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Los diarios británicos no suelen ser tan eruditos o tan aficionados a citar poesía como
sus homólogos franceses, pero el Sun dio con el verso exacto. Era el invierno de
1979, y el Reino Unido estaba atenazado por una huelga de camioneros que había
paralizado el país. Con el transporte de gasolina cortado, el Gobierno estaba
preparando planes para declarar el estado de emergencia y movilizar el ejército.
James Callaghan, entonces primer ministro británico, decidi ó dar una conferencia de
prensa improvisada en el gélido aeropuerto de Heathrow de vuelta de una cumbre en
Guadalupe, en las Antillas Francesas. Un periodista le preguntó qué iba hacer ante el
caos creciente que parecía estar apoderándose del país. Callaghan respondió que no
creía que «otra gente en el mundo comparta esa opinión» de que había «un caos
creciente».
Todo había empezado seis años antes, cuando la crisis del petróleo sumió al Reino
Unido en una dolorosa crisis en la que se mezclaban el estancamiento económico y
una inflación fuera de control. El gobierno del conservador Edward Heath, atrapado
en una espiral de huelgas, parecía incapaz de solucionar el problema. Los laboristas
se presentaron entonces como una alternativa de paz social, un partido con estrechas
relaciones con los sindicatos que pondría fin a las huelgas y pararía la subida de los
precios.
La moderación salarial se había terminado. Todo empezó con una huelga en Ford que
acabó con subidas de sueldos muy por encima de lo marcado por el Gobierno . A las
pocas semanas, cientos de empresas veían como sus obreros abandonaban sus
puestos de trabajo y se sintieron obligadas a negociar. El ala izquierda del partido
empezó a protestar ruidosamente, obligando a Callaghan a abandonar las sanciones
para las compañías que vulneraran los topes salariales.
Fue el disparo de salida. Entre septiembre de 1978 y febrero de 1979, el país vivió
unos meses de locura. Los transportistas exigieron subidas salariales del 40 % y los
sindicatos consiguieron acordar una subida del 15 %, pero sus miembros la
rechazaron y fueron a la huelga igualmente. Las gasolineras cerraron y los
supermercados quedaron desabastecidos. En Hull, los camioneros se negaron a
llevar pienso a las granjas. Ganaderos iracundos lanzaron cerditos y pollos muertos a
las sedes sindicales.
A los camioneros les siguieron las enfermeras, los ferroviarios, las ambulancias, los
hospitales y los servicios sociales. En Liverpool y Tameside, los enterradores fueron a
la huelga, obligando al ayuntamiento a tener que almacenar cientos de cadáveres en
una fábrica mientras negociaban salarios. Los trabajadores de limpieza también
pararon; Leicester Square se convirtió en un vertedero improvisado donde se
acumulaban toneladas de basura. La inflación volvió a dispararse. En medio de uno
de los inviernos más fríos que se recuerdan, el Reino Unido parecía dirigirse a la
anarquía.
La cosa empezó con Callaghan, el torpe, desafortunado, ingenuo primer ministro que
fue linchado por sus aliados sindicalistas. Callaghan era Pericles comparado
con Michael Foot, su sucesor.
Los laboristas y los sindicatos británicos siempre habían tenido una relación muy
cercana desde la fundación del partido. Tras la derrota electoral de 1979, os podéis
imaginar lo feliz que era este matrimonio. Incluso antes de la dimisión de Callaghan
(18 meses después de perder las elecciones; el tipo era tan gafe como testarudo), los
sindicatos, militantes y diputados se dedicaron a atizarse entre ellos y dividirse entre
un ala militante intransigente bajo Tony Benn y los moderados, que eran mayoría
entre cargos electos. Foot, un tipo desaliñado de 67 años que había sido informante
del KGB durante su juventud (no, no es broma, aunque esto no se hizo público hasta
mucho después), fue elegido gracias a los votos del ala izquierda, y procedió a
convertir el partido en un sainete.
La historia os sonará familiar: al cabo de dos años, el Reino Unido estaba sumido en
una recesión monumental, la tasa de paro se había duplicado, el PIB había caído en
picado y la popularidad de Thatcher se había hundido hasta un raquítico 23 % de
aprobación. La inflación, mientras tanto, seguía tozudamente por encima del 15 %.
Las huelgas no cesaban. El desastre era tal, que los laboristas iban por delante en las
encuestas.
Hasta que Michael Foot, Tonny Benn y sus muchachos empezaron a explicar qué
querían hacer, claro está. Los sindicatos y el ala izquierda del partido, en medio de
alegres batallas internas, impusieron una agenda que incluía el desarme nuclear
unilateral (en plena guerra fría, nada menos), abandonar la comunidad europea (¿os
suena?) y la nacionalización de la banca y la industria. El ala derecha del laborismo,
harta de que los tipos que habían volado a un primer ministro por los aires insistieran
en un programa más radical, se escindieron en 1981 para formar un nuevo partido, el
SDP (socialdemócratas), dividiendo estúpidamente el voto de la izquierda en un
sistema mayoritario.
Entonces llega 1982, y Argentina decide invadir las islas Malvinas. Thatcher responde
militarmente de inmediato: una decisión que, hay que reconocerlo, tuvo agallas. El ala
izquierda de los laboristas se opone a la intervención.
Lo que no se dice casi nunca, sin embargo, es que los conservadores obtuvieron un
42 % del voto. La suma de los laboristas y la coalición liberales-SDP se llevó un 53 %
de los sufragios. La izquierda, como de costumbre, se había derrotado ella sola.
Margaret Thatcher había llegado al poder prometiendo reducir el gasto público, bajar
impuestos, sacar a la economía británica de su sopor y destruir el poder de los
sindicatos. De las cuatro promesas, solo cumplió la última a rajatabla.
En suma, la pequeña caída del gasto se debió por encima de todo a las
privatizaciones del enorme sector público industrial británico. Por algún motivo
incomprensible, el Reino Unido había nacionalizado cosas como la fabricación de
automóviles de lujo (Rolls-Royce) o del azúcar (British Sugar), así que muchas de
estas privatizaciones tenían sentido, y Thatcher hizo bien en aguantar la radical
hostilidad de los sindicatos para completarlas.
En materia fiscal, Thatcher, más que bajar impuestos, cambió quién los pagaba:
redujo el impuesto de la renta a los ricos y subió el IVA a todo el mundo. Esto, junto
con la demolición sistemática de los sindicatos (que, como hemos visto más arriba, no
es que fueran del todo razonables), nos dio el legado más importante de la economía
thatcheriana: un aumento gigantesco de la desigualdad. La pobreza prácticamente se
duplicó durante su mandato, pasando del 13 % en 1979 a más de un 22 % en 1990.
Las diferencias de renta entre ricos y pobres se incrementaron drásticamente, al igual
que las enormes diferencias regionales, fruto de la colosal desindustrialización.
Lo más relevante de toda esta historia, sin embargo, es que esas reformas no hicieron
gran cosa para aumentar el crecimiento económico, que fue
bastante mediocre durante toda la década de los ochenta. La economía nunca creció
por encima del 2 % de forma sostenida; Thatcher provocó una recesión monumental
al empezar la década y cuando dejó el cargo el país apenas crecía un 1 %. En suma,
los gobiernos de Thatcher solo fueron extraordinarios en la distribución de la
renta hacia arriba, pero nada más.
El sucesor de Michael Foot fue Neil Kinnock, un galés encantador que resultó ser
excelente en perder elecciones. Parte del problema es que los laboristas se dieron
cuenta de que el partido estaba sufriendo una campaña organizada de entrismo por
parte de organizaciones trotskistas (la Militant Tendency), y Kinnock dedicó gran parte
de su tiempo y esfuerzo a purgarlo. La izquierda de Tonny Benn, obviamente, se lo
tomó a mal, así que el labour se pasó los siguientes siete u ocho años a tortas entre
ellos, que en el fondo es lo que más les gustaba hacer.
Tras otra victoria cómoda en 1987 (cuando los laboristas seguían a tortas y los
sindicatos estaban aún poseídos por un espíritu militante que los llevó a huelgas
kamikazes), Thatcher llega al final de la década con dos problemas graves. Primero,
su agenda es horrendamente impopular, pero ella siguió insistiendo en reformas
fiscales cada vez más regresivas. Incluso con Kinnock, los laboristas estaban catorce
puntos por delante en los sondeos.
Segundo, dentro de su partido empezaban a estar hartos de ella. Para empezar,
tenían miedo de que, si seguía de primer ministro, fuesen camino de caer derrotados
en las urnas en 1992. Además (y nótese aquí la ironía), el sector moderado del partido
no compartía el creciente antieuropeísmo de Thatcher y su negativa a entrar en el
sistema monetario europeo.
No está claro si las divisiones sobre Europa fueron el motivo o la excusa para que su
partido la echara. El 14 de noviembre, Michael Heseltine anuncia su candidatura
para dirigir el partido conservador. Seis días después, Thatcher gana la votación entre
diputados por un margen estrecho, lo que requirió una segunda votación. Anticipando
su derrota inminente, la Dama de Hierro presentó su dimisión. Cuando los laboristas
dejaron de hacer el ridículo, fue su propio partido quien acabó por deshacerse de ella.
Thatcher tuvo sus momentos de gloria, indudablemente. Tras las Malvinas, era
inmensamente popular. Su política exterior fue, en general, acertada; su demolición
de los sindicatos británicos fue tan épica como necesaria. Además, tenía razón al
decir que el euro y el sistema monetario europeo estaban fundamentalmente mal
diseñados, e hizo más bien que mal con las privatizaciones.
Aun así, viendo la clase política británica en años recientes y la triste serie de
primeros ministros antes y después de su mandato, la mediocridad de Thatcher se
vuelve relativa. Heath, Wilson, Callaghan, Major, Cameron y May han sido primeros
ministros lamentables, absurdamente malos en su trabajo. Tony Blair apenas rozaba
la mediocridad. Solo el pobre Gordon Brown, que tuvo la mala suerte de llegar al
cargo justo antes de la gran recesión (y que compartía la opinión de Thatcher sobre el
euro) ha sido genuinamente bueno en el cargo.
Quizás Thatcher no fuera gran cosa, pero al menos no era un desastre absoluto.
Durante el último medio siglo, esto en el Reino Unido te hace un estadista.