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La Narración Encantamiento (Jada Sirkin)
La Narración Encantamiento (Jada Sirkin)
Son esos sueños los que nos adormecen. La narración, en algún nivel, es un mecanismo
de adormecimiento. ¿Por qué nos contamos cuentos para dormir? El mecanismo por
medio del cual la narración invita (fuerza) al espectador a sentirse como el personaje,
en algún nivel, adormece posibilidades. La pregunta es: ¿quién dice que tenemos que
sentirnos como los personajes (como los otros)? ¿Por qué esa acostumbrada valoración
del logro ficcional de “estar ahí”? “Me transportó”, “me metí en ese mundo”, son logros
que solemos valorar. No que no puedan ser valiosas. Esta película de la que hablo, por
ejemplo, parece tener una valiosa finalidad didáctica: como termina con unos carteles
referentes a la situación real de las personas sin hogar en ese lugar específico, entiendo
que la película tiene una función social: nos informa de un asunto. Para contarnos de
ese asunto, para que lo comprendamos, para que lo vivamos, construye esta narración
que nos invita a sentirnos como podemos suponer que se sienten esas personas.
Creemos que eso es la empatía. Creemos que escuchar al otro es sentirse igual que el
otro. Creemos que interesarnos por el otro es percibir como el otro. Por eso valoramos
eso que se llama “identificación”. “No me pude identificar con el personaje”, suele ser
un comentario negativo. ¿Por qué eso es negativo? Para lograr la identificación, se nos
pide entrar en los pozos del personaje. El personaje pasa a ser ese pozo en el cual se nos
invita a entrar. Para entrar, tenemos que entender —necesitamos poder leer
(decodificar) lo que se supone que le pasa al personaje. Esa es la manera clásica de
narrar —se describen acontecimientos y se muestran los sentimientos asociados a esos
acontecimientos. La narración es exitosa en tanto logra que el espectador se conmueva
de una manera coherente con su presentación de acontecimientos y sentimientos.
Esta no es la única manera posible de narrar. Del otro lado del juego de la identificación
está el juego de la distancia —el famoso “distanciamiento”. Si la identificación como
mecanismo es una búsqueda de cercanía, ¿qué pasa si se busca una distancia? En la
propuesta de distanciamiento, asociada al teatro de Brecht, lo que se busca (o buscaba)
era generar en el espectador una actitud crítica. El problema con buscar la distancia no
es la distancia en sí sino la búsqueda —la búsqueda de un efecto específico. Cuando el
efecto es buscado, más allá de si lo que se busca es una cercanía o una distancia, una
empatía o una crítica, lo que reina es esa búsqueda —podemos llamarlo efectismo. Ya
sea que se lo quiera acercar o alejar, se quiere algo preciso del espectador. Cuando la
narración quiere lograr algo preciso, necesita un lector obediente. Cierto nivel de
obediencia puede ser importante para la construcción de la civilización (para la
aceptación de ese tejido de mitos que llamamos cultura), pero la obediencia tiene sus
límites.
El sistema de la identificación puede ser pensado como una legibilidad de nivel alto.
Identificar es reconocer. Como vimos, el reconocimiento tiene su razón de ser y su
utilidad, pero también su limitación. El distanciamiento, en tanto mecanismo efectista,
también es otra forma de legibilidad. Para generar tanto identificación como distancia,
la narración necesita lograr una transmisión de signos legibles —el resultado es el efecto
buscado. La rareza, desde lo más sutil hasta lo más evidente, puede ser otra manera de
construir un efecto. Los rusos llamaron “extrañamiento” a lo que se supone que hace el
lenguaje poético, que se pretendía era (o es) el lenguaje que busca des-automatizar la
percepción codificada de la vida cotidiana. La doble trampa de esta búsqueda de un
efecto de extrañamiento es que, por un lado, para extrañar lo cotidiano hace falta definir
qué es lo cotidiano (hace falta un acuerdo cómplice con el espectador acerca de cuál es
la supuesta normalidad que se pretende alterar), y, por otro lado, lo mismo que antes,
lo que se hace es buscar un efecto preciso —cuando se sabe dónde está el efecto,
cuando se define a priori qué es lo que debe resultar extraño, y cómo debe resultar
extraño, se constriñen las posibilidades de la lectura.
Puede ser que la poesía sea algo así como un gesto de extrañamiento o de reconexión
con la naturaleza misteriosa de las cosas. La pregunta es si el gesto es voluntario y cuán
dirigido está. La pregunta es si se subraya la rareza o si se deja que el misterio se
pronuncie solo, con toda su invisibilidad, con toda su sutileza y su complejidad, cuando
quiera y como quiera. Una cosa es controlar la forma, el objeto, la palabra, la materia
plástica, y otra cosa es pretender controlar el sentido y los efectos de esa forma. Cuando
vemos algo y decimos “qué raro”, la etiqueta de rareza ya nos protegió del misterio vital
de la experiencia. La propuesta aquí es que la poesía no es algo que se pueda buscar; la
poesía profunda llega desprevenida. Como la vida, la poesía es ingobernable. No tiene
sentido buscarla, ella nos encuentra.
Y el gesto puede ser más simple. Para reconocer y encontrar esa simpleza, que en verdad
es la que guarda toda la complejidad de la vida (¡simpleza no es lo mismo que
simplificación!), hay que desprenderse de una o dos cosas: la primera es la necesidad de
gustar (y vender). Quien haya hecho teatro para niños, o quien haya jugado un rato con
un niño, sabe lo delicada y honesta que es la atención de los humanos más pequeños.
¿Por qué pretendemos “sostener” la atención de esos humanos tan delicados y
honestos? ¿Será porque necesitamos adoctrinarles para que formen parte de nuestra
sociedad? Si es así, ¿queremos seguir reproduciendo esos mecanismos culturales de
abducción de la atención? ¿Por qué sería un problema que alguien se aburriera con
nuestra película?
Solo sería un problema si una de estas dos cosas estuviera en juego: el bolsillo, el valor
personal. La clave, entonces, puede ser doble: no invertir millones de dólares en una
película, no invertir el amor propio en lo que hacemos. No somos lo que hacemos.
Ninguna obra nos va a hacer más o menos valiosos. No hace falta hacer películas de
millones de dólares, no hace falta el estrés que significa esperar recuperar las
inversiones, no hace falta dar la vida por una ficción. Los norteamericanos son
especialistas en tomarse la labor creativa como un trabajo duro. Hard work, dicen todo
el tiempo, y se entregan premios dorados. Los actores investigan por meses y meses, ¡y
se esfuerzan y felicitan por ello! Pienso que el esfuerzo y el sacrificio no son lo mismo.
Sacrificio es desaparecer en la actividad, es entrega. El esfuerzo es una manera de no
entregarse, es personal, busca los laureles, busca reconocimientos, méritos. Como
tendemos a polarizarnos mucho, la opción al esfuerzo suele ser la dejadez, la vaguedad.
Los niños, cuando juegan en serio, no son vagos. Son precisos. Jugar en serio, sin
embargo, no es esforzarse. Hay una solemnidad en esa manera de tomarse la creación
tan ¡tan! en serio. La cantidad de dinero que mueve la industria del espectáculo podría
ser un signo elocuente de esa solemnidad. Ahí hay algo en juego que no es solo nuestra
capacidad de jugar y crear; hay algo en juego que es del orden de la supervivencia.
Se hace arte como se hacen muchas otras cosas: para ganarnos los méritos, para
sentirnos valiosos, para el reconocimiento, para la fama, el dinero, el afecto. Le damos
mucha importancia a lo que hacemos porque creemos que lo que hacemos define lo
que somos. La ficción y la narración cargan con esa confusión. Narramos como quien
respira, narramos como si fuéramos lo que nombramos. ¡Somos animales que se ponen
nombre! Cuando no le damos tanta importancia, la narración puede ser un juego. ¿Qué
sería dar importancia a la narración? Pretender entendimiento —efecto. La solemnidad
es la afirmación de la importancia de un efecto. Las narraciones son tan afirmativas
porque creen necesitar lograr ser leídas de una manera específica. Necesitan venderse.
Para vender, te aconsejan en marketing, tienes que definir tu identidad, tu imagen, tu
perfil, tu mensaje. Sherezade narraba, cada noche, para no ser asesinada. Tal vez la
narración carga con ese estigma. Me pregunto cómo sería una narración que no cargara
con el peso de la supervivencia. Tal vez, si la vida no dependiera de ella, la narración
podría reconocerse más libre, más ambigua, más compleja, más sutil, más abierta.