra, se cerraban de nuevo bajo el
sombrerete, hasta quedar con la misma tersura y suavidad que la panza
resbaladiza de un pez.
Por fin pudimos respirar de nuevo, y nos limpiamos la garganta, los ojos
y las orejas, sacudiéndonos aquel polvillo denso. Entonces Doug volvió a
mirarnos a los ojos.
—Compañeros —dijo con lentitud, como si eligiera con sumo cuidado
las palabras—, esa cosa lo ha hecho a propósito.
Permanecimos en silencio durante un buen rato.
Entonces el capitán Jim lanzó una risotada… quizás demasiado
estridente.
—¡No es más que un maldito hongo sobredesarrollado! ¡Bah! Pura
coincidencia. Dio la casualidad de que estábamos justo debajo cuando las
esporas maduraron y cayeron. ¡Vamos!
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
La criatura era —o, mejor debería decir, había sido— el muchacho
canaco.
El terror le había llevado hasta nosotros, el terror a algo que le acechaba
en las profundidades de la vegetación que crecía sobre la isla. Pero
forcejeaba angustiado, gritando con desesperación y espanto, mientras
Doug y yo le arrastrábamos hacia las aguas.
Ahora sé por qué.
Ahora sé que la excrecencia fungosa se había introducido tan
profundamente dentro de su carne que la acción del agua salada suponía
una verdadera tortura. Ahora sé que, a pesar de que la horrible costra
fungosa se deshacía al instante bajo la acción química del líquido salino, la
excrecencia, que se había ido desarrollando durante los dos días que
llevábamos en la isla, había ido creciendo hacia adentro, atravesando su piel
y extendiéndose por la carne viva. Y ahora sé que, aunque salvamos al
muchacho de la muerte en vida que sin duda le esperaba en ese terrible
pedazo de tierra, en realidad esa no había sido nuestra verdadera intención.
Por fin sus forcejeos desesperados dieron paso al cansancio, y cuando,
finalmente, le sacamos del agua y le dejamos tendido sobre la reluciente
arena, se derrumbó hasta convertirse en una masa mustia y sollozante.
Doug y yo nos miramos llenos de un súbito entendimiento, con la
certeza de que aquella maldición no nos abandonaría mientras
permaneciéramos en ese lugar. Sólo existía una forma de vida sobre la isla:
los hongos. Las únicas criaturas propias de la isla, las mariposas gigantes,
también eran de origen fúngico. Los seres que nos visitaron la noche
anterior habían sido en el pasado hombres, como nosotros, pero ahora,
también ellos, no eran más que unas criaturas fungosas. Por la noche,
mientras dormíamos y nuestra resistencia era mínima, incluso nosotros
mismos habíamos caído bajo el poder de aquella vida maligna. Y el
muchacho canaco, a pesar de que sólo llevaba dos días contagiado por esa
vida ardiente, ya había sucumbido.
Y Jim, el capitán Jim, no había podido resistirse al hambre y ahora se
encontraba en algún lugar… en algún lugar —contemplamos los colores
venenosos de la vegetación— en medio de aquella espesura.
Recordamos la lucha que habíamos tenido con la criatura fungosa que, a
pesar de empujar y tirar de ella, arrancando pedazos de las excrecencias que
la cubrían, se había resistido con renovado vigor, haciéndonos retroceder
con una insistencia incansable y una voz diabólica y amenazante.
Doug, con los ojos abiertos de par en par, apartó la mirada del
muchacho durante un momento y se hizo eco de mis pensamientos.
—Esa maldita cosa nos ha impregnado, Clarke. Se ha metido en
nuestras gargantas, en nuestros pulmones, se ha dispersado por el interior de
nuestros cuerpos. Debería haber muerto. Pero el muchacho sigue vivo.
¿Acaso existe algo que… que mata al ser humano, que mata al animal que
lleva en su interior, y que, sin embargo, permite que su cuerpo, o al menos
su figura, aún permanezca viva? ¿Algo que preserva esta forma espantosa
de existencia?
Sacudí la cabeza. ¿Cómo iba a saberlo? Era algo increíble y, sin
embargo, ¿no había suficientes pruebas en la mera existencia de aquellas
criaturas nocturnas, y en la del muchacho canaco? Incluso en nuestros
propios cuerpos. Aquella mancha grisácea en la mejilla de Doug… Me
sorprendí a mí mismo mirándola con atención, y sólo fui capaz de apartar
los ojos, con una sensación de culpabilidad, cuando el rostro de Doug
empezó a sonrojarse y mi compañero se tapó la mancha con un rápido
movimiento de su mano.
—Pero, ¿por qué —insistí, hablando más conmigo mismo que con
Doug—, por qué aquellos hombres, al sentirse bajo la influencia de los
hongos, no huyeron de la isla?
Doug contempló las aguas tranquilas y esmeraldas de la bahía. Mis ojos
siguieron su mirada hasta encontrarse con las aletas triangulares de los
enormes tiburones.
Dio un pequeño respingo.
—Prefiero enfrentarme a las aguas infestadas —gritó de repente.
—Yo también.
Por eso, si habían sido hombres en el pasado, ¿por qué no habían
elegido ellos también una muerte rápida y limpia? ¿Acaso tenían
esperanzas, confiaban que alguien pudiera rescatarlos?
Entonces, si eso era cierto, argumenté, ¿por qué no habían venido a
nuestro encuentro en cuanto descubrieron la presencia de hombres sanos
sobre la playa? ¿Por qué no nos suplicaron que diéramos fin a sus
sufrimientos?
—No lo hicieron —insistí—. No lo hicieron.
Doug contempló cómo respiraba aquella cosa informe y marrón, la
costra descolorida y leprosa que antaño había sido una piel humana.
—Vinieron a nosotros la noche pasada —apuntó—. Intentaron
hablarnos. Querían decirnos algo; pero, estúpidos de nosotros, les
asustamos.
—Ya lo sé —interrumpí—. Pero si realmente les asustara la vida de este
lugar, tenían que haber sabido que nosotros éramos su mejor oportunidad.
¿Por qué salieron corriendo, huyendo de nuevo al interior… al interior de
esa cosa?
Entonces los ojos de Doug se posaron fijamente sobre los míos. Y vi la
respuesta. Era la misma que tanto había temido. El horror, ¡la piedad! No
existía ninguna otra explicación, era lo único que podía esclarecer la
permanencia en la isla de aquellas cosas que antaño habían sido hombres:
su miedo mental, su cobardía física. Una terrible mezcla de emociones
afloró a mi garganta y no pude evitar un sollozo… El capitán Jim… ahora
estaba allí… ahora mismo… al comienzo de toda esta…
—El muchacho está aquí desde hace dos días —gritó Doug—. Salió
corriendo de la espesura en nuestra busca acuciado por un intenso miedo. Y
sin embargo, lleva aquí dos días enteros… comiendo… bebiendo. Pero salió
en nuestra búsqueda, perseguido por aquellos gritos espantosos… vino
hacia nosotros…
Toqué al muchacho con un pie. No se movió. Su respiración
entrecortada y trabajosa revelaba que estaba completamente exhausto.
—No se moverá de aquí durante un buen rato —dije—. Vamos, amigo
mío. Tenemos que ir en busca del capitán Jim. Tenemos que salvarle,
Tenemos que traerle de vuelta y luego, los cuatro, mientras sigamos siendo
humanos, tenemos que huir de aquí. Escapar, Doug. Escúchame, tenemos
que escapar. Tenemos que…
Y de repente me quedé completamente en silencio, con el rostro
enrojecido por la vergüenza. Pues mi propia voz tenía un tono de histeria.
Entonces Doug volvió a tomarme del brazo y empezamos a caminar
lentamente sobre la arena en dirección a la alfombra bermellón que cubría
la pequeña cañada.
No pude evitar un escalofrío involuntario, que me recorrió todo el
cuerpo, cuando pasamos al lado del hongo gigantesco que casi me había
sepultado con sus esporas la vez que fuimos a por agua. De nuevo volví a
sentir aquella amenaza que parecía surgir de la espesura purpúrea que se
extendía a nuestro alrededor, como queriendo cortarnos el paso, y miré con
miedo a nuestra espalda, descubriendo que ya no podía ver las arenas de la
playa.
Los tallos enormes y lisos de los hongos se erguían por encima de
nosotros, y el hedor enfermizo de la vida palpitante y cálida que latía en la
vegetación volvió a inundar nuestras fosas nasales.
Por dos veces se produjo un movimiento repentino y sombrío sobre
nuestras cabezas, seguido por una sofocante descarga de aquellas nubes de
esporas.
Pero seguimos adelante, Douglas y yo, con la vana esperanza de
encontrar al capitán Jim antes de que sucumbiéramos, y poder llevarle de
vuelta, aun en contra de su voluntad, a las límpidas y cristalinas aguas de la
bendita bahía.
Capítulo IX
Capítulo X
Resuenan en el tiempo
los lamentos del traidor
Su cuerpo en cruz al viento frío
cuelga del palo mayor
Oye esos aullidos…
cantan en la tempestad
Sombras de un relato
que la espuma
nunca deja atrás
Perdido en la tormenta
vaga solo por el mar
Testigo de un pasado oscuro
que las olas contarán
La sangre de esos muertos
escribió una historia más
Regresan cada noche
de un viaje sin final
11:30
Tres de la tarde.
Telegrafían desde Boston para advertirnos que el San Jorge sufrirá
algún retraso.
La demora ya es un serio inconveniente, pero me preocupa más cómo se
producirá nuestro encuentro, porque el barómetro empieza a dar la razón al
viejo Stanislau. Hace un frío de muerte.
Medianoche.
12:20
Más tarde.
He bajado con Borowski a revisar la carga. Todo en orden. Los
muchachos siguen asegurando los remaches de popa en el almacén,
siguiendo al pie de la letra mis indicaciones. Cualquier precaución es poca:
esta partida de ámbar es lo más valioso que he trasportado en toda mi vida y
ellos lo saben.
Al subir, Borowski me ha enseñado una muestra de ese oro traslúcido,
exhibiendo ante mí una piedra de color dorado casi tan grande como mi
puño. Enseguida me he preguntado si mis manos podrían sacar alguna talla
de aquella maravilla. Según Borowski, con esa simple muestra podría
comprar los favores de todas las fulanas de El Oso Raspado, incluso de
todas las mujeres casadas de Heimaey. Por si acaso, y viendo que su sonrisa
me recordaba mucho a la que le provoca el grog, he preferido quitarle la
piedra de las manos y ahorrarle malos pensamientos.
Le daré mi Biblia esta noche, bien sabe el Señor cuánto la necesita.
15:00
«… AGGEN. Odense»
Un barco danés. Sin duda, este trozo pertenecía a una de las cajas que
llevaba en las bodegas, lo que significa que tal vez se desprendieron de ella
o… que se perdió con las demás. Esto último conllevaría fatales
consecuencias para esos desdichados, pero nosotros poco podemos hacer al
respecto. Así se lo he dicho a ese cretino de Borowski, dándole el trozo de
madera para que lo arrojase por la borda.
07:15
«STORMHAGGEN. Odense»
Mediodía.
Noche.
Una de la tarde.
Al anochecer.
Cuatro de la tarde.
¡Que el mar se trague a ese canalla de Jan!
No sé qué diablos echó en la comida, pero parece que lo que nos dio
ayer era puro veneno. Casi todos los del primer turno cayeron como ratones
esta madrugada. No está bien decirlo, pero me he reído viendo corretear a
esas damiselas de un lado para otro, vomitando por la borda como si nunca
hubieran puesto el pie en un barco. Lo malo es que pierda alguno de mis
hombres para el resto de la travesía. No quiero ni pensarlo; estamos
demasiado lejos de nuestro destino. Cruzamos en estos momentos el
meridiano catorce. Los hombres han trabajado duro aquí arriba, me sabría
mal tener que decirles que multipliquen sus esfuerzos de ahora en adelante.
Gracias a que contamos con Luca; tiene oficio, ese bribón. Y mucha suerte,
porque aquellos con los que se entiende apenas se han visto afectados por
esta epidemia.
03:20
20:00
Me he pasado toda la tarde vigilando al italiano. La desconfianza que
me produce ahora es evidente, sabiendo que tiene algo que ver en el asunto
de Borowski. No se lo he comentado al oficial, pero el hecho de que Luca
estuviera en la cocina el otro día, me da mala espina. Prefiero no
imaginarme la mano de Torrizi alterando la comida de mis hombres, porque
entonces, ¡voto a San Estefano que se la cortaría para echársela a los perros!
Lástima que no tengamos ninguno a bordo.
El médico me ha puesto al corriente de la gravedad de los afectados y
mucho me temo que dentro de unas horas contaremos las bajas por media
docena. Espero no haberme equivocado al traer a ese náufrago a nuestro
barco, porque parece arrastrar la mala suerte a su paso.
Noche.
Madrugada.
11:20
La llegada del día trajo consigo el más amargo de los despertares. El sol
estaba muy alto en el horizonte, por lo que deduje que había estado
durmiendo más de la cuenta.
Me despertó aquel chapoteo y la voz solemne que habló a continuación.
Luego otro chapoteo. Cuando volvieron a oírse las palabras del orador,
adiviné lo que estaba sucediendo.
Alguien rezaba en cubierta.
Me incorporé lentamente y miré al exterior por la pequeña ventana
circular. Hacía una estupenda mañana de primavera. Al salir encontré a casi
toda la tripulación en el costado de estribor. Dos de mis hombres arrojaban
desde un tablón los cuerpos sin vida de los marineros. Batory cerró el libro
de salmos mientras los demás rogaban por el descanso eterno de sus
camaradas. Vi que había otros tres cuerpos envueltos en lienzos sobre las
tablas. Sin duda habían fallecido durante la noche. El médico me miró
fugazmente con aire de culpa, pero le tranquilicé con un gesto comprensivo.
Casi agradecía que ni el contramaestre ni él me hubieran despertado para
presidir aquel triste espectáculo.
Kamienski permanecía impasible junto al timonel, pero se dio la vuelta
para no ver cómo arrojaban a los siguientes. Su gesto era de abatimiento,
pero el de Stanislau era de pura superstición, pues cuchicheaba en voz baja
para que le oyeran otros tan crédulos como él. Conocía tanto a ese bribón
que casi podía entender sus palabras, mientras se hacía cruces y agarraba
los botones de su chaqueta con insistencia.
—¡El espíritu del mar! ¡Es él! Siempre vuelve… ¡Siempre! Los que se
aventuran al norte deben pagar un precio, porque muchos no regresan. Por
eso, cuando aúlla en mitad de la noche la…
Decidí que era momento de escarmentar a aquel estúpido. Bastante
teníamos ya con todo lo que estaba ocurriendo para que ese imbécil tensara
más los nervios de la tripulación.
—¡Tú sí que vas a aullar, botarate! ¡Pero de dolor! —saqué mi navaja y
abrí la hoja delante de sus ojos mientras me acercaba—. ¡Cierra el pico de
una vez si no quieres perder la lengua! ¿Entendido?
El hombre se escondió detrás de los dos muchachos, que parecían tan
aterrorizados como él.
—Mantén la boca cerrada, Stanislau —le repetí—. Hablo muy en serio.
Me sabía mal tener que hacer aquello, pero no estaba dispuesto a que
nada alterase el ánimo de todos. En todo caso, la advertencia surtió efecto,
pues fue el primero en salir corriendo hacia su puesto cuando finalizaron los
funerales.
Once de la noche.
04:00
Me desperté sobresaltado. Eran casi las tres de la madrugada y creía
estar en mitad de alguna pesadilla, pero al apartar la manta y verme
envuelto en aquel griterío supe que era real.
—¡Stanislau, señor…! ¡Está muerto! ¡Venga rápido!
¡Muerto! ¡Dios Santo, aquello no podía ser cierto!
Corrí tras el marinero que dio el aviso, precipitándonos escaleras abajo.
De las bodegas venía un rumor creciente de voces excitadas y sentí una
especie de punzada en el estómago, como presagiando lo que estaba a punto
de ver.
Al entrar apresuradamente en el almacén, descubrí un grupo de hombres
delante de las barricas de madera del fondo. Todas contenían vino o
especias.
Todas menos una.
Cuando los marineros se fueron apartando para dejarme paso, me dirigí
a la tinaja que se encontraba debajo de la rejilla.
—¡Tadeusz le vio desde arriba, señor! Creo que está…
Me subí a las cajas y miré dentro. Por Cristo que no sé cómo fui capaz
de mantener el equilibrio. Allí dentro flotaba mi buen Stanislau, hinchado y
boquiabierto como un pavo relleno.
Volcamos la enorme tinaja con una mezcla de asco y miedo. Llegué a
dudar si aquello era sangre o vino.
Uno de mis hombres hizo una fatídica observación:
—¡Capitán…! ¡Mire! ¡Le han cortado la lengua!
El muchacho que había hablado retrocedió, asustado; en parte por
aquella visión espantosa, y también porque las palabras que había
pronunciado me comprometían directamente ante mis hombres: la amenaza
que lancé al viejo esa misma mañana se había cumplido.
Mientras examinaba el cuerpo, las miradas hostiles me rodearon por
todas partes.
—¿Qué miran? ¡Vuelvan a sus puestos! ¿Y Kamienski, dónde está?
Necesito un par de hombres aquí abajo.
—El contramaestre también ha desaparecido, señor.
Aquel marinero me observaba con aire acusador, igual que sus
compañeros. Y eso me hizo perder los nervios.
—¿Cómo que ha desaparecido? ¡Repite eso! —grité, cogiéndole de la
chaqueta.
Tuvieron que separarnos varios hombres para que no pagara mi enfado
con aquel tipo.
—¿Alguien puede decirme qué está pasando? —insistí—. ¡Maldita sea!
¿Es que nadie ha visto nada?
Mis ojos se encontraron con Czesko en las escaleras.
—¡Y tú! ¿qué haces aquí, sanguijuela? ¡Sube a tu puesto hasta que
mande relevarte! ¿Me has oído? Quiero veros a todos bien despiertos. ¡A
todos! ¡Y a ti con la vista clavada allí arriba, hasta que se te sequen los ojos!
¡Pronto!
Seguí a aquel hijo de perra sin dejar de gritar, viéndole correr
atropelladamente en dirección a la escotilla.
Me culpé por haber estado durmiendo mientras sobrevenía todo aquel
desastre, pero lo único que podía hacer era ordenar a mis hombres que
volvieran al trabajo y me informasen de cualquier cosa extraña con que se
topasen de ahora en adelante.
Siete de la mañana.
Noche.
Más tarde.
Madrugada.
Aún no sé cómo tengo fuerzas para relatar los sucesos que siguieron a
los accidentes de esta mañana. Sólo sé que hace un momento, al reunirnos
apenas siete hombres a cenar, en la misma mesa que había albergado más
de veinte en días pasados…, ocurrió.
Dos hacían guardia fuera; así lo había ordenado para que en cada
momento alguien pudiera vigilar a su compañero. Era necesario. El tipo que
había apostado en lugar de Czesko gritó desde arriba y todos nos
levantamos súbitamente.
—¡Hombre sospechoso entrando a las cocinas, señor!
Todos reímos, aliviados, porque vimos aparecer por la puerta al
gigantesco Nicolau, que venía meneando la cabeza por la ocurrencia de
aquel idiota.
—¡Recuérdame que se lo cuente a tu esposa cuando regrese, Józef!
¡Tendremos ocasión de hablar durante esas largas noches que la dejas sola!
—¡Bastardo! —voceó el otro, soltando una carcajada desde arriba.
Aquello nos hizo pensar en el retorno a casa y mitigó un poco el
desánimo que se había apoderado de nosotros las últimas jornadas. Cuando
el gigantón se acercó a la olla sin esperar a que Jan nos sirviera, fui el
primero en regañarle:
—Mala ventisca te arrastre, Nicolau ¡Así te quemes por estúpido!
—¡Siéntate y espera como todos! —gritó Edmund—. Tú no te lo has
ganado, ¡tenías que haber limpiado la cubierta de punta a punta como el
pobre Jerzy!
Creo que la alusión me fastidió más a mí que a Nicolau, porque aquel
oso se llevó la cuchara a los labios como si nada.
—¡Bendita sea tu presencia en este barco, Jan! —tronó, a pesar de que
el cocinero estaba demasiado lejos para oírle—. ¡Esto es un auténtico…!
Pero, ¿qué diablos…? ¡Jan, viejo zorro! ¿de dónde sacaste esta lengua de
cordero, si puede saberse? ¿Acaso escondes provisiones por ahí para ti solo,
bribón?
Nos quedamos allí, horrorizados, contemplando la víscera que humeaba
en la cuchara de madera. El gigantón se sorprendió por nuestro silencio y
demasiado tarde entendió el terror que nos atenazaba.
—¡Aghhh! ¡Por Dios Santo!
Dejó caer la cuchara, y la lengua de Stanislau rebotó por el entarimado
hasta golpear mi bota.
Algunos apenas pudieron contener la náusea y buscaron rápidamente la
salida. Los que permanecimos quietos empezamos a mirarnos con
nerviosismo. De pronto, el que tenía al lado arrojó la banqueta al suelo y me
señaló de modo acusador:
—¡Usted…! ¡Tuvo que ser usted, capitán! —lloriqueó. Había perdido
los nervios—. ¡Nadie más estuvo aquí! ¡Fue usted!
—¿Dónde está el cocinero? —pregunté de repente, con una calma que
me sorprendió a mí mismo.
Me levanté en el momento oportuno, pues si hubiera tardado un poco
más aquellos tiburones hambrientos se hubieran lanzado sobre mí sin
pensárselo dos veces.
Mis ojos se toparon con una marmita llena de un líquido rosáceo y
ciertamente repugnante. Preferí no saber lo que era aquello.
—¡Acompáñeme! —dije al que lloraba en el suelo, para convencerle de
mi inocencia.
Me siguió escaleras abajo sin dejar de gimotear. Jan había bajado hacía
un buen rato y no había regresado, según me aseguraron en cubierta. Cogí
el farol de la escotilla principal y descendimos por allí para ganar tiempo.
Estaba muy oscuro, pero al fondo lucía la vela del cocinero, por lo que nos
acercamos más confiados.
—¿Qué ocurre? —preguntó sonriente—. ¿Qué es todo ese jaleo por ahí
arriba? Se diría que…
—¡En nombre del Cielo, Jan…!
El marinero y yo nos quedamos horrorizados.
—¿Q-qué sucede? ¿Por qué me miran así?
Aquel cerdo tenía el hocico manchado de sangre.
—¿Qué diablos estaba haciendo aquí abajo? —le pregunté, controlando
mis nervios lo mejor que pude—. ¿Ha decidido comer a escondidas?
Mi mano se acercó cautelosamente hacia la pistola.
—¡Ah! Se refiere a esto —dijo, limpiándose la boca con el brazo—. He
estado probando mi nueva receta, capitán, helado de frambuesas. Lo dejé
arriba en una marmita, espero que ninguno de estos harapientos se lo haya
zampado.
Los dos le miramos como estúpidos.
—Así que era eso… —mascullé—. Pero, entonces, ¿qué diablos vino a
buscar aquí abajo, si puede saberse? Su puesto está en la cocina.
El hombre puso delante de mí un plato lleno de frutas.
—¿Usted qué cree? No podemos dejar que se estropeen ahí dentro. Cogí
el plato vacío y dije ¡Jan, el invento del italiano te hará famoso, ya lo verás!
Así que alegren esas caras, porque seguro que me lo van a agradecer —dijo,
relamiéndose todavía.
Eché un vistazo por encima de su hombro y comprobé que las maderas
seguían en su sitio. Jan me leyó el pensamiento, porque forzó una sonrisa y
me dijo lo siguiente:
—Capitán, no puede salir de ahí, esté tranquilo.
—Lo estaré si me asegura que no le ha facilitado ningún objeto a ese
miserable.
—Ninguno. Ni siquiera dispone de cubiertos. ¡Tiene que comer con las
manos si no quiere morir de hambre! ¡Ja, ja, ja…!
—Perfecto —respondí—. Es cuanto quería oír.
Sin embargo, aquello no era suficiente, porque me dejaba sin
argumentos. A no ser…
—Jan, quisiera preguntarle una cosa, ¿dónde se metió usted ayer
cuando…?
Algo me interrumpió inesperadamente al ver el rostro del cocinero. Creí
que era por lo que estaba a punto de decir, pero al girarme no tardé mucho
en saber la causa de aquel espanto. Retumbaron unos golpes al otro lado, en
medio de la oscuridad, como si alguien bajase haciendo sonar sus botas de
manera desacompasada. Pero el ruido se detuvo, como si el invisible
personaje se hubiera parado o hubiera desaparecido de repente.
—¡Traiga esa luz! —susurré al marinero, quitándosela de las manos—.
Vengan detrás de mí y no se separen.
Yo era el único que iba armado, por lo que si había alguna amenaza allí
delante no podía cometer ningún error. Sin embargo, al llegar justo debajo
del escotillón comprobé que no había motivo para disparar. Porque lo que
había en el suelo no se movía…
—¡Por Dios, capitán…! ¿Qué es eso?
—Protégenos, Señor, protégenos de todo mal —comenzó a llorar de
nuevo el marinero, al ver lo que había junto a las escaleras.
Yo no dije nada. Mudo de horror contemplé la cabeza de Jerzy en el
suelo.
12:23
Empezaré por lo que aconteció antes de que fuera recluido entre estas
cuatro paredes. Partiendo de su culpabilidad, apostaría que la muerte del
primer muchacho tampoco fue un accidente. Seguro que a ese desgraciado
le ocurrió como a Borowski; debió sorprender al contramaestre en alguna
tarea sospechosa en… ¡Dios Santo…! Pudiera ser, claro que sí… ¡Matando
al italiano! Fue la segunda de nuestras desgracias, cómo iba a olvidarlo. El
caso es que Kamienski se deshizo de Torrizi, y el chico tuvo la mala suerte
de presenciarlo todo. Pobre… Seguro que acabó extraviándose, puesto que
no conocía la nave demasiado. Casi le imagino allí, paralizado, viendo
actuar al criminal sin poder impedirlo. Y Kamienski sí conocía el barco a
fondo… Cuando Swayze echó a correr, el contramaestre atajó por el otro
lado, para darle caza en la cubierta de popa. Nosotros sólo escuchamos el
grito del muchacho al caer por la borda.
En cuanto al italiano, Kamienski no tuvo dificultad alguna en
envenenarle y hacernos creer que seguía con vida. Cuando el traidor me
aseguró que le oía roncar detrás de la puerta, yo supuse que era cierto; no
tenía motivos para desconfiar. Después, cuando Jan bajó la comida al
prisionero, fue Kamienski quien se la acercó finalmente. Tal vez entonces
Torrizi ya estaba muerto, y el contramaestre pretendía tan sólo retrasar el
momento en que encontrásemos el cadáver. Siento náuseas de pensar que al
decirle a Torrizi que no saldría jamás de allí, se estaba dirigiendo a un
cuerpo sin vida; y yo mirando desde el otro lado del pasillo. Qué necio has
sido, capitán. Ahora afronta las consecuencias.
Que quede constancia al menos de estos crímenes. Como el de
Borowski, que se enfrentó aquí abajo al contramaestre, seguramente al
encontrarle registrando el ámbar, y no tuvo ocasión de salvar la vida.
Mi buen Borowski… A ratos me siento tan culpable como ese rufián,
ese protegido del Diablo, si no es el Diablo mismo. Pensar que mis hombres
iban cayendo sin que pudiera impedirlo, y él se cubría las espaldas con la
presencia del italiano. Durante bastantes días se sirvió de aquel engaño,
hasta que encontró uno mejor. Yo mismo. Él sabía que tarde o temprano
daríamos con el cuerpo de Torrizi, pero yo iba a seguir al mando, eso era
una garantía para él. ¡Ah, canalla! Si te hubieran dejado aquí encerrado
junto a mí te hubiera devorado lentamente, como hacen los caníbales de Isla
de Fuego. ¡Qué venganza, Señor! Pero… su fantasma me hubiera
perseguido. Su fantasma… Y eso sería terrible.
Capitán, conseguirás dar la razón a esos patanes, ¡te estás volviendo
loco! No, no pierdas la cabeza… como el pobre Jerzy. Tú no. Recuerda que
gracias al italiano le diste caza una vez. Inténtalo de nuevo, por lo que más
quieras… Por el barco, por tu barco, capitán.
Seguiré con la narración de los hechos para mantenerme vivo, aunque
sea gracias al odio. Utiliza tu única arma, capitán. Este diario. La verdad
tendrá que ser escuchada algún día. Sólo falta la última respuesta, capitán,
descubrir cómo salió de aquí, del mismo sitio en el que te encuentras tú
ahora. Sólo demostrando lo indemostrable serás libre.
Al menos ahora tengo esa esperanza: él salía de aquí a su antojo, pero
¿cómo podía escabullirse de esta habitación cuadrada, cuya altura es cuatro
veces la suya? Un cuarto en el que las paredes son completamente lisas y
las únicas salidas se encuentran cerradas o inaccesibles —caso de la puerta
o la ventana de arriba—; y donde el techo y el suelo parecen sólidos. En
todo caso, sólo alcanzo a imaginar una posibilidad debajo de estos tablones,
porque la puerta es absolutamente infranqueable. Ni disponiendo de un
cómplice hubiera podido clavar de modo idéntico las maderas que impiden
la entrada; y en caso de hacerlo, tendríamos que haber oído los martillazos.
Por tanto, la respuesta se encuentra aquí dentro…
Efectivamente.
He conseguido levantar estos dos. Y ¿qué es lo que he visto? Que la
marca de arriba podría coincidir con el extremo sucio de este tablón.
Soy consciente del revuelo que reina en cubierta. Seguro que han
avistado el San Jorge. Pero ahora no puedo detenerme… Dios mío, no me
abandones ahora. Quiero dar sentido a todo esto antes de que me sometan a
juicio disciplinario.
Tal vez tenga tiempo todavía. Sigamos, es cuanto puedo hacer… Si
Kamienski utilizó los tablones fue con una idea clara: llegar de algún modo
hasta la ventana. ¿Cómo? Uno sólo no bastaba, eran demasiado cortos. Así
que apoyó el primero sobre la pared opuesta y luego colocó el otro encima
para alcanzar la ventana del otro lado. Astuto ese Kamienski, o como
infiernos se llame.
Michel Bernanos fue el cuarto hijo del famoso escritor francés George
Bernanos, autor de Diario de un cura rural, Bajo el sol de Satanás o
Diálogos de Carmelitas. Tuvo una vida corta, aventurera y trágica. De
joven sirvió en las Fuerzas Navales de la Francia Libre, y nada más acabar
la Segunda Guerra Mundial se trasladó al Brasil. Regresó tras la muerte de
su padre, acontecida en 1948, y empezó a dedicarse a la escritura, primero
como articulista de periódicos y más tarde como autor de novelas y cuentos.
Entre sus obras (la mayoría —como la que sigue a continuación—
publicadas de manera póstuma) destacan Les nuits de Rochemaure (con
seudónimo de Michel Talbert, 1963), La grande Beauche (con seudónimo
de Michel Talbert, 1963), La Montagne morte de la Vie (1967), Le cycle de
la Montagne morte de la Vie (antología de cuentos, 1995) y On lui a fait
mal (antología de cuentos, 1996). La obra aquí seleccionada, Al otro lado
de la montaña, es una maravillosa novela corta (o cuento largo) de temática
fantástica e iniciática que ha cautivado a millones de lectores de todo el
mundo. Está narrada con tal fuerza y precisión, su lectura es tan directa, el
terror, el miedo y la fascinación se entremezclan de tal manera con la carga
simbólica del relato, que resulta difícil levantar la vista de la narración hasta
llegar a las páginas finales. Quiero aclarar que, para mi versión del título en
castellano, he preferido basarme en el de la edición inglesa (The Other Side
of the Mountain) que en el original francés (La Montagne morte de la Vie),
pues humildemente pienso que se adecua mejor a nuestra lengua materna e,
incluso, me resulta más ajustado y evocador.
Decir por último que éste fue el primer libro en el que el autor apareció
con su propio nombre. Michel Bernanos murió apenas cumplidos los
cuarenta años.
AL OTRO LADO DE LA MONTAÑA
Michel Bernanos
Charles Baudelaire
PRIMERA PARTE
Capítulo Primero
Capítulo II
Ya habían transcurrido dos semanas desde que zarpamos. Al principio la
tripulación siguió metiéndose conmigo, pero invariablemente Toine,
simulando que me necesitaba en la cocina, aparecía en mi ayuda, llegando a
veces a blandir un largo cuchillo de cocina delante de las narices de los
marineros.
Por la mañana temprano me sentaba en la cubierta a pelar patatas. Con
frecuencia me sorprendía a mí mismo soñando, la mirada perdida en el
horizonte azul. Los delfines, al saltar sobre la superficie del mar, solían
interrumpir mis fantasías. Se elevaban en el aire, quedando suspendidos
unos instantes, y luego volvían a sumergirse en el líquido elemento con
elegancia. El propio navío, con sus velas desplegadas al viento y el bauprés
apuntando al horizonte infinito, me hacía sentir que iba a echar a volar de
un momento a otro. Mientras el día pasaba, un sol cálido inundaba las
cubiertas de oro. La suave brisa me traía recuerdos de las caricias con las
que mi madre me obsequiaba cuando era pequeño. Cuando caía la noche y
mi trabajo estaba acabado, solía volver a la cubierta. Me gustaba observar
cómo el galeón rasgaba la superficie fosforescente de las aguas,
produciendo rociones de gotas minúsculas en las que se reflejaban los
colores del arco iris. También me gustaba descubrir nuevas estrellas que se
elevaban en el horizonte, sobre la negra bóveda celeste, bajo la mirada
atenta y serena de la Osa Mayor.
De forma gradual, y ante la contemplación de todas aquellas maravillas,
fui dándome cuenta de que mis miedos y pesares iban desapareciendo.
Incluso llegué a sorprenderme al descubrir que podía apañármelas bastante
bien entre el resto de los miembros de la tripulación. El viaje comenzaba a
ser placentero. Sin embargo, una mañana, nos despertamos en medio de un
extraño silencio. Toine saltó de su hamaca como un loco y gritó:
—¡Ha parado! ¡El bastardo se ha parado!
Luego, tras ver que yo me incorporaba sobre los hombros y le miraba
inquisitivamente, siguió aullando:
—¿Oyes algo? Vamos, dime, ¿lo oyes?
—No, no —dije, lleno de asombro—. No oigo nada.
—Pues ése es el problema, idiota. El viento ha dejado de soplar justo
cuando nos encontramos en medio del ecuador, en esta maldita región sin
corrientes. ¡Podemos estar así sin movernos durante días y más días!
Salió a toda prisa. Yo salté de la litera y fui tras él. En el exterior, las
grandes velas colgaban completamente lacias; era un espectáculo triste y
desolador. Los rayos del sol, que se extendían poco a poco por el horizonte,
chocaban contra unas aguas tan lisas como las de un lago inmenso y
dormido. El calor apenas era soportable. Los miembros de la tripulación
llevaban a cabo sus tareas inmersos en un silencio desacostumbrado.
Toine lanzó un buen escupitajo por el costado del barco.
—Mira eso, muchacho —dijo—. Hasta la propia vida parece estar
suspendida en el aire. Ojalá que no dure mucho —apretó los dientes— o
esto será un infierno.
—¡Tirad de velas, manada de inútiles! —aulló el capitán, bajando del
alcázar.
Capítulo III
***
Capítulo IV
La lluvia había cesado. Las velas del galeón por fin estaban desplegadas
y los barriles que habíamos colocado sobre la cubierta rebosaban del
valioso presente que los cielos nos habían concedido con tanta generosidad.
La calma volvía a reinar en medio de aquel amanecer negro como la tinta
que ahora se había tornado gris oscuro. Los rayos del sol se las apañaban
para salir a ratos de entre las nubes, iluminando un océano extremadamente
tranquilo que más parecía un lago de alquitrán.
Lejos, muy lejos aún, podíamos escuchar el sordo bramido de la
tormenta. Según fue acercándose, los relámpagos comenzaron a rasgar el
cielo, mientras el mar se estremecía y empezaba a rizarse por el impacto de
un viento fresco que acababa de levantarse. Casi de inmediato, las aguas se
agitaron de arriba abajo, como si se pusieran a danzar. Uno tras otra, las
velas se inflaron sobre los mástiles, sacudiéndose el agua de la lluvia. De
nuevo fueron tan blancas como las alas de los ángeles. El barco empezó a
deslizarse suavemente sobre la superficie del agua, aumentando poco a
poco su velocidad mientras la brisa soplaba sobre las jarcias como una
canción de despedida.
Todos aullamos de alegría al unísono. Al rato, Toine puso su mano
sobre mi hombro.
—Nuestros problemas aún no han terminado. Ahora tenemos que ser
capaces de gobernar el navío. Ven, vamos a echar un vistazo al cuarto de
navegación.
El contramaestre ya estaba allí, observando varios mapas que tenía
desplegados delante de él. Levantó la vista mientras nos acercábamos; su
mirada era de un desconcierto total.
—¡Ajá! Ya veo —dijo Toine en un tono mordaz e irónico—. El capitán
tenía la última palabra.
—Lo mismo digo en cuanto a ti —respondió el contramaestre con
grosería. Luego se tranquilizó un poco—. Has recorrido los mares con él
desde hace tiempo. ¿Sabes dónde guardaba los instrumentos?
—Primero tienes que calcular cuál fue nuestra última posición —replicó
Toine.
—Sí, ¿pero cómo? —respondió el contramaestre—. Lo único que he
encontrado son cartas de navegación sin usar. Estoy convencido de que el
resto de los mapas estarán junto con los instrumentos. Ya he mirado por
todos los rincones de esta condenada cabina y no he podido encontrar nada.
Y dirigir un barco sin el equipo de navegación —ahora había comenzado a
gritar— es como navegar a ciegas.
—Podemos servirnos de las estrellas —dijo Toine con calma.
—Oh, claro, claro —respondió el contramaestre, dirigiendo a Toine una
mirada asesina—. Y puedes decirme quién diablos sabe leer las estrellas en
este maldito navío.
—Por supuesto que puedo —replicó Toine, más tranquilo aún si cabe.
En ese preciso instante pensé que el contramaestre estaba a punto de
caer al suelo delante de nosotros, víctima de un ataque al corazón. Su rostro
se puso de un color púrpura y los ojos con los que miraba a Toine parecían
querer salírsele de las órbitas. Toine, con las manos en los bolsillos,
masticando su sempiterno tabaco, le observó con la cabeza ladeada y un
brillo vivo en los ojos. Daba la sensación de estar disfrutando enormemente
con la progresiva furia del otro, furia que en absoluto intentaba aplacar, sino
todo lo contrario.
—Bueno, ¿quién es? —aulló el contramaestre.
Toine se cambió de mejilla el trozo de tabaco de mascar, lanzó un buen
escupitajo y, con una despreocupación totalmente estudiada, dijo:
—¡Yo!
Entonces vi que su actitud cambió bruscamente. Se irguió en toda su
estatura y, con voz áspera, dijo:
—Sin mí estáis perdidos. Métete eso en la cabeza, tú y tus repugnantes
camaradas. Soy perfectamente capaz de gobernar el barco, pero con una
condición: tenéis que nombrarme capitán ¡Y si no al infierno con todo! Yo
ya no tengo nada que perder.
Se hizo el silencio. Luego el contramaestre, con los dientes apretados y
los puños comprimidos, se acercó al cocinero hasta ponerse justo a su
altura.
—Dime, Toine —siseó entre dientes—, ¿crees que soy un maldito
idiota? ¿Tú, el capitán? ¡Tienes que estar loco!
Y mientras hablaba, daba vueltas al dedo índice de la mano derecha
sobre su sien. Toine le miró con desprecio.
—A lo mejor lo estoy, pero esto es lo que hay; lo tomas o lo dejas. Ve a
decírselo a los demás, y será mejor que te des prisa porque estamos
navegando en círculos. Si quieres, puedes comunicarles también que no
estoy en contra de que seas mi segundo oficial.
El contramaestre abrió la boca, pero pareció pensárselo mejor y se giró
bruscamente, saliendo sin decir ni una palabra.
—Bueno, ya está hecho —dijo Toine tras asegurarse de que el
contramaestre no podía oírle—. Y ahora, hijo, te voy a decir una cosa.
Apenas sé distinguir la Osa Mayor de la Cruz del Sur.
—Y entonces —dije aterrorizado—, ¿qué va a ser de nosotros?
—Eso mismo me pregunto yo —contestó Toine, encogiéndose de
hombros y mascando su tabaco—. Pero, para empezar, alguien tiene que
hacerse cargo de esas bestias. Más adelante, tendremos que apañárnoslas
para requisar todas sus armas. Y después, Dios proveerá.
Aquélla fue la primera vez que le oí mencionar a Dios. Y, aunque no
sabría decir por qué, aquello no me sonó del todo bien. A lo mejor era
porque había renegado de Dios durante mi niñez. De cualquier manera, no
tenía tiempo para pensar en ello. El contramaestre había regresado.
—Está bien, patrón —dijo desafiante—, te hemos nombrado capitán.
Pero no admiten que yo sea el único oficial a bordo. Quieren que haya dos.
—En ese caso —apuntó Toine entornando los ojos—, diles que están
navegando de cara al viento, y diles también que soy el capitán y que no
admito órdenes.
El contramaestre pareció sorprenderse por la respuesta. Pero volvió a
salir sin pronunciar ni una sola palabra.
Mientras tanto el viento seguía ganando fuerza y el barco comenzaba a
escorarse peligrosamente. Mas nadie parecía prestar la más mínima
atención a lo que sucedía. A través de los ventanales del cuarto de
navegación podíamos ver las velas hinchadas al máximo.
—Si pierden su rigidez, aunque sólo sea un poco —dijo Toine—,
acabarán desgarrándose.
Asomó la cabeza por la puerta de la cabina y, ayudándose de una bocina
que yo no había visto hasta entonces, gritó:
—¡Arriad la mayor!
Noté que los hombres dudaban ante las órdenes que acababan de salir
del puente de mando. Pero sólo fue un instante. Alguien repitió la orden y
en ese mismo momento Toine se convirtió en capitán de navío, sin tan
siquiera saber cómo navegar. En otras circunstancias, aquello habría
resultado bastante cómico.
El día transcurrió sin mayores incidentes. A pesar de sentirnos
tremendamente débiles por la falta de alimentos, conseguimos sacar fuerzas
de flaqueza. Cayó la noche. Toine señaló una estrella a la que seguir, una
que, sin duda, había elegido al azar; luego me llevó a sus nuevos aposentos
en el camarote del capitán. Se trataba de un amplio cuarto, en el que
circulaba el aire fresco, provisto de dos literas. Milagrosa e
inexplicablemente no había sido saqueado.
—Aquí estaremos mejor —apuntó Toine.
Se puso a buscar por todas partes pero tan sólo descubrió una especie de
instrumento. Lo examinó con mucho cuidado antes de enseñármelo.
—Mira —dijo finalmente—, con esta cosa, si funciona, que, por
desgracia, no es el caso, podemos calcular la latitud.
—¿En serio? ¿Cómo funciona?
—Midiendo la altura del sol sobre el horizonte. Se llama sextante. Pero,
de todas formas, tampoco perdemos nada, ya que no tenemos ningún mapa
para fijar nuestra posición.
Dejé que Toine eligiera una de las literas y yo me tumbé en la otra.
Después de tantas noches suspendido en una simple hamaca, a las que
tampoco estaba habituado de antes, aquella inesperada comodidad me
habría complacido gratamente de no ser por los terribles dolores que me
transmitía mi vacío estómago. Muy pronto, sin embargo, caí en un profundo
sueño.
Capítulo V
Capítulo VI
SEGUNDA PARTE
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Me desperté envuelto por la luz del día. Los rayos del sol se introducían
entre las rendijas de las ramas con las que estaba construida la choza,
reflejándose en el suelo. Toine había salido. Completamente solo, empecé a
fantasear. Me había despertado con una sensación de bienestar como hacía
mucho que no sentía. ¿Acaso era una consecuencia de las patatas que había
cenado la pasada noche? ¿Me habían ayudado a recobrar mis antiguas
energías? Por desgracia, al mirar alrededor, mis ojos se toparon con las
estatuas, y toda la angustia de antaño volvió a adueñarse de mi espíritu, con
mayor fuerza si cabe. Tuve un presentimiento extraño y enseguida me puse
a pensar en Toine. Ojalá que no le haya ocurrido nada malo, me dije a mí
mismo. Me levanté rápidamente y salí fuera.
Bajo aquella luz roja y brillante, la silenciosa aldea era todo un
espectáculo. Busqué a Toine. No le encontré por ningún sitio. Recorrí todas
las chozas, pero no hallé rastro de él en ninguna. Resolví que se habría
internado en el bosque. Me dirigí hacia allí sin perder tiempo, con la
esperanza también de aplacar el hambre, que de nuevo volvía a hacer presa
en mi estómago. Mientras caminaba, vi muchos árboles cargados de
atrayentes frutos; por desgracia, las ramas eran demasiado altas y yo no
podía alcanzarlas. Por fin, decidí probar con los tallos de las enredaderas.
Acababa de tomar uno, y estaba a punto de llevarme a la boca su parte más
tierna, cuando, horrorizado, sentí que se movía en mi mano. El tallo se
retorció sobre sí mismo, como una serpiente, aunque sus movimientos eran
infinitamente comedidos. En vez de arrojarlo lejos me quedé mirándolo
perplejo. Pero cuando se enroscó alrededor de mi muñeca, recuperé la razón
e intenté desprenderme de la planta, terriblemente asqueado. Pero parecía
haberse quedado adherida a la piel. Para quitármela de encima tuve
literalmente que arrancarla. Imaginad mi sorpresa al descubrir unos hilillos
de sangre que manaban de la muñeca a la que se había adherido la
enredadera. Al examinar las heridas con mayor atención, también detecté
unas ligeras señales de succión. Abrumado por aquel descubrimiento,
intenté alejar de mi mente la sensación de que ese mundo vegetal, además
de extravagante, era también carnívoro. Mientras, la enredadera seguía
retorciéndose sobre el suelo como una serpiente.
Seguí buscando a Toine bajo aquel tapiz verde, completamente
aterrorizado. A través de las pocas rendijas que se abrían entre las copas de
los árboles, el cielo parecía espiarme con un montón de ojos rojizos. La
cálida brisa que agitaba las ramas me transmitió la desagradable sensación
de que aquellos ojos se estaban mofando de mí. Además, aparte del
inquietante efecto que producía aquel extraño bosque, tampoco pude
descubrir ninguna clase de animal o pájaro, ni tan siquiera de los insectos
que suelen convertir una brizna de hierba en un diminuto mundo aparte.
Voceaba el nombre de Toine de cuando en cuando. Pero no obtuve ningún
resultado. Mi nerviosismo se incrementaba a cada paso. Por fin llegué al
río. El agua era dulce y fresca. Bebí un buen trago y después, sin saber
exactamente qué dirección seguir, decidí caminar a lo largo de la ribera. El
sonido cristalino de una cascada atrajo mi atención y me dejé llevar por el
impulso de encontrar su procedencia. En mi soledad, la presencia de aquel
sonido natural de agua fluyendo me resultaba familiar y, para mi sorpresa,
de repente empecé a sentir una especie de cariño hacia él, como si se tratara
de un hermano.
La cascada estaba bastante más lejos de lo que había pensado al
principio, pero cuando al fin la encontré no me arrepentí de haber llegado
hasta ella, aunque nada parecía indicar que Toine hubiera seguido el mismo
camino. El espectáculo que se mostraba ante mis ojos era impresionante.
Las aguas tumultuosas caían en cascada desde el centro de un farallón
rocoso, tan liso y enorme como una pared gigantesca, formando una
catarata de blanca espuma que se esparcía y centelleaba bajo la luz del sol
como una riada de diamantes. El agua caía al vacío desde una altura de más
de cien metros. Las orillas, regadas por el líquido elemento, estaban repletas
de unas flores enormes de tonos azulados. Las más pequeñas duplicaban mi
tamaño. La hierba era abundante y de un hermoso color verde. Me acerqué
a una de las flores, cuya especie desconocía por completo. Era de color
blanco con extraños tonos azul lavanda y rematada por una corola amarilla.
Según fui acercándome, la flor se cerró sobre sí misma. Aterrorizado, me
aparté rápidamente. Actué justo a tiempo. La planta volvió a abrirse
bruscamente, se inclinó hacia delante y luego, como si de una red de pescar
se tratara, se precipitó sobre el suelo justo en el lugar en el que yo había
estado unos segundos antes. Se produjo un terrorífico sonido de succión,
después la flor volvió a cerrarse y retornó lentamente a su antigua posición.
Sólo quedó un trozo de tierra desnuda y baldía en la zona que había estado
cubierta por sus gigantescos pétalos. Delante de mis aterrorizados ojos, la
flor había succionado toda la hierba y los arbustos del lugar, de la misma
manera que hubiese hecho conmigo de no haberme retirado a tiempo. Un
sudor frío resbaló por mi espina dorsal mientras contemplaba cómo el
enorme tallo transparente empezaba a digerir su presa. Me quedé mirando
la escena hipnotizado y petrificado por el terror. Por fin pude apartar la vista
de aquel espectáculo horripilante y salir corriendo. La extraordinaria belleza
del lugar, que en un principio me había fascinado, hacía ahora que me
estremeciera lleno de repugnancia. Y digo repugnancia porque el miedo ya
no tenía cabida en mi ser. Estaba empezando a comprender por qué las
almas condenadas a las regiones del Hades no sienten temor. ¿Acaso no es
la repugnancia y el disgusto el comienzo de la aceptación? Si la aceptación
es algo inevitable entre los seres vivos, seguramente también es lógica para
los que permanecen sordos a las premisas que podrían salvarles.
Con toda probabilidad, jamás sabré cómo pude arreglármelas para
atravesar aquellos bosques y regresar a la aldea. Lo único que recuerdo es
que, de repente, vi que estaba de nuevo en medio de las chozas cuyos
habitantes eran unas estatuas de piedra. Al mismo tiempo, oí que alguien
gritaba mi nombre, pero me sentía tan aturdido por todo lo que había
sucedido que no se me ocurrió responder. Un sonido sordo a mi espalda
hizo que recobrara el sentido. Toine estaba a mi lado, llevando un montón
de frutas extrañas en los brazos. Me las ofreció. Tomé varias y las devoré
con avidez. Apenas sabían a nada, pero eso no me importó mucho ya que lo
único que quería era saciar mi hambre. Después de comer le narré a Toine
todo lo que me había sucedido. Él me escuchaba con atención, asintiendo
de cuando en cuando con la cabeza. Cuando le pregunté si creía mi historia,
Toine debió adivinar mis pensamientos, pues enseguida dijo:
—Tranquilo, muchacho, yo también he visto cosas extrañas esta
mañana. En verdad nos hallamos en un lugar maldito. Tenemos que irnos de
aquí, sea como sea. Pero no lo conseguiremos si pierdes la razón, como te
ha sucedido unos minutos antes.
Mientras hablábamos nos fuimos acercando a la choza que nos había
servido de refugio la noche anterior. Nos sentamos en el suelo y
permanecimos en silencio durante un rato mientras nuestros grotescos
anfitriones nos espiaban desde las sombras. Empezamos a comer la fruta de
nuevo, y entonces me di cuenta de que el trozo que estaba masticando era
de un color carnoso, pero parecía un tono rojizo bastante corriente, como el
jugo que a veces mana de las naranjas. Tenía un sabor muy agradable y era
del tamaño de una sandía. Le pregunté a Toine cómo se las había ingeniado
para recolectar toda aquella fruta. Me respondió:
—Lo único que tuve que hacer fue inclinarme y arrancarla de las ramas.
Al ver mi gesto de sorpresa siguió hablando:
—No, chico, todavía no estoy loco, aunque no sé exactamente el
porqué. Escucha, te contaré lo que ha sucedido. Salí por la mañana
temprano. La luz rojiza del día estaba a punto de aparecer por el horizonte y
las estrellas parecían aguardar su llegada. Tú estabas tan profundamente
dormido que no quise despertarte. No tardé mucho en alcanzar el centro del
bosque. Pero —y esto me resultó bastante curioso— aún podía ver las
estrellas, que generalmente suelen estar tapadas por las ramas de los
árboles. Te diré el porqué. Todo a mi alrededor, los troncos gigantescos de
los árboles yacían sobre el suelo, como si un leñador los hubiera cortado
durante la noche. Yo estaba muy hambriento y, al principio, en lo único en
lo que me fijé fue en la fruta que ahora tenía al alcance de la mano. ¡Era una
especie de milagro! Comí tanta como mi barriga pudo admitir. ¿Te lo
imaginas? Lo único que tenía que hacer era agacharme un poco y coger la
que quisiera.
»Luego me hice con un buen montón para traerlo a la aldea. Pero,
cuando ya no tuve que pensar en llenar la panza, empecé a preguntarme
otras cosas. Tenía que existir una razón por la cual todos aquellos árboles
gigantescos estaban caídos en el suelo, con las copas apuntando a la enorme
cadena de montañas que se divisaba a lo lejos.
»Al principio no estaba demasiado inquieto. Entonces, los rayos rojizos
y sangrientos del sol comenzaron a brillar por encima de las cumbres de
aquella muralla que tapaba el horizonte. Mi tranquilidad no duró mucho.
¿Te lo imaginas? De repente se produjeron un montón de crujidos como de
madera, y todos los árboles del bosque comenzaron a levantarse al unísono.
¡Sí, muchacho! No pienses que estoy loco y que digo cosas sin sentido. Ni
un solo tronco quedó tumbado en el suelo. Todos estaban de nuevo
erguidos. ¿Quieres saber lo que pensé en esos momentos? Bien, pensé que
todo el bosque, desde el más pequeño de los árboles hasta el más
gigantesco, se había inclinado en adoración hacia la cadena de montañas.
Pensé que estaba soñando, créeme. El bosque orante, todos esos árboles
inclinados que luego habían vuelto a recuperar su posición erguida, como si
hubieran estado arrodillados. Juro que si la tierra hubiera empezado a
hablarme no me habría sentido más aturdido de lo que ya lo estaba.
Miré a Toine asombrado y, a pesar de lo que me había dicho, no pude
dejar de pensar que había perdido la razón. Toine descubrió en la expresión
de mi rostro lo que estaba pensando.
—¿Crees que estoy loco? Te aseguro que no lo estoy, no más que tú.
Nos quedamos en silencio. Sin embargo, me di cuenta de que Toine
quería decir algo más. Tras dudar un poco, preguntó:
—¿No has oído nada esta noche?
—No, he dormido profundamente. Ni tan siquiera recuerdo haber
soñado nada.
—Bueno, entonces a lo mejor estoy equivocado. Escucha el final de mi
relato. Mientras el bosque estaba arrodillado escuché, muy lejos en
dirección a las montañas, algo parecido a una especie de canto. Se
asemejaba mucho al silbido del viento sobre las drizas de un barco. Luego,
procedente de la tierra, volvió a producirse ese latido rítmico que hemos
escuchado tantas veces. Pero esta vez sonaba mucho más alto e incluso el
suelo debajo de mis pies retumbaba fuertemente, como si se removieran sus
tripas.
Quedó en silencio de repente, con la mirada fija en las sombras
grotescas de las estatuas. Se le había ocurrido algo. Después de un rato,
prosiguió:
—Muchacho, estoy empezando a preguntarme —después de todo, no
tiene por qué ser imposible tratándose de un lugar como éste— si ese latido
no provendrá del corazón de todas las estatuas que palpitan al unísono bajo
la tierra. No puedo seguir creyendo que esas figuras están modeladas por
alguna especie de artista demente. Y tampoco que son obra de Dios, que se
supone es un ente bondadoso. Así que sólo queda una posibilidad: nos
encontramos en las puertas del infierno. Quizás es el fuego de las almas
perdidas el que ilumina estos cielos. Pero esta naturaleza corrompida no
puede entender el sufrimiento de los hombres. Ni Dios ni el Diablo podrían
disfrutar de semejante comedia.
No entendía del todo lo que Toine intentaba decirme, pero estaba seguro
de algo: si no encontrábamos un medio de escapar rápidamente de aquel
lugar una terrible desgracia caería sobre nosotros.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté.
Toine me miró perdido en sus pensamientos, como si nunca me hubiera
visto antes; luego dijo:
—Lo primero de todo es volver al río. Necesitamos agua. Después nos
dirigiremos hacia las montañas. Estoy seguro que la clave del misterio se
encuentra allí.
La posibilidad de volver a aquel lugar repugnante del que había
escapado aterrorizado tan sólo unos pocos minutos antes me hizo
estremecer. Pero no dije nada y ayudé a Toine a buscar más recipientes a
parte del ánfora, que era demasiado pequeña para nuestras necesidades.
—Ven, échame una mano, chico, creo que he encontrado lo que
buscábamos.
Toine llevaba a rastras un objeto oscuro y voluminoso. Cuando me
acerqué a él, descubrí que se trataba de una especie de garrafa de terracota.
Estaba pegada a varias de las estatuas de piedra y tuvimos que separarla de
ellas. Con enormes precauciones y, tengo que confesarlo, con cierto temor
supersticioso, empezamos a desplazar las estatuas. De repente, una de ellas
se balanceó un poco y cayó antes de que nos diera tiempo de evitarlo. La
figura aterrizó en el suelo en medio de una nube de polvo y la cabeza, que
se había separado del tronco, rodó unos cuantos metros por el suelo como si
se tratara de una pelota.
Nos quedamos mirando asombrados los pedazos resultantes.
—¡Es imposible! —exclamó Toine—. ¿Qué hace un esqueleto en el
interior de una estatua?
Era cierto. Allí, delante de nuestros ojos, había un esqueleto completo
esparcido por el suelo, con la única diferencia de que no estaba compuesto
de huesos sino de la misma tierra petrificada con la que se había modelado
el exterior de las estatuas.
Sin decir una palabra, Toine volvió a la tarea y siguió despegando la
garrafa. En cuanto a mí, me resultaba imposible quitar la mirada de aquel
pedazo de piedra del que sobresalían unas costillas y su correspondiente
espina dorsal, rota ahora por la mitad, y que parecían tan espantosamente
reales. Pero esta similitud era una simple apariencia de vida; y, sin embargo,
resultaba tan corpórea, tan natural, que uno casi sentía la necesidad de
acariciar aquellos restos.
—Déjalo —dijo Toine al fin—. Siento lo mismo que tú; es como si
fueran nuestros hermanos, pero me aterra mirarlos. Venga, tenemos que
proveernos de una buena reserva de agua. Disfrutemos de la vida, pues creo
que no nos queda mucho tiempo.
Se echó la garrafa al hombro y abandonamos la choza sin mirar atrás.
En el exterior se había levantado una suave brisa que hacía susurrar a
las ramas de los árboles de aquel mundo verde y vegetal. La floresta se
estremecía, vibraba, ondulaba alrededor de los troncos llenos de rajaduras
por las que manaban unas lágrimas rojizas, como las que resbalan por las
mejillas de un niño triste. Yo no podía dejar de pensar que nos hallábamos
en un mundo lleno de vida que estaba rodeado por la muerte.
Toine, que caminaba unos metros por delante de mí, se paró de repente,
dejó la garrafa en el suelo y se volvió un poco, gritando:
—¡Ven rápido, chico! ¡Estoy seguro de que esto sabe delicioso!
Cuando descubrí lo que estaba ocurriendo, me arrojé sobre él con un
aullido.
—¡No, no lo toques!
Pero ya le había echado la mano a una enredadera al menos tres veces
más grande que la que yo había visto unas horas antes y de la que tanto me
había costado escapar. Como estaba tan anonadado por lo que me había
ocurrido en la cascada, se me había olvidado contarle aquella aventura a
Toine, de manera que éste no estaba sobre aviso.
A pesar de que me lancé a toda velocidad en su ayuda, el espantoso tallo
ya se había enroscado alrededor de su cuello, como por la mañana lo había
hecho alrededor de mi muñeca. Poco a poco le estaba estrangulando.
Aunque tiré con todas mis fuerzas el tallo no cedió ni un ápice.
Desesperado, vi cómo el rostro de Toine se iba poniendo de un terrible color
grisáceo. Estaba ahogándose. Los ojos empezaban a salirse de sus órbitas.
Sin saber realmente qué más podía hacer, comencé a mordisquear el tallo de
la enredadera con furia, seccionando poco a poco la corteza con mis
dientes. Y entonces, cuando ya casi había perdido toda esperanza, aquel
zarcillo viviente relajó su abrazo. Apenas tuve tiempo de saltar a un lado
para evitar ser su siguiente víctima. Dejé que el tallo ondulara locamente
sobre la tierra y me arrodillé al lado de Toine. Estaba tirado sobre el suelo y
no se movía. Sin embargo, no había perdido la consciencia y me miraba con
ojos desorbitados. Nada más recuperar el aliento dijo:
—Gracias, muchacho, me has salvado de una muerte horrible.
Se frotó la garganta, en la que comenzaban a aparecer unas enormes
marcas azules, y siguió:
—Me quito el sombrero ante ti. ¡Has sido un valiente! ¿No tenías
miedo?
Le conté lo que me había pasado por la mañana.
—Vaya, ahora sé por qué reaccionaste de esa manera. Ya habías pasado
antes por la misma experiencia. Así que has podido salvarme.
—Sí y no —le contesté—. Si te lo hubiera contado antes habrías tenido
más cuidado.
Tomé la garrafa y me la puse al hombro; enseguida reemprendimos la
marcha sobre aquella tierra maldita.
Progresamos lentamente. De cuando en cuando Toine se llevaba la
mano al cuello, pero no se quejó ni una sola vez. La sonrisa había
desaparecido de su ajado rostro, siendo ésta reemplazada por una mueca de
asombro, aunque no de miedo. Al darse cuenta de que le observaba
furtivamente, dijo:
—De verdad que lo siento, chico, que sólo me tengas a mí para abrirnos
paso en medio de esta pesadilla. Pero será mejor que pienses que, si
perdemos la cabeza, entonces tendremos que luchar contra nosotros
mismos. En este lugar todo es extraño. No esperes encontrar respuestas. La
muerte ronda por todas partes, igual que en cualquier otro sitio; aunque,
quizás, aquí un poco más.
Lo dijo para tranquilizarme. Pero mientras hablaba sentí que me
embargaba una soledad enorme y llena de tristeza. Toine, me daba perfecta
cuenta, seguía, carente ya de miedos, la senda de la aceptación. Y sin
embargo, me preguntaba si el asombro que leía en su rostro no era el de una
persona que se sorprendía de seguir aún con vida. El viejo corazón de mi
compañero estaba agotado, y yo sabía que continuaba latiendo para poder
cuidar de su joven amigo.
No hablamos más. Seguimos andando bajo la verde floresta de aquel
mundo misterioso. Sabía que Toine jamás volvería a ser el mismo. Por fin
pudimos oír el canturreo de la cascada y descubrí un brillo de interés en sus
ojos. Recuperé la esperanza y pensé que, a lo mejor, no todo estaba perdido.
Nos tumbamos bocabajo sobre la suave alfombra verde de la ribera y
bebimos de aquel agua cristalina. Después de saciar la sed, permanecimos
tumbados, disfrutando en silencio de esa sensación de bienestar que ya
conocíamos y que era totalmente ilusoria, pero deseábamos liberarnos,
aunque sólo fuera por breves momentos, de toda la angustia que nos
atenazaba.
Las sombras habían vuelto a tomar posesión de los inmutables cielos.
La noche aún no había caído pero las estrellas estaban a punto de aparecer.
Era un momento de espera, el único momento del día en aquel monstruoso
lugar que se asemejaba un poco al de cualquier otro sitio corriente. El
silencio tan sólo era quebrado por el distante murmullo de aquella cascada
vigilada celosamente por un ejército de gigantescas flores carnívoras. Al fin
la negra noche cayó sobre la fría comunión de dos seres humanos que aún
tenían esperanzas, y las estrellas innombrables, una por una, fueron
apareciendo en una desconocida bóveda celeste. Permanecí en silencio
mientras Toine hablaba en la oscuridad:
—Deberíamos haber traído algo para encender un fuego. En este lugar
jamás encontraremos leña seca. Todo es de un moribundo color verde
pálido.
Capítulo X
Como ya me había pasado antes con frecuencia, caí dormido sin apenas
darme cuenta. De pronto creí oír las pisadas de Toine a mi lado y cómo le
rechinaban los dientes con impaciencia, seguramente porque no me había
despertado con la suficiente rapidez. Me incorporé sobre uno de mis codos
medio enfadado y gruñí:
—Está bien, está bien, ya me levanto.
Pero mis malos modos desaparecieron en el acto al ver que Toine, o
mejor dicho su sombra, se inclinaba sobre mí y me susurraba:
—¡Quédate quieto, chico, y mira!
Su tono de voz, un tono que sólo le había oído cuando anunciaba algo
bueno aunque también sorprendente, me impactó más que una patada en la
espinilla. Además, no resultaba muy habitual que Toine se admirase
fácilmente por algo. Así que me levanté y susurré en respuesta:
—¿Qué pasa?
Al mirar al frente no descubrí otra cosa que aquel inmenso bosque,
ahora de un color plateado por la proximidad de la aurora. Me volví hacia
Toine.
—Bueno, ¿cuál es el misterio? Tan sólo se trata de la luz de un nuevo
día.
—¿En medio de la noche? ¿Has visto alguna vez la luz del amanecer en
plena noche? ¿Y en un lugar como éste, en el que jamás ha salido la luna?
Además, deberías saber que aquí la luz del día es de color rojo.
Era cierto. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Pero entonces, ¿qué nuevo
prodigio iba a tener lugar ahora? Sentí que la sangre se me congelaba en las
venas cuando escuché el estampido de unos pasos furiosos, que antes había
confundido con los de Toine, resonando sobre la tierra. Me acerqué a mi
compañero.
—¿Los oyes? —le pregunté en voz baja.
—Sí, chico —me contestó con una extraña calma—, parecen los latidos
de un corazón gigantesco que estuviese bajo nuestros pies.
De nuevo volvieron a escucharse una especie de chirridos,
acompañados por el mismo sonido que produce un árbol cuando su tronco
ha sido cortado casi por completo y comienza a doblarse hasta caer sobre el
suelo. Al mismo tiempo, aquella luminosidad fría y densa, que parecía
asemejarse al mercurio esparciéndose por un agua oscura, comenzó a brillar
con más fuerza. El bosque al completo se hizo visible. Arqueándose
lentamente, los troncos de los árboles crujían como la madera al romperse.
Recordé lo que me había contado Toine. ¿Estaba ocurriendo de nuevo aquel
extraño fenómeno? Ya no tenía dudas: aquel bosque inmenso volvía a
postrarse en su increíble saludo. Se inclinaba ante algún misterio. Como los
monjes que se descubrían la cabeza, el bosque tocó la tierra con su frente
verdosa. Los crujidos me ponían los nervios de punta, ya de por sí bastante
castigados. Los troncos de los árboles tenían tal inclinación que esperaba
que fueran a quebrarse en cualquier momento. Las hojas que nacían en las
ramas tocaban la cubierta vegetal del bosque bajo. Y entonces las ramas se
desplegaron como si fueran brazos extendidos, y los penachos verdosos se
arquearon sobre el terreno, mostrando los pálidos colores de sus recientes
retoños. Mi mirada se dirigió a la más alta de las montañas que se erguían
en la lejanía. Era tan roja como una fragua ardiente. Y el latido, que por
breves momentos había menguado, volvió a resonar con repentina y
diabólica violencia. Se produjo un largo suspiro, y luego la pálida luz
comenzó a oscurecerse y los árboles retornaron a sus posiciones habituales,
irguiéndose de nuevo lentamente sobre los cielos sombríos. El silencio
volvió a reinar en el bosque. Tan sólo la montaña, que parecía inclinarse
sobre las sombras, continuó reluciendo durante un rato, hasta que poco a
poco su fulgor fue decreciendo, como si cayera dormida. Las desconocidas
estrellas volvieron a titilar en el cielo.
—¡Se acabó! —dijo Toine.
Se tumbó de nuevo sobre la tierra. Me quedé a su lado mientras seguía
hablando:
—Ahora podemos dormir. Ya no volverá a moverse. Me he quedado
despierto a propósito para confirmar que lo que había visto la noche
anterior iba a volver a producirse.
Entonces le pregunté algo que me bullía en la cabeza.
—¿Cómo tuviste el coraje suficiente para atreverte a coger la fruta?
—Pues, en primer lugar, cuando llegué al bosque los árboles ya estaban
en el suelo. Tenía tanta hambre que sólo me fijé en la fruta y no se me
ocurrió hacerme más preguntas. Además, esa luz que tú creías que
anunciaba la aurora tampoco brillaba entonces. Tengo que admitir que, de
haber sido así, jamás me habría atrevido a acercarme a los árboles por nada
del mundo. ¿No tuviste la sensación de ser observado a través de una
mortaja que rodeara nuestros cuerpos extintos?
El cansancio se superponía a nuestras emociones, ya no teníamos el
control sobre nuestros propios actos. Nos hundimos en un sueño que se
asemejaba más a un oscuro desvanecimiento.
Cuando nuestros sentidos volvieron a entrar en contacto con la realidad
(pero, ¿cuál era la verdadera realidad?) la luz rojiza de un nuevo día brillaba
en el cielo. Los dos permanecimos recostados sobre el suelo, escuchando
los murmullos cantarines de la cercana cascada que eran acompañados por
el susurro de una suave brisa que se deslizaba entre las hojas del renacido
bosque. De repente, Toine rompió el silencio:
—¿Qué tal si nos damos un baño, chico?
Le miré sorprendido. Sonrió y su rostro rugoso pareció iluminarse.
—¿Y por qué no? Nos hará bastante bien —añadió.
Se incorporó y empezó a desvestirse. Luego se metió dentro del río. Al
rato vi su cabeza sobresaliendo en medio de la corriente.
—Vamos, ven; aquí no te cubre.
Pero nada más acabar de decir la frase desapareció repentinamente. Mas
enseguida volvió a aparecer sobre la superficie del agua. Luego empezó a
nadar de vuelta a la orilla. Cuando salió del agua se tumbó boca arriba sobre
la hierba sin decir una sola palabra. Intrigado, me acerqué hasta donde
estaba. Su cuerpo delgado y vigoroso, increíblemente joven para sus años,
se estremecía lleno de escalofríos.
—¿Pero qué diablos te pasa para comportante de esa manera? —le
pregunté.
Transcurrieron varios minutos antes de que me contestara. Luego se
volvió hacia mí con una expresión extraña en sus ojos y dijo con suavidad:
—Muchacho, estoy empezando a dudar de lo que acabo de ver. En el
preciso momento en el que te decía que me acompañaras, noté que la
arenilla que había bajo mis pies desaparecía repentinamente y sentí como si
algo me succionara hacia abajo. Al principio pensé que me hallaba sobre un
banco de arenas movedizas y hundí la cabeza para ver cómo podía librarme
de ellas. Y entonces descubrí que una buena parte de mi pierna había
desaparecido en medio de una especie de agujero con forma de boca, ¡y que
éste se estaba moviendo! ¡Chico, tuve que separar dos labios de arena para
poder escapar!
Una sonrisa triste se dibujó en su rostro.
—Pensarás que estoy loco, claro.
—Desde luego que no —le contesté en un tono de voz que esperaba
fuera lo suficientemente tranquilizador. Después de todo lo que nos había
sucedido jamás se me habría ocurrido dudar de lo que dijera mi compañero.
A pesar del horror que iba adueñándose de mí, le miré directamente a los
ojos y proseguí:
—Fuera lo que fuera ya no importa. ¿Acaso no me has dicho cientos de
veces que, si queremos salir de este lugar, no debemos permitir que cunda el
desánimo entre nosotros? Así que será mejor que nos centremos en un solo
objetivo: encontrar una salida.
Mientras hablaba vi que el rostro de mi compañero se tranquilizaba y
que un brillo débil volvía a aparecer en las profundidades de sus ojos
negros. Cuando terminé de hablar, lanzó un silbido y exclamó lleno de
admiración:
—¡Bien, hagámosle caso a mis palabras! ¡Ya somos hombres de nuevo!
¡Hombres de verdad! Ya no existe ninguna razón en el mundo por la cual no
podamos salir de este enredo. ¡Palabra de honor del viejo Toine!
Esas palabras, viniendo de él, me causaron una profunda alegría. Tenía
razón. Ahora me sentía capaz de cualquier cosa, capaz incluso de superar la
más adversa de las situaciones. Mi angustia aún no había desaparecido, pero
al fin me estaba acostumbrando a ella. Valor, pensé, no se trata más que de
eso.
Capítulo XI
Capítulo XII
No volví a tener contacto con ese mundo, envuelto aún en las sombras,
hasta que de pronto me descubrí escalando lentamente una especie de pared
infinita. Al otro lado del horizonte, una luminosidad rosa presagiaba la
llegada del nuevo día. Pero de momento, los cielos, aún vacíos, se
regocijaban en su soledad. Oculta tras el manto nocturno, la llanura era un
abismo de negrura, tan muda como un pozo sin fondo. Abrí mis labios
cubiertos de lodo e intenté llamar a Toine, pero no pude oír mi propia voz.
¿Me había imaginado que le llamaba? ¿O simplemente estaba sordo? Quedé
en el suspenso de una agonía sin esperanzas, cerré los ojos y empecé a rezar
las oraciones del rosario.
Un sonido que reconocí al instante me hizo saber que Toine seguía
abriéndose paso entre las rocas. El silencio volvió a caer sobre nosotros.
Poco a poco, mientras el cielo estaba a punto de iluminarse de un vivo
color rojo, se fueron perfilando unas sombras vagas a nuestro alrededor. Al
fin, la cumbre de la gigantesca montaña, que se recortaba contra los rojizos
cielos, apareció delante de nosotros en todo su esplendor.
Se erguía como una aguja irregular sobre el espantoso abismo. Figuras
de formas incontables se arracimaban en la ladera de la montaña, como si
fueran a continuar su ascenso por toda la eternidad.
Me volví hada Toine para preguntarle si debíamos seguir subiendo, pero
las palabras quedaron prisioneras tras mis labios terrosos. ¡Resultaba
horrible mirarle! La máscara de barro se había solidificado, pero sus
facciones, tan lodosas que no parecían las suyas, le daban un aspecto
totalmente distinto. El único resto de vida que quedaba en su viejo rostro
provenía del brillo de sus ojos. Su expresión al mirarme no me dejaba
ninguna duda de mi propio aspecto. Aquello podría haber trastornado mi
mente, pero, en lugar de eso, me vi invadido por una extraña calma. ¿Se
trataba del primer acto de renuncia?
Toine intentaba hablarme. Pero de su boca medio abierta sólo salían
sonidos ininteligibles. No me di cuenta de que quería que prosiguiéramos
nuestra ascensión hasta que observé cómo intentaba levantarse con sumo
esfuerzo. ¿Pensaba aún que la salvación se hallaba al otro lado de la
montaña? En cuanto a mí, ya no lo creía. Accedí a sus deseos, aunque no
los compartía.
Moverse resultaba doloroso. Teníamos la sensación de estar encerrados
en una especie de armadura ajustada y gruesa. Con frecuencia teníamos que
asirnos a las estatuas de piedra para ayudarnos en la escalada. Si se
despegasen de la montaña, caerían ladera abajo hasta aterrizar sobre la
llanura. Aunque la posición del sol indicaba que habíamos estado subiendo
durante varias horas, la cumbre de la montaña parecía tan lejana como
siempre. Afortunadamente, y exceptuando esa sensación de extrema
pesadez, ya no nos sentíamos fatigados, ni teníamos sed o hambre. Pero
respirábamos con gran dificultad debido al enrarecido aire de las alturas.
Para respirar adecuadamente nos veíamos obligados a abrir la boca todo lo
posible, y en nuestras caras se dibujaba una mueca muy parecida a la de los
rostros de todas aquellas estatuas de piedra.
La pared se hizo más empinada, casi perpendicular. Pero no nos
importaba. Nos adheríamos a la roca como si nuestras manos y pies
tuvieran una especie de poder de succión. Poco a poco nos aproximamos a
la cima, tan llena de promesas y esperanzas. Al mismo tiempo, la
metamorfosis que experimentábamos fue haciéndose más clara y
repugnante. Teníamos las manos y los dedos completamente extendidos y
cubiertos de pegotes de tierra. Resultaba imposible cerrarlos. Nuestros
miembros, privados de toda flexibilidad, tenían la apariencia y el peso de
unas estatuas en movimiento. A lo lejos, más allá de la llanura desértica y
del bosque, podíamos ver el mar. El sol brillaba sobre las aguas, como si se
contemplara a sí mismo. Un inmenso silencio reinaba por todas partes.
Cuando, al fin, coronamos la cima, estábamos completamente exhaustos,
pero felices y esperanzados. Descansamos largo rato tumbados sobre la
tierra. Debíamos parecer dos montones de barro. Había llegado el gran
momento. Tras superar todas las etapas de nuestro viaje, habíamos
alcanzado el objetivo en el que siempre depositamos nuestras esperanzas de
salvación. Tras haber llegado allí con éxito, ¿qué descubriríamos al otro
lado de la montaña?
Nos daba miedo levantarnos y descubrir si había vida al otro lado de la
cima. Aún recostados, miramos la enorme extensión de roca que cubría la
superficie de la cumbre. En contraste con la ladera de la montaña, aquella
piedra era tan suave como las losas de las casas antiguas que han sido
acariciadas por incontables pasos. En el centro de la cima, sobresaliendo
como una especie de cuenco, había un cráter enorme, un pozo inmenso de
bordes redondeados cuyo orificio resultaba algo más alargado en la punta.
Toine se incorporó. Parecía haber recobrado sus fuerzas. Me quedé
sorprendido al mirarle y descubrir que estaba buscando algo. Yo también
me levanté. Lo entendí todo cuando vi que en aquella plataforma no había
ni una sola estatua, que todas se habían quedado varadas a unos metros de
la cumbre. A no ser que estuvieran huyendo de allí, pensé lleno de angustia.
El miedo —ese viejo conocido— volvió a hacer presa en nosotros mientras
cruzábamos, al fin, aquella extraordinaria explanada. Andábamos hacia
delante como autómatas, bordeando el cráter, que resultaba tan alto como
una montaña en miniatura. Los cielos distantes y rojizos parecían espiarnos.
Nos aproximamos a la línea que separaba lo que considerábamos nuestro
derecho a la vida de una muerte segura. Nuestros cuerpos se estremecían de
angustia bajo la costra espesa que los cubría. Nada había cambiado sobre la
bóveda celeste. El ominoso silencio seguía dueño del mundo.
Unos cuantos metros más adelante descubrí otras cumbres similares a la
que nos encontrábamos. Y cuanto más avanzábamos más crecían en
número. Entonces comprendí que al otro lado de la montaña no había
bosques ni llanuras sino más cumbres innumerables que se erguían sobre
los cielos rojizos. En este mundo de silencio no existía la esperanza. El
bloque de piedra que había bajo nuestros pies comenzó a vibrar y entonces
supimos que nos hallábamos muy cerca de aquel corazón batiente. Nuestros
propios corazones empezaron a latir en solitaria hermandad. Ya no había
nada en lo que tener esperanza, ya no nos importaba seguir con vida.
Incluso el cráter, que creíamos era la causa principal de todas nuestras
angustias, ejercía una extraña fascinación sobre nosotros. Toine fue el
primero en escalar el borde rocoso que lo circundaba. Yo iba justo detrás.
En cuanto tocamos la piedra sentimos que la fatiga nos abandonaba como
por arte de magia, pero no sucedió lo mismo con la angustia que nos
embargaba. Todo lo contrario, alimentada por el instinto que nos advertía de
alguna clase de peligro, no dejaba de repetirnos que huyéramos cuanto
antes. Pero aún así, llegamos a la altura del cráter. La atracción que nos
produjo el mirar dentro de aquel pozo fue mayor que el miedo que nos
atenazaba. Un reborde de piedra, lo suficientemente ancho para poder
caminar sobre él, rodeaba la bostezante boca del volcán que,
indudablemente, estaba adormecido.
El vértigo que nos producía aquel abismo infinito que teníamos tan
cerca hizo que casi perdiéramos el equilibrio. Cuando nos asomamos al
borde del precipicio mis piernas temblaban de espanto. Deslumbrados por
el resplandor del día, mis ojos apenas pudieron distinguir nada entre las
sombras de la sima. Pero el sonido de una respiración llegaba claramente
hasta nosotros desde las profundidades y el rítmico latido creció en
intensidad. Toine permanecía de pie, con la cabeza inclinada y la mirada
perdida en el abismo. En su rostro ya no había ningún rasgo humano. No
era más que un fiel reflejo de mí mismo, pues en él contemplaba la imagen
en la que yo también me había convertido.
De repente los hombros de mi compañero se desplomaron como bajo el
impacto de un peso enorme, y fue entonces cuando descubrí, en el fondo de
aquel cráter inmenso, una cosa aterradora que casi me hizo caer de cabeza
en las entrañas del pozo maldito.
Flotando en medio de un lago de sangre, un ojo azulado en el que
brillaba una descomunal pupila negra nos observaba. Toine se puso a gritar
y una parte de la máscara se cuarteó por el esfuerzo, desfigurando para toda
la eternidad sus facciones modeladas en barro.
Dejé que me llevara sin ofrecer la menor resistencia. Cuando llegamos
al borde exterior del cráter Toine me empujó y rodé unos cuantos metros
hasta caer de nuevo sobre la piedra lisa que tapizaba la cumbre. Al instante,
la enorme fatiga que nos embargaba antes de llegar a la altura del cráter
volvió a adueñarse de nosotros. Nos arrastramos un poco más hasta el
reborde de la plataforma y luego nos dejamos caer por la ladera de la
montaña. Al principio descendimos a una velocidad vertiginosa, chocando
en nuestro camino con las estatuas que se asemejaban a nosotros mismos.
Éramos como una masa pétrea que resbalaba por la ladera de la montaña
maldita. De repente paramos, como si una mano misteriosa nos hubiese
detenido, y nuestras espaldas quedaron adheridas a la roca, incapaces de
separarse de la montaña por siempre jamás.
Escritor inglés. Nacido el mismo año que Lord Dunsany, marchó al mar
con tan sólo trece años, de donde, como muchos otros escritores y poetas
influenciados por el Gran Azul, tomó sus escenarios y argumentos en los
que luego basó su obra escrita. Después de varios años de travesías y tras
cruzar el Cabo de Hornos (que, en aquellos tiempos, era como el bautismo
definitivo de todo marino), volvió a Londres y a la literatura, siendo un
poeta laureado por el Rey Jorge V. Su obra escrita, ya fuera en verso o
prosa, trata principalmente sobre el mar. Entre sus principales trabajos
podemos citar: Salt-Water Ballads (1902), Dauber (1913), Reynard the Fox
(1919), Sard Harker (1924), y The Bird of Dawning (1933). Más cercanas a
los temas sobrenaturales y fantasmagorías marinas están sus varias
antologías de cuentos, entre ellas la soberbia A Mainsail Haul. Su estilo es
sobrio, humorístico muchas veces, y posee esa extraña cualidad para narrar
una historia con una sorprendente economía de palabras. Un claro ejemplo
es Anty Bligh, uno de esos cuentos de fantasmas y resucitados que circulan
de boca en boca entre los marineros, y que está narrado con una sencillez y
humorismo deliciosos.
ANTY BLIGHT
John Masefield
Y lo repetía una y otra vez, una y otra vez, como si no se cansara nunca
de la belleza de aquellas palabras y de aquel ritmo. Entonces se levantó de
donde estaba sentado y vino hacia mí. Era uno de los mejores marineros de
a bordo, un joven danés que hablaba el inglés como cualquier nativo.
Habíamos hecho algún que otro negocio durante el último cuartillo[15], unas
horas antes, y me había comprado una toalla, que yo le cobré bastante
barata ya que me sobraban varias. Se sentó junto a mí y empezamos a
charlar de unas cuantas cosas con trasfondo marinero: sobre el peligro de
quedarse dormido bajo la luz de la luna, del veneno que se suponía
contenían las patatas frías una vez cocidas y de lo bueno que era pasar una
temporada agradable en tierra. Luego empezamos a discutir sobre la
piratería, adornando nuestras afirmaciones con anécdotas de piratas.
—Ah —dijo mi amigo—, no existió otro pirata como el viejo Anty
Bligh, de Bristol. Colgaron al viejo Anty en el Brasil. Era el alma y el
corazón de un grupo de bribones, el viejo Anty Bligh, sí que lo era. Le
colgaron en Fernando Noronha, donde está la prisión. Pero, aún después de
muerto consiguió andar entre los vivos, sí que lo hizo. Eso demuestra lo
malo que era.
—¿Cómo que consiguió caminar entre los vivos? —pregunté—.
Cuéntame eso.
—Bueno, pues le colgaron —contestó mi amigo—, igual que pueden
colgar a cualquier otro, y luego le dejaron en la horca. Supongo que
pensaron que el viejo Anty era demasiado malo como para darle sepultura.
Y por aquellos tiempos había un joven capitán español en las islas. Se
llamaba Francisco Baldo. Era un terror. Así que la noche en que colgaron al
viejo Anty, Francisco estaba de juerga con algunos otros capitanes en una
especie de cantina. Y los otros capitanes le dijeron a Francisco:
»—Me apuesto la paga de un mes a que no te atreves a atar una cuerda
alrededor de las piernas de Anty.
»Y también:
»—Me apuesto mis ropas de gala a que no eres capaz de poner una
bolina alrededor de los tobillos de Anty.
»Y:
»—Me apuesto un barril de vino a que no osas echar un lazo alrededor
de los pies de Anty.
»—Me apuesto lo que queráis a que sí —dijo Francisco Baldo—. No es
más que un cadáver —siguió—. ¿Por qué voy a temer ahora a Anty Bligh?
Dadme una cuerda —dijo—, y le ataré con siete nudos, como hacen los
marinos con sus hamacas.
»Así que apuró su vaso de un trago, cogió un trozo de cuerda, salió a la
oscuridad y se fue directamente hacia la horca. Era una noche de luna
nueva, y estaba tan negro como el fondo de una bota de marinero, y se veía
tan poco como si miraras dentro. Y la horca estaba un poco más abajo, al
lado del mar, ya que el viejo Anty Bligh había sido un pirata. Así que
pronto llegó bajo la horca, y allí estaba colgado el viejo Anty Bligh.
»¿Qué tal, Anty? —dijo—. Te ato y luego te vienes conmigo, Anty —
siguió diciendo—. Te voy a amarrar como a una hamaca.
»Y entonces echó una cuerda alrededor de los pies de Anty…
Llegado a este punto, mi compañero hizo una pausa para encender su
pipa. Tras darle unas caladas siguió narrando su historia.
—Cuando un hombre es ahorcado con una cuerda de cáñamo —dijo
muy serio—, jamás debes tocarle con lo que le ha producido la muerte, pues
el cadáver recobrará la vida. Anótalo bien. No lo olvides nunca. En cuanto
Francisco Baldo puso el cordel alrededor de los pies de Anty, éste abrió los
ojos y miró hacia abajo desde la soga, y aunque estaba muy oscuro,
Francisco Baldo pudo verle con absoluta claridad.
»—Gracias, jovenzuelo —dijo Anty—. Y ahora quita ese nudo. ¡Me
quema los pies! —dijo—. ¡Si no lo haces —dijo— te rebanaré el pescuezo!
Y ahora sube aquí —dijo— y libera mi cuello de esta soga. Estoy tan seco
como un barril de garbanzos escurridos.
»Como imaginarás, el tal Francisco Baldo se quedó de piedra y
empapado de un sudor frío.
»—¿A qué esperas? —dijo Anty—. No pienso estarme aquí arriba toda
la noche.
»Así que Francisco Baldo subió a lo alto de la horca; y se las vio y se
las deseó para liberar el pescuezo de Anty.
»—Vamos, hombre —decía Anty—, y ten cuidado con esas manos tan
torpes. Me vas a rasguñar todo el pescuezo como sigas así. Y ahora, no me
dejes caer de golpe —decía—. Te voy a hacer muy desgraciado como me
dejes caer de golpe.
»Así que Francisco le bajó con mucho mimo, y Anty puso los pies en el
suelo sin soga ni nada, aunque continuaba con la cabeza echada hacia un
lado, como cuando estaba colgado.
»—Ven aquí conmigo —dijo Anty.
»Y Francisco Baldo hizo lo que le pedía. Y el bueno de Anty le puso el
brazo alrededor del cuello y le apretó bien fuerte.
»—Y ahora, vamos a andar un poco —dijo—; vamos a andar hasta la
cantina más cercana para echar un trago. Y nada de mezclas con agua, de
eso nada —dijo—. Estoy más seco que un trozo de madera.
»Así que Anty y Francisco se fueron a la cantina, y durante todo el
camino los dedos helados de Anty estuvieron jugueteando con el pescuezo
de Francisco. Y cuando llegaron a la cantina, los otros capitanes estaban
dormidos. Así que Francisco tomó la botella de ron y Anty se la bebió de un
trago, que era lo que siempre solía hacer.
»—¡Ah! —dijo—. ¡Gracias! Y ahora, a los muelles —dijo—, y a pillar
un bote —dijo—. Quiero ir a Inglaterra a despedirme de mi madre.
»Así que Francisco volvió a quedar empapado de un sudor frío, ya que
le daba miedo el mar; pero los dedos helados de Anty seguían jugueteando
con su pescuezo, así que Francisco se lo pensó bien y decidió que lo mejor
era ir con él. Y cuando llegaron al malecón descubrieron un bote amarrado
—una chalana de ésas, que es como suelen llamarlas—, y Anty dijo:
»—Tú coge los remos —dijo— y yo gobernaré el bote —dijo—. Y cada
vez que no aciertes con la pala —dijo— te voy a dar un pescozón que no
olvidarás nunca.
»Así que Francisco empujó el bote y remó hasta salir del puerto,
mientras el viejo Anty Bligh se afanaba a la caña del timón, diciéndole que
bogara fuerte y que tuviera cuidado en no dar una mala palada. Y remó, y
remó, y remó, y cada vez que fallaba al impulsar el remo sobre el agua —
¡paf!— el bueno de Anty le pegaba una colleja con la caña del timón.
»Y así la chalana recorrió un trecho increíble en muy poco tiempo,
noventa nudos en tan sólo un cuarto de hora, así que pronto divisaron el
Faro de Bull Point y el Faro Shutter, y luego las luces de Bristol.
»—Remos fuera —dijo Anty—. Ya hemos llegado.
»Luego atracaron en los muelles y desembarcaron, y Anty volvió a
echar el brazo alrededor del pescuezo de Francisco, y…
»—En marcha —dijo—. A paso ligero —dijo—, pues Johnny vuelve a
casa desfilando.
»Después de andar un buen rato llegaron a una diminuta casita en cuya
ventana lucía una candela.
»—Empuja la puerta —dijo Anty.
»Y Francisco empujó la puerta y ambos entraron. El fuego de la
chimenea ardía en la habitación y había varias velas sobre la mesa, y un
poco más allá, cerca del fuego, se encontraba una mujer muy vieja y muy
fea vestida con unas ropas de franela roja, y de su nariz pendía un aro y de
sus labios una vetusta pipa renegrida.
»—Buenas noches, madre —dijo Anty—. He vuelto a casa —dijo.
»Pero la anciana se quedó mirándole sin decir ni una sola palabra.
»Soy yo, tu hijo Anty, que ha vuelto a casa —repitió.
»Entonces ella le miró de nuevo y…
»—¿No te da vergüenza —dijo—, presentarte en casa de esa manera?
¿No te arrepientes de todas tus pillerías? —dijo—. Mira que morir así —
dijo—, en un país extranjero, sin nadie que te diera sepultura.
»—Madre —dijo Anty—, vale, me arrepiento. ¿No le negarás sus
derechos a un hijo?
»—Sí mientras que no lo hagas —dijo la madre—. En cuanto te
arrepientas de verdad no pondré ninguna pega. Siempre fuiste un mal bicho,
Anty —dijo—, pero me imaginaba que al final volverías a casa. Bueno, y
ahora estás aquí —dijo—. Y tengo que limpiarte ese pescuezo —dijo—.
Parece que alguien te lo ha puesto hecho un cristo.
»—Tranquila, madre —dijo Anty—. Ya es medianoche pasada.
»Así que le lavó todo el cuerpo en vino, y le puso en un sudario blanco,
con una cruz de madera en el pecho, dos monedas de plata en los ojos y una
caléndula dorada entre los labios. Y luego le llevaron hasta la chalana y le
depositaron sobre las tablas de popa.
»—Deprisa, jovencito —dijo la madre—; rema con brío. Dale fuerte a
los remos —dijo—, o nos pillará la aurora.
»Así que el tal Francisco Baldo se puso a remar como un diablo, y la
chalana avanzó a toda velocidad hacia el sur —cerca de un grado por
minuto—, y pronto llegaron a los muelles, justo cuando las gallinas estaban
en su segundo sueño.
»—A la iglesia —dijo la vieja—; tú píllale por las piernas.
»Así que entre los dos le llevaron hasta la iglesia.
»—¡Por todos los demonios, daos prisa! —dijo Anty—. Ya siento la
aurora en mis huesos —dijo—. Mi espectro os perseguirá por siempre como
no lleguemos a tiempo.
»Y allí había una tumba vacía, y le pusieron dentro, y llenaron el
agujero con la tierra húmeda, y la vieja derramó el contenido de una botella
encima.
»—Es agua bendita —dijo—. Para que su espectro descanse en paz.
»Luego se fue corriendo hasta la orilla del mar y se metió en la chalana.
Y al instante apenas era un punto en el horizonte, y el sol apareció por entre
las olas, y los gallos empezaron a lanzar sus quiquiriquís en los gallineros, y
el bueno de Francisco Baldo cayó al suelo desmayado. Desde entonces fue
un hombre totalmente distinto».
—¡Eh, los del costado de sotavento! —dijo el oficial encima de
nosotros—. Dejad de parlotear y asegurad los cabos.
George G. Toudouze
(1877-¿?)
***
Los años pasan, pero los recuerdos son implacables. Semejante acción
queda impresa para siempre en el alma de los hombres. A veces los
recuerdos de la juventud se desvanecen y acaban por desaparecer detrás de
otros más vívidos. Pero, al mismo tiempo, hay cosas que jamás te
abandonan. A lo mejor le hice un favor a Tommy, o a lo mejor no. La
policía no interpuso ningún cargo criminal, y la corte marcial le declaró
inocente. El juzgado determinó que, a pesar de no haber podido salvar a
Case, sí me había salvado a mí. Pero tampoco les gustó la destrucción de un
barco tan caro.
Tommy acabó mal. Empezó a darse a la bebida tras la absolución.
Contemplamos demasiadas veces su figura alta y su cabello negro
inclinándose sobre demasiados vasos de cerveza en demasiadas tabernas
marineras. Se ausentó sin permiso durante todo un mes y estuvo
encarcelado por borracho.
En aquellos días, la Guardia Costera era como una pequeña familia.
Nuestro capitán intentó salvar a Tommy trasladándole a un barco del
servicio meteorológico. El capitán había pensado que, como el barco solía
permanecer mar adentro un mes entero, Tommy se vería obligado a
permanecer sobrio durante los treinta días de servicio. Una noche, mientras
el barco pasaba al lado del Faro de Portland, Tommy cayó por la borda. El
tribunal de investigación determinó que se había tratado de un accidente.
Wert tuvo un final aún más macabro. Una noche sin viento Wert
vagabundeaba entre las boyas del astillero. Las boyas permanecían en
completo silencio, las gigantescas sirenas, las bruñidas campanas, las
estanterías llenas de boyarines. Algunas estaban sueltas, esperando a ser
depositadas en su emplazamiento definitivo. Sin ninguna razón aparente, y
en contra de todas las leyes físicas conocidas, una de las boyas encendidas
rodó por el suelo totalmente plano. Pesaría cerca de una tonelada y aplastó a
Wert sobre el pavimento del astillero. No hacía ni una brizna de aire, pero
los hombres que patrullaban en las lanchas juraron que habían oído el
tañido de una campana, y luego un golpe metálico, y otra vez el tañido.
Cuando finalizó mi periodo de servicio en la marina no me reenganché.
Huí lo más lejos posible del agua salada. Los años que siguieron fueron
sombríos; trabajos raros y malos por todo el medio oeste. Iba a la escuela
nocturna, me casé, obtuve el graduado, me divorcié. Nada parecía ir
completamente bien. De pronto me di cuenta —y curiosamente, de todos
los lugares posibles en la estación de autobuses de Peoria—, de que aquel
terrible incidente me había apartado de mi verdadera vocación, el mar.
Cambié mi pasaje de autobús a Chicago por otro a Seattle. De Seattle fui
hasta Ketchikan, donde me dediqué a la pesca del salmón, y finalmente
conseguí un camarote fijo en un remolcador que llevaba barcazas de Seattle
a Anchorage. Tras muchos años llegué a ser el patrón de mi propio barco.
Muchos marineros, en su gran mayoría pescadores, arriban a Seattle,
Ketchikan y Sitka. Una tarde nivosa de enero en Sitka, cuarenta años
después de aquel incidente, oí lo que decían un par de marineros de Maine
mientras juraban y perjuraban que no volverían a arribar a los muelles de
Portland. Existían suficientes pruebas en su cháchara de borrachos como
para convencerme de que había llegado el momento de ajustar cuentas con
el pasado. Reservé un vuelo a Portland.
Durante todo aquel tiempo siempre habían quedado en el aire ciertas
preguntas obsesionantes sobre aquel suceso de juventud. Pensaba en ellas
mientras iba en el avión. ¿Qué había sido del muchacho? ¿Qué vio Tommy
mientras lanzaba la lancha contra el bote? ¿Qué había visto yo mismo?
Ahora soy viejo y estoy familiarizado con las jugarretas que nos puede
causar la imaginación. ¿Qué vio Wert? ¿Qué puede hacer que uno de esos
puritanos pescadores de langostas —pues en Maine, generalmente, son
sujetos sobrios y adustos— se hunda de repente en los abismos de la
locura?
Para mí, que ya soy viejo, la mujer que me recibió en el vestíbulo del
hotel era una dama llena de encanto y dignidad. Las costas de Maine son
duras para los hombres, pero a veces son aún más duras para las mujeres. El
rostro suave de la dama estaba curtido, unas finas arrugas se prolongaban
alrededor de sus ojos grises y sus manos demostraban que no temía al
trabajo. El cabello, largo y oscuro, estaba salpicado de mechones grises y el
vestido, igualmente gris y neutro, le caía bastante por debajo de las rodillas.
—Es como un rompecabezas —me dijo nada más sentarnos a almorzar
—. Tiene que tener presente que yo apenas era una niña.
—Me pregunto qué está pasando en el puerto —dije—. Los periódicos
se lo toman a broma.
Tras los cristales de las ventanas, la nieve amontonada dibujaba unas
calles ahora asfaltadas, pero que en mi juventud eran de adoquines. El sol
brillaba en las zonas de hielo y el termómetro permanecía bajo cero.
—Lo sé —me dijo—. Poseo un negocio de barcos. La historia me va
llegando poco a poco, a pequeños retazos. Los hombres hablan aun cuando
prefieren guardar silencio.
Los marineros escuchan más de lo que ven. En la oscuridad invernal de
las madrugadas, cuando la bruma helada cubre el canal, los pescadores
dicen oír el sonido de unos motores diésel. Y luego, casi de inmediato, un
grito histérico: «A la izquierda del timón. A la izquierda del timón».
Cuando eso sucede los hombres se quedan aterrados y piensan en su propia
embarcación. La pantalla del radar está en blanco, pero ningún marinero se
fía de esos aparatos y ninguno falla a la hora de actuar cuando su vista está
nublada por la bruma.
Entonces el sonido de los motores se eleva hasta convertirse en un
rugido, mientras los hombres, a ciegas, mueven la rueda del timón para
escapar. Luego se produce como una especie de desgarro, y el sonido de
metal y madera al despedazarse; y luego, el silencio. En medio de esa
quietud una voz dice: «Una deuda de marino. Una deuda de marino».
Los pescadores aseguran que es una voz del otro mundo, o que es tan de
este mundo como la voz del mar. Luego escuchan cómo va disminuyendo el
sonido de los hombres forcejeando en la cubierta.
—Le voy a contar lo que me decía mi abuela —apuntó la mujer. Sonrío
distraídamente—. Las gentes de Maine tienen fama de ser taciturnas, pero
entre ellas hablan como cotorras —dudó unos instantes y luego se confesó
entre susurros—. Jamás me he casado. A lo mejor soy una anticuada, y algo
supersticiosa. Mi padre estaba loco, y mi madre no andaba mucho mejor.
—Si todo esto es demasiado duro para usted…
—En realidad nunca los conocí —me recordó—, pero mi abuela
siempre fue mi mejor amiga.
Al otro lado de la ventana los colores chillones de los automóviles
contrastaban con la nieve amontonada y las calles relucientes de sol. Unos
edificios altísimos arrojaban negras sombras sobre los bulliciosos muelles.
—Maine suele parecerse a Alaska —dijo la mujer—. En Alaska las
personas aún se reconocen las unas a las otras.
Estaba en lo cierto. En Alaska aún existe ese sentimiento de «todos
estamos juntos en esto». Cuando los nativos de Alaska se encuentran en los
más extraños lugares, digamos Indiana o Australia, todos se conocen entre
sí, o encuentran algún amigo común. Se trata de un estado enorme con muy
escasa población.
—Fue un incidente de guerra —me dijo—. O, tal vez, un suceso de
juventud. El marinero llamado Tommy fue a visitar a mi abuela en dos
ocasiones. Conocía a mi padre. Ambos habían zarpado de este mismo
puerto durante la guerra. Mi padre sirvió a bordo de un buque mercante.
Tommy vino a pedir perdón por la muerte de mi padre.
Viejas memorias empezaron a removerse en mi cerebro. Por fin algo
parecía tener sentido.
Su padre fue uno de los supervivientes del torpedeo del barco mercante
cuando Tommy tuvo que dar la orden para lanzar las cargas de profundidad.
Tras aquella acción, el padre sufrió una conmoción y su cerebro quedó
terriblemente dañado. Su madre, que con anterioridad tenía reputación de
ser demasiado fantasiosa, afrontó su nueva situación haciéndose adicta de
una facción muy virulenta de la Iglesia de Nueva Inglaterra. Adoptó el rol
de santa ante los pecadores desventurados que aguardaban la llegada de un
Dios vengador. Más tarde se demostraría que fue un enfoque totalmente
erróneo.
—No perdono a mi padre —dijo la mujer—. Ni tan siquiera le excuso.
No hay excusas para el asesinato.
Tenía razón, desde luego. Nadie tiene derecho a matar a un semejante,
por muy loco que esté. Sin embargo, la mayoría de los crímenes están
provocados por las pasiones y los acontecimientos.
—Tommy creía que estaba maldito —continuó diciéndome—. Se
convenció de que el destino le había puesto en un mundo en el que estaba
obligado a matar a mi padre. Las cargas de profundidad fallaron, y para él
resultaba terrible pensar que había tenido que matar a un hombre después
de aquella primera vez —sonrió, pero su sonrisa era triste y apagada—. No
sea tonto. Si hubiera sido al revés, mi padre habría hecho lo mismo, y
también habría reaccionado de la misma manera.
La mujer se dispuso a irse, a volver a su trabajo y a su vida de todos los
días.
—Intente pensar en las mentes de los hombres —dijo—, y también en el
mar; no fue más que un accidente, nada más que eso.
Me di cuenta de que no sabía más de lo que ya me había contado, pero
que sí pensaba más de lo que estaba dispuesta a contar.
—La oscuridad siempre intenta acabar con la luz —murmuró—. Ése es
el cometido de la oscuridad —y mientras la ayudaba a ponerse el abrigo
añadió—: Recuerde que todos eran muy jóvenes. Mi padre tenía veinticinco
años y Tommy unos pocos más.
***
Meditaba sobre la voz inmemorial del mar mientras buscaba una barca
de alquiler. El mar habla con los sonidos del trueno, susurra, sisea o
murmura. Es casi tan viejo como la madre tierra. El mar ha engullido a los
hombres de un millar de culturas diferentes: entre sus fauces incansables ha
devorado a persas, fenicios, romanos, españoles e ingleses.
También meditaba acerca de Maine y del puerto de Portland mientras
verificaba el motor de la pequeña barca que acababa de alquilar, que, como
yo mismo, estaba al final de sus días de navegación. Un millar de navíos
han sucumbido en estas ásperas aguas, mientras en tierra la gente levanta
cruces frente al mar. Muchas de las tumbas de Maine tan sólo acogen
recuerdos.
Y también meditaba sobre la juventud, sobre las grandes pasiones y los
grandes sueños perdidos de la juventud. No podía imaginarme por qué
Tommy había sentido el impulso de golpear aquel bote pesquero. Es
evidente que lo hizo sin pensar, porque era demasiado joven como para
movilizar las palabras y alterar su confusión. Resultaba poco extraño que se
considerase maldito.
Y, mientras la bruma helada se asentaba sobre la dársena ya cerca de la
medianoche, pensé en Wert. Que el mar no hubiera perdonado a Wert, que,
de una manera u otra, hubiera salido de su seno para acabar con Wert
valiéndose de una boya de señalización, eso aún podía entenderlo. Había
actuado como un chiquillo ante la locura, un chiquillo sin experiencia en
esa clase de lucha.
Por último, mientras me dirigía a mi destino, pensé en Case. Aún le
recuerdo como el hombre más bueno que jamás he conocido. Me pregunto
si el pasado no me engaña.
La vieja barca aún era capaz de navegar con soltura. El motor de
gasolina ronroneaba mientras bordeaba la línea de estribor de la costa. La
bruma se espesaba encima y unos jirones vaporosos comenzaban a lamer la
superficie de aquellas aguas incansables y ondulantes. La marea estaba
subiendo. A lo largo de la costa de Maine las aguas suben y bajan más de
cinco metros durante el invierno. Rebusqué entre mis memorias: Case
sonriendo mientras le enseñaba a un joven marinero cómo recoger los
cabos, Case hablando suavemente a los rugientes motores, como si se
trataran de cosas vivas.
La bruma se adhería al riel y a la cubierta de la barca de pesca. Al
instante se congelaba en un tenue manto de blanca escarcha. La bruma
glaseaba las silenciosas boyas que marcaban el recorrido del canal. Unos
restos de maderas se balanceaban al paso de la pequeña barca mientras
disminuía la velocidad y me dirigía hacia las rocas. Después de cuarenta
años, sería totalmente normal que un hombre olvidara la situación de las
rocas y las corrientes. Pero yo me acordaba perfectamente de todo. Había
llegado al escenario de mis peores memorias.
Apagué el motor en cuanto el ancla quedó fijada. Los débiles
murmullos del agua servían de fondo al sordo tañido de una campana. A lo
lejos ululó la sirena de un barco y, desde la costa, el aullido de un coche de
policía gimió claramente en medio de la noche helada. La niebla se
espesaba sobre las aguas de tal forma que ninguna luz de la ciudad era
capaz de llegar a aquel oscuro rincón. Ningún ser humano podía
descubrirme. Ningún ser humano lo habría deseado.
Un motor de gasolina sonó muy claro y cercano por la parte de popa.
Sin duda se trataba de un bote langostero que se dirigía a esta especie de
fondeadero abierto en la roca de un vertiginoso acantilado.
El miedo es siempre un viejo amigo. He conocido el miedo de un millar
de tempestades. Le he oído, le he sentido, cuando en la radio de mi barco se
escuchaban las voces aterrorizadas de los condenados; voces de hombres
que transmitían por última vez la posición de su embarcación antes de que
esta emprendiera su zambullida final. El miedo siempre acompaña a los que
estamos cerca del mar. Al principio aprendes a sobrellevarlo, luego, cuando
descubres que es algo natural e inevitable, llegas a considerarle un buen
amigo.
Justo en esos momentos, en alguna parte en medio de aquella bruma,
una lancha fantasma de quince metros de eslora navegaba a toda velocidad
por el canal guiada por el radar de un lanchón fantasmal, un barco que ya
habría sido vendido para chatarra o que estaría olvidado en algún muelle.
Muy cerca, por la popa, un bote espectral avanzaba sobre la superficie de
aquellas aguas inquietas.
El ronroneo de los motores diésel de la lancha de Tommy se elevó en
medio de la bruma al mismo tiempo que el del bote langostero. Los sonidos
convergieron, y entonces el bote se deslizó suavemente cerca de las rocas.
Besó la pared del acantilado.
La luz roja de la cabina y de la portilla de babor formaban una máscara
diabólica en la faz del bote langostero. Aquella máscara resplandecía
enloquecedoramente, no se trataba de algo insustancial. Tanto el bote como
el sujeto que lo pilotaba parecían tan sólidos como la cubierta bajo mis pies.
Sólo la locura resultaba fantasmagórica.
Pero yo también había conocido la locura en el mar. También había
blandido un cuchillo, aunque fuera contra un cadáver.
Aquel demente del bote bajó la potencia del motor hasta un simple
ronroneo, luego se volvió para mirarme mientras su embarcación se
deslizaba a mi lado. El sufrimiento distorsionaba su rostro, un sufrimiento
como jamás había observado. He visto morir a los hombres, y les he visto
vivir cuando preferían estar muertos. He visto a las víctimas de terribles
incendios, y a hombres hechos trizas al ser rebanados por cables y cabos. Y
sin embargo, aquel sufrimiento estaba más allá del mero dolor físico. Esos
cuarenta últimos años resultaban como una simple hora para aquel hombre
que había asesinado a su esposa. Tenía el rostro distorsionado por los
remordimientos; contemplaba a un ser condenado a repetir una y otra vez su
pasado. Aquel rostro parecía surgir de las más hondas profundidades de un
infierno.
Se rió, una carcajada llena de angustia que fue amortiguada por la
bruma. Me hizo una seña, indicándome que lo siguiera. Su embarcación
empezó a balancearse. Con el motor tan bajo de vueltas no había suficiente
potencia para que el bote permaneciera con la proa al frente.
Entonces surgió de entre la niebla la parte delantera de la lancha. Su
forma era tan difusa e insustancial como precisa y clara era la del bote
langostero. Se situó a un costado, más fantasmagórica que la niebla
circundante. Si no hubiera sido por el rugido de los motores aquella
embarcación se habría parecido más a un simple pedazo de bruma.
Contemplé el drama que estaba a punto de desarrollarse; vi las formas
fantasmagóricas de los hombres que hablaban precipitadamente mientras la
lancha se deslizaba a nuestro lado, viraba sobre el canal y volvía en
dirección a los acantilados, acercándose.
La lancha giró, puso rumbo a los acantilados y se acercó al costado del
bote langostero. Pude ver a Tommy claramente. Su cabello negro se agitaba
encima de un rostro apenas más perceptible que la propia oscuridad. Por
unos momentos su cara pareció totalmente irreal mientras se concentraba en
situar la lancha de costado. Case y Wert, y una figura difusa y vagamente
familiar, estaban listos sobre la barandilla. Dos de aquellas figuras saltaron
y, para ser honestos, la otra, la de Wert, lo intentó. Sus hombros se
dirigieron hacia delante, pero sus pies se negaron a seguirles. Trastabilló, se
dejó caer sobre la barandilla, recobró de nuevo el equilibrio.
Vi los errores que cometíamos, los mismos errores que cometen los
jóvenes cuando entran en acción. Los pocos minutos de refriega a bordo de
aquel bote pesquero parecían prolongarse en el infinito. Como una película
a cámara lenta.
Case perdió el equilibrio y cayó. Mi propia figura fantasmal se tambaleó
y volvió a enderezarse mientras el marino demente salía de la cabina del
timón. No llevaba ningún arma encima, tan sólo levantó los brazos. Pude
ver que el hombre únicamente intentaba protegerse el rostro mientras corría
hacia Case. Cayó cerca de la cabina del timón y luego volvió a incorporarse
lentamente. Mi figura desapareció en el interior de la pequeña caseta y se
puso a buscar a un chico que jamás había estado allí. Case se movía
lentamente; en la mano izquierda llevaba un objeto metálico mientras que
con la derecha se comprimía el hombro. Se había producido aquella herida
al caer sobre un clavo u otra herramienta puntiaguda.
El loco aulló y retrocedió lentamente hacia la proa. Gritaba una y otra
vez: «Alejaros, alejaros, alejaros». Y luego: «Tommy, Tommy, Tommy».
Case le seguía mientras la lancha se deslizaba pegada al costado del
bote y luego nos enfilaba. Case debería haber esperado nuestra ayuda.
Aquel demente no era una amenaza. Cuando el sujeto tomó uno de los
punzones para atrapar langostas, Case dio un traspié. Estaba de rodillas,
intentando arrojarle el objeto metálico que tenía en la mano izquierda,
cuando mi figura apareció detrás de la cabina del timón. Ambos estaban tan
cerca el uno del otro que, al intentar cargar sobre el loco, fui a dar contra la
espalda de Case; y entonces, mientras contemplaba mi propio fantasma,
descubrí que aquel demente tan sólo pretendía utilizar el punzón contra sí
mismo. El rugido de los motores de la lancha se irguió en la noche.
¿Qué había visto Tommy? Estuvo todo el tiempo mirando. ¿Qué había
visto Wert? Prácticamente nada. Wert se hallaba a popa, al lado de los
motores.
Y entonces contemplé la locura que cubría el rostro de Tommy, y vi que
en aquellos instantes de tormento eran dos hombres los que se habían
inmolado en su propia culpabilidad.
Tommy, que había matado a gente inocente con cargas de profundidad,
ahora se precipitaba sobre las rocas en un último y desesperado alarde de
locura que podía —o no podía— tener algo que ver con la intención de
salvar la vida de Case; un hombre que, por otra parte, no necesitaba ser
salvado. El demente se quedó mirando la enorme proa de la lancha que se le
venía encima, y se puso a gritar de júbilo o de expiación, agitando los
brazos como si quisiera dirigirla justo contra su pecho.
Se produce un estremecimiento cuando la lancha choca contra las rocas,
su proa se alza, hay una lluvia de chispas sobre el metal mientras el casco se
resquebraja. Wert cae rodando sobre los motores y el agua comienza a
inundar la popa. Tommy apaga los motores y sale corriendo hacia el
costado por donde yace el bote medio sumergido en aguas poco profundas.
La proa está destrozada y debajo del casco sobresalen unas piernas calzadas
con botas de marinero; las piernas del pescador de langostas, retorcidas y
quebradas. Case está tirado sobre la arrugada barandilla mientras la sangre
mana a borbotones y mi propia figura fantasmal está medio sumergida en el
agua poco profunda, la cabeza sobre una roca, como un chiquillo recostado
en una almohada. Tommy no se lanza al agua de inmediato, primero socorre
a Case, y luego a mí.
No sé si se trataba de mi propia voz —aunque creo que sí lo era— o la
voz del mar la que pronunció aquellas últimas palabras: «Una deuda de
marino. Una deuda de marino».
***
El buque Merivale, que había salido de Nueva York con rumbo este
unos días antes, divisó un navío con todas las velas desplegadas. Navegaba
de una manera errática y parecía estar abandonado, ya que no se distinguía
a nadie en las cubiertas ni a la rueda del timón. La extraña nave giró hacia
poniente empujada por una suave brisa que había comenzado a soplar un
poco después de la puesta de sol, y sus velas se hincharon ondulando al
viento para volverse a detener lentamente y, acto seguido, girar de nuevo,
repitiendo sin cesar esta maniobra, una y otra vez. El patrón y el segundo
oficial del Merivale contemplaban desde la popa aquel extraño
comportamiento, y, al no obtener respuesta alguna a las señales que se le
habían hecho al barco, decidieron enviar un bote con su tripulación para que
investigaran.
La falúa se puso al costado del Unicorn, y el segundo oficial fue aupado
por encina de la barandilla. Le lanzaron la amarra del bote, que él ató con
prontitud, y todos treparon al interior del barco. Las cubiertas estaban
limpias y ordenadas, excepto por unas manchas de café que habían quedado
en la cubierta de proa y aún estaban húmedas. El segundo oficial comprobó
que todo estaba listo para tomar el desayuno en el camarote del capitán,
aunque no se habían utilizado los platos. Se rascó la cabeza, totalmente
desconcertado. Los botes se encontraban bien colocados en sus respectivos
calzos y no había ningún signo de que se hubiera producido una epidemia o
algún motín. Mientras permanecía en silencio, meditando sobre aquella
misteriosa situación, uno de sus hombres se acercó desde la proa y se
detuvo frente a él.
—No se han ido hace mucho, señor —le informó—. El fuego aún arde
en el brasero de la cocina.
Frank Norris
(1870-1902)
***
***
Cuando oía a los otros quejarse de la soledad que nos rodeaba, no solía
decir nada al principio. En realidad yo no era ningún marino y tan sólo se
me había permitido embarcar por amistad. Pero no podía dejar de mirar la
enloquecedora vastedad del horizonte, la misma desolación y vacuidad que
habíamos contemplado desde hacía ya dieciséis días, y sentía en mi cerebro
y en mis nervios la misma repulsa y protesta que nos domina cuando
escuchamos una y otra vez las mismas notas musicales.
Resultaba extraño que el simple hecho de no habernos topado desde
hacía tanto tiempo con algún otro barco pudiera llegar a consternar de
aquella manera el espíritu de un hombre. Pero recomiendo a los incrédulos
que se embarquen en una travesía de dieciséis días hacia la nada, sin ver
otra cosa que el sol, sin oír más que el zumbido de la hélice de su propio
barco, y que entonces nos den a todos su opinión al respecto.
Y sin embargo, lo que menos deseábamos entonces era cualquier clase
de compañía. El sigilo era nuestra gran arma. Pero creo que hubo momentos
—ya cerca del final de la aventura— en los que los Tres Cuervos Negros
habrían recibido con alegría la proximidad de cualquier otro barco.
Además, no sólo nos deprimía la soledad; también había otras cosas.
En el séptimo día de navegación, Hardenberg y yo nos encontrábamos
en la serviola con la intención de pescar alguna de las marsopas que
últimamente jugueteaban bajo la proa del barco, y Hardenberg había
aprovechado para hacer cuentas de los días que aún nos quedaban para
llegar a nuestro destino.
—Debemos encontrarnos a unos ochocientos aburridos kilómetros de la
isla —dijo—, y el barco hace una media de trece nudos al día. Todo va de
maravilla… pero… verá usted…, no me gustaría llegar a ese lugar antes de
lo necesario.
—¿Cómo es eso? —le pregunté mientras agitaba la caña de pescar—.
¿Espera mal tiempo?
—Señor Dixon —me dijo, lanzándome una extraña mirada—, el mar es
un compañero de lo más raro, y eso no hay quien me lo discuta. He estado
en el mar desde que no levantaba más de un palmo del suelo; lo conozco
bien, siento el mar. Mire allá a lo lejos. No hay nada, ¿verdad? Nada
excepto la misma y vieja línea del horizonte que contemplamos todos los
días. El barómetro permanece tan estable como un viejo campanario y este
viejo cascarón, lo reconozco, está tan sano como el día en el que lo botaron.
Es como si ahora mismo me dirigiera a mi hogar, allá en Gloucester. ¿Y
sabe una cosa? Lo haré llegar a puerto. Seguro que sí. ¿Y sabe por qué?
Porque siento el mar, señor Dixon, porque lo siento.
Ya había oído antes esas mismas palabras en boca de viejos lobos de
mar, y le conté a Hardenberg la experiencia de un viejo capitán que había
conocido y que zozobró en mitad de un mar tranquilo en las costas de
Trincomalee. Le pregunté qué amenazas le auguraban en aquellos mismos
momentos ese Sentir del Mar (pues en alta mar cualquier presentimiento es
un mal presentimiento, jamás es algo bueno). Pero él no fue demasiado
explícito.
—No lo sé —respondió malhumorado, como si estuviera bastante
confundido, mientras enrollaba el sedal—. No lo sé. Hay algo maldito a
nuestro alrededor, me apostaría la gorra. No puedo describirlo, pero es
como un enorme pájaro que revolotea en el aire y que está fuera del alcance
de nuestras miradas —de repente se incorporó, dándose una palmada en la
rodilla, y exclamó—: No me gusta ni un maldito pelo.
Aquella noche en el comedor, después de tomar la cena y cuando nos
disponíamos a fumar un poco, volvimos a hablar de lo mismo. Aunque esta
vez Hardenberg se hallaba de guardia en el puente. Ally Bazan habló en su
lugar.
—Me da la sensación —se aventuró a decir— de que algo va a estallar
en cualquier momento. No me extrañaría nada que una noche de éstas
encalláramos en alguno de esos arrecifes que aún no figuran en ninguna
carta marina, y que nos fuéramos todos a pique sin tener tiempo ni de decir
«Hasta la vista compañero».
Se reía mientras hablaba, pero justo en ese momento una cacerola se
cayó en la cocina con gran estruendo, y pegó un buen salto mientras
lanzaba un juramento y examinaba nerviosamente el camarote.
Entonces Strokher también confesó sentirse bastante nervioso. Había
empezado a sentirse así desde anteayer.
—Y eso que el barómetro no fluctúa ni un ápice —dijo— y que el
viento está en calma. Supongo —prosiguió— que estamos un poco
inquietos y hartos de una travesía tan larga y solitaria.
Posiblemente fuera porque aquella conversación había hecho mella en
mis nervios, o porque, finalmente, ese Sentir del Mar se había adueñado
también de mí, pero lo cierto es que, después de la cena y justo antes de
acostarme, me invadió una extraña sensación de inquietud, y que, tras llegar
al camarote, una vez finalizado mi turno de guardia en el puente, me sentí
tremendamente enojado con nadie en particular por el simple hecho de no
poder encontrar las cerillas. Pero existía una diferencia. El resto de mis
compañeros tan sólo estaban vagamente inquietos.
Podía darle nombre a mi desazón. Sentía que estábamos siendo
espiados.
***
***
***
***
***
Por orden del primer oficial se nos administró una ración doble de ron
para ayudar a que se calmaran nuestros nervios. Fui relevado de mi turno de
guardia y se me ordenó que fuera a descansar a mi litera. Naturalmente, no
pude dormir y me quedé tumbado en el catre escuchando los crujidos del
barco. Sabía que, tras la desaparición del capitán, el mando de la nave
recaería en manos del primer oficial, y que tanto él como el segundo
estaban rumiando qué camino seguir en aquellos momentos.
Yo, por mi parte, ansiaba que nuestro viejo cascarón dispusiera de un
cañón lo suficientemente grande como para hacer saltar en pedazos aquel
pecio fantasmal. Como ése no era el caso, suponía que, en cualquier
momento, izarían todo el trapo disponible con la intención de alejarnos lo
más rápidamente posible de allí, que tampoco sería mucho, pues apenas
soplaba una brizna de aire sobre aquellos cielos tropicales y ardientes.
Permanecí tumbado en la litera, sintiendo cómo resbalaba el sudor por
mi frente. Me imaginaba al capitán y al resto de los marineros que
abordaron las cubiertas de aquel pecio tristemente llamado Muerte, y pensé
en la batalla que habían entablado con lo que había surgido de las bodegas
inferiores… Estaba sumido en un sueño inquieto cuando sentí que una
mano se posaba en mi brazo. Volví la cabeza y contemplé un rostro mortal
embutido en negros ropajes, la mano era un montón de huesos y una araña
colgaba de una de las cuencas vacías que tenía por ojos. Abrí la boca para
gritar, para implorar la ayuda de Jesús…
—Jessop… ¿Jessop? Tranquilo, muchacho. No pretendía asustarte.
Abrí de par en par los ojos con el corazón palpitante.
El primer oficial me sacudió, sacándome de mi pesadilla.
—¿Qué pasa? —pregunté, temeroso.
—No te preocupes, chico. ¿Ya estás del todo despierto?
—Sí, señor.
—Necesitamos tu ayuda, Jessop.
—¿Por qué yo, señor?
—Tú eres el único que sabe utilizar el traje de buzo, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
—Bien.
—¿Por qué? ¿Qué sucede?
—Ya sabes que el buzo, el señor Dodgson, se encontraba entre los que
abordaron el pecio junto con el capitán, y estamos bastante seguros de
haberlo perdido. Y ahora, muchacho, si estás dispuesto a ello —me observó
con gravedad—, necesitamos que bajes hasta la quilla, porque parece que
algo se ha enganchado al barco. Algo que, da la sensación, no tiene ningún
interés en soltarlo.
***
En menos de una hora fui alzado sobre la barandilla del barco embutido
en el pesado equipo de buceo. Resultaba realmente molesto de llevar, ya
que las botas eran de plomo y del cinturón, pecho y espalda colgaban varias
pesas más del mismo material. Alrededor del cuello llevaba el enorme
collar de latón sobre el que se enrosca la escafandra, que también estaba
reforzada de latón.
Tan sólo podía permanecer en pie sin moverme sobre la pequeña tabla
de recia madera que sobresalía un poco por encima de la cubierta. A través
del cristal de la escafandra podía ver al resto de los marineros de la Jenny
Rose que me observaban desde la cubierta. El segundo oficial me hizo un
gesto de ánimo con el pulgar extendido, siendo aquélla la mueca más
amistosa que le he visto hacer en mi vida. Y allí estaban el viejo Butterbuck
y Frenchie esforzándose con el fuelle. Podía escuchar el siseo del aire que
entraba por la válvula situada en la parte posterior de la escafandra. Un par
de hombres tiraron de la plataforma de madera y pronto me vi sobre la
barandilla del barco.
La plataforma giró un poco y pude divisar la negra silueta del fantasmal
pecio que había sido la causa de todos nuestros problemas. Cabeceaba
tranquilamente sobre el mar, y daba la sensación de ser capaz de absorber
toda la luz y todo lo que hubiera de bueno en el mundo y asfixiarlo en sus
fétidas entrañas. Entonces volví a pensar en el capitán y en mis antiguos
camaradas, y me pregunté de nuevo por el destino bestial que habían
encontrado en aquel barco.
Los hombres encargados de la polea me sumergieron dentro del agua.
Es una gran verdad que muchos marineros no saben nadar, pues sienten
pavor del mar, y no sólo porque saben que puede acabar con sus vidas en un
simple suspiro, sino también porque han escuchado historias sobre los seres
que habitan las profundidades marinas, y la mayoría los han visto con sus
propios ojos: hombres devorados por tiburones, anguilas con dientes de
sierra, calamares gigantes con tentáculos tan largos como un buque a vapor
y picos tan inmensos que pueden engullir a un hombre de un solo bocado.
Mientras el agua oleosa se arremolinaba sobre la plataforma y mis
botas, sentí la misma oleada de terror que siempre experimento cuando me
sumerjo con el traje de buzo. Odiaba la presión del agua sobre la lona
vulcanizada del traje. Era como si un centenar de zarpas se agarraran a mis
piernas. Siempre contenía la respiración por instinto cuando el agua
empezaba a llegarme a la altura de la mirilla, pues sentía como si ésta fuera
a penetrar en el interior y a ahogarme.
Bien, el agua salpicó sobre la mirilla de cristal de la escafandra y, de
repente, la luz de la tarde desapareció y fue reemplazada por los rayos
oblicuos del sol que se filtraban a través de las olas. Y allí estaba yo, en
medio de aquel mundo submarino. El aire penetraba a través de la válvula
produciendo un siseo asmático. Miré a mi alrededor ayudándome de la luz
plateada y cambiante que relucía a un palmo de mi cabeza, sobre la
superficie del mar. No había mucho que ver en el interior de aquel vasto
océano, ya que había como una especie de neblina de color turquesa que
todo lo cubría. Al sentirme menos pesado gracias a la densidad del agua, me
giré sobre la plataforma de manera que mis ojos se dirigieran hacia la quilla
del barco y así poder descubrir lo que retenía su avance. Esperé a que una
acumulación de burbujas pasaran delante de mí para examinar con detalle
toda la escena.
Lo que vi hizo que se me congelara la sangre en las venas. Presioné mi
rostro sobre el cristal de la mirilla con los ojos como platos y el corazón
palpitante. Pues allí, adherida con fuerza a la parte de abajo del barco como
una ventosa, sobresalía un pedazo enorme de carne amorfa. Era pulposa y
blanca, del color del vino claro, y unas fauces gigantescas se adherían a la
quilla como si la criatura intentase absorber toda la armazón de madera del
barco. Se prolongaba hacia abajo, tornándose cada vez más delgada hasta
abarcar un diámetro similar al de mi cintura, hasta perderse en las nebulosas
profundidades.
¿Qué clase de criatura era aquélla? Me recordaba a esas especies de
lampreas o anguilas que se adhieren a la carne y pueden chupar toda la
sangre del cuerpo de un hombre. Pero aquella criatura estaba pegada a lo
largo de la quilla. Y no tenía ojos, ni ninguna otra característica que pudiera
distinguirla. Me detuve un momento para verificar que llevaba mi hacha
colgada del cinturón, y entonces di tres tirones al tubo del aire. Aquélla era
la seña acordada para que me hicieran descender. Se me ocurrió que a lo
mejor podía encontrar las raíces de aquella criatura asentadas en el mismo
lecho del océano, y que entonces podría cortarlas y liberar el navío.
La plataforma descendió.
El agua era ahora más oscura. El barco, con la extraña ventosa adherida
al casco, se divisaba cada vez más y más lejos. Seguí sumergiéndome en las
profundidades. Los oídos me zumbaban con la presión y en repetidas
ocasiones tuve que tirar del tubo para que me enviaran el aire con más
fuerza. Seguro que en la cubierta los hombres encargados del fuelle estaban
resoplando como posesos para oxigenar el traje.
Divisé el lecho marino a veinte brazas de profundidad. El tallo de la
cosa que se prolongaba hasta la Jenny Rose se hundía en mitad de lo que
parecía ser un área cubierta de algas de unos ocho por doce metros. Un
segundo tallo también surgía de aquella zona. Aunque no podía distinguir a
dónde se dirigía exactamente, supuse que estaba conectado de alguna
manera al pecio cuyo nombre era Muerte. En ese momento el espanto hizo
presa en mí y ya no me abandonó. Porque fue entonces cuando descubrí la
forma que había en el lecho marino. Grité pidiendo ayuda aunque sabía que
nadie me oiría. Estaba solo en el fondo del mar, y tendría que afrontar por
mi cuenta los terrores que allí se ocultaban.
Aquella cosa que había en el lecho marino no era un amontonamiento
de algas, sino un rostro. Un rostro satánico. Relucía con colores rojos y
negros más profundos y vivos de los que jamás hubiera visto. El miedo me
paralizaba. Me sentía incapaz de tirar del cordel para indicar a los hombres
que detuvieran el descenso. Seguí bajando. Justo hacia el centro de aquel
rostro satánico. La boca era una caverna de fuego, los ojos refulgían con un
odio infame, la frente estaba compuesta de excrecencias leprosas. Todo a su
alrededor, rodeando aquella cabeza blasfema, reposaban los cuerpos
plateados de cientos de peces muertos, envenenados por las emanaciones
tóxicas de aquella cosa maldita.
Al fin pude levantar mi mano enguantada y asir el cordel de
comunicación. Intenté hacer la señal destinada al hombre de la polea para
que tirara de mí a toda velocidad de vuelta al barco. Pero en lugar de eso,
mi mano agarró el cable que sostenía la plataforma y se puso a tirar de él en
vano. Cuando me di cuenta de mi error ya era tarde, demasiado tarde. Pues,
en un espacio de tiempo más corto del que necesita un hombre condenado a
la horca para ponerse a gritar, me vi arrastrado hacia la órbita de aquel ojo
demoníaco.
Es posible que mi descripción de todo aquello resulte extraña. Pero
aquel ojo me engulló. Aunque carecía de globo ocular, una especie de
materia pulposa y blanda se abrió para permitirme el paso. Yo era como un
suculento bocado que estaba siendo devorado por un sabueso hambriento…
En medio de un maremágnum de agua, peces muertos y algas, sentí cómo
me hundía en las profundidades a una velocidad de vértigo.
Entonces llegó la oscuridad; mi cabeza golpeaba una y otra vez contra
las paredes interiores de la escafandra, haciendo que casi perdiera la
consciencia. De manera que creí estar en medio de un sueño cuando al fin
abrí los ojos y me encontré en una caverna de la que manaba una luz rojiza.
Por lo que vi, no estaba solo. El capitán Reynolds me ayudaba a
ponerme en pie. Vi que la inquietud teñía sus ojos. Su poderosa voz
penetraba hasta mis oídos a través de la escafandra.
—¡Jessop! ¿Eres tú?
Asentí, aturdido aún.
Me dio una palmada en el hombro, contento de verme. Al instante me
llevé la mano a la cerradura del collar para desprenderme del casco, pero el
capitán negó con la cabeza, atemorizado de que pudiera hacer tal cosa,
como si aquello resultara terriblemente peligroso.
—¡No! No, Jessop. Deja la escafandra en su sitio.
Pero por entonces, el aire ya estaba bastante enrarecido, pues descubrí
que el tubo del oxígeno se había roto durante el descenso por las entrañas
de aquel rostro demoníaco. Descorrí con torpeza el cristal de la mirilla del
casco, sin pensar ni un solo instante que el aire podría resultar irrespirable
dentro de aquella caverna rojo sangre.
Por fin pude desprenderme de la escafandra. Aspiré profundamente, con
gratitud, pues el aire, aunque resultaba bastante cálido, húmedo y
maloliente, parecía perfectamente respirable.
—Patrón —jadeé—, creía que había muerto. ¿Y los otros?
—Los otros… Los otros, muchacho, están justo detrás de mí.
Miré por encima de su hombro. El resto de los hombres que abordaron
el pecio aquella mañana se encontraban en una hilera detrás del capitán,
incluyendo a Tom y al contramaestre. La expresión en sus rostros era seria,
aunque no traslucía ningún miedo; eran marinos valientes, hombres de
acero.
—Patrón, ¿cómo han llegado a este lugar? ¿Saben todos que se
encuentran a veinte brazas de profundidad?
—Sí, muchacho, ya nos suponíamos algo así.
Mi corazón se hinchó de orgullo. Estaba muy contento de ver al patrón
y a los demás hombres con vida, y de descubrir que el patrón había
superado sus terrores y ya no tenía miedo.
—Lo que tenemos que hacer ahora, chico —dijo el capitán con el
mismo tono de voz, suave y tranquilo—, es sacarte de este lugar diabólico y
conseguir ponerte a salvo.
—No se preocupe, patrón. Todos escaparemos. Mire, tengo un hacha.
—No, muchacho, no. Nosotros nos quedaremos aquí.
—¿Aquí? —uno tras otro, examiné el rostro de los hombres—. ¿Por
qué?
El patrón sonrió desolado.
—Porque tengo que reconocer que estamos condenados.
—Patrón…
—Obsérvanos con más detalle, chico. No somos del todo lo que
parecemos.
Miré su rostro y bajé la vista a lo largo del cuerpo. Se trataba del mismo
hombre, ancho y fornido como un barril de roble. Dirigí la mirada a las
piernas, y luego hasta las botas…
Entonces descubrí lo que quería decirme.
—¡Patrón!… ¡Por Todos los Santos! —grité horrorizado—. ¿Qué le han
hecho?
Los pies del patrón —y del resto de los hombres— estaban hundidos
hasta las rodillas en una sustancia tan roja como el interior de una cavidad
bucal. Una sustancia similar a la piel que parecía estar llena de sangre, y no
sólo alrededor de las piernas, sino que también parecía formar un todo con
su propia carne.
—Ahora formamos parte de ella, chico —dijo el patrón, en un tono de
voz que no dejaba traslucir ninguna clase de miedo.
Me explicó lo que había pasado. Cómo habían subido a bordo del
derrelicto y cómo habían sido atacados por unas figuras tenebrosas con el
rostro de la muerte. Pero aquellos seres no se movían como los hombres
normales, sino que se deslizaban como los tentáculos de las anémonas de
mar al salir disparados del tronco principal. La lucha había sido breve, pues
aquellas formas impuras estaban como adheridas a la cubierta del barco por
una especie de tallos negruzcos y carnosos, y habían atrapado al capitán y a
todos sus acompañantes en un santiamén. Enseguida se hicieron con ellos y
los engulleron como el cazador que mete a sus víctimas en un saco.
Una vez dentro, los hombres sintieron que bajaban por una especie de
membrana hasta el interior del barco y más allá, a unas profundidades
desconocidas. Por fin llegaron a este lugar, y descubrieron que sus piernas
se hundían en aquella sustancia repugnante y carnosa, de un vivo color rojo.
—Echa una mirada a este sitio —dijo el patrón—. Esto mismo ya ha
sucedido muchas veces más.
Hice lo que me pedía.
No vi ninguna figura enraizada sólo hasta las rodillas, como lo estaban
mis compañeros. Pero vi cabezas que apenas sobresalían de la superficie.
Había zonas en las que parecían adoquinar el suelo, como las calles de una
ciudad cualquiera. ¡Y todas las cabezas estaban vivas! Unos ojos aterrados
y tristes me observaban y parecían pedir ayuda en silencio, mientras que
otros sollozaban amargamente para sus adentros con lágrimas de sangre que
manaban lentamente, mostrando un terror y un sufrimiento eterno. En
ocasiones los labios de alguno de aquellos desdichados se abrían y dejaban
escapar un gemido atormentado, lo que provocaba una respuesta semejante
por parte del resto de las cabezas. Ante aquella visión, temí perder el juicio,
pues parecía estar en mitad de la más terrible de las pesadillas.
Era como si aquellos hombres se hubieran fundido poco a poco con el
suelo, y ahora ya sólo sobresalían las cabezas, rostros y ojos. Descubrí
orejas de las que pendían aros de oro, caras barbudas, cráneos rapados,
alguna cabeza que aún conservaba un pañuelo anudado, incluso un viejo
caballero con anteojos, aunque apenas el extremo superior de la cabeza
sobresalía de aquella sustancia roja.
—Ya lo ves —dijo el patrón—. Estamos siendo consumidos lentamente.
—¡Pero no pueden quedarse aquí mientras son devorados vivos!
—Ése es ahora nuestro destino, muchacho —sonrió con tristeza—.
Escapa de este lugar y deja que hagamos las paces con el Señor.
—Pero no puedo dejarles aquí, señor.
—Sí, sí puedes. Siempre y cuando tu piel desnuda no toque esta
sustancia roja.
—No, señor, quiero decir que…
—Y no, no puedes ayudarnos de ninguna forma. Y ahora, vete. Aún
estás a tiempo.
—Pero señor…
—Cierra la mirilla de la escafandra. Es una orden, Jessop.
—Sí, señor —contesté de mala gana.
El patrón me observó gravemente mientras volvía a cerrar la mirilla
sobre el casco y luego movió los labios, articulando una sola palabra:
«Vete».
Entonces pensé que debía obedecer las órdenes del capitán, y no sólo
porque así me lo había mandado, sino también porque tenía que informar al
resto de la tripulación de lo que le había ocurrido a la partida que abordó el
pecio. Aún guardaba esperanzas de que, haciéndolo así, encontráramos
alguna manera de abrirnos paso hasta la caverna submarina y liberar a los
hombres de la Jenny Rose.
En esos momentos sentí que el patrón me tiraba de la manga del traje.
Sus ojos me lanzaban una mirada de advertencia y dijo algo que no pude
escuchar a través de la escafandra. Sin embargo, su simple mirada bastó
para que me percatara del peligro. Moviéndose con rapidez, pero tan
sigilosas como un patinador, aquellas figuras negras con rostros de calavera
se lanzaban sobre mí. No podría decir si avanzaban de manera
independiente o si formaban parte de aquella superficie rojiza y carnosa. Lo
que estaba fuera de toda duda era que iban a por mí.
Lancé una última mirada al patrón. Me hizo un gesto de asentimiento
con la cabeza, en el cual reconocí su gratitud hacia mí por haber llegado tan
lejos y haber intentado encontrar un método de salvarle a él y a sus
hombres. Acto seguido me puse en marcha. Avanzaba con toda la rapidez
que me permitían aquellas botas de plomo. El peso hacía imposible que me
desplazara a demasiada velocidad. Y además me veía obligado a andar
entre un cúmulo de cabezas humanas que adoquinaban el suelo. No sé
cuántas aplasté y fracturé con mis botas de plomo.
Mientras penetraba en la caverna me las arreglé para desenfundar el
hacha, ya que un poco más adelante distinguía una especie de membrana
blanca que taponaba el paso. Di varios tajos con el hacha y pude abrir una
brecha por la que me colé. Por todas partes, en el suelo e incluso las
paredes, unos rostros me observaban; sus ojos parpadeantes, grandes y
redondos, me espiaban en silencio mientras trastabillaba por la caverna.
Todas aquellas caras pertenecían a hombres que eran —o habían sido—
igual de humanos que yo. Pero ahora habían sido succionados por el
diabólico rostro que reposaba en el lecho marino.
Cuando caminaba por encima de las áreas del suelo que no estaban
cubiertas de aquellas desdichadas cabezas humanas, sentía como una
especie de succión que me obligaba a progresar con gran lentitud. Una vez
toqué una de las paredes con el hombro y noté cómo tiraba de mí,
intentando absorberme. En realidad, no me costaba mucho liberarme, pero
sabía que si hubiera rozado aquella sustancia con la piel desnuda habría
sido succionado y ya jamás podría escapar. Una figura encapuchada y
tenebrosa apareció en medio de la gruta y consiguió sujetarme. Sus manos
parecían enguantadas en blancos mitones y carecían de dedos. Sentí que las
palmas me succionaban el pecho; su rostro mortal no se apartaba de mi
cara, y me observaba con unos ojos similares a los de un cerdo y una
expresión de pura maldad. Di un tajo a aquel cuerpo con mi hacha y seguí
corriendo sin parar.
Más adelante había otra membrana que taponaba el paso como si fuera
una cortina tensada. La corté de arriba abajo de un poderoso hachazo y, esta
vez, una tromba de agua se precipitó sobre mí. Había alcanzado la
membrana final de aquella Cosa diabólica. Al instante el agua me rodeó por
todas partes y de nuevo me encontré en medio del mar. En ese momento
recordé que el tubo del aire se había roto. En menos de cinco segundos
arrojé el hacha, me quité las botas de plomo, el cinturón lleno de pesas y el
lastre que colgaba en mi pecho y espalda.
Con el traje lleno de aire, aunque éste fuera irrespirable, me sentía tan
ligero como un tapón de corcho. Subí hacia arriba envuelto en un remolino
de burbujas. La velocidad era vertiginosa. El rostro demoníaco fue
retrocediendo… Miré hacia arriba para ver la superficie del océano que se
aproximaba rápidamente. Entonces comencé a sentir unas terribles
punzadas de dolor por todo el cuerpo y, acto seguido, perdí la consciencia.
***
Amura. (1) Cada una de las partes curvadas del casco que
forman la proa. (2) Parte exterior del casco entre la proa y 1/8 de la
eslora. (3) Cada uno de los dos cabos de las velas bajas de trinquete,
mayor y mesana.
Amurada. Cada uno de los costados del buque por la parte
inferior.
Mastelero. Cada uno de los palos menores que van sobre los
palos principales y sirven para sostener las vergas y velas de gavias,
juanetes y sobrejuanetes, de las que toman el nombre.
Ostaga. Cabo que hace las veces de amante del aparejo en las
drizas de ciertas velas, como las de gavia.
Rizos. Cada uno de los pedazos de cabo blanco, que pasando por
los ollaos abiertos en línea horizontal en las velas de los buques,
sirven como de envergues para la parte de aquéllas que se deja
orientada, y de tomadores para la que se recoge o aferra, siempre
que por cualquier motivo convenga disminuir su superficie.
Verga seca: la verga más baja del palo de mesana cuando carece
de velas (de ahí su nombre) y sólo sirve para amurar la
sobremesana.