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Daniel Delgado García

Estuvo enferma durante mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello
corto, haciéndola parecer más joven, con un confuso parecido a esos ángeles en las
vidrieras de colores de las iglesias, algo trágica y calmada.

En aquel tiempo, el pueblo había permitido recientemente los contratos para


pavimentar las aceras, y en el verano tras la muerte de su padre, dieron comienzo
las obras. La compañía constructora vino con aparejadores, mulas, maquinaria y un
capataz llamado Homer Barron, un norteamericano, corpulento, de piel oscura,
dispuesto, con una gran voz y unos ojos más claros que su rostro. Los muchachos
lo seguían en grupos para oírlo quejarse de ellos, y los aparejadores cantaban a la
vez que alzaban y bajaban sus picos. Muy pronto, Barron conocía a todo el mundo
en el pueblo. Cuandoquiera que se escucharan carcajadas alrededor de la plaza,
Homer Barron estaba en el medio de aquel grupo. Poco tiempo después,
empezamos a verlo junto a la señorita Emilia en las tardes de domingo, manejando
en la calesa de ruedas amarillas junto a sus conjuntados alazanes desde el establo.

Al principio, nosotros estábamos contentos de que la señorita Emilia tuviera un


interés, puesto que todas las señoras comentaban: “Una Grierson no pensaría de
manera seria en unirse con un norteño, además de jornalero”. Pero había otras
personas, en este caso mayores, que decían que incluso el dolor no podría causar a
una verdadera dama olvidar las responsabilidades que acarreaba la nobleza, pero
sin llamarlo noblesse obligue. Ellos solo decían: “Pobre Emilia, sus parientes
deberían venir a acompañarla”. Ella tenía algunos parientes en Alabama, pero hace
años, su padre se había enemistado con ellos por los bienes de la vieja señora
Wyatt, aquella señora loca, y desde aquel momento, no volvieron a dirigirse la
palabra. Es más, ni siquiera acudieron al funeral.

Y tan pronto como la gente mayor decía: “Pobre Emilia”, comenzaban los
murmullos.

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