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Claro que lo he consultado muchas veces a lo largo de estos años. Los dos volúmenes
de que consta la edición de la editorial Infinito que tengo desde mis tiempos de
estudiante están viejos, desgastados, llenos de anotaciones. Para un profesor de
urbanismo su consulta es necesaria con bastante frecuencia. Pero no me había
enfrentado a su lectura completa y en exclusiva desde hacía años. Y antes de seguir
adelante debo decir que se confirma la impresión agridulce de la lectura anterior
para la reseña de URBS. Impresión que se acentúa cuando ya empezamos a
vislumbrar con claridad los elementos que componen el probable futuro de las
ciudades. Así como el libro de Jacobs de Muerte y vida de las grandes ciudades se
lee como si no hubiera pasado el tiempo, el de Mumford tiene partes con un cierto
olor a armario cerrado. He mencionado el libro de Jacobs porque es bien conocida la
rivalidad entre ellos y por la coincidencia en las fechas de edición, 1961. Vista la
perspectiva que me dan estas dos relecturas, el libro de Mumford se mantiene más
en el mundo de las motivaciones que en el de los descubrimientos.
A pesar de estas críticas aparentemente negativas, las horas que dediqué a la doble
relectura no me ha parecido tiempo perdido. Al contrario, ya en la primera, cuando
terminé el capítulo XVIII y cerré el libro, probablemente hacía tiempo que no había
sentido una sensación tan intensa de que había hecho algo importante. Pensé que
esto era lo que querría transmitir al lector que leyera la reseña que me habían
encargado. Y, por supuesto, a mis alumnos. Pero no sólo a ellos, porque parte de las
claves de la comprensión de lo que ocurre ahora mismo, está en las cerca de 1200
páginas del libro. No es una novela, claro, ni se puede reducir a los 140 caracteres
de un tuit (lo cual puede desanimar a más de un habitante de la red) pero la
experiencia de su lectura de principio a fin es incomparable. No es únicamente lo
que se refleja en sus páginas. Es mucho más. Es, probablemente, el intento de
comprensión global más intenso llevado a cabo hasta el momento del principal
artefacto que ha producido el ingenio humano: la ciudad.
Portadas de los dos tomos de editorial Infinito
A pesar de todo esto, la visión global, casi holística, que propone para explicar los
procesos urbanos y la evolución de la urbanización, es lo que todavía se ve como su
gran aportación. Y lo que, al terminar, la lectura del libro nos produce esa emoción
de “todo coherente” y comprensible. Y digo “casi holística” porque para serlo de
verdad le falta la integración de los sistemas naturales que, sin embargo, en Jacobs
está siempre presente como trasfondo y contraposición a la ciudad. Decía en la
reseña original que esta “revisita” a Mumford había merecido la pena. Incluso el
reencuentro físico con el papel, con el peso del libro, con el sonido de las páginas al
pasarlas, con la belleza de la maquetación. O el perseverar en la lectura cuando
quedan por delante más de mil páginas tratando de ir resumiendo mentalmente lo
leído y anticipando lo que vendrá. El ir descubriendo hacia donde te dirige el autor.
Se trata una experiencia que no deberían perderse todos aquellos interesados por la
ciudad. Aunque tardemos tiempo en leerlo, aunque no estemos de acuerdo con
algunas de las cosas que dice, incluso aunque físicamente sea difícil de manejar, el
resultado es gratificante.
Etiquetas: Urbanismo
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17 comentarios:
Alicia dijo...
Bueno, pues ya tengo lectura para estos días.
1 de agosto de 2016, 21:12
José Fariña dijo...
Alicia: considera que el peso es algo importante. Por ejemplo, no es muy
adecuado llevarlo en la bolsa de playa porque la puede desfondar. Además
necesitas un soporte como una mesa o similar de la que tendrías que calcular su
capacidad de carga ja ja. Felices vacaciones.
1 de agosto de 2016, 22:14
Alicia dijo...
Fariña: Te agradezco tu preocupación, pero al recurrir a la biblioteca para
sacar el libro resulta que el que tenían el de dos tomos de editorial Infinito. De
forma que la carga es mucho más llevadera. De hecho ya he empezado a leerlo.
Se van cumpliendo tus pronósticos sobre el cambio climático. Acabo de leer que
2014 fue el año más caluroso de los últimos 150 años. Hasta que llegó el 2015
que lo superó. Y dicen que hay un 99% de posibilidades de que 2016 vuelva a
superar el record. Es la primera ver que hay tres records tres años
consecutivos. Pero es que, además, los meses entre el 1 de julio de 2015 y el 30
de junio de 2016 han sido los más calurosos desde que se tienen datos. Cuánta
estupidez de nuestros dirigentes a pesar de las advertencias. A pesar de todo,
felices vacaciones.
2 de agosto de 2016, 12:30
Anónimo dijo...
Magnífica y amplia reseña de un libro fundamental. Gracias por poner todo este
trabajo gratis y a disposición de cualquiera. Julio Alberto desde Buenos Aires.
4 de agosto de 2016, 9:33
José Fariña dijo...
Antonio: Sí, ayer lo ví "en directo" (eso decía, que era en directo). Pero, en
realidad, se grabó hace unos días en una especie de mini estudio que tienen en
la redacción de El Pais en Madrid.
Es imperdonable que no te hayas leído los dos tomos, debes de ser el único de
nuestra generación que no tiene cuenta ni facebook, ni twitter, ni en google, ni
instagram, que no está conectado a whatsapp, ni a telegram, y que, además,
no se ha leído La Ciudad en la Historia de Mumford. Vale que seas "el hombre
invisible" pero que no hayas leído a Mumford... A ver si ahora que estáis
nublados terminas de leerlo que sé, incluso, la estantería donde lo tienes ja ja.
Unha aperta.
4 de agosto de 2016, 14:45
Marina Alonso dijo...
Y mí que el Mumford ese no acaba de convencerme... Jacobs, siempre Jacobs.
Aparte de las críticas que, más o menos subterráneamente, le haces nunca ha
terminado de convencerme la forma en la que escribe. Percibo una cierta pose
(postureo) incluso en la foto que has puesto para ilustrarnos sobre la persona.
16 de agosto de 2016, 18:51
José Fariña dijo...
Marina: yo no lo tengo tan claro. Es verdad que la foto no es muy afortunada,
pero en lo que escribe no percibo eso que dices de una cierta pose. Igual es
que, al tratarse de un libro personalmente casi de mi prehistoria urbanística, le
tengo bastante cariño. Pero vamos, el análisis que hace del proceso por el que
ha pasado la ciudad es, desde mi punto de vista, magistral. No sé... yo también
soy más pro Jacobs que pro Mumfort, pero hay que darle al César lo que es del
César. Después de lo que ha dicho Antonio me parece que en Galicia no tiene
demasiados fans ja ja.
16 de agosto de 2016, 22:57
Vina Barreto dijo...
Estoy leyendo ahora 'Muerte y vida de las grandes ciudades' y este artículo ha
venido genial para comparar los planteamientos de Jane Jacobs y de Mumford a
quién ella critica duramente aún reconociendo su eficacia y entrega. Para mí
también, siempre Jacobs!
19 de agosto de 2016, 10:32
Anónimo dijo...
eres un crack! saludos desde Brasil
29 de agosto de 2016, 19:54
José Fariña dijo...
Gracias, pero este artículo sobre Mumford no ha tenido demasiadas visitas (de
hecho es el que menos visitas ha tenido en el primer mes). Supongo que habrá
influido el que sea agosto pero esto no ha pasado otros agostos. Y eso que,
personalmente, me ha parecido del máximo interés. Un saludo.
30 de agosto de 2016, 11:17
Javier Fernández-Rico dijo...
Como siempre, excelente artículo. A mí, desde luego, me ha servido para casi
"conocer" a Mumford, ya que, confieso, siempre me ha dado pereza abrir
semejante tocho. Un abrazo, Javier M. Fernández-Rico.
2 de septiembre de 2016, 12:17
José Fariña dijo...
Josefina: no, gracias a tí por leer el blog y comentar. Por cierto, observo que
vuelves a escribir con más frecuencia en el tuyo (de vez en cuando aparece algo
nuevo y saltas a primera plana en listado de blogs que sigo). Es una pena que no
pudiera estar con vosotros en Avignon. Besos,
20 de noviembre de 2016, 19:38
Anónimo dijo...
Buenos días:
José Fariña dijo...
A. Méndez:
De forma muy indirecta se podría decir que sí. Pero, vamos, no es el objeto
fundamental de "La ciudad en la historia". Gracias por comentar.
1 de mayo de 2018, 20:23
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LA CRISTALIZACIÓN DE LA CIUDAD"
El hombre primitivo, inerme, expuesto y desnudo, tuvo bastante astucia para dominar a todos sus
rivales naturales. Pero ahora, por fin, había creado un ser cuya presencia provocaría una y otra
vez el terror en su alma: el "enemigo humano", su otro yo y contrapartida, poseído por otro dios,
congregado en otra ciudad, capaz de atacarlo como Ur fue atacada, sin provocación.
La misma implosión que había magnificado los poderes del dios, el rey y la ciudad, y mantenido
las complejas fuerzas de la comunidad en un estado de tensión, ahondó también las ansiedades
colectivas y extendió los poderes de destrucción. ¿Acaso los mayores poderes colectivos del
hombre civilizado no se presentaban en sí mismos como una especie de afrenta a los dioses, a
quienes sólo se apaciguaría mediante la implacable destrucción de los fatuos dioses rivales?
¿Quién era el enemigo? Todo aquel que rendía culto a otro dios; que rivalizaba con el poder del
rey u ofrecía resistencia a su voluntad. Así, la simbiosis cada vez más compleja que tenía lugar en
el seno de la ciudad y en su vecino dominio agrícola fue contrapesada por una relación
destructiva y predatoria con todos los posibles rivales; a decir verdad, a medida que las
actividades de la ciudad se hacían más racionales y benignas en su interior, se tornaban, casi en
el mismo grado, más irracionales y malignas en sus relaciones exteriores. Esto es válido hasta el
mismo día de hoy para los conglomerados más extensos que han sucedido a la ciudad.
El propio poder real medía su fuerza y el favor divino por sus capacidades no tan sólo para la
creación sino incluso más para el pillaje, la destrucción y el exterminio. "En realidad", declararía
Platón en las Leyes, "cada ciudad está en un estado natural de guerra con todas las demás". Esto
era un simple hecho de observación. Así, las perversiones originales del poder que acompañaron
los grandes avances técnicos y culturales de la civilización, han minado y con frecuencia anulado
los grandes logros de la ciudad hasta nuestros propios días. ¿Es simplemente por azar que las más
remotas imágenes subsistentes de la ciudad, las que aparecen en las paletas egipcias
predinásticas, representen su destrucción?
Si bien las prácticas aldeanas, con un sentido de mayor cooperación, mantuvieron su vigencia en
el taller y los campos, es precisamente en las nuevas funciones de la ciudad donde el látigo y la
cachiporra -llamada cortésmente cetro- se hicieron sentir. Con el tiempo, el cultivador aldeano
aprendería muchas mañas y evasivas para resistir la coerción y las exigencias de los
representantes del gobierno; hasta su aparente estupidez sería, a menudo, un procedimiento
para no oír órdenes que se proponía no cumplir. Pero los que estaban atrapados en la ciudad, casi
lo único que podían hacer era obedecer, tanto si eran abiertamente esclavizados como si eran
dominados más sutilmente. Para conservar su respeto por sí mismo, en medio de todas las nuevas
imposiciones de las clases dominantes, el súbdito urbano, quien aún no era un ciudadano pleno,
identificaría los propios intereses con los de sus amos. Aparte de oponerse con éxito a un
conquistador, lo mejor que puede hacer es unírsele y esperar que a uno le toque algo del botín
en perspectiva.
Ahora bien, todos los fenómenos orgánicos tienen sus límites de crecimiento y extensión, que son
establecidos por su misma necesidad de permanecer autónomos, abasteciéndose y dirigiéndose a
sí mismos: sólo pueden desarrollarse a expensas de sus vecinos si pierden las comodidades
mismas con las que las actividades de éstos contribuyen a sus propias vidas. Las pequeñas
comunidades primitivas aceptaban estas limitaciones y este equilibrio dinámico, tal como las
comunidades ecológicas naturales los registran.
Las comunidades urbanas, entregadas de lleno a la nueva expansión del poder, perdieron este
sentido de los límites: el culto del poder se regodeaba en su misma ostentación sin límites.
Ofrecía los deleites de un juego jugado por puro placer, así como las recompensas del trabajo sin
necesidad de la rutina diaria, mediante la rapiña en gran escala y la esclavización al por mayor.
El firmamento era el único límite. Tenemos la prueba de este súbito sentido de exaltación en las
dimensiones cada vez mayores de las grandes pirámides; del mismo modo que tenemos su
representación mitológica en la historia de la ambiciosa torre de Babel, a la que puso fin una
incapacidad de comunicación que una escesiva extensión del territorio lingüístico y de la cultura
puede haber producido una y otra vez.
Ese ciclo de expansión indefinida de ciudad a imperio es fácil de seguir. A medida que la
población de la ciudad aumentaba, se hacía necesario extender la superficie inmediata de
producción de alimentos o bien extender las líneas de abastecimiento y aprovechar los artículos
de consumo de otra ciudad, ya por cooperación, trueque o comercio, ya por tributo forzado,
expropiación o exterminio. ¿Rapiña o simbiosis? ¿Conquista o cooperación? Un mito de poder sólo
conoce una respuesta. Así, el mismo éxito de la civilización urbana sancionó los hábitos y
reclamos belicosos que continuamente la minaron y anularon sus beneficios. Lo que empezó como
una gotita se hinchó forzosamente hasta constituir una iridiscente pompa imperial de jabón,
imponente por sus dimensiones, pero frágil en proporción a su tamaño. Carentes de una cohesión
interna, las capitales más guerreras se veían presionadas para continuar la técnica de la
expansión, a fin de que el poder no volviera a la aldea autónoma y los centros urbanos donde
floreciera inicialmente. Este proceso se produjo, de hecho, durante el interregno feudal en
Egipto.
Si interpreto correctamente los datos, las formas cooperativas de convivencia urbana fueron
minadas y viciadas desde el comienzo por los mitos destructivos y fanáticos que acompañaron, y
tal vez en parte causaron, la exorbitante expansión de poderío físico y de destreza tecnológica.
La simbiosis urbana positiva fue reiteradamente desplazada por una simbiosis negativa,
igualmente compleja. Tan conscientes eran los gobernantes de la Edad de Bronce de esos
desastrozos resultados negativos que a veces contrapesaban sus abundantes fanfarronadas de
conquistas y exterminio con alusiones a sus actividades en bien de la paz y la justicia. Por
ejemplo, Hammurabi proclamaría orgullosamente: "Puse fin a la guerra; promoví el bienestar del
país; hice que las gentes reposaran en moradas amistosas; no permití que nadie las aterrorizara".
Pero, apenas salieron de su boca estas palabras, comenzó de nuevo el ciclo de expansión,
explotación y destrucción. En los términos favorables que deseaban dioses y reyes, ninguna
ciudad podía lograr su expansión a menos que arruinara y destruyera otras ciudades.
Así, la más preciosa invención colectiva de la civilización, la ciudad, a la que sólo precede el
lenguaje en la trasmisión de la cultura, se convirtió desde el principio en el receptáculo de
destructoras fuerzas internas, orientadas hacia el constante exterminio. Como consecuencia de
esa tan arraigada herencia, la supervivencia misma de la civilización o, para ser más exactos, de
alguna parte considerable e incólume de la especie humana, está ahora en duda; y durante largo
tiempo puede seguir en duda, cualquiera sean los arreglos provisionales que se hagan. Camo ya
hace mucho lo destacara sir Patrick Geddes, cada civilización histórica se inicia con un núcleo
urbano vivo, la polis, y termina en un cementerio común de polvo y huesos, una Necrópolis o
ciudad de los muertos, colmada de ruinas quemadas por el fuego, de edificios aplastados, de
talleres vacíos, de montañas de residuos inútiles, con la población masacrada o sometida a
esclavitud.
Leemos en los Jueces: "Y después de combatir Abimelech la ciudad todo aquel día, tomóla, y
mató el pueblo que en ella estaba, y asoló la ciudad, y sembróla de sal". El terror de este
episodio final, con su fria miseria y su absoluta desesperación, es la culminación humana hacia la
que se dirige la Iliada; pero, ya mucho antes de este episodio, como demostró Heinrich
Schliemann, otras seis ciudades habían sido destruidas; y mucho antes de la Iliada se encuentra
un lamento, igualmente amargo y sentido, por esa maravilla entre las ciudades antiguas, la
misma Ur, un gemido que sale de la diosa de la ciudad:
Por último, considérese la inscripción de Senaquerib sobre la aniquilación total de Babilonia: "La
ciudad y (sus) casas, desde los cimientos hasta los techos, yo destruí, yo devasté, yo quemé con
fuego. El muro y la muralla exterior, los templos y dioses, las torres de ladrillo y tierra de los
templos, todas cuantas había arrasé y tiré al canal de Arakhtu. Por el medio de esa ciudad cavé
canales, inundé su solar con agua, y los fundamentos mismos de ella destruí. Hice su destrucción
más completa que si hubiera habido un diluvio". Tanto el acto como su moral anticipan las
feroces estravagancias de nuestra época nuclear; de lo único que carecía Senaquerib era de
nuestra veloz destreza científica y de nuestra maciza hipocrecía que nos permite ocultar, hasta
de nosotros mismos, nuestras intenciones.
No obstante, una y otra vez las fuerzas positivas de la cooperación y la comunión sentimental han
hecho que las gentes volvieran a los solares urbanos devastados, "para reparar las ciudades en
ruinas, la desolación de muchas generaciones". Es irónico -pero también es consuelo- que las
ciudades hayan sobrevivido reiteradamente a los imperios militares que, en apariencia, las
destruyeron para siempre. Damasco y Bagdad, Jerusalén y Atenas siguen en los mismos solares
que inicialmente ocupaban, vivas, aunque poco más que fragmentos de sus antiguos cimientos
queden a la vista.
Los desmanes crónicos de la vida en la ciudad bien podrían haber causado su abandono, hasta
podrían haber llevado a una renuncia generalizada de la vida urbana y todos sus dones
ambivalentes, de no haber sido por un hecho: el constante reclutamiento de nueva vida, fresca y
tosca, procedente de las regiones rurales, vida llena de fuerza muscular elemental, de vitalidad
sexual, de celo de procrear, de fe animal. Estas gentes de campo vuelven a llenar las ciudades
con su sangre y, más todavía, con sus esperanzas. Incluso hoy mismo, según el geógrafo francés
Max Sorre, las cuatro quintas partes de la población del mundo vive en aldeas, funcionalmente
más próximas a su prototipo neolítico que a las metrópolis muy organizadas que han empezado a
hacer entrar a la aldea en sus órbitas y, cada vez con más rapidez, a minar su antiguo modo de
vida. Pero no bien permitamos que la aldea desaparezca, este antiguo factor de seguridad se
desvanecerá. La humanidad todavía tiene que reconocer este peligro y eludirlo.
PUBLICADO POR AMBIENTE+
EN 16:26
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generaciones futuras de satisfacer sus propias necesidades"
SEGUIDORES
Imaginemos por un momento que tenemos un encuentro con el profesor
Lewis Mumford para conversar sobre el nacimiento de la ciudad y
podemos hacerle algunas preguntas:
"El respeto del hombre primitivo ante los muertos desempeñó tal
vez, un papel más importante que otras necesidades más prácticas
en cuanto a impulsarlo a buscar un lugar fijo de reunión y, más
adelante, un asiento permanente… En el penoso vagabundeo del
hombre paleolítico, los muertos fueron los primeros que
encontraron morada permanente, en una caverna, en un montículo
señalado por unas cuantas piedras o en un túmulo colectivo. Se
trataba de señales a los que los vivos volvían a intervalos, para
comunicarse con los espíritus ancestrales o para aplacarlos… La
ciudad de los muertos es anterior a la ciudad de los vivos. A decir
verdad, en un sentido, la ciudad de los muertos es la precursora, y
casi el núcleo, de toda ciudad viva."
Stonehenge (Fotografo: Sanjay Nair)
Portada del libro Ancient Art and Ritual. (Jane Harrison; 1913)
Profesor, creo que este último mensaje es excelente para culminar esta
entrevista. Muchas Gracias.
NOTA: Los párrafos que se han transcrito en esta entrevista imaginaria fueron
extraídos de la obra LA CIUDAD EN LA HISTORIA. Sus orígenes, transformaciones y
perspectiva. Autor: Lewis Mumford. Editorial Infinito.1979