Está en la página 1de 4

La narración encantamiento

por Jada Sirkin


www.jadasirkin.com

Al querer expresar con exactitud un sentimiento dado o una acción


precisa, la figura plástica se priva de un recurso esencial del arte: el
que aporta la imaginación del espectador. La solución adecuada
consistía pues en despojar a la acción de su determinación y al cuerpo
de su poder expresivo.
Jacques Rancière

La narración en su máximo esplendor, en el máximo de sus fuerzas, en el pleno ejercicio


de sus poderes, es un encantamiento. Funciona como una hipnosis, encanta, embruja.
Nuestros sistemas nerviosos están cableados para que la ficción (en tanto tejido de
narraciones) nos pueda cautivar. El humano no solo piensa/afirma, también cree en lo
que afirma. Somos animales diseñados para creer. Creer es necesario para la
supervivencia (para, digamos, un nivel básico de supervivencia —el nivel formal) porque
solo creyendo podemos compensar nuestra fragilidad. Son las historias (las ficciones, los
mitos, la cultura) las que nos sirven para sobrevivir, organizándonos en el tejido legal,
afectivo y simbólico (centralizado) que llamamos identidad —o sociedad.

Comprender y deconstruir los mecanismos de la narración implica un riesgo enorme: ¡la


desilusión! ¡El desencanto! Estudiar cine (no en el sentido de ir a una escuela, sino de
desmantelar un lenguaje y entender cómo se producen los efectos de la maquinaria)
implica, se supone, el sacrificio de no poder volver a vivir la experiencia audiovisual de
manera “inocente”. Se dice que saber cómo funcionan las películas te impide
disfrutarlas. Digo que no es así. Sí digo que, al comprender cómo se construye la ilusión,
se la pasa a disfrutar de otra manera —algunos lo llaman sueño lúcido. Comprender
cómo funcionan los resortes internos del juego no implica dejar de jugar. Claro que cada
quien lo vive a su manera, pero esto es seguro: comprender no implica dejar de
disfrutar. No necesitamos embriagarnos para disfrutar; hay niveles de disfrute más
sutiles que el del encantamiento. Hay, como dice Frank D. McConnell, una diversión más
compleja y peligrosa.

Veo una película X y me siento embriagado. El encantamiento de la narración se percibe


como una embriaguez. La situación narrada por la película es esta: a una persona sin
casa le roban el celular cuando se duerme junto a un árbol. Al despertar y descubrir que
le falta el teléfono, camina preguntando a la gente ¿vieron un celular rojo? La
combinación de la situación narrada, la actuación, el encuadre y el ritmo del montaje
me invita a sentir lo que se supone siente el personaje. Especialmente en la relación del
encuadre con los movimientos de la cámara y el ritmo de los cortes entre los planos, se
puede ver esa invitación. Más allá de que sea hecho a consciencia o no (se han
automatizado mucho las maneras de utilizar el dispositivo cine), la forma de la narración
me genera la misma angustia que se supone está sintiendo el personaje. Siento una
asfixia y casi pongo stop. Me pregunto: ¿por qué tendría que sentirme mal para
empatizar con esa persona? Me pregunto qué pasaría si la escena se desplegara de otra
manera, por ejemplo, con un plano lejano y fijo, único. Pienso: no quiero sentirme (o
tener que sentirme) como los personajes. No quiero embriagarme con su sufrimiento.
Quiero poder interesarme de otra manera. Pero la dinámica narrativa me fuerza a ese
tipo de empatía —podemos llamarle: identificación. En sus orígenes, nos cuenta Noël
Burch, el cine no contaba con el dispositivo narrativo para guiar la atención y construir
sentido. Las primeras películas eran, en su mayoría, planos lejanos, fijos, dentro de los
cuales ocurrían montones de cosas en simultáneo; y la atención no era guiada por el
montaje, el encuadre, las distancias de la cámara —de hecho, para poder decir que uno
había visto una de esas películas, había que verla varias veces. Luego el cine adoptó los
mecanismos de la narración; mediante la organización de las tramas, la articulación de
distancias de cámara y el montaje, la atención del espectador fue siendo cada vez más
capturada por el circuito narrativo. Como dice Edgard Morin, el cinematógrafo fue
concebido para estudiar el movimiento y se convirtió en el mayor espectáculo del mundo
moderno. El aparato tomavistas parecía destinado a calcar lo real, y comenzó a fabricar
sueños.

Son esos sueños los que nos adormecen. La narración, en algún nivel, es un mecanismo
de adormecimiento. ¿Por qué nos contamos cuentos para dormir? El mecanismo por
medio del cual la narración invita (fuerza) al espectador a sentirse como el personaje,
en algún nivel, adormece posibilidades. La pregunta es: ¿quién dice que tenemos que
sentirnos como los personajes (como los otros)? ¿Por qué esa acostumbrada valoración
del logro ficcional de “estar ahí”? “Me transportó”, “me metí en ese mundo”, son logros
que solemos valorar. No que no puedan ser valiosas. Esta película de la que hablo, por
ejemplo, parece tener una valiosa finalidad didáctica: como termina con unos carteles
referentes a la situación real de las personas sin hogar en ese lugar específico, entiendo
que la película tiene una función social: nos informa de un asunto. Para contarnos de
ese asunto, para que lo comprendamos, para que lo vivamos, construye esta narración
que nos invita a sentirnos como podemos suponer que se sienten esas personas.

Creemos que eso es la empatía. Creemos que escuchar al otro es sentirse igual que el
otro. Creemos que interesarnos por el otro es percibir como el otro. Por eso valoramos
eso que se llama “identificación”. “No me pude identificar con el personaje”, suele ser
un comentario negativo. ¿Por qué eso es negativo? Para lograr la identificación, se nos
pide entrar en los pozos del personaje. El personaje pasa a ser ese pozo en el cual se nos
invita a entrar. Para entrar, tenemos que entender —necesitamos poder leer
(decodificar) lo que se supone que le pasa al personaje. Esa es la manera clásica de
narrar —se describen acontecimientos y se muestran los sentimientos asociados a esos
acontecimientos. La narración es exitosa en tanto logra que el espectador se conmueva
de una manera coherente con su presentación de acontecimientos y sentimientos.

Esta no es la única manera posible de narrar. Del otro lado del juego de la identificación
está el juego de la distancia —el famoso “distanciamiento”. Si la identificación como
mecanismo es una búsqueda de cercanía, ¿qué pasa si se busca una distancia? En la
propuesta de distanciamiento, asociada al teatro de Brecht, lo que se busca (o buscaba)
era generar en el espectador una actitud crítica. El problema con buscar la distancia no
es la distancia en sí sino la búsqueda —la búsqueda de un efecto específico. Cuando el
efecto es buscado, más allá de si lo que se busca es una cercanía o una distancia, una
empatía o una crítica, lo que reina es esa búsqueda —podemos llamarlo efectismo. Ya
sea que se lo quiera acercar o alejar, se quiere algo preciso del espectador. Cuando la
narración quiere lograr algo preciso, necesita un lector obediente. Cierto nivel de
obediencia puede ser importante para la construcción de la civilización (para la
aceptación de ese tejido de mitos que llamamos cultura), pero la obediencia tiene sus
límites.

El sistema de la identificación puede ser pensado como una legibilidad de nivel alto.
Identificar es reconocer. Como vimos, el reconocimiento tiene su razón de ser y su
utilidad, pero también su limitación. El distanciamiento, en tanto mecanismo efectista,
también es otra forma de legibilidad. Para generar tanto identificación como distancia,
la narración necesita lograr una transmisión de signos legibles —el resultado es el efecto
buscado. La rareza, desde lo más sutil hasta lo más evidente, puede ser otra manera de
construir un efecto. Los rusos llamaron “extrañamiento” a lo que se supone que hace el
lenguaje poético, que se pretendía era (o es) el lenguaje que busca des-automatizar la
percepción codificada de la vida cotidiana. La doble trampa de esta búsqueda de un
efecto de extrañamiento es que, por un lado, para extrañar lo cotidiano hace falta definir
qué es lo cotidiano (hace falta un acuerdo cómplice con el espectador acerca de cuál es
la supuesta normalidad que se pretende alterar), y, por otro lado, lo mismo que antes,
lo que se hace es buscar un efecto preciso —cuando se sabe dónde está el efecto,
cuando se define a priori qué es lo que debe resultar extraño, y cómo debe resultar
extraño, se constriñen las posibilidades de la lectura.

Puede ser que la poesía sea algo así como un gesto de extrañamiento o de reconexión
con la naturaleza misteriosa de las cosas. La pregunta es si el gesto es voluntario y cuán
dirigido está. La pregunta es si se subraya la rareza o si se deja que el misterio se
pronuncie solo, con toda su invisibilidad, con toda su sutileza y su complejidad, cuando
quiera y como quiera. Una cosa es controlar la forma, el objeto, la palabra, la materia
plástica, y otra cosa es pretender controlar el sentido y los efectos de esa forma. Cuando
vemos algo y decimos “qué raro”, la etiqueta de rareza ya nos protegió del misterio vital
de la experiencia. La propuesta aquí es que la poesía no es algo que se pueda buscar; la
poesía profunda llega desprevenida. Como la vida, la poesía es ingobernable. No tiene
sentido buscarla, ella nos encuentra.

A diferencia de la mayoría de nuestras narraciones, la vida no es nunca ni tan legible ni


tan rara. Las narraciones suelen caer del lado de la legibilidad extrema (comercial) o del
otro lado, la rareza efectista (en algún nivel, también comercial). En ambos polos hay
encantamiento, embriaguez. Ya sea que nos la den en bandeja, ya sea que nos pateen
el tablero, en ambos casos, de ambos lados, se busca un efecto. Como diría Rancière,
pretender que leamos de una manera es un gesto embrutecedor. Además, es un gesto
que pide mucho esfuerzo y energía. Para sostener una cultura de embrutecimientos se
necesita mucha energía. A largo plazo, el embrutecimiento no es sustentable —es un
gesto más complicado que complejo, simplificador más que simple. Sostener
simplificaciones (batallas perceptivas, afirmaciones, creencias) pide mucha energía,
dinero, implica grandes complicaciones narrativas, enormes grupos de guionistas-
estrategas. En gran medida, los guionistas de cine se han convertido en estrategas.

Y el gesto puede ser más simple. Para reconocer y encontrar esa simpleza, que en verdad
es la que guarda toda la complejidad de la vida (¡simpleza no es lo mismo que
simplificación!), hay que desprenderse de una o dos cosas: la primera es la necesidad de
gustar (y vender). Quien haya hecho teatro para niños, o quien haya jugado un rato con
un niño, sabe lo delicada y honesta que es la atención de los humanos más pequeños.
¿Por qué pretendemos “sostener” la atención de esos humanos tan delicados y
honestos? ¿Será porque necesitamos adoctrinarles para que formen parte de nuestra
sociedad? Si es así, ¿queremos seguir reproduciendo esos mecanismos culturales de
abducción de la atención? ¿Por qué sería un problema que alguien se aburriera con
nuestra película?

Solo sería un problema si una de estas dos cosas estuviera en juego: el bolsillo, el valor
personal. La clave, entonces, puede ser doble: no invertir millones de dólares en una
película, no invertir el amor propio en lo que hacemos. No somos lo que hacemos.
Ninguna obra nos va a hacer más o menos valiosos. No hace falta hacer películas de
millones de dólares, no hace falta el estrés que significa esperar recuperar las
inversiones, no hace falta dar la vida por una ficción. Los norteamericanos son
especialistas en tomarse la labor creativa como un trabajo duro. Hard work, dicen todo
el tiempo, y se entregan premios dorados. Los actores investigan por meses y meses, ¡y
se esfuerzan y felicitan por ello! Pienso que el esfuerzo y el sacrificio no son lo mismo.
Sacrificio es desaparecer en la actividad, es entrega. El esfuerzo es una manera de no
entregarse, es personal, busca los laureles, busca reconocimientos, méritos. Como
tendemos a polarizarnos mucho, la opción al esfuerzo suele ser la dejadez, la vaguedad.
Los niños, cuando juegan en serio, no son vagos. Son precisos. Jugar en serio, sin
embargo, no es esforzarse. Hay una solemnidad en esa manera de tomarse la creación
tan ¡tan! en serio. La cantidad de dinero que mueve la industria del espectáculo podría
ser un signo elocuente de esa solemnidad. Ahí hay algo en juego que no es solo nuestra
capacidad de jugar y crear; hay algo en juego que es del orden de la supervivencia.

Se hace arte como se hacen muchas otras cosas: para ganarnos los méritos, para
sentirnos valiosos, para el reconocimiento, para la fama, el dinero, el afecto. Le damos
mucha importancia a lo que hacemos porque creemos que lo que hacemos define lo
que somos. La ficción y la narración cargan con esa confusión. Narramos como quien
respira, narramos como si fuéramos lo que nombramos. ¡Somos animales que se ponen
nombre! Cuando no le damos tanta importancia, la narración puede ser un juego. ¿Qué
sería dar importancia a la narración? Pretender entendimiento —efecto. La solemnidad
es la afirmación de la importancia de un efecto. Las narraciones son tan afirmativas
porque creen necesitar lograr ser leídas de una manera específica. Necesitan venderse.
Para vender, te aconsejan en marketing, tienes que definir tu identidad, tu imagen, tu
perfil, tu mensaje. Sherezade narraba, cada noche, para no ser asesinada. Tal vez la
narración carga con ese estigma. Me pregunto cómo sería una narración que no cargara
con el peso de la supervivencia. Tal vez, si la vida no dependiera de ella, la narración
podría reconocerse más libre, más ambigua, más compleja, más sutil, más abierta.

También podría gustarte