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¿Qué es la mecánica cuántica? www.librosmaravillosos.com V. I.

Ridnik

Gentileza de Manuel Mayo 1 Preparado por Patricio Barros


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Prólogo

En vísperas del siglo XX la física penetró en un mundo asombroso, invisible o


inconcebible, en el mundo de los átomos, de los núcleos atómicos y de las partículas
elementales. Y en el umbral de este mismo siglo apareció la teoría que lleva ya
setenta y pico años sirviendo de guía a los físicos: la mecánica cuántica.
Los paisajes de este mu mío nuevo se diferencian rotundamente de la configuración
del mundo a que estamos acostumbrados; tan rotundamente que, en algunas
ocasiones, los físicos «no encuentran palabras» para describirlos. La mecánica
cuántica se vio obligada a crear ideas nuevas sobre las cosas superpequeñas,
representaciones que parecían extrañas, que eran «imposibles de ver con nuestros
propios ojos».
En este nuevo mundo dejan de cumplirse frecuentemente las leyes ordinarias de la
física. Las partículas pierden sus dimensiones y adquieren propiedades de ondas, y
las ondas, a su vez, empiezan a comportarse como partículas. Los electrones y
otros ladrillos elementales de la materia pueden penetrar a través de barreras
infranqueables y pueden desaparecer por completo, dejando en su lugar fotones.
Estos asombrosos fenómenos fueron brillantemente explicados por la mecánica
cuántica, a cuya aparición y desarrollo se dedica este libro. En él se trata de los
conceptos fundamentales de la mecánica cuántica, de cómo la nueva teoría
esclareció los secretos de la estructura de los átomos, moléculas, cristales y núcleos
atómicos y de cómo intenta resolver el problema de la propiedad más fundamental
de la materia: las interacciones de las partículas, las acciones mutuas entre la
materia y el campo.
La obra se orienta a los amplios círculos de lectores que se interesan por los
adelantos de la física moderna.

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Capítulo 1
De la mecánica clásica a la mecánica cuántica

Contenido:
 A modo de introducción
 Contornos del nuevo mundo
 El templo de La mecánica clásica
 El templo se desploma
 Sobre el nombre de la nueva teoría
 Los físicos como modelistas
 No a todo se le puede inventar un modelo
 Un mundo impalpable e invisible
 ¡Difícil..., pero interesante!

A modo de introducción
Energía atómica. Isótopos radiactivos. Semiconductores. Partículas elementales.
Generadores cuánticos. Estas palabras son hoy de todos conocidas. Su existencia se
debe a la física del siglo XX.
En nuestro tiempo los conocimientos humanos se desarrollan con una rapidez
fantástica.
Y cada adelanto descubre a los hombres nuevos mundos.
Las antiguas ciencias han llegado a una segunda juventud. Literalmente ante
nuestros ojos se lanzó rauda hacia adelante la física y ocupó la primera línea de
ataque a lo desconocido.
Y prosigue esta ofensiva en un frente cada vez más amplio, cada vez con mayor
empuje, cuyo avance sólo se retarda con objeto de reagrupar fuerzas para un nuevo
y decisivo salto adelante.
Para descubrir los secretos de la naturaleza la física necesitaba un arma poderosa. Y
la física forjó esta arma. Su arsenal cuenta ya con la poderosa artillería de los
experimentos exactos y convincentes. Su estado mayor, con centenares y millares
de teóricos que trazan el camino por el cual se lleva a cabo la ofensiva, estudiando

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minuciosamente los trofeos logrados en los experimentos. La física no desarrolla a


ciegas esta ofensiva. Alumbra el campo de batalla contra lo desconocido con los
reflectores de las poderosas teorías físicas. Los más potentes reflectores de la física
moderna son: la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica.
La mecánica cuántica es coetánea de nuestro impetuoso siglo (siglo XX). Coetánea
en el sentido estricto de la palabra, porque la historia de las ciencias cuenta la edad
de la teoría cuántica a partir del 17 de diciembre de 1900. Este día el científico
alemán Max Planck dio a conocer en la sesión de la Sociedad Física de la Academia
de Ciencias de Berlín su intento de vencer una de las dificultades de la teoría de la
radiación térmica.
En la ciencia surgen dificultades a cada paso. Y cada día tratan de superarlas los
científicos. Pero el intento de Planck tuvo una importancia transcendental:
predeterminó el desarrollo de la física en un futuro de muchos años.
De la semilla de la nueva concepción de las radiaciones expuesta por Planck creció
el árbol gigantesco de los nuevos conocimientos de hoy. De esta misma semilla
nacieron también admirables descubrimientos, que ni la fuerza imaginativa de los
novelistas de ciencia ficción más perspicaces pudo prever. De la hipótesis de Planck
surgió la mecánica cuántica que expuso a la observación de los hombres un mundo
absolutamente nuevo. Un mundo que hasta entonces columbraban vagamente y
que con más vaguedad aún se figuraban: el mundo de las cosas súper pequeñas, de
los átomos, de los núcleos atómicos y de las partículas elementales.

Contornos del nuevo mundo


¿Acaso no sabía nada la humanidad de la existencia del mundo de los átomos antes
del siglo XX? Sí, lo sabía, o mejor dicho, lo sospechaba.
A la inteligencia humana, por su carácter investigador, le es propio meditar sobre
cosas desconocidas, prever lo que se hará realidad sólo al cabo de muchos siglos.
En tiempos remotos, mucho antes de que los primeros caminantes emprendieran su
marcha por las intransitadas sendas de nuestro planeta, el hombre suponía ya que,
más allá de los límites del pequeño mundo en que transcurría su existencia, había
otros hombres, y animales, y tierras.

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Y mucho antes de que el hombre empezara a conocer el mundo de las cosas súper
pequeñas, se figuraba ya que ese mundo existía. Para buscar este mundo nuevo no
había que emprender largos viajes, estaba al alcance de la mano, rodeando a los
hombres, en todas las cosas.
A los antiguos pensadores les llamó mucho la atención cómo, de algo al parecer
absolutamente disforme, logró la naturaleza crear el mundo que nos rodea y
poblarlo de cosas tan diversas. ¿No hará la naturaleza como los albañiles, que
construyen grandes casas con ladrillos pequeños?—se preguntaban. Si es así,
¿cómo serán esos ladrillos?
Enormes montañas, al ser destruidas por la acción de las aguas, de los vientos y de
las fuerzas misteriosas de los volcanes, se convierten en bloques de piedra. Las
piedras, con el tiempo, se fragmentan en guijarros. Y pasan centenares y millares
de años, y ya no hay guijarros: de ellos no queda más que arena y polvo fino.
¿Tiene límites la fragmentación de la materia? ¿Existen acaso corpúsculos tan
extraordinariamente pequeños que la propia naturaleza sea ya incapaz de dividir?
Sí, existen, afirmaban los antiguos filósofos Epicuro, Demócrito y otros. El nombre
de «átomos» refleja su principal propiedad: la de no poder seguir fraccionándose.
Porque «átomo», en griego, significa eso, «indivisible».
Pero, ¿qué aspecto tienen los átomos? Esta pregunta quedaba en aquellos tiempos
sin respuesta convincente. Es posible que los átomos tengan la forma de bolitas
duras e impenetrables, pero también pueden tener un aspecto completamente
distinto. Y, ¿cuántas clases de átomos hay? Pueden ser mil, y puede ser sólo una.
Algunos filósofos (como el griego Anaximandro, por ejemplo) consideraban que lo
más probable es que fueran cuatro. Suponían que el mundo en su totalidad estaba
constituido por cuatro «elementos»: agua, aire, tierra y fuego, y que estos
elementos estaban formados a su vez por átomos.
Con este bagaje de conocimientos no se va lejos, pueden decir nuestros
contemporáneos.
Y tendrán razón, y no la tendrán. Los primeros pasos de la ciencia son más bien de
ensanchamiento, que de profundización. ¡Cuántas cosas rodean al hombre! Lo
primero es comprender cómo están relacionadas entre sí estas cosas. Después
podrá plantearse el problema de cómo están hechas.

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En los tiempos en que la ciencia aún estaba en pañales, la idea sobre la existencia
de los átomos era indudablemente una conjetura genial. Pero, a pesar de todo, sólo
era una conjetura que no había sido deducida de ninguna observación, ni
confirmada por experimento alguno.
Luego se olvidaron de los átomos por mucho tiempo.
Volvieron a recordarlos, o mejor dicho, a «inventarlos» de nuevo, a principios del
siglo XIX e hicieron esto no los físicos, sino los químicos.
El comienzo del siglo XIX fue una época interesante, tanto para el historiador en
general, corno para el historiador de la ciencia. Bajo el estruendo de los cañones
napoleónicos no sólo cambiaban las fronteras de los Estados europeos. En el silencio
de los laboratorios, tan escasos en aquella época, cambiaban también
resueltamente las ideas sobre la naturaleza de las cosas, ideas que hasta entonces
parecían absolutamente inmutables.
Young en Inglaterra y Fresnel en Francia crearon las bases de la teoría ondulatoria
de la luz. Abel en Noruega y Galois en Francia pusieron las primeras piedras del
fuerte edificio del álgebra moderna. El francés Lavoisier y el inglés Dalton
demostraron con sus trabajos que la química es capaz de penetrar profundamente
en la esencia de las cosas. Los químicos, físicos y matemáticos de aquel tiempo
hicieron no pocos descubrimientos relevantes que prepararon el florecimiento
impetuoso de las ciencias exactas durante la segunda mitad del siglo XIX.
El poco conocido científico inglés Prout expresó en el año 1815 una hipótesis sobre
la existencia de partículas pequeñísimas que, sin destruirse ni restituirse, pueden
aún tomar parte en las más diversas reacciones químicas, es decir, la hipótesis
sobre los átomos.
Y en aquellos mismos años el eminente científico francés Lagrange dio una forma
acabada y elegante a la mecánica clásica, en la cual, como después se aclaró, no
quedó sitio para los átomos.

El templo de la mecánica clásica


En la ciencia nada surge de la nada.
La mecánica cuántica, puede decirse con toda razón, es hija de la mecánica clásica,
la cual tiene su origen «oficial» en Newton.

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Es cierto que atribuir el mérito de la creación de la mecánica clásica sólo a Newton


no es enteramente justo. Muchos grandes talentos de la época del Renacimiento se
ocuparon de los problemas que después constituyeron la osamenta de la mecánica
clásica: los italianos Leonardo de Vinci y Galileo Galilei, el holandés Simón Stevin, el
francés Blaise Pascal. Con todas las dispersas investigaciones del movimiento de los
cuerpos creó Newton la base de una teoría armoniosa única.
Se conoce también la fecha «oficial» del nacimiento de la mecánica clásica. Fue el
año 1687, cuando en Londres salió a la luz el libro de Newton «Philosophiae
Naturalis Principia Malhematica». En aquellos tiempos las ciencias naturales se
consideraban aún como parte integrante de la filosofía.
En este libro Newton enunció por vez primera los tres principios fundamentales de
la mecánica clásica, que más larde recibieron el nombre de leyes de Newton. Hoy
día las conoce todo el que cursa la enseñanza media.
El edificio de la mecánica de Newton es mucho más amplio que estas tres «entradas
principales». Su construcción, en lo fundamental, se terminó hace ya mucho
tiempo. Hoy, desde las cimas de la ciencia moderna, podemos observar este edificio
«a vista de pájaro».
...En un enorme espacio vacío, poblado de multitud de objetos diversos, desde
estrellas gigantescas hasta partículas minúsculas, reinaba la quietud más absoluta.
El mundo se hallaba en inalterable re poso.
Poro un buen día, Dios, recuperado ya del asombro que le produjo su propia
creación, dio el primer «impulso» e infundió vida al mundo.
Después de esto, hablando claramente, la misión de Dios se puede considerar
cumplida.
Una vez puestos en movimiento por la diestra divina, todos los cuerpos del mundo
siguieron moviéndose e interaccionando unos con otros según ciertas leyes. Estas
leyes son muchas, pero todas se pueden resumir, en fin de cuentas, a varias
principales. Entre ellas figuran las tres leyes de Newton.
Desde este instante en el mundo no existen ni pueden existir casualidades de
ningún género. Todo está predeterminado. Es imposible toda arbitrariedad. La
sintonía del mundo se interpreta como por notas y en la orquesta mundial reina la
más perfecta armonía desde que el mundo es mundo.

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Más de un siglo después de Newton, esta súper ordenación del mundo de la


mecánica newtoniana aún proporcionaba a los físicos la máxima satisfacción. Estos
últimos solamente se sentían tranquilos cuando conseguían hacer entrar en el
marco de esta teoría alguna parle nueva del mundo desconocida hasta entonces. Y
la naturaleza permitió sumisa durante cierto tiempo que la metiesen en el lecho de
Procusto de las ideas clásicas.
Pero esto no podía continuar indefinidamente. Los científicos se convencieron con el
tiempo de que no hay nada menos sólido que los dogmas petrificados. De una
forma absolutamente inevitable fueron produciéndose hechos que ya era imposible
introducir en el marco que tenían predestinado.
A finales del siglo XIX estalló la crisis de la mecánica newtoniana. Poco a poco se
hizo evidente que esta crisis significaba el derrocamiento de la predeterminación
general en el mundo, llamada científicamente principio del determinismo mecánico.
Todo en el mundo resultó que no era tan simple ni había sido ordenado para
siempre.
La mecánica cuántica no sólo condujo al conocimiento del nuevo mundo, sino que
además interpretó de un modo completamente nuevo los fenómenos que en él
ocurren. Por vez primera en la ciencia fue admitida con plenitud de derechos la
casualidad.
Y es posible que no fuera culpa de los físicos su desconcierto al encontrarse con este
huésped inesperado. Lo único que se derrumbaba era la predeterminación secular
que ellos mismos habían inventado. Pero a los físicos les pareció que se desplomaba
en general toda precisión, que en el mundo reinaba una anarquía absoluta, que las
cosas no obedecían ningunas leyes exactas.
Transcurrió mucho tiempo antes de que la física saliera de esta profunda crisis.

El templo se desploma
La curiosidad mató al gato.
Este refrán es aplicable a cualquier teoría. Incluso si hasta el día de hoy dicha teoría
parece absolutamente justa y que todo lo explica.

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En una etapa determinada del desarrollo de la ciencia, una vez que se ha estudiado
cierto grupo de fenómenos, nace una teoría. Esta teoría sirve para explicar los
fenómenos estudiados desde un punto de vista.
Pero esta misma teoría resulta insuficiente e incluso falsa cuando se descubren
nuevos hechos que no quieren dejarse introducir en los estrechos límites de la vieja
teoría.
La mecánica clásica fue enteramente satisfactoria mientras la física fue solamente
mecánica. Sin embargo, el siglo XIX ya empezó a ser testigo de la impetuosa
irrupción de la física en un enorme grupo de fenómenos nuevos. Empezaron a
desarrollarse rápidamente las ramas dedicadas al estudio de los procesos térmicos,
La termodinámica; de los fenómenos luminosos, la óptica; y de los fenómenos
eléctricos y magnéticos, la electrodinámica. Hubo un tiempo en que en la física todo
marchaba más o menos bien. Todos los fenómenos que se descubrían entraban
tranquilamente en los marcos reservados para ellos.
A medida que se construía el edificio de la física clásica, su monumental fachada iba
siendo surcada por amenazadoras grietas. El edificio se resquebrajaba bajo el
cañoneo de los nuevos hechos.
Uno de estos hechos importantes fue la sorprendente constancia de la velocidad de
la luz. Los experimentos más minuciosos y parciales demostraron que la luz se
comporta de manera radicalmente distinta de lo que se había observado en todos
los demás fenómenos conocidos hasta entonces.
Para encajar el comportamiento de la luz en el marco de la física clásica hubo que
inventar cierto medio, el éter, que poseía unas propiedades completamente
fantásticas desde el punto de vista de la propia física clásica. Pero el éter no podía
salvar, y en efecto no salvó a la antigua física.
Otro obstáculo para la física clásica resultó ser la radiación térmica de los cuerpos
calientes.
Y, finalmente, el abismo más profundo a que tuvo que asomarse la física clásica en
los últimos años de su reinado absoluto, fue el descubrimiento de la radiactividad.
En los procesos misteriosos de la radiactividad no sólo se destruían los núcleos
atómicos. Se destruían también las hipótesis de la física antigua, que parecían
evidentes desde el punto de vista del sentido común. Y a través de las grietas de su

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edificio brotaron rápidamente las semillas de las nuevas teorías: la teoría de la


relatividad y la teoría de los cuantos.

Sobre el nombre de la nueva teoría


Así, en el umbral del siglo XX, nació la mecánica cuántica.
En primer lugar, ¿por qué se llama así? En esencia esta denominación refleja muy
débilmente el contenido de las cosas de que se ocupa la nueva física.
Hay que decir, que ninguna rama de la física se ha librado de la ambigüedad en los
términos. Las causas de esto son muchas, y en primer lugar están las de carácter
histórico.
Como ejemplo bastará recordar la gran variedad de «fuerzas» que existe. La
mayoría de ellas no tienen absolutamente nada que ver con una fuerza en su propio
sentido. Así tenemos el caballo de fuerza o de vapor (que no es fuerza, sino
potencia), la «fuerza viva» (que es energía cinética) y otras muchas «fuerzas».
La física se va liberando de ellas. Pero este proceso es muy lento.
Lo mismo ocurrió con el nombre de «mecánica cuántica». En primer lugar, ¿por qué
se llama mecánica? La nueva teoría no tiene nada de mecánica, es más, como
veremos más adelante, no puede tenerlo. La única justificación posible consiste en
que la palabra «mecánica» se utiliza en este caso en su sentido más general. En el
sentido que tiene cuando decimos, por ejemplo: «el mecanismo de este reloj es
bueno» o «el mecanismo estatal», dándole a dicha palabra la significación de
aparato o de sistema de funcionamiento. El grupo de los conceptos de la mecánica
cuántica encuadra mejor bajo la amplia denominación de la propia física.
En segundo lugar, ¿por qué se llama cuántica? «Quantum», en latín, significa
«porción», «cantidad». La nueva ciencia, como veremos más adelante, tiene en
realidad como uno de sus conceptos fundamentales el que afirma que las
propiedades de todo el mundo que nos rodea se manifiestan en «porciones». Claro
que es preferible hablar no de las «porciones», sino de la discontinuidad de estas
propiedades. Por otra parte, como veremos, esta discontinuidad dista mucho de ser
general y no existe siempre en todas partes.
Además esta discontinuidad sólo es una cara de la medalla. La otra cara, no menos
peculiar, es la dualidad de las propiedades de la materia. Esta dualidad consiste en

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que en un mismo objeto siempre van juntas las propiedades de las partículas y las
propiedades de las ondas.
Una denominación más adecuada de la nueva ciencia es la de mecánica ondulatoria.
Pero en este caso también se refleja únicamente la «mitad» de su contenido,
porque no se mencionan los cuantos.
De esta forma resulta que ninguna de las denominaciones de la nueva teoría física
se puede considerar satisfactoria. ¿Es posible que no pueda idearse algo más en
consonancia con su contenido?
Idear un nombre en la ciencia es asunto embarazoso e ingrato. Las denominaciones
nuevas entran en uso lentamente y se cambian con mayor lentitud aún. Para los
físicos está claro el sentido nuevo que encierran estas palabras. Para nosotros, aún
es cosa por conocer.

Los físicos como modelistas


¿Es fácil imaginarse el movimiento de una bola que, sujeta por una cuerda,
hacemos girar con la mano? Naturalmente que sí.
Resulta hasta ridículo hablar aquí de imaginarse esto. El movimiento de la bola lo
podemos ver con nuestros propios ojos. La física clásica nació de la observación de
los objetos que nos rodean directamente y de los fenómenos que ocurren en ellos.
Usted lanza una bola sobre una mesa horizontal lisa. La bola continua moviéndose
aún después de cesar la acción de su mano sobre ella, es decir, cuando la fuerza
deja de actuar. De ésta y de otras observaciones semejantes se dedujo la ley de la
inercia, que después introdujo Newton como primer principio fundamental de su
mecánica.
La bola no se pone en movimiento mientras no se la empuja con la mano o se hace
chocar con ella otra bola. El movimiento de la bola por la mesa lisa y su
permanencia en reposo tienen de común el hecho de que en ambos casos y durante
este tiempo no actúan sobre la bola ningunas fuerzas.
Pero cuando la bola gira sujeta con la cuerda actúa sobre ella durante todo el
tiempo una fuerza que la aparta del camino rectilíneo característico del movimiento
libre. Esta misma bola, si se halla inmóvil sobre la mesa, por la acción de la fuerza
de la mano sale de su estado de reposo y adquiere velocidad, la cual será tanto

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mayor cuanto mayor sea la fuerza que actúe sobre ella. De esta observación nace la
segunda ley de Newton.
Mas he aquí que el investigador, que en este caso es el mismo Newton, se sale del
marco de lo cotidiano terrenal. Vuelve su vista hacia el cielo e intenta descifrar la
«armonía de las esferas celestes», sobre la cual se rompieron ya la cabeza los
antiguos filósofos. ¿Qué obliga a los planetas a moverse así alrededor del Sol, y no
de otra forma?
La propia palabra «armonía» supone un orden, la acción de una ley reguladora del
movimiento de los cuerpos celestes. De «esferas» no hay que hablar. Pero la ley
según la cual giran los planetas, y entre ellos la Tierra, alrededor del Sol, y los
satélites en torno a sus planetas, esa ley indudablemente debe existir.
Y al pensar esto viene a la memoria del científico la bola que gira sujeta por la
cuerda. El movimiento de los planetas alrededor del Sol se parece realmente a la
rotación uniforme de la bola, aunque es más lento, y naturalmente, sin cuerda.
Ahora bien, si en un caso actúa una fuerza, es lógico suponer que también actuará
en el otro.
Sentir directamente la acción de la fuerza que rige el movimiento de los planetas es
imposible: ¡no se trata de una cuerda que se tiene en la mano! Pero la fuerza
existe. Y Newton la descubrió. Hoy sabemos que ésta es la fuerza de atracción
mutua de los cuerpos. Su genial clarividencia permitió a Newton hallar lo que había
de común entre el movimiento de la bola y la rotación de los planetas.
No obstante, para nuestra exposición lo esencial es otra cosa. La bola con la cuerda
es quizá uno de los primeros modelos físicos. La comprensión de un fenómeno de la
naturaleza tan grandioso como el movimiento de los planetas se logra estudiando
un fenómeno cuya escala es incomparablemente menor. Partiendo, naturalmente,
de la audaz suposición de que ambos fenómenos se supeditan a leyes semejantes.
¿Se puede proceder de esta forma siempre y en todas partes? ¿Es justo aplicar las
leyes de un fenómeno a otro cuya escala es inconmensurablemente mayor o
menor?
Si estas preguntas se hacían en la época de Newton, la respuesta era la «habitual».
Como las observaciones confirman el cuadro del transcurso del fenómeno grande
calculado previamente basándose en el pequeño, o al contrario, todo está bien.

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Aproximadamente esta misma respuesta puede oírse también en nuestros días.


Aunque se entiende de otro modo. Newton consideraba que, en primer lugar, el
Universo es finito y, en segundo, que las leyes que rigen su vida, tanto en el mundo
a que estamos acostumbrados como en el gran mundo de las estrellas, son las
mismas.
Con lo primero, hoy, desde las cumbres de la ciencia moderna, estamos totalmente
de acuerdo.
Con lo segundo... Está claro que no puede hacerse la deducción de que fenómenos
que ofrezcan el mismo aspecto exterior deban tener obligatoriamente un mismo tipo
de resortes internos.
El loro repite las palabras del hombre. Pero sería demasiado ingenuo pensar que el
loro, cuando pronuncia estas palabras, también piensa.
Toda la dificultad en la comprensión consiste en que en las distintas jerarquías de
los mundos de los objetos, súper pequeño, ordinario y súper grande, actúan leyes
diversas, y las leyes del mundo de unos objetos sólo en un grado muy limitado
pueden hacerse extensivas a los mundos de otras escalas.
Las lamentaciones de muchos de los físicos, que chocaron con la antedicha
insumisión de los objetos súper pequeños, se explican por su incomprensión de esta
importante deducción. Cuando se convencieron de que las partículas microscópicas
se niegan a entrar en el marco de los conceptos ordinarios, los físicos comenzaron a
gritar sobre la anarquía y la carencia de leyes en la naturaleza. Está claro que,
como veremos, no ocurre nada semejante.
Las representaciones por medio de modelos han jugado y continúan desempeñando
un enorme papel en el desarrollo de las ciencias naturales. Con ayuda de modelos
construidos por las manos del hombre o, lo que es aún más frecuente, que sólo
existen en su imaginación, por ser imposibles de realizar, se han hecho los
descubrimientos más importantes.
La bola sujeta con la cuerda es un modelo muy simple. Con el tiempo, los modelos
utilizados por los físicos se fueron haciendo más complicados, más extraordinarios.
Pero por muy extraordinarios que sean estos modelos, todos tienen una propiedad
común. Están constituidos por elementos del mundo ordinario que nos rodea, que
vemos con los ojos y que tocamos con las manos.

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Esta es una peculiaridad de la inteligencia humana. Sus abstracciones y


generalizaciones más insólitas parten siempre de una base real, aunque pueden
«remontarse» y alejarse tanto de esta base que empiezan a parecer fantasías
puras.

No a todo se le puede inventar un modelo


Desde finales del siglo XIX la aplicación del antiguo enfoque modelista a la
investigación de los nuevos fenómenos de la naturaleza comenzó a fallar una y otra
vez. Así ocurrió, por ejemplo, con el modelo del éter. La idea de sus creadores era
de asignarle el papel de salvavidas de la física clásica, la cual se «hundía» al no
poder explicar la sorprendente constancia de la velocidad de la luz.
¿Cómo debe ser el éter? Absolutamente rígido y al mismo tiempo absolutamente
transparente. Esto se parece en algo al vidrio irrompible. Pero, a pesar de su
rigidez, dentro del éter pueden moverse sin dificultad todos los cuerpos. Es más,
estos cuerpos al moverse pueden arrastrar al éter y crear el «viento» etéreo. Con la
particularidad de que este viento es mucho más suave que aquel «céfiro nocturno»
que esparcía el «éter» en el famoso verso de Pushkin.
Los físicos intentaron durante varios años comprender de algún modo estas
propiedades tan fantásticas del éter. Pero no pudieron conseguirlo. El éter resultó
ser una fantasía absoluta, exenta de toda base real.
Y así ocurrió no sólo con la representación del éter. Ningún modelo de la física
clásica para los átomos podía explicar la misteriosa emisión de energía por el
uranio, el radio y otros elementos químicos, emisión que a veces se prolongaba
ininterrumpidamente durante muchos miles y millones de años sin ningún
suministro externo de energía.
Otro golpe a las antiguas representaciones modelísticas fue el asestado por la
hipótesis de los fotones de Einstein, sobre la cual pronto hablaremos con detalle.
Naturalmente que, aunque con dificultad, es posible acostumbrarse al modelo
clásico que representa la luz como ondas electromagnéticas que desde su origen se
propagan en todas las direcciones.
Estamos acostumbrados a que una onda es siempre un movimiento determinado de
un medio material. Por ejemplo, este medio es el agua para las ondas del mar; el

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aire, para las ondas sonoras. Pero he aquí que las ondas electromagnéticas se
pueden propagar en el vacío absoluto.
En este sentido es más fácil intentar imaginarse la luz, como lo hizo Newton, en
forma de flujos de diminutas partículas luminosas. Estas partículas son emitidas por
los cuerpos incandescentes, salen lanzadas en todas las direcciones, y al llegar al
ojo excitan los nervios ópticos y producen la sensación de la luz. En este caso
podemos ya imaginarnos sin dificultad cómo estas partículas pasan a través del
vacío.
Pero imaginarnos la luz poseyendo al mismo tiempo las propiedades de las ondas y
de las partículas, como afirma Einstein, es cosa que, por mucho que nos
empeñemos, no podemos lograr.
En el modelo del átomo, creado por Bohr y Rutherford, puede apreciarse, a pesar de
todo, cierta evidencia. Unas partículas pequeñas, electrones, giran por
determinadas órbitas alrededor de un núcleo tan minúsculo como ellas. Las
dimensiones de estas órbitas son decenas de millares de veces mayores que las
dimensiones de los electrones y los núcleos.
Haciendo un esfuerzo mental es posible imaginar esta estructura «hueca» del
átomo. Porque nosotros mismos vivimos en un sistema planetario en el cual las
dimensiones de los «electrones», planetas, son millares de veces menores que sus
órbitas alrededor del «núcleo», el Sol.
No obstante, pocos años después, de Broglie «embrolló» por completo esta
representación al exponer la idea de que los electrones, los núcleos y en general
todos los «ladrillos» materiales de nuestro mundo tienen la misma propiedad que
Einstein atribuyó a los fotones, es decir, que también poseen simultáneamente
propiedades de ondas y de partículas. Como resultado de esto, lo mismo que
ocurría antes con las partículas de la luz, sucede ahora con las partículas de la
materia, incluidos los átomos, que pierden toda evidencia.

Un mundo impalpable e invisible


A los físicos les empezó a ser difícil trabajar. Antes abrían las sendas hacia el nuevo
mundo sabiendo de antemano que esto mundo sólo se diferenciaba en algunos
detalles del ordinario para ellos, pero no en su esencia. Ahora se hallaban en la

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misma situación que los antiguos viajeros, quienes emprendían temerosos su largo
camino en espera de terribles encuentros con monstruos medio fieras, medio
hombres. Porque, ¡la fantasía sobre lo desconocido no tiene límites!
Los físicos sufrían más aún que estos viajeros. Al descubrir nuevos países, los
viajeros recibían siempre desilusiones agradables, porque encontraban allí hombres
como ellos mismos, y tierras, montañas y mares como los suyos. Con la única
diferencia de que todo estaba «montado» de otra manera. Los físicos, en cambio,
cada vez con más certeza veían en el nuevo mundo tales «monstruos», que ni
nombres podían idearles.
Pero, ¡para qué hablar de nombres! ¡Lo extraordinario de este mundo era incluso
difícil de representar!
Y sin embargo, la ciencia en desarrollo exigía la elaboración de las nuevas
representaciones por muy insólitas que fueran. Crear la mecánica cuántica era
difícil, pero hacía falta.
No cabe duda de que es mucho más fácil crear una teoría teniendo delante modelos
gráficos a imagen del mundo circundante. Pero, ¿y si el mundo de las cosas súper
pequeñas está constituido de tal modo que es imposible representarlo por ningún
modelo semejante? ¿Qué hacer, levantar los brazos y rendirse?
¡No! Si se imposible idear un modelo evidente, habrá que trabajar con uno que no
lo sea. Transcurrieron algunos años y, efectivamente, estos modelos se hicieron tan
«queridos»1 tan caros para los físicos, que ahora no renunciarían a ellos por nada
del mundo. Y es una lástima, porque, adelantándonos un poco, podemos decir que,
por lo visto, al cabo de cierto tiempo habrá que renunciar de algunos de estos
modelos y sustituirlos por otros aún más extraordinarios, y más difíciles de
comprender. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Esa es la ley del desarrollo de la ciencia!
En esto consiste la grandiosa hazaña de los físicos de nuestro siglo, en que pudieron
llegar a unos objetivos que se encontraban en lo más intrincado de la abstracción,
en un mundo cuyos modelos no tienen ni la más lejana semejanza con las cosas a
que estamos acostumbrados, en que pudieron crear una teoría armoniosa del nuevo
mundo de las cosas súper pequeñas. Es más, los físicos han podido, basándose en
esta teoría, lograr los adelantos más relevantes de la historia de la humanidad. Han

1
De «nenagliadni» que en ruso origina un juego de palabras, porque puede significar «no evidente», y también
«amado», «querido» o «caro» (N. del T.)

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descubierto el secreto de la liberación del poderoso genio —energía intranuclear —


de la botella en que vivía desde hacía siglos sin llamar la atención de nadie.
Sí, la energía atómica y la electrónica hubieran sido imposibles sin la existencia de
la mecánica cuántica.

¡Difícil...pero interesante!
Lo extraordinario y la falla de evidencia de las ideas de la mecánica cuántica
hicieron difícil su comprensión. De estas dificultades es «culpable» en parte la
propia mecánica cuántica. El problema no está solamente en que cada vez abarca
más y más temas, en que sus métodos se perfeccionan sin interrupción, y es más
difícil escribir sobre una teoría que se desarrolla que sobre teorías ya estabilizadas.
El problema consiste además en que, entre los físicos, aun no se han calmado las
discusiones en torno al sentido mismo de la mecánica cuántica, sobre qué partes del
mundo de las cosas súper pequeñas son definidas por ella.
La humanidad se halla en el umbral de la era cósmica. Para enseñarle al hombre las
«reglas de conducta» en el cosmos, hace falta que éste conozca muy bien la física.
Pero la física del espacio cósmico se diferencia mucho de la «terrenal» precisamente
porque en aquélla destaca resueltamente en primer plano el mundo de las cosas
súper pequeñas.
En el cosmos se confirma plenamente la antigua idea de que lo grande y lo pequeño
se tocan. Las enormes estrellas y los diminutos átomos no sólo se tocan, sino que
existen como un todo único.
Es difícil, y hasta imposible, escribir en una forma popular sobre una ciencia sin
representaciones gráficas. Por esto, al hablar de la mecánica cuántica emplearemos,
si no modelos, analogías con los fenómenos que ocurren en el mundo a que
estamos acostumbrados. Poro estas analogías no tienen un sentido profundo y
menos aún exacto. Sirven únicamente para facilitar la comprensión.
Por ejemplo, como podremos comprobar, las palabras «el electrón gira alrededor
del núcleo atómico» en realidad no tienen más sentido que el que tendría para un
habitante de los trópicos las palabras «la nieve es una cosa blanca, parecida a la
sal, que cae del cielo». El movimiento del electrón en el átomo, y la propia esencia
del electrón, es inconmensurablemente más complejo de lo que nos imaginamos y

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sabemos hoy acerca de ellos. Y no sólo hoy, sino también mañana y dentro de mil
años.
Y en efecto, el desarrollo de la mecánica cuántica confirma la idea de la diversidad
ilimitada, de las verdaderamente inagotables propiedades del electrón. Pero, ¿acaso
únicamente del electrón?
Hoy todavía no conocernos muy bien la naturaleza que nos rodea. Solamente
comenzamos a penetrar de verdad en la corteza terrestre, en el océano, en la
atmósfera, sólo empezamos a comprender la vida de los campos, bosques,
montañas, ríos y desiertos.
¿Se puede acaso exigir un conocimiento semejante del mundo, mucho más difícil de
observar, de los átomos, de los núcleos atómicos y de las partículas elementales?
Aquí la ciencia tiene trabajo intenso y suficiente para muchos siglos y milenios. Por
ahora a penas nos hallamos en las fuentes de este poderoso río de la sabiduría.
Sin embargo, ¡qué fenómenos tan asombrosos se desarrollan ante los ojos del
investigador de este mundo recién descubierto! ¡Qué perspectivas tan animadoras,
tan verdaderamente fantásticas abre la nueva ciencia a la técnica, la industria, la
agricultura y la medicina!
Centrales eléctricas atómicas, isótopos radiactivos, baterías solares (veneradores
cuánticos de luz y ondas radioeléctricas, es decir, láseres y máseres... vísperas de la
liberación de la energía termonuclear con fines pacíficos. Todas estas grandiosas
realizaciones del presente luminoso y del futuro cegador nacieron en nuestro siglo
de una pequeña semilla sembrada por Max Planck hace setenta años en el fecundo
campo de la ciencia y cultivada cuidadosamente por toda una pléyade de insignes
científicos.

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Capítulo 2
Primeros pasos de la nueva teoría

Contenido:
 Calor y luz
 El cuerpo negro
 En vez de «a ojo», una ley exacta
 La catástrofe ultravioleta
 La física clásica en un callejón sin salida
 La salida del callejón
 Cuantos de energía
 Los cuantos son «inatrapables»
 Un fenómeno incomprensible
 Los fotones
 ¿Qué es la luz?
 «Tarjetas de visita» de los átomos
 ¿Por qué emiten luz los cuerpos?
 Biografía del átomo, escrita por Niels Bohr
 ¿Cómo medir la energía?
 Átomos excitados
 Primeros fracasos

Calor y luz
¡Qué agradable es, en las tardes de invierno, estar sentado junto a la chimenea!
Cruje la leña, humea un poco...
Pero, ¿por qué hace calor junto a la chimenea? Una chimenea caliente se nota a
varios metros de distancia aún sin ver su hogar, que tan confortablemente ilumina
la habitación con su luz temblorosa.
La chimenea emite, además de luz, rayos invisibles que crean la sensación de calor.
Estos rayos se llaman térmicos o infrarrojos.

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Prestando atención no es difícil convencerse de que la radiación térmica está muy


extendida en la naturaleza, irradian calor y luz una bujía pequeña, una hoguera
grande y el Sol enorme, incluso las estrellas muy alejadas envían rayos térmicos a
la Tierra.
Si un cuerpo calentado brilla, emite también forzosamente rayos térmicos. La
radiación de la luz y del calor es un mismo proceso. Por esta razón los científicos le
dieron el nombre de térmica a toda radiación de los cuerpos que se produce al
calentar éstos, tanto si es luminosa como si es térmica propiamente dicha.
Los físicos advirtieron ya en el siglo pasado las leyes fundamentales de la radiación
térmica. Para usted estas leyes no son una novedad. Recordemos dos de ellas.
Primera, cuanto más intensamente se calienta un objeto, más brilla. La cantidad de
radiación emitida por el cuerpo cada segundo varía mucho al variar su temperatura.
Si la temperatura del cuerpo se eleva al triple solamente, su radiación será casi cien
veces más intensa.
Segunda, a medida que se eleva la temperatura del cuerpo varía el color de la luz.
Observe usted un trozo de tubo de hierro sobre el cual incide la llama de una
lámpara de soldar. Al principio estará oscuro totalmente, pero luego aparece una
débil luminosidad carmesí, que después pasa a ser sucesivamente roja, anaranjada,
amarilla, y por fin, el trozo do tubo caldeado comienza a emitir una luz blanca
cegadora.
Un fundidor experimentado podría determinar a ojo, con bastante exactitud, la
temperatura del tubo incandescente por el color de su luminosidad. Este fundidor
diría que el color carmesí débil corresponde a una temperatura de cerca de 500
grados centígrados; el amarillo, a la de cerca de 800 grados, y el blanco claro, a la
de más de 1000 grados.
A los físicos no les satisface la sola definición cualitativa de un fenómeno, a ojo;
necesitan cifras exactas. La anotación en el diario «el día fue frío» le dice a los
físicos tan poca cosa como a cualquiera de ustedes la frase «aquel hombre tenía la
cara grande». Ustedes querrían que les describieran los rasgos peculiares do esta
cara, su nariz, sus labios, la frente.
Los físicos so encontraron con una diversidad considerable do cuerpos y condiciones
en las cuales éstos emiten radiación térmica. Pero esta diversidad de condiciones

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era precisamente lo que no les convenía en absoluto. Les hacía falta cierto cuerpo
«normal» en el cual fuera más fácil establecer las leyes de la radiación de los
cuerpos calentados. En este caso la emisión de luz por otros cuerpos podrían
considerarla como una desviación o discrepancia de esta «norma». A ustedes les
parecerá extraña una descripción de este tipo: «La nariz de aquel hombre era más
larga que la normal, su frente más estrecha, su mentón más saliente, sus ojos más
verdes de lo común, pero de tamaño menor que la norma». Un físico, por el
contrario, se consideraría satisfecho con esta descripción. Veamos por qué.

El cuerpo negro
Intente elegir varios objetos que tengan, si es posible, exactamente el mismo color.
Colóquelos delante de usted y procure establecer si se diferencian entre sí en algo
por su coloración.
Examinándolos atentamente notará usted diferencias. Uno de los objetos tendrá
cierta coloración pálida, otros, por el contrario, un color profundo e intenso.
Esta diferencia depende de la cantidad de luz que incide sobro el objeto y es
absorbida por él y de la cantidad de dicha luz que refleja. Las relaciones entre estas
dos «cantidades» pueden variar dentro de límites muy amplios. He aquí dos casos
extremos: la superficie brillante de un metal y un trozo de terciopelo negro. El metal
refleja casi toda la luz que incide sobre él, mientras que el terciopelo absorbe casi
toda esta luz y no refleja casi ninguna.
Los ilusionistas aprecian mucho esta propiedad del terciopelo. Porque si un objeto
casi no refleja la luz, es prácticamente invisible. Un cajón forrado de terciopelo
negro no se distingue en la escena del fondo de ésta, también negro, y con su
ayuda so pueden hacer los trucos más asombrosos con apariciones y desapariciones
de pañuelos, palomas o incluso del propio ilusionista.
Para los físicos también resultó ser muy valiosa esta propiedad de los cuerpos
negros. En sus búsquedas del mencionado cuerpo «normal» la elección recayó
precisamente en el cuerpo negro. Porque éste absorbe la mayor cantidad de
radiación y, por consiguiente, es calentado por ella hasta la mayor temperatura, en
comparación con los demás cuerpos.

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Y al contrario: cuando el cuerpo negro, después de calentado hasta una


temperatura elevada, se convierte en fuente de luz, a una temperatura de
calentamiento dada irradia con mayor intensidad que todos los demás cuerpos. Con
ayuda de un radiador de este tipo es muy cómodo establecer las leyes cuantitativas
de la radiación térmica.
Sin embargo resultó que también los cuerpos negros emiten la radiación de modos
distintos. Efectivamente, el hollín puede ser más negro o más claro que el terciopelo
negro, según el combustible de que proceda. Y el propio terciopelo puede ser
diferente. Estas diferencias no son muy grandes, pero era necesario librarse de
ellas.

Entonces los físicos idearon el cuerpo «más negro». Este cuerpo resultó ser... una
caja. Esta caja, como puede comprenderse, es peculiar y sirve para un equipaje
especial: la radiación térmica. Su estructura debe ser particular: con nervios, y con
las paredes internas recubiertas, por ejemplo, de hollín. Mire usted la figura: el rayo
de luz que penetra en la caja por un orificio pequeñísimo que hay en su pared, ya
nunca saldrá al exterior. Es apresado para siempre.
El físico dice que esta caja absorbe toda la energía radiante que penetra en ella.

Gentileza de Manuel Mayo 22 Preparado por Patricio Barros


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Y ahora hacemos que la propia caja sea una fuente luminosa, que es para la que en
realidad está destinada. Cuando el calentamiento es suficiente las paredes de la
caja se caldean y esta comienza a emitir luz visible. A una temperatura dada la
radiación térmica y luminosa de una caja de este tipo, como ya dijimos, será la más
intensa en comparación con la de todos los demás cuerpos. A estos últimos, para
diferenciarlos de nuestra caja, se les dio la denominación convencional de grises.
Las leyes de la radiación térmica do que vamos a hablar fueron establecidas
precisamente para las cajas «más negras». Estas «guardadoras de radiación»
recibieron el nombre genérico de cuerpo negro. Con las correcciones pertinentes,
estas leyes se lograron aplicar también a los cuerpos grises.

En vez de "a ojo", una ley exacta


¿Qué leyes son éstas? Ya las mencionamos antes. Pero, «a ojo». Enunciémoslas
ahora en el lenguaje de la física.
La primera de ellas dice que el poder emisor del cuerpo negro, es decir, la energía
emitida por él en forma de luz y calor cada segundo, es proporcional a la cuarta
potencia de su temperatura absoluta2. Esta ley fue descubierta a finales del siglo
pasado por los científicos austríacos Stefan y Boltzmann.
La segunda ley dice que, al elevarse la temperatura del cuerpo negro, la longitud de
onda correspondiente al brillo máximo de la luz emitida por él deberá hacerse cada
vez más corta, desplazándose hacia la parte violeta del espectro. Esta ley recibió el
nombre de ley de desplazamiento de Wien-Golitzin en honor de los físicos alemán y
ruso que la descubrieron.
Así, a disposición do los físicos se pusieron dos leyes de la radiación térmica. La
primera define justamente el aumento del brillo de la radiación a medida que se
calienta el cuerpo. Puede parecer que la ley de Wien-Golitzin no concuerda con las
observaciones. Puesto que a medida que se eleva su temperatura el cuerpo emite
luz de color cada vez más blanco. ¡Blanco, y no violeta!
Pero examinemos atentamente lo que ocurre en este caso. La ley de Wien-Golitzin
habla solamente del color correspondiente a brillo máximo do la radiación de luz, y
nada más. Esta ley supone tácitamente que junto a esta radiación permanecen las

2
Temperatura medida no a partir de los 0 grados de Celsius, sino del llamado cero absoluto, que se halla
aproximadamente 273 grados por debajo del primero.

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que ya habían comenzado antes, a menor temperatura, de mayor longitud de onda,


es decir, de otro color. Al calentar el cuerpo, la radiación del mismo amplía su
composición espectral, como si se quitara un biombo (o descorriera una cortina) de
aquellas zonas del espectro que hasta entonces no se habían puesto de manifiesto.
Y como resultado de ello, cuando la temperatura es suficientemente alta, aparece
completo el espectro visible de la luz.
Esto se asemeja a cuando los instrumentos de una orquesta van entrando uno a
continuación de otro y tocando unas notas cada vez más altas. Y, por fin, la
orquesta da un poderoso acorde, desde los profundos bajos «rojos» de los
trombones hasta los altos y penetrantes sonidos «violetas» de las flautas. Pero el
espectro con todos los colores «sonando» simultáneamente es la luz blanca.
Por lo tanto, la ley de Wien-Golitzin es correcta. Sin embargo, la naturaleza dio un
golpe a los investigadores de la radiación térmica, y en un frente distinto.

La catástrofe ultravioleta
Los físicos sienten una inclinación irresistible hacia las leyes universales. En cuanto
se aclara que un mismo fenómeno es definido en sus distintos aspectos por varias
leyes, se intenta unificar estas con una ley general que abarque al mismo tiempo
todos estos aspectos.
Los físicos ingles Rayleigh y Jeans realizaron intentos de este tipo en relación con
las leyes de la radiación térmica. La ley unificada obtenida por ellos dice que la
intensidad de la radiación emitida por un cuerpo calentado es directamente
proporcional a su temperatura absoluta e inversamente proporcional al cuadrado de
la longitud de onda de la luz que emite.
Esta ley, al parecer, concordaba con los datos experimentales. Pero
inesperadamente se aclaró que el acuerdo existía únicamente en la parte de las
ondas largas del espectro visible, es decir, allí donde se encuentran los colores
amarillos y rojos. A medida que se acercaban a los rayos azules, violetas y
ultravioletas la concordancia era cada vez menor.
De la ley de Rayleigh-Jeans se deducía que cuanto más corta fuera la longitud de
onda, tanto mayor debería ser la intensidad de la radiación térmica.

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En la práctica no se observaba nada semejante. Es más, lo peor consistía en que


esta intensidad de la radiación, al pasar a ondas cada vez más cortas, debería
crecer sin límites en absoluto.
¡Pero esto no ocurre! No, y no puede existir ningún crecimiento ilimitado de la
intensidad de la radiación. Si alguna ley física conduce a la palabra «ilimitado», se
produce su ruina. En la naturaleza existe lo grande, lo muy grande, lo
inimaginablemente grande, pero no hay nada ilimitado.
La situación creada en la teoría de la radiación fue bautizada metafóricamente por
los físicos con el nombre de «catástrofe ultravioleta». Ninguno de ellos podía
suponer entonces, a finales del siglo XIX, que esto no era simplemente la catástrofe
de una ley, bastante parcial en general. No obstante, resultó ser la catástrofe de
toda la teoría generadora de dicha ley, es decir, ¡de la física clásica!

La física clásica en un callejón sin salida


En aquellos años, a algunos de los físicos les pareció que el obstáculo con que había
tropezado la física clásica, representado por su teoría de la radiación, no tenía
importancia. ¡Era una nube do verano! Pero para la teoría cualquier obstáculo es
importante. En ella todo está ligado entre sí. Si la teoría da una explicación errónea
a algo, esto hace que se pongan en duda las explicaciones dadas a otros
fenómenos. Si una teoría no puede salvar un obstáculo pequeño, ¡qué ocurrirá con
uno grande!
Los físicos hicieron numerosos intentos para salvar las dificultades do la teoría de la
radiación. Hoy en estos intentos se puede notar poca consecuencia lógica lo que no
es de extrañar.
La teoría, cuando se halla en una situación crítica, es como un gato en una casa
ardiendo cuya única salida da a un río. El gato corre inútilmente de un rincón a otro,
pero no se le ocurre tirarse al agua. ¡Eso significaría la quiebra total de sus instintos
felinos!
Algo parecido les ocurre a los científicos cuando empieza a quemarse la «casa» en
donde estuvieron creando durante toda su vida. La casa que para ellos es tan
habitual y clara como el aire. Los físicos procuraron apagar el «incendio», pero,
cuando no lo consiguieron, ni pensaron en abandonar su «casa».

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Sin embargo, los científicos más clarividentes comprendieron que la física clásica se
había metido en un callejón sin salida. La teoría de la radiación térmica no era el
único callejón de este tipo. Durante estos mismos años se desplomó la teoría del
éter.
¡Con qué rapidez se vino abajo todo esto!
Entre los físicos reinó el desconcierto. ¿Qué se podía hacer?
Si los hechos no quieren amoldarse a la teoría, ¡peor para ellos! ¡La naturaleza no
se somete a ninguna ley! ¡La naturaleza es incognoscible! — gritaron algunos
científicos impresionables.
Si los hechos no se explican por la teoría, ¡peor para la teoría! ¡Tanto más
resueltamente hay que reconstruirla desde su base!— declararon los científicos
materialistas.
Y la historia demostró una vez más que las grandes necesidades crean grandes
hombres. La salida del callejón en que se encontraba la física clásica con sus
dogmas inmutables fue hallada por Max Planck en el año 1900, quien introdujo en la
ciencia el concepto sobre los cuantos, y por Albert Einstein en 1905, quien creó la
teoría de la relatividad.

La salida del callejón


¿En qué consistió el descubrimiento de Planck?
A primera vista, hasta cuesta trabajo llamarlo descubrimiento. Existían dos leyes de
la radiación térmica de los cuerpos calentados que, cada una en su ámbito, eran
totalmente justas. De la unificación de estas dos leyes resultó la «catástrofe
ultravioleta». Algo así como si dos personas que piensan aproximadamente del
mismo modo se encontrasen, hablasen y... ¡llegasen a cosas «absurdas»!
Planck tenía ya más de cuarenta años. Había dedicado muchos años a investigar la
radiación térmica. Ante sus ojos se metió la teoría en el callejón sin salida, y él lo
mismo que sus colegas, estuvo buscando atentamente la salida de este callejón. Ya
ha comprobado todo el curso de los razonamientos, y se ha convencido
definitivamente de que no se ha cometido ningún error. Planck continúa buscando
también en otra dirección.

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Nunca— recordaba Planck muchos años después — había trabajado con una
inspiración tan realmente juvenil como en estos años, en vísperas del nuevo siglo.
Las cosas más inverosímiles empezaban a parecerle posibles; con la tenacidad de
un apasionado calculaba Planck una tras otra las variantes de la teoría.
Al principio guió a Planck una idea bastante sencilla. Rayleigh y Jeans habían
unificado dos leyes de la radiación térmica y el resultado obtenido era absurdo para
las ondas cortas. ¿No sería posible «juntar» las leyes de Wien-Golitzin y Rayleigh-
Jeans de otro modo, para evitar el absurdo?
Planck procuró encontrar para el material experimental alguna fórmula general que
no estuviera en contradicción con dicho material. Después de ciertas búsquedas
halló la fórmula. Su forma es bastante compleja. En ella entran expresiones que
carecen de sentido físico evidente, como la combinación, casual al parecer, de
magnitudes no relacionadas entro sí. Pero, ¡no es sorprendente que esta fórmula,
que parecía «soñada», concordara tan bien con la experiencia!
Es más, a partir de ella es posible deducir la ley de Stefan-Boltzmann y la de Wien-
Golitzin. Y en su conjunto, en esta fórmula no hay ya ninguna «ilimitación». Como
dicen los físicos: la fórmula era totalmente correcta.
¿Significaba esto la victoria?, ¿la salida del callejón?
No, todavía era pronto para alegrarse. Planck, como corresponde a un científico de
verdad, se inclinó a dudar del valor de la fórmula hallada.
Si las teclas de un piano se pulsan veinte veces con un dedo, puede producirse
casualmente una melodía. Pero, ¿cómo demostrar que se produjo según una ley?
Hace falta además deducir de algo la fórmula obtenida. Para la ciencia no existe la
regla: a los vencedores no se les juzga. Se juzgan, ¡y con qué parcialidad! Mientras
no se fundamenta cada paso del vencedor en su lucha con la naturaleza, no se
cuenta la victoria.
Y precisamente aquí es donde Planck no consigue nada. La fórmula no se deja
deducir de las leyes de la física clásica. Pero, por otra parte, responde
perfectamente a los datos experimentales.
¡Qué situación tan dramática! ¿Qué partido tomará Planck? ¿Con la teoría clásica,
contra los hechos, o con los hechos, contra la vieja teoría? Planck se pronuncia en
favor de los hechos.

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Cuantos de energía
¿Qué era lo que en la física clásica impedía obtener de ella la fórmula de Planck? Ni
más ni menos que uno de sus principios fundamentales. El principio, habitual e
inmutable para los físicos de entonces, de la continuidad de la energía.
¿Qué significación tiene este principio? A primera vista parece que incluso
contradice el espíritu de la física clásica, que desde el momento de su aparición se
apoyó en el reconocimiento de la discontinuidad de las cosas. En efecto, si en el
mundo existe el espacio vacío, todos los objetos deberán tener sus límites. Las
cosas no se transforman continuamente unas en otras, cada una de ellas termina en
algún sitio.
Pero ¿y dentro de las cosas? Aquí tampoco Se ve discontinuidad. La física clásica de
finales del siglo XIX se vio obligada a reconocer la existencia de las moléculas y del
espacio vacío entre ellas. Las moléculas poseen unos límites claros, lo único
continuo es el vacío, en el cual «flotan» aquéllas.
Por otra parte, las moléculas se las ingenian de cierto modo para influir unas sobre
otras a través del espacio. La física clásica desde los tiempos de Faraday trató de
explicar esta interacción con la existencia de cierto medio intermolecular a través
del cual se transmite la influencia mutua entre las moléculas.
¿Y la energía? Se considera que las moléculas durante sus colisiones mutuas hacen
intercambio de ella en las más diversas cantidades. Este intercambio de energía so
realiza de acuerdo exactamente con las mismas leyes que los choques de bolas de
billar. Llega una molécula, choca con otra que está inmóvil, le cede parte de su
energía cinética y las dos moléculas salen lanzadas en direcciones distintas. Si el
choque es central, la molécula que choca puede pararse: entonces la que recibe el
golpe sale lanzada con la velocidad de la primera. Y las moléculas intercambian
energía constantemente.
Se descubre otra forma de la energía, no relacionada explícitamente con el
movimiento de las moléculas; la energía del movimiento ondulatorio. Desde que
Maxwell demostró que la luz son ondas electromagnéticas, la energía de la radiación
luminosa, y en particular la de procedencia térmica, debe someterse a las leyes
generales para todas las ondas.

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Y esta energía también es continua. Se propaga junto con la onda en movimiento.


Esta energía corre lo mismo que el agua que sale de un grifo, y una cantidad
medida de energía se gasta tan continuamente como el agua, mientras ésta no llena
el recipiente.
Si cortamos un trozo de mantequilla en partes, no pensamos en la continuidad de
este trozo. Suponemos que de él se puede separar incluso una porción tan pequeña
como se desee. Cuando en la ciencia fue admitida la idea de las moléculas quedó
claro que una porción de mantequilla menor que su molécula no se conseguirá
«cortar».
Sin embargo, con relación a la energía no existía una idea semejante sobre su
fraccionamiento. Parecía que la estructura atomizada de la materia no implicaba la
atomización de la energía.
En efecto, veamos lo que ocurre con una bujía encendida. Alumbra la habitación
emitiendo energía luminosa regular y continuamente. Con la misma tranquilidad y
sin vacilaciones alumbra el Sol. Aumenta en forma continua la velocidad, y con ella
la energía, del tren que baja una pendiente o de la piedra que cae en un precipicio.
En filas regulares avanzan, por el mar, las olas, a las cuales transmite su energía el
viento.
Pero, ¿qué ocurriría si los cuerpos adquirieran y cedieran la energía no
continuamente, sino en determinadas porciones? En este caso todo lo que
observamos en la realidad cambiaría bruscamente, pasaría lo mismo que en la
pantalla de un cine antiguo. La bujía parpadearía, ya encendiéndose, ya
apagándose. El Sol también brillaría destellando: lanzaría una porción de energía
luminosa y se apagaría hasta el destello siguiente. A impulsos se movería el tren
por la pendiente y la piedra cayendo al precipicio adquiriría velocidad a tironazos.
¡Qué disparate! ¡Nunca en la vida se ha visto nada semejante!
Es posible que fuera así como le respondiese a Planck la primera persona a la que él
dio a conocer su idea. La idea de que la energía de radiación, lo mismo que la
materia, está atomizada, y que no se cede y adquiere continuamente, sino
discontinuamente, por «átomos» aislados, a porciones. Planck dio a estas porciones
el nombre de cuantos, palabra que en latín (quantum) significa simplemente
«cantidad». ¡Si él hubiera sabido en qué calidad se iba a convertir esta «cantidad»!

Gentileza de Manuel Mayo 29 Preparado por Patricio Barros


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Para la fórmula de Planck los cuantos tenían una importancia vital: sin ellos se
hubiese marchitado como árbol sin agua y hubiera sido necesario entregarla al
polvoriento archivo de la ciencia. En este archivo hay muchas fórmulas a las cuales
no se consiguió encontrar el fundamento necesario.
Con la proposición de los cuantos de energía la fórmula de Planck recibió la base
que necesitaba. Pero esta base... pendía en el aire: ¡carecía de sitio en el terreno de
la física clásica!
Esta circunstancia preocupaba mucho a un científico como Planck. ¡Oh, qué difícil es
abandonar la «casa» en que se ha trabajado toda la vida, para «quedar pendiendo
en el aire»!

Los cuantos son "inatrapables"


El cuanto de luz es una porción de energía extraordinariamente pequeña. Percibirla
es tan difícil como pesar un átomo. En la partícula de polvo más pequeña hay
millones de millones de átomos. En la cantidad insignificante de energía que emite
una pequeña luciérnaga hay millones de millones do cuantos.
¿Qué magnitud tienen estas porciones independientes de energía? Planck hace el
importantísimo descubrimiento siguiente. Establece que estas porciones son
distintas para las diversas formas de radiación. Cuanto más corta es la longitud de
onda de la luz, es decir, cuanto más elevada es su frecuencia (o, dicho en otras
palabras, cuanto más «violeta» es la luz), mayores son las porciones de energía.
Matemáticamente esto se expresa por medio de la conocida relación de Planck entro
la frecuencia y la energía del cuanto:

E = hv

Aquí E es la energía transportada por el cuanto; v, la frecuencia de éste, y h


desempeña el papel de coeficiente de proporcionalidad. Este coeficiente resultó ser
el mismo para todas las formas de la energía conocidas hasta ahora. Recibió el
nombro de constante de Planck o «cuanto de acción». Su importancia para la física
es extremadamente grande, mientras que su magnitud, extremadamente pequeña:
es igual aproximadamente a... ¡6-10-27 ergios por segundo!

Gentileza de Manuel Mayo 30 Preparado por Patricio Barros


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Por la insignificancia de la magnitud del cuanto nos parece que la bujía o el Sol, y
en general todas las fuentes de luz a que estamos acostumbrados, arden
«continuamente». Calculemos, por ejemplo, la cantidad de cuantos que contiene la
energía emitida en un segundo por una lámpara de 25 vatios. Considerando que la
lámpara emite luz amarilla, hallamos por la relación de Planck el número 6 x 1019,
es decir, 60 trillones de porciones de energía por segundo. ¡Y una lámpara de 25
vatios no es una fuente tan brillante de luz!
¿Quiere esto decir que no podemos percibir el parpadeo real de una lámpara o bujía
porque el ojo es insensible a porciones tan pequeñísimas de energía? No, esto sería
una idea errónea.
El ojo es un aparato increíblemente sensible. Esto fue demostrado con toda
evidencia por los experimentos del físico soviético S. I. Vavílov. Manteniendo al
observador un tiempo suficiente en la oscuridad (para elevar la sensibilidad de sus
ojos), Vavílov conectaba después una fuente de luz extraordinariamente débil, que
producía contados cuantos por segundo, ¡Y el ojo los registraba casi uno a uno!
El problema no está en la magnitud de los cuantos, sino en la enorme velocidad con
que se suceden unos a otros. Ya hemos visto que incluso una lámpara débil emite
trillones de ellos por segundo.
El ojo humano lo mismo que cualquier aparato, tiene cierta inercia. No puede
registrar separadamente los fenómenos que se suceden entre sí muy de prisa. En
esta inercia del ojo se funda, en particular, el cinematógrafo. Para el público, el
movimiento que se ve en la pantalla es continuo, aunque sabe perfectamente que
ha sido filmado con intermitencia, cuadro a cuadro.
Los cuantos de energía que emiten las fuentes de luz se suceden unos a otros con
una rapidez incomparablemente mayor que los fotogramas. Precisamente por esto
las reacciones del ojo a cada cuanto de energía se confunden en una sensación
continua de luz.
S. I. Vavílov hizo sus experimentos en los años treinta de nuestro siglo, cuando la
idea de Planck sobre los cuantos ya hacía tiempo que había sido aceptada por
todos. Pero el mismo Planck no pudo demostrar con un experimento directo la
veracidad de su descubrimiento.

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El hecho de que una fórmula se verifique en la práctica, pero no se deduzca de la


teoría, parece siempre dudoso al principio. Tanto más si la fórmula ha sido obtenida
partiendo de ideas que se hallan en franca contradicción con un punto de vista
generalmente admitido. Por esto, cuando Planck dio a conocer en la Academia de
Ciencias de Berlín su hipótesis, ésta no produjo gran entusiasmo en los círculos
científicos. Los hombres de ciencia son hombres como los demás. También
necesitan tiempo para comprender lo que se sale de la regla.
El mismo Planck se daba cuenta perfecta de la insolencia de su atentado a la física
clásica y buscaba con energía una justificación a este intento. Pero él, como es
natural, no podía imaginarse las grandiosas realizaciones que varios años después
habían de cambiar radicalmente toda la física.
... 1901, 1902, 1903, 1904... La teoría de los cuantos no llama mucho la atención
de los físicos.

Un fenómeno incomprensible
Pero he aquí que en el año 1905 un tal Einstein, desconocido hasta entonces,
empleado de la oficina de patentes suiza, publica en la «Revista de Física» alemana
su teoría del efecto fotoeléctrico en los metales.
Cuando Einstein empezó a estudiarlo, este efecto tenía ya, desde el punto de vista
de la ciencia, una «edad» bastante respetable. Este fenómeno, llamado
abreviadamente «fotoefecto», fue descubierto en el año 1872 por el profesor de la
Universidad de Moscú A. G. Stoliélov y más tarde estudiado por los físicos alemanes
Hertz y Lenard.
En un matraz, del que se había extraído el aire, colocó Stoliétov dos láminas
metálicas y las puso en comunicación con los polos de una pila eléctrica. Como era
de suponer, la corriente no pasaba a través del espacio sin aire. Pero en cuanto se
hizo incidir sobre una de las láminas la luz de una lámpara de vapor de mercurio, en
el circuito eléctrico se produjo corriente. Se apagó la luz, y en el acto se interrumpió
la corriente.
Stoliétov dedujo justamente que en el matraz habían aparecido portadores de
corriente (que después se aclaró que eran electrones), y que éstos surgían
solamente cuando se iluminaba la lámina.

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Era evidente que estos electrones se desprendían del metal iluminado lo mismo que
las moléculas saltan al aire cuando se calienta un líquido. Sin embargo, en este caso
las palabras «lo mismo que» significan más bien que no hay nada de semejanza,
que el desprendimiento de los electrones del metal es de una naturaleza totalmente
distinta, y, además, incomprensible en aquel tiempo.
En efecto, la luz es una onda electromagnética. No es fácil comprender cómo una
onda puede arrancar electrones del metal. Porque en este caso no se trata del
choque de una molécula poseedora de energía con otra, como resultado del cual
una de ellas puede ser lanzada fuera de la superficie del líquido.
Se constató además una circunstancia interesante. Para cada uno de los metales
estudiados resultó que existe cierta longitud de onda límite de la luz de iluminación.
En cuanto la luz adquiría mayor longitud de onda, los electrones desaparecían de
repente del matraz y la corriente en el circuito se interrumpía, aunque al mismo
tiempo se aumentase mucho el brillo de la luz.
Esto era ya más que extraño. Estaba claro que los electrones se desprenden del
metal porque la luz les cede energía de cierto modo, Cuanto más brillante sea la
iluminación, más intensa deberá ser la corriente. Al ocurrir esto, entra más energía
en el metal y el número de electrones que puede desprenderse de él debe ser
mayor.
Cualquiera que sea la longitud de onda de la luz, en el metal entra energía. Si al
aumentar la longitud de onda es menor la energía, del metal se desprenderán
menos electrones. Pero corriente, aunque sea pequeña, debe haber. En la práctica
se interrumpía la corriente. ¡Parecía que los electrones dejaban de asimilar la
energía luminosa!
¿Cómo era posible entender estos inesperados caprichos de los electrones para con
su «alimento» energético? Los físicos se encogían de hombros: ¡esto era superior a
su entendimiento!

Los fotones
Einstein abordó el fenómeno del efecto fotoeléctrico de otra forma. El intentó
figurarse el propio proceso de arranque del electrón del metal por la luz.

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En condiciones normales sobre el metal no existen nubes de electrones. Esto quiere


decir que los electrones están ligados en el metal por ciertas fuerzas. Para liberarlos
del cautiverio del metal hay que comunicarles determinada energía. En los
experimentos de Stoliétov esta energía era transportada por las ondas luminosas.
Pero la onda luminosa tiene una longitud apreciable, del orden de una fracción de
micra, mientras que su energía parece concentrarse en el volumen insignificante
que ocupa un electrón. Resulta que la onda luminosa se comporta en el efecto
fotoeléctrico de modo semejante a una pequeña «partícula», la cual, al chocar con
el electrón, lo arranca del metal.
¿Cómo figurarnos esta partícula? Evidentemente será una partícula de luz, un
corpúsculo, como la llamó Newton (que supuso que la luz no eran ondas, sino un
flujo de partículas luminosas). ¿Qué energía tiene una partícula de estas? Los
cálculos demuestran que es una energía muy pequeña. ¿Y por qué no suponer que
sea igual a aquel cuanto que «inventó» Planck hace cinco años?
Y Einstein hace la siguiente suposición: la luz no es más que un flujo do cuantos de
energía, con la particularidad de que para una longitud dada de onda luminosa
todos sus cuantos son exactamente iguales, es decir, transportan iguales porciones
de energía. Los cuantos de energía luminosa recibieron más tarde el nombre de
fotones.
E inmediatamente se consiguió explicar todo con facilidad. El fotón lleva consigo una
energía muy pequeña. Pero al «chocar» el fotón con un electrón, esta energía es
suficiente para romper los enlaces del electrón en el metal y lanzarlo fuera.
Por otra parte, es evidente que si la energía del fotón no basta para romper estos
enlaces, los electrones del metal no se desprenderán y no habrá corriente. De
acuerdo con la fórmula de Planck, la energía del cuanto se determina por su
frecuencia, y ésta es tanto menor cuanto mayor es la longitud de onda de la luz.
Con esto se comprende inmediatamente la existencia de límites del efecto
fotoeléctrico. Sencillamente, si la longitud de onda de la luz es demasiado grande,
los fotones resultan ser poco enérgicos para arrancar electrones del metal.
En este caso no importa qué brillo tiene la iluminación: sean miles o un solo fotón
de estos los que incidan sobre el metal y bombardeen sus electrones, estos
electrones permanecerán indiferentes a todos ellos. Otra cosa ocurre si los fotones

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tienen suficiente energía. Entonces, cuanto más brillante es la iluminación, tanto


más fotones entran en el metal por segundo, tanto más electrones se arrancan de él
en el mismo tiempo, y tanto más intensa es la corriente.3
De esta forma pudo explicarse el extraño fenómeno. Pero esta explicación, lo mismo
que la hipótesis de Planck, socava las bases fundamentales de la física clásica.
Porque para ella la luz son ondas electromagnéticas, y no esos fotones de «última
hora». La teoría de Einstein vuelve a encender entre los físicos el debate de dos
siglos sobre la esencia de la luz.

¡Qué es la luz!
Este debate en realidad no se interrumpió nunca en la física. El problema de la
naturaleza de la luz se planteó en los albores de la física clásica y tuvo una vida
agitada. La pregunta a responder es: ¿qué es la luz, un movimiento ondulatorio o
un flujo de partículas?
Estas dos ideas sobre la luz aparecieron en la física casi simultáneamente. Los
cuerpos dan luz —suponía Newton— lanzando flujos de partículas luminosas. Los
cuerpos emiten la luz pulsando y originando ondas en el éter que los rodea —
afirmaba el holandés Huygens, contemporáneo de Newton.
Tanto una como otra explicación encontraron partidarios. Desde los primeros años
de existencia de ambas teorías se entabló entre ellas una lucha a muerte. Unas
veces la preponderancia estaba de un lado, y otras, de otro. Así continuó durante
más de cien años.
Por fin, a principios del siglo XIX, los experimentos de Joung, Fresnel y Fraunhofer
traen, al parecer, la victoria definitiva a la teoría ondulatoria de la luz. Se descubren
los fenómenos de la interferencia, difracción y polarización de la luz, que se explican
perfectamente por la teoría de Huygens y que son totalmente incomprensibles
desde el punto de vista de la teoría de Newton.
Desde este momento empieza un impetuoso desarrollo de la óptica. Se crea la
teoría, brillante por su armonía, de los fenómenos ópticos y se calculan
instrumentos ópticos extraordinariamente complejos. Y, finalmente, Maxwell acaba

3
*) Por otra parte, así ocurrirá mientras los cuantos bombardeen el electrón «uno a uno». En principio el electrón
puede asimilar la energía de varios cuantos de onda larga, pero sólo si éstos «llegan» todos «a la vez». Un cálculo
sencillo demuestra que esto requiere una luminancia totalmente irreal del foco de luz.

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de construir el edificio de la óptica demostrando el carácter electromagnético de las


ondas luminosas. El triunfo de la teoría ondulatoria es total e indiscutible.
Pero antes de que transcurriera medio siglo vuelve a levantar cabeza la teoría
corpuscular de la luz. El efecto fotoeléctrico, en el cual se rompe los dientes la teoría
ondulatoria — ¡qué manchita, al parecer, tan pequeña y enojosa sobre un fondo tan
solemne! —, es explicado magníficamente por su rival.
Y estalló de nuevo el debate que se había apaciguado hacía un siglo. Pero ahora la
lucha de las teorías se desarrolla en un nuevo terreno.
Ambos contrincantes están cansados y desean hacer las paces. En los cerebros de
los físicos se va afirmando paulatinamente una idea sorprendente y al mismo
tiempo inevitable: ¡la luz está constituida simultáneamente por ondas y partículas!
Sin embargo, ¿por qué la luz no se manifiesta nunca con esta «bilateralidad» de
esencia? ¿Por qué en unos fenómenos interviene sólo como partículas y en otros
únicamente en forma de ondas? En este importantísimo problema nos detendremos
un poco más adelante.
El segundo problema que se planteó al aparecer la teoría de Einstein tampoco es
fácil. En el efecto fotoeléctrico los caprichosos electrones no asimilan, ni mucho
menos, cualquier porción de la energía que se les da. Mientras esta porción no se
hace igual o mayor que una magnitud determinada la energía luminosa no
encuentra a su consumidor.
¿Siempre ocurre esto? No, si un electrón no está ligado por ninguna fuerza a sus
vecinos, deja de ser caprichoso y asimila cualquier porción de energía. Pero en
cuanto este electrón se encuentra en el metal, so manifiestan sus caprichos.
¿A qué se debe esto? La respuesta fue hallada más de veinte años después.

Tarjetas de visita de los átomos


Mientras tanto, el joven físico danés Niels Bohr intentaba aplicar las hipótesis, poco
conocidas aún, de los cuantos a una rama de la ciencia tan acreditada ya en aquel
tiempo como era la espectroscopía. Los trabajos en esta rama a comienzos del siglo
XX sumaban muchos centenares. El análisis espectral avanzaba a pasos
agigantados, prestando grandes servicios a la química, astronomía, metalurgia y
otras ciencias.

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El descubrimiento de los espectros se debe al genio multifacético de Newton. Pero el


análisis espectral nació hace solamente un siglo. En el año 1859 el eminente
químico alemán Bunsen repitió el antiguo experimento de Newton, quien interpuso
un prisma de vidrio en el camino de los rayos solares y los descompuso en un
espectro. En el experimento de Bunsen el papel del Sol lo desempeñó un trapo
ardiendo, humedecido en una disolución de sal. Newton descubrió que el rayo de luz
solar se alargaba formando una banda de diversos colores. Bunsen no vio banda
alguna. En el caso en que en el trapo había sal común, halló en el espectro varias
rayas estrechas y nada más. Entre estas rayas había una amarilla brillante.
Bunsen interesó en esto a otro gran científico alemán, Kirchhoff. Ambos llegaron a
la justa conclusión de que el papel del prisma se reduce únicamente a «seleccionar»
los rayos que inciden sobre él según sus longitudes de onda. La banda alargada del
espectro solar quería decir que en ella existen todas las longitudes de onda de la luz
visible. La raya amarilla, en el caso en que se empleaba como fuente luminosa el
trapo ardiendo, indicaba la existencia en el espectro de la sal común de una longitud
de onda de luz correspondiente a ella sola.
La fórmula de la sal común —NaCl— es bien conocida. ¿A cuál de sus elementos
pertenecía la raya amarilla, al sodio o al cloro? Esto resultó muy fácil de comprobar.
El sodio de la sal común se puede sustituir por hidrógeno. Entonces se obtiene
cloruro de hidrógeno HCl, que al disolverse en agua da ácido clorhídrico. Mojaron el
trapo en ácido clorhídrico, lo sometieron a la llama del mechero de gas y volvieron a
sacar el espectro. La raya amarilla desapareció sin dejar rastro. Quiere decir, pues,
que esta raya pertenecía al sodio.
Hicieron otra comprobación. Tomaron otra sustancia en la cual no había cloro, pero
sí sodio, la sosa cáustica NaOH. En su espectro notaron inmediatamente la raya
conocida. No cabía duda. En todo cuerpo en cuya composición entraba el sodio, éste
llevaba consigo su «tarjeta de visita», una raya espectral amarilla brillante.
Más tarde se esclareció que el sodio no es una excepción en este sentido. Carla
elemento químico tiene un espectro característico, exclusivamente suyo. Estos
espectros, por lo general, eran más complejos que el del sodio, constaban no de
una, sino a veces de multitud de rayas. Pero cualquiera que sea la composición en

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que entre el elemento o las sustancias en que se hallan sus átomos, su espectro
siempre se puede distinguir.
En una muchedumbre se puede buscar a una persona determinada comprobando
los pasaportes de cada una, como hacen los químicos cuando buscan en las
probetas los elementos por los métodos del análisis químico. Pero es mucho más
fácil buscar a una persona por su fotografía.
Precisamente así es cómo se buscan, los elementos con ayuda del análisis espectral.
Con la particularidad de que en esa forma se pueden encontrar allí donde es
imposible conseguir el «pasaporte» del elemento, donde éste no se puede palpar
por los procedimientos químicos, por ejemplo, en el Sol y en otras estrellas, en los
altos hornos caldeados, en el plasma.
Como es lógico, para hallar todas las personas que hagan falta es necesario tener
una cantidad suficiente de fotografías de ellas. Hoy se conocen más de cien
elementos químicos. Desde hace ya mucho tiempo se tienen las «fotos» de los
espectros característicos de casi todos ellos.

¿Por qué emiten luz los cuerpos?


Los éxitos del análisis espectral eran colosales, pero el coloso tenía los pies de
barro.
El edificio de la espectroscopía levantado sobre la base de la teoría de la radiación
térmica llevaba en sí el sello del fallo principal de esta teoría: el fracaso en sus
intentos de responder a la pregunta de por qué los cuerpos comienzan a dar luz al
calentarlos.
¿Qué es lo que emite esta luz? Evidentemente las partes que componen el cuerpo,
los átomos y las moléculas. La elevación de la temperatura provoca un movimiento
más intenso de las moléculas. Estas comienzan a chocar con más fuerza unas con
otras, a vibrar más de prisa después do los choques y, al realizar estas vibraciones
bastante frecuentes, a emitir luz. Así decía la física antigua. Pero entonces, ¿por qué
no despiden luz, aunque sea débil, los cuerpos a la temperatura ambiente, puesto
que incluso a esta temperatura no cesan ni el movimiento de las moléculas ni sus
choques? La explicación hubo que aplazarla.

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Cuando en el año 1898 el científico inglés Thomson creó el primer modelo de


átomo, la explicación de la luminosidad de los cuerpos parecía estar próxima. En
este modelo se admite que los átomos consisten en nubes de carga positiva en las
cuales flotan los electrones negativos que compensan dicha carga. Los electrones
son atraídos por las nubes positivas y su movimiento se frena.
Pero de acuerdo con la física clásica las partículas cargadas, al retardarse su
movimiento, deben emitir obligatoriamente radiación electromagnética. Esta
radiación es, por lo visto, la luz que emiten los cuerpos calentados. A primera vista
esta explicación puede parecer verosímil. Cuanto más caliente está el cuerpo, con
tanta más energía se mueven los electrones en sus átomos, tanto más bruscamente
son frenarlos por la atracción de las nubes de carga positiva y tanto más intonsa es
su radiación.
Todo esto podría ser así si los electrones, al radiar, no gastaran su energía. Pero, al
emitir luz, los electrones tienen que frenarse con una rapidez extraordinaria. Al cabo
de unas insignificantes fracciones de segundo tendrían que «quedarse atascados»
en las nubes positivas lo mismo que las pasas en un «pudín».
La explicación fracasó. Transcurrieron varios años y cada vez se hacía más evidente
que el modelo de átomo de Thomson era falso también en otros sentidos. Son
demasiadas las preguntas a que este modelo no podía responder, y ante todo a
ésta: ¿por qué los electrones no se funden con la nube positiva, neutralizando
totalmente su carga? Y las respuestas que a pesar de todo se lograban obtener
gracias a este modelo estaban, en la mayoría de los casos, en franca contradicción
con la práctica.
En 1911 el gran físico inglés Ernest Rutherford propuso un nuevo modelo de átomo.
Rutherford bombardeó átomos de algunos cuerpos con rayos alfa, recién
descubiertos entonces, emitidos por sustancias radiactivas. Ya se sabía que estos
rayos están constituidos por partículas cargadas positivamente.
Estudiando las figuras de dispersión de las partículas alfa por los átomos, Rutherford
se vio obligado a llegar a una conclusión que había de tener consecuencias
trascendentales. La dispersión de las partículas alfa se producía como si éstas
fueran repetidas no por toda la nube positiva del átomo de Thomson, sino
únicamente por cierta parte minúscula del átomo concentrada en su centro. Con la

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particularidad de que en esta parte insignificante del átomo resultaba estar


encerrada toda su carga positiva.
Rutherford dio a esta parte del átomo el nombre de nucléolo. En esto caso, ¿qué
sitio ocupan los electrones en el átomo? La idea anterior de que los electrones están
ligados a la carga positiva del átomo por las fuerzas eléctricas de atracción no se
ponía en duda. Pero si los electrones se encuentran a una determinada distancia del
nucléolo, esto quiere decir que debe haber cierta fuerza que se oponga a la eléctrica
de atracción mutua entre los electrones y el núcleo.
Está claro que la acción de esta fuerza no puede ser instantánea. Los átomos
existen durante un tiempo bastante largo, de modo que esta fuerza de reacción no
puede ser menos constante que la fuerza de atracción eléctrica entre los electrones
y el núcleo.
Es lógico suponer que se trata de una fuerza centrífuga. Esta fuerza aparece si los
electrones giran alrededor del nucléolo atómico. Se puede calcular si es
suficientemente grande para impedir que los electrones se acerquen al núcleo. El
cálculo demuestra que es completamente suficiente si los electrones giran alrededor
del núcleo con velocidades del orden de muchas decenas de millares de kilómetros
por segundo y a una distancia de él del orden de la cienmillonésima parte de un
centímetro.
Así nace el modelo de átomo de Rutherford. La rotación de la bola sujeta a la
cuerda, que indujo indirectamente a Newton a la idea de la atracción entre los
planetas, conduce ahora, también indirectamente, a Rutherford a la idea ingeniosa y
justa, como se demostraría el tiempo posterior, de la estructura «planetaria» del
átomo.
Ahora se puede volver a la pregunta de antes, sobre por qué emiten luz los cuerpos,
y buscar la respuesta en el nuevo modelo de átomo. En efecto, el nuevo modelo
ofrece amablemente sus servicios. El movimiento de los electrones alrededor del
núcleo es acelerado (los electrones giran por una curva cerrada). Esto significa que
debe existir una radiación electromagnética de los electrones. Las leyes clásicas son
igualmente aplicables a los modelos de átomo de Thomson y de Rutherford. Pero,
desgraciadamente, su aplicación reporta el mismo «éxito». ¡Al emitir luz, el electrón
gasta su energía! Su rotación se retarda y muy pronto, en el lapso de una

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millonésima de segundo, debe invariablemente caer en el núcleo. Lo mismo que un


sputnik que, frenado por la atmósfera, cae en la Tierra. Para el electrón esto es una
catástrofe igual que la del sputnik. Primero cae un electrón en el núcleo, después,
otro, y... ¡el propio átomo deja de existir!
Pero, como sabemos, en el mundo que nos rodea los átomos viven mucho tiempo y
no dan muestras de querer morir. Por lo tanto, para que el átomo pueda vivir, sus
electrones no deben gastar energía, es decir, no deben emitir luz. No obstante, ¿de
dónde procede la luz que omiten los cuerpos al calentarse?

Biografía del átomo, escrita por Niels Bohr


La física clásica volvió a entrar en un callejón sin salida. Y este callejón era más
perdido de lo que podía parecer. Además de no conseguir nada en el problema de la
emisión de la luz por los cuerpos calentados, no pudo explicar la existencia de los
espectros.
Recordemos el trapo humedecido en la disolución de sal. El espectro de esta sal —
una raya amarilla única— indica que en la radiación de los átomos de sal hay
solamente una longitud de onda.
Si admitimos que esta raya es emitida por un electrón frenado en el átomo, nos
encontramos inmediatamente con una nueva dificultad. Según las leyes de la física
clásica este electrón debe emitir no una raya, sino todo un espectro de rayas con
todas las longitudes de onda, sin ninguna interrupción en este espectro. ¡El espectro
del electrón no debe distinguirse del espectro del Sol! Pero en nuestro caso... ¡una
sola raya amarilla!
Bohr medita. Aquí hay gato encerrado. ¿Será falso el modelo de átomo de
Rutherford? No, aún es pronto para renunciar a este modelo. Lo mismo opina su
maestro Ernest Rutherford. Hay que intentar modificar, corregir de alguna manera
este modelo para que el electrón, al girar alrededor del núcleo, pueda emitir luz sin
caer en este último.
Transcurría el año 1912 y en la mente de todos los físicos se conservaba fresca la
sensación que produjo Einstein con sus fotones. Y sólo tres años antes el mismo
Einstein había acabado de crear su teoría de la relatividad, que produjo no menos

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furor. Es natural que todos estos atentados a la física clásica animasen a los físicos
jóvenes e infundiesen decisión a sus pensamientos.
Bohr siguió reflexionando. Y por fin se le ocurrió una idea. ¿Por qué tienen los
electrones que emitir la luz continuamente? ¿Por qué se mueven aceleradamente
todo el tiempo? Renunciemos a esta idea. ¡El electrón, aunque se mueva
aceleradamente en el átomo, puede no emitir luz!
¿Cómo es posible esto? Resulta que para esto el electrón debe moverse en el átomo
no de cualquier modo, sino por determinados caminos —órbitas— alrededor del
núcleo. Sin emitir luz en ellos, el electrón puede vivir en el átomo el tiempo que sea
necesario.
De la física clásica esta hipótesis no se puede deducir de ningún modo. Tampoco se
deduce de ninguna otra teoría. Por esto, Bohr no pudo demostrarla entonces. Y al
no estar demostrada, Bohr le da a esta hipótesis el modesto nombre de postulado.
Señalaremos que Bohr no consiguió demostrar esta hipótesis dentro de los marcos
de su teoría. La demostración llegó un decenio después y resultó totalmente
inesperada. Pero de esto ya hablaremos luego. Mientras tanto: ¿pueden ser muchas
las órbitas en que el electrón se mueva sin emitir luz? Sí, pueden ser muchas,
calculó Bohr, incluso muchísimas. ¿En qué se diferencian? En la distancia media
hasta el núcleo: hay órbitas próximas al núcleo y las hay lejanas. Pero lo principal
no es tanto la distancia como la energía que posee el electrón en la órbita. Está
claro que cuanto más cerca está el electrón del núcleo, con tanta más energía
deberá moverse por la órbita para no caer en éste. Y viceversa, un electrón lejano
es atraído débilmente por el núcleo, por lo tanto puede moverse con menos energía
para mantenerse en su órbita.
De aquí se deduce claramente que los caminos por los cuales se mueve el electrón
en el átomo se diferencian por la energía del electrón. Hasta ahora el electrón no
hace más que moverse, sin emitir luz. Mientras el electrón se halla en una órbita, la
radiación es «tabú» para él.
Y ahora Bohr sigue adelante, hacia su segundo postulado. El electrón se mueve por
una órbita y de repente salta a otra, en la cual su energía es menor. ¿A dónde va a
parar el exceso de energía? La energía no puede desaparecer ni transformarse en
nada.

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¡Hay que buscarla fuera del átomo! —dice Bohr.


Se separa del átomo en forma de cuanto, ¡de ese mismo cuanto de energía
luminosa que introdujo Einstein y que más tarde se llamó fotón!
Y el electrón, después de radiar, se mueve por su órbita, que ahora es otra, y de
nuevo no emite luz. Lanzó el fotón en el brevísimo instante en que saltaba de una
órbita a otra.
El fotón, mientras tanto, se desliza por entre los demás átomos y por fin se escapa
de la sustancia. Puede llegar directamente a nuestro ojo. Se puede captar, a través
del prisma de vidrio de un aparato espectral, sobre una placa fotográfica. ¡Cuántas
transformaciones experimenta la energía contenida en los fotones hasta que vemos
su imagen materializada en forma de raya negra en la placa fotográfica!
¿Qué nos dice esta raya? En primer lugar, midiendo su posición en la placa
fotográfica se puede saber la longitud de onda del fotón o su frecuencia. Luego se
torna la relación de Planck entre la frecuencia y la energía de los fotones y se
determina la energía del fotón. ¡Esta energía es igual precisamente a la diferencia
entre las energías del electrón en las órbitas vieja y nueva dentro del átomo!
Y el ennegrecimiento de la placa fotográfica en el sitio de esta raya espectral indica
cuántos fotones incidieron sobre este sitio: cuanto mayor sea su número, más
negra será la raya. Y habrá tantos más fotones cuanto mayor sea el brillo del
cuerpo que los emite.
¡Qué explicación de los espectros tan fácil y tan bonita!
Todos los átomos de cualquier tipo se parecen entre sí como dos gotas de agua.
Esto quiere decir que los electrones viven en ellos en iguales condiciones. Por esto
son iguales los fotones emitidos por ellos al saltar desde una misma órbita vieja a
una misma órbita nueva. Todos los saltos de los electrones entre estas dos órbitas
dan, en fin de cuentas, una raya espectral única.
Orbitas viejas y nuevas de este tipo hay muchas para cada uno de los electrones en
los átomos. El electrón puede encontrarse sucesivamente en cualquiera de ellas.
Cada uno do estos saltos de una órbita de mayor energía a otra de la menor irá
acompañado del nacimiento de un fotón. Pero como la diferencia de energías entre
distintas órbitas no es la misma, los fotones producidos tendrán respectivamente

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energía y frecuencia distintas. En la placa fotográfica aparecerá en este caso toda


una serie de rayas espectrales estrechas.
Así precisamente se manifiesta, por ejemplo, el espectro del hidrógeno gaseoso. En
él hay varias decenas de rayas de diversas longitudes de onda.
En general, un espectro tan simple como el de los átomos de sodio antes
mencionado, constituido por una sola raya (más tarde se aclaró que eran dos rayas
muy próximas entre sí), es más bien una rareza. De ordinario los espectros cuentan
con muchas decenas de rayas, y no es raro que tengan millares. La figura espectral
que producen algunas composiciones químicas es con frecuencia tan complicada,
que ni el mismo diablo podría desembrollarla. Claro que al diablo se le puede
permitir esto, porque él desconoce las leyes a que obedece la formación de este
espectro.
Los físicos, antes de la aparición de la teoría de Bohr, se rompían la cabeza
intentando descifrar los espectros complejos. Pero cuando Bohr demostró que el
espectro es la biografía de los átomos, o mejor dicho, de los electrones atómicos,
los científicos se sintieron aliviados. ¡Ya no había más que combinar las diversas
órbitas de los electrones en el átomo, hasta conseguir la «combinación» de las
rayas que se observan en el espectro!
Y viceversa, hacer, por el espectro observado, las deducciones necesarias sobre las
condiciones en las cuales se hallan los electrones atómicos. ¡Y esto es muy
importante! En realidad, casi todo lo que sabemos acerca de las capas electrónicas
de los átomos ha sido acumulado a trocitos estudiando meticulosa y detenidamente
sus espectros.

¿Cómo medir la energía?


Así, gracias a los trabajos de Bohr, consiguieron los físicos comprender cómo el
átomo emite luz. Después del «cómo» hay que responder al «por qué». ¿Por qué
empiezan los cuerpos a emitir luz solamente a altas temperaturas y no a la
temperatura ambiente?
Antes de responder a esta pregunta tendremos que apartarnos un poco del tema. El
cuadro tan convincente de la vida del átomo que hemos pintado antes, tenemos que

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ponerlo... patas arriba. No, no se asusten, ¡todo está bien descrito! Todo menos el
orden de observación de las órbitas del electrón.
Hasta ahora hemos considerado enérgicas las órbitas próximas al núcleo, y no
enérgicas a las alejadas de él. De aquí se deducía que el fotón es emitido cuando el
electrón salta a una órbita más lejana del núcleo. En realidad ocurre lo contrario.
Veamos por qué.
Cavemos en la tierra un hoyo y pongamos en él una bola. Y junto a este hoyo
pongamos una segunda bola. ¿Cuál de estas dos bolas tendrá más energía?
Una persona de experiencia no pica en el anzuelo de este interrogante. Nos dirá:
«En su pregunta hay dos cosas que no están claras. Primera, ¿de qué energía se
trata, de la energía potencial o de la cinética? Segunda, ¿desde qué nivel se mide la
energía potencial? Si es desde el nivel de la superficie de la tierra, la energía
potencial de la bola que hay junto al hoyo se puede considerar igual a cero, pero en
este caso la bola que está dentro del hoyo debe tener una energía potencial menor
que cero, es decir, negativa. Si la energía potencial se mide desde el fondo del
hoyo, la bola que está arriba tendrá una energía potencial mayor que cero. Y como
ambas bolas están en reposo, sus energías cinéticas, en los dos casos, serán
nulas». Aceptamos el primer procedimiento de medición.
¿Y si la bola no está en reposo? Si la bola se mueve, a su energía potencial se suma
la energía cinética. Pero la suma de estas dos energías, llamada energía total, es
evidente que seguirá siendo negativa si la bola no sale del hoyo. Y al contrario, se
hará positiva si la bola salta hacia arriba y además rueda por la superficie de la
tierra.
Rogamos a nuestros lectores que nos dispensen este pesado razonamiento, pero lo
hacemos porque es importante para nuestra explicación ahora, y lo será también
después. El caso es que, desde el punto de vista de la energía, el electrón en el
átomo es la bola en el hoyo, mientras que un electrón libre es la bola en la
superficie de la tierra. Los físicos decidieron medir la energía de estos electrones
tomando igual a cero la energía total del electrón libre en reposo.
¿Qué puede haber de común entre un electrón y una bola? Casi nada... Salvo que el
uno y la otra están sujetos, tienen limitados sus movimientos. La bola no puede

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salir por sí misma del hoyo, y el electrón no se puede escapar del átomo.
Precisamente por esto existen los átomos.
Cuanto más cerca esté la bola de la salida del hoyo, cuanto más lejos se encuentre
de su fondo, tanto mayor será su energía total (y. por consiguiente, tanto menor
será esta energía por su magnitud negativa). Lo mismo ocurre con el electrón.
Cuanto más lejos se encuentra del núcleo, tanto más elevadas es su energía total:
cuanto más cerca está del núcleo, tanto menor es su energía (aunque, se
sobreentiende, es mayor en magnitud negativa).
Ahora ya está claro que un electrón, al saltar a una órbita más próxima al núcleo,
pierde energía. Los fotones son emitidos precisamente durante estos saltos. Y
viceversa, cuanto más alejada está la órbita del núcleo, y más próxima a la «salida»
del átomo, tanto más energía tiene el electrón en ella. Y, dicho esto, podemos
volver a nuestro tema.

Átomos excitados
A pesar de todo, la bola no quiere dejarnos. Descansa sobre la tierra y nos pregunta
inocentemente: ¿por qué no caigo?
¿Y, a decir verdad, a dónde va a caer? Si la lanzamos por una escalera entonces sí,
caerá.
En la situación de esta bola se halla el electrón cuando la temperatura no es
elevada. No tiene adonde saltar. Se encuentra en la órbita más próxima al núcleo,
desde ella sólo hay un camino, al núcleo. Este camino es tan imposible de recorrer,
como lo es para la bola hundirse a través de la tierra/
La energía del electrón en esta órbita es la menor posible. Desde ella no tiene nada
que perder. Por consiguiente, no puede radiar luz.
De esto resulta que el electrón debe caer antes en una órbita alejada del núcleo,
desde donde pueda saltar a otra más próxima a él. ¿Cómo puede llegar el electrón a
una órbita alejada? Y la bola, ¿cómo llega a lo alto de la escalera? La subieron, es
decir, le comunicaron cierta energía.
Exactamente lo mismo, para lanzar el electrón a una órbita lejana hay que
comunicarle cierta energía. Aunque «cierta» no es la palabra adecuada. La energía

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que hay que comunicarle al electrón no puede ser menor que la diferencia de
energías entre la órbita en que él se encontraba y la órbita adonde vaya a parar.
Esta energía se puede comunicar al electrón de diversos modos. Lo más frecuente
es que la transmisión de energía ocurra cuando un átomo, que haya tomado
impulso o entrado en vibración a consecuencia de un movimiento térmico,
«choque» enérgicamente con otro. A la temperatura ambiente estos choques no son
raros, pero no influyen en los electrones atómicos. La energía del choque es
demasiado pequeña. Pero si la temperatura es de centenares o millares de grados,
la cosa varía. En este caso, durante los choques se comunica al electrón la energía
suficiente para su salto.
El electrón está por fin en una órbita alejada. Las preocupaciones han terminado, al
parecer, y el electrón puede girar por esta órbita, alrededor del núcleo, tanto tiempo
como se desee. Pero no: el electrón no puede permanecer mucho tiempo en la
nueva órbita. No se lo permite el núcleo. Este tiende a atraer otra vez al electrón
prófugo, el cual se somete dócilmente. Se produce el salto del electrón hacia las
profundidades del átomo, y aparece un fotón. Ese mismo fotón que, al llegar al ojo,
nos hace decir: «el cuerpo emite luz».
Sí, el cuerpo ha comenzado a emitir luz. Continuemos elevando la temperatura y
veamos lo que ocurre. El movimiento térmico de los átomos se hace cada vez más
intenso, los choques entre éstos son cada vez más frecuentes y enérgicos. El tiempo
que puede permanecer el electrón en su órbita más profunda es cada vez menor.
Los átomos entran cada vez con más frecuencia en el estado que los físicos llaman
«excitado». Y con más frecuencia retornan después a su estado «normal», para al
instante abandonarlo de nuevo.
Los fotones empiezan a nacer no uno por uno, sino a millares y millones por
segundo. Su tenue corriente se transforma pronto en potente flujo a medida que
aumenta la temperatura (recuérdese la ley de Stefan-Boltzmann).
Pero no solo crece el número de fotones. Aumenta también la longitud de sus
saltos, los primeros tímidos saltitos a las órbitas contiguas y viceversa son
reemplazados por saltos récord a las órbitas más distantes del núcleo. Y, al saltar
hacia atrás, los electrones generan fotones cada vez más enérgicos. Pero, como ya
sabemos, cuanto más elevada es la energía del fotón, tanto mayor es su frecuencia

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y tanto menor su longitud de onda. La luz se hace no solamente más brillante, sino
que toma un color cada vez más «violeta» (recuérdese la ley de desplazamiento de
Wien-Golitzin).
De este modo la teoría de Bohr pudo explicar inmediatamente las leyes principales
de las teorías de la radiación térmica y de la espectroscopía. Después de este
enorme éxito, la naturaleza cuántica de la luz y el carácter cuántico de los procesos
que tienen lugar en los átomos se hicieron evidentes. Poco tiempo más tarde esto
fue reconocido por la mayoría de los científicos.

Primeros fracasos
Sin embargo todavía era pronto para hablar del triunfo total de la teoría de Bohr.
Al levantar la vista se observa que los peldaños de la escalera parece que se van
aproximando unos a otros hasta que llegan a juntarse. La diferencia está en que la
aproximación de los escalones de la escalera real es una ilusión óptica, provocada
por la perspectiva, mientras que en el átomo esta aproximación tiene lugar
verdaderamente.
Pero la altura de un escalón energético corresponde a la energía del fotón o a la
longitud de onda de su raya espectral. Por lo tanto, las rayas de onda larga del
espectro, correspondientes a los saltos de los electrones entre las órbitas alejadas
del núcleo, deberán encontrarse muy próximas entre sí. Y... ¡Esto ya parece un
espectro casi continuo!
Esto quiere decir, que la zona de ondas largas del espectro «cuántico» no debe en
la práctica diferenciarse esencialmente de la zona análoga del espectro «clásico».
En esta zona puede intentarse calcular, según la física clásica, el brillo del primero
de los espectros antedichos. Después, el cálculo puede hacerse extensivo a todo el
espectro «cuántico». En esto consiste el principio de correspondencia.
La idea era ingeniosa. Pero cuando los físicos quisieron aplicarla en la práctica...
fracasaron. El experimento daba con frecuencia unos brillos de las rayas, y la teoría,
otros completamente diferentes.
En realidad, no se podía esperar otra cosa. No es muy sólida una teoría que, sin
recurrir a la ayuda de otra, es incapaz de explicar algún fenómeno. ¡Máxime si
requiere ayuda de la teoría que ella misma recusó!

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Introducir en la mecánica cuántica las ideas de la física clásica es algo así como
profesar los cómo calcular el número de fotones en el espectro.
¡Era pronto todavía para festejar la victoria de la teoría de Bohr sobre la física
clásica! Después de echar a la «clásica» por la puerta principal, la teoría de Bohr se
vio obligada a dejarla entrar por la puerta de servicio. Esto tuvo que hacerlo el
mismo Bohr con ayuda del llamado principio de correspondencia.
¿En qué consiste este principio? La física clásica sabía calcular el brillo de los
espectros, aunque no pudiera explicar su origen. La mecánica cuántica, al contrario,
explicó la esencia de los espectros, pero no sabía calcular el brillo de las rayas
espectrales. Por esto decidió Bohr que había que unir ambas teorías, la vieja y la
nueva. Esta unión debía hacerse allí donde las dos teorías coincidieran, aunque sólo
fuera aproximadamente.
Pero, ¿dónde puede ocurrir esto? Porque, según la física clásica, el electrón, al girar
alrededor del núcleo, se va acercando a éste hasta que por fin cae en él. En este
caso, como ya dijimos, el electrón irradia un espectro continuo en el cual no hay ni
indicios do rayas aisladas.
Y de acuerdo con la mecánica cuántica, el electrón del átomo irradia rayas
separadas, o, como suele decirse, un espectro discreto. ¿Qué puede haber de
común entre estos dos espectros? Pues sí, a pesar de todo hay algo común.
Los peldaños de la escalera energética que forman las órbitas electrónicas tienen
diversas alturas. Esta altura es tanto menor, cuanto más alejado está el escalón, es
decir, cuanto mayor es la distancia del núcleo a la órbita. La escalera energética en
el átomo tiene el mismo espectro que cualquier escalera larga si se mira desde
Los diez años que siguieron a su aparición se caracterizaron por un desarrollo
impetuoso do la teoría. Esta amplía rápidamente los fenómenos abarcados. Entre
ellos se cuentan los más delicados procesos de emisión y absorción de la luz por los
átomos, los detalles de la estructura de los átomos y de las moléculas. En el año
1914 Kossel pone los cimientos de la química cuántica, esos mismos cimientos en
que se basan ahora todos los textos de química. En 1916 Sommerfeld da a conocer
una teoría más exacta del origen de los espectros atómicos, la cual hasta el día de
hoy ayuda a descifrar los más complejos de ellos. La nueva teoría explica también

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las propiedades magnéticas y eléctricas, recién descubiertas en aquel tiempo, de los


átomos y de las moléculas.
Y al mismo tiempo se ponen al descubierto una multitud de escollos para la teoría
de Bohr. Cada vez se va haciendo más evidente su insuficiencia para explicar
nuevos hechos. Hechos que ella misma contribuyó a descubrir.
La primera dificultad resultó estar en los espectros. ¡Pero si la teoría do Bohr fue la
primera en explicar el origen de los espectros! Sí, efectivamente. Y sin embargo,
como veremos, esta explicación era incompleta.
Ya hemos dicho que las rayas espectrales se caracterizan no sólo por su longitud de
onda, sino también por su brillo. Por la teoría de Bohr se consiguió hallar la
distancia entre los peldaños de la escalera energética de las órbitas electrónicas en
el átomo, es decir, la longitud de onda de los fotones que nacen al saltar los
electrones de un escalón a otro de esta escalera. Pero en cuanto a la determinación
del brillo de las rayas espectrales esta teoría no daba ningunas indicaciones.
Quedaba sin esclarecer lunes, miércoles y viernes la «religión clásica», y los martes,
jueves y sábados, la «religión cuántica». Así se expresaba bromeando el físico
inglés Bragg. Aunque en la ciencia no se considera criminal semejante «diteísmo»,
que a veces incluso es fructífero, a pesar de todo es un «pecado» para la teoría, una
manifestación de su debilidad.
Prestando atención se comprueba que el principio de correspondencia no es el único
«pecado» de la teoría de Bohr. En realidad, desde su mismo comienzo, y en todos
sus postulados principales, llevaba una clara huella de la física clásica.
La teoría de Bohr renunció a las ideas clásicas sobre el movimiento del electrón.
Pero al mismo tiempo introdujo el concepto de las órbitas electrónicas en el átomo.
Consideraba con toda seriedad que el electrón giraba alrededor del núcleo y le
infundía a todo esto el mismo sentirlo físico que, por ejemplo, a la rotación de la
Tierra alrededor del Sol.
Bohr «prohibió» al electrón irradiar en la órbita, pero no pudo fundamentar
seriamente esta prohibición. La teoría de Bohr explicó verídicamente cómo aparecen
los fotones en los átomos, pero el proceso de esta aparición siguió siendo para ella
enigmático. Este proceso no se deducía de ninguno de sus postulados.

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Y este carácter indefinido de la teoría de Bohr no tardó en ponerse de manifiesto.


Tuvo que retroceder ante muchos hechos nuevos que no querían entrar en el marco
reservado para ellos. Pero rindámosle homenaje.
La teoría de Bohr fue un gigantesco paso adelante para el conocimiento del mundo
de los átomos. Y, no obstante, un paso limitado. Ella explicó mucho de lo que era
incomprensible e inabordable para la física clásica. Pero no fue menos lo que no
pudo explicar.
Llegó la hora de dar nuevos pasos, y éstos no se hicieron esperar.
El primero de ellos se debe al Físico Francés Louis de Broglie.

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Capítulo 3
De la teoría de Bohr a la mecánica cuántica

Contenido:
 Un artículo sorprendente
 Algo sobre las ondas ordinarias
 Primer encuentro con las «ondas de materia»
 ¿Por qué no notamos las ondas de De Broglie?
 ¡La onda existe!
 Partículas de dos caras
 La «onda piloto»
 ¿Juntos o uno a uno?
 Vamos al campo de tiro
 Ondas de probabilidad
 Cómo se admitió la probabilidad en la física
 Predicciones prudentes
 Ondas do partículas y partículas de ondas
 Hacia la ley ondulatoria
 Habla un aparato tic medición
 Principio de incertidumbre
 ¿Quién tiene la culpa, el aparato o el electrón?
 Un intento con medios «semi inútiles»
 Otro «prodigio»
 Otra vez el principio de incertidumbre
 De nuevo las «ondas de materia»
 Función de onda
 Las ondas y los cuantos se unen

Un artículo sorprendente
En el número de setiembre de la revista inglesa de física «Philosophical magazine»
del año 1924 apareció un artículo firmado con un nombre poco conocido: Louis de

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Broglie. El autor de este artículo exponía algunas tesis de su disertación, dedicada a


fundamentar la posible existencia de ondas de materia.
¿Ondas de materia? ¿No son estas acaso las sonoras, luminosas y demás ondas
semejantes, a las cuales ya hace mucho que los físicos designaron «por sus
nombres», ondas completamente materiales, que perciben nuestros sentidos o son
captadas por aparatos?
No, no se refería a ésas. En el artículo se hablaba de otras, absolutamente distintas.
Las ideas expresadas por de Broglie eran tan extraordinarias y paradójicas, que
podían competir perfectamente con la expuesta un cuarto de siglo antes por Planck
sobre los cuantos de energía. Y no sólo por su significación para la física, sino
también por la desconfianza con que fueron acogidas al principio por muchísimos
físicos.
¿Qué ondas de materia son éstas?
Antes de empezar a hablar de ellas tendremos que detenernos un poco en las
«ondas ordinarias». En la época en que Louis de Broglie publicó su artículo, estas
ondas ya habían sido bastante bien estudiadas.

Algo sobre las ondas ordinarias


Deje caer una piedra al agua y verá como de ella parten círculos. Estos círculos son
ondas superficiales en el agua. A propósito, las ondas superficiales son
prácticamente el único tipo de ondas cuyo movimiento se puede ver directamente.
Puede parecer que con los círculos que provoca la piedra se aleja también el agua.
Pero esto no es así. ¿Quién no ha probado en su niñez acercar a la orilla un barquito
demasiado adentrado en una charca? La inteligencia infantil dictaba lo que había
que hacer: tirar piedras al agua por detrás del barquito.
Las ondas producidas por las piedras pasaban por debajo del barquito, pero él no
hacía más que mecerse en ellas subiendo y bajando, sin moverse casi de su sitio.
Esto quiere decir, que el agua después de caer la piedra no se mueve del sitio
donde cayó ésta, sino que simplemente oscila en la onda subiendo y bajando.
En las ondas altas provocadas por la caída de grandes piedras al agua, a pesar de
todo, se aleja de la piedra, aunque cada vez a una distancia insignificante. Con

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paciencia y una buena reserva de piedras, se puede conseguir que el barquito


vuelva a la orilla.
Esta propiedad «portadora» de las ondas superficiales altas es aprovechada con
gran maestría por los aficionados a un deporte singular muy extendido en Australia
y en las Islas Hawai. Los deportistas se hacen a la mar cuando en ésta se producen
olas grandes y regulares. Desde la lancha se ponen de pie sobre una tabla ancha
flotante y esperan el instante en que se presenta una ola alta. Y «dominando» esta
ola, se lanzan hacia la costa a la velocidad de un tren expreso. Pero al menor
movimiento mal hecho el deportista se encuentra no en la cresta, sino en valle, y la
ola le azota de arriba a abajo.
En este arriesgado y apasionado deporte la ola desempeña el papel de portadora del
deportista, se comporta como si lo pilotara hacia la costa. Recuerde esta
combinación de palabras: «onda piloto». Volveremos a hablar de ella más adelante.
En el siglo pasado los físicos esclarecieron que el sonido es también un movimiento
ondulatorio. Las ondas sonoras pueden propagarse en el aire, en el agua y en los
sólidos. ¿Qué es lo que vibra en las ondas sonoras? Las partículas del medio por el
cual se propaga el sonido: las moléculas del aire, del agua..., y los átomos de las
sustancias sólidas.
Pero suprima usted el aire, el agua, la tierra, y las ondas sonoras desaparecen. En
el espacio sin aire no existe sonido. Los futuros cosmonautas verán sin duda un
espectáculo incomparable: grandiosas erupciones de volcanes en planetas lejanos
carentes de atmósfera, ¡erupciones en un silencio sepulcral! ¡Únicamente tiembla el
suelo bajo los pies! El zumbido de los motores de los cohetes cósmicos, tan
insoportable para los oídos humanos en la Tierra, desaparece por completo en la
Luna.
En el siglo pasado también consiguieron los físicos comprender la naturaleza
electromagnética de las ondas creadas por el movimiento de las cargas eléctricas.
A la Tierra llegan la luz y las ondas radio-eléctricas de estrellas y nebulosas lejanas.
Emprendieron su viaje hace millares y millones de años. Durante su camino
recorren espacios interestelares enormes y casi vacíos. En la Luna, en un silencio
absoluto, los astronautas verán los chorros cegadores de fuego lanzados por la cola
del cohete cósmico.

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Esto quiere decir que es posible ver donde nada se oye, en el vacío. En esto
consiste la principal diferencia entre las ondas electromagnéticas y las mecánicas,
incluidas las sonoras. Para la propagación de las ondas electromagnéticas no es
necesaria la presencia de un medio. Al contrario, este medio no hace más que
retardar el movimiento.

Primer encuentro con las "ondas de materia"


Pero volvamos a las «ondas de materia».
De Broglie afirmaba en su trabajo que estas ondas son generadas por el
movimiento de cualquier objeto, sea un planeta, una piedra, una partícula de polvo
o un electrón. Estas ondas, lo mismo que las electromagnéticas, pueden propagarse
en el vacío absoluto. Es decir, no son ondas mecánicas.
Sin embargo pueden producirse cuando se mueven cuerpos cualesquiera, incluso si
no tienen carga eléctrica. O sea, ¡tampoco son ondas electromagnéticas!
En aquel tiempo la física no conocía otras ondas. Resultaba, pues, que las «ondas
de materia» eran realmente unas ondas desconocidas hasta entonces. «Esto es un
perfecto absurdo» — decían los viejos físicos moviendo la cabeza.
Estaban profundamente convencidos de que todas las ondas que pueden existir ya
las conocía la física. Este joven Louis de Broglie habla de ondas de materia, ¿acaso
las ondas mecánicas y electromagnéticas no son ondas de materia?
Sin materia no sólo no hay ondas, ¡sin materia no existe nada!
En efecto, De Broglie ideó un nombre poco afortunado para sus ondas. Pero, ¿qué
hacer? A los fenómenos que se descubre» se les suele poner la «etiqueta» mucho
antes de que los propios científicos comiencen a comprender bien la esencia de sus
descubrimientos.
Esto lo ocurrió a De Broglie. La esencia de sus «ondas de materia» resultó ser tan
extraordinaria, tan complicada, que los físicos rompieron no pocas lanzas
discutiendo sobre ella. ¡Y hasta hoy las siguen rompiendo!
La idea de De Broglie sirvió de base a la mecánica cuántica moderna.

¡Por qué no notamos las ondas de De Broglie!

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Lo más probable es que fuera ésta una de las primeras preguntas que le hicieron al
De Broglie los físicos asombrados. Para responder, lo mejor sería empezar
preguntando: ¿y cómo notamos las ondas en general? Nos referimos, claro está, no
sólo a nuestros órganos sensoriales, los cuales, en este sentido, no brillan por su
potencia.
Nuestro oído percibe los sonidos con frecuencias desde 20 hasta 16.000 vibraciones
por segundo, aproximadamente. Estas frecuencias corresponden a las longitudes de
las ondas sonoras, en el aire, desde 17 metros hasta 2 centímetros,
aproximadamente. Nuestro ojo reacciona a las ondas luminosas de longitud desde
0.4 hasta 0,8 micras. Estas son las «ventanas» que nos ha dado la naturaleza para
que conozcamos las ondas (si se excluyen las ondas superficiales, como, por
ejemplo, las olas del mar).
Con ayuda de aparatos especiales los físicos transforman ondas que directamente
no podemos percibir, en otras cuyas longitudes se hallan en la zona de las dos
«ventanas» antes mencionadas. Esto amplía considerablemente el campo accesible
a nuestro conocimiento de los fenómenos oscilatorios. Por medio de receptores de
radio se pueden captar y estudiar las ondas radioeléctricas, de varios metros y
centímetros de longitud, que llegan a la Tierra desde las profundidades del
Universo. Los contadores de centelleo4 dan la posibilidad de descubrir los rayos
gamma que emiten los núcleos atómicos, ondas electromagnéticas de longitudes de
milmillonésimas de milímetro.
Como puede verse, la gama de longitudes de onda que pueden captarse es
realmente bastante grande. ¿Por qué entonces no se ha conseguido captar las
ondas de De Broglie?
Y, ¿con qué captarlas? Las ondas mecánicas, por ejemplo, las sonoras de varios
metros de longitud de onda las podemos percibir con el oído. Pero estas mismas
ondas no se pueden captar con ningún receptor de radio, incluso si se sintoniza para
la longitud de onda necesaria. Estos receptores sólo detectan ondas radioeléctricas.
Y, al contrario, las ondas radioeléctricas, incluso si su longitud es de varios metros,
no pueden ser percibidas por el oído ni por ningún otro aparato mecánico.

4
En los contadores de centelleo para registrar partículas nucleares y cuantos se utilizan cristales especiales. La
incidencia en ellos de partículas o cuantos de radiación provoca un destello de luz visible.

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Cada tipo de receptor responde solamente a «su» tipo de ondas: el oído, a las
sonoras; el ojo, a las electromagnéticas. En este caso, ¿con qué captar las ondas de
De Broglie, que no son de un tipo ni de otro?
Esta es, si se quiere, la primera respuesta a la pregunta planteada. Una
contestación más completa se dará más adelante.
La segunda respuesta se deduce si intentamos conocer la longitud de las «ondas de
materia». De Broglie obtuvo la fórmula que relaciona la longitud de las nuevas
ondas con la masa y la velocidad de los cuerpos en movimiento. Su forma es la
siguiente:

En esta relación la letra λ («lambda») designa la longitud de la onda de De Broglie,


m y v, la masa y la velocidad del cuerpo, respectivamente; y h..., ésta es nuestra
antigua conocida, la constante de Planck.
Su aparición aquí es muy significativa. Esto quiere decir que las ondas de De Broglie
tienen en realidad un carácter particular, cuántico. Sobre esta cuestión nos
detendremos más tarde; por ahora veamos qué longitudes de onda corresponden,
según de Broglie, al movimiento de los objetos que nos rodean. Haremos un sencillo
cálculo para un planeta, una piedra y un electrón.
Antes de recurrir a las cifras se ve que la longitud de estas ondas debe ser
extraordinariamente pequeña, puesto que en el numerador de la relación de De
Broglie figura la constante de Planck, cuyo valor es excepcionalmente pequeño: 6,6
x 10-27 ergios por segundo.
Tomemos la Tierra como ejemplo de planeta. Su masa es de 6 x 1027 gramos, la
velocidad de su movimiento por la órbita alrededor del Sol es aproximadamente de
3 x 106 centímetros por segundo. Poniendo estas cifras en la relación de De Broglie,
hallamos que la longitud de onda de la a Tierra es

centímetros.

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¡Una magnitud súper insignificante! ¡Ninguno de los aparatos existentes ni de los


que aparezcan en un futuro próximo podrá registrar una onda de esta longitud! No
hay comparación que pueda ayudarnos a sentir la pequeñez de esta magnitud.
Veamos cuál es la situación con la longitud de onda de la piedra. Supongamos que
una piedra de 100 gramos de peso se lanza con una velocidad de 100 centímetros
por segundo. Por la formula de De Broglie tenemos:

centímetros.

¡La situación no es mejor que con la onda de De Broglie de la Tierra! Captar una
onda así sigue siendo imposible. Esta longitud de onda es aún un trillón de veces
menor que las «dimensiones» de un objeto tan sumamente insignificante, imposible
de ver con cualquier microscopio, como es el núcleo atómico.
Y ahora recurramos al electrón. Su masa constituye aproximadamente 10-27
gramos. Si el electrón empieza a moverse en un campo eléctrico con una diferencia
de potencial de 1 voltio, después de pasar por él adquirirá una velocidad de cerca
de 6 x 107 centímetros por segundo. Haciendo la sustitución de estas cifras en la
relación de De Broglie, ésta da:

centímetros.

¡Ahora la situación es totalmente distinta! 10-7 centímetros corresponden


aproximadamente a las longitudes de onda de los rayos X, que los científicos ya
saben descubrir. Esto significa que la onda de De Broglie del electrón, en principio,
puede ser captada de alguna forma.

¡La onda existe!


Pero, ¿cómo se puede conseguir esto?

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La cosa no es tan fácil. Parafraseando un conocido proverbio, se puede decir; ¡«La


razón ve, pero el ojo no percibe»! La onda de De Broglie existo en teoría, pero
ningún «ojo», ningún aparato conocido parece ser que pueda captarla. Porque,
como ya hemos dicho, por su propio carácter debe escapar a cualquier receptor.
Más no hay que desanimarse. Una onda es una onda. Tiene que descubrirse
necesariamente un fenómeno en el cual la onda, cualquiera que sea su naturaleza,
ponga de manifiesto sus propiedades. Los científicos decidieron intentar «cazar» la
onda de De Broglie en el fenómeno de la difracción.
La difracción es un fenómeno puramente ondulatorio. Consiste en que la onda, al
encontrar cualquier obstáculo en su camino, lo rodea. Al ocurrir esto, la onda se
desvía del camino rectilíneo de su propagación y penetra parcialmente en la zona de
«sombra» que hay detrás del obstáculo.
La figura de difracción de una onda en un obstáculo circular o en el orificio circular
de una pantalla opaca a la onda tiene la forma característica de un sistema de
anillos oscuros y brillantes alternados. Estos anillos se pueden notar, por ejemplo,
mirando un farol del alumbrado público a través de un vidrio empolvado. Las noches
que hiela se forman en torno a la Luna varios anillos
brillantes y oscuros: es la luz de la Luna que experimenta la difracción en los
diminutos cristales de hielo que flotan en el aire.
Allí donde se descubre una difracción se puede decir con seguridad: «aquí hay una
onda». Precisamente el descubrimiento de la difracción de la luz a principios del
siglo XIX fue uno de los argumentos más convincentes en pro de la teoría
ondulatoria de la luz.
Sin embargo, las longitudes de las ondas luminosas son centenares y millares de
veces mayores que las que debían tener las ondas de De Broglie de los electrones.
Los dispositivos ideados para crear la difracción de la luz —todas esas rendijas,
pantallas y redes de difracción— naturalmente, son demasiado burdos. Porque las
dimensiones de los obstáculos en los cuales se observa la difracción de una onda
deben ser comparables con la longitud de ésta o ser menores que ella. Lo que vale
para la luz no sirve para las ondas de De Broglie.
¿En qué objetos se podía intentar descubrir la difracción de las ondas de De Broglie
de los electrones? Hacia el año 1924 estos objetos eran ya conocidos. Veinte años

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antes el científico alemán Laue descubrió la difracción de los rayos X en los


cristales. En la placa fotográfica irradiada con los rayos X que habían pasado por el
cristal, descubrió Laue unas manchas brillantes y oscuras. Y varios años después
Debye y Scherrer, repitiendo el experimento de Laue con muestras de polvos de
cristales pequeñísimos, obtuvieron los propios anillos de difracción, La difracción
resultó ser posible en estos casos porque los intervalos entre los átomos en los
cristales (una especie de «rendijas» en una «pan-talla» opaca para los rayos X)
eran del mismo orden de magnitud que la longitud de onda de los rayos X: 10-8
centímetros.

Figura 3. Roentgenograma y Electronograma

¡Pero las longitudes de las ondas de De Broglie para los electrones se encuentran
precisamente en esta zona! En este caso, si estas ondas existen en realidad, al
pasar por el cristal los electrones deberán producir en la placa fotográfica una figura
de difracción semejante a la de los rayos X.
Veinte años después de haber expuesto su idea De Broglie, los científicos
norteamericanos Davisson y Germer y el físico soviético P. S. Tartakovski la
comprobaron en un experimento directo, haciendo ensayos de difracción de
electrones en un cristal.
La simple analogía entre los rayos «electrónicos» y los X resultó ser insuficiente
para esto. La organización del experimento exigió de los científicos gran inventiva e
ingenio.

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Los rayos X atravesaban el cristal casi sin dificultades. Los electrones, por el
contrario, eran totalmente absorbidos por una capa de cristal de espesor igual a una
fracción de milímetro. Por esto se planteaba el problema siguiente: utilizar láminas
cristalinas muy delgadas, por ejemplo, hojas metálicas, o, como dicen los físicos,
trabajar no al trasluz, sino a la reflexión. En este último caso el haz de electrones se
dirigía formando un ángulo pequeño con la cara del cristal, de manera que los
electrones casi se deslizaban por ella, sin penetrar mucho en el cristal, y se
reflejaban. Como resultado de esto los electrones experimentaban la difracción
solamente en los átomos de las capas más externas del cristal. Para registrar los
electrones que sufrían la difracción se utilizaron placas fotográficas5.
Tartakovski hizo incidir el haz de electrones sobre una hoja metálica muy delgada,
constituida por una multitud de diminutos cristales...
La placa expuesta al haz de electrones se trasladó al cuarto oscuro y se introdujo en
el revelador. Despacito, lentamente empezaron a aparecer en ella los contornos de
la imagen. La impaciencia de los científicos crecía. Sin esperar que se revelase
hasta el fin, sacaron la placa del agua y la acercaron a la luz...
¡Había! ¡Había anillos de difracción!
Débiles, apenas visibles, estos anillos alegraban los corazones de los científicos.
Como tesoros de incalculable valor se remitieron estas primeras placas a los
laboratorios de física más importantes del mundo. Las fotografías fueron estudiadas
atenta y rigurosamente, pero, ¡no cabía duda!
La hipótesis extraordinariamente audaz de De Broglie sobre las «ondas de materia»
se confirmó brillantemente por el experimento. ¡Los electrones ponen de manifiesto,
además de sus propiedades de partículas, sus propiedades de ondas!

Partículas de dos caras


Los científicos son impacientes. Intentaron comprender la esencia de las ondas de
De Broglie incluso antes de que se realizaran estos experimentos definitivos. ¿Cómo
imaginarse este comportamiento «anfibológico» de las partículas, incluidos los
electrones?

5
Los electrones pueden impresionar la placa fotográfica lo mismo que la luz visible o los rayos X.

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Para los físicos de aquel tiempo estaba claro lo que ellos entendían por la palabra
«electrón». Una partícula muy pequeña y muy ligera, de materia, portadora de una
carga eléctrica también muy pequeña. Hasta cierto tiempo no se planteó el
problema de qué forma tiene esta partícula y qué ocurre dentro de ella. Los
científicos no disponían de medios para ver con sus propios ojos el electrón y mucho
menos para estudiar su estructura interna.
Pero si el electrón es una partícula, pues, ¡qué tenga sólo las propiedades de
partícula! ¿De dónde ha sacado el electrón otras propiedades completamente
distintas y, por añadidura, exclusivas de las primeras, como son las ondulatorias?
El primer intento de comprender la esencia de las «ondas de materia» se debe al
propio de Broglie. Este intento demuestra claramente que, al penetrar en el mundo
de los objetos súper pequeños, los físicos, por costumbre, siguen «ateniéndose» a
las representaciones gráficas. En la teoría de Bohr-Rutherford el átomo se podía
imaginar como algo semejante a un sistema planetario en el cual los planetas-
electrones giran alrededor del sol-núcleo, con la sola diferencia de que los
electrones pueden cambiar de órbita de vez en cuando y los planetas no.
Pero, ¡he aquí el cuanto de luz, el fotón! Como demostró Einstein, el fotón también
posee propiedades de onda y de partícula. ¿Cómo comprender esta imagen
biforme? En este caso es inútil pretender imaginarse un modelo gráfico.
Así hizo su aparición en la física el primer objeto «irrepresentable». Ahora, con el
descubrimiento hecho por De Broglie había que extender esta «irrepresentabilidad»
a las partículas de materia, ¡desde el insignificante electrón hasta los enormes
cuerpos celestes! ¡Había motivo para preocuparse!
Y, ¿cómo es posible imaginar que un electrón, lanzado hacia un obstáculo, lo rodea
gracias a la difracción y aparezca detrás de él? No, la onda y la partícula son dos
entidades que se excluyen entre sí: ¡o una, u otra!
Sin embargo, las ondas de De Broglie existen. Esto quiere decir que no hay «o, o»
sino «y, y». Hay que juntar de algún modo lo incompatible. Y no sólo en el caso
aislado del electrón que se difracta. Porque si el electrón tiene propiedades
ondulatorias, también deben tenerlas necesariamente todos los objetos de nuestro
mundo, tanto los más pequeños como los más grandes.

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¿Por dónde empezar esta extraordinaria síntesis? De Broglie propone la idea de la


«onda piloto».

La "onda piloto"
Recordemos el apasionante deporte del patinaje sobre las olas. El deportista salta
sobre la cresta de una alta ola y se desliza con ella hacia la costa. La ola parece que
conduce, que pilota la tabla con el deportista.
La idea de De Broglie consiste en que la «onda de materia» pilota la partícula en
movimiento de una manera semejante exteriormente a la ola: como si la partícula
fuera montada en la ola, lo mismo que sentada en un sillón, y se moviera hacia
donde la lleva la «onda de materia».
De Broglie supone que la longitud de esta onda puede ser relativamente muy
grande. Cuando las velocidades con que se mueve el electrón no son grandes, la
longitud de su onda resulta ser muchos millares de veces mayor que las
«dimensiones» del propio electrón. A medida que se hace más rápido el
movimiento, la partícula parece que absorbe la onda, esta última se hace más corta.
Poro, incluso cuando las velocidades son colosales, la longitud de onda del electrón
sigue siendo mucho mayor que las «dimensiones» de éste.
Lo esencial no es quién conduce a quién, el electrón a la onda o la onda al electrón.
Lo importante es que esta onda está asociada al electrón para siempre y en forma
indisoluble. El electrón no es como el deportista, que puede «montarse» en la ola y
saltar de ella en cualquier instante. La onda electrónica solamente desaparece
cuando se para el electrón. En este instante el denominador de la relación de De
Broglie se anula y la longitud de onda se hace infinita. En otras palabras, las crestas
y los valles de la onda se apartan tanto entre sí, que la onda electrónica deja de ser
onda.
No se puede negar que la idea de De Broglie es clara hasta cierto punto. El electrón,
montado en su onda hasta se puede representar en el papel. Pero, ¿de dónde sale
esta onda? Si existe junto con la partícula incluso cuando ésta se mueve en el vacío
absoluto, quiere decir que esta onda sólo puede ser generada por la propia
partícula. ¿Cómo se produce esta generación?

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La hipótesis de De Broglie no puede dar ningún dato sobre esto. Bueno, pero, ¿es
posible que explique cuál es la interacción entre la partícula y su onda, cómo la
onda se muevo junto con la partícula, cómo comparte la suerte de la partícula
cuando ésta interacciona con otras partículas y campos, por ejemplo, cuando las
partículas se topan con un obstáculo o cuando van a parar a una placa fotográfica?
No, la hipótesis tampoco explica esto de manera bastante convincente.
Buscando la salida de esta situación, De Broglie intenta eliminar del juego a la
partícula. ¡Por qué no suponer que la propia onda es la partícula! Es decir, que la
partícula es de por sí una especie de formación compacta de sus ondas, un
«paquete de ondas», como le llamaron los físicos. El «paquete» debe constar de un
número pequeño de ondas bastante cortas, por esto, cuando se encuentran dos o
más «paquetes» se comportan como las partículas. ¡Exactamente igual que un fotón
de onda corta cuando arranca un electrón del metal! En este caso, por muy
compacto que sea el «paquete» y por mucho que se asemejen sus propiedades a
las de una partícula, estará formado por ondas. Por lo tanto, habrá fenómenos en
los cuales pueda poner de manifiesto su esencia ondulatoria «primordial».
Sin embargo, la inexorable naturaleza rechaza también esta suposición. Resulta que
con «paquetes de ondas», por muy compactos que sean, es imposible en principio
constituir una partícula. El caso es que estos paquetes, incluso en el vacío absoluto,
se esparcirían rápidamente con el tiempo, ¡En un intervalo de tiempo insignificante
el paquete se extendería tanto en el espacio, que lo que fue una partícula compacta
se transformaría en una verdadera disolución «homeopática»! No obstante, como
sabemos, las partículas son completamente estables y no existen ni los menores
indicios de que se esparzan con el tiempo.
De esta forma, también hay que renunciar a este modelo «gráfico». El intento de
unir mecánicamente en una imagen conceptos que se excluyen entre sí, como la
onda y la partícula, fracasó. Como se esclareció más tarde, esta unión no era
factible. Sin embargo, De Broglie continuaba defendiendo a su «centauro» con
cabeza de partícula y cuerpo de onda.
Pasaron dos años. El verano de 1927 los físicos de todo el mundo se reunieron en
Bruselas en el Congreso Solvay. En este congreso las ideas de De Broglie sobre la
ligazón de las ondas y las partículas fueron rechazadas total y contundentemente.

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Triunfó por muchos años una idea completamente distinta sobre estas relaciones,
que expusieron en el congreso los jóvenes físicos alemanes Werner Heisenberg y
Erwin Schrödinger.

¡Juntos o uno a uno!


Heisenberg y Schrödinger al enterrar las ideas de De Broglie pronunciaron un
discurso «fúnebre» tan violento, que determinó todo el desarrollo ulterior de la
mecánica cuántica.
La idea fundamental de De Broglie sobre las ondas que acompañan al movimiento
de los cuerpos fue apoyada rápidamente por los científicos de una serie de países.
Aún no había transcurrido un año desde el día en que apareció el primer artículo de
De Broglie, cuando el físico alemán Max Born propuso su concepción de las ondas
de De Broglie.
En este problema se interesó además un discípulo de Born, Heisenberg, que en
aquel tiempo iniciaba su camino en la ciencia. Los trabajos de De Broglie se
discutían también animadamente en el pequeño círculo de físicos al que asistía
Schrödinger.
Y he aquí... Pero antes pedimos a nuestro lector que no se queje si en nuestra
narración no seguimos el orden cronológico de los acontecimientos. A veces los
episodios finales de una película proyectados al principio de la misma ayudan a
comprender mejor lo que ocurre y le comunican un dramatismo especial a la acción.
Recordemos el experimento que demostró la difracción de los electrones. En él
incidía el haz electrónico sobre un cristal (o sobre una hoja metálica muy delgada).
Los electrones del haz, después de experimentar la difracción en los átomos del
cristal, iban a parar en una placa fotográfica y la impresionaban. En esta placa se
formaban anillos de difracción.
A lo dicho se puede añadir que el haz de electrones era creado por un filamento
metálico incandescente y se lo daba una forma especial. Entre la fuente de
electrones y el cristal se interponía un diafragma con un pequeño orificio circular.
Como resultado de esto, el haz de electrones, después de pasar por el diafragma,
tenía unas dimensiones transversales perfectamente definidas.

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¿Qué ocurriría si interrumpiésemos este experimento inmediatamente después de


empezarlo, cuando el número de electrones que lograran pasar por el diafragma no
excediera aún de varias docenas? En la placa fotográfica revelada veríamos algo
semejante a un blanco sobre el que hubiese disparado un tirador inexperto. Las
manchitas oscuras correspondientes a los impactos de los electrones aislados
estarían dispersas por la placa de un modo casual.
Prolongando la duración del experimento notaríamos que cada vez se pondría de
manifiesto más claramente la regularidad en la distribución de impactos de los
electrones. Y después de varios miles de impactos, en la placa fotográfica
aparecerían con nitidez los anillos oscuros y brillantes que descubrieron los
investigadores.
¡Qué hecho más interesante! Se impone la idea de que mientras en la difracción
toman parte pocos electrones, estos no revelan ninguna propiedad ondulatoria;
estas propiedades aparecen únicamente cuando el número de electrones es grande.
En otros términos, se podría pensar que las propiedades ondulatorias de las
partículas sólo se ponen de manifiesto cuando éstas forman grandes
«colectividades». ¿Es verdad esto? La respuesta la da el experimento. Se trata del
mismo experimento con la difracción de electrones, pero resulta que se puede hacer
de otra forma. Se puede utilizar una poderosa fuente de electrones y exponer la
placa a estos últimos durante poco tiempo. En este caso la figura de difracción se
forma rápidamente.
Pero se puede usar una fuente de electrones débil y prolongar proporcionadamente
la exposición. Si en ambos casos incide sobre la placa el mismo número de
electrones, se obtienen figuras de difracción exactamente iguales.
Esto es muy importante. En el primer caso, cuando los electrones experimentan la
difracción en el cristal «todos a la vez», aún se puede hablar de cierta
«colectividad» de ellos. Pero en el segundo caso, cuando los electrones inciden en el
cristal casi uno a uno, el concepto de «colectividad» no es el más apropiado para
designarlos.
¡No se puede llamar brigada a varios obreros, si uno de ellos suelda la junta de la
vía hoy, otro traslada la traviesa al cabo de una semana, y el tercero aprieta los
tornillos dentro de un mes!

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La figura resulta igual cuando los electrones experimentan la difracción por millares
al mismo tiempo y cuando lo hacen individualmente. De esto se puede sacar una
sola conclusión: cada electrón pone de manifiesto sus insólitas propiedades
independientemente de los demás. Lo mismo que si estos electrones no existieran
en absoluto.

Vamos al campo de tiro


Retornemos a nuestro «blanco estropeado». Este blanco fue originado por el
pequeño número de electrones que incidió sobre la placa fotográfica. Al parecer,
estos electrones chocaban con la placa en cualquiera de sus partes, de un modo
totalmente casual.

Figura 3

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Sin embargo, llama la atención una cosa. Midamos el orificio del diafragma del cual
salen los electrones, y transportemos su contorno a nuestro blanco. Podría pensarse
que todos los electrones, por muy casual que fuese su impacto en la placa, deberían
«entrar» en este contorno. Pero, ¿qué ocurre en realidad? Los impactos de los
electrones se salen con frecuencia de los límites marcados y se alojan bastante de
ellos.
Y hay algo más interesante aún. Observando atentamente la placa fotográfica se
puede notar que los electrones, a pesar de todo, no inciden sobre ella de un modo
totalmente casual. Incluso cuando el número de impactos en el blanco es todavía
pequeño, pueden verse en él sitios en los cuales no hay ni un solo impacto, y otros
en los que éstos se agrupan más o menos estrechamente. Si por estos sitios se
hacen pasar líneas, estas líneas parecerán anillos. Surge el primer anillo, el
segundo, el tercero...
Es verdad que aún están trazados casi «a ciegas». Se harán verdaderos anillos
visibles cuando el número de electrones que incidan en la placa sea muchas veces
mayor.
Ideemos una pequeña treta. Traslademos los impactos de los electrones a un blanco
de tiro ordinario, hagamos los correspondientes agujeros y llevémoslo a un campo
de tiro donde se entrenen tiradores expertos. Enseñémosles nuestro blanco. La
reacción de los tiradores será extraordinaria.
Su primer gesto de incomprensión se tornará pronto en risa: «¡Mire, qué tirador
más gracioso! Tiene buena puntería, puesto que ha metido muchas balas en la
diana. Pero, ¿por qué no hay ni un sólo impacto en el nueve, ni en ocho? Su tirador,
por lo visto, prefiere colocar las balas únicamente en el diez, en el siete, en el
cuatro y en el uno. ¿Lo hace adrede?
Nosotros, por ahora, no queremos descubrir nuestro secreto. Ahora es el entrenador
quien observa nuestro blanco. Arruga la frente, pensativo. Escuchemos lo que dice.
«¡Esto es absurdo! Por mucho que se esmere, no hay ningún tirador que haga
blancos como éste. ¿Por qué? Pues mire:
Si el que dispara es un tirador sin experiencia, los impactos se reparten de cualquier
forma, pero siempre con más o menos regularidad por todo el blanco. El blanco de
un buen tirador tiene otro aspecto completamente distinto. Aquí lo tiene: los

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impactos se hallan agrupados más densamente cerca de la diana, mientras que en


los anillos externos hay muy pocos. Contemos los impactos que hay en cada uno de
los anillos y hagamos un diagrama.
Tomemos sobre uno de sus ejes el número del anillo (o, lo que es lo mismo, su
distancia al centro del blanco), y sobre el otro, el número de impactos entre cada
dos anillos. Vea usted el resultado. La curva desciende suavemente a medida que se
aleja hacia los bordes del blanco.
Y ahora hagamos el diagrama de su blanco. Mire. Su curva, en lugar de descender
suavemente desde el centro del blanco basta sus bordes, oscila hacia arriba y hacia
abajo. En realidad desciende, pero no como nuestra curva.
Para nosotros, los tiradores de experiencia, rigen, a pesar de todo, las leyes de la
casualidad. Y la curva que he trazado se llama curva de distribución de los errores
casuales o curva de Gauss. Para ustedes, por lo visto, también rige la casualidad.
Pero la ley a que está sometida es otra. En el campo de tiro nunca nos hemos
encontrado con una ley semejante. ¡Esto es algo nuevo!»
Bueno, démosle las, gracias al entrenador y volvamos a nuestro «blanco».

Ondas de probabilidad
El entrenador tenía razón. La curva ondulada que él dibujó en realidad no se ha
obtenido hasta ahora en la práctica del tiro al blanco, y jamás aparecerá. Los
electrones no son balas. La bala tiene una masa demasiado grande para que en la
práctica puedan manifestarse sus propiedades ondulatorias.
Precisamente esta curva de distribución de las huellas de los electrones en las
placas fotográficas después de reflejarse en el cristal, propuso Born que fuera
considerada como la onda de De Broglie.
¡Espere un momento! ¿Qué tiene que ver esa onda de «papel» con la onda real que
debe existir en las condiciones reales? Esta última se mueve junto con el electrón,
mientras que la nuestra «descansa» en el papel.
Sin embargo existe una relación. El diagrama de los impactos de los electrones en
la placa fotográfica no ha sido inventado, sino que refleja en cierto modo la
existencia de la onda real, ligada al movimiento del electrón. Pero el sentido que
tiene esta onda es muy distinto del que le atribuía De Broglie.

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¿Cómo interpreta el movimiento del electrón la física clásica newtoniana? De una


forma completamente clara: el electrón que sale del orificio del diafragma debe
moverse en línea recta hasta que incida en el cristal. Después el electrón se refleja
en un átomo del cristal, de un modo aproximadamente igual a como es rechazada
una bola de billar lanzada hacia la banda de la mesa bajo cierto ángulo. Por fin, el
electrón sigue desde el cristal otra recta hasta que llega a la placa fotográfica y deja
su huella.
Aquí no hay tirador, a quien le pueda temblar la mano o cansársele la vista.
Tampoco hay vientos ni corrientes de aire caliente, procedentes de la tierra, que
puedan influir en la exactitud de la puntería. En este caso se dan unas condiciones
ideales para el tiro y, por consiguiente, la puntería debe ser ideal y todos los
impactos, «dianas». En otras palabras, los electrones deben reproducir en la placa
fotográfica el contorno exacto del orificio del diafragma. Si este orificio es un
agujero pequeñísimo, en la fotografía también deberá obtenerse un punto pequeño
y nada más.
Pero los electrones no desean cumplir la ley clásica. En lugar de un punto pequeño,
producen en la placa todo un grupo de anillos brillantes y oscuros. Y en este caso no
se trata de mala puntería, incluso admitiendo por un instante que podría ser así, los
electrones se esparcirían por la placa siguiendo la ley de Gauss. No obstante, se
dispersan en realidad de un motín completamente distinto, de acuerdo con la ley
«ondulatoria».
Y el parecido que tiene la onda con el diagrama de la distribución de los electrones
por la placa fotográfica no es simple externo. Esta misma forma tiene el diagrama
de las intensidades de la figura de difracción de la luz, y de los rayos X, que sin
duda, ¡son realmente ondas!
De esta forma, las propiedades ondulatorias de los electrones se manifiestan de un
modo más sutil de lo que pensaba De Broglie. La onda electrónica no es un avión en
el cual viaja el electrón. En nuestro caso la onda define la probabilidad de que el
electrón haga impacto en un sitio cualquiera de la placa fotográfica. Por esta razón
es lógico llamarlo «onda de probabilidad» como propuso Max Born.

Cómo se admitió la probabilidad en la física

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En la física clásica la palabra «probabilidad» no apareció hasta hace poco tiempo. El


movimiento de cualquier partícula o de cualquier cuerpo se considera
predeterminado con absoluta rigurosidad y precisión por las fuerzas que sobre él
actúan. La posición del cuerpo y su velocidad en cualquier instante, ya sea al cabo
de un segundo o de un millón de años, se puede predecir con toda exactitud
conociendo estas fuerzas y la posición del cuerpo en el instante a partir del cual
comenzamos a medir el tiempo.
Pero he aquí que a mediados del siglo XIX la física concentra su atención en el
estudio del movimiento interno en los gases. E inmediatamente se pone en claro
que la aplicación directa de la ecuación de Newton al movimiento de las moléculas
de un gas carece de sentido.
Figúrese que, en volúmenes pequeños de gas ya hay una cantidad colosal de
moléculas, trillones. Para resolver exactamente el problema de su movimiento
habría que plantear las ecuaciones del movimiento para cada una de las moléculas.
Las moléculas no están quietas: se mueven rápidamente por el recipiente, chocan
con otras moléculas, son rechazadas por ellas, vuelven a chocar y así
sucesivamente millones de veces por segundo.
¿Resulta, pues, que hay que escribir tantas ecuaciones de Newton como moléculas
de gas hay, y resolver todas ellas? ¿Hasta pensar en eso es absurdo! ¡Nada más
que para escribir estas ecuaciones se necesitarían millares de millones de años! Y al
cabo de otros millones de años se obtendrían sus soluciones. ¿Poro a quién le harían
falta ya, si el movimiento definido por ellas se habría transformado muchísimos
años antes en otro completamente distinto?
Al buscar un enfoque razonable a este problema, comprendieron los físicos que a
ellos no les debía importar el movimiento de cada molécula de gas por separado,
que a causa de los choques con las demás moléculas cambia con extraordinaria
rapidez. Más bien debían interesarse por el estado de toda la masa del gas: su
temperatura, densidad, presión y otras características. No hay necesidad de
determinar la velocidad de cada una de las moléculas. Todas las características del
estado deben referirse a todo el sistema de moléculas en conjunto. Pero estas
características vienen determinadas principalmente por la velocidad media de las
moléculas del gas. Cuanto mayor es esta velocidad, tanto mayor es la temperatura.

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Si en este caso no varía el volumen del gas, al aumentar su temperatura se eleva


también su presión.
Para conocer exactamente esta dependencia había que aprender a determinar la
velocidad media de las moléculas. Cuando las cosas estaban así planteadas, en
ayuda de los físicos vino la teoría de probabilidades.
Esta teoría decía: «No hay ni que pensar que todas las moléculas del gas tienen en
cada instante la misma velocidad. Al contrario, tienen velocidades distintas, que
además cambian rápida y desordenadamente en los choques. Sin embargo, a pesar
del carácter casual de estas variaciones de la velocidad, en cada instante existe
cierta velocidad media estable de las moléculas para unas condiciones dadas. Lo
que parece casual para una molécula se convierte en ley para un gran número de
ellas. Esto lo asegura la ley de los grandes números. Y como el número de
moléculas que hay en los volúmenes de gas considerados es tan grande en realidad,
es indudable que esta ley se les puede aplicar».
Así es como los físicos empezaron a calcular el comportamiento de las grandes
«colectividades» de moléculas en forma estadística, según las leyes de la teoría de
las probabilidades. Pero los físicos no quisieron ponerse de acuerdo con esta teoría
en otra cosa. Ellos decían: ¡En el movimiento de las moléculas no hay nada casual!
¡Cada choque de una molécula con otra, cada movimiento de la molécula está
definido por las leyes de Newton, y si quisiéramos resolver millares de millones de
ecuaciones podríamos expresar este movimiento con absoluta exactitud, sin
necesidad de valores medios! Naturalmente, no vamos a hacer esto. ¡Pero en
principio, podemos hacerlo! Nosotros definimos el movimiento del gas valiéndonos
de las probabilidades, de las leyes estadísticas, pero a éstas les sirven de base leyes
exactas, las leyes de Newton.
En esto consistía la «presunción» de la física clásica. No existía ningún fundamento
para generalizar las leyes de Newton, para hacerlas extensivas al movimiento de las
moléculas aisladas. El desarrollo ulterior de la física demostró esto. ¡Las moléculas
no son bolas de billar, las moléculas se mueven y chocan de acuerdo con leyes
completamente distintas)

Predicciones prudentes

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Estas son leyes nuevas. Leyes a las cuales se someten las partículas súper
pequeñas, los electrones, los átomos, las moléculas.
Los primeros en manifestar su «insumisión» fueron los electrones. Estos se negaron
a entrar en el marco del «comportamiento decoroso» que les había preparado la
física clásica. En lugar de ir a parar a los sitios que tenían reservados en la placa
fotográfica, los electrones empezaron a moverse...
—... ¡Como quisieron, como los dictaba su «libre albedrío»!— gritaron algunos
científicos, heridos en el mismo corazón por la desobediencia de los electrones.
No es difícil comprender adonde se vieron arrastrados estos científicos por su débil
preparación filosófica. Si el electrón posee «libre albedrío», para él, como
anarquista, no se escriben las leyes. Y entonces, ¿para qué sirve la ciencia, que
busca las leyes, si estas leyes no existen? Dios, con su providencia, le concedió al
electrón (y en este caso a todos los objetos del mundo) libertad de acción y lo libró
de todas las leyes menos de una: la ley divina de su existencia. Pero a la ciencia no
le es dable conocer esta ley, a ella solamente conduce la fe. ¿No es verdad que la
doctrina del «libre albedrío» del electrón conduce a un buen pantano idealista?
—... ¡Como les dictan las nuevas leyes, justas allí donde dejan de serlo las leyes de
la física clásica!— dijeron los científicos que mantenían posiciones materialistas.
Esta situación fue en su tiempo prevista genialmente por Lenin. Veinte años antes
de los acontecimientos que relatamos, Lenin advirtió a los científicos que por muy
sorprendentes que sean las propiedades de los electrones con las cuales tengan que
encontrarse, estas propiedades significarían una sola cosa: que el conocimiento por
el hombre del mundo que le rodea se ha hecho más profundo y exacto.
Los electrones se niegan a seguir las leyes de la física clásica, pero en cambio, se
someten a las leyes de la nueva, de la mecánica cuántica.
¿Qué leyes son éstas? En primer lugar, las leyes de las probabilidades.
¿Qué nos dicen los anillos brillantes de la placa fotográfica (negativo) en el
experimento de difracción de los electrones? Que los electrones no inciden sobre
estos puntos de la placa. Esto significa que los electrones, a pesar de todo, no
tienen «libre albedrío», puesto que existen sitios donde ellos no pueden incidir.
En la placa se observan también anillos oscuros, donde se encuentra la mayoría de
los impactos de electrones. Pero a estos no van a parar todos los electrones. En la

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placa hay también zonas «grises» de transición entre las más oscuras y las más
brillantes, a las cuales llega un número «medio» de electrones. Esto se ve bien en el
diagrama de distribución de los impactos que dibujó el entrenador.
Y ahora pasamos a lo más importante.
De la fuente salió un electrón, pasó por el diafragma, se reflejó en el cristal y siguió
hacia la placa fotográfica. ¿En qué sitio de placa incidirá precisamente este electrón?
«Aquí»—dice la física clásica, después de hacer unos cálculos minuciosos de los
ángulos, de las distancias y de las velocidades. Y con bastante frecuencia... errará
el tiro.
«Exactamente no lo sé —dice la mecánica cuántica —, pero lo más probable es que
incida sobre un anillo oscuro, la probabilidad de que caiga en las zonas grises será
menor, y la probabilidad de que vaya a parar a los anillos brillantes será mínima».
¡Qué predicciones más prudentes! Resulta extraño oír una respuesta así de una
ciencia que pretende ser exacta. ¿Acaso es ciencia esto?
Efectivamente, a los físicos de entonces les impresionaban más las predicciones
«absolutamente exactas» de la física clásica. Pero, pensándolo bien, ¡qué
pedantería se ocultaba tras estas previsiones! Pedantería... e ignorancia.
¿Qué se puede decir, si no, de una ciencia que apenas empieza a comprender el
mundo infinitamente complejo, que no conoce aún ni una parte insignificante de los
fenómenos que en él ocurren, pero que se atreve a hacer declaraciones
terminantes?
Bueno, me parece que estamos juzgando demasiado rigurosamente a la física
clásica. Porque, no obstante, hay que reconocer sus méritos: en el mundo de los
grandes objetos a que estamos acostumbrados la física clásica cumple su misión
bastante bien. Y, ¿cómo podía ella darse cuenta de su ignorancia autos del
descubrimiento de los cuantos, de las propiedades ondulatorias de las partículas y
de otras muchas cosas asombrosas?
Como es natural, cualquier ciencia tiende a conocer lo más exacta y detalladamente
posible el objeto a cuyo estudio se dedica. Esto es su objetivo y divisa fundamental.
Sin embarco, nunca llegará el día en que los científicos puedan decir: «Ya lo
conocemos todo», y la ciencia se quede mano sobre mano.

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Tío aquí lo que quieren decir las predicciones prudentes en la ciencia, todos estos
«posibles» y «probables». Ahora pierde la física la «arrogancia» de su período
clásico. Estos «probables» significan para ella el reconocimiento de que por ahora
no conoce los fenómenos total y exactamente.
Con qué maliciosa sonrisa mirarían ustedes a un meteorólogo que dijera: «Mañana
hará calor todo el día y no lloverá; la temperatura a las 9 de la mañana será de
23,8 grados, a las 12 del día, de 29,0 grados, y a las 4 de la tarde, de 27,4 grados.
Exactamente a la 1 de la tarde aparecerán nubes en el cielo de tales y tales zonas
que cubrirán durante tanto tiempo tal superficie. A las 5 de la tarde las nubes se
irán en dirección nordeste con la velocidad de 12,3 kilómetros por hora».
Y esta sonrisa será comprensible, porque en la formación del tiempo toman parte
decenas de factores. Tener en cuenta exacta y coordinadamente todos estos
factores, para poder responder con la cabeza de la absoluta veracidad de la
predicción del tiempo, es cosa que no puede hacer la meteorología actual.
¡Desgraciadamente no son pocas sus equivocaciones incluso en predicciones mucho
menos detalladas!
¡Qué decir entonces de la mecánica cuántica, que tiene que habérselas con el
mundo, incomparablemente más difícil de abordar, de los objetos súper pequeños!

Ondas de partículas y partículas de ondas


Quedamos en que las ondas de De Broglie determinan el movimiento de los
electrones. Pero lo determinan no de un modo absolutamente exacto, sino probable.
En el experimento de difracción de los electrones estas ondas indican en qué sitios
de la placa fotográfica es más probable que incidan los electrones.
Pero, ¿no se equivocaría Max Born al tomar estas «ondas de probabilidad» por
ondas de De Broglie? ¿No serán las ondas de De Broglie algo completamente
distinto? Esto no es difícil de comprobar.
Recordemos la relación de De Broglie. En ella se ve que al aumentar la velocidad del
electrón, debe disminuir la longitud de su onda. Los físicos ya sabían que cuanto
más duros sean los rayos X, y más corta su longitud de onda, tanto más
comprimida se obtiene su figura de difracción. Fue estudiada la difracción de
electrones cuyas velocidades eran distintas. ¿Y qué? Pues, ¡quedó claramente

Gentileza de Manuel Mayo 75 Preparado por Patricio Barros


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establecida la compresión de los anillos de difracción a medida que aumenta la


velocidad de los electrones!
Finalmente, de la longitud de onda pudieron los físicos pasar a la distancia entre los
anillos de la figura y viceversa. El cálculo demostró que, si la longitud de las orillas
electrónicas se determinaba por la distancia de los anillos, se obtenían unos valores
que coincidían exactamente con los hallados por la relación de De Broglie.
Ya no cabía duda. Las «ondas de probabilidad» resultaron ser las mismas «ondas de
materia» que predijo De Broglie.
Estas ondas se ponen de manifiesto no sólo en los fenómenos de difracción de los
electrones en los cristales. Las ondas de De Broglie son universales, acompañan a
los electrones y demás partículas de la materia literalmente en cada paso.
Pero no siempre se puede descubrir la presencia de estas ondas. Al crecer la masa y
la velocidad de las partículas, la longitud de las ondas de De Broglie disminuye
rápidamente y se sale de los límites en que puede ser registrada por los aparatos.
Entonces se revelan únicamente las propiedades corpusculares de las partículas.
Recordemos lo dicho sobre las propiedades de las ondas. Las ondas
electromagnéticas, por ejemplo, tampoco manifiestan su segunda naturaleza, es
decir, la corpuscular, hasta cierto límite: se comportan como corresponde a las
ondas, interfieren entre sí, experimentan difracción en los obstáculos, etc. Pero en
cuanto su longitud se hace suficientemente pequeña, empiezan a realizar acciones
características precisamente de las partículas, por ejemplo, arrancar electrones del
metal.
Con especial claridad se ponen de manifiesto las propiedades de las partículas en las
ondas electromagnéticas más cortas de las conocidas en la actualidad, en los rayos
gamma. ¡Estos rayos arrancan partículas de materia con suma facilidad!
El descubrimiento de De Broglie vinculó el mundo de los fenómenos físicos
tendiendo un puente entre dos entes contrarios y que, al parecer, se excluyen
mutuamente: las partículas y las ondas. Pero si es bien cierto que se descubrió esta
unidad, sería erróneo pensar que desaparecieron las contrariedades.
Más bien pudiera parecer que se sumieron en lo profundo de las cosas y
determinaron de por sí la extraordinaria fisonomía del micro-mundo. A la
descripción de esta fisonomía dedicaremos en lo sucesivo muchas páginas de

Gentileza de Manuel Mayo 76 Preparado por Patricio Barros


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nuestra narración. En ellas descubriremos los secretos de muchos fenómenos


sorprendentes, que son posibles en el mundo de los objetos súper pequeños y que
se definen perfectamente por las «ondas de probabilidad».

Hacia la ley ondulatoria


Estas ondas definen el movimiento de los electrones y de otras partículas del
micromundo. Pero, concretamente, ¿qué entendemos por la palabra «definen»?
Cualquier objeto o fenómeno se puede definir cualitativa y cuantitativamente. En
general hacemos principalmente lo primero. Basta decir: «Hoy lloverá», para que
cojamos el paraguas al salir de casa. En este caso puede no interesarnos cuánto
tiempo durará la lluvia, a qué altura pasarán las nubes y decenas de otros detalles.
La ciencia, sobre todo si es exacta como la física, no se conforma generalmente con
una definición cualitativa. Exige cifras, y que sean lo más exactas posible.
La figura de difracción de los electrones en la placa fotográfica la hemos definido
hasta ahora en lo fundamental cualitativamente, como una sucesión de anillos
oscuros y brillantes. También se puede definir cuantitativamente, midiendo el grado
de ennegrecimiento en varios puntos de la placa y dibujando el diagrama. Este
diagrama es el que dibujó el entrenador en el campo de tiro.
Ahora, al parecer, se podría dar la teoría de este fenómeno y descansar
tranquilamente. Pero, ¿y los demás fenómenos, cómo explicarlos? ¡Buena sería la
ciencia, si para cada fenómeno ideara una teoría independiente!
La fuerza de la auténtica ciencia consiste en eso, en que crea teorías que abarcan
con una cadena única centenares de fenómenos que no se parecen entre sí. Las
teorías más poderosas son a la vez, las más amplias, las «universales».
En la física la construcción de las grandes teorías nuevas empezaba frecuentemente
por la búsqueda de una fórmula muy importante. Esta fórmula es la de ley del
movimiento.
Una de las leyes es bien conocida: la segunda ley de Newton, que relaciona la
aceleración que adquiere un cuerpo con la magnitud y la dirección de la fuerza que
actúa sobre él. Pero nosotros no vemos directamente las fuerzas y las
aceleraciones. Para nosotros el movimiento, por la acción de las fuerzas, consiste en
la traslación visible de los cuerpos en el espacio en el transcurso del tiempo.

Gentileza de Manuel Mayo 77 Preparado por Patricio Barros


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Esto es lo que se puede hallar con la ley de Newton. La aceleración es la variación


de la velocidad del movimiento con el tiempo. Y la propia velocidad es la variación
que experimenta la posición del cuerpo con el tiempo. Así, pues, en definitiva la ley
de Newton relaciona la fuerza con la traslación del cuerpo precisa-mente.
Resolviendo la ecuación de Newton se halla también el tipo del movimiento que
tiene el cuerpo, el cual se expresa por cierta curva que describe el cuerpo al
transcurrir el tiempo. Esta curva se llama trayectoria.
Hay en la física otra ley tan general y amplia como ésta. A ella se supedita no el
movimiento de los cuerpos, sino la propagación de las ondas. Matemáticamente se
escribe en la forma llamada ecuación de onda o ecuación de D’Alembert, en honor
de su descubridor, el eminente científico francés del siglo XVIII Jean le Rond
D’Alembert.
Estas dos ecuaciones — de Newton y de D’Alembert — no se deducen de ninguna
ley más general. Pudiéramos decir que fueron inventadas. ¡Inventadas, pero no
imaginadas! Porque estas leyes no fueron simplemente sacadas de la cabeza, sino
que son de por sí la generalización teórica de numerosos experimentos y
observaciones realizadas por los antecesores de Newton y de D’Alembert.
El genio de un científico no consiste en imaginar algo o sacárselo de la cabeza. No,
genio es aquel que en los complicadísimos entrelazamientos de los sucesos prevé la
acción de la fuerza oculta de cierta ley importante, quien saca esta ley a la luz y le
quita la escoria de multitud de manifestaciones casuales, de pormenores sin
importancia, la pule y la ofrece a la humanidad agradecida después de escribirla
expresada en palabras o, como en las ciencias exactas, en una fórmula. Así la
nueva ley parece una gema del conocimiento, que alegra el corazón de las gentes
con la elegancia de sus líneas y el brillo de sus facetas.
¿Con qué ley había de comenzar la construcción del fundamento de la mecánica
cuántica? Está claro que la nueva ley de la mecánica cuántica, al pretender al
puesto que las leyes de Newton y de D’Alembert ocupaban en la física clásica, debía
ser no menos general ni menos amplia. Es más, esta ley, dedicada al mundo
dualístico de los objetos súper pequeños, debía por sí misma sustituir las dos leyes
de la física clásica. ¡Ella sola debía definir el movimiento de las partículas y la
propagación de las ondas! ¡A Newton le fue más fácil! El ya tenía a mano muchos

Gentileza de Manuel Mayo 78 Preparado por Patricio Barros


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datos experimentales. ¿Y ahora? Ni un solo experimento. Transcurría aún el año


1925 y casi tres años separaban a los físicos del experimento decisivo de difracción
de los electrones. La relación de De Broglie ya existía, pero, aunque hablaba de la
longitud de onda de las partículas, no podía decir nada sobre la ley de sus
movimientos.
No obstante, los físicos teóricos estaban tan convencidos de que iban por buen
camino, que emprendieron la tarea de crear la nueva teoría sin esperar la
comprobación experimental de la hipótesis de De Broglie.
¿Cómo empezar? ¿Modificando la ecuación de Newton de modo que abarcara
también las propiedades ondulatorias de las partículas? No, la historia creyó
necesario obrar de otra forma. Los físicos, siguiendo a De Broglie, intentaron
modificar la ecuación de onda para que reflejara las propiedades corpusculares de
las ondas. Esto resultó muy fácil.
Los primeros éxitos fueron logrados por Erwin Schrödinger y Werner Heisenberg.
Los caminos que condujeron a ambos físicos a la solución de este problema
fundamental fueron totalmente diferentes. Hasta es posible que el uno no supiera
casi nada de los trabajos del otro. Y solamente cierto tiempo después de haber sido
publicados sus trabajos pudo Schrödinger demostrar que estas dos soluciones del
problema, a pesar de no parecerse exteriormente entre sí, eran totalmente iguales
por su sentido físico.
Heisenberg ideó la llamada forma matricial de la mecánica cuántica. Como es muy
complicada, aquí no es posible hablar de ella. Schrödinger, por el contrario, modificó
la ecuación de onda de tal modo que ésta tuvo en cuenta el «gusto» corpuscular de
las ondas de De Broglie. En su honor, la nueva ecuación recibió el nombre de
ecuación de Schrödinger. Entre los físicos ésta es la ecuación más popular de la
mecánica cuán tica.
De esta forma la ley ondulatoria se hizo la ley fundamental de la mecánica cuántica.

Habla un aparato de medición


Volvamos a las ondas de De Broglie. De acuerdo con la interpretación que les dio
Born y que en fin de cuentas encarnó en la ecuación de Schrödinger, es las ondas,
en particular, se ponen de manifiesto en la distribución ondulada de los impactos de

Gentileza de Manuel Mayo 79 Preparado por Patricio Barros


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los electrones en la placa fotográfica. Pero, para que esta figura aparezca
claramente, hacen falta, como ya vimos, muchos electrones.
Pero, ¿qué sentido tiene la onda de De Broglie para un solo electrón? Esto también
lo sabemos: desvía el electrón del «camino a seguir» clásico. Sin este desvío la
figura de difracción no se podría producir en absoluto.
Parece que está claro. Sin embargo esta explicación no satisface por completo.
Después de las repetidas observaciones sobre las rarezas del mundo de los objetos
súper pequeños sería de desear que las propiedades ondulatorias de las partículas
se manifestaran con mayor claridad, que fueran «más raras aún».
Muy bien, el micromundo puede satisfacer fácilmente este deseo. Supóngase que
vamos a hacer en él una medición. A nosotros no nos va a interesar qué forma
concreta tiene el aparato de medición. Su misión será seguir los electrones y medir
su velocidad y posición en el espacio en cada instante.
El electrón es una partícula muy pequeña. Para vigilarlo sería necesario un
microscopio «ultrapotente». Pero supongamos por un momento que este
microscopio se puede hacer.
Primera pregunta: ¿cómo hacer la medición? Para ver un objeto cualquiera hay que
iluminarlo. En la oscuridad absoluta no se ve nada.
Y, ¿con qué se puede iluminar? Esto depende de las dimensiones del objeto. Porque
la primera condición para obtener la imagen clara de un objeto consiste en que la
longitud de la onda de iluminación sea menor que las dimensiones del objeto. El
microscopio óptico ordinario funciona con ondas luminosas cuya longitud
aproximada es de 0,4 a 0,8 micras, por lo que produce imágenes claras de objetos
con dimensiones no menores de dos o tres micras.
Pero, por ejemplo, los objetos cuyas dimensiones sean iguales a media micra se
verán borrosos en este microscopio. Cuando estas dimensiones se hacen del mismo
orden de magnitud que la longitud de la onda de iluminación, se produce una fuerte
difracción de la luz. Y en lugar de la imagen clara del objeto se obtiene una figura
de difracción, es decir, una sucesión de franjas oscuras y brillantes.
Si se intenta observar un objeto todavía más pequeño, su imagen desaparece por
completo: la luz pasa por alto el objeto como si éste no existiera en absoluto.

Gentileza de Manuel Mayo 80 Preparado por Patricio Barros


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El electrón no es una partícula de polvo, ni una bacteria, sus dimensiones (más


adelante veremos que de ellas sólo se puede hablar convencionalmente) son casi
mil millones de veces menores que la longitud de las ondas luminosas. ¿Con qué
iluminarlo? Felizmente existen rayos gamma con longitud de onda muy pequeña.
Elegimos un electrón para observarlo y lo iluminamos con un rayo gamma... ¡y no
vemos nada! Absolutamente nada: había un electrón y desapareció. No dejó ni
siquiera anillos de difracción. Y cuantas veces intentamos ver la imagen del electrón
no conseguimos nada.
¿Por qué? Porque el electrón efectivamente no es una partícula de polvo, ni el rayo
gamma es un fotón luminoso. La partícula de polvo tiene un peso apreciable, y el
cuanto de luz transporta muy poca energía y, por consiguiente, tiene poca
impulsión6.
¿De dónde procede la impulsión del fotón? Ahora lo veremos. Como es sabido, el
fotón se puede comportar como una partícula, según demostró Einstein en su teoría
del efecto fotoeléctrico. Imagínese usted: el fotón en el vacío siempre tiene la
misma velocidad, es decir, la velocidad de la luz, pero su longitud de onda puede
ser diferente. Apliquemos al fotón la relación de De Broglie:

y supongamos que en ella la velocidad v es igual a la velocidad de la luz c. En este


caso se puede hallar también la masa del fotón (como es natural será la masa del
fotón en movimiento; la masa en reposo del fotón es exactamente igual a cero):

Y la impulsión del fotón es el producto de su masa por su velocidad:

6
Cantidad de movimiento (N. del T.).

Gentileza de Manuel Mayo 81 Preparado por Patricio Barros


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¿No son muchas matemáticas? ¿No? Pues, sigamos: de esta fórmula se deduce que
al disminuir la longitud de onda del fotón su cantidad de movimiento crece
rápidamente.
El fotón luminoso choca con la partícula de polvo y, después de transferirle su
impulsión y de reflejarse en ella, pasa por el sistema óptico del microscopio y llega
al ojo. Y la partícula de polvo ni se mueve al recibir el golpe. Estaba en reposo y
continúa en reposo, y si hubiera estado en movimiento, el choque no habría
cambiado casi nada este movimiento.
El electrón es otra cosa. Su masa es absolutamente insignificante en comparación
con la de la partícula de polvo; su impulsión, como veremos más adelante, incluso
si el electrón es extraordinariamente rápido, es muy pequeña. Y enviamos sobre él
un fotón gamma, cuya impulsión es casi mil millones de veces mayor que la de su
colega luminoso. Si un fotón gamma de este tipo choca con el electrón, ¡adivina
quién te dio! Había aquí un electrón, pero voló quién sabe adónde. Por esto, ¡ya
puede usted esperar que se forme su imagen o los anillos de difracción!
La cosa toma mal cariz. Por ejemplo, sabemos que el electrón se mueve, pero no
podemos decir con qué velocidad lo hace: iluminamos el electrón con un fotón
gamma y esto hizo que cambiara la velocidad de aquél. O, supongamos, se sabe
que la velocidad del electrón es nula, es decir, se encuentra en reposo en cierto
lugar. Pero hallar el sitio en que se encuentra es imposible: en cuanto lo
iluminamos, salta y se pierde.
¡Con el viejo microscopio el trabajo es más fácil! Si por su campo visual se mueve
una partícula de polvo o una bacteria, en cualquier instante podemos decir dónde se
encuentra y cuál es su velocidad. Pero si intentamos establecer la situación del
electrón, no podemos determinar su velocidad, y si pretendemos hallar su
velocidad, perdemos la propia partícula. ¡Qué cosas más raras ocurren en el mundo!

Principio de incertidumbre

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Sí, aquí todo se ha descrito aproximadamente como es en realidad. Para


convencernos de esto haremos un sencillo cálculo tomando como ejemplo la misma
partícula de polvo y el electrón.
Supongamos que la partícula de polvo tiene la dimensión de 1 micra (10-4
centímetros), está constituida por una sustancia cuya densidad es de 10 gramos por
centímetro cúbico (esta densidad es un poco mayor que la del hierro) y se mueve
en el campo del microscopio con una velocidad muy pequeña, igual a 1 micra por
segundo. En esto caso su peso será de 10-11 gramos y su impulsión, de 10-15
gramos centímetro por segundo. Si sobre esta partícula se dirige una luz cuya
longitud de onda sea, por ejemplo, de media micra (como la luz verde del
espectro), sus fotones tendrán una impulsión de 10-22 gramos centímetro por
segundo solamente, es decir, decenas de millones de veces menor que la de la
partícula. ¡Está claro que los choques de estos fotones no causarán a la partícula la
menor impresión!
En el caso del electrón la situación es diferente. Incluso si este se mueve con una
velocidad próxima a la de la luz, de 1010 centímetros por segundo, su impulsión será
igual solamente a 10-17 gramos centímetros por segundo. Mientras que el fotón
gamma de longitud de onda muy corta, por ejemplo, de 6 x 10-13 centímetros, que
se utiliza para su iluminación, tendrá una impulsión de 10-14 gramos centímetro por
segundo, es decir, millares de veces mayor que la del electrón. Naturalmente que al
chocar uno de estos fotones con el electrón lo barrerá de su camino, ¡Esto es matar
gorriones a cañonazos!
En consecuencia, como podemos persuadirnos, las posibilidades de los aparatos de
medición cambian mucho en el mundo de los objetos súper pequeños. El aparato
parece que es incapaz de medir simultáneamente y con una exactitud tan alta como
sea necesaria la posición y la velocidad de las partículas en movimiento.
¿Qué inexactitudes, o mejor dicho indeterminaciones (siga leyendo y comprenderá
por qué) de medición son éstas? La respuesta la da el conocido «principio de
incertidumbre», (o de indeterminación), deducido por Heisenberg, en el año 1927,
de las leyes generales de la mecánica cuántica. Su forma es la siguiente:

Gentileza de Manuel Mayo 83 Preparado por Patricio Barros


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(En realidad, en lugar de h debe ponerse la magnitud h/2π, pero en nuestro caso
esto no tiene importancia puesto que la diferencia aproximada entre ambos valores
es de 6 veces solamente). En esta expresión Δx es la indeterminación (inexactitud)
con que se mide la posición (es decir, las coordenadas) de la partícula x; Δvx es la
indeterminación con que se mide su velocidad vx en la dirección x; m es la masa de
la partícula, y el signo ≥ indica que el producto de estas indeterminaciones no
puede ser menor que la magnitud del segundo miembro de la relación que hemos
escrito.
Las «cosas raras» de que hemos hablado antes tan detalladamente consisten en lo
siguiente. Si se intenta medir con absoluta precisión la posición de una partícula, la
indeterminación de su coordenada Δx deberá ser, como es lógico, igual a cero. Pero
entonces, de acuerdo con las inmutables leyes matemáticas, la indeterminación de
su velocidad será

es decir, deberá convertirse en infinito. En otras palabras, la velocidad de la


partícula, en el instante en que se mide su posición, se hace totalmente
indeterminada. Y viceversa, si en un instante cualquiera se mide con absoluta
precisión la velocidad de la partícula, será imposible decir nada sobre dónde se halla
dicha partícula en ese instante.
¿Qué hacer en este caso? ¿Aceptar un compromiso y medir la posición y la
velocidad del electrón con cierta inexactitud, que en total no sea muy grande?
Veamos qué inexactitudes serán estas en los casos de la misma partícula de polvo y
del electrón. Para la partícula de polvo la magnitud que figura en el segundo
miembro de la relación de Heisenberg es igual aproximadamente a 10-15. Elijamos
los valores de «compromiso» de las indeterminaciones: Δx = 10-8 centímetros, Δvx

Gentileza de Manuel Mayo 84 Preparado por Patricio Barros


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= 10-7 centímetros por segundo (multiplicándolos obtenemos que el segundo


miembro es igual a 10-15).
La magnitud Δvx con respecto a vx constituye 10-7 : 10-4 = 10-3, es decir, la
milésima parte. Esta indeterminación al medir la velocidad puede satisfacernos por
completo: ¡un velocímetro cualquiera no es capaz de proporcionar esta exactitud!
En cuanto a la indeterminación de la posición de la partícula de polvo Δx, constituye
con relación a las dimensiones de la propia partícula 10-8 : 10-4 = 10-4, es decir, 1
diezmilésima parte. ¡Esta inexactitud corresponde a las dimensiones de 1 átomo de
la partícula!
He aquí por qué, al medir la velocidad y la posición de las partículas de polvo, y de
objetos con mayor masa, es imposible incluso sospechar la existencia del principio
de incertidumbre.
Otra cosa es lo que ocurre con el electrón. Su «dimensión» (volvemos a recordar
que es convencional, en el espíritu de la física clásica, que suponía al electrón en
forma de bolita cargada) es aproximadamente igual a 10-13 centímetros; su masa,
10-27 gramos; la velocidad de un electrón no muy rápido, al pasar por un campo
eléctrico cuya diferencia de potencial sea de 1 voltio, es del orden de 107
centímetros por segundo. La magnitud del segundo miembro de la relación de
indeterminación será en este caso igual a 10.
Esta magnitud se puede «componer» de Δx y Δvx en diversas formas. Supongamos,
por ejemplo, que deseamos determinar la velocidad del electrón con la misma
exactitud con que lo hicimos en el caso de la partícula de polvo, es decir, 10-3.
Entonces nuestras indeterminaciones serán: Δvx = 104 centímetros por segundo
(104 : 107 = = 10-3), Δx — 10-3 centímetros. ¡La indeterminación de la posición del
electrón será ni más ni menos que millares de millones de veces mayor que sus
«dimensiones»!
Probemos a ceder en la exactitud de medición de la velocidad, reduciéndola, por
ejemplo, hasta el 100 por ciento, o sea, hasta la magnitud de la propia velocidad.
Esto da, como dicen los físicos, el orden de la magnitud que se mide. En este caso
Δvx = 107, y Δx = 10-6 centímetros, es decir, sigue siendo millones de veces mayor
que las «dimensiones» del electrón.
¡La naturaleza del mundo de los objetos súper pequeños no acepta el compromiso!

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¡Quién tiene la culpa, el aparato o el electrón!


Con un hecho semejante no se había encontrado nunca la física clásica. Ella
consideraba que la posición y la velocidad de cualquier partícula en un instante
cualquiera se puedo medir, en principio por lo monos, con una exactitud absoluta.
Esto precisamente sirve de base a sus predicciones «absolutamente exactas» del
movimiento de las partículas por sus posiciones y velocidades en cierto instante
inicial.
Ahora resulta que, incluso en principio, no es posible ni hablar de la absoluta
exactitud de las mediciones. ¿Por qué? ¿Por culpa del aparato de medida?
En realidad no hay ningún aparato capaz de medir ninguna magnitud con exactitud
absoluta. Se puede decir que la historia del desarrollo de la técnica de mediciones la
historia del aumento ininterrumpido de la precisión de los aparatos. La exactitud de
las mediciones en muchas ramas de la ciencia y de la técnica está hoy a una altura
fenomenal. Y continúa elevándose.
Pero he aquí que el principio de incertidumbre establece, al parecer, un límite a la
elevación de la exactitud de los aparatos de medida. Este principio parece que dice:
por mucho que los hombres perfeccionen los aparatos, de esto límite no lograrán
pasar.
La culpa de la situación creada la tiene el aparato de medición, aseguraba
Heisenberg y tras él muchos físicos. El aparato de medida en el micromundo no es
como el telescopio en el Universo. Aunque los dos son necesarios. Nuestros órganos
sensoriales, a través de los cuales conocemos el mundo, tienen unas posibilidades
limitadas. Por esto necesitamos el aparato, para que traduzca los fenómenos que
puede captar al «lenguaje» de las sensaciones humanas.
Pero si el telescopio no ejerce ninguna influencia sobre el movimiento de los cuerpos
celestes que con su ayuda se observan, en el micro-mundo todo es diferente. Aquí
el aparato (nuestro «supermicroscopio» ideal, por ejemplo) interviene activamente
en el fenómeno que se observa con su ayuda y cambia su curso «natural». Con la
particularidad de que, por desgracia, lo cambia tan incontroladamente que resulta
imposible aislar el fenómeno puro. Los límites de «pureza» de la observación los
establece el principio de incertidumbre.

Gentileza de Manuel Mayo 86 Preparado por Patricio Barros


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El responsable de la situación creada es el electrón, opinaban otros físicos. Y para


confirmar esto citaban argumentos no menos convincentes. El mundo de los objetos
súper pequeños vive de acuerdo con sus propias leyes y, a decir verdad, no necesita
mediciones para existir. ¿Qué significa el hecho de que el electrón tenga
propiedades ondulatorias?
En efecto, no se puede decir: la frecuencia de las oscilaciones del péndulo en un
instante dado es tal. Para determinar esta frecuencia hay que observar dichas
oscilaciones durante cierto tiempo. Análogamente, tampoco se puede decir: la
longitud de onda en un punto dado es tal. La longitud de onda, por su propio
sentido, es característica de una larga (estrictamente hablando, infinitamente larga)
serie de ondas. Cualquiera que sea la naturaleza de estas ondas, su longitud no
puede depender de la posición de cualquier punto en la onda.
Recordemos la relación de De Broglie, pero escribámosla de manera que quede en
el primer miembro la velocidad de la partícula:

De aquí se deduce directamente que, como la longitud de onda λ no depende de la


posición de un punto arbitrario en la onda (por ejemplo, el punto en el cual se
puede suponer que se halla la partícula), su velocidad tampoco puede depender de
dicha posición.
De los fallos del aparato tienen la culpa precisamente las propiedades ondulatorias
del electrón.
¿Quién tiene la razón, los que culpan al aparato de «inadaptado» al micromundo o
los que acusan a esto último de ser «inaccesible» a las mediciones?
Resulta que tienen la razón unos y otros, pero sólo a medias. La verdad consiste en
que en la relación de Heisenberg se pone de manifiesto la «culpa» conjunta de
aparato y del electrón. Pero no sólo ellos son culpables.

Un intento con medios "semiinútiles"

Gentileza de Manuel Mayo 87 Preparado por Patricio Barros


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¿Qué exigimos del aparato? En primer lugar, que nos proporciono los datos que
deseamos conocer. El aparato carece de toda independencia, es un ejecutor sumiso
de la voluntad del hombre.
El aparato con ayuda del cual queremos ver el micromundo es, en cierto modo,
«diferente» Tiene, pudiéramos decir, dos extremos, uno de «entrada» y otro de
«salida». En el de entrada tienen lugar los fenómenos que cumplen las leyes
cuánticas, y en el de salida se obtienen los datos escritos en el «lenguaje» clásico,
puesto que nuestros órganos sensoriales no comprenden otro «idioma».
Nosotros exigimos del aparato que nos comunique la posición y la velocidad del
electrón en cada instante. El reconoce honradamente que no puede hacer esto.
Puede darnos datos acerca de las velocidades, sin indicar la posición en el instante
de medir la velocidad, o acerca de las posiciones, pero sin decir nada de las
velocidades en este instante.
Pensándolo bien, los culpables de todo esto son en primer término los propios
físicos. Ellos querían que el aparato transmitiera información sobre la velocidad del
electrón en dependencia de su posición, pero, inesperadamente, ¿estas dos
magnitudes^ resultaron no estar relacionadas entre sí!
En esto consiste una de las «rarezas» del micromundo, una de las manifestaciones
de la naturaleza ondulatoria de las partículas. Resulta que las antiguas ideas y
magnitudes clásicas, utilizadas tranquilamente por los físicos durante centenares de
años, ¡son inútiles cuando se irrumpe en el mundo de los objetos súper pequeños!
Mejor dicho, son «semiinútiles». Estas ideas continúan sirviendo también en el
micromundo, pero ahora se hace evidente su independencia, su limitación. Los
límites hasta donde se pueden utilizar, los establece el principio de incertidumbre.
El electrón se podría considerar como una partícula puntual y hablar con seguridad
de que tiene una posición exacta en el espacio, si con él no estuviera asociada
inseparablemente la onda. Esta se comporta como si se esparciera la posición del
electrón: puesto que él se puede hallar en cualquier sitio de su propia onda.
Y, como resultado, para el electrón en reposo la longitud de su onda crece hasta el
infinito, y al ocurrir esto deben fracasar todos los intentos de encontrarlo en
cualquier sitio determinado. Por otra parte, cuanto más rápidamente se mueve el
electrón, con más exactitud está «localizado» en su onda, pero incluso a las

Gentileza de Manuel Mayo 88 Preparado por Patricio Barros


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velocidades máximas posibles el «esparcimiento» continúa siendo muchas veces


mayor que las «dimensiones» propias del electrón.
En el mundo de los objetos súper pequeños resultan insuficientes no sólo las ideas
clásicas concernientes a la posición y a la velocidad del electrón. Esta misma suerte
la comparten magnitudes como el tiempo, la energía de las partículas y otras
muchas.
En este caso podría preguntar usted, ¿porqué no desecharon los físicos las ideas y
magnitudes clásicas, que eran insuficientes para el trabajo en el micromundo, y las
sustituyeron por otras nuevas, más en consonancia con las extraordinarias
propiedades de dicho mundo?
Pero es probable que ni se imagine lo difícil que es responder a esta pregunta. Esta
cuestión concierne a la propia naturaleza del conocimiento humano. Sobre ello
hablaremos con más detenimiento al final de nuestro libro. Por ahora diremos que el
cambio de ideas y representaciones en la física, lo mismo que en cualquier otra
rama de la ciencia, es un proceso extraordinariamente largo, difícil y pesado.
Tuvieron que pasar muchos miles de años para que el hombre cambiara sus
primeras ideas simplistas del Universo, de la esencia de la vida, de la naturaleza
inanimada y de la estructura de los átomos. ¡Y qué ingenuos parecerán nuestros
conceptos a los lejanos descendientes que vivan dentro de centenares de años!
En nuestra época los conocimientos humanos se desarrollan con una velocidad
asombrosa. Pero, a pesar de todo, el proceso de comprensión de la esencia de los
nuevos mundos, de los nuevos fenómenos, no sólo persiste, sino que se hace más
difícil y contradictorio. Este proceso fue profunda y acertadamente caracterizado por
Einstein como «un drama de las ideas».
Así ocurrió también al emprender el viaje al mundo de los objetos súper pequeños
con el «equipaje» clásico.

Otro "prodigio"
La costumbre infantil de ir por manzanas a las huertas de los vecinos provocó una
medida preventiva: aparecieron las vallas altas cerradas. Y aquí tenemos a un niño
travieso ante este «obstáculo artificial» y deseando colarse en la huerta. Pero la
valla, alta, lisa y sin ningún boquete, hace casi impracticable este deseo.

Gentileza de Manuel Mayo 89 Preparado por Patricio Barros


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¿Qué hacer? ¿Buscar una escalera o unos cómplices desde cuyos hombros pueda
escalar la valla, o es mejor tomar carrera y encaramarse lo mismo que un gallito?
¡Es tan seductora la fruta prohibida!
Nuestro pilluelo se asombraría o incluso olvidaría las codiciadas manzanas si nos
acercáramos a él y le dijésemos: «¡Es una lástima!
Si fueras más ligero, no tendrías ni que mover un dedo y ya estarías al otro lado de
la valla».
Los niños de hoy no creen en los cuentos. ¡Y hacen mal! Porque en el mundo de los
objetos súper pequeños ocurren cosas verdaderamente fabulosas. Una de ellas es la
penetración de las partículas a través de paredes totalmente «ciegas».
Observémosla atentamente. ¿Qué significa en realidad escalar o saltar una valla?
Desde que estábamos en la escuela sabemos que cuanto más bajo se encuentra un
cuerpo cualquiera tanto menor es su energía potencial. Si está usted de pie en la
tierra, su energía potencial es menor que si estuviera sentado en la valla, incluso
sabemos en qué cantidad es menor, puesto que dicha cantidad viene dada por el
producto del peso de su cuerpo por la diferencia de alturas de su centro de
gravedad en estas dos posiciones; la diferencia de alturas es aproximadamente
igual a la altura de la valla menos un metro.
La valla se puede escalar si de un modo cualquiera se acumula temporalmente la
energía que falta. Esto se puede conseguir bien a expensas del trabajo de sus
propios músculos, o bien ayudado por el trabajo de los músculos de sus cómplices,
que ponen las espaldas. En cualquier caso este trabajo se invierte en aumentar su
energía potencial, y puede usted subirse a la valla.
Lo demás no es difícil. Para bajar de la valla no hay que hacer fuerza. Más bien al
contrario, tendrá usted que sujetarse para que la bajada por la acción de la fuerza
de atracción de la tierra no sea demasiado rápida y no termine con un roto en los
pantalones. Y por el otro lado de la valla vuelve a disminuir La energía potencial y
recobra el valor que tenía antes de saltar la valla.
Si se representa en un diagrama la dependencia de su energía potencial al escalar
la mencionada valla, se obtiene un «montículo». En física este «montículo» recibe el
nombre de barrera de potencial.

Gentileza de Manuel Mayo 90 Preparado por Patricio Barros


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En el mundo de los átomos también existen «vallas». Por ejemplo, en los metales
existe una multitud de electrones casi libres, débilmente ligados a sus átomos.

Figura 4

Pero, a pesar de su libertad, aún no ha visto nadie que los electrones se


desprendieran del metal por sí solos. Esto se debe a que la libertad de los
electrones no es completa; aunque los electrones están ligados débilmente a los
átomos de que proceden, son atraídos por los iones que se producen (de esto se
hablará más detenidamente en el capítulo siguiente).

Figura 5

Gentileza de Manuel Mayo 91 Preparado por Patricio Barros


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La acción conjunta de todos los iones sobre todos los electrones en el trozo de
metal se puede imaginar como si el «recinto» por donde andan los electrones
estuviera separado del espacio exterior por una «valla» bastante alta.
Los electrones en el trozo de metal nos recuerdan la bola en el hoyo de que
hablamos al referirnos a la teoría de Bohr, Dentro del metal los electrones se
mueven con bastante facilidad, pero no pueden salir de sus límites, lo mismo que le
ocurre a la bola en el hoyo. Por esto las condiciones en las cuales se encuentran los
electrones en el metal recibieron el nombre de pozo de potencial.

Figura 6

Sin embargo, los electrones no están encerrados para siempre en el trozo de metal.
En ciertas condiciones pueden saltar la barrera y hallarse fuera de éste. Por
ejemplo, esto ocurre cuando el metal se ilumina con una luz de onda
suficientemente corta. El fotón energético obra como si le diera un «pescozón» al
electrón, lo que hace que éste salte a lo alto de la barrera de potencial, la
transponga y se encuentre realmente libre. Este es el procedimiento ordinario,
«clásico», de salvar la barrera de potencial, que en esencia no se diferencia en nada
del procedimiento que utilizan las personas cuando saltan.
Usted quizá se haya dado cuenta de que la barrera para los electrones en el metal
no se parece del todo a una valla: tiene parte delantera, pero no trasera; se

Gentileza de Manuel Mayo 92 Preparado por Patricio Barros


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asemeja más a un peldaño que a una valla. Para la bola que está en el hoyo se
puedo hacer una valla cavando la tierra por detrás del borde de aquél. En el caso de
los electrones en el metal esta operación de «zapa» se puede hacer aplicando al
trozo de metal un campo eléctrico potente.
En este caso, ambas barreras, la de la bola en el hoyo y la del electrón en el metal,
se asemejan entre sí. Pero después comienzan unas divergencias bastante
importantes.
Si resolvemos la ecuación de Newton para la bola en el hoyo, tenemos que dicha
bola se quedará para siempre en el hoyo si no se le comunica la energía precisa
para salvar la barrera. Esto está claro sin necesidad de ecuaciones. ¡Dónde se ha
visto que una bola salte de un hoyo o que un niño, sin hacer ningún movimiento,
pase de por sí una valla!
No, la mecánica clásica declara terminantemente: la bola no saldrá del hoyo de
ninguna manera. La probabilidad de que ocurra un «prodigio» y la bola resulta fuera
del hoyo es exactamente igual a cero, ¡eso es imposible, inverosímil!
Pero si resolvemos la ecuación de Schrödinger para el electrón en el metal, situado
en un campo eléctrico, obtenemos un resultado totalmente inesperado. ¡La
probabilidad de que el electrón salga del metal ya no es igual a cero y,
estrictamente hablando, no se anula en ninguna parte! Esta probabilidad no es
grande, puede ser hasta extraordinariamente pequeña, ¡pero no es nula!
Da la sensación de que los electrones adquirieron la posibilidad de «infiltrarse» a
través de la barrera de potencial. Y aparecen al otro lado de ésta como si quisieran
reírse de las previsiones terminantes de la física clásica. Ocurre como si unas
fuerzas invisibles hicieran en la barrera un «túnel» por el cual puede pasar el
electrón sin el menor esfuerzo. Por esto los físicos llamaron a este fenómeno
«efecto túnel».

Otra vez el principio de incertidumbre


Y mientras nosotros esperamos con paciencia que la mecánica cuántica nos explique
el nuevo «prodigio», vuelve a salir a la escena el aparato de medida y pide otra vez
la palabra. Y de nuevo su discurso está lleno de lamentaciones.

Gentileza de Manuel Mayo 93 Preparado por Patricio Barros


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En efecto, le encomendaron vigilar cómo el electrón se infiltra a través de la barrera


de potencial. Porque esta infiltración contradice los principios fundamentales de la
física clásica. ¿Comprende usted la importancia que tiene convencerse de que esto
no es más que invención absurda de los teóricos?
Como ya dijimos, la energía total de la bola en el hoyo, igual a la suma de sus
energías cinética y potencial, es negativa. Esto ocurre porque la energía potencial
de la bola (que medimos desde lo alto del hoyo, es decir, desde el punto más alto
de la barrera de potencial) es negativa y por su magnitud es mayor que su energía
cinética.
Está claro que dentro de los límites de la barrera la energía total de la bola debe
permanecer negativa; porque al «infiltrarse» la bola no cambia la magnitud de su
energía total. Pero en este caso disminuye la energía potencial, hasta que en el
punto más alto de la barrera no se anula.
De aquí se puede hacer una sola deducción: dentro de los límites de la barrera la
energía cinética de la bola se hace negativa. Pero, ¿qué magnitud es ésta?
Escribámosla:

El cuadrado de la velocidad v, cualquiera que sea el signo de ésta, será siempre


positivo; el dos del denominador, también es positivo. Es decir, negativa será m, la
masa de la partícula. Pero una masa negativa es incomprensible e inimaginable. En
realidad esto significaría, por ejemplo, que si una locomotora lleva un tren de Moscú
a Leningrado, los vagones se alejan de ella y van de Leningrado a Moscú.
¡Qué tontería! Y para cerciorarse de que esto es en realidad un disparate, se montó
el aparato para que vigilara al electrón.
El aparato descubrió el electrón y empezó a seguirlo. Y el electrón llegó al límite de
la barrera de potencial. Para cogerlo «in fraganti» en el instante de su infiltración a
través de la barrera, el aparato no tiene que determinar exactamente la posición del
electrón: basta comprobar que el electrón está en algún sitio dentro de los límites
de la barrera.

Gentileza de Manuel Mayo 94 Preparado por Patricio Barros


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Pero esto no es todo. El aparato debe conocer además la velocidad del electrón en
este instante, para cerciorarse de que en realidad su energía cinética sea negativa.
Y al llegar aquí el aparato se ve obligado a reconocer su impotencia. Entra en
escena la relación de indeterminación de Heisenberg.
Porque para determinar la posición del electrón dentro de los límites de la barrera
hay que iluminarlo con fotones: de pequeña longitud de onda: la posición del
electrón debe determinarse con una exactitud no menor que el espesor de la propia
barrera y este espesor, en el mundo atómico, es pequeño. Pero el choque de un
fotón de este tipo con el electrón aporta una indeterminación considerable a su
velocidad.
¿Cómo es esta indeterminación? ¡Es ni más ni menos tal, que la indeterminación
que provoca en la energía cinética del electrón resulta ser más elevada que el punto
más alto de la barrera!
En otras palabras, coger «in fraganti» la partícula mientras pasa no clásicamente
por debajo de la barrera, es imposible. Durante el propio proceso de la
«demostración» se le comunica la energía suficiente para que la partícula pueda
saltar la barrera por un procedimiento clásico completamente legal y decoroso,
¡Algo como sí el policía ayudara al delincuente ocultando el cuerpo del delito!
Esta situación es característica de muchos fenómenos del mundo de los objetos
súper pequeños. La mecánica cuántica puede afirmar las cosas más inverosímiles
desde el punto de vista de la física clásica. Pero demostrar la falsedad de estas
afirmaciones, utilizando aparatos «clásicos», es imposible en principio. Buscar la
partícula debajo de la barrera es inútil, no estará. El propio concepto de partícula
dentro de una barrera de potencial carece de sentido tanto en la mecánica cuántica
como en la física clásica.
¡Y sin embargo la partícula se infiltra a través de la barrera! La explicación de este
«prodigio» se encuentra, a fin ele cuentas, en las propiedades ondulatorias de los
electrones y de las demás partículas del micromundo.

De nuevo las "ondas de materia"


Estas propiedades ondulatorias, como ya dijimos, conducen a que la velocidad de
las partículas deja de depender de sus posiciones. En el mundo de los objetos súper

Gentileza de Manuel Mayo 95 Preparado por Patricio Barros


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pequeños no existen trayectorias. No obstante, de la posición de las partículas


depende su energía potencial, y de la velocidad, la energía cinética.
De esta forma resulta que, hablando en rigor, simultáneamente no se pueden medir
con exactitud las energías cinética y potencial de la partícula. Estas energías no
dependen una de otra en cada instante. Y los límites de la utilización de estos
conceptos clásicos de la energía en el mundo de los átomos los da también el
principio de incertidumbre.
La partícula que se halla en el pozo de potencial tiene, pues, cierta probabilidad de
salir de él por sí misma y, por consiguiente, existe también la probabilidad de que
se quede en el pozo. Si disponemos, por ejemplo, de mil electrones y diez de ellos
se infiltran a través de la barrera, la probabilidad del efecto túnel constituyo un 1
por ciento, y la probabilidad de que este efecto no se produzca será de un 99 por
ciento. Los físicos dieron a estas probabilidades los nombres respectivos de
transparencia y poder reflector de la barrera de potencial.
¡Transparencia, reflexión... son palabras conocidas! Con ellas se caracterizan
diversas sustancias con respecto a la transmisión de las ondas luminosas. En el
límite de separación de dos sustancias distintas la luz siempre pasa parcialmente al
segundo medio, y parcialmente se refleja. Y la barrera de potencial, ¿no es acaso el
límite entre dos medios? Si, pero no para las ondas electromagnéticas (incluyendo
las luminosas), sino para las ondas de De Broglie.
Esta analogía resulta ser bastante profunda. Las leyes del efecto túnel coinciden
perfectamente con las leyes de reflexión y transmisión de las ondas de luz a través
de los límites entre sustancias diversas.
No es casual que hayamos elegido para nuestra exposición una barrera en forma de
«valla», es decir, con un espesor finito determinado. Si esta barrera tiene sólo
pared delantera, como, por ejemplo, el peldaño de una escalera, el efecto túnel
desaparece por completo. Las partículas no pueden construir túneles en barreras
infinitamente gruesas, aunque sean muy bajas. En este caso entra en vigor la
prohibición establecida por la física clásica.
En efecto, ahora podría el aparato de medición celebrar su «mezquina» victoria: el
hecho de encontrarse la partícula debajo de la barrera, si es que estaba allí, se
podría establecer con certeza, aunque la indeterminación en la medida de su

Gentileza de Manuel Mayo 96 Preparado por Patricio Barros


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posición fuera muy grande. Y siendo así, por el principio de incertidumbre se podría
hallar exactamente la velocidad, y con ella la energía cinética de la partícula. Esta
energía, sin duda alguna, resultaría ahora negativa.
Pero la naturaleza no está dispuesta a contradecirse a sí misma. La existencia de
energía cinética negativa es imposible. Por consiguiente desaparece el propio efecto
túnel.
A posar de esto, quizá alguien no haya quedado convencido con las explicaciones
dadas. ¿Es posible que todo lo dicho no sean más que razonamientos teóricos
abstractos? Resuelva usted mismo. De un filamento metálico caldeado los
electrones se desprenden en legiones, la energía térmica que se les cede es
suficiente para que ellos salten la barrera en el límite del trozo de metal. Pero por
mucho que esperemos junto a un trozo de metal frío, de él no saldrá ni un solo
electrón.
Sin embargo, en cuanto este trozo de metal se introduce en un campo eléctrico
potente, comienzan a desprenderse de él electrones en abundancia. Este fenómeno,
llamado emisión fría, confirma magníficamente que el efecto túnel no es una
invención de los físicos teóricos.

Función de onda
Hasta ahora nadie ha planteado una ecuación por gusto. Las ecuaciones se plantean
para resolverlas. La ecuación de Schrödinger, de la que ya hablamos, no es una
excepción en este sentido. Hay ecuaciones simples y complejas. La de Schrödinger
pertenece indudablemente a la categoría de las complejas. Es una ecuación
diferencial en derivadas parciales de segundo orden. Diez palabras de las cuales seis
requieren una explicación cada una. En nuestro libro no podemos hacer esto.
Diremos solamente que las ecuaciones de este tipo definen, por ejemplo,
magnitudes que varían en el espacio y en el tiempo.
En estas ecuaciones se pueden ocultar bajo la máscara de incógnita las más
diversas magnitudes: la forma de la superficie del líquido en un recipiente, las
coordenadas de un «sputnik»
en el cielo, la intensidad de una señal radiotelegráfica en camino hacia el receptor,
la velocidad de corte de una máquina herramienta y muchas cosas más. La solución

Gentileza de Manuel Mayo 97 Preparado por Patricio Barros


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de la ecuación da en forma directa la dependencia, que interesa a los científicos, de


la magnitud buscada respecto de otras magnitudes. Los matemáticos agrupan todas
estas dependencias bajo la denominación de función.
¿Qué magnitud incógnita y sujeta a determinación figura en la ecuación de
Schrödinger? Una magnitud a la cual llamaron los físicos función de onda. Su
sentido exacto no está aún claro para los físicos, a pesar de que con ella se han
realizado millares de cálculos magníficos. Ya dijimos que sobre esto todavía discuten
entre sí los científicos.
Pero puede decirse que todos ellos están de acuerdo en que el cuadrado de la
función de onda tiene el sentido de la probabilidad. Su dependencia de las
coordenadas y del tiempo da la probabilidad de que la partícula se encuentre en un
lugar cualquiera del espacio en un tiempo dado. Y si nos expresamos con más
exactitud, la probabilidad de que la partícula se pueda descubrir en tal lugar y en tal
instante por la acción que ella produce allí. Por ejemplo, por su interacción con
nuestro aparato de medición. Esta probabilidad es aquella «onda de probabilidad»
de que hablamos al describir el experimento de difracción de los electrones.
Resolver la ecuación de Schrödinger en el caso general es un problema
extraordinariamente difícil, incluso si para este fin se utilizan los procedimientos
más perfectos de las matemáticas superiores. Sin embargo existe un amplio campo
de fenómenos que permito simplificar la solución. Nos referimos a los llamados
problemas estacionarios, en los cuales la función de onda buscada oscila
únicamente en torno a una forma «media», y esta misma forma no cambia con el
tiempo.
Fácil es comprender que estos problemas no se refieren a procesos (naturalmente,
no periódicos). Porque en todo proceso hay obligatoriamente algo que está dirigido
en cierto sentido y que varía con el tiempo. Los problemas estacionarios se refieren
a la estructura de los sistemas en los cuales pueden desarrollarse los procesos. Y
conocer la estructura tiene mucha importancia: porque no se puede decir nada de
un proceso si se desconoce en qué medio ocurre.
Los elementos de este «medio» en el mundo de los objetos súper pequeños son los
núcleos, los átomos, las moléculas, los cristales, etc. Sabemos que su estructura se
caracteriza por una constancia admirable. A ellos se aplicó en primer lugar la

Gentileza de Manuel Mayo 98 Preparado por Patricio Barros


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ecuación estacionaria de Schrödinger. De los interesantísimos resultados que se


obtuvieron hablaremos en el capítulo siguiente.

Las ondas y los cuantos se unen


En la mecánica cuántica los problemas estacionarios poseen además una propiedad
notable. Para comprenderla recordaremos que la relación de incertidumbre abarca
no sólo, digamos, la posición y la velocidad de la partícula, sino también su energía
y el tiempo.
En este último caso la relación de Heisenberg dice que "la exactitud con que se mide
la energía de la partícula puede ser tanto mayor, cuanto más tiempo dure la
medición. Esta relación se escribe de una forma muy parecida a la que citamos
autores:

(una vez más en lugar de h sería más exacto escribir h/2π). Aquí ΔE es la
indeterminación de la energía E de la partícula, y Δt, la indeterminación del instante
t en el cual la partícula tenía exactamente la energía E. El signo ≥ significa, lo
mismo que antes, que el producto de estas indeterminaciones no puede ser menor
que la magnitud h, que es la constante de Planck.
Y ahora, atención. Estacionario quiere decir que la energía de la partícula no varía
con el tiempo. Por lo tanto se puede medir en principio durante toda una eternidad:
aquí la indeterminación del instante en que se hace la medida, como es lógico, no
desempeña ningún papel.
Según esto, podemos suponer tranquilamente que Δt = ∞. Pero entonces, de
acuerdo con las leyes de las matemáticas:

es decir, la indeterminación en la medida de la energía es igual a cero. En otras


palabras, ¡en los estados estacionarios la energía de las partículas se determina con

Gentileza de Manuel Mayo 99 Preparado por Patricio Barros


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absoluta exactitud! Esta es la notable propiedad de que hablábamos hace un


instante.
En la ecuación de Schrödinger el valor de esta energía toma parte muy activa.
Mientras la magnitud E es positiva (y esto, como puede recordarse, responde al
movimiento libre de las partículas), la ecuación de Schrödinger tiene una solución
que no se anula cualesquiera que sean los valores de E.
Por consiguiente, el cuadrado de esta solución, es decir, la probabilidad, tampoco
será igual a cero para ningún valor de E. Traducido al lenguaje ordinario, esto
significa que la partícula libre tiene derecho a poseer cualquier energía, cualquier
velocidad de movimiento (aunque, claro está, no mayor que la velocidad de la luz) y
a encontrarse en cualquier punto del espacio.

Figura 7. Cuadrado de tu función de onda

Ahora bien, cuando la magnitud E se hace negativa (esto, como también sabemos,
responde al estado ligado de la partícula, como, por ejemplo, la bola en el hoyo, el
electrón en el átomo), la solución de esta ecuación varía ostensiblemente. Resulta
que no se anula más que para algunos valores determinados de la energía E.
Estos valores de E se llaman niveles de energía permitidos de la partícula. Observa
la figura. En ella se ve que la probabilidad de que esté la partícula es casi nula en
todas parles a excepción de los estados en los cuales posee la energía permitida. En

Gentileza de Manuel Mayo 100 Preparado por Patricio Barros


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estos estados la probabilidad antedicha se diferencia sensiblemente de cero. Los


físicos llaman a este estado de cosas discontinuidad de los niveles de energía.
Pero prestemos atención. ¿No le recuerda en algo esta figura de los niveles
permitidos de energía el modelo de átomo de la teoría de Bohr? Naturalmente que
sí. Es más, son la misma cosa. ¡Las órbitas electrónicas de Bohr son precisamente
los estados energéticos en los cuales la probabilidad de que esté el electrón es
bastante diferente de cero!
Sin embargo Bohr «inventó» sencillamente estas órbitas, pero no pudo demostrar
de alguna forma por qué debían existir. Y he aquí que la mecánica cuántica sienta
las bases de esta hipótesis.
También es el fundamento del segundo postulado de Bohr sobre el carácter cuántico
de los saltos de los electrones en los átomos. El electrón, como se deduce de la
solución de la ecuación de Schrödinger, solamente se puede encontrar en el átomo
en los estados en los cuales posee la energía permitida. Por lo tanto, durante los
saltos de uno de estos estados a otro, su energía no cambia arbitrariamente, sino
en una magnitud exactamente determinada. Esta magnitud es simplemente igual a
la diferencia de aquellos dos niveles de energía entre los cuales tiene lugar el salto.
¡Esta diferencia de energía es aquel cuanto de Planck, a partir del cual comenzó el
desarrollo de la nueva física! La mecánica cuántica unificó dos hipótesis magníficas
— la de Planck, sobre los cuantos de energía, y la de De Broglie, sobre las ondas de
materia — demostrando su profunda correlación.
¡Sin las ondas de De Broglie no podrían existir los cuantos de Planck!
Los dos arroyos, estrechos al nacer, de las nuevas hipótesis confluyeron por fin en
un caudaloso y único río de conocimientos.
Sigamos el curso de este anchuroso río y contemplemos los admirables paisajes del
nuevo mundo que se abre a sus orillas.

Gentileza de Manuel Mayo 101 Preparado por Patricio Barros


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Capítulo 4
Átomos, moléculas, cristales

Contenido:
 Nubes en vez de órbitas
 Acerca de la monotonía y la diversidad
 Otra maravilla, pero sin explicación por ahora
 El «arquitecto atómico» trabaja
 Átomos «anómalos»
 Los átomos y la química
 Nacimiento del espectro
 Hayas gruesas y rayas gemelas
 «Casamientos» fie átomos
 Los sólidos son «huesos duros»
 Armazones y pisos de los crista les
 ¡Los aisladores también conducen la corriente!
 ¿Cómo pasa la corriente por el metal? ....
 Una «medianía» admirable
 Una «suciedad» útil
 Átomos generosos y átomos tacaños

Nubes en vez de órbitas


Quizá ninguna rama de la física haya conocido unos ritmos de desarrollo tan rápidos
Como la mecánica cuántica. En unos cinco años desde el momento en que fue
concebida la idea de De Broglie se elaboraron en lodos sus rasgos importantes los
métodos y el formalismo matemático de la mecánica cuántica, se obtuvieron
resultados de enorme importancia científica y se hicieron intentos profundos de
interpretar estos resultados.
En 1928 la mecánica cuántica aparece ante la vista de los admirados
contemporáneos como una ciencia completamente formada, madura, armoniosa y
fundamentada en medida no menor que la mecánica clásica. Pero para el desarrollo

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de esta última se necesitaron más de dos siglos, mientras que la mecánica cuántica
fue creada en pocos años. ¡Estos son los ritmos del siglo veinte!
Y lo mismo que un torrente impetuoso después de romper un dique se esparce
tranquilamente y forma un lago cada vez más amplio, así la mecánica cuántica
después de su época quinquenal «de tempestad y empuje» entra en el marco de un
desarrollo más tranquilo. Su esfera de acción abarca nuevos grupos de fenómenos,
dominándolos y dando una explicación correcta de ellos.
Y, claro está, la primera presa de la mecánica cuántica fue el átomo. Con el átomo
comenzó el desarrollo de la nueva física de Planck y de Bohr.
Por él se interesa también en primer lugar la mecánica cuántica.
Ante todo ésta tiene que volver a estudiar cómo está estructurado el átomo. Bohr
introdujo la idea de las órbitas electrónicas. Esto, como sabemos, no es
consecuente y huele a física clásica. Para la mecánica cuántica el concepto de órbita
es inadmisible en general. La órbita es en esencia la trayectoria del movimiento del
electrón en el átomo, pero la mecánica cuántica afirma, no sin fundamento, que la
idea de las trayectorias de las partículas en el micromundo carece de sentido.
¿Con qué pueden sustituirse las órbitas? Sólo con las distribuciones de las
probabilidades de la posición del electrón en el átomo. Ya sabemos que la energía
total del electrón en el átomo está definida por su distancia del núcleo. El conjunto
de las energías permitidas responde al conjunto de las distancias permitidas del
núcleo.
Pero a la órbita, en cierto modo, no queremos renunciar: ¡es tan clara! Y la
mecánica cuántica, condescendiendo a las debilidades humanas, permite hacer
esto: «Bueno, si tanto lo necesitan, conserven la idea de la órbita. Tracen una línea
curva por aquellos puntos en los cuales es mayor la probabilidad de que se
encuentre el electrón con la energía permitida dada. Y consideren que esta línea es
su órbita. Pero recuerden que el electrón no es un punto, sino que lo extiende su
propia onda. Por esto también su órbita tiene sólo un sentido convencional».
Está bien, tenemos que agradecer esto a la mecánica cuántica. Trazamos las órbitas
y nos alegramos de ver el sistema armonioso de sus líneas curvas. Y la
condescendiente mecánica cuántica agrega entonces: «¿Saben ustedes qué tienen
de interesante estas órbitas? Pues resulta que todas ellas son tales, que en su

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longitud cabe exactamente un número entero de ondas electrónicas de De Broglie.


En la primera, y más próxima al núcleo, órbita, cabe una onda, en la segunda, dos,
en la tercera, tres, y así sucesivamente».
Esto es en efecto muy interesante y nos sirve de nueva demostración de la esencia
«universal» de las ondas de de Broglie.
Pero la mecánica cuántica no permite pararnos en contemplaciones. «Basta — nos
dice—, se han deleitado ya con las órbitas intuitivas y basta. Ahora olvídense de
ellas, porque en realidad no existen. En vez del electrón en una órbita tendrán que
figurarse una «nube de probabilidad». Así precisamente es cómo se representa el
electrón en el átomo. En aquellos sitios donde la probabilidad de que se encuentre
el electrón es mayor, la nube será más densa, y en otros sitios, más transparente.
Vean las fotografías de estas nubes».
¿Fotografías? Entonces, ¿se ha conseguido fotografiar los inatrapables electrones?
No hay que alegrarse antes de tiempo: las relaciones de indeterminación no pueden
soslayarse. Estas fotografías no son de átomos, sino de modelos de humo
especiales, que exteriormente se asemejan a la distribución de las densidades en
las «nubes de probabilidad» de los electrones atómicos.
En estas fotografías se ve que las nubes electrónicas tienen formas diversas. Unas
son esféricas, otras alargadas, como un cigarro puro. Esta diversidad de formas se
debe a que la energía de los electrones en los átomos depende no sólo de las
distancias a que se encuentran del núcleo.

Gentileza de Manuel Mayo 104 Preparado por Patricio Barros


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Figura 8

Sin embargo, para el estado «normal» (es decir, el que tiene la mínima energía) del
más simple de los átomos — el de hidrógeno — esto es efectivamente así. En este
átomo el único electrón se halla en el campo de su núcleo. La interacción entre ellos
es la acción mutua de dos partículas cargadas, iguales en magnitud y de signo
contrario.
Como sabemos, esta interacción so define por la ley de Coulomb. La energía de esta
interacción sólo depende de la distancia entre el electrón y el núcleo. Esto explica
por qué la nube del electrón del átomo de hidrógeno tiene la forma de capa
esférica: porque los puntos de la superficie de la esfera equidistan todos del centro
de ésta, es decir, en este caso, del núcleo. Todos los puntos de la nube electrónica
responden por esto a una misma energía del electrón.
Pero cuando en el átomo aparecen electrones adicionales, el cuadro de las
interacciones eléctricas entre sí y con el núcleo pierdo esta forma «primitiva» que
tiene en el átomo de hidrógeno. Va que los electrones ahora no sólo son atraídos
por el núcleo, sino que se repelen también entre sí.
Está claro que en la numerosa familia de un átomo complejo, todos los electrones,
aunque estén disgustados entro sí, sienten un cariño irresistible por el centro de la

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familia, por el núcleo. La naturaleza juega sabiamente con estas relaciones mutuas
y pronto establece un orden riguroso en las familias' atómicas.
La forma que toma este orden podemos figurárnosla aproximadamente por las
fotografías que se reproducen. Las formas de las nubes electrónicas se complican
considerablemente, penetran unas en otras. Aparece la filigrana de sus
entrelazamientos. Si esta figura pudiera representarse en tres dimensiones y
pintarla en distintos colores, nos asombraríamos de su belleza cambiante.
El cuadro rayado de las órbitas electrónicas, ¡qué lejos está de ella!

Acerca de la monotonía en la diversidad


Lo que alegra la vista hace que trabaje la inteligencia. ¿Cómo aclarar lo que ocurre
en los complicadísimos entrelazamientos de las delicadas nubes electrónicas?,
¿cómo establecer dónde termina una nube y comienza otra?
Para esto tendremos que echar una ojeada al taller del «arquitecto atómico» — la
naturaleza — y comprender cómo levanta edificios tan minúsculos y al mismo
tiempo tan bellos y sólidos como son los átomos.
El material de construcción que utiliza la naturaleza para hacer los átomos es bien
conocido: los electrones y el núcleo. También sabemos cuál es el cemento que los
une: la fuerza de atracción de los electrones por el núcleo, cuya carga es de signo
contrario.
Y henos ya en el taller de nuestro arquitecto. Lo primero que atrae nuestra atención
es una tabla enorme, que ocupa todo un testero: el sistema periódico de los
elementos, la tabla de D. Mendeleiev. Hasta hoy están ocupadas 104 casillas de
esta tabla, es decir, se conocen 104 elementos químicos.
Según estos ciento cuatro «proyectos estándar», la naturaleza construye en serie
miríadas de edificios atómicos en todo el Universo. ¡Más de cien «proyectos», no es
poco!
Pero... no nos apresuremos a envidiar la diversidad atómica, porque sólo es así a
primera vista. La naturaleza construye de un modo mucho más económico que el
arquitecto más sensato.
Ante todo explicaremos el principio fundamental por el que se guía el arquitecto
atómico cuando pone los ladrillitos del edificio del átomo. Este principio fue

Gentileza de Manuel Mayo 106 Preparado por Patricio Barros


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descubierto por el científico austro-suizo Wolfang Pauli, en los años en que aparecía
la mecánica cuántica, y ha recibido su nombre.
Es aplicable no sólo a los átomos, sino también a otras muchas colectividades de
partículas del micromundo. El principio de Pauli dice: en toda colectividad de
electrones, cada estado de energía permitida puede estar ocupado nada más que
por una partícula.
Es verdad que, posteriormente, se demostró que este principio no es absolutamente
universal, correcto para todos los tipos de micropartículas. Las objeciones
necesarias las iremos haciendo durante la marcha de nuestra exposición, y por
ahora indicaremos que este principio es aplicable siempre a los electrones,
cualesquiera que sean las «colectividades» que formen.
Aquí la «colectividad» de electrones es un átomo. Otro átomo será otra
«colectividad». Pero en todos los átomos de un elemento químico dado, las familias
electrónicas son semejantes unas a otras como dos gotas de agua. (Comprendemos
perfectamente que esta comparación no es acertada. ¡A dónde va la igualdad de las
gotas de agua en comparación con la identidad de dos átomos! Algún día se dirá: se
parecen como una pareja de electrones).

Otra maravilla, pero sin explicación por ahora


Retornemos al «arquitecto atómico». Aunque tendremos que desviar nuestra
atención una vez más para hablar del llamado espín del electrón.
El sentido que tiene el espín lo expondremos dos capítulos más adelante. Por ahora
indicaremos brevemente que el espín es imposible de comprender desde las
posiciones de la física clásica. Sus descubridores supusieron ingenuamente que el
espín podía estar ligado de cierta forma con la «rotación propia» del electrón
(«spin» significa en inglés «trompo»).
¿La Tierra, gira alrededor del Sol? Gira. Pero además gira alrededor de su propio
eje.
El electrón gira alrededor del núcleo, Pero, exactamente lo mismo, puede a la vez
girar alrededor de su propio eje.
¿Ha comprendido usted esta «clara explicación»? ¿Si? Pues ahora hay que dejarla.

Gentileza de Manuel Mayo 107 Preparado por Patricio Barros


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¿Que el electrón gira alrededor del núcleo? ¡Ni mucho menos! El movimiento del
electrón en el átomo es mucho más complicado, intentar representarlo valiéndose
del concepto «clásico» de rotación es dar una copia lamentable y desfigurada de la
realidad.
¿Que el electrón gira alrededor de su propio eje? Ni remotamente ocurre nada
semejante. Porque la mecánica cuántica se figura el electrón no como una esfera,
sino como un punto7. Pero, ¿qué es el «eje» del electrón? ¿.Que el punto, que
carece de dimensiones, «giro» alrededor de sí mismo?, ¡esto es algo que no se
concibe!
Así, pues, resulta que de! espín del electrón es imposible dar una representación
más o menos gráfica. Pero tampoco son más gráficos los «centauros» que hasta
ahora conocemos, es decir, la partícula-onda (electrón) y la onda-partícula (fotón).
La existencia del espín se manifiesta en el electrón atómico en que al momento de
la cantidad de movimiento (momento cinético o de impulsión) del electrón, que éste
posee en su movimiento en el átomo en torno al núcleo, se añade cierta magnitud,
correspondiente ya al movimiento intrínseco del electrón. En otras palabras, esta
magnitud no depende de si el electrón se mueve alrededor del núcleo o viaja
«semilibre» por un trozo de metal o, por fin, se mueve prácticamente en completa
libertad por el espacio interestelar. El espín del electrón tiene siempre la misma
magnitud y sólo existe «sin separarse» de él.
El espín del electrón en el átomo puede sumarse al momento cinético del electrón,
que responde a su movimiento alrededor del núcleo, o restarse de él. Esto se puede
expresar en otras palabras: ambos valores del momento cinético total del electrón
responden como a movimientos intrínsecos opuestos del electrón, que en esencia no
difieren en nada uno de otro. Esto «en esencia» tiene un sentido exacto: en un
átomo que no esté sometido a ninguna acción exterior, los dos movimientos
señalados tienen la misma energía.
Como resultado, cada nivel de energía permitido puede estar ocupado en el átomo
no por uno, sino por dos electrones cuyos espines tengan sentidos opuestos.

El "arquitecto atómico" trabaja

7
Este concepto sabemos que es inexacto, pero la mecánica cuántica no «sabe trabajar» con otros. De esto se trata
más detalladamente en el último capítulo.

Gentileza de Manuel Mayo 108 Preparado por Patricio Barros


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Y ahora retornamos definitivamente al taller del «arquitecto atómico». Vamos a


recorrer la exposición de «proyectos estándar».

Figura 9. Exposición de los proyectos del arquitecto atómico

«Proyecto estándar» Nº 1. Átomo de hidrógeno. Ya no nos interesa. ¡La estructura


de este átomo es demasiado «simple»! Aunque los científicos tardaron en llegar a
comprender esta sencillez unos cuantos siglos.
«Proyecto estándar» Nº 2. Átomo de helio. Al parecer, en él tampoco puede haber
nada interesante. Acabamos de explicar que cada nube electrónica puede estar
formada por dos electrones. Por lo tanto el átomo de helio, al parecer, no diferirá
considerablemente del átomo de hidrógeno. Veamos el «modelo acabado»:
efectivamente así es, sólo que la nube electrónica es dos veces más densa y se

Gentileza de Manuel Mayo 109 Preparado por Patricio Barros


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encuentra más próxima al núcleo. Ahora está formada no por uno, sino por dos
electrones.
En el átomo de litio («proyecto estándar» Nº 3) notamos la formación de una
segunda nube electrónica esférica, dentro de la cual se encuentra la primera, la del
helio. Esto está claro: el principio de Pauli no permite que en cada «apartamento»
energético del átomo vivan más de dos electrones.
El segundo vecino del «apartamento del segundo piso» se presenta en el átomo que
sigue al de litio, es decir, en el de berilio. Hasta ahora la casa atómica va siendo
ocupada con orden y decorosamente.
Pero nos dirigimos al «proyecto estándar» Nº 5, al átomo de boro. Por lo visto
nuestro «arquitecto atómico» tuvo que cavilar mucho para poder instalar a un
nuevo inquilino. Había que reducir el volumen de la casa atómica y aposentar de tal
modo al electrón-inquilino, que se encontrase lo menos posible con los que se
habían domiciliado antes. Porque los vecinos atómicos se llevan muy mal unos con
otros. Sienten mutua repulsión y, aunque vivan en un mismo apartamento,
prefieren no verse y se mueven como si fueran en sentidos opuestos.
El «arquitecto atómico» halló una solución completamente modernista: hizo un
apartamento que pasaba a través de todos los pisos de la casa atómica y en él
aposentó al quinto inquilino. Por lo visto, al «arquitecto» le gustó tanto esta
solución, que en el «proyecto» siguiente — átomo de carbono — aposentó en este
apartamento «vertical» un segundo vecino.
Los cuatro «proyectos estándar» que van a continuación no nos ofrecen nada
nuevo. El «arquitecto» dominó seriamente la idea de los apartamentos de
«entrepisos» y practicó otros dos, que forman ángulos de 120 grados con el primer
apartamento y entre sí.
Ahí tiene los artificios a que tuvo que recurrir la naturaleza para alojar a estos
huraños vecinos en el pequeño volumen de la casa atómica. Eso sí, ahora ya no
riñen ni exigen cambio de domicilio, cosa que tiene mucha importancia para la
solidez de la casa en que viven.
Porque la naturaleza no construye los átomos para que duren un día.

Gentileza de Manuel Mayo 110 Preparado por Patricio Barros


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Y aquí se revela ante nosotros, tras el principio de Pauli, un segundo principio tan
general como aquél, por el cual se rige la naturaleza al construir los átomos. Este
principio es el de la ventaja energética.
La repulsión mutua de los electrones debe aumentar mucho la energía potencial del
átomo. Pero en la naturaleza cualquier formación es tanto más segura y estable
cuanto menor es su energía potencial. Si usted se cae desde un décimo piso a la
calle, la impasible naturaleza no se condolerá en absoluto, pero en cambio se
apresurará a decirle: «ahora se siente usted más estable».
Esta misma tendencia a la estabilidad se pone de manifiesto también en el mundo
de los átomos. Será estable el átomo que tenga la energía potencial menor posible.
Y la naturaleza, al elaborar sus «proyectos estándar» de los átomos, ha gastado no
poco esfuerzo en vencer la mutua antipatía de los electrones, compensándola
magistralmente con la atracción común de los electrones por el núcleo.
Hasta ahora el principio de la ventaja energética sólo se ha manifestado en los
átomos en la caprichosa planificación interna de las estructuras atómicas. Pero
aguarde y verá como se pone también de manifiesto en la no menos original
distribución de la «superficie habitable» de los átomos.

Átomos "anómalos"
Ya hemos encontrado dos principios fundamentales de la construcción y ocupación
de los edificios atómicos. Son éstos el principio de Pauli y el principio de la ventaja
energética.
¿Y en qué se revela la naturaleza ondulatoria de los electrones?, ¿sólo en que en
vez de las órbitas electrónicas existen en el átomo «nubes de probabilidad» con
carga?
No. Resulta que las ondas de De Broglie en el átomo tienen otra notable
manifestación. Ellas determinan la «capacidad» de las construcciones atómicas.
Recordaremos que las nubes electrónicas se caracterizan porque a lo largo de ellas
cabe un número entero de ondas de De Broglie. Resulta que este número define no
sólo el «número» de la ex-órbita, sino también la densidad de la nube electrónica
formada por todos aquellos electrones para los cuales cabe en la nube un mismo
número de sus ondas de De Broglie.

Gentileza de Manuel Mayo 111 Preparado por Patricio Barros


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A esta nube electrónica «unificada» (que ya nos imaginamos que está compuesta
por una serie de nubes «apareadas») le dieron los físicos el nombre, no muy
afortunado, de capas. La mecánica cuántica ha establecido la relación que existe
entre la capacidad de una capa, es decir, el número máximo de electrones que
puede haber en ella, N, y el «número» de la capa, o sea, el número de ondas
electrónicas que caben en ella, n. Esta relación tiene una forma muy simple:

N = 2 n2

Así, en la primera capa (que se designa con la letra K) pueden encontrarse 2 x 11 =


2 electrones; en la segunda (designada por L), 2 x 22 = 8 electrones; en la tercera
(M), 2 x 32 = 18 electrones; en la cuarta (N), 2 x 42 = 32; en la quinta (O), 2 x 52 =
50 electrones y así sucesivamente.
Mantengamos estos números en la memoria y retornemos a la arquitectura de los
átomos. Vemos que primera se ocupa la capa K, que es la más pequeña y la que
tiene menor capacidad. Su ocupación termina ya en el átomo de helio. Puede
decirse que esta capa es un piso con un apartamento para dos.
La segunda capa es de estructura más compleja. Esta capa ocupa no sólo el
segundo piso, sino que además tiene tres «entrepisos», cada uno de los cuales es
también un apartamento para dos. Su ocupación acaba en el átomo de neón
(«proyecto estándar» Nº 10, o décima casilla de la tabla periódica de D.
Mendeleiev).
Luego comienza la ocupación de la tercera capa para 18 habitantes. Hasta el argón
(N 18) todo transcurre como en la capa anterior. Primero se ocupa el propio tercer
piso y después tres «entrepisos» o apartamentos que cruzan. Pero he aquí que en el
átomo que sigue al argón, el potasio, se altera este orden.
Ahora hay que ocupar otros cinco apartamentos «entrepisos», pero planificados de
otro modo. A diferencia de los tres primeros, estos apartamentos son aún más
estrechos y alargados. Y el nuevo inquilino se niega a ocupar un apartamento tan
incómodo y exige que le den una vivienda de condiciones normales.

Gentileza de Manuel Mayo 112 Preparado por Patricio Barros


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Y se sale con la suya. El «arquitecto» lo aposenta en un buen apartamento del


cuarto piso. Y para que no se aburra estando solo, en el átomo que va detrás del
potasio, es decir, en el de calcio, añade a él otro electrón.
¡Aquí es donde se manifiesta plenamente el principio de la ventaja energética!
Porque la cuestión no está, como es natural, en los antojos del electrón-inquilino y
en la falta de genio de la naturaleza-arquitecto. Todo consiste en que la instalación
del electrón en el piso siguiente, cuando el anterior aún no está ocupado en su
totalidad, le da al átomo más estabilidad que si la ocupación se hiciera «como indica
la ley». La energía potencial de repulsión de los electrones en este átomo resulta
ser menor.
Pero después, como si se diera cuenta de improviso, la naturaleza restablece con
mano dura el orden anterior de ocupación del átomo. En nuevo átomos — desde el
escandio (N 21) hasta el cobre (N 29) — los «nuevos» inquilinos se van
estableciendo en aquellos mismos apartamentos largos, estrechos e incómodos.
Estos átomos, en los que ya están habitados los apartamentos «de arriba», cuando
los «de abajo» aún siguen vacíos, debido a la alteración del orden acostumbrado
durante su ocupación, adquieren toda una serie de propiedades peculiares. Por esto
se les llama átomos «anómalos». En nuestro deambular por el taller del «arquitecto
atómico» nos encontraremos con ellos más de una vez.
Así, pues, en rigor, la capa tercera debería terminarse de ocupar en el níquel (N
28). Pero como la naturaleza, antes de llenar por completo una capa, comenzó a
poblar otra, las capas se confundieron, y la tercera va siendo «sigilosamente»
ocupada hasta el fin cuando la cuarta ya ha comenzado a ser habitada — en el zinc
(N 30).
En adelante las cosas no mejoran. En cuanto hay que ocupar los apartamentos
«entrepisos» estrechos y largos, la naturaleza no puede oponerse a las exigencias
de los electrones, y antes aposenta un par de inquilinos en el piso siguiente, es
decir, en la capa que sigue. Sólo después, como encubierta demostrativamente por
ellos, va llenando poco a poco los incómodos apartamentos del piso de abajo.
La misma historia que en el grupo que va del escandio hasta el cobre, se repite en
los grupos de átomos que comprenden desde el itrio, (N 39) hasta el paladio (N 46)
y desde el lantano (N 57) hasta el iterbio (N 70). Y en lo sucesivo todos los átomos,

Gentileza de Manuel Mayo 113 Preparado por Patricio Barros


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hasta llegar al último que ha sido descubierto — el kurchatovio (N 104)—, van con
defectos de ocupación. En éstos no es ya una, sino dos o tres las capas que esperan
a sus habitantes. Los esperan, pero éstos no llegarán nunca, por causas que
explicaremos en el capítulo siguiente.
Esto puede parecer que carece de armonía, pero en cambio es ventajoso desde el
punto de vista energético. Así es cómo construye la naturaleza.
De este modo resulta que la ley ondulatoria que determina la población y el orden
de ocupación de los edificios atómicos, no es omnipotente. Con frecuencia es
corregida por otra ley no menos importante y poderosa: la de la estabilidad de los
átomos que la naturaleza crea.

Los átomos y la química


A punto ya de terminar nuestra excursión por el taller del «arquitecto atómico»,
detengámonos finalmente ante la tabla del sistema periódico de D. Mendeleiev. Esta
tabla la conocemos desde la escuela.
En su parte izquierda está la columna «Períodos» y en ella se dan unas cifras.
¿Cuántas en total? Siete. ¿Cuántos elementos diferentes hay en cada período (es
decir, cuántas construcciones atómicas)? En el primero, 2; en el segundo, 8; en el
tercero, también 8; en el cuarto y en el quinto, 18 en cada uno; en el sexto, 32 (no
se olvide de contar los elementos lantánidos, que están al pie de la tabla), y en el
séptimo, hasta ahora hay 18 (las causas de esto, como ya se dijo, se explicarán en
el capítulo siguiente).
Ahora recordemos las cifras que caracterizan la «capacidad» de las capas
electrónicas en orden creciente: 2, 8, 18, 32, etc. Comparemos estas cifras con las
antes citadas: son iguales. Pero hay una cosa que no está clara: ¿por qué algunas
cifras se repiten dos veces en la tabla periódica (2, 8, 8, 18, 18, 32)? (El último
período no lo tendremos en cuenta por ahora).
Esta repetición de cifras es el resultado de aquellas alteraciones del orden de
ocupación de los átomos por los electrones a que nos referimos antes. Por esto el
tercer período, en vez de terminarse en el níquel (N 28), termina ya en el argón] (N
18). Y después’ este «desplazamiento», sobre el que se superponen los

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«desplazamientos» debidos a otras alteraciones del orden de ocupación de los


átomos, continúa hasta el final de la tabla periódica.
Como resultado de esto, la correspondencia entre las capas y los períodos no es tan
simple. Sin embargo, la «capacidad» del período nunca supera la «cabida» de las
capas correspondientes. De esta forma la representación cuántica de la ocupación
de los átomos explica un rasgo importante del sistema periódico.
Miremos ahora el encabezamiento de la tabla. Con letras grandes vemos escrito:
«Grupos», y debajo números romanos del I al VIII y, en el extremo derecho, 0.
¿Qué significan estas cifras? Cualquier escolar responderá inmediatamente: «Estas
son las valencias de los elementos».
Seremos rigurosos y le corregiremos. En primer lugar, no son simplemente las
valencias, sino las valencias con respecto al flúor (o, como a veces se dice, con
respecto al hidrógeno). Y, segundo, ¿qué es la valencia?
Nuestro escolar continuará diciendo en seguida que la valencia es el número de
átomos de otro elemento con los que puede unirse... etc. Pero hoy este concepto
sólo se conserva quizá en la química descriptiva («lo ponemos en un recipiente, lo
calentamos, observamos, añadimos otro reactivo, precipita...»). La química teórica
hace ya mucho tiempo que se apoya en otro fundamento, en el físico.
La valencia, o más exactamente, la valencia con respecto al flúor, es el número de
electrones que hay en la capa del átomo más externa, es decir, más apartada del
núcleo. Con esta definición la valencia coincide siempre con el número del grupo,
excepto en las dos últimas columnas de la tabla periódica. Sería más correcto poner
la cifra VIII sobre la última columna, y sobre la penúltima poner tres: 0, 1 y 2. Para
esto, como veremos, hay razones importantes.
Pero, ¿por qué no hay nunca más de ocho electrones en la capa externa del átomo?
Esto es fácil de comprender si recuerda el orden de distribución de la «superficie
habitable» de los átomos. En la primera capa sólo hay dos electrones; en la
segunda, 8; en la tercera debería haber 18, pero su ocupación se detiene
temporalmente en el argón, cuando en ella hay 8 electrones. Después de esto la
capa exterior es la cuarta, mientras la tercera, convertida así en interna, se acaba
de poblar debajo de ella. Lo mismo ocurre a su vez con la cuarta y así
sucesivamente.

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En cuanto la capa exterior llega a ser ocupada por ocho electrones, resulta no ser
ventajoso que se siga llenando. Pero después de esto aparece una nueva capa, y la
inacabada queda dentro del átomo. La cuestión de si se acaba de poblar o no, ahora
no nos importa: las propiedades químicas del átomo las define físicamente su capa
externa.
De este modo son posibles ocho tipos de comportamientos químicos de los átomos,
de acuerdo con el número de electrones que hay en su capa exterior. Antes de
seguir adelante hay que señalar, que la capa de ocho electrones, cuando está
poblada totalmente, posee una energía potencial considerablemente menor que
cuando los apartamentos que hay en ella están vacíos o semivacíos. Siendo esto
así, el átomo que tenga esta capa llena poseerá gran estabilidad, incluso desde el
punto de vista químico.
Los átomos que tienen las capas externas totalmente ocupadas pasan «como
nobles» por entre la multitud de la «plebe» química, y muy raras veces entra en
contacto con ella. Estos elementos recibieron el nombre de «nobles» o inertes.
Todos ellos figuran en la última columna de la tabla de Mendeleiev.
Los «aristócratas» del mundo atómico se pasean a la vista de la multitud, y esta los
envidia e intenta imitarlos en la medida de sus fuerzas. Todos los átomos
«innobles» ponen de manifiesto más o menos claramente una marcada tendencia a
crearse una capa exterior de ocho electrones.
Pero como solos no pueden conseguirlo, buscan socios. Claro está que si uno tiene
una aristocrática casaca y el otro un elegantísimo calzón, esto es poco para vestir a
dos, no se puede vestir más que uno.
En estas condiciones ocurre lo que los químicos llaman una reacción y nosotros,
figuradamente, llamaremos «sacrificio»: el uno le da al otro sus calzones y sigue
tras él desnudo. Poro éste no es el «rey desnudo»: cuando se quita su ropa
descubre que llevaba debajo galas verdaderamente aristocráticas. (Es verdad que
esto sólo se refiere a los átomos que siguen al neón).
En efecto, veamos, por ejemplo, la reacción entre el sodio y el cloro, que como
sabemos ocasiona la formación de la «salada» molécula NaCl. El átomo de sodio
tiene el «calzón»: en su órbita exterior, es decir, tercera, sólo habita un electrón. El
átomo de cloro es propietario de la «casaca»: en su tercera órbita hay siete

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electrones. El sodio se sacrifica gustoso y le cede al cloro su único electrón, y el


cloro adquiere así una «noble» capa de ocho electrones.
Pero el sodio tampoco se perjudica. Después de quitarse el «calzón» pone al
descubierto... el grupo completo de ocho electrones del gas noble neón. Así logran
dos «villanos» convertirse en «aristócratas», ahora bien, a diferencia de los
verdaderos «aristócratas», esto sólo es posible mientras vayan juntos, ligados entre
sí formando una molécula.
Los átomos, de esta forma, se dividen en «dadores» y «aceptadores». Aquéllos que
tienen en su capa exterior menos de cuatro electrones, los dan fácilmente. Y
aquéllos en los cuales es mayor este número, los toman. En efecto, es más fácil
adquirir dos electrones que dar seis (esta situación se presenta en el átomo de
oxígeno).
En el grupo número IV se encuentran los «villanos perezosos». Tienen cuatro
electrones en la capa exterior y a veces dudan entre «aceptar» o «dar». Estos
elementos recibieron el nombre de anfóteros, que en el dialecto químico significa
aproximadamente «ni carne ni pescado». De estos elementos puede esperarse en
realidad cualquier comportamiento químico.
Y en el grupo VIII se hallan nuestros átomos «anómalos». Están en él, hablando en
general, no por derecho propio. En la capa exterior tienen uno o dos electrones,
pero nunca más. Sin embargo, la población de la capa que hay debajo de aquélla
ejerce una influencia considerable y muy compleja sobre el comportamiento de los
electrones de la capa exterior.
Como resultado de esto los átomos «anómalos» son capaces de hacer cualquier
truco. Por ejemplo, por regla general tienen valencia variable: en una reacción una,
en otra, otra. El hecho de que les hayan puesto bajo el número VIII sólo significa
que la valencia más alta con respecto al oxígeno puede ser en ellos igual a 8, en
otras palabras, cada átomo fie éstos puede unirse con cuatro átomos de oxígeno.
Pero no piense que los otros átomos «anómalos», que se ocultan en otras casillas
de la tabla periódica, se comportan con mayor corrección. ¡Ni mucho menos! Son
tan capaces de hacer extravagancias como sus colegas del grupo VIII.
La tabla de Mendeleiev no refleja esta circunstancia, ni puede exigírsele que no
haga, porque cuando fue creada nadie conocía aún la estructura del átomo. Y los

Gentileza de Manuel Mayo 117 Preparado por Patricio Barros


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científicos de hoy tampoco se apresuran a rehacer radicalmente la tabla. En


comportamiento de los elementos anómalos hay todavía muchas cosas
incomprensibles. Cuando todo se aclare...

Nacimiento del espectro


Ahora, cuando ya hemos visto el átomo «a la luz» de la mecánica cuántica,
debemos conocer su radiación. Usted recordará sin duda que la teoría de Bohr, al
explicar el origen de los espectros de los átomos, no pudo definir correctamente sus
regularidades. La mecánica cuántica tuvo que introducir las correcciones necesarias
en el cuadro dibujado por Bohr.
La mecánica cuántica está de acuerdo, en principio, con la explicación fiel origen de
los espectros que da la teoría de Bohr. Cuando los electrones atómicos saltan fie un
estado con una energía a otro estado con otra energía, la diferencia de estas
energías encarna en forma de cuanto de energía electromagnética, es decir, de
fotón. Pero en esta explicación se introduce después una corrección.
¿De dónde y a dónde salta el electrón? Mientras en la teoría existen órbitas
electrónicas, es fácil de comprender. El electrón iba por su órbita como por una vía
y, de improviso, saltaba a otra vía. Si al dar este salto disminuía su energía, se
engendraba un fotón. En cambio, si en la nueva vía su energía era mayor, quiere
decir que el fotón había sido absorbido antes del salto.
Pero la mecánica cuántica renuncia a las órbitas y las sustituye por nubes
electrónicas. El proceso de los saltos de electrones pierde claridad. Ahora hay que
interpretarlo como una variación instantánea de la forma y de la posición de la nube
electrónica en el átomo. La emisión o la absorción de un fotón actúan como si
sacudiera la «jalea» atómica y ésta tomara otra forma.
La mecánica cuántica prescinde de la evidencia e introduce, para definir los saltos
electrónicos, una nueva cualidad, la probabilidad. En la teoría de Bohr, el salto del
electrón de una órbita a otra es posible siempre y su probabilidad no depende de
cuáles son las órbitas. En esta conclusión reside la raíz de su fracaso.
La mecánica cuántica demuestra que esta deducción no es correcta. Los saltos
electrónicos tienen una probabilidad que depende esencialmente de la forma de las
nubes electrónicas que corresponden al electrón antes del salto y después de él.

Gentileza de Manuel Mayo 118 Preparado por Patricio Barros


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Con la particularidad de que la probabilidad del salto, en términos aproximados,


será tanto mayor cuanto más se sobrepongan estas nubes entre sí, cuanto más
considerable sea su penetración mutua.
Hablando figuradamente, el electrón puede saltar al nuevo estado como un pasajero
que sallase de un tren a otro, que por un instante pasase junto al primero. Está
claro que para esto no basta comunicarle al pasajero la energía necesaria para el
salto. Hace falta además que los trenes marchen juntos. Y, completando nuestra
analogía, indicaremos que, cuanto más largos sean los dos trenes, cuanto mayor
sea la «región del espacio» en que están cerca el uno del otro, tanto más fácil le
será al pasajero saltar del primer tren al segundo.
Algo parecido ocurre en el átomo. En él los «trenes» tienen la forma de nubes
electrónicas. Como ya sabemos, esta forma puede ser muy diversa, tanto esférica
como de cigarro puro (fusiforme).
El estudio de la forma de las nubes electrónicas sugiere leyes elementales (claro
que sólo de palabra). Dos nubes esféricas con un centro común (en el núcleo del
átomo) prácticamente penetran muy débilmente la una en la otra; puede decirse
con toda la razón que no se tocan. Por lo tanto, entre los estados a que estas nubes
responden, el salto electrónico no puede efectuarse. Ahora, si introducimos un
cigarro puro en una esfera, no es difícil convencerse de que se corlarán tanto más,
cuanto más grueso y más corto sea el puro. Dos puros también pueden cortarse,
pero en este caso el cálculo es ya más complicado. Sólo está claro que un puro
grueso y corto y otro delgado y largo penetran más el uno en el otro que un puro
delgado en una esfera.
De acuerdo con esto serán las probabilidades de los saltos de electrones de la nube
esférica a la fusiforme o entre dos nubes fusiformes. Las regularidades que hacen
que los saltos electrónicos en los átomos se dividan en más probables y menos
probables han recibido en la mecánica cuántica el nombre de reglas de selección.
Estas reglas las formuló la mecánica cuántica de un modo muy terminante,
permitiendo unos saltos y prohibiendo otros, mucho menos probables. Pero la
naturaleza no obedeció esta prohibición.
Las reglas de selección sólo se cumplen más o menos bien en los átomos ligeros, en
los cuales hay todavía pocos electrones, porque sus nubes aún se cortan entre sí

Gentileza de Manuel Mayo 119 Preparado por Patricio Barros


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con bastante poca frecuencia. Pero en los átomos mult¡electrónicos pesados, en los
cuales se produce un verdadero «revoltijo» de nubes, las prohibiciones de la
mecánica cuántica pierden su fuerza en gran medida.
Así, en los saltos de electrones durante el caprichoso y rápidamente variable
palpitar de las nubes electrónicas, se engendran fotones. Cuando llegan a un
aparato espectral y son sometidos en él a «clasificación», los fotones producen
rayas espectrales de todos los colores del iris. Cuanto más fotones emita el átomo
cada segundo, tanto más brillante será la raya que le corresponde.
Y si el número de átomos no varía, la brillantez de las rayas espectrales podrá
depender únicamente de la frecuencia de los saltos electrónicos en los átomos. Y
esta frecuencia, como ya sabemos, está determinada por la probabilidad de los
saltos. A diversas nubes, diferentes probabilidades: unas grandes, otras
insignificantes.
A cada energía del fotón, a cada raya espectral le corresponde su probabilidad y su
brillo. Así se origina el espectro del átomo, compuesto por una serie de rayas de
diversa brillantez.
Sin embargo, es más fácil hablar de todo esto que calcular la penetración de las
nubes electrónicas unas en otras y que calcular las probabilidades de los saltos
electrónicos. Pero la mecánica cuántica resolvió brillantemente este problema y
consiguió una magnífica concordancia con los espectros observados. Ahora el
edificio de la espectroscopia se asienta sobre un fundamento verdaderamente de
granito.

Rayas gruesas y rayas gemelas


Al parecer, los especialistas en espectroscopía deberían estar satisfechos. Pero
ocurrió lo contrario. La técnica del análisis de los espectros se desarrollaba
rápidamente y sus aparatos eran cada vez más potentes y sensibles.
Y los especialistas en espectroscopia les hicieron a los físicos teóricos dos nuevas y
difíciles preguntas.
¿A un fotón, le corresponde una raya de una frecuencia, de una longitud de onda?
Sí. Pues entonces, ¿por qué en la placa fotográfica del aparato espectral no salen

Gentileza de Manuel Mayo 120 Preparado por Patricio Barros


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las rayas infinitamente delgadas, sino que tienen cierta anchura, a veces bastante
considerable?
Antes de la aparición de la mecánica cuántica podían los físicos haberse roto la
cabeza durante diez años en resolver este problema, tan elemental a primera vista.
Ahora sólo so requirió una meditación relativamente breve.
Culpables de este hecho resultaron ser también las propiedades ondulatorias del
electrón con su atributo invariable, la relación de indeterminación.
Ya dijimos que el electrón en el átomo tiene una energía exactamente determinada.
Entonces, ¿qué indeterminación puede haber? La energía inicial está determinada,
la final, también; entonces, su diferencia, que responde a la energía del fotón,
también deberá ser una magnitud absolutamente exacta.
No obstante, resulta que aquí existe una pequeña complicación. Los niveles exactos
de energía responden, como se recordará, a los estados estacionarios de los
electrones, es decir, a los estados que no varían «nunca». Pero, ¿qué es un salto
electrónico si no una alteración del estado estacionario? El electrón estaba en un
estado y saltó a otro, por lo tanto ya no existe el estado «eterno». E
inmediatamente entra en vigor la relación de Heisenberg.
¿Cuánto tiempo «vive» un electrón en el átomo tranquilamente, hasta el salto de
turno? Este tiempo no es siempre el mismo. Llamémosle Δt. Y entonces, por
comparación con la fórmula de páginas anteriores, se obtiene inmediatamente el
valor de la incertidumbre en la energía del fotón:

ΔE ~ h/Δt

Y a partir de ella, por la fórmula de Planck para los cuantos de energía, es fácil
pasar a la incertidumbre en la frecuencia del fotón. Esta resulta estar ligada
simplemente con el tiempo «de vida sedentaria» del electrón en el átomo:

Δω ~ 1/Δt

En otras palabras, cuanto más «sedentaria» sea la vida del electrón en el átomo,
tanto más estrechas serán las rayas que responden a sus transiciones a otros

Gentileza de Manuel Mayo 121 Preparado por Patricio Barros


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estados y viceversa. Precisamente por esto, cuando las temperaturas y presiones


son altas y muchos electrones llevan en el átomo una vida «de gitanos», las rayas
espectrales son muy gruesas y están fuertemente difuminadas.
La segunda pregunta difícil fue motivada por el hecho de que muchas rayas
espectrales que respondían al parecer a una longitud de onda, en realidad
resultaron estar formadas por una serio de rayas muy próximas entre sí. Esta
estructura «fina» de las rayas espectrales sólo pudo descubrirse ya en nuestro siglo
XX, gracias a los éxitos de la técnica espectral.
Resultaba que en los saltos electrónicos entre unos mismos estados pueden
generarse fotones con energías que difieren, aunque sea un poco. Según esto, los
físicos no habían hecho más que jactarse de que podían determinar exactamente la
energía de los electrones en los átomos.
Los físicos desmintieron con indignación esta sospecha. No obstante, para esto
tuvieron que «idear» ... el espín. Sí, el espín se descubrió precisamente en virtud de
estas «finuras» de los espectros.
El estado común de dos electrones con espines en sentidos opuestos, del que ya
hablamos al visitar el taller del «arquitecto atómico», resulta que, al producirse los
espectros, no es del todo «común». Aquí nos es imposible explicar la compleja
interacción del momento de impulsión ordinario y del espín del electrón; algo acerca
de esto se dirá más adelante.
Por ahora señalaremos que esta interacción es precisamente la que hace que las
energías de los electrones resalten un poco diferentes para los distintos sentidos de
los espines. Esto provoca el desdoblamiento de las rayas espectrales: en vez de una
raya, aparece una pareja de rayas mellizas.
Es cierto que estas «mellizas» sólo se generan en aquellos casos en que en la capa
electrónica exterior habita un solo electrón. Pero si el número de electrones que hay
en esta capa, aumenta, pueden originarse «trillizas», «cuatrillizas» e incluso
«descendencias» aún más numerosas de la antigua raya espectral. En el mundo
atómico, a diferencia del humano, este es un fenómeno muy corriente.
Así, honrosamente, respondió la mecánica cuántica a las dos preguntas difíciles que
le hicieron los especialistas en espectroscopia.

Gentileza de Manuel Mayo 122 Preparado por Patricio Barros


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Con esto terminamos nuestro relato acerca de los átomos. A continuación


conoceremos la vida de las «familias» atómicas —moléculas— e incluso de
«ejércitos» atómicos enteros — cristales.

"Casamientos" de átomos
¿Recuerda lo que hicieron los átomos-«villanos» que querían imitar a los átomos
«aristócratas» de los elementos inertes? Se vistieron como nobles, pero «juntos». Y
a veces tienen que compartir el traje entre tres, cuatro e incluso más socios.
Si esta picardía se mira desde lejos, puede pasar. Una molécula entera es capaz
algunas veces de pasar a través de una multitud de átomos tan
independientemente como el átomo de un elemento inerte. Pero de cerca se
descubre el engaño.
En vez de átomos, en la molécula se albergan tanto «seres» demasiado bien
vestidos, como «seres» desnudos, los cuales se llaman iones positivos y negativos.
El proceso de redistribución de los trajes electrónicos no transcurre en balde para
ellos. El átomo que se apoderó de la ropa electrónica de su socio, se aforra a ella y
no quiere soltarla. Pero el socio desnudo no quiere que le quiten sus prendas para
siempre. Y así subsisten en un estado de «coherencia», que científicamente se
llama molécula iónica.
Las fuerzas de cohesión de estas moléculas son en lo fundamental las fuerzas de la
atracción eléctrica ordinaria entro iones con cargas de signo contrario. La mecánica
cuántica casi nada tiene que hacer aquí por ahora.
Existe una gran variedad de moléculas iónicas. En ellas se «casan» átomos, de los
cuales uno pertenece necesariamente a la mitad izquierda de la tabla de
Mendeleiev, y el otro, a la mitad derecha. Cuanto más lejos se encuentren en la
tabla el uno del otro, tanto más unida será la «familia». Y viceversa, para los
átomos cuyos grupos están próximos en la tabla, su «casamiento» no es tan
«anhelado» y la «familia» resulta menos unida.

Gentileza de Manuel Mayo 123 Preparado por Patricio Barros


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Figura 10

Pero existe una cantidad no menos numerosa de moléculas cuyos átomos «contraen
matrimonio» por razones completamente distintas. La «familia» más simple de este
tipo es la molécula de hidrógeno. A esta clase de moléculas pertenecen todas las
«simples» (por ejemplo, las moléculas de oxígeno, nitrógeno y cloro) y también las
moléculas cuyos átomos pertenecen todos bien a la mitad izquierda de la tabla de
Mendeleiev, o bien a la mitad derecha. Estas moléculas recibieron el nombre de
covalentes.
Para explicar su existencia hubo que recurrir a la mecánica cuántica. En efecto,
figúrese que un átomo de hidrógeno se acerca a otro. Hasta ahora ni el uno ni el
otro han constituido su «familia» y, como suele ocurrirles a los solteros, envidian a
los casados. El primer átomo le dice al otro:
— Deme sus prendas y nos uniremos formando una molécula.
— Lo mismo puedo proponerle yo, con no menos derecho — le responde
orgullosamente el segundo.
— Entonces, ¿quiere que cambiemos de vestidos?
—¿Para qué, si con ellos nada varía? ¿No son acaso iguales nuestros vestidos?
Durante esta conversación está presente, como es natural, el «arquitecto atómico»
— sólo que ahora quiero construir no átomos, sino moléculas—, el cual dice a sus
dos orgullosas creaciones:
—A pesar de todo junten sus prendas. De todas formas no podrán hacer con ellos
una indumentaria «aristocrática» de ocho electrones, por no haber suficiente
material. Dejen que un electrón viva un poco en un átomo y luego en el átomo socio
y que el otro electrón haga lo mismo.
— ¿Y qué cambia con esto? Nosotros ya nos propusimos mutuamente trocar
nuestros electrones—, le respondieron los orgullosos.

Gentileza de Manuel Mayo 124 Preparado por Patricio Barros


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— Están en un error. No tuvieron en cuenta que llegará un momento en que los dos
electrones estarán en un átomo, mientras que en el otro, no habrá ninguno. Y
entonces ustedes se parecerán a dos iones con cargas de signo contrario. La
diferencia con una molécula iónica consistirá en que en ella un átomo cede
electrones y el otro los acepta, de manera, que en esta molécula, los átomos están
en la práctica ionizados constantemente. En el caso de ustedes sólo tendrá lugar un
intercambio de electrones. Uno de ustedes se cubrirá de electrones y el otro se
desnudará, o al contrario.
— Y, ¿con cuánta frecuencia tendremos que hacer el intercambio? — preguntaron
los átomos cediendo.
— Con bastante — les respondió el «arquitecto»—. Si yo hablara en la «lengua
semiclásica» de la teoría de Bohr, diría que, aproximadamente después de cada
sexta vuelta por la órbita, el electrón de un átomo debe pasar al otro, de forma que
su órbita se parezca a un ocho.
— ¿Qué, probamos? — se interrogaron entre sí los átomos.
Hicieron la prueba y... formaron una «familia» admirablemente unida. Descubrir
este ingenioso artificio de la naturaleza y, tanto más, calcular lo que de él se
obtiene, sólo podía hacerlo la mecánica cuántica. A la interacción de átomos iguales
que ocasiona la formación de moléculas, le llamó justamente la mecánica cuántica
interacción de intercambio. La física clásica no podía ni pensar en semejante
interacción.
¿Cómo se produce este intercambio de electrones, según lo concibe la mecánica
cuántica? Mientras los átomos se hallan lejos uno de otro, las nubes de sus
electrones no se superponen prácticamente entre sí. Pero en cuanto estos átomos
se aproximan lo suficiente, en virtud de la mutua penetración de las nubes
electrónicas, surge una apreciable probabilidad de que el electrón de cada uno de
los átomos se encuentre junto al núcleo del átomo-socio, es decir, la probabilidad
del intercambio.
¿Es muy grande esta probabilidad? En la molécula de hidrógeno, de cerca de un 15
por ciento. En otras palabras, diez minutos cada hora se reúnen en un átomo de
hidrógeno los dos electrones y en el otro no queda ninguno.

Gentileza de Manuel Mayo 125 Preparado por Patricio Barros


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¿Es esto suficiente para asegurar que los átomos enlacen fuertemente en la
molécula? El cálculo, realizado por los científicos ingleses Heitler y London
valiéndose de la mecánica cuántica, respondió que sí. Y, en efecto, en esta cuestión
la teoría coincide magníficamente con la experiencia.
La unión de los vestidos electrónicos de los átomos «pobres» o, al contrario,
demasiado ricos en ellos, mediante el intercambio, es muy corriente en el mundo de
las moléculas.
Por ejemplo, en el átomo de nitrógeno («proyecto estándar» Nº 7) hay en total
siete electrones. Dos de ellos están en la capa interna y no participan en el
intercambio. Pero en las capas externas de los átomos «casados» se reúnen cinco
electrones en cada una.
En el átomo de oxígeno, que sigue al de nitrógeno, en el intercambio toman parte
ya seis electrones de cada átomo, formando una molécula de dos átomos de
oxígeno ordinario. Y en la molécula del oxígeno triatómica — ozono — la unificación
incluye 18 electrones.

Figura 11

Y para facilitar esto intercambio, el tercer átomo se acopla a los dos primeros no de
un modo «lineal» sino formando ángulo, de manera que el camino que siguen los
electrones se acorta. Estos átomos se pasan entre sí los electrones, lo mismo que
cuando los jugadores de pelota forman círculo y se pasan el balón unos a otros.
Esta construcción molecular no recuerda ya por su arquitectura a los átomos que la
componen. Varía el alojamiento de sus habitantes y la propia forma de los

Gentileza de Manuel Mayo 126 Preparado por Patricio Barros


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apartamentos. Por esto las propiedades de las moléculas difieren sensiblemente de


las de los átomos que las constituyen.

Los sólidos son "huesos duros"


Llegamos al siguiente recodo del camino de nuestra narración y ante nosotros se
abre un nuevo paisaje. Es el más habitual, porque casi todo lo que nos rodea en la
tierra son cuerpos sólidos. Pero aunque exteriormente nos sean tan familiares,
encierran en sí gran cantidad de enigmas, no todos descifrados hasta hoy.
A principios del siglo veinte la física había acumulado ya un imponente material
acerca de las propiedades de los sólidos. Sabía que los sólidos pueden ser cristalinos
y amorfos, que conducen de un modo distinto el calor y la electricidad y que en
grado diferente dejan pasar la luz y el sonido. Pero aún no puede explicar
convincentemente una siquiera de estas propiedades de los sólidos.
Sin embargo, esto hace mucha falta. La técnica en su impetuoso desarrollo incluye
en el consumo cada vez más materiales naturales nuevos. En muchos casos estos
no pueden satisfacer las condiciones que aquélla impone, y la técnica espera con
impaciencia materiales artificiales poseedores de cualidades extraordinariamente
elevadas, como gran dureza, conductibilidad eléctrica, resistencia al calor y otras
muchas.
¿Cómo conseguir estos materiales? ¿Por «arte de magia», haciendo infinidad de
combinaciones con materiales conocidos y con las condiciones de su elaboración,
hasta conseguir lo que hace falta? No, éste era el procedimiento de los alquimistas.
La ciencia moderna tiene que ir por otro camino.
Y otra vez entra en función la mecánica cuántica. Y una vez más, en pocos años,
logra resultados considerables. Empezó por intentar comprender la estructura de los
cristales y en primer lugar la de los metálicos.
Efectivamente, empezar por los cristales es más fácil. Un cristal es una disposición
ordenada y periódica de los átomos en el espacio, que recuerda una estructura
reticular. Sólo que a diferencia de una red ordinaria, el cristal no tiene dos, sino tres
dimensiones. En la red del cristal se hallan los átomos a distancias constantes unos
de otros, que se llama períodos de la red. En el caso general los períodos pueden
ser tres, según las tres dimensiones de la red: de longitud, de anchura y de altura.

Gentileza de Manuel Mayo 127 Preparado por Patricio Barros


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En la naturaleza lo más corriente no son los elementos puros, sino sus


combinaciones. Las redes de estos cristales las forman átomos de varios tipos. Un
ejemplo sencillo de esto son los cristales de hielo. En ellos hay dos tipos de átomos,
de hidrógeno y de oxígeno, siendo, de acuerdo con la fórmula del agua, dos veces
mayor el número de átomos de hidrógeno que el de átomos de oxígeno.
U otro ejemplo, la red de los cristales de la sal común, NaCl. En los puntos de
intersección de los eslabones de la red, llamados nodos, se encuentran
alternativamente iones de sodio y de cloro. Precisamente iones, y no átomos. Tiene
mucha importancia el hecho de que, al quedar «aprisionadas» las moléculas de sal
en el sólido, se conserva el carácter iónico del enlace de sus átomos.
Pero la molécula como tal deja con esto de existir. Ahora es imposible separarla. En
efecto, cada ion de sodio está rodeado de iones de cloro, y cada ion de cloro,
rodeado de iones de sodio. ¡Intente hallar dónde está aquí la antigua molécula!
Entre los iones de este cristal actúan las fuerzas eléctricas ordinarias. El ion de
sodio atrae a los iones de cloro que lo rodean directamente, y éstos atraen a su vez
a nuevos iones de sodio, pero repelen a los iones de cloro vecinos. Como resultado
del juego de estas fuerzas de atracción y repulsión, se origina cierto orden de
equilibrio de los iones. Este es la red cristalina.
Esta disposición es en realidad de equilibrio y estable. En cuanto un ion se desvía de
su posición, disminuye la fuerza con que lo atraen los iones del otro tipo, pero
aumenta la fuerza con que lo repelen los iones de su tipo. La acción mancomunada
de estas fuerzas obliga al ion a retornar a su posición anterior.
En rigor, el ion oscila todo el tiempo en torno a su posición estable, debido a los
casuales «impulsos» térmicos, lo mismo que una bola sujeta simultáneamente por
varios resortes. Las oscilaciones térmicas de los iones en la red determinan muchas
propiedades importantes de los sólidos.
Y como en el caso de las moléculas iónicas, aquí, en el caso de los cristales iónicos,
la mecánica cuántica tampoco tiene por ahora mucho que hacer. La física presta
atención a los cristales metálicos, que son los más importantes para la técnica
moderna.
Aquí la situación es completamente diferente. Supongamos que toda la red está
construida de un solo metal, es decir, de átomos de un mismo tipo. Es fácil

Gentileza de Manuel Mayo 128 Preparado por Patricio Barros


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comprender que, en este caso, no pueden existir iones con cargas de signo
contrario. Si un átomo cede voluntariamente un electrón, ¿por qué los demás no
pueden hacer lo mismo?
¿Puede ocurrir esto en realidad? En la «memoria» de la mecánica cuántica aún está
fresca la victoria obtenida sobre la molécula de hidrógeno. ¿Y si el cristal metálico
es en efecto una «molécula» covalente gigantesca, compuesta de muchos billones
de átomos?
Esta ingeniosa idea resultó ser cierta. La naturaleza no había ideado nada nuevo. El
«truco» con el intercambio de electrones entre dos átomos le salió bien, y la
naturaleza extendió esta experiencia a un «auditorio» electrónico mucho más
numeroso.
Y a pesar de todo, esto, en realidad, no es tan fácil. Los sólidos demostrarán aún,
en más de una ocasión, que pueden ser huesos duros hasta para los agudos
colmillos de la mecánica cuántica.

Armazones y pisos de los cristales


Los átomos de los metales, al unirse en un cristal, socializan en realidad sus
electrones de valencia, es decir, los superficiales. Como resultado aparece una
arquitectura «con armazón», específica de estos cristales. En los nodos de la red se
encuentran los pesados iones rodeados de la nube electrónica común, ligera y
móvil. Esta nube desempeña el papel de cemento que sujeta y une a los hostiles
iones con cargas de igual signo. Los iones son, a su vez, el cemento que retiene a
los electrones, que tienden a escapar en todas las direcciones.
Los electrones en el metal, como ya dijimos, son «casi» libres. En efecto, cuando
cada átomo echa su parte en la «olla común», el electrón deja de pertenecer sólo a
él y se convierte en criado de billones de amos.
Conviene decir que esta libertad no se concede a todos los electrones y ni siquiera a
todos los de valencia. Cada uno de los átomos sólo cede a la posesión en común
uno o dos de sus electrones externos, mientras los demás siguen «encerrados bajo
el poder de su «amo». Pero, aun así, el ejército de los electrones casi libres es
colosal: en un centímetro cúbico de metal su número es del orden de 1022 a 1023,

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El cristal metálico podría decirse que tiene una organización «social» más perfecta
que la del cristal iónico. Este último es una especie de sociedad esclavista: todos los
electrones llevan una existencia de esclavos dentro de sus átomos. El metal es más
bien una sociedad feudal, donde cada señor libera a una parte de sus esclavos, con
la condición de que le paguen gabelas.
Este perfeccionamiento no tardó en influir sobre las propiedades del cristal. El metal
obtuvo la posibilidad de conducir la corriente eléctrica.
Si se aplica un campo eléctrico ordinario a un cristal iónico, aquél sólo redistribuye
un poco, como si alargase, las nubes electrónicas de sus átomos. Consecuencia de
esto es la llamada polarización eléctrica del cristal. Pero ni un solo electrón de los
iones se libera y los propios iones permanecen en sus nodos. Y como no hay
portadores de carga libres, no hay corriente eléctrica. Los cristales iónicos son
aisladores.
En los metales, en cambio, hay portadores de carga casi libres —electrones— más
que suficientes. Por esto conducen bien la corriente eléctrica.
¿Y qué sitio ocupan los semiconductores? Esto lo determinaremos más adelante.
Ahora vamos a examinar una importante condición establecida por la mecánica
cuántica para los metales. ¿Qué energías poseen los electrones «socializados» en el
metal? La respuesta parece fácil. Estos electrones se liberaron de los átomos y por
lo tanto pueden tener, al parecer, cualesquiera energías. Recordaremos que para
los electrones libres desaparece el carácter cuántico de sus niveles de energía.
Pero no nos apresuremos a sacar esta conclusión. Los electrones se han ido
efectivamente de los átomos, pero no han abandonado aún el trozo de metal.
Ahora no están sometidos a las leyes atómicas, pero en el metal existen leyes
generales que rigen el comportamiento no ya de un solo electrón, sino de todo el
ejército electrónico.
¿Qué leyes son éstas? Como recordará, las leyes atómicas se hallaron resolviendo la
ecuación de Schrödinger. Cuando quisieron saber las leyes de la vida de los
electrones en los cristales metálicos, los físicos procedieron de un modo análogo.
Resolvieron la ecuación de Schrödinger para el movimiento de los electrones en el
campo eléctrico periódico de los iones positivos situados regularmente en los nodos
de la red cristalina del metal.

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Aquí conviene hacer un pequeño paréntesis. Hasta ahora, cuando hablábamos de


cómo influye un átomo sobre otro situado cerca de él, señalábamos, como si
dijéramos, sólo la parte externa de esta influencia.
¿Pero qué ocurre al mismo tiempo dentro de los propios átomos? En ellos las nubes
electrónicas varían su configuración. Esto se consiguió saber gracias a un fenómeno
descubierto por el físico alemán Stark antes de que apareciera la mecánica cuántica
en su forma actual. Sometiendo una sustancia a un potente campo eléctrico, Stark
descubrió que se producía un desdoblamiento de las rayas espectrales que dicha
sustancia emitía.
Esto recuerda en algo el fenómeno que describimos antes al referirnos a las rayas
gemelas. Pero no, estos dos fenómenos no tienen nada de semejanza. He aquí lo
que indudablemente les es común y pudo demostrar la mecánica cuántica: el
desdoblamiento de las rayas espectrales responde al de los niveles de energía de los
electrones atómicos.
Así, pues, un campo eléctrico aplicado desde fuera a un átomo, desdobla los niveles
energéticos de sus electrones. La acción del campo eléctrico de un átomo que se
aproxima hasta una distancia suficientemente pequeña a otro átomo (en cuyo caso
el campo será bastante considerable), en esencia no diferirá en nada de lo antes
expuesto.
Y, en efecto, cuando se forma la molécula, los niveles de energía que responden a
los distintos átomos que entran en ella, desaparecen. Desdoblándose, mezclándose,
desplazándose hacia arriba y hacia abajo por la escala de energías, dan como
resultado los niveles de energía moleculares. Estos responden ya a toda la molécula
en conjunto.
Pero lo que ocurre en la molécula se manifiesta aun más claramente en el cristal,
donde en una proximidad inmediata, que se repite a todo lo largo del cristal, se
encuentra una enorme cantidad de átomos. Un cristal es una especie de molécula
gigante «congelada».
El campo eléctrico unificado de todos los átomos de esta «molécula» desdobla los
niveles de energía de cada uno de ellos en un número colosal de subniveles muy
próximos entre sí. El carácter discreto, el aislamiento mutuo de los niveles de

Gentileza de Manuel Mayo 131 Preparado por Patricio Barros


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energía permitidos del electrón, desaparece prácticamente por completo. Parece


que el electrón adquiere la posibilidad de tener cualquier energía.
Y aquí se puso en claro un hecho importante. Mire la figura. La conclusión antes
sacada, acerca de que el electrón puede tener cualquier energía en el metal, parece
que se confirma, pero con una excepción considerable. ¿Ve las franjas blancas que
hay entre las rayadas?

Figura 12

Pues bien, las energías comprendidas en estas franjas no pueden tenerlas los
electrones que hoy en el metal. A estas energías les corresponde una función de
onda nula y también es nula respectivamente la probabilidad de que el electrón se
encuentre en este estado. Las franjas blancas recibieron el nombre de bandas
prohibidas.
Pero incluso en las mismas franjas rayadas, denominadas bandas permitidas,
tampoco tiene el electrón cualquier energía. Si el cuadro verdadero pudiéramos
reproducirlo en el papel y observarlo, veríamos que en estas franjas existen
distintos niveles de energía. Pero en cada franja hay tantos (recordemos que en
cada centímetro cúbico de metal hay unas huestes innumerables de electrones),
que se confunden en una sucesión prácticamente continua.

Gentileza de Manuel Mayo 132 Preparado por Patricio Barros


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Figura 13

¿Y cómo están dispuestos los electrones en estos niveles? No de cualquier modo,


como los gorriones en los cables del telégrafo. Esto no lo permite el principio de
Pauli, mencionado antes como riguroso inspector de la arquitectura atómica. Este
vigila con igual celo tanto la forma como se aposentan los electrones en el metal,
como en el átomo.
En cada nivel de energía de una banda permitida del metal pueden estar solamente
dos electrones, dice el principio de Pauli. Hay sitio para todos, hay niveles
suficientes e incluso más que suficientes. En el metal siempre hay «viviendas»
desocupadas. En condiciones normales todos los electrones pueden alojarse en una
sola banda, en la más baja permitida, en el primer «piso».
¿Qué hay debajo de él? Debajo de él está el «sótano», en cual viven los electrones
no socializados, que pertenecen a los distintos átomos, pero no a todos los átomos
del metal en conjunto. El aislamiento del sótano y primer piso no es absoluto: entre
ellos hay una escalera con un solo escalón, igual por su altura a la primera banda
prohibida. Un electrón del sótano puede saltar al primer piso únicamente si se le da
un buen «capirotazo»: quedarse en la banda prohibida por falta de energía no
puede, no tiene derecho.

Gentileza de Manuel Mayo 133 Preparado por Patricio Barros


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Los físicos llamaron al sótano energético banda de valencia, y a todas las bandas
permitidas las reunieron bajo la denominación común de bandas de conducción. El
origen de estas denominaciones no es difícil de comprender: en el sótano viven los
electrones exteriores, determinantes de la valencia, pero que todavía no son libres,
y en el primer piso y en los otros más altos, los electrones que participan en la
conducción de la corriente eléctrico.

¡Los aisladores también conducen la corriente!


En los aisladores, claro está, todos los electrones sin excepción están encerrados en
el sótano. En las condiciones normales su banda de conducción está vacía: la
primera banda prohibida es demasiado ancha y los electrones no tienen suficiente
energía para poder saltarla.

Figura 14

Pero cuando el aislador se calienta mucho, la energía de vibración de sus iones en


los nodos de la red se hace muy grande. Esta energía puede transmitirse a los
electrones y éstos reciben «capirotazos» suficientemente enérgicos para poder
saltar a la banda de conducción. El aislador empieza a conducir la corriente. Este
fenómeno se llama ruptura por calor.

Gentileza de Manuel Mayo 134 Preparado por Patricio Barros


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Para explicarlo no hacía falta en realidad recurrir a la mecánica cuántica. Porque el


hecho de que un electrón entre en la banda de conducción, sólo significa que éste
se ha escapado del estrecho mundo atómico en que vivía hasta entonces y so ha
convertido en casi libre. Y la energía necesaria para su liberación es simplemente
igual a la anchura de la banda prohibida que separa el sótano del primer piso.
Podemos figurarnos todo esto como si un «impulso» térmico lanzara el electrón
fuera del átomo, ionizando a éste. Y el electrón desprendido del átomo, pero que
aún no tiene la posibilidad de abandonar el trozo de aislador, se mueve por él de un
modo casi completamente libre.
Pero resulta que si a un aislador se le aplica un campo eléctrico muy potente, se
hace también conductor de la corriente eléctrica. ¡Alto! ¡Pero si esto es algo muy
conocido! Pues claro que sí, la emisión fría de electrones por los metales, de que
hablamos en el capítulo precedente. Pero allí se trataba de un metal, mientras que
aquí, de un cristal iónico. Allí los electrones se escapaban al «exterior», mientras
que aquí sólo saltan de la banda de valencia a la de conducción.
Y, a pesar de estas diferencias, el fenómeno, en ambos casos, es el mismo. Tanto
allí como aquí se produce un «prodigio»: el efecto de túnel.
En efecto, ¿qué es la banda prohibida si no una barrera de potencial de longitud
prácticamente infinita (para el electrón, claro está)?
Este es aquel mismo escalón que sólo tiene lado «derecho». El campo eléctrico,
igual que antes, lo tuerce, crea en él un lado «trasero». Y como resultado toma la
barrera una longitud finita.
Después todo se repite como de costumbre. Los electrones comienzan a infiltrarse
de la banda de valencia, pasando por esta barrera, a la banda de conducción. Al
principio aparece una corriente eléctrica pequeña, porque la probabilidad de
infiltración es pequeña y a la banda de conducción pasan pocos electrones. Pero
esta corriente, al pasar por el cristal, lo calienta, como lo hace el alambre arrollado
en espiral de un hornillo eléctrico. Este calentamiento a su vez agrega nuevos
destacamentos de electrones a la banda de conducción. De este modo parece que,
en el aislador la corriente se impulsa a sí misma.

Gentileza de Manuel Mayo 135 Preparado por Patricio Barros


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Y al cabo de un instante se produce la ruptura eléctrica del aislador. Esta va


acompañada de la ruptura por calor: el aislador se funde. Después de esto el
aislador puede desecharse tranquilamente: ya no sirve más.

Figura 15

Pero existe otro procedimiento más «pacífico» de crear corrientes eléctricas en los
aisladores.
Estas corrientes son muy débiles y no pueden dañarlos. Este procedimiento consiste
en iluminar los cristales iónicos. Los fotones, al incidir sobre el cristal, arrancan de
él electrones de la banda de valencia y los hacen pasar a la de conducción. Se trata
de un efecto fotoeléctrico verdadero, pero ahora no «externo», sino «interno». Este
fenómeno ya no es pernicioso, sino muy útil para muchas aplicaciones prácticas.

¿Cómo pasa la corriente por el metal?


¡Hasta de vergüenza hacer estas preguntas en nuestro culto siglo! — puede decir el
lector con reproche. — Los electrones que proceden del manantial de corriente
entran por un extremo del conductor, el campo eléctrico los impulsa por el metal, y

Gentileza de Manuel Mayo 136 Preparado por Patricio Barros


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salen por el otro extremo. Lo mismo que el agua impelida por una bomba pasa por
un tubo».
Pero nosotros no sentirnos vergüenza. Que nuestro docto crítico procure explicarnos
en este caso por qué se produce la resistencia eléctrica. El conductor no es un tubo,
ni sus paredes son rugosas. ¿Por qué, entonces, el metal, repleto de portadores de
corriente, se resiste a que ésta pase?
Esta es una de esas preguntas «ingenuas» cuya respuesta nada tiene de ingenua.
La corriente eléctrica se conoce desde hace más de siglo y medio, pero la respuesta
a la pregunta planteada sólo pudo darse hace cerca de treinta años.
La física clásica intentó explicar la resistencia eléctrica así: el movimiento dirigido de
los electrones — es decir, la corriente eléctrica — sufre alteración debido a las
vibraciones térmicas de los iones en la «armazón» del metal. Estas oscilaciones
desvían los electrones de su camino.
Como resultado, el movimiento de éstos empieza a parecerse al que tendrían las
personas que anclasen por una casa en la cual se balancean las paredes y tiemblan
los suelos.
Está claro que mientras menores sean las oscilaciones de las paredes y los suelos,
más fácil será andar por la casa. A la temperatura del cero absoluto, cuando las
vibraciones térmicas de los iones cesan totalmente, la resistencia eléctrica cae hasta
cero.
Esto se parece a la verdad, por lo menos para los metales muy puros, exentos
prácticamente de toda sustancia extraña. El quid reside precisamente en las
impurezas. La resistencia de los metales «impuros», al descender la temperatura no
tiende a cero, sino a otro valor distinto de él, que depende de la cantidad y tipo de
impurezas que contenga el metal. Cuanto mayor sea la cantidad de impurezas, más
alta será la resistencia residual.
¿Y qué dice, a propósito de esto, la física clásica? Nada. A ella le da igual un átomo
de metal que un átomo de impureza: a igual temperatura ambos vibran con la
misma energía y dificultan el andar por casa con igual actividad.
La mecánica cuántica, en cambio, resultó ser mejor «observadora»: para ella los
átomos «nuestros» y «extraños» que hay en la red se diferencian con la misma

Gentileza de Manuel Mayo 137 Preparado por Patricio Barros


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claridad que si estuvieran pintados de distintos colores. ¿Y cómo explica la


resistencia eléctrica?
Para comprenderlo tendremos que recordar el célebre experimento con que dimos
comienzo a nuestro relato sobre la mecánica cuántica, el experimento acerca de la
difracción de los electrones en un cristal. En él los electrones incidían sobre las
capas externas de los átomos del cristal, se reflejaban parcialmente en ellas y
producían en la placa fotográfica los anillos de difracción.
¿No puede, acaso, considerarse la corriente electrónica en el metal como un haz de
electrones? Claro que sí. En este caso los electrones también se mueven en filas
alineadas en una dirección común, con la única diferencia de que el haz es más
ancho y ocupa toda la sección del trozo de metal. Pero de esto se deduce
inevitablemente que el paso de los electrones por el metal debe ir acompañado de
una «difracción interna» de los electrones en los iones de la red. Si dentro del trozo
de metal se consiguiera poner una placa fotográfica, en ella también podría
producirse una figura de difracción.
La difracción posee una propiedad interesante. En cuanto se altera la regularidad en
la disposición de los objetos que dispersan las ondas, desaparece la figura nítida y
la placa fotográfica resulta velada casi uniformemente, La dispersión de las ondas se
hace, como dicen los físicos, homogénea.
Precisamente un desorden, de este tipo en la estructura regular del cristal metálico
es el que introducen las vibraciones de sus iones en presencia de átomos de
sustancias extrañas. Y, como resultado, las ondas de los electrones que participan
en la corriente, se dispersan en todas las direcciones.
Los átomos de las impurezas suelen tener, por regla general, otras dimensiones,
completamente distintas, y otra capa electrónica que el átomo del metal. Al
introducirse en su red, los átomos de las impurezas la deforman. Siguiendo con
nuestra comparación, el átomo de impureza puede equipararse por su acción con un
corredor torcido o con un hundimiento inesperado del suelo. Está claro que estos
defectos de la casa se conservan cuando las paredes y el suelo dejan de
balancearse. En efecto, las deformaciones que introducen en la red del metal los
átomos de la impureza, no dependen de la temperatura y se conservan incluso en el
cero absoluto. La dispersión de las ondas electrónicas en estas deformaciones de la

Gentileza de Manuel Mayo 138 Preparado por Patricio Barros


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red es la causa de la resistencia eléctrica residual de los metales, que desde el


punto de vista de la física clásica era inexplicable.
Así, pues, resulta que los metales, aunque conducen bien la corriente, distan mucho
de lo ideal. Sin embargo, no todos y no siempre. La naturaleza, como si estuviera
descontenta de su obra, decidió demostrar que era capaz de hacer más. Y creó los
superconductores.
Una serio de metales y aleaciones a temperaturas muy bajas comienzan a
comportarse de un modo muy extraño. Cuando las temperaturas son aún una
buena decena de grados superiores al cero absoluto, la resistencia eléctrica de estas
sustancias se anula de improviso, de golpe. Este fenómeno, descubierto hace medio
siglo, recibió el nombre de superconductibilidad.
La física clásica no pudo explicar este fenómeno. Conviene advertir que incluso la
«poderosísima» mecánica cuántica tuvo que dedicarle tres largas decenas de años a
este problema para poder resolverlo. ¡Era demasiado «intrincado» el fenómeno!
La solución del enigma de la superconductibilidad se encontró hace pocos años. Una
aportación considerable a esta solución fueron los trabajos del físico soviético N.
Bogoliúbov y colaboradoras. Hablar de esto detenidamente en las páginas del
presente libro es imposible. Nos limitaremos a hacer una pequeña comparación que,
aunque comprensible, es bastante burda.
El truco de la superconductibilidad consiste en que, a temperaturas ultrabajas,
próximas al cero absoluto, en una serie de metales, y debido a peculiaridades de
sus estructuras, la interacción de la nube electrónica con los iones de la «armazón»
cambia radicalmente. Si hasta entonces cada «soldado» del «ejército electrónico»
combatía por su cuenta, a la temperatura en que aparece la superconductibilidad los
electrones se agrupan formando parejas.
Esto no tarda en reflejarse en el carácter que toma la «guerra» que dentro del
metal se hacen los electrones y los iones. Si antes cada electrón participaba
individualmente en los choques con los iones y era fácil ponerlo fuera de combate,
ahora las parejas de electrones avanzan sin responder a los ataques de los iones
aislados con que se topan a su paso. Los electrones se comportan como si hubieran
dejado de ver el cerco agresivo de iones en que se encuentran.

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Es natural que con esto disminuyan considerablemente las dificultades que


encuentra en su camino el «ejército electrónico». Y como resultado desciendo la
resistencia eléctrica del metal.
El nuevo procedimiento de hacer la «guerra», expresándonos en el lenguaje de los
físicos, consiste en que ahora las longitudes de onda que corresponden al
movimiento de los electrones en el metal, tienen magnitudes de un orden que
supera en millares y decenas de millones de veces las distancias que hay entro los
iones. Si ha leído usted atentamente este capítulo, podrá inmediatamente descubrir
el secreto de la nueva «táctica»: la longitud de onda de la pareja electrónica resulta
sor tan grande en comparación con los obstáculos iónicos que hay en su camino,
que desaparece la difracción de los electrones aislados que acompaña el paso de la
corriente por el metal en las condiciones ordinarias. Y con ella desaparece también
la resistencia a la corriente.
Pero esta formación ideal sólo la tiene el «ejército electrónico» mientras que los
ataques de los iones no son suficientemente enérgicos. Cuando la temperatura pasa
de cierto límite, los choques con los iones deshacen instantáneamente las parejas
en soldados aislados. Y entonces los soldados se baten otra vez individualmente con
el enemigo y la resistencia eléctrica del metal se restablece.
¿Qué? ¿Valía la pena hablar de cómo pasa la corriente por el metal?

Una "medianía" admirable


Usted, por lo visto, se imagina a qué medianía nos vamos a referir ahora. En la
naturaleza, en realidad, la inmensa mayoría de las sustancias no pertenecen a los
conductores de corriente eléctrica ni a los aisladores, sino a los semiconductores.
Sus propiedades intermedias resultaron de tanto valor, que los semiconductores,
llamados a la vida activa durante las últimas décadas, han promovido una
verdadera revolución en la técnica. Estas propiedades, que quizá usted ya conozca,
son: los semiconductores, a diferencia de los aisladores, conducen ya la corriente a
la temperatura ambiento, y, a diferencia de los conductores, su resistencia eléctrica
no aumenta con el calor, sino so disminuye.
La naturaleza no ha interpuesto un precipicio intransitable entre los aisladores, los
semiconductores y los conductores. En rigor, ya conocemos esta sima. Es la primera

Gentileza de Manuel Mayo 140 Preparado por Patricio Barros


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banda prohibida entre la banda de valencia, llena de electrones, y la banda de


conducción, en la cual hay muchos estados electrónicos desocupados.
En los aisladores, para salvar el escalón que separa el angosto sótano del primer
piso, los electrones necesitan tener una gran energía, porque este escalón es muy
alto. Esta energía únicamente pueden obtenerla a altas temperaturas (recordemos
la ruptura por calor).
En los semiconductores este escalón es mucho más bajo. La energía
correspondiente a él pueden adquirirla los electrones, que habitan en el sótano, a
temperaturas del orden de la del medio ambiente. Por eso el primer piso en los
semiconductores empieza a ser ocupado por los electrones antes, y a la
temperatura ordinaria estas sustancias, aunque no muy bien, conducen la corriente.
En otras palabras, cuando se aplica un campo eléctrico pequeño a un
semiconductor, en él se produce un movimiento dirigido de los electrones de la
banda de conducción. Veamos lo que ocurre en el sótano mientras tanto.
Allí también pasan cosas interesantes. Es el caso que el electrón que se muda al
primer piso deja tras sí un apartamento libre. En el angosto sótano comienza
inmediatamente un reparto. Pero el apartamento sólo puede ser ocupado por un
electrón. Uno cualquiera de los electrones que se hallan más cerca lo ocupa. Pero a
su vez deja libre el apartamento que antes ocupaba, al cual se muda otro electrón.
Saltando de un apartamento a otro, los electrones del sótano parece que quieren
imitar al electrón que corre por el primer piso. Es algo así como si un canguro
quisiera imitar a un corredor.
El corredor da saltos relativamente pequeños y frecuentes, que desde lejos no se
ven, y parece que su velocidad aumenta de un modo completamente suave. El
canguro, en cambio, se mueve a saltos grandes y poco frecuentes.
Si se considera que el primer apartamento electrónico se queda libre en el centro de
la ciudad, las mudanzas de los electrones hacen que el apartamento, al fin y a la
postre, se «aleje a saltos» hacia los suburbios de la ciudad.
A este apartamento electrónico viajero le llamaron los físicos «hueco». Está claro
que éste se comporta al contrario que el electrón que lo abandonó. Si el electrón se
mueve en el campo eléctrico de izquierda a derecha, el hueco que él deja se
desplaza en sentido contrario, de derecha a izquierda, es decir, se comporta en el

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campo como si fuera una partícula cargada positivamente. Y, además, a diferencia


del electrón, se mueve a saltos grandes y poco frecuentes.
Sin embargo, a bajas temperaturas todos los electrones están encerrados aún en el
sótano. A medida que crece la temperatura se va liberando un número de
electrones cada vez mayor, aumenta la corriente y la resistencia del semiconductor
disminuye. En comparación con un metal, todo ocurre al contrario.
Hasta ahora nos hemos referido a los semiconductores puros. El mecanismo que
hemos descrito de la corriente en ellos se llamó de conducción verdadera o
intrínseca. Pero los semiconductores puros, en general, ofrecieron poco interés para
la técnica. Todas las maravillas de que son capaces los semiconductores sólo se
ponen de manifiesto cuando se les añaden impurezas.

Una "suciedad" útil


La suciedad no sólo es fea, sino también perniciosa para la salud.
Sin embargo, ¡cuántas personas hay que se curan con lodo! Este simple ejemplo
muestra que la suciedad «casual» es perjudicial casi siempre, mientras que una
suciedad «determinada» y estrictamente dosificada puede ser útil.
Los semiconductores también se «ensucian» con facilidad, puesto que no están
solos en el mundo. Sobre los cristales de las sustancias semiconductoras se
depositan, y después penetran en ellas mismas, átomos de «suciedad» o
impurezas. Y estas impurezas, si son casuales, como ocurre por regla general, son
nocivas para las aplicaciones técnicas de los semiconductores. ¡La naturaleza no
previó que los semiconductores le harían falta al hombre!
Pero algunas impurezas, en cantidades rigurosamente dosificadas, son muy útiles.
Precisamente con ellas empiezan a producirse las maravillas que son capaces de
hacer los semiconductores.
Lo que es útil para una cosa es pernicioso para otra. Si se quiere tener un metal de
alta conductibilidad, cualesquiera impurezas le serán perjudiciales.
La causa de esto ya la conocemos. Los átomos de impurezas que penetran en la red
cristalina del metal, la deforman. Estas deformaciones dispersan fuertemente las
ondas de los electrones que transportan la corriente. Como resultado de esto
disminuye la conductibilidad del metal y su resistencia aumenta.

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Pero estas mismas deformaciones de la red son la llave del éxito de los
semiconductores. Esto se explica porque la estructura de las bandas energéticas del
cristal es extraordinariamente sensible a la forma que tiene la red cristalina. A otro
cristal, otro sistema de bandas de energía.
Sin embargo, los átomos de impureza que se introducen cambian no la forma de
toda la red cristalina, sino únicamente la de algunas de sus zonas lindantes con los
átomos de impureza. El cuadro de las bandas, general para todo el cristal, cambia
sensiblemente de forma en estas zonas, a saber: en la banda prohibida que separa
la banda de valencia de la banda de conducción, aparecen niveles de energía
adicionales, permitidos para los electrones.
Estos niveles aparecen, no obstante, sólo allí donde hay átomos de impureza. Para
diferenciarlos de los niveles que existen en todo el cristal de semiconductor,
recibieron el nombre de niveles locales.
Por consiguiente, variando el número de estos átomos, puede regularse la
conductibilidad de los semiconductores. En esto consiste su magnífica peculiaridad.
En el metal también influye en la conductibilidad la cantidad de impurezas, pero
siempre en un sentido: cuanto más impurezas, menor conductibilidad, siendo
relativamente pequeños los límites en que puedo variar. En cambio, en los
semiconductores puede variarse la conductibilidad no sólo con el número de átomos
de impureza, sino también con el tipo de estos y en muchos millares y millones de
veces.

Átomos generosos y átomos tacaños


Los semiconductores de impurezas o extrínsecos más difundidos en la actualidad se
basan en los elementos químicos germanio y silicio.
¿Qué elementos son estos? Veamos la tabla periódica de Mendeleiev. El silicio (Nº
14) y el germanio (Nº 32) se encuentran en el IV grupo. De este grupo dijimos en
otra ocasión que no era «ni carne ni pescado». Y así es en efecto. El germanio y el
silicio no son conductores ni aisladores: son semiconductores típicos.
En la capa externa de estos átomos hay cuatro electrones. Cuando los átomos se
unen en un cristal, todos estos electrones van a formar los enlaces mutuos entre los

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átomos. Llevan vida de esclavos en el sótano. Por esto, cuando las temperaturas
son bajas, el silicio y el germanio no conducen la corriente.

Figura 16

Pero añadámosle al germanio cualquier elemento del grupo V, por ejemplo, arsénico
(N° 33). Los átomos de arsénico desplazan en algunos sitios a los átomos de
germanio y ocupan sus puestos en la red. Simultáneamente cada átomo de arsénico
tiene que desempeñar las funciones del átomo de germanio que sustituye.
En la capa externa del átomo de arsénico hay cinco electrones. Cuatro de ellos los
entrega para compensar los enlaces químicos que tenía el antiguo dueño de este
puesto en la red, es decir, el germanio. ¿Y el quinto? Se queda sin trabajo.
El cálculo demuestra que la energía de este electrón responde precisamente a un
nivel de la banda prohibida, pero que está cerca de su «techo». Para que este
electrón pase a la banda de conducción hay que comunicarle una energía adicional
muy pequeña. Esta energía es 10 a 15 veces menor que la altura de la propia banda
prohibida.
El átomo de arsénico, que cede generosamente su átomo al cristal-amo, recibe el
nombre de donador. Y los correspondientes niveles electrónicos se llaman niveles
donadores.
Pero en vez del arsénico puede tomarse cualquier elemento del grupo que está a la
izquierda del germanio, por ejemplo, el boro (Nº 5). Este elemento se encuentra en

Gentileza de Manuel Mayo 144 Preparado por Patricio Barros


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el III grupo y, por consiguiente, en la capa externa de sus átomos sólo hay tres
electrones. Al ocupar en la red el puesto del átomo de germanio, el de boro sólo
puede compensar tres de los cuatro enlaces químicos que tenía su poseedor
anterior.
¿Qué hacer? El átomo de boro se mete a «ladrón». Roba un electrón al átomo de
germanio que es vecino de él en la red. El ejemplo de este átomo de boro resulta
contagioso: a un robo le sigue toda una serie de ellos. El átomo de germanio
«robado» por el átomo de boro le quita un electrón a otro átomo de germanio
vecino, éste, al siguiente, y así sucesivamente. Aparece un apartamento electrónico
libre que se va desplazando cada vez más lejos del átomo de germanio que fue el
primero en «robar» a su vecino.

Figura 17

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Ya sabemos la forma que esto toma: por el cristal se mueve un hueco. Solo que
ahora el responsable de su generación no es el lanzamiento por calor de un electrón
de la banda de valencia, sino la presencia de un átomo de boro.
Al mismo tiempo en la banda prohibida, junto a su mismo «fondo», se forman
también niveles de energía locales. Pero ahora estos niveles pueden ser ocupados
no por electrones, sino por huecos.
Los átomos como el «ladrón»-boro se denominaron aceptores. Y los niveles de
huecos que a ellos responden, se llamaron niveles aceptores.
Según cuáles sean los átomos introducidos en la red de germanio o de silicio, en
estos elementos resultan posibles dos formas ríe conducción eléctrica: por
electrones y por huecos.
Una vez más rogamos al lector que se figure claramente que el hueco sólo es una
designación convencional, aunque en realidad muy conveniente, del movimiento de
los electrones. El hueco es la representación del electrón que, en la banda de
valencia llena, salta de átomo en átomo lo mismo que el canguro. Mientras que el
electrón en la banda de conducción se parece más a un corredor que se desplaza
suavemente. Mejor dicho, a un corredor a «trote corto», aunque corra mucho más
deprisa que el hueco. Ya dijimos antes que los niveles electrónicos en la banda de
conducción también están separados unos de otros, pero estas distancias entre
niveles son tan insignificantes, que los niveles prácticamente se confunden entre sí.
Retornemos a nuestro relato. Hagamos la prueba de adicionar al germanio átomos
de boro y de arsénico. ¿Qué tipo de conductibilidad eléctrica aparecerá en el
germanio? Es evidente que esto dependerá de la relación que exista entre el
número de átomos de ambas impurezas. Si hay más arsénico que boro, la
conductibilidad será electrónica; si es al contrario, será por huecos.
¿Para qué hace falta todo esto? Porque resulta que la relación de ambos tipos de
conducción hace posible aplicaciones muy importantes de los semiconductores. Y
todo debido a la diferencia en la «facilidad» de la corriente que efectúa el
movimiento de los electrones y los huecos.
Los semiconductores con estas impurezas «dobles» son capaces de bloquear casi
por completo las corrientes en un sentido, pero en cambio las dejan pasar

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perfectamente en el sentido opuesto. En otras palabras, los semiconductores


pueden funcionar como rectificadores.
Son capaces de convertir las pequeñas tensiones que se les aplican, en altas,
también en virtud de la posibilidad de regular su resistencia. Esto significa que los
semiconductores pueden desempeñar la función de amplificadores.
Son pequeños, compactos, económicos, seguros en su funcionamiento, todas estas
cualidades de los semiconductores han asegurado su victoria sobre las grandes y
pesadas válvulas electrónicas.
Los fotones, al incidir sobre un semiconductor, hacen que los electrones de la banda
de valencia pasen a la de conducción. Cuando se ilumina un semiconductor, se
produce corriente eléctrica. Por lo tanto, los semiconductores pueden transformar
directamente la energía luminosa en eléctrica. Y no sólo pueden, sino que lo hacen
y con mucha más eficacia que los metales.
En la creación de estos magníficos dispositivos corresponde un papel destacado a
los científicos soviéticos encabezados por A. Ioffe.
Las baterías de silicio convierten en los desiertos los flujos destructores de rayos
solares en electricidad. La electricidad hace que funcionen los motores de los
sistemas de regadío que conducen las aguas a los rincones abrasados de la Tierra.
¡Así consiguió el hombre que el Sol trabajara contra su propia obra! Las baterías
eléctricas de semiconductores funcionan también en los cohetes cósmicos y en los
satélites artificiales de la Tierra.
Los semiconductores también convierten de un modo directo la energía calorífica en
corriente. Se hace innecesario el complejo y en esencia desproporcionado sistema
de las centrales eléctricas de vapor, en las cuales el calor convierte primero el agua
en vapor, y éste hace que gire la turbina a que está acoplado el rotor de la dinamo.
Algún día este sistema desaparecerá de la faz de la tierra. Por ahora los
semiconductores funcionan eficazmente como generadores termoeléctricos,
convirtiendo en corriente eléctrica el calor de las lámparas de petróleo, y como
frigoríficos, en los cuales no hay ningún elemento móvil.
Esto sólo es por ahora. Porque aún es difícil prever todo el esplendoroso porvenir
que aguarda a estos magníficos cristales.

Gentileza de Manuel Mayo 147 Preparado por Patricio Barros


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Capítulo 5
En las profundidades del núcleo atómico

Contenido:
 En el umbral
 El primer paso
 Segundo paso
 Búsqueda del misterioso mesón
 Las fuerzas más intonsas que existen
 Más sobre la estabilidad de los núcleos
 Túneles en los núcleos
 El núcleo, ¿está formado por capas?
 Cómo «aparecen los rayos gamma
 El núcleo, ¿es una gota?
 El núcleo-gota se divide
 Secretos de la fisión nuclear
 ¿Cuántos núcleos puede haber en total?
 El núcleo son capas y es una gota
 ¡Del núcleo se escapan partículas que no existen en él
 El electrón tiene un cómplice
 Los electrones nacen en los núcleos
 Núcleo-glotón

En el umbral
El átomo, lo molécula, el cristal... ¿Qué les sigue ahora?
Ahora la mecánica cuántica tiene que hacer una difícil exploración en las
profundidades de los átomos, donde se ocultan los núcleos atómicos, cuyas
dimensiones son todavía más insignificantes. Tiene que penetrar en un mundo aún
más maravilloso.
En los años veinte ningún físico sospechaba a que conduciría esto. Los movía
exclusivamente una simple, pero insaciable curiosidad.

Gentileza de Manuel Mayo 148 Preparado por Patricio Barros


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El núcleo atómico promete dar alimento abundante a la curiosidad. En los años en


que la mecánica cuántica celebra sus primeras victorias sobre et mundo de los
átomos, aún no se sabe casi nada do) mundo de los núcleos atómicos.
No obstante, la ciencia ya sabe algo acerca de los núcleos. Por esto tiene que
empezar la mecánica cuántica.
En las postrimerías del siglo XIX el físico francés 11. A. Becquerel descubrió
casualmente que ciertas sustancias son capaces de velar las placas fotográficas,
María Sklodowska y Fierre Curie, siguiendo las huellas de este descubrimiento,
establecen que esta propiedad la poseen tres elementos químicos que se
encuentran al final de la tabla periódica de Mendeleiev, a saber: el radio, el polonio
y el uranio.
Al fenómeno descubierto se le da el nombre de radiactividad. Su carácter
inexplicable desde las posiciones de la física clásica perturbó a los teóricos de aquel
tiempo. Pero la experiencia arroja nuevos hechos sobre la misteriosa radiación.
Resulta que está compuesta de tres tipos de radiaciones, que se designaron con las
tres primeras letras del alfabeto griego: alfa, beta y gamma.
Los rayos alfa, como pudo aclararse, están formados por partículas con carga
positiva. Esta carga es, por su magnitud, dos veces mayor que la del electrón, y la
masa de las partículas es aproximadamente cuatro veces mayor que la del átomo
de hidrógeno. Los rayos beta no difieren en nada de los electrones. Y los rayos
gamma son, como dicen los físicos, una radiación electromagnética muy dura. Su
poder de penetración es muchas veces mayor que el de unos campeones de
penetración a través de las sustancias como son los rayos X.
Pasan unos cuantos años y el físico inglés E. Rutherford propone su modelo
planetario fiel átomo, en el cual los electrones, como si fueran planetas, giran
alrededor de su «sol», es decir, del núcleo atómico. Poco a poco se va esclareciendo
que el responsable de la radiactividad es el núcleo.
Con respecto a las partículas de los rayos alfa esto se evidencia inmediatamente: en
el átomo no hay sitio para ellas en ninguna parte, si no es en el núcleo, en el cual
se halla concentrada prácticamente toda la masa del átomo. Por otra parle, existen
electrones en las capas del átomo. De estas capas también suelen desprenderse

Gentileza de Manuel Mayo 149 Preparado por Patricio Barros


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felones, o sea, cuantos de energía electromagnética. ¿Será posible que los rayos
beta y gamma nazcan precisamente en la envoltura electrónica del átomo?
No, esto resulta ser imposible. Al emitir rayos beta el átomo no se ioniza, no
adquiere carga eléctrica. Por lo tanto, su envoltura electrónica no se ha deteriorado.
El cálculo de la energía correspondiente a los fotones de luz visible y de los rayos X,
relacionados con los saltos en las capas electrónicas, demuestra también que esta
energía es muchas veces menor que la energía de los fotones de los rayos gamma.
Así se fortalece la idea de que el responsable de estos dos tipos de emisiones
radiactivas es el núcleo atómico.
Transcurrieron varios años y Rutherford dio a los físicos teóricos nuevo pábulo para
reflexionar. Interpuso en el camino de los rayos alfa, emitidos por el radio, una
botella con nitrógeno purísimo y, al cabo de cierto tiempo, descubrió en ella...
¡oxígeno! El sueño de los alquimistas se realizó: de un elemento químico se obtuvo
otro. Poro, eso sí, por un procedimiento que no era químico en absoluto.
El mismo año en que Rutherford observó la primera transformación nuclear, se puso
en claro que los núcleos de los átomos de un mismo elemento químico pueden tener
masas distintas. El cálculo demuestra que estas masas difieren entre sí en una
magnitud múltiple o muy aproximada a la masa del núcleo del átomo de hidrógeno.
Estos núcleos recibieron el nombre de isótopos.

El primer paso
La radiactividad, la transmutación mutua de los núcleos, los isótopos... Al parecer
podía darse el primer paso en la creación de la teoría del núcleo atómico. Existen los
hechos iniciales de partida y la mecánica cuántica, que ya ha demostrado su fuerza.
Pero los físicos teóricos no se dan prisa. Se encuentran como en los linderos de un
bosque virgen, perciben sus ruidos y aromas, pero aún no penetran en él. Piensan
que todavía es pronto para someter el «vehículo de todo terreno» de la mecánica
cuántica a las fatigas de un camino inexplorado.
Les piden a los físicos experimentadores que abran, en este bosque virgen, aunque
sólo sea un pequeño claro en el cual pueda maniobrar dicho «vehículo». Y los
experimentadores no se hacen esperar: en 1932 el físico inglés J. Chadwick
descubre el neutrón.

Gentileza de Manuel Mayo 150 Preparado por Patricio Barros


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Ahora se puede emprender la marcha.


Hasta aquí se desconocía lo principal: de qué partículas se compone el núcleo. De
que es compuesto hacía ya mucho tiempo no cabía duda: recuerde la radiactividad,
durante la cual se desprenden partículas del núcleo, sin que éste deje de existir. Por
otra parte, se conocía con certeza una partícula nuclear, el protón.
Podía suponerse que el núcleo está formado por aquellas partículas que se
descubren en su desintegración radiactiva, es decir, de partículas alfa y electrones.
Pero esta simple suposición era inadmisible, porque las partículas alfa no difieren en
nada por sus propiedades de los núcleos de helio, y, sin embargo, existen núcleos
más ligeros, como el de hidrógeno. Por lo tanto, precisamente el núcleo de
hidrógeno debe ser el ladrillo más pequeño del edificio nuclear. Este núcleo es el
más simple y por esto recibió el nombre correspondiente en griego, el de protón.
Ahora puede comenzarse la construcción mental de los núcleos. Al hacerlo hay que
tener presente la regla fundamental: la carga del núcleo debe ser igual en magnitud
al conjunto de las cargas de todos los electrones que hay en las capas del átomo,
pero de signo contrario a ella (positivo). Precisamente por esto el átomo en su
conjunto es neutro. Además, se conocen las masas de los núcleos: son iguales
aproximadamente a las masas de los respectivos átomos menos las masas de sus
capas electrónicas.
Así, pues, tenemos la hipótesis inicial: el núcleo está formado por protones y
electrones. Eli el núcleo de hidrógeno hay un protón y ningún electrón. En el núcleo
de helio hay cuatro protones y dos electrones; como resultado, su carga es igual a

4 - 2 = +2

y su masa es un poquito mayor que la del núcleo de hidrogeno multiplicada por


cuatro. Porque, como es sabido, el electrón casi no pesa en comparación con el
protón, puesto que es casi dos mil veces más ligero.
Sigamos. El núcleo del litio, de masa 7 y carga +3, está compuesto por 7 protones y
4 electrones; el núcleo de boro, de masa 11 y carga +5, por 11 protones y 6
electrones; el de nitrógeno (respectivamente, de 14 y +7), por 14 protones y 7

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electrones; el de oxigeno (16 y +8), por 10 protones y 8 electrones, y así


sucesivamente.
Parece que la construcción de los núcleos marcha perfectamente. Pero la naturaleza
le inflige un golpe por una parte inesperada, a partir de este «y así sucesivamente».
En efecto, todo está muy bien, pero solo cuando se trata de construcciones
relativamente pequeñas, es decir, de núcleos ligeros. Pero a medida que nos
adentramos en la región de las construcciones medianas y grandes, el acuerdo se
altera cada vez más. Compruébelo usted mismo. Para el hierro, de masa nuclear
(que en adelante llamaremos más exactamente número de masa o número rnásico
del núcleo, y que indica cuantas veces es mayor la masa del núcleo que la del
protón) 50 y carga +20, se necesitan 50 protones y 30 electrones; y para el núcleo
del uranio, de número de masa 238 y carga +92, se requieren 238 protones y 146
electrones.
Según esto, un cada nuevo núcleo coloca la naturaleza no un protón más, como era
de esperar, sino varios de una vez. Si se desecha esta idea, comienzan
inmediatamente los contratiempos con las masas y con las cargas de los núcleos.
Como resultado de esto desaparece la regularidad en la construcción de los núcleos
y no es posible comprender cómo se producen los isótopos. En nuestro
procedimiento de construcción de los núcleos hay, en realidad, algo que falla.
Sí, así es en efecto. Los electrones deben en el núcleo, como puede comprenderse,
no sólo «ajustar» la carga del núcleo a la que se observa en la experiencia. Su
misión es mucho más importante. Como los protones son partículas con cargas de
igual signo, contienden entre sí, lo mismo que los electrones en las capas. Para
impedir que se dispersen, hay que aherrojar los protones unos a otros con la
cadena de atracción a los electrones.
Un simple cálculo demuestra que, para esto fin, en el núcleo tiene que haber mucho
más cemento electrónico que el que se obtiene según nuestro procedimiento de
construcción. Existe además toda una serie de diversas objeciones convincentes que
se oponen a la presencia de electrones en los núcleos. Sobre ellas hablaremos
después más detenidamente.
Sea como fuere, los físicos teóricos se inclinan a dudar de que el núcleo esté
constituido por protones y electrones. Y he aquí que en su campo visual aparece el

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neutrón. El pensamiento de los teóricos entra en juego rápidamente: en el mismo


año de 1932, Werner Heisenberg, a quien conoce usted, y el físico soviético Dmitri
Ivanenko lanzan una hipótesis, apoyada en cálculos persuasivos, según la cual el
núcleo está construido exclusivamente con protones y neutrones. El primer paso
está dado.

Segundo paso
En la construcción de los núcleos atómicos fue la naturaleza tan económica como en
la de las capas electrónicas del átomo. Pero en este caso disponía ya de dos tipos
de ladrillos: los protones y los neutrones.
Añadiéndole al núcleo cada vez un nuevo protón, la naturaleza está muy atenta a
que el núcleo no sea destruido por la acción de las fuerzas de repulsión mutua de
los protones. En los núcleos ligeros (aproximadamente hasta el calcio, N° 20) los
números de protones y de neutrones que hay en los núcleos son aproximadamente
iguales. Después, el aumento del número de neutrones aventaja al aumento del de
protones, y cuanto más adelante, la ventaja es mayor. En el átomo de uranio, cuyo
número másico es 238, a 92 protones corresponden ya 146 neutrones.
Una vez convencida de que el edificio nuclear aguantará, la naturaleza diversifica un
poco su arquitectura: aquí añade y allá quita uno o varios neutrones de cada
núcleo. Así resulta que muchos núcleos tienen varios isótopos. Se encuentran
incluso núcleos «montados» tan diversamente, como el de estaño, que tiene toda
una decena de isótopos estables.
Fácil es observar que la hipótesis de W. Heisenberg y D. Ivanenko permite
perfectamente satisfacer los datos acerca de las masas y cargas de los núcleos. Así,
de acuerdo con esta hipótesis, el núcleo del hidrógeno está formado por un solo
protón; el núcleo del helio, cuyo número másico es 4 (helio-4), consta de 2
protones y 2 neutrones: el del litio-7, de tres protones y 4 neutrones; el del boro-
11, de 5 protones y 6 neutrones; el del nitrógeno-14, de 7 protones y 7 neutrones:
el de oxígeno-16, de 8 protones y 8 neutrones, y así sucesivamente.
Sólo que ahora en este «y así sucesivamente» no hay ya ningún chasco.

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¿Qué se sabe del neutrón? Que es una partícula cuya masa es casi exactamente
igual que la masa del protón y que no tiene ninguna carga eléctrica. El neutrón
justifica su nombre: es eléctricamente neutro.
¿En qué se funda que ocupe él en el núcleo el puesto que se le negó al electrón?
Este último podía al menos cumplir una función importante: ligaba los protones
contendientes en el núcleo e impedía que se dispersasen. Pero, ¿cómo puede hacer
esto el neutrón, que no tiene carga?
Es verdad que con sólo las fuerzas eléctricas de atracción es imposible explicar la
solidez de los núcleos. Estos son en verdad huesos duros. Ni un solo intento de
romper el núcleo por medios químicos, presiones y temperaturas enormes y campos
eléctricos colosales, es decir, con todo el arsenal de las armas que actúan sin fallos
sobre las capas electrónicas del átomo, ha dado resultados positivos.
Esto quiere decir, concluyen los físicos, que el neutrón se encuentra en el núcleo no
casualmente. Precisamente él debe hacer las veces de cemento que aglutine los
protones en un todo único.
¿Pero con qué fuerzas? Está claro que con fuerzas no eléctricas, puesto que el
neutrón no tiene carga.
Los teóricos reflexionan tenazmente. Y tres años después de descubrirse el neutrón
fue resuelto el problema. El físico japonés Hideki Yukawa lanzó la idea de que entre
los protones y los neutrones actúan unas fuerzas nucleares específicas muy
grandes, fuerzas de intercambio de atracción.
¿Fuerzas de intercambio? Ya las conocemos. Precisamente son ellas las que enlacen
los dos átomos de hidrógeno, de nitrógeno, de oxígeno y de otros muchos
elementos en moléculas bastante estables. En estas moléculas los átomos
intercambian durante todo el tiempo sus electrones, lo que hace que los átomos se
aproximen el uno al otro.
Pero, ¿de qué intercambio puede hablarse en el caso del núcleo? El protón y el
neutrón son partículas diferentes. En el núcleo no hay electrones ¿Qué intercambian
el protón y el neutrón?
La idea, al toparse con este obstáculo, tiene ante sí dos caminos: replegarse,
reconociendo que la hipótesis inicial acerca del intercambio era falsa, o dar un salto
extraordinariamente audaz: reconocer que, a pesar de la disparidad externa del

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protón y el neutrón, estas partículas no son tan distintas como parece y que son de
naturaleza común. Y si esto es así, pueden transformarse la una en la otra: el
protón en neutrón y el neutrón en protón.
Efectivamente, esta idea es muy audaz. En 1935, cuando Yukawa hace pública su
hipótesis, el fenómeno de la intertransmutación de las partículas más simples que
componen la sustancia no se había observado todavía. Bien es verdad que, tres
años antes, quedó establecida la transmutación del electrón y el positrón en fotones
de rayos gamma. Pero este fenómeno es de naturaleza completamente diferente.
La idea sigue adelante. Si dos partículas se transforman una en otra, tendrán que
intercambiar algo. Al adquirir este «algo» el protón se convierte en neutrón y,
viceversa, al perder este «algo» el neutrón toma la forma de protón. Está claro que,
a la vez que éste, puede existir el cambio inverso, en el cual adquiere «algo» el
neutrón y lo pierde el protón.
Partiendo del hecho de la gran solidez de los núcleos y de la observación de que las
fuerzas de intercambio entre el protón y el neutrón deben actuar solamente a
distancias extremadamente pequeñas entre ellos — no en balde los núcleos son tan
minúsculos—, Yukawa diseña la imagen del misterioso «algo». Se trata de una
partícula material. Puede tener carga positiva o negativa igual en magnitud a la
carga del protón (o del electrón) y una masa aproximadamente 200 a 300 veces
mayor que la carga del electrón.
Las masas del protón y del neutrón son aproximadamente 1800 veces mayores que
la del electrón. La misteriosa partícula, por su masa, se halla en un lugar intermedio
entre ellas. Por eso se le da el nombre de mesón (de la palabra griega μeσος, que

significa «medio»).
Ahora el cuadro del intercambio nuclear se presenta del modo siguiente. El protón,
emitiendo un mesón positivo, debe perder con él su carga eléctrica y convertirse en
un neutrón. Y el neutrón, acoplando este mesón, se convierte a su vez en protón, Y,
viceversa, el neutrón puede emitir un mesón negativo y convertirse en protón por
otro camino. Y este mesón, al ser capturado por el protón, lo transforma en neutrón
por otro camino.

Búsqueda del misterioso mesón

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Pero, ¿dónde están esos mesones? Volvieron a estudiarse atentamente los


experimentos con núcleos radiactivos. La respuesta fue categóricamente negativa:
incluso si los mesones existen en los núcleos, de allí no salen. Parece que los
mesones prefieren desempeñar modestamente su importante función sin mostrarse
a los ojos del hombre.
Entonces los físicos recurrieron a otro medio de información acerca de las partículas
nucleares, a los rayos cósmicos. Y la espera no llegó al año: ¡el mesón fue
descubierto! De acuerdo con los cálculos de Yukawa, tenía una masa 207 veces
mayor que la del electrón.
Los teóricos podían festejar su triunfo. Cómo no: ¡se confirmaba la idea,
sorprendente por su audacia, de la semejanza del protón y el neutrón, y el mesón
se descubría literalmente en la punta de la pluma! Era éste uno de los mayores
éxitos de la física en toda su historia.
Sin embargo la alegría fue prematura. El mesón se negaba a entrar en íntimo
contacto con los núcleos atómicos, poniendo de manifiesto una grandísima
indiferencia para con los neutrones e inclinándose sólo levemente ante los
protones—dentro de los límites de la interacción de carácter eléctrico. ¿Y ésta es la
partícula que intercambian el protón y el neutrón y que, por lo tanto, debe, de la
forma más «desconsiderada» y más enérgica, actuar recíprocamente con ellos? —
se preguntaban asombrados los físicos. Y resolvieron unánimemente: no, este
«echadizo» de la naturaleza no es la partícula aquella, hay que seguir buscando.
Y esta vez la naturaleza fue aún con menos deseos al encuentro de los físicos.
Pasaron bastantes años, se hicieron muchos relevantes descubrimientos en la
estructura de los núcleos atómicos, se descubrió el secreto de la liberación de la
energía intra nuclear, se construyeron reactores y bombas atómicas, pero la tal
esperada partícula no aparecía. Sólo en el año 1948 consiguió «cogerla por el rabo»
el conocido investigador de los rayos cósmicos C. Powell.
Esta partícula también resultó ser mesón, pero otro, cuya masa no era ya 207 veces
mayor que la del electrón, sino 273 veces. Ahora no cabía equivocación. El nuevo
mesón (que se llamó mesón p (pi), para diferenciarlo del «indiferente» mesón m

(mu)) actuaba recíprocamente con las partículas nucleares con mucha energía. En

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aquellos casos en que su energía es grande, puede hasta destruir los núcleos que se
encuentran en su camino.
Entonces la suposición hecha por la mecánica cuántica de que la causa de las
fuerzas nucleares debe ser el intercambio mesónico entre protones y neutrones se
confirmó brillantemente. Por otra parte, los físicos estaban tan convencidos de que
esta suposición era correcta, que continuaron adentrándose en la espesura del
«bosque» nuclear, sin tener aún pruebas materiales de la existencia del mesón
«necesario».
Así marcha «sin bagaje» el juez de instrucción, seguro de la veracidad de sus
suposiciones, al descubrimiento de un delito, y le sirven de recompensa aquellas
mismas pruebas materiales que, como sorpresa, aparecen el último día de
instrucción de la causa. Así también, aunque con retraso, fue una recompensa para
los físicos, por la audacia de sus ideas, el descubrimiento del mesón p.

Las fuerzas más intensas que existen


Los físicos empezaron a estudiar con toda energía las recién descubiertas fuerzas
nucleares. Y lo primero que encontraron fue que estas fuerzas tienen un radio de
acción extraordinariamente pequeño, como ya dijimos antes. En las moléculas las
fuerzas de intercambio comienzan a actuar a distancias entre los átomos del orden
de las dimensiones de los propios átomos, es decir, de cienmillonésimas de
centímetro. En cambio las fuerzas de intercambio nucleares actúan a distancias que
son decenas de millares de veces menores aún. En la práctica sólo pueden
descubrirse a distancias del orden de las dimensiones de las propias partículas
nucleares. Por lo tanto está claro que sólo existen prácticamente dentro de los
núcleos y fuera de ellos no es manifiestan.
Las fuerzas nucleares son las más intensas de cuantas se conocen hasta hoy. Estas
fuerzas no sólo neutralizan totalmente la mutua antipatía entre los protones que,
como puede comprenderse, es bastante grande a distancias tan pequeñas, sino que
los unen formando una familia extraordinariamente fuerte.
¿Qué puede servir de característica de la solidez de los núcleos? Los físicos utilizan
para esto un concepto universal, apto para cualesquiera cuerpos, moléculas, átomos
o incluso núcleos: la energía de enlace. Esta energía es aquélla que de un modo

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cualquiera hay que comunicarle al sistema de partículas para dividirlo en las


partículas libres que lo componen.
Está claro que cuantas más partículas formen el sistema, tanto mayor deberá ser
esta energía. Por esto para caracterizar la solidez se toma generalmente la energía
de enlace referida a una partícula. Para expresar esta energía suelen utilizarse
unidades especiales, llamadas electrón-voltios. Esta es la energía que adquiere un
electrón al pasar por un campo eléctrico cuya diferencia de potencial es de 1 voltio.
Para nuestro mundo de las cosas grandes, esta unidad es muy pequeña, pero para
el mundo atómico es bastante considerable.
Los enlaces entre las moléculas de muchas sustancias se rompen ya a la
temperatura ambiente, de manera que estas sustancias en las condiciones normales
existen en forma de gases. La energía de enlace entre estas moléculas es del orden
de una centésima de electrón-voltio por molécula.
Para descomponer estas moléculas en átomos independientes se necesita ya una
energía mayor, aproximadamente de hasta una decena de electrón-voltios por
átomo. Esto responde a temperaturas considerables, de millares y decenas de
millares de grados.
Desintegrar un átomo en electrones aislados y el núcleo «desnudo» es aún más
difícil. Ya sabemos que los electrones atómicos tienen diversa energía, que responde
a sus enlaces con los núcleos. La región de estas energías se extiende desde
decenas hasta millares de electrón-voltios.

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Figura 18. Número mágico del isótopo (número de partículas en el núcleo)

Pero las partículas nucleares tienen una energía de enlace de millones de electrón-
voltios. Ahora está claro por qué sobre el núcleo no hacen ningún efecto las fuerzas
no nucleares más intensas:... ¡son demasiado débiles! Si dos núcleos chocan con las
velocidades del movimiento térmico, aunque la temperatura sea de mil grados, para
ellos será esto tan poco sensible como para una pared de granito el choque de una
pelota de goma.
Los físicos, cuando estudiaban el trabajo del «arquitecto nuclear», hallaron la
solidez de los diversos núcleos y la representaron en una gráfica en dependencia del
número másico del núcleo. Veamos esta gráfica. Lo primero que notamos es su
carácter «dentado». La curva de la gráfica parece una cordillera. Este parecido es
aún mayor porque los picos de la curva sobresalen a primera vista de una forma
irregular.
Pero antes de pasar adelante, fijémonos en la gráfica inferior. Esta es la gráfica de
la abundancia de los elementos químicos en la naturaleza. Para construirlo
recurrieron los físicos a la colaboración de geólogos, astrónomos y hasta biólogos.
Es evidente que la abundancia de un elemento responde a la frecuencia con que se
encuentran en la naturaleza los núcleos de sus átomos. Como es natural,
entendemos aquí por naturaleza no sólo la Tierra, sino todo el Universo visible en

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general, adonde no ha llegado el martillo del geólogo, pero ha penetrado la mirada


del aparato espectral del astrónomo.
Comparemos ambas gráficas. No es difícil descubrir que tienen algo de común.
En primer lugar, en el ángulo izquierdo de las gráficas puede notarse que los picos
más altos de la curva superior responden a los núcleos de helio-4, carbono-12,
oxígeno-16 y otros más. Todos los números másicos citados son múltiplos de
cuatro, como si estos núcleos no estuvieran constituidos por protones y neutrones
por separado, sino directamente por partículas alfa. En la gráfica inferior, a estos
núcleos les corresponden las más altas abundancias relativas en la naturaleza (en
comparación con los otros isótopos de estos elementos), próximas al ciento por
ciento.
Si continuamos nuestro viaje por la «cordillera» vemos que las quebraduras más
notables de la curva superior corresponden precisamente a los picos de la inferior.
Cuanto más sólidos son los núcleos, tanto más abundan en la naturaleza.
Se impone una conclusión evidente. En el mundo de los núcleos atómicos, la
naturaleza también parece haber establecido cierta ley de «selección natural».
Perviven únicamente aquellos núcleos que son más estables, más sólidos. Y los más
abundantes de ellos son los que tienen el número de protones y neutrones iguales a
2, 8, 20, etc. Más adelante, cuando se trate de las capas nucleares, nos
detendremos a explicar este último fenómeno.
Por ahora indicaremos que considerar el núcleo como compuesto «directamente» de
partículas alfa no es totalmente correcto. Pero el fenómeno ha sido advertido
correctamente, porque el grupo de dos protones y dos neutrones posee en realidad
una solidez extraordinaria incluso en el mundo de los núcleos atómicos. Dicen los
físicos que las fuerzas nucleares que actúan entre este número de partículas parece
que «se saturan». Si a este grupo se intenta añadirle un solo protón o neutrón, no
se consigue nada: el núcleo de helio se niega a admitir en su familia al recién
llegado. Este núcleo es, en efecto, el menos hospitalario de la naturaleza: núcleos
con número másico 5 (es decir, de dos protones y tres neutrones o de tres protones
y dos neutrones) no existen en absoluto.
Pero, no admitiendo huéspedes, la familia del helio no hace más que fortalecer su
cohesión. En efecto, el núcleo de helio es el más sólido de la naturaleza, si no se

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tiene en cuenta el de hidrógeno, que consta de un solo protón y en el cual no actúa


ninguna fuerza nuclear.
La saturación es una propiedad nueva, desconocida hasta entonces, propia
exclusivamente de las fuerzas nucleares. Igualmente nueva y extraordinaria es
también la propiedad de su independencia de carga. Con estas palabras se designa
la «indiferencia» de las fuerzas nucleares, que actúan con igual intensidad entre un
protón y un neutrón, como entre un par de protones o un par de neutrones. La
causa de esta «indiferencia» aún no ha sido comprendida hasta el fin por los físicos.

Más sobre la estabilidad de los núcleos


Las fuerzas de intercambio, que ocasionan la formación de los solidísimos edificios
nucleares, son fuerzas de atracción entre los protones y neutrones. ¿Hasta qué
punto es posible esta atracción? Es fácil comprender que tiene un límite, de lo
contrario todas las partículas nucleares se fundirían en una.
La naturaleza, como es lógico, no consiente esta posibilidad y a las poderosas
fuerzas de atracción opone, cuando las partículas nucleares se aproximan
demasiado, fuerzas de repulsión no menos intensas, que impiden a las partículas
penetrar unas en otras.
Esto puede decirse que es el límite inferior del radio de acción de las fuerzas
nucleares. Del límite superior ya hemos hablado. Este responde, evidentemente, a
la distancia máxima a que pueden alejarse unas de otras las partículas nucleares
para experimentar aún la acción retenedora de las fuerzas nucleares. Este radio es
del orden de las dimensiones de las propias partículas nucleares.
Esa circunstancia es muy importante. Ella precisamente puede explicar la tendencia
general de la gráfica de las energías de enlace: su descenso a medida que crece el
número másico de los núcleos. En efecto, en un núcleo ligero, en el cual hay pocos
protones y neutrones, cada partícula puede ser ligada por las fuerzas nucleares con
todas las demás.
¿Pero qué hacer con la saturación, que indica que las fuerzas nucleares prefieren
enlazar solamente tétradas de partículas? La respuesta no es difícil. Las partículas
nucleares son indistinguibles unas de otras y es imposible destacar entre ellas
determinados grupos de cuatro partículas marcados de una vez para siempre.

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Intente en un cristal de iones de sodio y cloro separar las parejas correspondientes


a las «antiguas» moléculas. Unos mismos iones de sodio y de cloro de la red
cristalina de sal común pueden entrar en la composición de diversas moléculas
«antiguas» del NaCl, como ya se dijo con anterioridad.
Pero a medida que el núcleo abarca un mayor número de partículas, aumentan sus
dimensiones. Ahora cada partícula sólo puede estar ligada por medio de las fuerzas
nucleares con sus vecinas inmediatas. En vez de un enlace «común» resulta una
especie de cadena de enlaces. Y los núcleos empiezan a perder paulatinamente su
solidez, tanto más, cuando con el crecimiento del número de protones aumentan las
fuerzas de reacción a las nucleares, o sea, las de repulsión de los protones.
Los núcleos más grandes y pesados, que se encuentran al final del sistema
periódico, son ya bastante inestables. Y la naturaleza les obliga a que ellos mismos
se reestructuren en núcleos más estables. Pero esto sólo es posible si el núcleo se
libera de las partículas nucleares que le «sobran», lo mismo que un navío arroja el
lastre para conservar su flotabilidad. Las partículas sobrantes que arrojan los
núcleos son las emisiones radiactivas.
No obstante, como usted probablemente sabrá, existe una multitud de núcleos
radiactivos al principio y a la mitad del sistema periódico. Pero casi todos ellos no
son obra de la naturaleza, sino de las manos del hombre. Bombardeando núcleos
inicialmente estables con partículas nucleares (principalmente con neutrones), los
físicos alteran su reposo y hacen que estos núcleos pasen a un estado inestable
recargándolos de partículas.
Estos núcleos retornan al estado de equilibrio no por el camino que salieron de él, e
incluso el estado final estable a que llegan se diferencia por regla general del que
tenían inicialmente. El núcleo se sacó del reposo con un neutrón, y él responde
emitiendo electrones y fotones gamma y convirtiéndose en un núcleo
completamente distinto.
Este fenómeno, llamado radiactividad artificial, se basa también en la tendencia de
los núcleos a la estabilidad cueste lo que cueste. Las cosas inestables no pueden
existir mucho tiempo en la naturaleza. Recordemos la gráfica de la abundancia de
los núcleos en la naturaleza. Esta gráfica dice claramente: cuanto más estable es un

Gentileza de Manuel Mayo 162 Preparado por Patricio Barros


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núcleo, tanto más tiempo existe y, por lo tanto, más abunda en la naturaleza el
elemento correspondiente.

Túneles en los núcleos


Las leyes que rigen la estabilidad de los núcleos son muy complejas. De ellas se
ocupan los científicos hace ya más de treinta años y aún no han sido comprendidas
hasta el fin. Sin embargo, de algunas de estas leyes se tienen ciertos
conocimientos. Hablaremos de ellas más detenidamente.
Primero se descubrió el secreto de la radiactividad alfa o, como suele decirse, de la
desintegración alfa de los núcleos, incluso antes de que fuera descubierto el
neutrón. Cierto es que el secreto se descubrió, pero que de las causas que servían
de base a la estabilidad de las partículas alfa aún no se sabía nada.
Así, pues, hay que responder a dos preguntas: ¿por qué se desprenden del núcleo
las partículas alfa? y ¿por qué son ellas precisamente, y no protones y neutrones
por separado?
Comencemos por la pregunta más difícil, por la segunda. Cuando estudiamos la
gráfica de la energía de enlace, nos convencimos de que los núcleos formados por
tétradas de partículas — pares de protones y neutrones, como, por ejemplo, el
helio-4, el carbono-12, el oxígeno-16 —, son más estables que sus vecinos en la
gráfica. Ahora vemos que la desintegración de los núcleos radiactivos pesados se
produce precisamente por estas tétradas de partículas. ¿Cómo se explica este
comportamiento ambiguo de las partículas alfa?
Nuestras dificultades aumentan todavía más si recordamos que las fuerzas
nucleares alcanzan la saturación en la tétrada y es imposible añadir una quinta
partícula a las cuatro que ya hay. En este caso, ¿cómo pueden existir núcleos más
pesados que el helio?
Para obtener la respuesta a estas preguntas hay que prestar más atención a la
existencia de las partículas alfa y a cómo se produce en ellas el intercambio de
mesones. Sabemos que una de las variantes del intercambio consiste en que el
neutrón emite un mesón p con carga negativa, transformándose en protón, y el

protón absorbe este mesón y al cabo de un insignificante intervalo de tiempo se


transforma en neutrón.

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Así viven todo el tiempo en la tétrada, por término medio, dos protones y dos
neutrones. Pero figúrese que el mesón emitido por un neutrón en una tétrada
cualquiera sea capturado por un protón de la tétrada vecina. Entonces se cometen a
la vez dos «delitos»: en la primera tétrada habrá tres protones y un neutrón, y en la
vecina, al contrario, tres neutrones y un protón.
¿Por qué es «delito» esto? Porque de acusador interviene el ya conocido principio de
Pauli. Los protones y los neutrones, por su espín, no difieren del electrón, y por lo
tanto están sometidos a todas las prohibiciones que rigen para el electrón. Pero el
principio de Pauli prohíbe que en cada estado se encuentre más de una partícula
con un sentido dado del espín.
Por esto es tan sólida la partícula alfa, porque en ella dos protones y dos neutrones
ocupan cada uno un nivel de energía, el más bajo de los posibles. Dos protones se
hallan en un nivel, y en este mismo nivel se encuentran dos neutrones. Esto es
posible porque en cada instante el protón y el neutrón tienen en el núcleo distinta
fisonomía, es decir, son, a pesar de todo, partículas distintas. Pero si en la tétrada
hay tres protones, uno de ellos, quiéralo o no, tiene que faltar a la rigurosa
prohibición de Pauli u ocupar un estado de energía más alta, es decir, con menor
energía de enlace.
Las partículas nucleares no desean cometer «delitos». Tampoco se conforman con
los estados poco sólidos. Devuelven rápidamente el mesón, y otra vez existen dos
tétradas ordinarias. Pero el intercambio instantáneo entre las tétradas no transcurre
en balde, sino que conduce al establecimiento de una ligazón recíproca entre ellas.
Así disminuye el aislamiento de las tétradas entre sí.
Cuanto más nos alejamos de los núcleos ligeros, tanto más débilmente se
manifiestan las huellas de las tétradas en su estabilidad. Sin embargo, en los
núcleos pesados vuelve a verse claramente la huella de las tétradas. En la periferia
de estos núcleos, las partículas, como ya hemos dicho, sólo pueden accionar
recíprocamente con sus vecinas más próximas, ya que el núcleo se ha hecho muy
grande. Y, por lo visto, cerca de la superficie de los núcleos, se produce cierto
aislamiento de tétradas de partículas, por ser las más estables.
Precisamente por esto es por lo que, al parecer, los núcleos pesados emiten no
protones o neutrones, sino únicamente tétradas de ellos, o sea, partículas alfa.

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¿Pero cómo pueden éstas desprenderse de los núcleos? El núcleo es un sistema de


partículas ligado o, como lo llamamos de otra forma, un pozo de potencial, aislado
de la existencia libre de las partículas por una alta barrera. La profundidad de este
pozo (o altura de la barrera) se conoce y es igual a la energía de enlace.
Pero la barrera nuclear se diferencia de las que conocimos antes, en que a ella no
hay ya que aplicarle ningún esfuerzo para «torcerla». La barrera nuclear no es ya el
«peldaño de escalera», que sólo tiene «pared anterior», sino una «tapia». Esta
«tapia» tiene poca anchura, pero es muy alta. Aproximadamente, la anchura de la
barrera está determinada por el radio de acción de las fuerzas nucleares, y la altura,
por la magnitud de estas fuerzas.
Ahora entra otra vez en acción la mecánica cuántica. El escape de partículas alfa de
los núcleos radiactivos es un efecto de túnel, dice ella, que por su naturaleza no
difiero del escape por túnel de los electrones de un metal o de la penetración por
túnel de los electrones en la banda de conducción de los semiconductores y
aisladores. Tanto allí como aquí actúan las propiedades ondulatorias: allí, las de los
electrones; aquí, las de las partículas alfa.
Se hace comprensible el comportamiento «bifronte» de las tétradas.
Comportamiento que en esencia no es bifronte, ya que todo está determinado por
las probabilidades cuánticas. Teóricamente una partícula alfa puede escaparse
también del núcleo de oxígeno, pero la probabilidad de este escape es
absolutamente insignificante.
En los núcleos ligeros la altura de la barrera es demasiado grande (es muy grande
la energía de enlace) para el escape de las partículas alfa, mientras que en los
núcleos pesados las barreras no son tan alfas (la energía de enlace es
considerablemente menor). La probabilidad del efecto de túnel depende en alto
grado de la altura de la barrera, disminuyendo rápidamente con su crecimiento.
Este es el quid de la cuestión.
Por otra parte, la altura de la barrera para el escape de partículas alfa es en los
núcleos pesados mucho más baja que la barrera para el escape «individual» de los
protones y neutrones. Por esto sólo se escapan tétradas, y no partículas aisladas.

El núcleo, ¡está formado por capas!

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El núcleo, a diferencia del átomo, carece del cuerpo central, alrededor del cual, en el
átomo, hacían corro las nubes electrónicas. Durante varios años después del
descubrimiento de la estructura protono-neutrónica del núcleo, los físicos se
figuraron el núcleo como materia nuclear, más o menos uniformemente esparcida
por un espacio pequeñísimo, en forma de nubes de protones y neutrones.
Pero el descubrimiento de la saturación de las fuerzas nucleares y el fenómeno de la
desintegración alfa indicaban, al parecer, que la materia nuclear no es
completamente disforme, sino que en ella se revelan los contornos de pequeñas
«células», las partículas alfa. Y a medida que la mecánica cuántica y la experiencia
se adentraban en el bosque nuclear, quedaba más claro que en este bosque podían
distinguirse grupos completos de árboles, que no era tan disforme como parecía al
mirarlo de lejos, cuando el bosque impedía ver los árboles aislados.
Ya sabemos que la tétrada de partículas ocupa la posición energética más baja en el
núcleo, que ella es la más estable de todos los bloques nucleares. A esta posición
responde un nivel común de energía en el que se encuentran dos protones y dos
neutrones con espines de sentidos opuestos.
La segunda tétrada de partículas ocupará en el núcleo dado otro nivel de energía; la
tercera, un tercero, y así sucesivamente. Al aumentar el número de tétradas de
partículas se van llenando niveles de energía cada vez más altos en el núcleo, de un
modo hasta cierto punto semejante a como esto ocurre con los electrones de los
átomos.
¡Pero no todos los núcleos están formados por tétradas! Efectivamente. Por lo tanto,
en los núcleos en que el número de partículas no es múltiplo de cuatro, los
correspondientes niveles de energía no estarán ocupados totalmente.
El núcleo empieza a parecerse al átomo. En aquel están las capas electrónicas
llenas, cerradas, estables (recuérdense los gases inertes). En éste, las «capas»
nucleares de tétradas, llenas, estables en particular, y un gran número de partículas
nucleares.
Pero la sola analogía externa era poco. Había que tener pruebas más evidentes de
la existencia de capas en el núcleo. Bueno, pues recurramos a nuestras gráficas de
la estabilidad y de la abundancia de los núcleos. Tomemos en consideración varios

Gentileza de Manuel Mayo 166 Preparado por Patricio Barros


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de los picos más altos y calculemos cuántos protones y neutrones hay en los
núcleos de cada uno de ellos.
El primero de los picos es el helio-4; su núcleo, una partícula alfa, está formado por
dos protones y dos neutrones. Después va el oxígeno-16, con ocho protones y ocho
neutrones; detrás de él está, el calcio-40 con 20 protones y 20 neutrones, y así
sucesivamente. Finalmente, en el extremo derecho de la gráfica, el último pico
elevado pertenece al plomo-208, cuyo núcleo tiene 82 protones y 126 neutrones. (A
ellos hay que añadir también el núcleo del estaño, con 60 protones, que es tan
estable, que sobre la base de esta «estructura» pudo la naturaleza crear toda una
decena de isótopos estables, mientras que para otros números de protones sólo se
conocen de 2 a 5 isótopos estables.)
Por lo tanto, los núcleos más estables tienen los siguientes números de protones y
neutrones: 2, 8, 20, 50, 82 y 126. Cabe suponer que estos núcleos tienen cierta
analogía con los átomos de los elementos inertes con 2, 10, 18, 36, 54 y 86
electrones. Unos y otros, cada cual en su mundo, son «campeones» de estabilidad.
Estos números de protones y neutrones recibieron el nombre de «mágicos». Y, en
efecto, hay algo de mágico en el hecho de que los núcleos y las capas electrónicas
de los átomos — dos mundos que viven según las leyes completamente distintas —
pongan de manifiesto cierta analogía en sus estructuras.
Es cierto que la comparación de los números mágicos con los números de los
electrones que hay en los átomos más estables, demuestra que entre ellos existe
una diferencia notable. Estos números sólo coinciden en el helio, que mantienen los
«récord» de estabilidad en ambos mundos simultáneamente. La discrepancia de
estos números no es casual. Al contrario, sería demasiado sorprendente que
coincidieran ambas series de números; porque, ¡son tan poco semejantes las
condiciones de vida en el núcleo y en las capas electrónicas del átomo!
Sin embargo, en el núcleo existe algo semejante a las capas. Esto se confirma por
otra analogía obtenida de la experiencia. Consideremos, por ejemplo, el átomo de
potasio (N° 19). Este átomo es monovalente, es decir, tiene un electrón más que el
átomo inerte de argón, cuyas capas están completas y cerradas. El espín total de
las capas electrónicas del átomo de potasio es igual al espín de este electrón de
valencia. En efecto, los espines de todos los demás electrones tienen sentidos

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opuestos por parejas, con lo cual se compensan entre sí, de manera que su suma es
nula.
Comparemos con este átomo el núcleo del isótopo de oxígeno-17, en cual, además
de la capa saturada compuesta por cuatro tétradas de partículas, hay un neutrón,
De acuerdo con lo dicho anteriormente era de esperar que el espín del núcleo del
oxígeno fuera igual al espín de este neutrón «fuera de plantilla». Y así es en
realidad.
Esta coincidencia no es única. Los espines de los núcleos medidos en los
experimentos suelen estar en perfecto acuerdo con los que predice el modelo
nuclear de capas.

Cómo aparecen los rayos gamma


La semejanza que hemos indicado de las capas electrónicas del átomo con las capas
nucleares se hace todavía más evidente si se presta atención al origen de la tercera
forma de emisión radiactiva, es decir, los rayos gamma.
Lo mismo que por las frases aisladas que nos llegan de una casa podemos hacernos
idea de cómo se llevan sus habitantes, los físicos, estudiando los rayos gamma,
pudieron establecer hechos importantes de la vida de las familias nucleares.
En primer lugar llamó la atención de los científicos una circunstancia interesante.
Los espectros de los rayos gamma resultaron estar formados por rayas aisladas.
Nosotros ya sabemos lo que esto quiere decir: las partículas nucleares sólo pueden
tener una energía rigurosamente determinada, en otras palabras, pueden
encontrarse en estados determinados. Los saltos de las partículas entre estos
estados deben originar los rayos gamma.
¿Cuáles son los niveles de energía nucleares y como los ocupan las panículas? Aquí,
en el plano trazado por los físicos, hay muchas «manchas blancas» lamentables.
Que en el núcleo existan determinados niveles de energía no debe extrañarnos. La
existencia de estos niveles la predice la ecuación de Schrödinger para cualquier
colectividad de partículas ligadas, incluidas, claro está, las colectividades nucleares.
En el caso del átomo, la fórmula que define la interacción de las partículas es
conocida: es la ley de Coulomb para la repulsión recíproca de los electrones y su

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atracción por el núcleo. Esta ley se introduce en la ecuación de Schrödinger. Pero la


ley de las fuerzas nucleares aun no se conoce exactamente.
Los físicos se ven obligados a resolver el problema inverso, o sea, observando los
espectros de los rayos gamma, calcular por ellos los niveles de energía que hay en
los núcleos y su orden de ocupación. Un trabajo similar tuvieron que hacer los
físicos antes, combinando los niveles de energía en los átomos. Recurriendo además
a los datos acerca del «brillo» de las distintas rayas de los rayos gamma y a otras
características de éstos, los científicos intentan conocer la ley a la cual se subordina
la interacción de las partículas en los núcleos.
Pero resulta ser un problema extraordinariamente pesado. En su totalidad aún no
está resuelto. Desde hace mucho tiempo está claro que tal problema no podrá
resolverse mientras no se conozca la propia naturaleza de las partículas nucleares.
En el capítulo siguiente hablaremos de algunos procedimientos por medio de los
cuales pretenden los científicos abordar dicho problema.
A pesar de todo, la hipótesis acerca de los niveles de energía en el núcleo y acerca
de las capas de «nubes de probabilidad» protónicas y neutrónicas es muy útil. Esta
hipótesis permite explicar no sólo la generación de los rayos gamma, sino también
muchas de sus peculiaridades interesantes.
Ante todo es evidente que, para emitir un fotón gamma, el núcleo tiene que pasar
primero de su estado estable, con la energía mínima posible, a un estado cuya
energía sea más elevada y que, por analogía con el átomo, se llama excitado.
Cuando el núcleo retorna a su estado inicial o a otro estable, emite un fotón
gamma.
Las fuerzas nucleares son millones de veces más intensas que las eléctricas. Por
esto las distancias entre los niveles de energía en el núcleo son mucho mayores, por
lo general, que las distancias energéticas que existen en la capa electrónica. Se
comprende por esto que los fotones gamma tienen que ser la misma cantidad de
veces más enérgicos que los fotones luminosos y, por consiguiente, deben tener
respectivamente menor longitud de onda. Esto se observa en realidad. Los rayos
gamma tienen las longitudes de onda más cortas de cuantas radiaciones se
conocen.

Gentileza de Manuel Mayo 169 Preparado por Patricio Barros


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Ahora queda claro por qué los rayos gamma son compañeros inseparables de
muchas transformaciones radiactivas de los núcleos. Porque estas transformaciones
no son otra cosa que la transición de núcleos del estado menos estable al más
estable. A veces la completa estabilidad no se consigue con una sola reconstrucción
del edificio nuclear, expulsando de él las partículas «que están de más». El nuevo
núcleo, aunque sea más estable que antes, se forma en estado «excitado». En este
caso la etapa final de la reconstrucción es la emisión de un fotón gamma, después
de lo cual el núcleo deja de ser radiactivo.
El núcleo puede con frecuencia ceder su energía sobrante por un procedimiento más
«ingenioso», desconocido en las capas electrónicas del átomo. En vez de lanzar un
fotón gamma, el núcleo transmite «paulatinamente» la energía de su excitación a la
capa electrónica, de un modo directo. Esta energía es tan grande, que el «donativo»
nuclear es percibido más bien como un golpe poderoso dado a todo el edificio
atómico. Este no llega a derrumbarse por completo, pero algunos de sus habitantes
—electrones — salen lanzados del átomo con velocidades considerables. Este
fenómeno, que concurre eficazmente con la emisión directa de rayos gamma, se
llama conversión interna.

El núcleo, ¡es una gota!


Las capas en el núcleo, los núcleos mágicos... A los amantes de la belleza de las
teorías científicas, este modelo del núcleo podía reportarles un verdadero placer. Sin
embargo, en todo barril de miel puede poner la naturaleza una cucharadita de brea.
Refiriendo esto al caso de que hablamos, puede decirse que el modelo nuclear es
más bien una cucharadita de miel en un barril de la más negra opaca brea, como es
el núcleo.
Una enorme cantidad de hechos experimentales se negaban a entrar en el marco
del modelo de capas. Esto no debe extrañarnos.
En primer lugar, las capas nucleares, si es que existen, no se parecen en nada a las
electrónicas. El mismo concepto de capa tiene en el núcleo, como hemos visto, un
sentido estrictamente convencional. En el núcleo no hay un centro que se
«envuelva» con las partículas nucleares. Además, los grupos cerrados que hay en el
núcleo constan de números de partículas completamente distintos que los del

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átomo. Finalmente, en los núcleos, las capas deben ser de dos tipos, protónicas y
neutrónicas.
Así resulta que la palabra «capa», trasladada del mundo del átomo al mundo del
núcleo, no refleja más que el conocido carácter cerrado, estable, «saturado», de
determinados grupos de partículas nucleares. Y esto no siempre ni en todas partes.
De las capas sólo puede hablarse con más o menos fundamento en el caso de los
núcleos ligeros, formados por no muchas partículas nucleares. A medida que los
núcleos van siendo mayores, en ellos se pierde cada vez más la «individualidad» de
los distintos estados energéticos y los núcleos, por su estructura, se hacen cada vez
más «disformes». Las partículas nucleares son ya tantas y sus nubes se sobreponen
tan intensamente, que el movimiento de las partículas pierde certidumbre y parece
que deja de cumplir las leyes cuánticas.
Como resultado de esto, el núcleo pierde todo rasgo de semejanza con el átomo.
Hay que abandonar el modelo nuclear de capas. Pero, ¿qué nuevo modelo de núcleo
puede idearse?
Poco antes de la segunda guerra mundial, por razones que se dirán más adelante,
los científicos proponen el siguiente modelo: el núcleo es una gota de «líquido»
nuclear. El núcleo es como cierta masa homogénea exteriormente, carente de toda
formación ordenada del tipo de las partículas alfa o las capas. Las diversas
partículas nucleares — moléculas del líquido nuclear— se encuentran en esta gota
en continuo movimiento caótico.
El líquido nuclear adquiere en consecuencia cierta fluidez. El núcleo, lo mismo que
una gota, tiene límites, pero estos límites son móviles, variables, pueden
deformarse por la acción de diversas causas externas o internas. Sin embargo, la
superficie del núcleo no se rompe: esto lo impide la tensión superficial del líquido
nuclear en los límites de la gota. Y esta tensión superficial se explica exactamente lo
mismo que la tensión superficial de los líquidos ordinarios: las partículas nucleares
están ligadas por fuerzas de atracción, las cuales fuera de la gota no son
contrarrestadas por ninguna otra fuerza. Por esto las fuerzas nucleares ciñen el
líquido nuclear en la gota.
Pero la analogía no va más allá de este parecido externo. Comparemos aunque sólo
sea la densidad de ambos líquidos. Un simple cálculo nos dice que las partículas

Gentileza de Manuel Mayo 171 Preparado por Patricio Barros


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están empaquetadas en los núcleos con una densidad millares de millones de veces
mayor que las moléculas en un líquido. Una gota nuclear de las dimensiones de la
que puede pender de un grifo, pesaría una buena decena de millones de toneladas.
Esta cifra es inimaginable. No obstante, es bien conocido que las propiedades de los
cuerpos dependen mucho de su densidad. Auméntela un millar de veces, y un gas
se convertirá en cristal, que obedecerá leyes totalmente distintas. Está claro, pues,
que no puede hablarse de ninguna semejanza interna entre un líquido ordinario y el
líquido nuclear: sus densidades se diferencian demasiado, lio ya en millares, sino en
millares de millones de veces; difieren mucho las fuerzas entre las partículas
nucleares de las fuerzas entre las moléculas.
Pero la semejanza externa... Pongamos una gota de mercurio sobre un vidrio y
démosle a éste un golpe ligero. La gota temblará, su superficie se cubrirá de ondas.
Si golpeamos con más fuerza el vidrio, la bolilla de mercurio se disgregará en varias
gotas más pequeñas.
¿No le recuerda esto uno de los más grandes descubrimientos físicos recientes? En
1939 una noticia sensacional dio la vuelta al mundo científico. Su sentido, terrible
en aquellos años, pudieron comprenderlo entonces únicamente los físicos. ¡Se había
descubierto la fisión de los núcleos de uranio!
Los teóricos de todos los países se dieron prisa en explicar este nuevo fenómeno
extraordinario del mundo de los núcleos atómicos. Los primeros en lograr éxito,
independientemente uno de otro, fueron Niels Bohr y el científico soviético J. I.
Frenkel. Ellos consiguieron explicar la fisión de los núcleos de uranio proponiendo
para esto el modelo nuclear de la gota.

El núcleo-gota se divide
Bohr y Frenkel razonaban aproximadamente así: el núcleo vive tranquilamente,
hasta se nota cierto orden en el movimiento de las partículas nucleares. Si el edificio
nuclear es estable, sus habitantes llevan una vida mesurada y cerrada.
Pero he aquí que llega al núcleo un «huésped» inesperado, una partícula extraña.
Esta produce en él un gran revuelo. Los «curiosos» habitantes del núcleo corren a
«conocer» al «huésped», a «saludarle». En la casa atómica empieza un ajetreo de
verdad.

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Pronto es imposible distinguir la partícula recién llegarla de las habitantes iniciales


del núcleo. La energía que ella trajo consigo se distribuye rápidamente entro las
partículas nucleares y como resultado de esto no pueden salir del núcleo ni la
partícula que llegó a él ni sus propias partículas. Se forma un núcleo nuevo, que
Bohr llamó compuesto.
A pesar de todo, al cabo de algún tiempo, en este ajetreo una cualquiera de las
partículas recibe por casualidad un empujón suficientemente fuerte, y salvando la
barrera de potencial en el límite del núcleo, se escapa de él. Si la partícula que se
escapa difiere de la que llegó, el conjunto de estos sucesos recibe el nombre de
reacción nuclear. De base para esta denominación sirve la circunstancia de que el
núcleo inicial es diferente del final. Exactamente lo mismo que en química, donde
las sustancias iniciales su diferencian de las que resultan en las reacciones químicas.
El ajetreo de las partículas en el núcleo compuesto recuerda mucho el movimiento
térmico caótico que existe en la gota de un líquido. De vez en cuando de la gota se
evaporan moléculas aisladas. A esto se parece la «evaporación» de las partículas
del núcleo, «calentado» por el choque con él de la partícula extraña.
Lo que ocurre entonces en el núcleo se desconoce en realidad. Pero puede
considerarse que se comporta como una gota caliente. Veamos lo que sucede en la
superficie de esta gota. Todo el tiempo está moviéndose, oscila, el puesto que deja
una molécula al escaparse es ocupado por otras.
Hace ya mucho tiempo se advirtió que la amplitud de las oscilaciones en la
superficie de un líquido depende mucho de la tensión superficial del mismo, en la
gota, aumentando al disminuir dicha tensión. La tensión superficial en la gota de
líquido nuclear, como ya dijimos, está determinada por las fuerzas nucleares de
atracción. Cuanto más grande es el núcleo y mayor su masa, cuanto menores son
estas fuerzas y tanto más débilmente ligan las partículas nucleares. Y en los núcleos
pesados, hasta choques relativamente poco fuertes son capaces de hacer que las
oscilaciones de su superficie tomen una amplitud amenazadora.
En el caso de los pesados y no muy estables núcleos de uranio (recordemos que por
ser inestables son radiactivos) puede servir de impulso la irrupción de un neutrón
en el núcleo. A veces basta un impulso muy pequeño: el núcleo del uranio-235 se
destruye si incide sobre él un neutrón térmico, es decir, un neutrón con energía

Gentileza de Manuel Mayo 173 Preparado por Patricio Barros


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centenares de millones de veces menor que la característica de las partículas


nucleares.
¿Cómo se divide una gota ordinaria? La filmación ultrarrápida permite observar esto
con todos los detalles. Sometida a impulsos de una fuerza determinada, la gota
parece que entra en resonancia, en su superficie se originan ondas
extraordinariamente altas. En un momento dado la gota toma forma alargada,
después, aproximadamente en su parte media, se forma un estrechamiento. Este
estrechamiento se hace cada vez más visible y, por fin, la gota se divide en dos.
De un modo semejante pueden observarse otros casos más complejos de división
de gotas, en los cuales éstas se dividen no en dos, sino en un número mayor de
gotas menores y generalmente de dimensiones distintas.
Bohr y Frenkel supusieron que la fisión de los núcleos se produce a consecuencia de
una deformación semejante de la superficie nuclear, cuando los núcleos pesados
inestables sufren el impacto de neutrones.

Secretos de la fisión nuclear


¿Por qué son precisamente los neutrones los que provocan la fisión nuclear? ¿Por
qué los núcleos de gran masa prefieren dividirse en partes grandes, y no
«evaporar» partículas aisladas, como ocurre con la radiactividad artificial en los
núcleos de masa pequeña y media?
Empezaremos respondiendo a la primera pregunta. El caso que la «tapia» con que
el núcleo se aisló del mundo exterior tiene, como ya dijimos, dos lados. Pero se
parece poco a una tapia de verdad, porque sus dos lados son muy asimétricos.
Por la parte interna, la «tapia» nuclear es menos pendiente para los protones que
para los neutrones. Su altura, determinada por las fuerzas nucleares, para los
protones se hace menor por debido a las fuerzas de repulsión mutua. A la existencia
de esta «tapia» se debe que las partículas, en las condiciones normales, no
abandonen el núcleo y que el núcleo sea relativamente estable.
Pero por la parte externa de la «tapia» la situación es otra. Para los protones sigue
existiendo la barrera. Su existencia refleja el hecho de que los protones del núcleo,
aunando sus fuerzas, repelen a todos sus colegas no invitados. En cambio, para los
neutrones no existe ninguna barrera por fuera, porque eléctricamente son neutros.

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Para ellos en vez de una barrera hay un pozo en el cual pueden caer: los neutrones
que irrumpen en el núcleo generalmente se quedan en él.
Por esto, para que un protón pueda penetrar en un núcleo, sobre todo si este es
pesado, multiprotónico, tiene que poseer una energía enorme, de centenares de
millones de electrón-voltios. El neutrón, en cambio, no necesita para esto ninguna
energía. Por esto pueden entrar en el núcleo hasta neutrones de energía muy
pequeña, térmica, de centésimas de electrón-voltio.
Ahora podemos responder a la segunda pregunta. Podría pensarse que un neutrón,
al irrumpir en el núcleo de uranio-235, lo recarga tanto, que éste se rompe. Sin
embargo, en la gota de este núcleo, el neutrón no es «la última gota» que colma la
medida de su estabilidad. Este núcleo, sin detrimento apreciable de su estabilidad,
puede dar cabida a tres neutrones más y formar un núcleo de uranio-238.
Así, pues, el neutrón recién llegado no sobrecarga el núcleo, ni aporta una energía
algo considerable, ni «choca» violentamente con la gota. ¿En qué consiste entonces
el secreto de la fisión del núcleo de uranio-235?
La cuestión resulta ser más «ingeniosa» y en ella vuelven a asomar los cuantos. Es
el caso que el núcleo de uranio-235 no lo fisiona cualquier neutrón ni incluso de
cualquier energía térmica. La energía del neutrón capaz de provocar la fisión está
encerrada dentro de unos límites muy estrechos. Estos límites concuerdan con la
distancia entre los niveles de energía que responden al estado estable y al excitado
más próximo a él del núcleo de uranio-235. Por esto los neutrones cuya energía
corresponde a la diferencia de energías entre los dos estados mencionados, son los
que con más eficacia excitan los núcleos de uranio.
En el núcleo de uranio-235 la distancia energética entre el estado excitado y el
estable es muy pequeña. Al entrar en el estado excitado, este núcleo debería, al
parecer, comportarse lo mismo que los núcleos ligeros, es decir, emitir un fotón
gamma y alguna partícula y retornar al mismo estado de equilibrio o a otro. Pero
esto no ocurre.
Veamos por qué. Ya hemos dicho que los núcleos pesados prefieren lanzar no
partículas aisladas, sino tétradas enteras de ellas, es decir, partículas alfa. Esto se
explicó por el hecho de que la barrera de potencial para la emisión de partículas alfa
es mucho más baja que para la emisión de partículas nucleares aisladas. Y resulta

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que la barrera para «bloques» aún más grandes, como los fragmentos del núcleo
después de la fisión, es muy baja para el uranio-235.
Cuando este núcleo se encuentra en estado excitado, tiene la posibilidad de pasar la
pequeña barrera para la fisión y encontrarse al otro lado de ella... pero ya en forma
de fragmentos separados.
Una situación completamente semejante existe en el caso de las moléculas. La
energía necesaria para arrancar de una molécula aunque sólo sea un electrón, es
bastante considerable. Pero la energía de escisión de la molécula en átomos
separados es mucho menor. Precisamente por esto, por ejemplo, en las reacciones
químicas se dividen las moléculas no en electrones, sino en átomos o en grupos
enteros de ellos, como son los radicales.
La fisión de los núcleos de uranio-238 por neutrones transcurre de un modo
totalmente análogo a la fisión de los núcleos de uranio-235. Pero en este núcleo,
entre el estado excitado y el estado estable inicial, hay un intervalo energético
bastante ancho, de un buen millón de electrón-voltios. Por lo tanto, para «elevar»
estos núcleos al nivel excitado hacen falta electrones enérgicos, es decir, rápidos.

¡Cuántos núcleos puede haber en total!


Ya se figurará el lector que no puede decirse «tantos como se quiera». Porque
cuanto más pesado es un núcleo, menos es su estabilidad. Pero incluso el núcleo del
uranio existe, por término medio, millares de millones de años hasta que
espontáneamente se libra de la partícula alfa que le «sobra» y entra en un estado
más estable. No es difícil calcular que núcleos considerablemente más pesados que
el de uranio pueden vivir también bastante tiempo, en promedio, antes de lanzar la
partícula alfa.
Sin embargo, el límite de las «categorías de peso» de los núcleos lo establece otro
fenómeno. Acabamos de ver que, con respecto a la división en grandes «bloques»,
los núcleos pesados pusieron una barrera muy baja. Pero entonces— me parece que
ya empieza usted a sospechar lo que pasa—... entonces el núcleo deberá tener una
probabilidad considerable de pasar por debajo de esta barrera.
No hace falta ningún neutrón, ninguna excitación: un núcleo puede escindirse
espontáneamente infiltrándose por un «túnel» a través de su propia barrera.

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¿Ocurre esto en realidad? Sí, en aquel mismo año de 1939 la naturaleza movió
afirmativamente la cabeza a los físicos: sí, así ocurre en realidad. La fisión
espontánea de los núcleos pesados, descubierta por los físicos soviéticos Flerov y
Petrjak, no es una fantasía de la mecánica cuántica, sino un hecho irrefutable.
Y cuanto más pesado es un núcleo, cuanto más recargado de partículas está, tanto
más probable es esta fisión. En los núcleos de uranio nos encontramos con ella
rarísimas veces aún, porque su probabilidad es prácticamente casi nula. Pero ya en
el californio (N° 98), la vida media de los núcleos, con respecto a la fisión
espontánea, no es de millares de millones de «años, sino de años; y en el nobelio
(N° 102), este tiempo debo ser ya del orden de segundos.
Finalmente, en un núcleo determinado, la barrera, con respecto a la fisión,
desaparecerá por completo. Este núcleo deberá ser totalmente inestable con
respecto a la fisión. No podrá ni formarse, porque en el mismo instante se
desmoronará en partes. En la última página del álbum de «proyectos estándar»
figura como aproximado el número 120. Esto significa que, en cualquier condición,
en la naturaleza no pueden existir núcleos, y por consiguiente los átomos
correspondientes, que tengan la cantidad de 120 protones o más.
El número de protones es el que precisamente determina en definitiva la estabilidad
de los núcleos con respecto a su fisión. En los núcleos pesados aumentan
bruscamente las fuerzas de repulsión entre los protones y al mismo tiempo
disminuyen las fuerzas de atracción nucleares entre las partículas periféricas
alejadas entre sí.
Como resultado de esto, cerca de la superficie nuclear se hacen los amos de la
situación los protones enemistados, mientras que los neutrones se «retiran»
modestamente a la sombra. Las fuerzas de repulsión «desgarran» esta superficie, y
el núcleo se desintegra en grandes «bloques».

El núcleo son capas y es una gota


Hemos conocido dos modelos del núcleo atómico. Según uno de ellos el núcleo tiene
una estructura de capas que recuerda un poco la del átomo, de acuerdo con el
segundo, el núcleo se parece más a una gota líquida. ¿Cuál de estos modelos es
más correcto?

Gentileza de Manuel Mayo 177 Preparado por Patricio Barros


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La respuesta más razonable es ésta: son correctos los dos, pero cada uno en su
esfera de fenómenos. El modelo de las capas describe mejor la «calma», cuando el
núcleo está tranquilo y sin excitar por causas externas. El modelo de la gota
representa mejor el núcleo en «tempestad», cuando todo hierve en él, los choques
de las partículas entre sí se intensifican, éstas se evaporan de él y hasta se dan
casos en que los propios núcleos se desintegran.
¿No podrían unirse estos modelos en uno, que sirviera para describir con la misma
corrección una y otra esfera de fenómenos? Sí, pero en el ejemplo de la teoría de
los cuantos de Planck pudimos convencernos de que estas uniones, empalmes de
teorías, no son simples operaciones de sastre.
El modelo unificado del núcleo, llamado modelo colectivo, fue propuesto hace
aproximadamente quince años por el hijo de Niels Bohr, el conocido físico danés
Aage Bohr. A esta teoría le quedaron como herencia ciertos rasgos de los que
fueron sus «progenitores», pero, a pesar de todo, difiere mucho de ellas.
De base de la teoría colectiva del núcleo sirve la afirmación de que el núcleo se
comporta «como formado por capas» cuando el número de protones y neutrones
que hay en él es igual a los números mágicos o se aproxima a ellos. En el caso
contrario, el núcleo se comporta «como una gota», manifestándose muy claramente
este último comportamiento cuando el número de partículas que hay fuera de las
capas completas, cerradas, alcanza aproximadamente los 2/3 del número total de
partículas que hay en la siguiente capa completa.
De este modo resulta que las partículas que están fuera de las capas nucleares
completas son las responsables de todo lo que ocurre en el núcleo, comenzando por
el escape de partículas aisladas y terminando por el desmoronamiento del mismo
núcleo. En cambio, las partículas que forman parte de las capas completas se
comportan más modestamente y no toman parte directa en esta actividad del
núcleo.
Otra vez se impone la comparación con las capas electrónicas de los átomos.
Recuerde cómo los electrones de las capas cerradas de los átomos inertes estaban
llenos de «indiferencia aristocrática». Mientras que los electrones que había en las
capas incompletas establecían activamente relaciones con los átomos vecinos,
formando moléculas, cristales y tomando parte en las reacciones químicas.

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Pero al mismo tiempo, en el modelo colectivo se considera que la interacción directa


de las partículas nucleares entre sí no es demasiado grande y que la «cara de la
medalla» que se refiere a las capas no es la principal. Además de las interacciones
«por parejas» de las partículas en el núcleo, por lo visto, existen también
interacciones «colectivas» de aquéllas, más propias de la «cara de la medalla»
referente a la gota. Estas últimas se ponen de manifiesto en las deformaciones de la
superficie nuclear, a consecuencia de las cuales el núcleo no tiene una distribución
esférica de la carga de protones, y una serie de otras peculiaridades de los núcleos.
Las predicciones, basadas en el modelo colectivo, de las propiedades eléctricas,
magnéticas y otras de los núcleos, concuerdan frecuentemente con los datos de los
experimentos.
Con esto puede darse por terminada nuestra exposición de los modelos por medio
de los cuales intentan los físicos describir las propiedades de los núcleos atómicos.
Los modelos de que hemos hablado no son todos los que suelen utilizar los
científicos.
¿Es bueno que existan tantos modelos diferentes de núcleos? No, es más bien malo.
El núcleo, a pesar de su apariencia «multifacética», en realidad sólo tiene una faz, y
no muchas. La abundancia de modelos, cada uno de los cuales es bueno a su
manera e insatisfactorio a su modo, nos dice que, aunque el núcleo sólo tenga una
faz, ésta es muy extraña y difícil de comprender.
Ocurre algo así como si se tuviera una decena de fotografías, tomadas con diferente
iluminación y desde ángulos diferentes, representando pequeños trozos de un
cuadro, y se quisiera apreciar el cuadro entero.
En el caso de los núcleos atómicos la dificultad principal consiste, claro está, en que
por ahora no se conoce a fondo el carácter de las fuerzas nucleares.
Estas fuerzas no dependen de que las partículas estén cargadas o no lo estén,
actúan únicamente cuando las distancias entre éstas son muy pequeñas, pero al
mismo tiempo son bastante considerables. Puede añadirse que estas fuerzas, como
todas las de intercambio, dependen de los sentidos mutuos que tienen los espines
de las partículas que interaccionan.
El conocimiento exacto de las fuerzas nucleares será posible únicamente cuando los
físicos puedan penetrar con su mirada dentro de las propias partículas nucleares y

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puedan comprender su estructura. Ahora la física sólo se encuentra a la entrada de


este enorme tema de futuras investigaciones, que no es menos estrecho, sino
mucho más amplio, que el estudio de los propios núcleos atómicos.

¡Del núcleo se escapan partículas que no existen en él!


Ya conocemos el secreto de cómo se escapan de los núcleos las partículas alfa y los
fotones gamma. Nos queda por descorrer la cortina del secreto de cómo se escapan
del núcleo las partículas beta, es decir, los electrones.
Cuando hace treinta años emprendieron la resolución de este problema, los físicos
rebosaban optimismo. Hacía poco que la mecánica había dado explicación de las
radiaciones alfa y gamma de los núcleos y parecía que ante ella no podría
mantenerse el secreto de la radiación beta. Pero en este caso no se dio prisa la
naturaleza a revelar su secreto.
El hecho de que la mecánica cuántica no pudiera salir del callejón en que se
encontraba al intentar explicar este fenómeno, era tanto más lamentable por cuanto
la radiación beta es quizá el procedimiento más difundido de desintegración de los
núcleos atómicos. Desde que en el año 1934 Irene Curie y Frédéric Joliot-Curie
descubrieron la radiactividad artificial que se producía bombardeando núcleos con
neutrones, y, sobre todo, después que la creación de los reactores nucleares
permitió efectuar este bombardeo en masa, los núcleos radiactivos nuevos,
inexistentes en las condiciones de la tierra, fueron cayendo en manos de los físicos
como si se derramaran de un saco.
Durante el último cuarto de siglo se consiguió hacer artificialmente más de mil
isótopos radiactivos nuevos. Y la inmensa mayoría de ellos emite no partículas alfa,
sino beta precisamente.
La primera y principal dificultad para explicar la desintegración beta consistía en que
en el núcleo no pueden existir electrones. Antes, al hablar del modelo nuclear
protono-neutrónico, mencionamos algunos de los fundamentos para llegar a esta
conclusión. Ahora daremos a conocer el argumento principal contra la presencia de
electrones en los núcleos atómicos.
El caso es que el electrón «no cabe» en el núcleo. Un electrón podría considerarse
que estaba en el núcleo, si fuera posible «meter» en éste toda su nube electrónica

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de probabilidad. Pero incluso si las velocidades del electrón son extraordinariamente


altas y su energía es del orden de las energías nucleares, la longitud de la onda de
de Broglie electrónica sería aún centenares de veces mayor que las dimensiones de
los núcleos. Y las dimensiones de la nube electrónica, como ya convencimos
basándonos en el ejemplo del átomo de hidrógeno, son del mismo orden que la
longitud de onda del electrón.
Tampoco se halló sitio en el núcleo para el electrón, porque su espín, sumándose a
los espines de las partículas nucleares, tendría que ocasionar valores incorrectos de
los espines de los núcleos.
Convencidos de todo esto, los físicos privaron al electrón de asilo en el núcleo, sin
derecho a apelación. Pero, si esto es así, ¿cómo puede escaparse del núcleo lo que
en él no hay? En el núcleo habitan partículas pesadas, pero de él sale a la luz el
ligerísimo electrón. Ocurre como si de un cañón que se cargase con un proyectil
pesado, saliese disparada una balita de fusil.
En efecto, el núcleo les ofreció a los físicos una nueva sorpresa. Advertiremos,
además, que el electrón escapado del núcleo cometía dos «delitos» contra las leyes
fundamentales de la física. Contravenía dos leyes: la de conservación de la energía
y la de conservación del momento de impulsión.

El electrón tiene un cómplice


Hay en la física leyes en las cuales, como en un cimiento, se apoya todo el edificio
de esta ciencia. Estas leyes son justas para todos los mundos y para todos los
fenómenos.
Dicen así: el movimiento ni se produce de la nada ni se transforma en la nada. Una
forma de movimiento puede generar otra, el movimiento puede cambiar su forma,
hasta puede dejar de ser perceptible, pero nunca desaparece.
Cuando la física clásica estaba aún en sus albores, los físicos necesitaron ya una
medida del movimiento. Había que hablar no sólo del tipo de movimiento, sino
también contar su «cantidad» Entonces introdujeron los físicos dos magnitudes: la
energía y el impulso.
Y el principio acerca de que el movimiento no nace ni muere halló su encarnación en
la invariabilidad de la energía y el impulso totales de los cuerpos que toman parte

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en una acción recíproca. El retroceso de un cañón cuando dispara, el calentamiento


de un motor cuando funciona, la hincadura de un pilote cuando se golpea con un
martillo pesado y una infinidad de fenómenos muy diversos, obedecen
absolutamente todos ellos las dos grandes leyes de conservación, de la energía y
del impulso. Para el movimiento de rotación resultó ser no menos universal la ley de
conservación del momento de impulsión. Esta ley precisamente es la que aplican,
por ejemplo, los patinadores sobre hielo, cuando encogen los brazos y comienzan a
girar sobre un punto a una velocidad verdaderamente «vertiginosa».
Fácil es comprender la conmoción que sufrieron los físicos cuando se puso en claro
que las partículas beta pueden poseer cualquier energía (o, más exactamente,
desde cero hasta cierto valor máximo). El núcleo, esto ya estaba completamente
claro en aquel tiempo, es un sistema cuántico que tiene unos determinados niveles
de energía.
En otras palabras, todo proceso en el núcleo, en particular el que hace que salgan
despedidas las partículas beta, sólo puede marchar de tal modo, que el núcleo pase
de un nivel a otro con determinada energía. Por lo tanto, la diferencia entre estas
dos energías, es decir, la energía que se lleva la partícula beta, no puede ser
cualquiera.
No obstante, el espectro de las energías de los electrones en la desintegración beta
no revelaba, ni en el grado más mínimo, indicios de «rayas» que respondieran a
determinadas energías. Esto podía significar que, a pesar del testimonio de todos
los demás procesos, el núcleo no cumple en resumidas cuentas las leyes cuánticas,
o que en la desintegración beta los núcleos no cumplen la ley de conservación de la
energía.
Y no solo esta ley. El electrón, además de su energía, se lleva del núcleo su espín
ligado indisolublemente con la misma esencia del electrón. Sin embargo, resulta que
después de emitir la partícula beta, el espín del núcleo sigue siendo el mismo que
antes de emitirla. ¿Y no puede ser que el electrón deje su espín en el núcleo? No,
esto es totalmente imposible, lo mismo que deje un electrón sin carga, un piano sin
teclas o un sabio sin cabeza.
Aunque algunos científicos, al encontrarse con esta nueva perfidia de la naturaleza,
en realidad, perdieron la cabeza. Creyentes inmutables de las leyes cuánticas de la

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vida de los núcleos, estos científicos propusieron sacrificar la ley de la conservación


de la energía, a la que llamaron con desprecio «clásica».
Pero esta idea absurda tuvo que ser pronto abandonada. ¿Dónde estaba entonces la
salida de esta situación crítica? La salida fue propuesta por nuestro ya conocido
Wolfgang Pauli, quien afirmó: el «delincuente»-electrón tiene un cómplice. ¿Qué
señas tiene? No es difícil establecerlas.
El núcleo, en la desintegración beta, adquiere una carga positiva adicional, igual
exactamente en magnitud a la carga del electrón emitido. El núcleo parece que se
ioniza. Por lo tanto, el cómplice del electrón no tiene carga, es decir, debe ser
eléctricamente neutro.
Además, el cómplice debe tener espín, igual que el del electrón, pero dirigido en
sentido contrario. Así los dos espines se compensan uno a otro dando una suma
nula. En este caso el espín del núcleo, cuando este emite el electrón y su cómplice,
permanece invariable, como debe ser.
Y, finalmente, el electrón y su cómplice se llevan entre los dos una energía que es
precisamente igual a la energía máxima que pueden tener los electrones en la
desintegración beta del núcleo.
Esta energía máxima está cuantificada, es decir, es igual exactamente a la
diferencia entre los dos niveles de energía en que se encuentra el núcleo antes de la
desintegración beta y después de ella. Pero esta energía puede distribuirse entre el
electrón y su cómplice arbitrariamente. En el reparto de su «botín» no les impone
condición alguna la mecánica cuántica.
En estas condiciones se cumple la cuantificación de la energía de los núcleos y la ley
de conservación de la energía no se infringe. ¡Qué salida más ingeniosa le encontró
Pauli al callejón!
Pero... el electrón-«delincuente» se descubre con facilidad, mientras que a su
cómplice no lo ha visto nadie. ¿Cómo puedo ocurrir esto? — preguntan los
escépticos. Y los físicos, valiéndose de pruebas indirectas, calculan la última seña
personal importante del cómplice del electrón: su masa. Es imposible hacer un
cálculo exacto, pero puede decirse con seguridad que tiene que ser por lo menos mil
veces menor que la masa del electrón.

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¡El cómplice del electrón es fenomenal! No tiene carga, casi carece de masa y lo
único que posee es energía y espín. Por la ausencia de carga se parece al neutrón,
que no hacía mucho había sido descubierto. Con la diferencia de que es millones de
veces más liviano. Esto dio origen a su nombre apreciativo: neutroncito, no,
neutrino.
Entre ellos no hay otra semejanza. Los neutrones interaccionan activamente con los
protones, chocan entre sí, forman familias estables, los núcleos atómicos. ¿Y el
neutrino? Este es un alma sin cuerpo. En efecto, los cálculos demuestran que un
neutrino puede recorrer toda la región gigantesca del Universo que vemos por
nuestros telescopios, sin acusar su presencia. Al parecer nunca interacciona con
nada.
Anticipándonos un poco diremos que, por fin, la existencia del neutrino, por pruebas
indirectas pero irrefutables, pudo confirmarse hace varios años. Con la teoría de la
desintegración beta, en esencia, la cuestión estuvo planteada durante una serie de
años lo mismo que con la teoría de las fuerzas nucleares. Esta última estuvo
«pendiente del aire» más de diez años, hasta que fueron halladas pruebas
materiales de que era correcta, es decir, los mesones pi. La teoría de la
desintegración beta, propuesta por Pauli y por el físico italiano Fermi, «pendió»
todavía más tiempo, ¡un cuarto de siglo!
Pero por ahora retrocedamos un poco. A pesar de todo hay que comprender de
dónde salen los electrones que, sin existir en el núcleo, se escapan, no obstante, de
él en la desintegración beta.

Los electrones nacen en los núcleos


En más de una ocasión nos hemos convencido ya de que en el mundo de las cosas
ultra-pequeñas ocurren a cada paso acontecimientos sorprendentes. En el capítulo
siguiente se erguirá ante nosotros un acontecimiento completamente universal de
este mundo, la transformación de unas de sus partículas en otras. Veremos que,
para el micromundo, este fenómeno es tan natural y ordinario como la relativa
constancia e invariabilidad de las cosas en nuestro mundo habitual.
Con una de estas transformaciones ya hemos trabado conocimiento. Se trata de la
transformación mutua de los protones en neutrones y de los neutrones en protones,

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que sirve de base a las fuerzas nucleares. En este proceso el protón, emitiendo un
mesón pi positivo, se transforma en neutrón, y el neutrón, capturando este mesón,
se transforma en protón. Pero, como se recordará, el neutrón puede de por sí emitir
un mesón pi negativo y transformarse en protón.
¿No será este mesón el que se escapa del núcleo en la desintegración beta? No, las
mediciones exactas de la masa demuestran que esto no ocurre. Del núcleo no se
escapa un mesón pi, sino un electrón, que es unas doscientas veces más liviano. En
las condiciones en que ocurre la desintegración beta, de los núcleos nunca se
escapan mesones.
Tendremos que adelantarnos otra vez. Al cabo de varios años de haberse
descubierto el neutrón, establecieron los físicos que esta piedra angular de los
núcleos atómicos es una partícula inestable. En estado libre, es decir, cuando no se
encuentra en el núcleo, el neutrón, al cabo de un tiempo medio aproximado de 12
minutos de haber aparecido, se transforma en protón. Al ocurrir esta
transformación, el neutrón emite... ¡un electrón y un neutrino!
Ahora ya nos parece que el descubrimiento del secreto de la desintegración beta
está cerca. Porque precisamente esta pareja de partículas es la que se escapa del
núcleo. Sí, esto es así. Pero el neutrón que está dentro del núcleo, no es un neutrón
libre. El neutrón nuclear tiene que transformarse en protón de un modo
completamente distinto.
Sin embargo, ¡qué pocas ganas hay de soltar el cabo que, con tanto trabajo, se
había palpado en el laberinto de la desintegración beta! ¿No podría ocurrir que, de
algún modo, el neutrón quedara libre «por un minuto» dentro del núcleo?
No, de la libertad del neutrón, siquiera sea «por un minuto», que no ya por 12, no
puede ni hablarse. Pero recordemos que los núcleos que emiten las partículas beta
son de por sí inestables (como, por ejemplo, los núcleos pesados de los elementos
que hay al final del sistema periódico) o han sido hechos pasar a un estado
inestable por bombardeo con neutrones. Y la emisión de la partícula beta no es otra
cosa que el intento del núcleo de pasar de su estado inestable a otro más estable.
Si una construcción ordinaria pierde su estabilidad, se puede salvar por algún
tiempo poniéndole puntales. En la mampostería ya nada puede cambiarse. Pero la
naturaleza no tiene puntales que puedan reforzar «por fuera» una construcción

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nuclear que se derrumba. Ella hace esto «por dentro», por un procedimiento que
puede envidiar cualquier constructor infortunado.
Antes hemos comparado los protones con los ladrillos del edificio nuclear, y los
neutrones con el cemento que une estos ladrillos de la forma más sólida. Pero, ¿qué
puede hacerse si la construcción resulta ser poco estable de por sí, o si sufre un
golpe exterior fuerte, como, por ejemplo, el impacto de un neutrón en el núcleo?
La naturaleza restablece el equilibrio perdido por su creación, convirtiendo el
cemento en ladrillos, si es que hay demasiado cemento, o al contrario,
transformando los ladrillos en cemento, si el exceso de aquéllos amenaza destruir el
edificio nuclear.
Estas transformaciones ocurren precisamente lanzando del núcleo el «exceso» o la
«falta» de carga. El ladrillo-protón, al transformarse en cemento-neutrón, se
desprende de su carga lanzándola en forma de positrón («sosia» con carga positiva
del electrón). El neutrón, al transformarse en protón, lanza un electrón y con esto
aumenta la carga total del núcleo.
¿Cuánto tardan en producirse estas transformaciones? En general, no ocurren en 12
minutos. Ya hemos dicho que la situación del neutrón en el núcleo es radicalmente
distinta de las condiciones en que vive su colega libre. A veces las condiciones de
vida en el núcleo son tales, que éste no aguanta el estado inestable ni siquiera unas
milésimas de segundo.
En algunos casos estas mismas condiciones frenan la desintegración del neutrón o
del protón. Entonces el núcleo se conserva durante un período considerable de
tiempo hasta que se produce la desintegración beta, pudiendo vivir mucho, hasta
centenares y millares de años por término medio. En esto no hay nada que pueda
extrañar: las «condiciones de vida» de las partículas en los edificios nucleares son
tan diversas como «proyectos estándar» hay.
Predecir exactamente la vida media de los núcleos radiactivos beta es cosa que aún
no puede hacer la mecánica cuántica. Esto se debe no sólo al carácter aproximativo
de nuestros conocimientos de la «arquitectura» nuclear, es decir, de los valores de
las fuerzas nucleares en resumidas cuentas, sino también a que la mecánica
cuántica no puede aún explicar claramente el hecho mismo de la desintegración del
neutrón libre.

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De base de esta desintegración sirven unas fuerzas extraordinarias que durante los
últimos años han revolucionado muchas ideas de los físicos. Pero de ellas
hablaremos en el capítulo siguiente.

Núcleo-glotón
Retornemos a ciertas peculiaridades muy interesantes de la desintegración beta.
Una de ellas consiste en que el núcleo no lanza siempre electrones solamente.
A veces de los núcleos escapan «sosias» especulares de los electrones. Estas se
diferencian de los electrones únicamente en el signo de la carga eléctrica, que en
ellas es positivo. Explicar esta forma de desintegración beta (que se da con menos
frecuencia que la ordinaria con emisión de electrones) es más difícil. El neutrón no
puede lanzar electrones positivos. Esto podría hacerlo el protón, convirtiéndose de
este modo en neutrón. Pero el protón, a diferencia del neutrón, es absolutamente
estable con respecto a la desintegración beta.
Y otra vez se nos plantea la pregunta: ¿cómo pueden escaparse del núcleo
partículas que en él no existen? Ahora la situación es incluso más difícil. De dónde
salen los electrones, aún puede comprenderse: su progenitor es el neutrón nuclear.
Pero, ¿de dónde aparecen los electrones positivos, es decir, los positrones?
Esto se ha conseguido comprender, pero, aunque se impaciente el lector,
hablaremos de ellos en el capítulo siguiente. Si se enfada, tiene razón: ¡cuántas
veces puede aplazarse la explicación, cuando sólo queda un minuto para conocer el
desenlace! ¡Esto parece una novela de aventuras!
Tenga paciencia. Y sepa mientras tanto que el desenlace de esta «aventura» es muy
interesante.
Por ahora, para mitigar su enfado, le daremos a conocer casos sorprendentes, en
los cuales el núcleo devora electrones de las capas del propio átomo. Los físicos
denominaron este «feroz» comportamiento de los núcleos con el término, bastante
suave, de «captura electrónica».
Pero, ¿cómo es posible esto? Al principio del libro dijimos que las leyes cuánticas de
la vida del átomo, que ya Bohr descubrió, reflejan indirectamente la imposibilidad
del «suicidio» de los átomos. Para estos fueron introducidas las órbitas, en las

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cuales pueden vivir los electrones sin perder su energía en radiación y sin caer por
esto en el núcleo.
En los átomos ligeros, en los cuales la carga del núcleo es pequeña y hay pocos
electrones, la prohibición de la mecánica cuántica se cumple rigurosamente: la
«nube de probabilidad» electrónica casi no penetra en la región ocupada por el
núcleo. Pero en los núcleos pesados, los electrones más profundos, es decir, los que
se encuentran en las capas más cercanas al núcleo, están ya en otras condiciones.
Desde fuera son repelidos por muchos electrones y desde dentro son atraídos, con
no menos fuerza, por el núcleo, que tiene gran carga positiva. Y los electrones no
resisten esto doble empuje: las nubes electrónicas comienzan a penetrar en la zona
antes prohibida para ellos. Aparece cierta (aunque no muy grande) probabilidad de
que los electrones atómicos se encuentren en el núcleo. Y puesto que existe esta
probabilidad, más tarde o más temprano, en uno u otro átomo, la naturaleza la
realiza. En esto consiste la captura del electrón por el núcleo.
¿Y qué ocurre cuando el electrón cae en el núcleo? La carga del núcleo, claro está,
disminuye en una unidad, lo mismo que en la desintegración beta positrógena. ¿Y el
espín? El espín del núcleo, a pesar de recibir la adición del espín del electrón,
permanece invariable.
De aquí sólo puede hacerse una deducción: el espín aportado por el electrón se lo
lleva del núcleo otra partícula. Esto lo hace el viejo cómplice del electrón, el
neutrino. Sólo que ahora no es emitido formando pareja con un electrón, sino al
contrario, hace su aparición cuando el electrón desaparece en el núcleo.
En consecuencia, el único testigo de la «tragedia» que se desarrolla en las entrañas
del átomo es el neutrino, esta alma sin cuerpo. Citar a este «testigo» para un
interrogatorio, como ya sabemos, es extraordinariamente difícil.
No obstante, esto se ha conseguido durante los últimos años. Es el caso que
nuestro «testigo», al incidir sobre otro núcleo, puede provocar en él la
transformación de un protón en un electrón positivo y un neutrón, que es el proceso
inverso de aquél cuya explicación aplazamos para el capítulo siguiente. Este proceso
se llama precisamente así, desintegración beta inversa.
Hacer el experimento para observar este proceso partiendo de neutrinos aislados,
es una tarea que carece de sentido. El neutrino, con fenomenal facilidad, escapa a

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todos los intentos de atraparle. Por lo tanto, hay que reunir todo un ejército de
estos «testigos», resolvieron los científicos. En este caso quizá se logren coger
aunque sólo sean unos pocos.
Este problema era ya relativamente fácil de resolver. En los reactores nucleares,
como resultado de las reacciones de fisión, aparecen potentes flujos de neutrones.
Al ser absorbidos por el material de las paredes del reactor, estos neutrones
provocan en él radiactividad artificial. A ella hacen una aportación no pequeña los
núcleos excitados, es decir, los fragmentos de los núcleos desintegrados.
Esta radiactividad es radiactividad beta. Un reactor nuclear emite cada segundo
nubes enteras de neutrinos. A través del blindaje del reactor, que retiene
magníficamente a los neutrones y rayos gamma, el neutrino pasa con mucha más
facilidad que un cuchillo a través de la mantequilla.
Junto al reactor colocaron los investigadores un gran contador de centelleo, lleno de
una sustancia que responde bien a la acción del neutrino, una solución de cadmio.
Al absorber el neutrino, los núcleos de cadmio lanzaban de buen grado positrones,
que producían destellos en la sustancia del contador (por ejemplo, en un
hidrocarburo líquido).
¡Y los positrones aparecieron de verdad! La causa de su generación sólo podía ser
una: la incidencia del neutrino sobre los núcleos de cadmio, de este modo, al cabo
de un cuarto de siglo de haber expuesto Pauli su hipótesis, fue reconocida una
partícula más del mundo de las cosas ultra pequeñas, una partícula nacida en la
punta de la pluma del teórico.
Posteriormente quedó demostrado que el neutrino es en realidad una de las
partículas más extraordinarias del micromundo. Pero de esto se hablará más
adelante.
Con esto terminamos nuestra excursión con la mecánica cuántica por el mundo de
los núcleos atómicos. Junto con ella ya nos hemos topado con las dificultades que
hay que vencer en las espesuras del «bosque» nuclear. Y el fin de estas espesuras
aún no se divisa.
Ahora vamos a adentrarnos en el mundo, aún más encubierto, de las partículas
elementales de la sustancia, en el mundo en que más claramente se ponen de
manifiesto aquellas regularidades que encontraron su reflejo en las propiedades

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ondulatorias de las partículas de la materia y en las propiedades materiales de las


ondas.

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Capítulo 6
De los núcleos atómicos a las partículas elementales

Contenido:
 El descubrimiento del nuevo mundo
 Una frontera invisible
 Algo más sobre la teoría de la relatividad
 Primeras dificultades
 Un descubrimiento inesperado
 Otro descubrimiento aún más inesperado
 Nacimiento de los «huecos»
 Configuraciones del vacío
 El vacío, ¿es un lugar desierto?
 ¡El vacío depende de los cuerpos!
 Materia y campo
 ¡El vacío no existe!
 ¿Sobre qué se apoyan las ballenas?
 Las partículas cambian de aspecto
 El mesón p¡ es bifronte
 El secreto del intercambio mesónico empieza a aclararse
 El secreto de la interacción
 El reino de las virtualidades
 Lo virtual se hace real
 A la caza de nuevas partículas
 Elaboración de los trofeos de caza
 Las antipartículas tienen la palabra
 Las partículas se desintegran
 Los físicos clasifican las interacciones
 El secreto de los mesones K
 ¿Difiere lo izquierdo de lo derecho?
 Aquí está la salida y... ¡qué sorprendente!

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 Mundo y antimundo
 ¿Qué ocurre dentro de las partículas?
 La vieja carga tira hacia atrás
 El reverso de la evidencia
 Cuantos hay siempre y están en todas partes.

El descubrimiento del nuevo mundo


Al parecer, ¿qué puede haber más sólido que los núcleos atómicos? Sobre ellos no
actúan altas presiones y temperaturas ni enormes campos eléctricos y magnéticos.
Los edificios más sólidos que ha construido la naturaleza son los núcleos. Así
pensaban al principio los físicos.
El desarrollo de la ciencia introdujo correcciones importantes en esta apreciación. La
mayoría de los núcleos pesados resultaron ser inestables. Entre los núcleos ligeros y
medios también se encontraron muchos que son poco resistentes. Paulatinamente
comenzó a esclarecerse cómo la naturaleza pone los ladrillos de los edificios
nucleares, cómo la menor alteración de la proporción entre el número de protones y
el número de neutrones que hay en un núcleo, hace que éste sea inestable.
Al mismo tiempo, para explicar la emisión de partículas, inexistentes en el núcleo,
que se observa en su desintegración, hubo que suponer que el neutrón puede
transformarse en protón y viceversa. Esto condujo a la idea de la existencia del
neutrino.
La propia solidez de los núcleos resultó estar ligada también con una nueva
partícula, desconocida hasta entonces, el mesón p. Cuando buscaban esta partícula,

los físicos descubrieron de paso el mesón mu.


Los científicos fueron comprendiendo poco a poco que el mundo de los ladrillos de
que están hechos los átomos y sus núcleos no es, ni mucho menos, tan invariable y
estable como parecía al principio. En las profundidades del átomo y en las aún más
íntimas del núcleo atómico, los físicos fueron testigos de acontecimientos tan
sorprendentes, que ante ellos palidecían las maravillas que con anterioridad había
predicho la mecánica cuántica.
Pero la mecánica cuántica también aquí se encontró a la altura debida. En el mundo
de las partículas más simples se manifestó completamente la talla de su magnífica

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capacidad de predicción. Los escépticos no hacían más que mover la cabeza


aterrados, mientras que, unas detrás de otras, estas predicciones se iban
confirmando brillantemente en la experiencia. Y esto era tanto más admirable, por
cuanto aquí, en este mundo ultramicroscópico, cada nuevo paso contradecía el
sentido común.
¡Oh, el sentido común! ¡Si este sentido común fuera tan propio de los científicos
como de los demás hombres, la ciencia avanzaría a pasos de tortuga!
Los descubrimientos más sobresalientes se hacen, precisamente, cuando el sentido
común se pone cabeza abajo. La verdadera esencia de muchísimas cosas no se
encuentra en la superficie, sino oculta en las profundidades. Lo ordinario, lo que
está claro de por sí, es engañoso con frecuencia. Y este «con frecuencia» se
convierte en «siempre», cuando entra la ciencia en el mundo de las cosas
ultrapequeñas.
...Pero por ahora corre el año 1928. Del nuevo mundo es poco lo que aún se
conoce. Acaba de entreabrirse un poco y ha dado la posibilidad de ver dos
partículas: el protón y el electrón. La mecánica cuántica sólo tiene tres años. Bien,
es verdad que, con gran éxito, va descifrando uno tras otro los antiguos secretos.
Han empezado a comprenderse el átomo de hidrógeno y la formación de las
moléculas de este elemento y valiéndose de la hipótesis del efecto de túnel acaba
de ser explicada la emisión de partículas alfa por los núcleos radiactivos. Pero sobre
las partículas nucleares y demás, sobre su esencia, en realidad, aún no se sabe
nada.
Y el joven físico inglés Paul Dirac (sí, que jóvenes son todos ellos: el mayor de todos
es Erwin Schrödinger, con 38 años; Werner Heisenberg tiene 28 años y Dirac, 25)
piensa que los éxitos de la mecánica cuántica pueden resultar inconsistentes, ya
que esta teoría nació basándose en la física clásica, que sólo define los movimientos
relativamente lentos de los cuerpos.
Pero, ¿puede acaso llamarse lento el movimiento del electrón en el átomo, incluso
según la vieja teoría de Bohr, donde alrededor del núcleo da aquél muchos billones
de vueltas por segundo? En los núcleos ligeros, la velocidad del electrón es del
orden de millares de kilómetros por segundo, y en los pesados, del orden de
centenares de millares.

Gentileza de Manuel Mayo 193 Preparado por Patricio Barros


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No, está claro que estos movimientos no son lentos. Entonces, hay que hacer que la
mecánica cuántica pase también a movimientos tan rápidos como los de las
partículas atómicas. ¿Cómo se puede hacer esto?
Veinte años antes, aproximadamente, del tiempo a que nos referimos, apareció una
teoría dedicada a los movimientos muy rápidos de los cuerpos ordinarios. Esta
teoría, cuyo creador fue Albert Einstein, recibió el nombre de teoría especial de la
relatividad.
Dirac llegó a la conclusión de que el camino para el paso de la mecánica cuántica a
los movimientos rápidos de las micropartículas era su unificación con la teoría
especial de la relatividad.

Una frontera invisible


En un libro de volumen limitado como el nuestro es imposible dar a conocer la
teoría de la relatividad de un modo algo detallado: el tema requeriría por lo menos
otro libro igual que éste. Por eso vamos a detenernos únicamente en aquellas de
sus partes que tienen relación directa con nuestra narración.
En primer lugar hay que aclarar qué es lo que se entiende por movimientos rápidos
y lentos. En la vida ordinaria nadie duda del sentido que tienen estas palabras. Un
caracol se arrastra lentamente, mientras que un avión de reacción vuela con mucha
rapidez.
No es difícil comprender que nuestra idea acerca de la velocidad es completamente
subjetiva. De medida para ella sirve la velocidad con que se mueve el hombre.
Consideramos que un movimiento es rápido o lento en comparación con la velocidad
con que se anda o se corre o se mueven las manos.
Pero si desde un avión en vuelo se observa cómo se mueve un tren expreso,
parecerá que se arrastra lentamente. Y si desde un satélite artificial de la Tierra
viéramos cómo vuela un avión de reacción, su velocidad nos parecería despreciable.
Los conceptos de rapidez y lentitud son realmente muy relativos.
Los físicos no pueden conformarse con estos conceptos. Necesitan cierta medida de
la velocidad que no esté ligada al hombre y que sea suficientemente constante, para
que con ella puedan valorarse las velocidades de los movimientos más diversos.

Gentileza de Manuel Mayo 194 Preparado por Patricio Barros


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¿No podría tomarse con este fin la velocidad de la Tierra por su órbita alrededor del
Sol? En general, esta medida no sería mala. Pero como el hombre, valiéndose de los
aparatos astronómicos, ha penetrado profundamente en el Universo, sería preferible
buscar una medida que no estuviera relacionada con la Tierra ni con el Sol ni con
ningún cuerpo celeste determinado. Lo mejor sería disponer de una medida de la
velocidad que fuera universal para toda la región del Universo que se ve con los
telescopios.
La naturaleza nos brindó amablemente esta medida. Se trata de la velocidad de
propagación de las ondas electromagnéticas en el vacío, es decir, de la velocidad de
los fotones luminosos en el vacío. Esta velocidad es igual, aproximadamente, a 300
mil kilómetros por segundo y es la mayor de todas las velocidades conocidas.
Ya no hay nada más rápido que esta velocidad; con respecto a cómo se mueve la
luz, todos los demás movimientos son más lentos. De entre todos estos
movimientos, los físicos separaron aquéllos cuyas velocidades se aproximan a la de
la luz y los llamaron rápidos. Esta división de los movimientos nos puede parecer
convencional, pero tiene profundo sentido.
El caso es que, a medida que la velocidad con que se mueven los cuerpos se
aproxima a la de la luz, las propiedades de los cuerpos comienzan a variar
considerable o inesperadamente. Por ahora nos referimos a cuerpos formados por
multitud de partículas, en los cuales estas variaciones de las propiedades resultaron
ser más fáciles de tener en cuenta.
Una de estas claras variaciones es el aumento de la masa de los cuerpos, que es
tanto más brusco cuanto más próximas están sus velocidades a la de la luz.
Exteriormente esto se pone de manifiesto en el hecho de que el cuerpo empieza a
oponer una resistencia cada vez mayor a la fuerza que le obliga a aumentar su
velocidad. Como resultado de esto, para aumentar la velocidad del cuerpo hay que
ejercer sobre él una fuerza cada vez mayor.
Pero, a pesar de todo, no hay fuerza capaz de comunicarle al cuerpo una velocidad
exactamente igual que la de la luz. La teoría de la relatividad afirma que ningún
cuerpo material puedo tener una velocidad igual que la de la luz. Por material se
entiende aquí cualquier cuerpo (o cualquier partícula de él) que pueda encontrarse

Gentileza de Manuel Mayo 195 Preparado por Patricio Barros


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en reposo. A los fotones que, como veremos después, no pueden estar en reposo,
no les atañe esta prohibición de la teoría de la relatividad.
En el lenguaje de las matemáticas, lo expuesto se expresa por medio de la conocida
relación

donde m (v) es la masa que tiene el cuerpo cuando se mueve con la velocidad v; m0
es la llamada masa en reposo, que es la que tiene el cuerpo cuando no se nueve, y
c es la velocidad de la luz.
De esta relación se deduce que, a medida que v se aproxima a c, el denominador
disminuye, al principio lentamente y después cada vez con mayor rapidez, de
acuerdo con esto crece m(v), puesto que m0 es una magnitud constante que no
depende de la velocidad. Finalmente, cuando v es igual a c, la masa del cuerpo m(c)
se hace infinita.
Está claro que para comunicarle a este cuerpo más velocidad, sería necesaria una
fuerza infinitamente grande. Pero en la naturaleza no existen fuerzas infinitas ni
cuerpos de masa infinita. Es infinito el Universo entero, pero en él no hay otros
«infinitos».
Esta fórmula, como ya dijimos, no es aplicable a los fotones. Mejor dicho, no da casi
nada. Los fotones no pueden estar en reposo. Esto puede expresarse con otras
palabras así: la masa en reposo de los fotones es nula. Sustituyendo este valor de
m0 en nuestra relación, obtenemos que para la velocidad del fotón, igual a c, la
masa de éste m(c) será 0/0. Este quebrado, como sabemos por las matemáticas, es
indeterminado, es decir, puede tener cualquier valor.
Y efectivamente, como veremos más adelante, el fotón puede tener cualquier masa,
tanto grande como pequeña. Pero esta masa sólo existe cuando v = c. Lo cual
quiere decir que los fotones sólo pueden moverse con la velocidad de la luz.
¡Así es la velocidad de la luz! ¡Ninguna partícula material puede tener esta
velocidad, pero al mismo tiempo, ningún fotón puede tener otra velocidad! De esta

Gentileza de Manuel Mayo 196 Preparado por Patricio Barros


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forma la velocidad de la luz resulta ser una frontera impenetrable entre las
partículas materiales y los fotones.
¿Por qué no notamos en la vida ordinaria el aumento de la masa de los cuerpos,
que predice la teoría de la relatividad? Antes de responder a esta pregunta—
haremos otra: ¿cuál es la mayor velocidad alcanzada por los cuerpos lanzados por
el hombre? La segunda velocidad cósmica o velocidad de escape, que
aproximadamente es igual a 11 kilómetros por segundo. Calculemos en cuánto
aumentará la masa del cuerpo al alcanzar esta velocidad, en comparación con la
masa del mismo cuerpo cuando descansaba sobre la Tierra. Si el cuerpo pesa en la
Tierra 100 kilogramos, cuando adquiera la velocidad indicada «pesará»... ¡0,35
miligramos más!
Pero si un cuerpo tiene la velocidad, por ejemplo, de 250 mil kilómetros por
segundo, su masa aumenta ya más de dos veces en comparación con la masa en
reposo. Este aumento de masa lo experimentan, por ejemplo, las partículas
atómicas cargadas que se aceleran hasta velocidades enormes en unas máquinas
especiales llamadas aceleradores de partículas. La estructura de estos aceleradores
tiene que proyectarse teniendo en cuenta esta circunstancia.

Algo más sobre la teoría de la relatividad


Cuando las velocidades de los cuerpos se aproximan a la de la luz ocurren cosas
maravillosas no sólo con la masa de dichos cuerpos. También varía
considerablemente el transcurso del tiempo en ellos. Este tiempo fue denominado
por los físicos tiempo propio de los cuerpos. Nuestro organismo vive según su
«reloj». La marcha de este «reloj» está determinada por el ritmo de los procesos
vitales que tienen lugar en el organismo.
Por otra parte, nos levantamos, vamos al trabajo, al teatro, nos acostamos a
dormir, etc. de acuerdo con el tiempo «común», según un reloj ordinario cuya
marcha está acomodada a la sucesión del día y la noche, es decir al «ritmo» de
rotación de la Tierra alrededor de su eje.
Cuando decimos: «Qué pronto ha pasado el tiempo» o, al contrario: «Qué despacio
pasa el tiempo», nos referimos a nuestro propio tiempo. Está claro que nuestras
opiniones son subjetivas, dependen del ritmo, de la intensidad de nuestras

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actividades. Pero en ellas hay también una parte objetiva. Cuanto más rápido es el
ritmo, tanto más de prisa pasa el tiempo.
Nuestra observación tiene su más seria analogía en la teoría de la relatividad. En
ésta se afirma que cuanto más de prisa se mueva un cuerpo cualquiera, tanto más
despacio transcurrirá su propio tiempo, así que, desde el punto de vista de este
cuerpo, resulta que tanto más de prisa pasa el tiempo «común».
La «paradoja de los relojes» descrita, es bien conocida hoy por quienes se interesan
por los largos viajes cósmicos. En las novelas de ciencia ficción el héroe, quien viaja
en un cohete fotónico cuya velocidad se aproxima mucho a la de la luz, regresa a la
Tierra después de pasar en el cosmos, según su propio tiempo, diez años. Se entera
de que sus familiares y amigos hace ya mucho que fallecieron y exclama: «Cómo
vuelan los años». Efectivamente, en el cohete, su tiempo propio transcurrió con más
lentitud que el tiempo en la Tierra.
Todo lo dicho acerca del tiempo se expresa matemáticamente por la relación

Aquí t(v) es el tiempo transcurrido según el reloj «propio» del cosmonauta, y t0 es


tiempo contado por el reloj terrestre. Las demás magnitudes que intervienen en la
fórmula tienen el mismo sentido que antes. De esta fórmula también se deduce
que, para los fotones, que se mueven con la velocidad de la luz, el tiempo no
transcurre: si fuera posible montar un reloj en un fotón, aquél no andaría.
Sobre las «paradojas», tan abundantes en la teoría de la relatividad, se podría
hablar no poco. Pero nosotros no tenemos la posibilidad de hacerlo. Nos espera otra
relación de dicha teoría, a la cual, en el futuro, le corresponderá desempeñar un
papel bastante importante. Se trata de la más conocida de las fórmulas de Einstein,
que hoy figura en todos los libros de texto:

E0 = m0c2

Gentileza de Manuel Mayo 198 Preparado por Patricio Barros


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En este caso E0 es la energía que tiene el cuerpo en reposo de masa m0. Esta
energía, para diferenciarla de la cinética o de la potencial, se llama energía en
reposo o energía intrínseca del cuerpo.
Como puede verse, esta energía no depende de la velocidad ni de la posición del
cuerpo. La física clásica sólo reconoce los dos tipos de energía antes mencionados.
La «nueva» energía no cabe dentro de su marco. Esta energía tiene un sentido
especial.
Este sentido tendremos que aclararlo más adelante. Pero ahora retornemos a
nuestra narración de cómo la teoría de la relatividad fue introducida en la mecánica
cuántica.

Primeras dificultades
Dijimos que Dirac se propuso aunar estas dos grandes teorías del siglo XX. La nueva
«aleación» debía aumentar considerablemente la «solidez» de la teoría cuántica con
respecto a los embates de los nuevos hechos de la vida del mundo de las cosas
ultra pequeñas.
La ecuación de Schrödinger — «ganzúa» universal de la mecánica cuántica, con la
cual consiguieron abrirse cajas fuertes de la naturaleza con cerraduras
ingeniosísimas — fallaba ante una serie de hechos. Era necesario perfeccionarla de
algún modo.
Pronto quedó claro que «alear» esta ecuación con la teoría de la relatividad era un
problema nada fácil. Ante todo, a Dirac le pareció que la ecuación modificada daba
soluciones no invariantes en el sentido relativista. (El tiempo demostró que esto no
era totalmente cierto. Pero, ¡quién sabe si Dirac, de no haber existido este error
«feliz», hubiera pasado de largo sin hacer su magnífico descubrimiento!).
Expliquemos lo que significan estas seis palabras «raras»: no invariantes en el
sentido relativista. Estas palabras son raras en realidad. En ellas se encierra una
sentencia a las teorías físicas. Una teoría que lleve semejante etiqueta puede
entregarse al archivo: ¡De ella nada bueno puede esperarse!
La cuestión consiste en lo siguiente. ¿Ha encontrado usted alguna vez diferencia
entre jugar a la pelota en la tierra, en un barco o, si fuera posible, en un avión?

Gentileza de Manuel Mayo 199 Preparado por Patricio Barros


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¿No? Claro, porque no la hay. Pero con una condición: si el barco o el avión se
mueven uniformemente, es decir, con velocidad constante.
Si cerramos los ojos y nos tapamos los oídos, es imposible distinguir el reposo del
movimiento uniforme, cualquiera que sea la velocidad con que el último se realice.
Sin ver la sucesión de los días y las noches no sentiríamos el movimiento de la
Tierra alrededor de su propio eje.
Y si no viésemos cómo después del invierno viene el verano, no nos daríamos
cuenta del movimiento de la Tierra por su órbita alrededor del Sol. En rigor, los dos
últimos ejemplos no son del todo correctos, porque toda rotación implica una
aceleración. Pero como en nuestro caso las aceleraciones son muy pequeñas, puede
considerarse que ambos movimientos son uniformes.
Todos los movimientos de los cuerpos que vayan dentro de un cohete que se mueva
con velocidad próxima a la de la luz, no deben diferir de esos mismos movimientos
efectuados en la Tierra (con la condición de que en el cohete se cree la misma
gravitación que en nuestro planeta). Y si el movimiento de los cuerpos no depende
de la velocidad del «sistema» en el cual se miden sus posiciones en el espacio en el
transcurso del tiempo — ya sea dicho sistema la Tierra o el cohete fotónico —, las
leyes de los movimientos de estos cuerpos tampoco deberán depender del «sistema
de referencia».
En todos los sistemas, cualquiera que sea la velocidad con que se muevan
uniformemente el uno con respecto al otro, la expresión de las leyes del movimiento
en forma de ecuaciones debe seguir siendo la misma. En otras palabras, esta
expresión debe ser invariable con relación a las diversas velocidades.
Estas palabras «invariable con relación» equivalen en el lenguaje de la física a
«invariante en el sentido relativista». Ahora podemos comprender ya su sentido
riguroso; si la ecuación dice que en un cohete, de velocidad próxima a la de la luz,
se mueve una pelota siguiendo una curva (una hipérbola, por ejemplo), y en la
Tierra, siguiendo otra (una parábola, por ejemplo), esto quiere decir que la ecuación
no está bien escrita y hay que desecharla.
Así ocurrió también cuando se hicieron los primeros intentos de modificar la
ecuación de Schrödinger.

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Un descubrimiento inesperado
Dirac, buscando una salida a esta dificultad, propuso un medio insólito; en vez de
una función de onda, introdujo en la ecuación de Schrödinger cuatro funciones. La
ecuación que obtuvo se parecía muy poco a la inicial. Pero la nueva ecuación daba
magníficas soluciones invariantes en el sentido relativista.
Las soluciones eran cuatro, de acuerdo con el número de funciones de onda que
participaban en la ecuación. Había que comprender lo que significaban, por qué en
vez de una «probabilidad» para el electrón se obtenían cuatro de golpe.
El sentido de las dos primeras soluciones hubiera resultado oscuro y se habrían
requerido muchos años para su esclarecimiento, si tres años antes de esto no
hubiese sido descubierto el espín del electrón. Si, el espín, aquel antiguo conocido
nuestro a quien, en su tiempo, le dedicamos algunas palabras cálidas.
Las dos primeras soluciones de la ecuación de Dirac resultaron responder a los dos
sentidos posibles del espín del electrón con respecto a la dirección de su
movimiento. Por esta solución se calculó la magnitud del espín y resultó que estaba
en perfecto acuerdo con la experiencia.
Ahora tendremos que hablar del espín más detenidamente. En primer lugar el
propio espín responde a cierto movimiento del electrón con velocidad bastante
próxima a la velocidad de la luz. En efecto, si por un instante (¡no más!) intentamos
interpretar el espín como el resultado de la «rotación del electrón alrededor de su
propio eje» (ya dijimos que esta idea no corresponde ni en lo más mínimo a la
realidad), se obtiene que la velocidad del electrón en esta «rotación» sólo es menor
que la velocidad de la luz en una fracción insignificante de tanto por ciento.
Está claro que el «cierto» movimiento que hablamos al referirnos al espín no tiene
que ver con el movimiento ordinario del electrón en el espacio ordinario. El espín del
electrón no depende en modo alguno de este movimiento ordinario. El espín existe
independientemente de que el electrón se mueva rápida o lentamente, o de que
está en reposo. Y el valor del espín no varía por esto.
El espín es una propiedad tan inseparable de las partículas como, por ejemplo, su
energía en reposo. El espín de una partícula no puede variar sin que varíe al mismo
tiempo el tipo de la partícula. De esto aún hemos de volver a hablar.

Gentileza de Manuel Mayo 201 Preparado por Patricio Barros


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¿Cómo se manifiesta el espín? Al tratar de los espectros atómicos ya nos referimos


a esto sucintamente. Ya a finales del siglo XIX quedó establecido que si una
sustancia se introduce en un campo magnético, sus rayas espectrales se desdoblan
en un número diverso de rayas más débiles. Más adelante se logró establecer que
este desdoblamiento lo experimentan las rayas espectrales de los átomos de todos
los elementos.
La naturaleza de este fenómeno (llamado efecto Zeeman) y la razón por la cual las
rayas se desdoblan en distinto número de rayas «satélites» sólo se consiguió
comprender en el año 1925, cuando dos jóvenes físicos, Uhlenbeck y Goudsmit,
introdujeron el concepto de espín.
La marcha ulterior de los razonamientos es la siguiente. El electrón tiene espín, es
decir, momento de impulsión o angular. Por ahora no tiene importancia cual es su
origen, lo que interesa es que responde a cierto movimiento del electrón. Pero el
movimiento del electrón es una corriente eléctrica. Sólo que se trata de una
corriente de una sola partícula. La corriente «de verdad» está formada por el
movimiento de multitud de electrones.
La corriente, como se sabe desde hace más de un siglo, posee propiedades
magnéticas. En otras palabras, el electrón podemos figurárnoslo en forma de un
pequeñísimo imán permanente. Si este imancito se introduce en un campo
magnético, se orientará. En el caso más simple habrá dos orientaciones: una a lo
largo de la dirección del campo magnético (absolutamente estable) y otra, en contra
del campo (absolutamente inestable).
Pero, ¿qué es la estabilidad? Cuando el imancito se sitúa a lo largo del campo, su
energía potencial en éste resulta ser mínima. En el caso contrario, cuando el
imancito se orienta en contra del campo, esta energía es máxima.
¿Qué diferencia cuantitativa hay entre estas dos energías? No es difícil de calcular y
de reducir a la diferencia de las longitudes de onda de los fotones que emiten en el
átomo los electrones con espines a lo largo y en contra del campo magnético.
Y entonces resulta que todas las rayas espectrales dobles están separadas tanto
como dan las dos orientaciones opuestas del espín del electrón.
¿Pero cómo deben interpretarse entonces las rayas «gruesas», que se desdoblan en
tres, cuatro y más rayas «satélites»? Porque las dos orientaciones del espín (y está

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claro que más no puede haber, ya que los electrones imancitos saltan
inmediatamente a la posición más estable sin detenerse a mitad de camino) sólo
dan un par de «satélites».
Al llegar a este punto recordamos que el electrón, además del «cierto» movimiento
que responde a su espín, participa en otro movimiento alrededor del núcleo
atómico. En esencia, este movimiento también es «cierto»: su representación en
forma de «nube de probabilidad» no permite pensar en un desplazamiento más
evidente del electrón en el átomo.
Y, sin embargo, también es un movimiento, también es una corriente de una «sola»
partícula, y también, por las propiedades de su acción, recuerda a un pequeño
imán. Pero la cuestión se complica ahora: el electrón en el átomo es una especie de
doble imán pequeño.
¿Cómo se comporta este pequeño imán en el campo magnético? De un modo muy
interesante. En vez de dos orientaciones puede tomar tres, cuatro o incluso más. Al
pasar de una orientación menos estable a otra más estable, el electrón imancito
puede detenerse durante largo tiempo en estas posiciones intermedias. Las energías
en estas posiciones son tales, que constituyen fracciones enteras de la energía
máxima, entre las posiciones extremas del pequeño imán. Por lo tanto, estas
energías no son cualesquiera, sino que están rigurosamente definidas y separadas
unas de otras por intervalos-cuantos de magnitud determinada. Los físicos
denominaron el fenómeno de las orientaciones determinadas de los imancitos
electrónicos de los átomos en el campo magnético con el nombre de cuantificación
espacial.
Ahora puede comprenderse lo demás. La raya espectral se desdobla en tantas
«satélites» como orientaciones puede tomar el imancito electrónico. Y el cálculo de
las diferencias de longitudes de onda de las «satélites» vuelve a poner de
manifiesto una magnífica coincidencia con la experiencia.
Con esto pondremos fin por ahora a nuestra charla sobre el espín que de un modo
tan inesperado se desprendió de la ecuación de Dirac. En perspectiva tenemos aun
dos soluciones de esta ecuación.

Otro descubrimiento aún más inesperado

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Estas dos soluciones son muy parecidas entre sí, lo mismo que las dos primeras,
que responden a las orientaciones opuestas del espín electrónico.
Aquí también hay dos orientaciones opuestas: una de ellas responde a la energía
total positiva del electrón y la otra, a su energía total negativa. ¿Qué tiene esto de
extraño? Ya hemos visto en más de una ocasión que la energía total puede tener
cualquier signo, según que el electrón se mueva libremente o que esté ligado a
otras partículas, como, por ejemplo, en el átomo.
¡Pero la ecuación de Dirac fue escrita únicamente para el electrón libre!
¿Y qué resulta? Que el electrón de Dirac es a la vez ¿libre y ligado? ¡Eso es absurdo!
El mismo Dirac comprendía que esto era absurdo. Claro está que lo más fácil era
proceder como se hace cuando un cálculo da, por ejemplo, que «el área de un local
es igual a ±20 metros cuadrados». Se desecha el resultado negativo, porque
contradice al sentido común. Es decir, hay que excluir la solución con energía
negativa del electrón libre, puesto que carece de sentido físico.
Dirac no se apresuró a hacer esto. Posiblemente, por ser inglés, rebosaba sentido
común. Pero como científico verdadero comenzó a buscar la causa que conducía al
absurdo. Quizá este mismo absurdo encerrara algún sentido secreto. ¿Cuál?
Después de mucho pensar, se le ocurrió a Dirac una idea interesante. ¿No puede
suceder que la solución «absurda» corresponda no al electrón, sino a alguna otra
partícula cuya carga sea contraria a la de aquél? El electrón tiene carga negativa;
esta partícula, al contrario, deberá tener carga positiva. Pero el valor absoluto de
ambas cargas debe ser el mismo. Dirac supuso que esta partícula podía ser el
protón. Sin embargo, pronto se demostró que la energía negativa debía pertenecer
a una partícula cuya masa fuera igual exactamente que la del electrón. Y el protón,
claro está, no sirve, ya que su masa es casi dos mil veces mayor que la del
electrón. La partícula buscada tiene que ser, por lo tanto, simétrica del electrón, es
decir, de igual masa y signo contrario.
No obstante, esta suposición no explica aún la energía total negativa de la partícula
positiva. Si la energía es negativa, quiere decir que la partícula está ligada con algo.
Pero, ¿con qué?
El electrón es totalmente libre, y todas las demás partículas han sido «separarlas»
tanto de él, que se interacción eléctrica con ellos puede no tenerse en cuenta. El

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electrón se mueve solo en el vacío absoluto y sin límites. ¿De dónde sale entonces
la segunda partícula, positiva, simétrica riel electrón?
Y ahora es cuando Dirac expone su idea principal, cuya audacia raya con la
demencia. ¡El vacío, en el cual no hay más partícula que el único electrón, no está
vacío! Al contrario, ¡está lleno completamente de electrones! ¡La partícula positiva,
simétrica del electrón, es un hueco en el vacío completamente lleno!
Por ahora, como vemos, esto es realmente demencial. ¿En qué consiste la audacia?
En lo siguiente.
¿Qué diría usted de un espacio en el cual ningún aparato, por sensible que sea,
nunca pueda registrar partícula alguna? Que está absolutamente vacío, como es
lógico.
¡Cuidado! ¿Y si en él hay partículas que no pueden interaccionar con el aparato? En
este caso, incluso si dicho espacio está totalmente ocupado por las partículas,
¿considerará usted que está vacío?
Naturalmente. Pero, ¿cómo pueden las partículas perder su capacidad de
interacción? ¡Esto contradice su propia esencia!
No nos apresuremos a hacer esta deducción. Intentemos, por ejemplo, sondear la
estructura de un metal con un campo eléctrico débil. La corriente pasará y diremos:
el metal está lleno de electrones libres. Sin embargo, si nos limitamos a hacer este
experimento, nos formaremos una idea inexacta del metal. En él hay también
átomos, cuyos electrones no tienen la posibilidad de actuar recíprocamente con el
amperímetro, por ejemplo. Estos electrones se encuentran en los niveles atómicos,
en el «pozo». Y no pueden saltar de él, para actuar recíprocamente con el
instrumento de medida, porque no tienen suficiente energía.
Pero, dirá usted, si no es con ese aparato, con otro y en un experimento distinto
podremos, no obstante, hallar los átomos y hasta los núcleos atómicos que hay en
el metal. En cambio, está claro que con ningún instrumento podremos descubrir el
vacío. Por lo tanto, en él no hay ni puedo haber nada.
Esto es lo que dice el sentido común. Dirac razona de otro modo.
El vacío está absolutamente lleno de electrones. Todo el Universo participa en la
formación de un vacio único que se extiende infinitamente. Una cantidad infinita de
electrones invade en él «hasta arriba» el infinito número de niveles de energía del

Gentileza de Manuel Mayo 205 Preparado por Patricio Barros


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vacío, formando una «colectividad» única y ligada de partículas. De acuerdo con el


principio de Pauli, en cada nivel pueden hallarse dos electrones con espines dirigidos
en sentidos opuestos, pero no más.
El «pozo universal» común en que se encuentran los electrones no sólo tiene una
capacidad extraordinaria, sino que además es muy profundo. Su nivel de energía
más alto se halla a la distancia energética m0c2 de la energía total nula, hacia abajo.
Por esto, en el vacío todos los electrones deben tener energías negativas.
Estos electrones del vacío no se consiguen descubrir con ningún aparato, basta que
no saltan fuera del pozo. Al parecer, para ello no hace falta nada más que
comunicarles la energía m0c2.

Figura 19

Sin embargo, esto es insuficiente. Antes hemos visto que cualquier partícula,
independientemente de que esté en movimiento o en reposo, tiene además la
energía propia m0c2.
Por tal motivo, para que un electrón pueda saltar fuera del vacío, no sólo tiene que
salvar una barrera de m0c2 de altura, sino que además debe adquirir la energía en
reposo m0c2 que le corresponde por derecho propio. De este modo, la altura total de
la barrera que separa a los electrones del vacío de su acción recíproca con el
aparato, es igual a 2 m0c2.
Esta energía no es pequeña. Baste decir que los físicos sólo aprendieron a
comunicarle a los electrones estas energías hace unos treinta años. En la época en

Gentileza de Manuel Mayo 206 Preparado por Patricio Barros


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que Dirac expuso la idea del vacío «totalmente ocupado», los físicos ni soñaban con
semejantes energías.
Pero, ¿por qué los electrones no pueden actuar recíprocamente con el aparato
permaneciendo en el vacío, lo mismo que ocurre en el metal? La respuesta también
la da el principio de Pauli.
Toda interacción de los cuerpos es una variación de su energía. Esta variación hace
posible descubrir la interacción. El electrón en el vacío, actuando recíprocamente
con el aparato de medida, podría variar su energía pasando a cualquier otro nivel.
¡Pero no lo hay! ¡En el vacío todos los niveles están colmados de electrones!
Este es el secreto de que los electrones del vacío no puedan ser descubiertos. Ellos
están allí, pero no pueden actuar recíprocamente entre sí ni con el aparato. Estos
electrones pueden existir junto a nosotros tanto tiempo como se quiera, sin que nos
demos cuenta de ello: simplemente, no se manifiestan.

Nacimiento de los "huecos"


Supongamos que, en virtud de unas causas cualesquiera (que no vamos a detallar
aquí), un electrón se escapa del vacío, después de adquirir la energía necesaria.
Como ahora será libre, su energía total será positiva. ¿Qué ocurrirá entonces en el
vacío?
En él se producirá un hueco. El vacío, en el punto donde perdió el electrón fugado,
parece que se ioniza, es decir, adquiere una carga positiva, igual en magnitud a la
carga del electrón.
Un hueco, ¡este concepto ya lo conocimos al tratar de los semiconductores! Allí el
electrón se escapaba a la zona de conducción, y el hueco se quedaba en la repleta
zona de valencia, en la cual tenía energía negativa. Magnífica analogía, que en esto
acaba. En los semiconductores el hueco es en realidad un «lugar vacío» que se
introduce simplemente para facilitar la descripción de los diversos tipos de
movimientos de los electrones en la zona de valencia y en la zona de conducción.
Un hueco en el vacío es algo completamente distinto. Ahora el hueco no se
diferencia en nada del electrón. Resulta ser una verdadera partícula, tan real como
el electrón. El hueco, lo mismo que el electrón, tiene la energía en reposo m0c2 y es

Gentileza de Manuel Mayo 207 Preparado por Patricio Barros


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decir, una energía igual precisamente al nivel de energía más alto del «pozo» del
vacío.
En otras palabras, el electrón y el hueco nacen de la «nada», del vacío, únicamente
por parejas. Y en el nacimiento de cada uno de ellos se gasta la energía m0c2 (ya
que masa de ambas partículas es la misma) en total 2m0c2, es decir, la magnitud
que antes citamos.

Figura 20

El electrón, después de vagar por el «mundo libre», puede retornar al vacío. Para
esto tiene que encontrar un hueco y fundirse con él, con lo cual vuelve a hacerse
«inobservable». El hueco también desaparece.
¿Y eso es todo? No, antes de retornar al vacío el electrón tiene que ceder la energía
que se gastó al lanzarlo fuera de él, es decir, en el nacimiento suyo y del hueco, o
sea, la energía 2m0c2.
¿En qué forma se manifiesta esta energía? En forma de fotones gamma, que,
partiendo del punto de fusión del electrón con el hueco, se llevan consigo dicha
energía.
Queda por hacer una pregunta: ¿por qué tiene que salir la energía precisamente en
forma de fotones gamma? Porque la energía que cede la pareja formada por el
electrón y el hueco antes de desaparecer en la «nada» es tan grande, que
corresponde a los rayos gamma duros. Se originan dos, no menos (y por lo general,

Gentileza de Manuel Mayo 208 Preparado por Patricio Barros


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no más) fotones gamma, debido a que el electrón y el hueco que se unen tienen
espines de sentidos o puestos.
Esto está claro: como en el vacío el espín total del electrón y del hueco es nulo, al
fundirse éstos, sus espines deben anularse. Por esto, al fotón gamma le hace falta
tener un compañero con espín de sentido contrario al suyo, de manera que el espín
total de los dos resulte ser nulo. Esto lo imponen las leyes fundamentales de
conservación, de las que ya hemos hablado.
Si cerca del punto donde se encuentran el electrón y el positrón hay un tercer
«cuerpo», como, por ejemplo, un núcleo, éste puede apropiarse de parte de la
energía y del espín de las partículas que se encuentran. Entonces, en vez de dos
fotones, puede aparecer uno solo.

Configuraciones del vacío


Los físicos escuchaban a Dirac y movían la cabeza. Incluso los verdaderos
partidarios de la mecánica cuántica se negaban a reconocer en la teoría de Dirac
algo más que una graciosa anécdota física. ¡Grande era la voluntad que había que
tener para defender esta hipótesis «demencial»!
Pero, transcurrió muy poco tiempo y llegó el día en que los escépticos y los que se
reían, tuvieron que ocultar vergonzosamente el rostro. El día en que fue hecho el
descubrimiento que dio el triunfo a la teoría de Dirac.
En una placa fotográfica expuesta a los rayos cósmicos, fueron descubiertos en
1932 dos huellas, correspondientes al electrón y a una partícula desconocida de
igual masa que aquél, pero de carga positiva. Las huellas partían de un punto y se
separaban en distintas direcciones. Como la fotografía fue hecha en una cámara
especial situada en un campo magnético, la distinta dirección de las trazas indicaba
con toda seguridad que las cargas de ambas partículas eran opuestas.
De este modo obtuvo carta de naturaleza el hueco, que entró en la ciencia con el
nombre de positrón. Con él se abrió la lista de las micropartículas que hoy se
conocen con la denominación de antipartículas. De ellas hablaremos más adelante.
La teoría de Dirac habría ocupado un puesto de honor en el libro de oro de la física,
aunque sólo se hubiera limitado a predecir la existencia del positrón. Pero su

Gentileza de Manuel Mayo 209 Preparado por Patricio Barros


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importancia es mucho mayor. Dirac abrió los ojos a los físicos hacia partes
completamente nuevas del mundo de las cosas ultra pequeñas.

Figura 21

En primer lugar, acerca del vacío. Según Dirac, éste está lleno de electrones que no
interaccionan con el mundo «no vacío». En cuanto se escapa un electrón del vacío,
al mismo tiempo aparece un positrón. Estas partículas nacen y mueren sólo por
parejas.
Pero, ¿por qué no podemos admitir lo contrario, es decir, que el vacío está lleno de
positrones y que los electrones aparecen únicamente cuando los positrones se
escapan del vacío? La teoría de Dirac en su forma inicial consideraba que esta
hipótesis es tan justa como la primera. Sin embargo, preferimos considerar el vacío
formado por partículas, y no por antipartículas.
En efecto, podemos observar tantos electrones como queramos, mientras que el
positrón es un raro huésped en nuestro mundo. De aquí había que deducir, al
parecer, que en el mundo hay mucho menos positrones que electrones. Pero la
teoría de Dirac dice que la partícula aparece únicamente formando pareja con su
antipartícula. Por lo tanto, el número de electrones y de positrones que hay en el
mundo debe ser el mismo.

Gentileza de Manuel Mayo 210 Preparado por Patricio Barros


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¡Qué cosa más rara! Y lo más raro es que nuestro mundo y nosotros mismos
podamos existir después de todo esto. Efectivamente, nada impide que todos los
electrones se encuentren con positrones y desaparezcan en el vacío, dejando
solamente una huella incorpórea en forma de fotones gamma.
Sin embargo, los encuentros de un electrón y un positrón son demasiado poco
frecuentes para justificar un cuadro tan fúnebre del hundimiento del mundo en el
vacío. Entonces, ¡hay menos positrones que electrones! Pero, ¿dónde se meten?
Puede pensarse que la naturaleza, que es previsora, procuró separar lo más posible
los positrones de los electrones. Este punto de vista está muy extendido entre
muchos escritores de novelas de ciencia ficción y una parte determinada de
científicos. Estos consideran que en cierto lugar de la inmensidad del Universo
existen mundos «simétricos» al nuestro y formados por antipartículas. En estos
mundos, en particular, imperan los positrones, y los electrones son huéspedes
raros.
Inmediatamente se plantea otra pregunta: si el electrón tiene su antipartícula, ¿por
qué no la tiene el protón? En este caso debería existir también un vacío de
protones. Y, en general, toda partícula debe tener su antipartícula y, por lo tanto, su
vacío. El vacío debe estar lleno hasta los bordes de neutrones, de neutrinos, de
mesones...
¡Vaya vacío! ¡Más parece una «fosa común» para todas las partículas que aún no
han nacido y para todas las que ya han muerto!
Si, ¡esto es impresionante! Pero, valga la palabra, «desmesurado». Y, en efecto,
pasó algún tiempo y los físicos renunciaron al vacío de Dirac y lo sustituyeron por
ideas más «elegantes». De esto trataremos luego.
Del pozo sólo pueden salir las partículas a pares, después de recibir suficiente
energía para esto. Las primeras en salir son, como es natural, las partículas más
ligeras, es decir, el neutrino y los electrones. Para el protón y el antiprotón esta
energía deberá ser, por lo menos, casi dos mil veces mayor que para el electrón y el
positrón. Cuanto más «pesada» es una partícula, más difícil le es saltar fuera del
vacío.

El vacío, ¡es un lugar desierto!

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Cómo muere la pareja formada por un electrón y un positrón, ya lo sabemos: se


producen fotones enérgicos, rayos gamma. Pero, ¿por qué se producen
precisamente fotones, y no otra cosa cualquiera? De esto vamos a ocuparnos ahora.
... Una bola de billar choca con otra. El resultado de la interacción es evidente: una
bola sale despedida hacia un lado y la otra comienza a moverse. Pero pruebe a
mover de su sitio una bola en reposo, dirigiendo la otra de tal forma, que pase junto
a la primera. Otro ejemplo: es hasta ridículo pensar que un caballo pueda mover un
carro sin estar enganchado a él y sin tocarlo.
En estos ejemplos los cuerpos interaccionan únicamente si están en contacto uno
con otro. No importa que esta interacción dure poco (como en el caso de las bolas
que chocan) o dure mucho (como cuando el caballo está enganchado al carro). En
ambos casos los cuerpos que interaccionan están en contacto.
Pero hay otra forma de interacción de los cuerpos. Una manzana desprendida del
árbol cae a tierra. Un imán atrae las limaduras de hierro. Las bolitas de médula de
saúco electrizadas se atraen o se repelen entre sí. La propia palabra «atraen» nos
dice que los cuerpos «empiezan» a actuar recíprocamente cuando aún se hallan a
cierta distancia uno de otro.
Esta interacción, ¿se transmite a través del aire? La experiencia hace ya mucho
tiempo que dio respuesta negativa a esta pregunta. La Tierra atrae a la Luna, y el
Sol atrae a ambas, aunque entre ellos existe prácticamente el vacío. El núcleo
atómico atrae los electrones, a pasar de que entre ellos hay un vacío absoluto. Por
lo tanto, los cuerpos también pueden ejercer la interacción sin estar en contacto
mutuo.
Hace ya más de un siglo que los físicos llamaron campo a la región del espacio en
que se observa esta acción a distancia. Pero el hecho de que este espacio pudiera
estar totalmente vacío les parecía inadmisible.
No, ¡sin intermediario no puede haber interacción! Este medio puede ser sutil, pero
tiene que existir. Y de acuerdo con la idea de su extraordinaria tenuidad y
«delicadeza», este medio recibió el nombro de éter.
Durante una serie de años intentaron los físicos comprender las propiedades del
éter, propiedades que, como ya se dijo al principio de este libro, son completamente
inverosímiles y hasta se contradicen unas a otras. Por fin, a finales del siglo pasado,

Gentileza de Manuel Mayo 212 Preparado por Patricio Barros


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(siglo XIX) las experiencias con la luz dieron el golpe definitivo a la hipótesis del
éter. Y varios años después, la teoría de la relatividad de Einstein demostró que
eran absurdos todos los intentos de resucitar el éter.
El éter se desplomó y no había con qué sustituirlo. Los físicos reconocieron su error
y, al mismo tiempo, el hecho de que la interacción de los cuerpos a distancia se
realiza por principio en el vacío. Pero, cómo puede ser el vacío conductor de las
interacciones, era algo que no llegaban a comprender ni las inteligencias más
agudas. El vacío es el vacío.
Si, cuanto más «razonable» es la idea ordinaria que se tiene de las cosas, tanto más
difícil es apartarse de ella. La afirmación de que el espacio es el recipiente de todos
los cuerpos, ¿puede acaso despertar ni sombra de duda en alguno de los lectores?
Esto parece tan claro como el agua.
Una parte del espacio está ocupada por la materia. A ella le llamamos cuerpo,
partícula y le damos muchos otros nombres. Y hay otra parte del espacio que no
está ocupada por la materia. A esta le llamamos vacío. Estas dos partes no se
encuentran en relación alguna la una con la otra. El vacío no actúa sobre los
cuerpos, ni los cuerpos actúan sobre el vacío. Es cierto que los cuerpos pueden
actuar unos con otros a través del vacío, pero el propio vacío nada tiene que ver
con esto: la interacción sólo se debe a los mismos cuerpos.

¡El vacío depende de los cuerpos!


Pero he aquí que se presenta un hombre que no sólo duda de que esta idea tan
común sea correcta, sino que además la somete a una revisión radical. Nos
referimos a Albert Einstein y a su teoría general de la relatividad. Ya hemos hablado
acerca de su primera, cronológicamente, teoría especial de la relatividad, dedicada a
los movimientos rápidos de los cuerpos. La teoría general de la relatividad trata de
un problema mucho más amplio. Concretamente puede enunciarse así: de la
relación entre los cuerpos y el espacio.
La idea fundamental de esta teoría consiste en afirmar que la materia ejerce
influencia sobre el espacio que la rodea. El espacio, que en ausencia de cuerpos (lo
que, claro está, solo es posible en nuestra mente) es homogéneo, cuando se
«introduce» en él aunque sea un solo cuerpo, pierde su homogeneidad.

Gentileza de Manuel Mayo 213 Preparado por Patricio Barros


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¿En qué se manifiesta esto? ¿Cómo se mide la heterogeneidad? Para ello nos sirve
la geometría.
La geometría del espacio vacío es la que generalmente se estudia en las escuelas,
cuyo creador fue Euclides, matemático de la antigua Grecia. En esta geometría, la
distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, y las líneas paralelas nunca
se cortan. Contiene además varias afirmaciones «evidentes», llamadas por esto
axiomas, es decir, proposiciones tan claras, que no necesitan demostración (la cual,
por otra parte, es imposible de obtener).
No obstante, a principios del siglo pasado (siglo XIX), nuestro genial compatriota
Lobachevski se permitió dudar de la evidencia de uno de estos axiomas (del
«axioma sobre el paralelismo»). Y demostró que puede crearse otra geometría tan
libre de contradicciones internas como la euclidiana, pero que contradice
radicalmente el sentido común, renunciando a la idea de que este axioma es
correcto. El carácter extraordinario y paradójico de la geometría de Lobachevski
hizo que entonces casi nadie la comprendiera. Los magníficos trabajos de
Lobachevski se estuvieron cubriendo de polvo durante decenas de años en los más
apartados anaqueles de las bibliotecas universitarias.
Las ideas de Lobachevski acerca de que no existe ninguna geometría correcta para
todos los mundos, de que toda geometría está determinada por las propiedades de
cuerpos concretos, de que la geometría del espacio depende de los cuerpos que hay
en él y de cómo están dispuestos, parecieron sacrílegas a sus coetáneos. ¡El
hombre, reorganizando las cosas, podía cambiar la geometría única que «dios le
dio» al mundo!
Pero estas ideas hallaron un lugar digno en los trabajos de Einstein. Lo mismo que
no existe espacio sin cuerpos, tampoco hay un espacio homogéneo único. En el
vacío que rodea los cuerpos, la línea más corta entre dos puntos, en el caso
general, no es ya la recta, sino una curva que se llama geodésica. Esta línea es
tanto más «curva», cuanto más próximos a los cuerpos están los puntos entre los
cuales se tiende y cuanto mayor es la masa de dichos cuerpos.
¿Cómo podemos convencernos de esto? Aquí debe ayudarnos un rayo de luz. La
«encorvadura» del espacio por los cuerpos se muy pequeña y en las condiciones
ordinarias no se nota en absoluto. La experiencia hay que hacerla en el espacio

Gentileza de Manuel Mayo 214 Preparado por Patricio Barros


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interestelar y tomar como «deformador» cualquier cuerpo de mucha masa, como,


por ejemplo, el Sol. La encorvadura, está claro, conviene observarla sobre la línea
que consideramos recta. Esta línea es precisamente la que describe un rayo de luz
en el vacío, si creemos lo que dice la física clásica. A ella es a la que trata de
desmentir Einstein.
Dirigimos un telescopio a una estrella cualquiera, enfocamos y la fotografiamos.
Después volvemos a fotografiar esta estrella cuando su rayo de luz pasa cerca del
Sol. En presencia del Sol no se ven las estrellas, por eso, la primera fotografía hay
que hacerla de noche, y la segunda, durante un eclipse total del Sol.
Según la física clásica, las dos imágenes de la estrella deberán encontrarse en el
mismo lugar de la placa fotográfica, porque a la luz de la estrella «no le importa» si
pasa cerca o lejos del Sol. Pero de acuerdo con la teoría general de la relatividad,
cuando la luz pasa cerca del Sol, su trayectoria debe encorvarse. El rayo de luz, al
pasar junto al Sol, debe cambiar un poco de dirección, de manera que en la placa
fotográfica debe dar una imagen de la estrella, desviada con respecto a la primera.
En agosto del año 1919 una expedición especial se dirigió al Desierto Arábigo para
observar el eclipse total de Sol. Al mismo tiempo se proponía comprobar la
suposición de Einstein. Y pocos días después del eclipse, el telégrafo dio una noticia
sensacional. El estudio de las fotografías demostró que existe el encorvamiento del
espacio y que es casi exactamente igual al predicho por Einstein.
Desde este momento la idea de los físicos sobre el vacío comienza a variar
radicalmente. El espacio resulta ser no sólo el recipiente de los cuerpos, sino
también de los campos.

Materia y campo
¿Qué es un campo? Los físicos designan con esta palabra la región del espacio
donde se manifiesta la interacción de los cuerpos. Pero cuerpos que no actúen entre
sí no existen; en resumidas cuentas, todos los cuerpos están formados por
partículas, entro las cuales no hay «indiferentes» mutuamente.
Por esto los campos existen siempre y por doquier. Y no sólo entre los cuerpos, sino
también dentro de ellos, ya que también allí existen vacíos no ocupados por la

Gentileza de Manuel Mayo 215 Preparado por Patricio Barros


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sustancia. Esta es la primera y principal propiedad del campo. Y de aquí se deduce


inmediatamente otra conclusión: el campo es tan real y universal como la materia.
Pero entre el campo y la materia existe una diferencia importante: la materia «pesa
y se ve», en cambio, el campo, por ejemplo, eléctrico, nuclear o gravitatorio, es
invisible. Pero no puede decirse que el campo sea imperceptible. En la simple
observación de la manzana que cae al suelo, la acción del campo se pone de
manifiesto por el movimiento de uno de los cuerpos.
Hay otro fenómeno en el cual el campo se pone de manifiesto «de por sí», este
fenómeno es la luz. Ya en el siglo XIX quedó establecido que la luz es un campo
especial, llamado electromagnético.
Einstein, en su teoría del efecto fotoeléctrico, introdujo el fotón. Ésta es una idea
muy importante. El campo electromagnético resulta que está cuantificado, es decir,
que existe en forma de partículas separadas o cuantos de campo. Estos cuantos son
los fotones.
La historia del campo sigue adelante. Stoliétov demostró en 1876 que la luz puede
ejercer acciones materiales, haciendo salir electrones del metal. Lébedev, en 1912,
descubrió la presión directa de la luz sobre los cuerpos, como si la luz fuera una
corriente de partículas «verdaderas», poseedoras de masa.
Estos dos magníficos experimentos y la hipótesis de los fotones conducen
irreversiblemente a la conclusión de que el campo electromagnético tiene a la vez
propiedades materiales, que los cuantos de campo pueden tener características de
partículas de materia.
Este es el primer arco del puente que se tiende sobre el precipicio que parecía
separar la materia del campo. La hipótesis de De Broglie completa la construcción
de este puente a partir del otro extremo. Los electrones pueden tener propiedades
ondulatorias. En otras palabras, la materia puede manifestarse como campo.
El campo, que es ilimitado o imponderable, puede tener dimensiones y peso.
La materia, que es limitada en el espacio y que pesa, puede perder las dimensiones
y el peso.
¿Se deduce de aquí, que, en vez de la antigua oposición entre la materia y el
campo, tenemos ahora que fundirlos en algo común o indistinguible? No. Las
propiedades materiales del campo sólo se manifiestan del modo más sensible

Gentileza de Manuel Mayo 216 Preparado por Patricio Barros


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cuando son grandes las energías de sus cuantos. De igual modo, la materia
únicamente manifiesta tener propiedades de campo cuando sus partículas tienen
grandes energías.
¿Y cuándo las energías son pequeñas? Entonces, por lo general, el campo aparece
como campo y la materia, como materia.

¡El vacío no existe!


La revelación en la placa fotográfica del hecho de que el electrón y el positrón nacen
juntos no es sólo el «descubrimiento» del vacío. Aquí, por vez primera, se efectuó a
la vista del hombre la transformación del campo en materia. Pronto se confirmó
también la predicción inversa de la teoría de Dirac: la muerte conjunta del electrón
y el positrón al encontrarse y el nacimiento en este instante de dos fotones gamma.
«¿De qué transformación puede hablarse — preguntará el lector —, si el electrón y
el positrón no se convirtieron en ninguna otra cosa, sino que se fueron al vacío sin
cambiar de forma, y la energía cedida por ellos tiene la forma de fotones gamma?
Todo ocurre exactamente igual que, por ejemplo, en el átomo, donde un electrón, al
saltar de un nivel de energía más alto a otro más bajo, cede parte de su energía en
forma de fotón, pero sigue siendo electrón».
En realidad esto no es así exactamente. Aquí el vacío interviene con su fisonomía
principal, de campo. En el átomo, el electrón puede, efectivamente, ceder su
energía, pero tan sólo una parte de ella. Puede incluso perder toda su energía
cinética en el movimiento libre y detenerse, pero la «principal», su energía propia,
el electrón no la cede en ninguna circunstancia, si quiere seguir siendo electrón.
Ceder la energía E0 = m0c2, que está indisolublemente ligada con la masa en reposo
m0, es tanto como perder la masa en reposo, es decir, ¡perder la esencia misma de
partícula! Ya hemos dicho que las partículas se diferencian de los cuantos del campo
electromagnético en que pueden estar en reposo y al mismo tiempo tener una masa
distinta de cero.
Por lo tanto, cuando un electrón se sumerge en el vacío, cediendo junto con el
positrón su energía propia, deja de ser electrón, lo mismo que el positrón deja de
ser positrón. Está claro que sus masas no desaparecen sin dejar rastro, igual que
sus energías. La masa cambia de naturaleza y se hace inmaterial, de campo, y la

Gentileza de Manuel Mayo 217 Preparado por Patricio Barros


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energía propia se transforma en energía de los cuantos de campo, es decir, de los


fotones gamma. Entonces, ¿en el vacío no hay ningunos electrones «de verdad»,
sólo los hay imaginarios, es decir, en potencia?
Sí. Porque el vacío no existe en ninguna parte, existe solamente materia y campo,
que ocupan todo el espacio. El vacío que tenía en cuenta Dirac es únicamente una
representación intuitiva que permite figurarse claramente los procesos de
transformación mutua de las partículas de la materia en cuantos de campo y
viceversa.
Y no piense el lector que durante todo este tiempo quiso «dársela con queso» el
autor. No. Lo que pasa es que la exposición había que empezarla partiendo del
vacío «ordinario», para después hacerlo «insólito» y finalmente liquidarlo. Así fue la
vía natural del desarrollo de la ciencia.
El electrón y el positrón, cuando se encuentran, se transforman en fotones gamma.
Pero si esto es así, ¿resulta que debe ser posible el proceso, en el cual los fotones
gamma pueden ser precursores del par de partículas mencionado? Exactamente, si
es que estos fotones tienen la energía suficiente, que debe ser igual por lo menos a
2m0c2 para dos fotones.
Los fotones se pueden observar y registrar, son bastante «tangibles». En cambio el
vacío es intangible mientras de él no se escapan un electrón y un positrón. ¿Cómo
es posible concordar lo uno con lo otro?
Aquí no hay que concordar nada. Los fotones se registran como fotones, mientras
su energía no es muy grande. Pero en cuanto dicha energía es suficiente para que
un par de fotones se transforme en el par de partículas, comienzan a sentirse las
propiedades «de vacío» de los fotones. Los fotones pueden desaparecer, y en su
lugar pueden aparecer un electrón y un positrón.
En realidad, el «vacío» es la posibilidad de que se realicen transformaciones mutuas
de las partículas materiales en cuantos de campo y de los cuantos de campo en
partículas. Ahora esto es lo que tiene más importancia para nosotros. Para llegar
aquí hemos venido hablando desde el principio del capítulo.
Por lo demás, parece que todo está ya más o menos claro. Como entre la materia y
el campo se ha tendido un puente, por este último puede tener lugar un movimiento
animado en ambos sentidos: las partículas pueden pasar el puente y transformarse

Gentileza de Manuel Mayo 218 Preparado por Patricio Barros


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en cuantos de campo, y los cuantos de campo, en partículas. Lo importante es subir


hasta este puente, que es bastante alto. Su altura energética es de 2m0c2 y lo que
para los electrones constituye millones de electrón-voltios y para los protones,
millares de millones de electrón-voltios.
Así, pues, el puesto del vacío lo ha ocupado en nuestra narración el campo. No
obstante, en lo sucesivo utilizaremos con frecuencia el concepto del vacío para
mayor claridad. Lo mismo que antes, nos lo figuraremos en forma de cierto
«océano» universal del que saltan, para volver a hundirse en él al cabo de algún
tiempo, delfines-partículas.

¡Sobre qué se apoyan las ballenas!


Y ahora ya podemos darle un fundamento a una de las ballenas que sirven de base
a la mecánica cuántica «perfeccionada». Estas ballenas, como en la antigua
leyenda, son tres: la hipótesis de los cuantos de Planck, la teoría de la relatividad de
Einstein y la hipótesis de la naturaleza ondulatoria de las partículas de De Broglie.
Vamos a tratar de la última.
¿No le ha parecido algo precipitado y sin fundamento el paso que un poco antes
hemos dado de la teoría general de la relatividad, establecida para mundos enormes
y escalas astronómicas, al mundo cuya peculiaridad es precisamente la ultra
pequeñez de sus escalas? Porque ya hemos subrayado muchas veces que las leyes
correctas para los mundos de unas escalas resultan, en el mejor de los casos,
inexactas para los mundos de otras escalas. ¿Qué derecho teníamos a trasladar al
micromundo la relación entre la materia y el espacio, establecida por Einstein? Este
derecho nos lo da la hipótesis de De Broglie, que está bien comprobada y
confirmada. Las micropartículas tienen propiedades ondulatorias. El carácter
bifronte de las partículas existe siempre y en todas partes. Pero, ¿qué es una onda?
Debido a sus propiedades de indeterminación en la extensión y de perpetua
movilidad, está claro que es un fenómeno de campo. Por esto mismo la hipótesis de
De Broglie dice en realidad que las partículas materiales tienen propiedades de
campo, y en este sentido completa la hipótesis cíe Planck-Einstein acerca de que los
cuantos de campo, es decir, los fotones, tienen propiedades de materia.

Gentileza de Manuel Mayo 219 Preparado por Patricio Barros


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¿En qué se manifiestan las propiedades de campo de las micropartículas? Esto ya lo


hemos explicado en numerosos ejemplos. La más característica de estas
propiedades es la indeterminación del lugar que ocupan los electrones y otras
partículas en el espacio o, como dicen los físicos, la imposibilidad de su localización.
El electrón está aquí y al mismo tiempo no está aquí. Cuando intentamos medir su
velocidad con absoluta exactitud, no podemos decir donde se encuentra. Esto es
muy típico del campo, el cual no puedo localizarse debido a que se halla «en todas
partes».
Si se aumenta la velocidad del electrón, a medida que ésta se aproxima a la
velocidad de la luz el electrón se hace cada vez más «pesado». ¿De dónde proviene
su masa adicional? El electrón, de ordinario, es acelerado por un campo eléctrico.
Durante la aceleración este campo parece que penetra en el electrón y le comunica
su energía. Y puesto que aumenta la energía del electrón, según la conocida
relación de Einstein (que dimos a conocer en páginas anteriores) deben aumentar
también su velocidad y masa.
Pero este proceso de «trasiego» de la masa del campo a la partícula no es ilimitado.
La masa aumenta muy deprisa y, al fin, la energía cinética de la partícula se iguala
a su energía propia (esto se produce cuando la velocidad de la partícula alcanza
aproximadamente el 80 por ciento de la velocidad de la luz). Y entonces aparece en
escena un nuevo proceso, en el cual las propiedades ondulatorias, de campo, de las
partículas se manifiestan con la mayor claridad. Las partículas adquieren la
posibilidad de liberarse de una vez tanto de la energía acumulada como de la propia
y de convertirse en cuantos de campo.
El crecimiento de la masa de las partículas al aumentar su velocidad tiene por
causa, por decirlo así, el «instinto de conservación» que ha puesto en ellas la
naturaleza. Las partículas no quieren perder su individualidad y se resisten elevando
su energía, lo que hacen con violencia tanto mayor, cuanto más próxima tienen la
perspectiva de convertirse en campo.
Las partículas nunca pueden moverse con la velocidad a que se propaga el campo.
El campo nunca puede propagarse con otra velocidad.

Las partículas cambian de aspecto

Gentileza de Manuel Mayo 220 Preparado por Patricio Barros


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Hasta ahora, al hablar de las transformaciones de las partículas sólo hemos tenido
en cuenta el electrón (y, naturalmente, el positrón). Después de descubrirse el
neutrón se supo que éste también es capaz de transformarse, pero, a diferencia del
electrón, no en cuantos de campo, sino en otras partículas.
El neutrón se transforma, primero, en un protón, un electrón y un neutrino (en la
desintegración beta); para esto tiene que ser libre. En el núcleo se transforma el
neutrón en un protón y un mesón p. Más tarde se consiguió establecer que la

segunda transformación del neutrón, «en suma», no se diferencia mucho de la


primera. El mesón p libre se desintegra en un mesón m, que es aproximadamente

una cuarta parte más liviano que él, y en un neutrino. Y el mesón m a su vez se

desintegra en un electrón y dos neutrinos.


Resultados
 de la desintegración del neutrón libre:
neutrón —> protón + electrón + neutrino;

 de la desintegración del neutrón «nuclear»:


neutrón -> protón + mesón p

mesón p -> mesón m + neutrino

mesón m —> electrón + 2 neutrinos

 Total:
neutrón —> protón + electrón + 3 neutrinos.

Sin embargo, este cálculo aritmético de la semejanza de ambas transformaciones


pierde valor en gran medida en virtud de que el mesón p no se desintegra en el

núcleo. Ya sabemos que, en el núcleo, entre las partículas, además de las fuerzas
eléctricas, actúan otras fuerzas mucho más grandes, las nucleares, que aseguran la
estabilidad de los núcleos.
Si hay un nuevo tipo de fuerzas, quiere decir que existe un nuevo campo. Y si existe
un nuevo campo, debe tener sus cuantos. Los portadores de las interacciones
electromagnéticas son los fotones. Por analogía, los portadores de las interacciones
nucleares deben ser los mesones p (ya se dijo que los mesones m interaccionan

Gentileza de Manuel Mayo 221 Preparado por Patricio Barros


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débilmente con los núcleos y por consiguiente no pueden ser cuantos del campo
nuclear).
Así, pues, los mesones p son los cuantos del campo nuclear. Pero estos cuantos, a

diferencia de los fotones, tienen masa en reposo, siendo esta masa bastante
considerable en el mundo de las cosas ultrapequeñas: ¡su masa es trescientas veces
mayor que la de los electrones! Si esto es así, los mesones p no pueden moverse

con la velocidad de la luz. ¡Vaya cuantos! Más parecen partículas que cuantos, pero,
a pesar de todo, son cuantos. El cuadro armonioso de la relación mutua entre el
campo y la materia, que los físicos acababan de trazar, se altera bruscamente.
Los mesones p resultan ser el límite de la «bifrontalidad». Con la materia los

emparenta el tener masa en reposo distinta de cero, y con el campo, el tener espín
nulo.
En esto hay que detenerse un poco. Los físicos, después de aparecer la mecánica
cuántica, establecieron otra diferencia clara entre las partículas de la materia y los
cuantos de campo. Esta diferencia está en sus espines. Las partículas «verdaderas»
sólo pueden tener el espín igual a la mitad de la constante de Planck h (o, más
exactamente, h/4p), mientras que los cuantos de campo deben tener el espín nulo

o igual a un número entero de constantes de Planck (h/2p).

La profunda diferencia entre la esencia de las partículas y de los cuantos, puesta de


manifiesto en sus espines, está completamente justificada. Resultó que de la
magnitud del espín depende mucho el comportamiento de los microobjetos.
Recordemos el principio de Pauli. Este principio impone que en una «colectividad»
general no haya dos electrones que se encuentren en condiciones completamente
iguales. Y, en efecto, no sólo los electrones, sino también los protones, neutrones y,
en general, todas las partículas de «medio» espín, se subordinan
incondicionalmente a esta imposición.
En cambio, para las partículas de espín nulo o «entero» este principio no debe tener
efecto. Y esto ocurre en realidad. Por ejemplo, en una «colectividad» de fotones
(cuya «hermandad» se extiende a todo el universo) pueden encontrarse tantos
fotones como se quiera en estados iguales, es decir, en estados donde tienen una
misma frecuencia y un misino sentido del espín (el espín del fotón es igual a la
unidad).

Gentileza de Manuel Mayo 222 Preparado por Patricio Barros


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A propósito, de esta división según los espines se deduce que el «expósito» mesón
m, que fue el primero con que se toparon los físicos, ¡no podía ser cuanto del campo

nuclear! Porque tiene «medio» espín. En cambio, toda la familia de mesones p tiene

espín nulo y todos ellos son apios para servir de cuantos de campo. Pero; ¡su masa
en reposo no es nula!

El mesón p es bifronte

La naturaleza, efectivamente, dio a los físicos otra grandísima sorpresa,


intentaremos comprenderla.
¿No puede ser el neutrón una simple combinación «prensada» de un protón y un
mesón p? No, de esto nos convence la aritmética elemental: las masas en reposo

del neutrón y del protón son iguales respectivamente a 1839 y 1836 masas
electrónicas (aproximadamente), y la masa en reposo del mesón p es 273. Por lo

tanto, al emitir un mesón p, el neutrón debe adelgazar en 273 masas electrónicas,

y no en 3 como ocurre en realidad.


Cuando se desintegra un neutrón libre, este problema no se plantea. El neutrón
pierde un electrón, es decir, una masa electrónica. Además, al electrón y al neutrino
les comunica en vuelo una energía igual al doble de la energía propia del electrón,
después de lo cual adquiere la masa del protón. En cambio, cuando es emitido un
mesón p, el neutrón adelgaza casi cien veces más. Y, sin embargo, casi no se nota.

¡Hasta ahora nadie ha visto neutrones extenuados por haber dado a luz un mesón
p! ¿Por qué ocurre esto?

Figurémonos el siguiente cuadro. El neutrón se arranca un mesón con carga


negativa y se lo tira a un protón. Este atrapa un mesón o inmediatamente se
transforma en neutrón. El neutrón, que hizo las veces de delantero centro, se
transformó en protón aliviado, y el protón-portero, después de coger el balón-
mesón que le había «chutado», se convirtió en neutrón agravado. Al cabo de un
intervalo insignificante de tiempo, el neutrón agravado emite el mesón antes
capturado por él y se transforma de nuevo en protón normal, y el protón aliviado
adquiere dicho mesón y vuelve a ser neutrón normal. Como puede verse, este
«juego de fútbol» consta de dos etapas no equivalentes: la primera, claramente

Gentileza de Manuel Mayo 223 Preparado por Patricio Barros


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prohibida por todas las leyes conocidas de la física, y la segunda, completamente


permitida.
La prohibición se deduce que ninguna partícula puede tener una masa menor que su
masa en reposo, mientras que en nuestro caso resultó un protón aliviado. Esto se
puede expresar en otras palabras: el neutrón-delantero no puede «chutar» un balón
que pese más que 3 masas electrónicas. Para poder omitir el mesón tendría que
sacar de sus misteriosas entrañas una energía considerable, correspondiente a las
restantes 270 masas electrónicas. Pero esto contradice claramente la ley de
conservación de la energía. En el promedio de la suma de las dos etapas del «juego
de fútbol», se cumple esta ley, pero en la primera etapa se infringe evidentemente.
Cuando esto quedó establecido, los físicos se inclinaban a aceptar la ya mencionada
idea sediciosa de que en los fenómenos del micro mundo sólo se cumple la ley de
conservación de la energía en promedio, pero en los sucesos aislados puede
violarse. Sin embargo, el desarrollo ulterior de la ciencia confirmó una vez más que
esta ley es inmutable como una pena. Así es que el secreto del «juego de fútbol»
sigue sin descifrar desde las posiciones de la física clásica.
Pero todo queda en su sitio en cuanto recordamos que se trata de las propiedades
cuánticas de las partículas. Estos procesos, claramente prohibidos desde las
posiciones de la física clásica, fueron llamados por los físicos procesos virtuales.
Un sistema de partículas o una sola partícula puede transformarse en otro sistema o
en otra partícula por distintos procedimientos. Nosotros podemos desconocer (y en
realidad desconocemos frecuentemente) estos procedimientos, pero tenemos
derecho a describir esta transformación como nos parezca conveniente, utilizando
aquellos procesos intermedios que hoy podemos calcular. Los procesos virtuales
resultan ser cómodos e «intuitivos» para los físicos de hoy.
¿Y no puede ocurrir que el intercambio del mesón entre el protón y el neutrón se
produzca lo mismo que, por ejemplo, el intercambio del electrón en la molécula de
hidrógeno? Esto es mucho más fácil, porque los electrones no sufren ninguna
transformación, y. sin embargo, el enlace entre los átomos se produce. ¿No puede
acaso el mesón p negativo «girar» del mismo modo alrededor de dos protones?

No, esto no ocurre. He aquí por qué. Hace poco los científicos se las ingeniaron para
«enganchar» al átomo, en sus capas, un mesón m en vez de un electrón, y el

Gentileza de Manuel Mayo 224 Preparado por Patricio Barros


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mesón m cumplió bien su papel de electrón. En particular, unió, como el electrón,

dos átomos de hidrógeno en una sola molécula, que se llamó «mesomolécula» o


molécula mesónica de hidrógeno. Como el mesón m tiene aproximadamente una

masa doscientas veces mayor que la del electrón, su «nube de probabilidad» se


encuentra la misma cantidad de veces mis cerca del núcleo y, por lo tanto, el mesón
m ciñe los dos átomos en una molécula cuyas dimensiones son doscientas veces

menores.
Pero este no es un mesón p, sino m. Y las fuerzas que actúan en la molécula

mesónica no son nucleares, sino eléctricas. Estas fuerzas, por su magnitud, distan
mucho de las fuerzas nucleares.
El mesón p no puede mantenerse en el átomo lo mismo que el electrón, ya que

interacciona con el núcleo intensamente y de un modo particular. Esta


particularidad consiste en que el mesón p transforma el neutrón en protón y el

protón en neutrón.

El secreto del intercambio mesónico empieza a aclararse


En efecto, puede considerarse que el mesón p circula entre las partículas nucleares.

Pero esta circulación no es alrededor de las partículas, sino dentro de ellas mismas,
mediante la emisión del mesón por una de ellas y su captura por otra. Estos
procesos de emisión y absorción contradicen las leyes que ya se han definido antes.
Pero al mismo tiempo estos procesos marchan. Marchan virtualmente.
En general, los procesos virtuales no son nuevos para nosotros. Recordemos cómo
las micropartículas penetran a través de las barreras de potencial. Desde el punto
de vista de la teoría clásica, la aparición de las partículas fuera de la barrera sólo es
posible si saltan de dicha barrera. Sin embargo, la ecuación de Schrödinger
demuestra la probabilidad de que una partícula que se halle en un pozo pueda salir
de él sin adquirir ni gota de energía. Y esto también parece que contradice la ley de
conservación de la energía. Efectivamente, para saltar de un modo espontáneo la
barrera de potencial, la partícula tiene que sacar energía de sí misma, y después
esta energía vuelve a desaparecer.

Gentileza de Manuel Mayo 225 Preparado por Patricio Barros


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Antes explicamos este fenómeno paradójico por medio de las propiedades


ondulatorias de las micropartículas. Recordemos en qué consistía esta explicación.
De acuerdo con la relación de Heisenberg, cualquier partícula da medidas
indeterminadas tanto del valor de su energía cinética como del valor de su energía
potencial. Al intentar sorprender la partícula pasando la barrera, es decir,
descubrirla dentro de la barrera, hacemos su energía indeterminada. Como
resultado, esta energía se hace tal, que permite a la partícula saltar la barrera de un
modo completamente «legal» desde el punto de vista clásico.
En rigor, en el sentido clásico, aquí se infringe la ley de la conservación de la
energía. La mecánica cuántica, en cambio, demuestra que no se produce ninguna
violación de dicha ley.
Exactamente la misma explicación puede darse a la emisión y absorción de los
mesones p por las partículas nucleares. La cuestión está en que la relación de

Heisenberg (la segunda, entre la energía y el tiempo, que se dio en las páginas
anteriores) puede aplicarse también a la energía propia de la partícula. En este
caso, por ejemplo, el adelgazamiento del neutrón al emitir un mesón p negativo, o

el adelgazamiento del protón al emitir un mesón p positivo, así como el

engrosamiento de las partículas que absorben los mesones, puede considerarse


como cierta indeterminación de la energía propia de estas partículas, debida a la
conocida indeterminación de sus masas.
Está claro que esta indeterminación, por su magnitud, no es menor que la energía
propia del mesón p,

ΔE = mpc2

donde mp es la masa en reposo del mesón p. Intentemos deducir de aquí el tiempo

que puede existir la indeterminación indicada de la energía. En otras palabras,


cuánto dura el ciclo completo del «juego de fútbol» entre el protón y el neutrón en
el núcleo.
De la relación de Heisenberg

Gentileza de Manuel Mayo 226 Preparado por Patricio Barros


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ΔE Δt ~ h

obtenemos

Δt ~ h / mpc2

Sustituyendo en esta expresión los valores de la masa del mesón pmp, de la

constante de Planck h y de la velocidad de la luz c, obtenemos que

Δt ~ 10-23 segundos

¡Un tiempo insignificante! ¿Qué distancia puede recorrer el mesón p durante este

tiempo? Es evidente que el límite del valor de esta distancia lo establece el hecho de
que el mesón p debe moverse a una velocidad menor que la de la luz. Por esto la

distancia máxima a que puede alejarse el mesón p de la partícula nuclear que lo

emite será

R = c Δt ~ 10-13 centímetros.

Pero esta magnitud, por su orden, coincide con el radio de acción de las fuerzas
nucleares. ¡Esta coincidencia es muy significativa! Ella confirma que nuestros
razonamientos son correctos.
Así, pues, sorprender a los mesones p en el instante de su escape «ilegal» de unas

partículas nucleares y en el de su igualmente «ilegal» absorción por otras partículas,


no se consigue por la misma causa que es imposible «coger» a los electrones en el
instante en que pasan por debajo de las barreras de potencial. En cuanto se
conectase el aparato de medición (mentalmente, como es natural), éste elevaría
inmediatamente las energías del protón y del neutrón que toman parte en el
intercambio del mesón p, hasta tal punto, que dicho intercambio resultaría

completamente «legal» desde el punto de vista clásico.

Gentileza de Manuel Mayo 227 Preparado por Patricio Barros


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¡Y otra vez el proceso virtual se funda en las propiedades ondulatorias de las


micropartículas! Las fuerzas nucleares tienen un radio de acción limitado, porque los
cuantos del campo nuclear, mesones p, tienen una masa en reposo distinta de cero.

El mesón p tiene un comportamiento bastante «estable», pero únicamente mientras

ejerce sus funciones en el núcleo. En estado libre esta partícula se comporta de un


modo completamente distinto. Hallándose fuera del núcleo, el mesón p se

desintegra en un tiempo muy pequeño, del orden de cienmillonésimas de segundo.


El mesón p positivo se transforma en mesón m positivo, y el negativo, en mesón m

con carga del mismo signo. Al mismo tiempo es emitido un neutrino.


Posteriormente se descubrió un tercer mesón p, eléctricamente neutro. Este mesón

se desintegra un millar de millones de veces más deprisa que sus colegas con
carga. Al morir da a luz dos fotones gamma de mucha más energía que los que
aparecen cuando se encuentran un electrón y un positrón.
En esta inestabilidad consiste la seria diferencia que existe entre los mesones p y

los fotones. Los fotones, por ejemplo, pueden variar de energía, pueden incluso
desaparecer en las partículas, cediéndoles su energía. Pero nunca se desintegran.
Nadie ha visto aún que los fotones se dividan en «fotoncitos» más pequeños, que
tengan una energía menor que la de sus precursores.
¡Como ha complicado el mesón p el cuadro trazado por Tos físicos de las relaciones

mutuas del campo y la materia! En efecto, el mesón p es el campeón de dualidad,

un híbrido raro de partícula y cuanto.

El secreto de la interacción
De todos los campos que conoce la ciencia, el campo electromagnético es el que
mejor se ha estudiado hasta ahora. Es mucho lo que se conoce de cada una de las
«caras de su medalla», es decir, de los campos eléctrico y magnético. El campo
eléctrico lo crean tanto las cargas en reposo como las cargas en movimiento: el
campo magnético, solamente les últimas. Como toda interacción de partículas con
carga esté ligada con su movimiento y en él se manifiesta, puede decirse en general
que en cualquiera de estas interacciones interviene un campo conjunto,
electromagnético.

Gentileza de Manuel Mayo 228 Preparado por Patricio Barros


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Pero, para simplificar, prescindamos del campo magnético y observemos de cerca el


campo eléctrico, o más exactamente, electrostático. Desde la escuela recordará
usted toda la vida la célebre frase: «las cargas de igual signo se repelen y las de
signo contrario, se atraen». Los textos escolares explican este misterioso
comportamiento de las cargas eléctricas como signe: la carga eléctrica crea en
torno suyo un campo, el cual actúa como fuerza de repulsión, sobre cualquier carga
de igual signo que entre en dicho campo, y como fuerza de atracción, sobre
cualquier carga de signo contrario al suyo.
Esta explicación, honradamente, es algo así como si a la pregunta: «¿Por que murió
este hombre?» se diera la respuesta: «Porque se marchó de él la fuerza vital».
En estos textos la palabra «fuerza» se reduce a la palabra «campo». Pero no basta
con introducir una nueva palabra, hay que explicar lo que significa. Sin embargo
nada se dice acerca de esto. Se introducen las características del campo:
intensidad, líneas de fuerza, etc., y nada más.
En efecto, la física clásica que se exponía en estos textos, aunque introdujo en la
ciencia el concepto de campo, no pudo darle un sentido más o menos concreto,
exacto. La naturaleza del campo resultó ser tan compleja, que mucho de ella, aún
hoy, escapa a la comprensión de los físicos.
En este problema, la mecánica cuántica ya ha conseguido algo de esto vamos a
hablar posteriormente.
La física sólo conoce dos tipos de cargas eléctricas, positivo y negativo. El primero,
por ejemplo, le corresponde a los protones y el segundo, a los electrones. Estos son
los únicos portadores de cargas absolutamente estables. En adelante hablaremos
únicamente de los electrones. El protón tiene una «estructura» más compleja y de
él se tratará después.
De esta forma, todas las cargas negativas pertenecen a los electrones. Pues bien,
tomemos un par de electrones e intentemos comprender cómo transcurre la
contienda entre ellos. En primer lugar es evidente que de alguna forma deben
«darse cuenta» de la presencia del otro.
Se nos ocurre la primera idea: cada uno de los electrones curva el espacio a su
alrededor, como fue establecido por Einstein para todos los cuerpos por muy
grandes o pequeños que sean. A consecuencia de esto, cada uno de los electrones

Gentileza de Manuel Mayo 229 Preparado por Patricio Barros


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se mueve junto al otro siguiendo no una línea recta, sino cierta curva. De igual
modo que una bola, cuando rueda por un lienzo combado por otra bola que
descansa en él.
Pero esta curvatura está determinada por la masa, y no por la carga. A ella lo
corresponde otro campo, el de gravitación.
Segunda idea: el electrón infringe la homogeneidad del vacío alrededor suyo. En
efecto, considerando que el vacío está lleno de electrones que aún no han nacido,
nuestro electrón debe repeler los electrones del vacío. Y cuando se presenta el
compañero de nuestro electrón, está claro que debe actuar análogamente sobre el
vacío.
Pero la repulsión de los electrones «verdaderos» y del vacío es mutua. Por lo tanto,
los electrones del vacío procurarán apartar de sí el primer electrón y lo mismo harán
con el segundo. Esto se pone de manifiesto en la repulsión mutua de nuestros dos
electrones.
No obstante, pensándolo bien, esta deducción no es del todo «honrada». Porque lo
que queremos explicar es la repulsión. Y al mismo tiempo la introducirnos sin
explicarla para los electrones «verdaderos» y para los del vacío. Cambiamos de
caballo, pero no dimos ni un paso adelante.
Esto es así en realidad. Pero, a pesar de todo, la idea de la interacción de las
partículas a través del vacío resulta ser fructífera. Para esto basta suponer que el
electrón puede emitir fotones espontáneamente.
El electrón puede emitir fotones. Ya vimos que esto ocurre cuando salta en las
capas atómicas.
Pero en esto caso varía su estado energético. Exacto. ¿Y si el electrón libre y en
reposo emite un fotón y después vuelve a absorberlo rápidamente? Entonces la
energía del electrón permanece invariable. Y el proceso de emisión resultará
prohibido desde el punto de vista clásico. La mecánica cuántica, como ya hemos
visto, permite estos procesos, pero con una condición: que no salgan del marco de
la relación de indeterminación.
La rapidez con que el electrón emite y vuelve a capturar el fotón sólo debe
depender de la energía de dicho fotón. Cuanto mayor sea la energía del último, con
tanta mayor rapidez deberá efectuarse esta operación.

Gentileza de Manuel Mayo 230 Preparado por Patricio Barros


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Sin embargo, mientras el fotón está fuera del electrón tiene tiempo de explorar el
espacio próximo al progenitor que lo lanzó. ¿Hasta qué distancia se extiende este
espacio? Hasta el infinito. Porque el electrón puede emitir fotones de energía muy
diversa y, por lo tanto, de energía tan pequeña como se quiera. Estos electrones
pueden alejarse de su progenitor tanto como se quiera. No obstante, para los
fotones de frecuencia completamente determinada, el radio de acción es del orden
de su longitud de onda. Para los fotones de luz visible esta distancia es del orden de
fracciones de micra.
Está claro que los fotones no se limitan a desempeñar el papel de observadores. Si
en su camino se encuentran con fotones emitidos por el otro electrón, se produce lo
que en los partes de guerra se llama choque de patrullas. Como resultado de este
choque puede ocurrir que parte de los fotones se disperse y no retorne a sus
progenitores. Por ejemplo, que sean absorbidos por el compañero.
Al parecer, la violación de la ley de conservación de la energía es ahora no virtual,
sino completamente clara. Sin embargo no es así. La energía de los electrones varía
exactamente tanto, como energía tienen los fotones que no retornan, y el resultado
es que ambos electrones se alejan en sentidos distintos. En efecto, cuanto más lejos
estén los electrones uno de otro, tanto menor será la energía de su interacción.
En cambio, la energía total de los fotones y de los electrones seguirá siendo la
misma que «al principio». Ponemos esto entre comillas porque en la interacción de
dos electrones no existe principio ni fin. La interacción no se puede conectar y
desconectar. Por muy alejados que se encuentren los electrones uno de otro,
siempre se encontrarán en acción mutua.
Y, a pesar de todo, esta explicación no nos satisface plenamente. Parece que el
campo está ligado a su creador. Sin embargo, sabemos que los fotones son muy
independientes.
Para mayor satisfacción puede introducirse otro proceso virtual más. De este
proceso ya hemos hablado; se encuentra en la realidad. Un fotón con suficiente
energía, emitido por el electrón, puede durante su corta vida «permitida»
transformarse en la pareja formada por un electrón y un positrón.
Así, en vez de un electrón, durante un instante tendremos dos electrones y un
positrón. Pasa este instante, y el electrón vuelve a estar solo. ¿Pero cuál de los dos

Gentileza de Manuel Mayo 231 Preparado por Patricio Barros


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electrones desaparece fundiéndose con el positrón? A esto no puede contestarse,


porque ambos electrones son indistinguibles el uno del otro.
¡Qué interesante! ¡Lástima que no pueda verse este «ramo» de partículas nacidas
de un solo electrón! ¡El instante que dura es demasiado corto!
Veamos si esto es así. Un simple cálculo, aplicando la relación de Heisenberg,
demuestra que nuestro instante dura aproximadamente 10-21 segundos. Durante
este tiempo el fotón puede dar a luz la pareja formada por el segundo electrón y el
positrón, a una distancia de cerca de 10-11 centímetros del primer electrón.
Esta magnitud es característica para una borrosidad extremadamente pequeña del
electrón en el espacio. 10-11 es la longitud de la onda de De Broglie del electrón que
se mueve con una velocidad próxima a la de la luz.
¡Este es un hecho muy significativo! Demuestra que las propiedades ondulatorias
del electrón (y, claro está, de todas las demás partículas) tienen como base la
interacción, es decir, la naturaleza de campo del electrón. El electrón se hace
borroso porque una infinidad de veces por segundo se comporta como si se
zambullera en el vacío y emergiese de él en un punto vecino.
Los físicos llamaron «electrón temblón» a este comportamiento tan singular del
electrón. Esta comparación figurada se aproxima mucho a la realidad. En dicho
proceso, el electrón puede «temblar», encontrarse en cualquier parte, dentro de los
límites de la región del espacio que se le asigna. Y esta región está determinada por
la energía, y, por lo tanto, por la longitud de onda de los fotones, los cuales pueden
originar pares formados por un electrón y un positrón.

El reino de las virtualidades


Quedamos pues, en que el electrón emite fotones virtualmente. Los fotones, a su
vez, se transforman virtualmente en pares de electrones y positrones. Los pares,
fundiéndose, generan fotones.
Y los fotones son absorbidos por el electrón. Todo este caleidoscopio de
transformaciones tiene que realizarse forzosamente con una rapidez fantástica, de
muchos billones de veces por segundo.
El fotón emitido por un electrón cualquiera puede ser capturado no por este
electrón, sino por otro. Pero los electrones son indistinguibles unos de otros. Por

Gentileza de Manuel Mayo 232 Preparado por Patricio Barros


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eso, no existe ni la menor posibilidad de saber cuál de ellos fue el que capturó el
fotón emitido.
Pero el resultado de este intercambio no es virtual, sino completamente real: los
electrones tienden a alejarse lo más posible unos de otros. Incluso cuando la
distancia entre ellos es muchas veces mayor que su grado de «borrosidad de
vacío», los fotones los alcanzan y los alejan todavía más entre sí. Sólo que, cuanto
mayor sea esta distancia, tanto menos enérgicos serán los fotones que puedan
vencerla y, por consiguiente, tanto menor será la energía transmitida a los
electrones en su intercambio de fotones y tanto más débil la repulsión entro ellos.
Esto precisamente es lo que dice la ley de Coulomb. La interacción electrónica lo
penetra todo.
Y en ella toman parte no dos electrones, como hemos considerado para simplificar
los razonamientos, sino absolutamente todos los electrones del Universo. ¡El campo
electromagnético de extensión inconmensurable puede hallarse en cualquier rincón
del mundo infinito!
La interacción del electrón y el positrón, del electrón y el protón, y en general de
todas las partículas con carga de signo contrario, tiene también esta naturaleza
virtual. Pero en este caso la consecuencia real del intercambio de fotones no será el
alejamiento mutuo, sino la aproximación de las partículas.
La naturaleza es bifronte. A ella le impone la unidad y la lucha de contrarios. Dos
partículas con cargas de signo contrario y masas iguales, es decir, con simetría
especular, cuando se encuentran, «saltando del espejo», compensan sus cargas y
se convierten en cuantos del mismo campo que efectúa su interacción.

Lo virtual se hace real


Los físicos buscaron una palabra poco apropiada para denominar los procesos de
interacción de las partículas. «Virtual», es decir, aparente o imaginario. Sin
embargo no había por qué desconfiar de estos procesos y considerarlos como pura
fantasía de los físicos. Algo así como un calórico moderno. El vacío virtual, por
ejemplo, se manifiesta inesperadamente del modo más real.
Recordemos las transiciones de los electrones en los átomos, que originaron los
espectros. Dijimos que estos pasos de un estado a otro sólo son posibles cuando las

Gentileza de Manuel Mayo 233 Preparado por Patricio Barros


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nubes de probabilidad de los electrones en estos estados se sobreponen en


cualquier región del espacio.
En el átomo de hidrógeno hay dos estados de éstos, cuyas nubes se confunden por
completo. Ambos corresponden a la segunda capa, la cual empieza a poblarse
únicamente en el litio. Y hay además un estado en la primera capa, el más bajo por
su energía y el más estable, en el cual se encuentra de ordinario el electrón de
hidrógeno.
Los dos estados, del primero y segundo pisos del edificio atómico, responden a
nubes esféricas que no se sobreponen en ninguna parte. El tercer estado es un
incómodo apartamento entre pisos, que une el primero y el segundo.
Pero resulta que este apartamento se convierte en entrepiso únicamente en el litio,
pero en el átomo de hidrógeno debe coincidir con el apartamento del segundo piso.
Y esta transición electrónica, que podría observarse en el litio, no debe observarse
en el hidrógeno, porque, como ya sabemos, los inquilinos atómicos no suelen saltar
directamente entre dos pisos, sino que prefieren entrar primeramente en los
apartamentos entre pisos.
Efectivamente, en el átomo de hidrógeno nadie había observado estas transiciones
hasta cierto día. Si por una causa cualquiera el inquilino que se hallaba en el primer
piso resultaba lanzado al segundo, tenía que aburrirse en él hasta que no se
presentaba una oportunidad «ilegal» de retornar al primero (la probabilidad de esta
transición es completamente insignificante).
Pero de aquí que hace unos quince años los físicos descubrieron que el electrón se
las había ingeniado para violar esta rigurosa prohibición y, con bastante facilidad,
saltar del segundo piso al primero. Hizo esto como si hubiese bajado por un
apartamento entrepiso o como en un ascensor. La explicación de esta infracción de
la ley no se hizo esperar. Los físicos, con sus «fantasías», resultaron estar
preparados para darla. Recordemos el proceso virtual en que el electrón
«verdadero» repelía a los electrones «no nacidos» del vacío. Entonces nos pareció
que el electrón, como un personaje cómico, se enemistaba con su propia sombra.
Pues bien, esta interacción del electrón con el vacío, su «temblor», le comunica una
energía adicional completamente real, aunque muy pequeña. Pero incluso esta
energía, insignificante en comparación con la energía del electrón en el átomo,

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resultó ser suficiente para que los dos estados antedichos que se confunden en el
átomo de hidrógeno», dejen de confundirse, para que el electrón pueda pasar de
uno de ellos al otro, desde el segundo piso al apartamento entro pisos, ahora
verdadero, y desde él al primer piso.
Es cierto que sólo se consiguió descubrir el paso del segundo piso al apartamento
entre pisos. Pero esto era suficiente: lo demás, como suele decirse, se realiza
automáticamente.
¿Qué valor resultó tener la adición, debida al vacío, a la energía del electrón del
hidrógeno? Si por medio de la relación de Planck se reduce a frecuencia, resulta que
no se encuentra en la región de los rayos gamma y ni siquiera en la de la luz visible,
sino en el intervalo de... las ondas radioeléctricas de alta frecuencia.
Por esta razón, el importante fenómeno mencionado no se consiguió descubrir por
los métodos espectrales ordinarios. Pero cuando después de la segunda guerra
mundial se construyeron generadores de radiofrecuencias y con sus ondas se
irradiaron átomos de hidrógeno, éstos resonaron inmediatamente a la frecuencia
correspondiente a la adición del vacío. En el espectro de radiofrecuencias del
hidrógeno, en el lugar correspondiente a esta frecuencia, apareció un pozo
profundo: el electrón del hidrógeno absorbía activamente los cuantos de esta
frecuencia.
Poco tiempo después se descubrió el segundo efecto de vacío. Con anterioridad
mencionamos dos imancitos electrónicos. Uno de ellos era debido al movimiento del
electrón en torno al núcleo atómico y el otro, al movimiento de espín del electrón.
En el campo magnético estos dos imancitos se sumaban resultando un imancito
único de fuerza determinada.
Los físicos midieron del modo más exacto la fuerza de este imancito. Y resultó que
su magnitud era un poquito mayor que la suma de cada uno de los sumandos. ¡Otra
vez este poquito! Y otra vez no les quedó a los físicos más remedio que reconocer
que esta adición a la fuerza del imancito era debida a la interacción del electrón con
el vacío.
Y aquí la explicación se parece a la anterior. El electrón que se mueve en el átomo
repele a los electrones del vacío a lo largo de toda su trayectoria, de un modo
semejante es como un barco, que cuando está parado sólo desplaza el agua que

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hay debajo de él, cuando se mueve provoca además el movimiento del agua. La
transmisión del movimiento del electrón al vacío, hace que en éste se produzca una
corriente de electrones de vacío. La acción magnética de esta corriente virtual se
suma a las que responden al movimiento del electrón «verdadero».
La mecánica cuántica, que está completamente empapada de virtualidades, no sólo
pudo explicar estos fenómenos extraordinarios, sino que también pudo calcularlos. Y
los resultados de los cálculos coincidieron brillantemente con la experiencia.
¡Cómo puede hablarse, después de esto, de «fantasías» de los físicos! No, a los
procesos virtuales hay que guardarles el respeto debido.

A la caza de nuevas partículas


En cuanto los físicos comprendieron el carácter extraordinariamente insólito del
mundo de las micropartículas, sus interacciones mutuas y con el campo, empezó la
caza de nuevas partículas. Porque cada nueva partícula es un lado del micromundo,
un nuevo descubrimiento de sus peculiaridades, que empuja a los científicos un
ápice más hacia adelante en sus conocimientos.
Con este fin se equiparon verdaderas expediciones de caza. Se proveyeron de los
cepos más modernos.
Durante mucho tiempo el único abastecedor de partículas nuevas fueron los rayos
cósmicos, flujos de partículas que llegan a la Tierra en abundancia desde el espacio
universal. La búsqueda se intensificó especialmente cuando los físicos recibieron un
arma poderosa para atrapar las partículas nuevas. Aparatos de este tipo fueron
subidos a las cumbres de las montañas más altas, cruzaron los mares y fueron
lanzados con cohetes al cosmos próximo.
Y después, a principios de los años cincuenta, se pusieron a disposición de los físicos
potentes aceleradores de protones hasta energías colosales, primero de centenares
de millones de electrón-voltios y durante los últimos años, de hasta decenas de
millares de millones.
Y los trofeos de caza se multiplicaron con tal rapidez, que hasta los físicos se
asustaron. Cada año se descubrían varias partículas nuevas. Hoy día su relación
contiene ya treinta y tres partículas, sin contar las llamadas «resonancias», de las

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que se hablará aparte. Las «resonancias» aumentan la lista de partículas hasta


cerca de ciento.
Los primeros entre los trofeos fueron los mesones p o piones. A principio de los

años cincuenta se descubrieron unas partículas cuya masa era mayor que la del
protón y el neutrón, eran los hiperones. Y, finalmente, los rayos cósmicos le hicieron
a los físicos un regalo de extraordinario valor (más adelante se comprenderá esto),
el grupo de los mesones K o kaones.
Y cuando empezaron a funcionar las gigantescas máquinas aceleradoras de
protones hasta velocidades próximas a las de la luz, pronto se descubrieron otras
dos partículas que con su aparición confirmaron una vez más que las predicciones
de la teoría de Dirac son correctas. Estas partículas son el antiprotón y el
antineutrón. Examinemos ahora detenidamente la lista de trofeos. Ante todo se ve
en ella que las masas de las partículas están comprendidas entre unos límites muy
amplios: desde la masa nula del neutrino hasta la de más de cuatro mil masas del
electrón del hiperón delta de «resonancia». Al mismo tiempo las partículas están
distribuidas según sus masas de un modo no uniforme. Se reúnen en grupos de
dos, tres y hasta cuatro, con masas relativamente próximas entre sí.
Las cargas y los espines de las partículas son mucho menos diversos. Si se
consideran solamente las partículas «verdaderas» (es decir, no de «resonancia»),
sus cargas eléctricas sólo tienen tres valores (+1, 0 y -1, donde se toma como -1 la
carga del electrón), y los espines, también tienen 3 valores únicamente (0, 1/2 y 1).
La mayoría de las partículas de esta lista no son estables: su vida dura por término
medio desde mil segundos (neutrones) hasta cuatrillonésimas de segundo (mesones
e hiperones de «resonancia»). Pero estos dos tipos son extremos a su manera. Los
mesones e hiperones «ordinarios» tienen una vida media de cienmillonésimas a
diezmilmillonésimas de segundo.
Sin embargo, no hay que confundir la vida de las partículas con el tiempo que dura
su existencia en nuestro mundo. Tomemos, por ejemplo, el positrón. Este es
realmente estable en el sentido de que no se desintegra en otras partículas. Pero en
nuestro mundo vive muy poco: en cuanto se encuentra con un electrón, por lo
general, desaparece rápidamente. Por otra parte, los mesones p, que libres son

inestables, en los núcleos no dan señales de desintegración.

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Observemos la última columna de la tabla.

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¿Qué partículas se encuentran más frecuentemente entre los productos de


desintegración de sus compañeros no estables? Para los mesones y el neutrón, los
electrones y el neutrino. Y entre los productos de desintegración de los hiperones
figuran regularmente nucleones y mesones p.

Elaboración de los trofeos de caza


Estas son las primeras conclusiones previas que pueden hacerse del censo de la
población del micromundo. Ahora, valiéndose de la teoría, hay que sacar las
conclusiones correspondientes acerca de las condiciones de vida de las partículas en
dicho micromundo.
¿Por qué es tan amplia la variedad de las masas de las partículas? ¿Tiene límite
dicha variedad? ¿Es el hiperón Λ4 la partícula más pesada? ¿Por qué, según sus
masas, las partículas forman grupos de dos, tres o cuatro? ¿Por qué la carga y el
espín de las partículas sólo pueden tener tres valores si se prescinde de la
resonancia? ¿Por qué son inestables la mayoría de las partículas, y al mismo tiempo
hay partículas estables? ¿Por qué, de entre diversos tipos de desintegración, las
partículas sólo eligen uno o dos?
Diremos inmediatamente que a la mayoría de estos «¿por qué?» aún no ha dado
respuesta la mecánica cuántica. Y en los casos en que hay respuesta, ésta contesta
más bien al «cómo» que al «por qué». Algo es algo.
La agrupación de las partículas según sus masas se destaca muy claramente en la
lista adjunta. Las masas de las partículas de un grupo están muy próximas entre sí
en comparación con el amplio intervalo que separa un grupo de otro. Para explicar
esto se propuso una idea muy interesante: un grupo de partículas es en realidad
una sola partícula, pero que vive con diversos aspectos.
Tomemos, por ejemplo, los mesones p. Las masas de los mesones p- y p+ son

iguales entre sí y se diferencian de la masa del tercero, es decir, de la del mesón


p0, que es eléctricamente neutro. ¿No puede deberse la mayor masa de las

partículas cargadas precisamente a que tienen carga?


Ya hemos dicho antes que una parte de la masa de las partículas está ligada al
campo. Como los mesones p son cuantos del campo nuclear, y éste es mucho más

Gentileza de Manuel Mayo 239 Preparado por Patricio Barros


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intenso que el electromagnético, es razonable suponer que la masa fundamental de


los mesones p se debe precisamente al campó nuclear, y la adición a él del campo

electromagnético, ligarlo a la existencia de cargas en las partículas, aporta una


pequeña contribución a su masa. Por esto los mesones p con carga tienen más

masa que el neutro, cuya masa, claro está, debe tener una procedencia
completamente nuclear. Aparentemente está claro también por qué en este caso las
partículas ligeras no forman tríadas. El campo nuclear se caracteriza por el hecho de
que sus cuantos tienen una masa en reposo distinta de cero, mientras que los
cuantos del campo electromagnético, es decir, los fotones, carecen de ella. El
electrón y el positrón y ambos mesones mu tienen una procedencia claramente no
nuclear, sino electromagnética, por eso entre ellos no puede haber una partícula
neutra. Por lo tanto quedan dos posibilidades únicamente, la partícula positiva y la
negativa, es decir, una diada.
Sin embargo, para los mesones K no sirve esta explicación. Los mesones K neutros
tienen más masa que los cargados. Aquí el campo electromagnético parece
«restarse» del nuclear.
Para tener en cuenta la regularidad de las agrupaciones de partículas, los físicos
introdujeron el concepto de espín isotópico. Este espín sólo tiene una lejana
analogía con el ordinario. Recuerde una de las tres preguntas difíciles que los
especialistas en espectroscopía les plantearon a los teóricos: ¿por qué se desdoblan
las rayas espectrales en tres (y más) «satélites» próximos?
Para explicar este fenómeno hubo, como ya dijimos, que «idear» el espín.
Precisamente a la pequeña diferencia de las energías electrónicas en los átomos,
cuando es distinta la orientación del espín, deben su origen los «satélites» de la
raya espectral principal.
«Por analogía», los teóricos se figuraron el grupo de partículas próximas por sus
masas, como una partícula escindida en partículas satélites en virtud de la
existencia del campo electromagnético.
Y las reglas para el espín isotópico resultaron en general ser las mismas que para el
espín ordinario. Si el espín es nulo, la raya no se desdobla, la partícula sigue siendo
una sola, cerca de ella no hay otras. Si el espín es igual a la mitad, la raya se
transforma en un doblete, es decir, en dos rayas «mellizas»; un doblete así forman

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también las partículas como el mesón K, por ejemplo. Si el espín es igual a la


unidad, aparecen «trillizas», o sea, un tripleto de rayas o de partículas según sea el
espín de que se trate, el ordinario o el isotópico.

Las antipartículas tienen la palabra


Hasta el año 1955, en el renglón «nucleones» sólo figuraba la pareja del protón y el
neutrón. Esta pareja era extraordinaria: una diada constituida por una partícula con
carga y otra neutra. El secreto pareció que estaba descifrado cuando se descubrió el
antiprotón, con carga negativa. Ahora ya era una tríada normal, semejante al grupo
de mesones p.

Es cierto que en ella seguía habiendo anormalidad, porque el neutrón, neutro,


resultó tener más masa, y no menos, que el protón y su antipartícula. El campo
electromagnético, al parecer, se «restaba» del nuclear. Lo más importante, sin
embargo, es que el protón y el neutrón vienen a ser una misma partícula que toma
formas distintas. Los físicos ya habían sospechado autos esta unidad, cuando quedó
claro que en el núcleo ambas partículas pueden transformarse una en otra con la
misma facilidad.
Pero un año después de descubrirse el antiprotón se descubrió el antineutrón. En el
grupo apareció una cuarta partícula. En él había que meter al antineutrón, pero,
¿dónde? El esquema antes descrito se vino abajo. Quedaba una salida: el grupo de
los nucleones está formado por dos parejas: las del protón y el neutrón con sus
respectivas antipartículas. Pero en este caso resulta que el protón y el neutrón son
partículas distintas. El problema que se plantea es difícil de resolver. El secreto de la
tétrada de los nucleones, hasta hoy, no puede considerarse descubierto en
definitiva. A este grupo de partículas se parece exteriormente la tétrada de los
mesones K. De ella nos ocuparemos especialmente. Por fin, puede advertirse que
los hiperones sólo se agrupan por parejas.
¿Existe alguna ley que sirva de base a tan diversa estructura de los grupos de
partículas? Seguramente existe. Pero hasta hoy se desconoce. Se hace el censo de
la población del micromundo, se ha conseguido incluso determinar en ciertos casos
la distribución de sus habitantes por profesiones, pero aún es pronto para sacar
conclusiones definitivas.

Gentileza de Manuel Mayo 241 Preparado por Patricio Barros


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Por ahora procuremos entender en qué difiere una partícula de su antipartícula. La


teoría de Dirac en su variante inicial, como sabemos, dice: se diferencia en el signo
de la carga eléctrica. Esto es así, efectivamente, para el electrón y el positrón, para
el protón y el antiprotón, para los dos mesones m y en general para todas las

partículas con carga.


Pero, ¿en qué se diferencia, por ejemplo, el neutrón del antineutrón? Ambos
carecen de carga eléctrica, y sus masas, como ocurre en cualquier par de partícula
y antipartícula, son iguales. La diferencia está en el sentido del espín.
¿Cómo puede considerarse que el espín es «antipropiedad»? Nosotros sabemos, por
ejemplo, que, en los átomos, los electrones ocupan los estados de energía por
parejas, es decir, tienen espines de sentidos opuestos. Pero, a pesar de esto, ambos
siguen siendo electrones, ninguno de ellos pasa a ser positrón. Los neutrones
nucleares, como vimos, también pueden ocupar por parejas los niveles energéticos
en el modelo nuclear de capas, sin que por esto se produzcan anti-neutrones.
La cuestión es otra. El hecho de que los espines de los electrones atómicos estén
orientados por parejas en sentidos opuestos, indica únicamente que los electrones
se mueven en sentidos opuestos. Si los electrones se representan por «nubes de
probabilidad», es difícil, naturalmente, representarse los dos movimientos opuestos.
Por sus energías, en particular para el átomo libre, no se diferencian. Pero con
respecto a la dirección del movimiento, el espín del electrón siempre está orientado
de un modo definido. Por ejemplo, si el electrón se mueve hacia la derecha,
convencionalmente puede considerarse que su espín está dirigido en ángulo hacia
arriba, y si se mueve hacia la izquierda, en ángulo hacia abajo. Puede demostrarse
que a medida que la velocidad del electrón se aproxima a la de la luz, la dirección
de su espín es cada vez más próxima a la del movimiento del electrón. En el
positrón, en cambio, cuando él se mueve hacia la derecha, su espín debe señalar
hacia abajo, y viceversa. Y si el positrón es muy rápido, su espín estará dirigido casi
exactamente en sentido contrario al del movimiento. Así precisamente debe
entenderse la diferencia en el sentido de los espines del neutrón y del antineutrón.
«Pero, ¡qué diferencia es ésta!»—puede decir desilusionado el lector. Y, sin
embargo, incluso esta diferencia es suficiente, por lo visto, para que si se encuentra

Gentileza de Manuel Mayo 242 Preparado por Patricio Barros


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la partícula con su antipartícula desaparezcan ambas, convertidas en cuantos de


campo.

Las partículas se desintegran


¿Cómo nacen y mueren las partículas? En el micromundo los testigos de estos
acontecimientos, siempre agradables para la ciencia, son las placas fotográficas.

Figura 22

En el ángulo inferior izquierdo de esta placa aparece una huella gruesa de mesón m-

. Antes de llegar a la mitad de la placa se «quiebra» la huella y se hace casi


punteada. Este trozo de huella pertenece ya a un electrón. En el punto en que la
huella se quiebra, nacen otras dos partículas, que se llevan consigo la energía y el
impulso del mesón m que no se transmitieron al electrón. Estas dos partículas son

un neutrino y un antineutrino.
Los mesones p, por regla general, no se desintegran directamente en electrones.

Primero dan a luz mesones m. Y aquí somos testigos de que los campos nuclear y

electromagnético no están separados por una pared impenetrable. Una partícula de


procedencia nuclear se transforma en partícula de naturaleza electromagnética.

Gentileza de Manuel Mayo 243 Preparado por Patricio Barros


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¿Por qué los mesones p se desintegran en dos partículas y los mesones m, en tres?

A esto no es difícil responder. La cuestión está en los espines de las partículas: la


suma de los espines de las partículas hijas debe ser siempre igual al espín de la
partícula precursora.
El mesón m tiene espín «medio» y el electrón también. Pero como el electrón no

puede llevarse toda la masa del mesón m, hace falta además un neutrino, el cual

recoge el resto de dicha masa en forma de energía de su movimiento. Pero el espín


del neutrino también es «medio», de modo que el espín total de las partículas recién
nacidas resulta ser mayor que el espín de la partícula precursora. Hay que
compensar el espín sobrante del neutrino. Así aparece el antineutrino, cuyo espín
tiene sentido contrario. Un total, tres partículas.
Pero cuando se desintegra el mesón p es suficiente un neutrino (o antineutrino) con

espín dirigido en sentido contrario al del mesón mu que nace. Estos dos espines se
compensan entre sí, dando en total cero, lo que es igual al espín del mesón p

inicial.
Cuando se trata de los hiperones, el producto estable final de su desintegración es
frecuentemente el protón. Al mismo tiempo, los hiperones emiten también mesones
p. Dos mundos y dos límites de transformaciones: el electrón, de las partículas

ligeras, y el protón, de las pesadas. Dos mundos y dos compañeros inseparables de


la desintegración: el neutrino, de las partículas ligeras, y los mesones p, de las

pesadas.
Sigamos adelante. ¿Existe alguna ley que permita, de todas las variantes posibles
de desintegración de las partículas, elegir solamente una o, en último caso, dos?
Algunas peculiaridades de esta selección ya las hemos señalado. Por analogía con la
física clásica las llamaremos leyes de conservación. Las observaciones demuestran
que en las desintegraciones se conservan la carga total y el espín total de las
partículas. Pero estas leyes permiten aún cierta arbitrariedad en la elección de la
variante de desintegración.
Había que buscar algunas regularidades adicionales de la desintegración que
estrecharan todavía más el camino que pueden seguir las partículas inestables al

Gentileza de Manuel Mayo 244 Preparado por Patricio Barros


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transformarse en ladrillitos estables de la materia, es decir, en protones y


electrones.

Los físicos clasifican las interacciones


Establezcamos una pequeña analogía. ¿Por cuántos procedimientos se puede
destruir una montaña? El procedimiento más fuerte y rápido es, claro está, una
explosión: por ejemplo, cuando se produce una erupción volcánica. Con menor
fuerza, más despacio, pero, a pesar de todo, en un tiempo bastante corto, la
montaña puede ser destruida por un terremoto. Y, finalmente, el procedimiento más
lento es la destrucción de la montaña por las aguas, el viento, el calor y el frío. La
explosión puede destruir la montaña en unos segundos; el terremoto, en unas
horas; el agua y el viento, en muchos millares de años.
Los físicos, al estudiar los procesos de destrucción de las micropartículas, también
han advertirlo tres procesos que se desarrollan con distinta fuerza v velocidad.
El primero de ellos, y el más fuerte, se produce cuando chocan las partículas
nucleares, durante las interacciones entre ellas en los núcleos. Este proceso,
caracterizado por sus grandes energías, del orden de la energía propia del mesón p

y más altas y por tiempos muy pequeños, respectivamente, con relación a las
indeterminaciones, fue llamado por los físicos interacción fuerte. El tiempo
característico para ella ya lo hemos calculado: es del orden de 10-23 segundos.
El proceso siguiente por su fuerza y duración es la interacción electromagnética.
Precisamente como resultado de este proceso, al encontrarse un electrón y un
positrón originan dos fotones gamma. A este tipo corresponden también la
desintegración, antes considerada, del mesón p0 neutro en fotones gamma. La

duración ríe este proceso es del orden de 10-17 segundos.


Y, por fin, el proceso más débil y duradero, llamado por los físicos interacción débil.
Es el responsable de la mayoría de las desintegraciones que se dan en la tabla de
las micropartículas. En virtud de la interacción débil se desintegran los mesones m,

p y K, el neutrón y los hiperones. La duración de esta interacción destructora

«universal», que afecta a las partículas de todos los grupos, como puede verse en la
tabla, es del orden de 10-10 segundos.

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Estudiando las agrupaciones de las partículas, los científicos observaron una


particularidad interesante. Los mesones K y los hiperones se unían en el grupo de
un modo distinto a como hacían esto las demás partículas.
Estos dos grupos de partículas se negaban a entrar en la clasificación de las
partículas ideada por los físicos. «Es extraño», dijeron los físicos, enojados por la
insumisión de las partículas.
Y expresaron su disgusto denominando «extrañas» a estas partículas. Y hasta
introdujeron una magnitud especial para caracterizar cuantitativamente el grado de
desviación de las propiedades de estas partículas con respecto a las que deberían
tener. A esta magnitud le dieron el nombre de «extrañeza».
Resultó que las partículas extrañas no pueden desintegrarse en partículas ordinarias
por ningún procedimiento distinto de la interacción débil. En los choques de
partículas ordinarias, las partículas extrañas sólo pueden generarse a pares.
Y no a pares cualesquiera, sino únicamente a pares en los cuales la suma de las
extrañezas de las partículas es nula, corno en las partículas iniciales ordinarias.
En otras palabras, en las interacciones fuertes y electromagnéticas la extrañeza no
variaba. A esto le llamaron ley de conservación de la extrañeza. En cambio, en las
interacciones débiles esta ley dejaba de ser correcta.
«¡Demasiadas leyes! — puede quejarse el lector —. Pero, ¿dónde está la ley general
única? ¿Dónde la explicación de todas estas leyes? ¡Ya es hora de decir algo sobre
ella!».
Lamentable es decirlo, pero las regularidades que hemos dado a conocer aquí no
tienen todavía una explicación más o menos convincente. Los físicos combinan estas
reglas de un modo u otro, pero claramente no se revela aún la profunda esencia
que bajo ellas se oculta. La «aritmética» de las leyes de conservación ha permitido,
ciertamente, resolver el problema con que dimos comienzo a esta charla. Todas las
reglas mencionadas, en conjunto, dejan muy pocas vías de desintegración a las
partículas.
El proceder de los físicos aquí recuerda por ahora el trabajo que hacen los niños
cuando colocan banderines a lo largo de una ruta para esquiadores. Lo hacen de
acuerdo con las indicaciones de los instructores, pero aún no comprenden por qué
decidieron ponerlos así y no de otro modo.

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¿Por qué, si no, puede marcársele una ruta recta y corta a los «esquiadores
rápidos» mientras que a los «lentos extraños» hay que ponerles tantos banderines
de prohibición? O, ¿por qué hay que marcarle dos rutas al extraño mesón K, cuando
a los demás «esquiadores», por lo general, les basta con una?
Sobre esto hablaremos ahora. El estudio de las desintegraciones de los mesones K
permitió hacer el descubrimiento más grande de la física de las micropartículas,
después del de los efectos de vacío. Vamos a referirnos a cinco palabras que
recorrieron las páginas de muchas revistas del mundo y fue usted probablemente
conoce: «no conservación de la paridad».

El secreto de los mesones K


Los mesones K fueron descubiertos por primera vez en los rayos cósmicos hace
poco más de veinte años. Entre la enorme cantidad de las huellas más diversas
dejadas por las partículas cósmicas en las placas fotográficas, la aguda visión de los
físicos pudo distinguir trazas de partículas desconocidas cuyas masas eran
aproximadamente mil veces mayares que la del electrón.
Quedó establecido que hay tres tipos de mesones K: positivo, negativo y neutro. se
determinó también el espín de los mesones K, que resultó ser nulo. Al principio
parecía que la familia de los mesones K, salvo en la masa, no se distinguía en nada
de la familia, más ligera, de los mesones p, que también tenían espín nulo, también

eran tres partículas, sólo que los mesones K neutros eran más pesados, en vez de
más ligeros, que sus colegas.
Los físicos continuaron observando las huellas dejadas por los mesones K en las
placas fotográficas. Las partículas con carga creaban huellas ordinarias que
frecuentemente se interrumpían. En los puntos de interrupción aparecían huellas
más delgadas. Los científicos sabían lo que esto significaba: los mesones K se
desintegraban en partículas más ligeras. El estudio de estas huellas secundarias
demostró que pertenecían a mesones p. A una investigación igual, aunque más

difícil, fueron sometidos los hechos de desintegración de mesones K neutros. Y aquí


aguardaba a los físicos una sorpresa. Desde el punto correspondiente al final del
recorrido del mesón K, salían en unos casos dos huellas y en otros, tres. Todas
estas huellas, lo mismo que antes, pertenecían a mesones p.

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De este modo, los mesones K neutros unas veces se desintegraban en tres mesones
p, y otras, en dos, mientras que todas las demás partículas se desintegraban en las

mismas partículas hijas y siguiendo siempre un mismo procedimiento único. La


seguridad de los físicos en que no podía ocurrir de otra forma los condujo a
introducir dos mesones p neutros distintos. Uno de ellos recibió el nombre de

mesón t y el otro, el de mesón θ. Dos mesones distintos y dos procedimientos

diferentes de desintegración. Al parecer, todo quedaba en su sitio.

Figura 23

Sin embargo, los físicos no pudieron tranquilizarse. Las mediciones exactas


indicaban invariablemente que las masas del mesón tau y del mesón theta son
absolutamente iguales. En toda la tabla esto significaba una cosa: que ambas
partículas son iguales. Pero, ¡cómo podía ser que una misma partícula se
desintegrara unas veces en dos y otras en tres partículas hijas!
De esto modo el mesón K adquirió, a principios de los años cincuenta, la reputación
de ser la partícula más enigmática de la física. Se planteó el célebre problema «t-

θ».
¿Pero qué había en esto de enigmático? ¿Por qué no podía el mesón K desintegrarse
como se ha dicho antes? La ley de conservación de la energía no se lo prohíbe, las
de conservación del impulso y del espín, tampoco.

Gentileza de Manuel Mayo 248 Preparado por Patricio Barros


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No obstante existe una prohibición, que viene expresada por una ley de la cual no
hemos hablado hasta ahora, porque no ha sido necesario. Esta prohibición,
establecida por la mecánica cuántica, se llama ley de conservación de la paridad.

¿Difiere lo izquierdo de lo derecho?


Recordemos la emisión de fotones por los átomos excitados. El electrón se
encontraba en un estado y después saltaba a otro de menor energía. Entonces sólo
nos interesaba la energía y si las «nubes de probabilidad» del estado inicial y final
del electrón se sobreponían.
Pero resulta que esta superposición está relacionada sustancialmente con la
paridad. Si fuera posible numerar los apartamentos en el átomo, quedaría claro
que, en cada mudanza, los inquilinos atómicos pueden cambiar el número de su
apartamento únicamente de par a impar y viceversa. Trasladarse, por ejemplo, del
apartamento décimo al octavo, en una sola mudanza, le es imposible al electrón.
Esta regla, ya establecida empíricamente en el año 1924, fue interpretada después
por la mecánica cuántica. Para este fin los físicos introdujeron el concepto de
paridad de la función de onda. Y de aquí se trasladó dicho concepto al propio estado
definido por la función de onda.
Lo que es la función de onda ya lo sabemos: es la solución de la ecuación de
Schrödinger. Pero hay que hablar más detenidamente" acerca de la paridad.
Cuando miramos una fotografía nuestra, decimos a veces con cierta amargura: «No
me parezco en nada» y, como es natural, culpamos de esto al fotógrafo. Y en la
mayoría de los casos sin razón. Podemos vernos en un espejo pero, a pesar de los
refranes, el espejo no da una imagen exacta de lo que es la realidad. Si tenemos la
nariz un poquitín torcida hacia la derecha, en el espejo lo estará hacia la izquierda.
La derecha y la izquierda siempre cambian sus puestos en el espejo.
Cuando nos fotografían, en la parte frontal de la película se obtiene nuestra imagen
especular. Pero el proceso no termina así. La película hay que revelarla y del
negativo hacer un positivo, es decir, en esencia, volver a reflejar nuestra imagen en
un espejo. En algunas ocasiones, al sacar la fotografía se invierte el negativo de tal
forma, que en total resultan ya tres reflexiones especulares. Pero en otras el

Gentileza de Manuel Mayo 249 Preparado por Patricio Barros


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negativo se mantiene en la posición que tenía durante la toma, y, en este caso, las
reflexiones sólo son dos.
Cuando nos mira alguien, nos ve como nosotros nos vemos en el espejo. En
cambio, la fotografía nos muestra no como nos ven los demás, sino como somos en
realidad.
Las imágenes fotográfica y especular coincidirían únicamente en el caso ideal, es
decir, si la persona tuviera la cara completamente simétrica. Pero esto ocurre muy
pocas veces. A la naturaleza le gusta el frío orden de la simetría, pero nunca se
priva de la satisfacción de amenizar la vista violando dicha simetría.
Pero he aquí lo más importante: la reflexión doble, independientemente de que el
objeto sea simétrico o no, siempre restablece la forma positiva. Algo así como
menos por menos da más y más por más también da más. Cuando nuestro rostro
se refleja dos veces en espejos, todos sus «menos» (asimetría) no alteran la
imagen.

Figura 24

Las funciones de onda tienen estas mismas propiedades. Estas funciones son
funciones matemáticas ordinarias, entre las cuales se encuentran con mucha
frecuencia el seno y el coseno. Dibújelas en un papel y acérquelo a un espejo. Verá
usted que el seno «al otro lado del espejo» se invierte, se ve patas arriba. Esto,

Gentileza de Manuel Mayo 250 Preparado por Patricio Barros


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naturalmente, no es nuevo: por el curso de trigonometría que se estudia en la


escuela sabemos que el seno de un ángulo negativo es igual al seno del positivo,
pero con signo contrario. Nuestro espejo parece prolongar el eje de los ángulos
hacia el lado de sus valores negativos. El coseno, en cambio, no varía de aspecto en
el espejo. Esto también lo confirma la trigonometría.
Los matemáticos llamaron al coseno función par y al seno, función impar. A la
reflexión en el espejo también le dieron un nombre científico: inversión espacial.
Para diferenciar las funciones pares de las impares, se les asignó signos
convencionales: a las primeras, más, «por su buen comportamiento», y a las
segundas menos.

Figura 25

Si el seno reflejado en un espejo se mira en otro espejo, su forma se ve


restablecida. En efecto, «menos por menos da más». Con el coseno, claro está, en
este caso tampoco ocurrirá nada.
La investigación de las soluciones de la ecuación de Schrödinger para los electrones
atómicos demostró que su paridad no varía en ninguna condición. Si la función de
onda del electrón fuera al principio par, y después de un salto a otro estado se
hiciera impar, esto significaría una cosa solamente: que la función de onda del fotón
nacido en este salto es impar.

Gentileza de Manuel Mayo 251 Preparado por Patricio Barros


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Con el tiempo, el concepto de paridad fue trasladado de los estados atómicos a las
distintas partículas. Se comenzó por el fotón, y después se fueron poniendo las
etiquetas a las demás partículas. El electrón, por ejemplo, resultó ser una partícula
impar.
Ya hemos dicho antes que el espín del electrón está orientado de un modo
completamente determinado con respecto a la dirección de su movimiento. Por
ejemplo, si el electrón se mueve hacia la derecha, su espín mira hacia arriba; si
hacia la izquierda, mira hacia abajo. Pero hagamos la prueba—mental, claro está —
de reflejar el electrón en un espejo. Veremos que, si el electrón se mueve hacia la
derecha (en el espejo, hacia la izquierda), su espín seguirá mirando hacia arriba, lo
mismo que antes. Porque el espejo sólo cambia lo derecho en izquierdo, pero no
invierte la imagen. El sentido que tiene el espín del electrón especular no existe en
el electrón normal. Por lo tanto, el electrón es claramente una partícula impar. Si
fuera par, en el espejo se vería lo mismo que es en realidad.

El mesón p es una partícula impar.

Extendiendo su clasificación según las paridades a las partículas inestables, los


físicos, por analogía con la emisión del fotón por el electrón, establecieron que la
paridad de la partícula inicial tiene que ser necesariamente igual al producto de las
paridades de todas las partículas que se forman de ella al desintegrarse. Y hasta
ahora las partículas nunca habían infringido esta prescripción, que fue llamada ley
de conservación de la paridad.
¡Y aquí tenemos el mesón K neutro! A juzgar por el hecho de que se desintegra en
dos mesones p, es una partícula par (porque menos por menos da más). Pero su

desintegración en tres mesones p dice que es una partícula impar (porque menos

por menos por menos da menos). ¿Qué es entonces, par o impar?


Está claro que se trata de una partícula y no de dos: coinciden demasiado bien las
masas de los mesones t y Θ. Pero en este caso resulta que este mesón K es una

partícula con dos paridades. No, ¡esto no puede tolerarse! ¡Sería lo mismo que
admitir que un espejo es curvo y plano al mismo tiempo! ¡En qué situación más
grave puso el mesón K a la mecánica cuántica!

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Aquí está la salida y... ¡qué sorprendente!


¿Qué hacer? ¿Reconocer que en la desintegración de los mesones K neutros se viola
la paridad? ¡Esto querría decir que la naturaleza utiliza un espejo curvo! En este
espejo lo izquierdo se diferencia de lo derecho y el propio espacio resulta ser
asimétrico. ¡Qué deducción más horrible!
Durante los largos años de su existencia, la física se había acostumbrado a que en
el espacio todas las direcciones fueran absolutamente equivalentes. El movimiento
hacia la izquierda, en igualdad de condiciones, no podía distinguirse del movimiento
hacia la derecha. Y esto es realmente así. La equivalencia de las direcciones —
llamada isotropía del espacio—la confirman todas las leyes de la física.
Reconocer que esto no era así significaba renunciar a las leyes fundamentales de la
física, ponerlas boca abajo. ¡Había motivo para asustarse!
Sin embargo, los jóvenes físicos Tsung Dau Lee y Chen Ning Yang encontraron otra
salida magnífica de esta difícil situación. Declararon valientemente: ¡sí, en las
desintegraciones de los mesones K, como en general en todas las interacciones
débiles (que provocan las desintegraciones de los mesones y la desintegración beta
de los neutrones en los núcleos), puede infringirse la paridad!
Lee y Yang indicaron los experimentos que, sin lugar a dudas, debían demostrar
este sorprendente fenómeno. Estas experiencias merecen ser descritas.
El cálculo demostró que, si la paridad se infringe en realidad, en la desintegración
beta de los núcleos la mayoría de los electrones debe escapar en dirección contraria
a la que indica el espín del núcleo. Pero en las condiciones normales los núcleos
orientan sus espines arbitrariamente y los electrones escapan de ellos en todas las
direcciones.
Por esto se imponía en primer lugar alinear los núcleos de tal modo, que todos sus
espines mirasen en una misma dirección y conservar esta formación de los núcleos
en posición de «firmes» durante la experiencia. Para conseguir esto, un trozo de
sustancia radiactiva beta se introdujo en un potente campo magnético, el cual
alineó los imancitos del espín de los núcleos. Y para que el movimiento térmico de
los núcleos no rompiera su formación, la sustancia se enfrió basta una temperatura
muy baja, de sólo cinco centésimas de grado sobre el cero absoluto.

Gentileza de Manuel Mayo 253 Preparado por Patricio Barros


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Después, alrededor de toda esta instalación se colocaron contadores de electrones


formando un pequeño ángulo con la dirección de los espines de los núcleos y
también en la dirección «especular» a ésta. Se conectaron los contadores y se
empezaron a medir sus indicaciones. Y pronto se puso de manifiesto que los
contadores situados en la dirección directa marcaban mucho menos electrones que
los contadores de la dirección «especular». Las predicciones de Lee y Yang se
confirmaron.
¿Quiere decir esto que, a pesar de todo, el espacio es un espejo curvo de la
naturaleza? ¿Quiere decir que las leyes fundamentales de la física se derrumban? Al
llegar a este punto, Lee y Yang e independientemente de ellos el eminente físico
soviético L. D. Landau dieron un paso decisivo. No, el espacio nada tiene que ver
aquí. El quid está en las mismas partículas.
¿Recuerda usted que, cuando reflejamos el electrón en el espejo, obtuvimos un
electrón inexistente con espín en sentido contrario? Pues bien, esa partícula existe,
pero es necesario para esto «reflejar» también su carga eléctrica, cambiándola por
la contraria. Y aparece la imagen reflejo exacto del electrón, que conocemos con el
nombre de positrón.
¡Y la naturaleza no es un espejo curvo, sino plano! Pero es como si fuera doble:
¡cuando en él se refleja una partícula, siempre se obtiene su antipartícula! Si es el
electrón, aparece el positrón, y si es el mesón K neutro, que causó tanto revuelo, se
tiene el... antimesón K, también neutro.
Aquellos mesones K neutros que se observaron en el experimento resultaron ser
una mezcla de dos: del mesón K0 y de su antipartícula. Pero el mesón K0 es impar y
su antipartícula es par. ¡Ahí está el secreto «t-θ»!

El descubrimiento de esta reflexión doble, que científicamente se llama «inversión


combinada», se debe también a Tsung Dao Lee y Chen Ning Yang. El honor de esto
descubrimiento lo compartió con ellos Lev Davidovich Landau, quien llegó a la
misma conclusión independientemente.
Así se establece en forma definitiva y firme que el espín de la partícula sólo puede
orientarse de un modo determinado con respecto a la dirección de su movimiento,
siendo esta orientación opuesta a la que tiene lugar en su antipartícula. Suponiendo
por un instante que el espín es una manifestación de la «rotación propia» de la

Gentileza de Manuel Mayo 254 Preparado por Patricio Barros


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partícula, esto puede representarse como sigue. Hagamos mentalmente una


«señal» en la «superficie» del electrón y observémosla durante el movimiento de
éste valiéndonos, por ejemplo, de un «micro-filme rápido». Veremos que la señal
describe una hélice, la cual, en el caso del electrón, se arrollará hacia la derecha.

Figura 26

Pero si el marcado es un positrón, su señal describirá una hélice hacia la izquierda.


En resumidas cuentas, la diferencia de «helicidad» es lo que distingue las partículas
de las antipartículas. Está claro que el concepto de derecha e izquierda es tan
relativo como el de positivo y negativo. Convencionalmente a las partículas se les
puede asignar «helicidad» derecha y a las antipartículas, izquierda.

Mundo y antimundo
Ya dijimos en una ocasión que en el mundo próximo a nosotros los positrones son
huéspedes raros. De esto puede sacarse la conclusión, en particular, de que el
mundo de las partículas no es simétrico: la helicidad derecha se encuentra en él con
mucha más frecuencia que la izquierda.

Gentileza de Manuel Mayo 255 Preparado por Patricio Barros


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Esto no debe extrañarnos. Basta contemplar nuestro mundo de las cosas grandes.
Los caracoles, en su mayoría, presentan «helicidad» izquierda: su concha se arrolla
hacia la izquierda. En la química son conocidas las llamadas moléculas
esteroisómeras, que son imágenes especulares una de otra. Entre ellas se
encuentran más a menudo unas veces las isómeras derechas y otras, las izquierdas.
Finalmente, la mayoría de las personas tienen el corazón a la izquierda, y las
personas «simétricas especulares» de éstas, con los órganos internos situados en el
lado opuesto, aunque las hay, son muy raras. A veces nos encontramos con zurdos,
pero lo más frecuente es que la mano derecha de las personas sea más fuerte que
la izquierda.
Por esto no debe admirarnos la idea de que en el mundo, aún mayor, del cosmos,
puedan existir antimundos, en los cuales todo sea al contrario. Allí, en los
antiátomos, en torno a los antinúcleos, constituidos por antiprotones y
antineutrones, se mueven positrones. Allí, los organismos vivos, si es que existen y
se parecen a los nuestros, deben ser como imágenes especulares de los organismos
terrestres.
Las leyes del antimundo no deben diferir en nada de las leyes de nuestro mundo, si
ambos mundos existen en las mismas condiciones. Pero todas ellas tendrán, por así
decirlo, signo contrario. Por esto, incluso si este antimundo lo tuviéramos bajo los
pies, no nos daríamos cuenta de su existencia.
Lo único que podría conocerse es el límite entre el mundo ordinario y el antimundo.
En este límite se encuentran huéspedes de ambos mundos. Encuentros más
inamistosos que estos no existen. El habitante de nuestro mundo, aún lleno de
benevolencia hacia el antimundo, sería recibido allí siempre en igual forma: sería
convertido por completo en mesones p o K o en fotones gamma enérgicos que, con

la velocidad de la luz, partirían del punto de encuentro en todas las direcciones.


Estas partículas y los fotones rodean los límites de ambos mundos indicando la
terrible frontera que se alza en el camino de cada partícula que intente penetrar en
el mundo contrario. En nuestro sistema solar (y en nuestro aún más amplio sistema
estelar), los científicos no han encontrado todavía esta frontera.

¿Qué ocurre dentro de las partículas?

Gentileza de Manuel Mayo 256 Preparado por Patricio Barros


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Empezaremos por una pregunta que ya nos hemos hecho varias veces, pero cuya
respuesta hemos venido aplazando hasta ahora: ¿qué dimensiones exactas tienen
las micropartículas? Y añadiremos otra: ¿tienen acaso dimensiones exactas estas
partículas?
«¿Qué pregunta es ésa?—podría decirnos un lector inexperto —. Todas las cosas del
mundo tienen dimensiones».
Sin embargo, al lector de este libro ya no le parecerá totalmente evidente esta
respuesta.
Los físicos se vieron obligados durante mucho tiempo a renunciar en general al
estudio profundo de esta cuestión. En parte, esto no permitía hacerlo el propio
formalismo matemático de la mecánica cuántica, que se hacía inservible en cuanto a
las partículas se les atribuían dimensiones. Y por otra parte, como ya vimos, no
existe ninguna posibilidad de medir las dimensiones de las partículas, porque lo
impiden las propiedades ondulatorias, que extienden las partículas por el espacio.
Estas propiedades ondulatorias son la manifestación «externa» de la interacción de
las partículas con sus campos. En otras palabras, el electrón se hace «borroso»
debido a su interacción con otras partículas, entre las cuales se encuentran también
los electrones.
Cómo los físicos se figuran hoy esta interacción, ya lo sabemos. El electrón emite
virtualmente fotones, los cuales interaccionan con los fotones emitidos por las otras
partículas. Como resultado de esto se produce la mutua repulsión o atracción de las
partículas. El electrón está como envuelto en una nube de fotones virtuales, que él
emite y vuelve a absorber. Esta nube es ilimitada: siempre pueden encontrarse
fotones cuya energía sea tan pequeña que la relación de Heisenberg les permita
alejarse cuanto se quiera del electrón que los emitió. La nube fotónica, que extiende
al electrón por todo el espacio, no permite hablar de sus dimensiones exactas.
Sin embargo, esta nube se condensa rápidamente a medida que se aproxima a su
«osamenta». A las distancias en que los fotones virtuales tienen ya suficiente
energía para formar pares electrón-positrón (que son del orden de 10-11
centímetros), ante nosotros aparece el cuadro de electrón «temblón». Y otra vez es
imposible establecer sus dimensiones exactas, porque el electrón sigue siendo
«borroso», aunque sólo sea en una parte relativamente pequeña del espacio.

Gentileza de Manuel Mayo 257 Preparado por Patricio Barros


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¿Y no podría conseguirse medir las dimensiones exactas del electrón «desnudo»,


desprovisto de las nubes de fotones y electrono-positrónicas? No, sería perder el
tiempo. Un electrón «desnudo», es decir, que no interacciona con nada, es
imposible de encontrar en la naturaleza. No puede existir en ningún tipo de
condiciones. La propia partícula y su interacción, es una esencia dual inseparable.
Lo único que puede admitirse es, que dentro de todas estas nubes existe cierto
«núcleo». Pero acerca de qué aspecto tiene el «núcleo» y, menos, aún, de lo que
ocurre dentro, nada concreto puede decirse por ahora.
De forma análoga tratan los físicos de representar la estructura de otra partícula
fundamental, el protón. El protón emite virtualmente mesones p, cuya energía,

claro está, no puede ser menor que su energía en reposo. Por esto la vida de los
mesones p es muy corta. Y. por lo tanto, no es grande la distancia a que pueden

separarse del protón que los engendró.


En efecto, como se recordará, las dimensiones de la nube de mesones p que hay

alrededor del protón son muy pequeñas, del orden de 10-13 centímetros. A
diferencia del electrón, la «borrosidad» del protón, debida a los mesones p es muy

insignificante. Pero se sabe que los protones interaccionan bastante activamente


con los mesones K. Por esto en torno al protón debe formarse otra nube virtual, que
responda a esta interacción con los mesones K. Como la energía en reposo del
mesón K es más de tres veces mayor que la del mesón p, la nube masónica K

deberá tener unas dimensiones menores en la misma proporción y deberá


encontrarse dentro de la nube mesónica p. Aún más profundo deberá estar

concentrado el protón «temblón», que virtualmente se desintegra en pares de


protón y antiprotón.
De este modo llegan los físicos a la conclusión sorprendente, pero inevitable, de que
la estructura de las partículas del micromundo es el reflejo de todas sus
interacciones con las otras partículas. La esencia de las micropartículas resulta ser
muy movediza y fluida.
Esta conclusión deja de ser sorprendente si se comprende que las partículas no
pueden existir sin las interacciones. Todas las micropartículas están ligadas entre sí
por interacciones. La posibilidad de esta interacción no es provocada en las

Gentileza de Manuel Mayo 258 Preparado por Patricio Barros


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partículas desde fuera, sino que ha sido puesta por la naturaleza en la estructura
misma de éstas. Sí, la estructura de las partículas en cada instante está
determinada por todas sus interacciones existentes en realidad. Y, al contrario, el
carácter y grado de las interacciones están determinados por la estructura de las
partículas. En esto consiste la unidad dialéctica de la materia y el campo, de las
calidades propias y las interacciones, la indisoluble comunidad de una insignificante
micropartícula y todo el Universo.

La vieja carga tira hacia atrás


La constante y universal conexión entre la materia y el campo, su mutua
condicionalidad, planteó ante los físicos el problema de comprender y, de acuerdo
con esto, elaborar los nuevos conceptos sobre la materia y el campo. Aquí resulta
ya un poco conservadora la propia mecánica cuántica con sus ideas formadas, de
las cuales hemos hablado en este libro.
Cuando apareció la mecánica cuántica, heredó de su antecesora, la física clásica,
todos sus conceptos, que ésta aplicaba al abordar los fenómenos del mundo
ordinario, y trasladó estos conceptos al mundo de las cosas ultrapequeñas. La
ecuación de Schrödinger fue construida según el tipo de la ecuación de onda clásica,
sin embargo, definía no ondas ordinarias, sino «ondas de probabilidad» que
expresaban la ley del movimiento de las micropartículas en el espacio y el tiempo.
Al principio los físicos quedaron completamente satisfechos: las micropartículas
cumplían gustosas estas leyes del movimiento.
Es cierto que, desde el primer momento, la mecánica cuántica comprendió que
introducir los viejos conceptos en la nueva física no ofrecía buenas perspectivas. Las
relaciones de indeterminación predecían claramente que los antiguos conceptos de
exactitud en la posición y velocidad, de la energía de las partículas y el tiempo, no
podían tener en el micromundo nada más que un campo de aplicación limitado.
Este estado de semi-satisfacción se hacía completamente insatisfactorio cuando las
micropartículas alcanzaban la energía suficiente para comenzar sus
transmutaciones. El método descrito de establecer las leyes del movimiento de las
partículas en el espacio y el tiempo, fallaba en este caso.

Gentileza de Manuel Mayo 259 Preparado por Patricio Barros


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En efecto, existía una partícula y se convertía en otra u otras completamente


distintas, o en vez de partículas aparecían fotones. Está claro que la definición por
medio de la antigua función de onda no podía tener en cuenta el propio hecho de la
transformación. De acuerdo con la mecánica cuántica esto tenía que realizarse en
un punto del espacio e instantáneamente. Como resultado nace otra partícula o
fotón, para los cuales la función de onda anterior ya no es válida.
¿Qué hacía en este caso la mecánica cuántica? «Empalmaba» en el punto de
transformación las dos leyes del movimiento, utilizando para ello las ya
mencionadas leyes de conservación de la energía y de la impulsión.
Pero procediendo así no se tenía en cuenta el propio proceso de la transformación.
En primer lugar, porque ésta se realiza en un «punto» del espacio y en un «punto»
del tiempo, de modo que en el instante de la transformación la partícula no se
mueve en el sentido corriente que se da a esta palabra. Y, en segundo, porque
desaparece una partícula de un tipo y aparece una partícula de otro, mientras que
la ecuación del movimiento se refiere siempre a un tipo invariable de partícula.
Por lo tanto, el modo clásico ordinario adoptado por la mecánica cuántica, de
enfocar los fenómenos del mundo de las cosas ultrapequeñas, valiéndose de los
conceptos del espacio y el tiempo, resultaba claramente insuficiente. No reflejaba lo
esencial de este mundo, las transmutaciones de unas partículas en otras y en
cuantos de campo, ni tampoco las transformaciones inversas de los cuantos en
partículas de materia. El problema del esclarecimiento de la propia marcha de las
transformaciones pasó a primer plano. Para resolverlo era necesario cambiar
radicalmente el procedimiento mismo de definirlas.
La mecánica cuántica hizo esto introduciendo los ya mencionados procesos
virtuales. Pero ellos tampoco hacen que la solución del problema sea completa. Se
requiere un enfoque más profundo, en el cual las ideas clásicas sobre el espacio y el
tiempo deben ser, por lo visto, considerablemente modificadas.

El reverso de la evidencia
¿Cómo empezar esta nueva y enorme tarea? ¿Renunciando a los propios conceptos
de espacio y tiempo, como proponían algunos científicos?

Gentileza de Manuel Mayo 260 Preparado por Patricio Barros


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No, esta renuncia colocaría inmediatamente a la física en una situación muy grave.
Ante todo, porque las ideas existentes acerca del micromundo, a pesar de todo su
carácter extraordinario, se basan en los conceptos habituales del espacio y del
tiempo. Renunciar a estos conceptos, asimilados por el hombre literalmente desde
el día de su nacimiento, resulta extraordinariamente difícil hasta para las
inteligencias exentas de prejuicios. Por otra parte, la definición de los fenómenos del
micromundo que no van acompañados de transmutación de las partículas, requiere
de todos modos la introducción de los conceptos de espacio y tiempo, que para esta
definición son muy convenientes.
Existe otro camino mucho más realista: revisar una vez más nuestras ideas acerca
del espacio y el tiempo. Einstein hizo esto por primera vez hace más de medio siglo.
Ahora hay que completar las ideas de Einstein, concernientes al mundo grande, con
las peculiaridades características del mundo de lo ultra pequeño.
¿En qué consiste la verdadera esencia del espacio y el tiempo? Nosotros estamos
tan familiarizados con estos conceptos, que ni siquiera pensamos en el sentido que
tienen. La idea ordinaria nos dice que el espacio es el receptáculo de los cuerpos. ¿Y
nada más? Recapacitemos un minuto acerca de cómo nos formamos la idea del
espacio. Desde su nacimiento empieza el hombre a orientarse no en el espacio
«puro», sino entre los cuerpos que hay en él. Los cuerpos son percibidos por la
vista.
Los objetos nos parecen tanto más próximos, cuanto más campo visual ocupan en
el ojo. Pero esto no es más que un mayor número de fotones emitidos por el cuerpo
y que llegan al ojo. En otras palabras, un objeto nos parece que está tanto más
próximo, cuanto más intenso es en el ojo el campo electromagnético creado por el
objeto. Y viceversa, si el número de fotones que inciden en el ojo es pequeño, esto
nos dice que el objeto es pequeño (y, por lo tanto, hay en él pocos átomos que
emiten fotones) o está lejos (y del número total de fotones emitidos son pocos los
que llegan al ojo).
Sí desde que nacemos tuviéramos que conocer el mundo sólo por medio de los ojos,
nunca podríamos distinguir un objeto pequeño próximo de un objeto grande lejano.
Por ejemplo, a ojo, sin hacer deducciones complementarias, es imposible
determinar a qué distancia de nosotros están los objetos y cuáles son sus

Gentileza de Manuel Mayo 261 Preparado por Patricio Barros


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dimensiones. Pero nos ayuda el tacto. Tocando los objetos conocemos su magnitud
(también relativamente, por comparación con nosotros mismos).
Sí no existieran los objetos no tendríamos idea alguna del espacio. No es casual que
de noche, cuando no se ven los objetos, se pierda la impresión del espacio.
Nuestros órganos sensorios, cuyas «indicaciones» sirven de base para formarnos la
idea del mundo grande que nos circunda, son aparatos de medición. Por su
sensibilidad, estos aparatos pueden registrar bien los sucesos cuánticos. Pero el
mundo está hecho de tal forma, que los sentidos registran a la vez muchos millares
de millones de estos sucesos, de manera que, en total, nuestras sensaciones (y
figuraciones) son «promediadas» (o como dicen los físicos, clásicas). Lo
extraordinario de las leyes cuánticas se pone de manifiesto cuando estos sucesos
empiezan a estudiarse uno por uno.
En nuestros cerebros tiene origen material no sólo el concepto del espacio. Si nos
encontráramos entre objetos en los cuales nada variase (en la Tierra sólo podrían
darse estas condiciones a grandes profundidades bajo su superficie; pero los futuros
cosmonautas tendrán que volar años enteros en regiones del cosmos alejadas de
los cuerpos celestes, de modo que, si las velocidades del vuelo no son muy grandes,
el aspecto del cielo no cambiará sensiblemente para ellos durante largos años),
perderíamos por completo la idea del tiempo. Ya dijimos que, en principio, existen
dos tiempos, el «propio», determinado por los procesos físicos (y químicos) que
tienen lugar en el cuerpo dado, y el «común», determinado por grandes
colectividades de cuerpos. En consecuencia, lo mismo que no existe espacio que no
esté relacionado con cuerpos, no existe tiempo que no esté relacionado con
sucesos.
La marcha del tiempo está determinada por los sucesos, es decir, por la trabazón
íntima de las causas y las consecuencias. Cuanto más de prisa se desarrollan los
sucesos, cuanto más rápidamente se suceden unos a otros, es decir, cuanto más
intensas son las interacciones en cualquier sistema de cuerpos, tanto «más de
prisa» parece que pasa el tiempo en él.
Ya dijimos que esta conclusión también se justifica en nuestra propia experiencia.
Un día lleno de acontecimientos «vuela», mientras que un día tranquilo, «se

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alarga». Bajo esta sensación subjetiva del tiempo se oculta una profunda base
objetiva.

Cuantos hay siempre y están en todas partes


Las nuevas ideas acerca del espacio y el tiempo, con cuya exposición terminaremos
este capítulo, aún no han sido reconocidas por todos los físicos. Es más, todavía no
están confirmadas por la experiencia.
Hace ya más de treinta años que aparecieron, pero aún no tienen carta de
naturaleza. No obstante, muchos científicos consideran que en ellas hay cierta parte
de verdad.
El postulado principal sobre la conexión entre el espacio y el tiempo con la
existencia de los cuerpos y su movimiento, puede enunciarse para el micromundo
aproximadamente así: como las propias micropartículas y su movimiento tienen
propiedades cuánticas, el espacio y el tiempo también deben estar cuantificados.
Y si esto es así, los últimos restos de las ideas clásicas deben derrumbarse. El
espacio y el tiempo pierden su continuidad en «porciones» separadas.
¿Qué quiere decir esto? Que deben existir unas «celdillas» peculiares o cuantos de
espacio y tiempo. Las dimensiones de estas celdillas deberán determinarse, por lo
visto, por las masas, energías, impulsos (y, posiblemente, por otras características)
de las micropartículas. La magnitud de estas celdillas deberá ser, claro está, la
menor de todas las posibles.
Pero hasta ahora esta «longitud elemental» y este «intervalo elemental de tiempo»
no se han descubierto, lo que puede indicar que se encuentran fuera de los límites
de sensibilidad de los métodos modernos más exactos de apreciación de las
longitudes y los tiempos en el micromundo. El límite de estos métodos es una
longitud del orden del radio de acción de las fuerzas nucleares, es decir, de 10-13
centímetros, y un tiempo del orden del «tiempo nuclear», o sea, de 10-23 segundos.
Algunos científicos suponen que el «cuanto de longitud», si existe, debe ser
centenares o millares de veces menor.
¡Sí, son ideas muy interesantes! Por esto se comprende que nunca ni en ninguna
parte nos demos cuenta de la existencia de los cuantos de espacio y tiempo. Son
demasiado pequeños. No hay cronometro capaz de medir intervalos de tiempo de

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cuatrillonésimas de segundo. No hay micrómetro capaz de medir una longitud de


trillonésimas de centímetro.
Incluso figurándonos por un minuto que poseemos aparatos de medición tan
superexactos, no conseguiríamos hacer dichas mediciones. Recordemos con que
rudeza intervienen los aparatos en la vida del micromundo. Acordémonos,
finalmente, de que nuestros conceptos clásicos de longitudes y tiempos son
limitados en el micro-mundo y correctos únicamente hasta ciertos límites. Estos
límites los establece el carácter dual de materia-campo que tienen Las
micropartículas. Y estos mismos límites son los cuantos de espacio y tiempo de que
acabamos de hablar.
Entonces, ¿qué sentido introducen todas estas celdillas o cuantos de tiempo? Porque
en estos conceptos siguen existiendo supervivencias de nuestras ideas habituales
del espacio y el tiempo.
Efectivamente es así. Pero ya hemos subrayado en más de una ocasión que cada
nueva capa de conocimientos no se levanta en el vacío, sino sobre la base de las
capas que la antecedieron. El proceso, extraordinariamente difícil, de formación de
las nuevas ideas no es instantáneo, sino muy lento, y los nuevos conceptos llevan
siempre la mancha original de sus predecesores. Las nuevas ideas nacen siempre
entre quejidos.
Estos lamentos se oían claramente durante los primeros años de vida de la
mecánica cuántica. Y todavía más se oyen ahora, cuando la mecánica cuántica tiene
que escalar las nuevas y más altas cimas de su camino.
¡A vencer o morir, cediendo el puesto a otra teoría aún más poderosa!

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Capítulo 7
De la mecánica cuántica a...

Contenido:
 Definiciones indeterminables
 Biografía de la mecánica cuántica
 Segunda vida de la mecánica cuántica

Definiciones indeterminables
La masa, la carga, el espín, la paridad... ¡Pruebe a dar una definición exacta a cada
una de estas características de las partículas! Esta definición debe ser
independiente, sin expresar una magnitud por medio de otra, por ejemplo, la masa,
por medio del peso y la carga, por medio de la fuerza de atracción o repulsión.
Puede decirse con toda seguridad que no conseguirá nada. Nosotros usamos con
mucha frecuencia estos conceptos, pero ni un solo físico sabe hoy cuál es el sentido
«profundo» de ellos.
Esta situación es característica de la mecánica cuántica moderna, la cual utiliza
ampliamente los conceptos de masa, carga y otros, tomados por ella de la física
clásica. La mecánica cuántica descubrió características nuevas de las partículas,
como, por ejemplo, el espín, la paridad. Pero acerca del origen de estas
características no puede decir más que sobre el origen de la masa o la carga.
En efecto, ¿qué es la masa? Existen dos respuestas. La primera de ellas es: la masa
es la medida de la cantidad de materia que hay en un cuerpo cualquiera. Esto
puede entenderse como la cantidad de núcleos atómicos (porque en éstos es donde
se concentra en la práctica toda la masa de los átomos) que hay en el volumen
dado de una sustancia. La masa del núcleo podemos figúranosla a su vez como la
cantidad de partículas nucleares, es decir, de protones y neutrones, que hay en él.
Pero en este caso, ¿qué debe entenderse por masa del propio protón? ¿La medida
de la materia que hay en él? ¿Qué medida? ¿De qué materia? El mismo concepto de
medida implica que el objeto a medir puede dividirse en partes todavía más
pequeñas, de las cuales en un caso se tomarán más y en otro, menos. Pero el

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protón, por lo visto, es indivisible. Y acerca de la materia que constituye el protón,


por ahora sólo pueden hacerse conjeturas.
Cuando decimos: la masa del protón es aproximadamente de 10-24 gramos,
queremos decir que en 1 gramo de sustancia hay aproximadamente 1024 protones,
y nada más. Por lo tanto, definir la masa como medida de la materia no tiene
mucho sentido para los protones ni para otras micropartículas.
La otra definición de la masa dice: la masa es la medida de la inercia del cuerpo, es
decir, la medida de la resistencia que opone el cuerpo a cambiar su estado. En el
caso más simple, la masa determina la resistencia que opone el cuerpo a cambiar
su posición en el espacio.
Entonces, ¿habrá que entender la masa del protón como la medida de la «desgana»
con que éste se pone en movimiento bajo la acción que sobre él ejercen las otras
partículas? Esta definición tampoco es satisfactoria. La fuerza es una manifestación
de la interacción, es decir, en resumidas cuentas, del campo. Al acelerar su
movimiento, el protón recibe siempre del campo una masa adicional, y al retardarlo,
cede esta masa al campo. Por muy pequeñas que sean estas adiciones y pérdidas
de masa, en principio siempre existen. En consecuencia, la masa es siempre
variable y, por lo tanto, pierde la propiedad de tener una medida determinada.
Resulta que en el micromundo la masa hay que medirla con algo. En nuestro caso la
masa del protón, de acuerdo con las relaciones de la teoría de la relatividad, se
determina por la masa en reposo del protón y por la razón de la velocidad de su
movimiento a la velocidad de la luz.
Aquí nos llega un rayo de esperanza. La masa en reposo es en realidad una
magnitud invariable para un tipo de partícula dado. Para cambiarla habría que
cambiar la propia partícula. ¿No se deduce de esto que la masa en reposo es
también la medida de la inercia, pero no ya con respecto al movimiento mecánico
ordinario, es decir, a la traslación en el espacio, sino con respecto al movimiento en
el sentido más amplio de esta palabra, o sea, de transformación de la partícula?
Sí, por lo visto, esto no dista mucho de ser verdad. Como se recordará, cuando la
energía cinética de las partículas se hacía igual que su energía propia, definida
precisamente por su masa en reposo, las partículas adquirían la posibilidad de las
transformaciones reales en cuantos de su campo.

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Siendo esto así, la masa en reposo resulta ser como una medida de la estabilidad
cualitativa de las partículas. En unas partículas esta masa no es muy grande y las
transformaciones en cuantos pueden darse a energías no muy altas, mientras que
en otras partículas esta masa es mucho mayor y, respectivamente, las partículas
son considerablemente más estables.
Recordaremos que, de acuerdo con las ideas modernas, las partículas, además de
las transformaciones reales, pueden sufrir transformaciones virtuales, que sirven de
base a sus interacciones. Con esto toma la masa otro aspecto más, determinando la
energía de los cuantos virtuales de los campos.
Vemos, pues, como resultado de todo esto, que la esencia de la masa es muy
compleja. Por una parte, la masa es cierta característica de la partícula y, por otra,
la masa entra como factor determinante en todas las interacciones de dicha
partícula.
Es indudable que la esencia de las demás características de las partículas debe ser
igualmente compleja. Hoy todos los problemas relacionados con el esclarecimiento
de esta esencia profunda de las cosas en el micromundo tropiezan con una altísima
montaña aún no conquistada por los físicos. Esta montaña son las interacciones de
las dos formas fundamentales de la materia: la sustancia y el campo.
Las partículas materiales poseen propiedades de campo. Los cuantos de campo
tienen propiedades materiales.
¿Qué es lo «más fundamental», es decir, lo primario: la sustancia o el campo?
Hace un siglo, cuando en la física acababa de introducirse el concepto de campo, la
respuesta a esta pregunta parecía evidente: la sustancia, claro está. Las partículas
de la sustancia crean en torno suyo el campo. Este no es más que un instrumento
auxiliar para tener en cuenta las interacciones entre las partículas. Si no hay
sustancia, no hay campo.
Sin embargo, pasó el tiempo y se supo que el campo puede originar partículas y
que las partículas pueden desaparecer transformándose en campo. ¡Qué le parece
el «instrumento auxiliar»!
Y entonces los físicos dieron otro bandazo. Siguiendo a Einstein, dijeron; lo primario
es el campo, el campo universal único con toda la diversidad de sus

Gentileza de Manuel Mayo 267 Preparado por Patricio Barros


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manifestaciones. Las partículas de sustancia no son más que «condensaciones» de


campo. Sin campo no hay sustancia.
Einstein se rompió la cabeza durante muchos años con la teoría del campo único,
que debía incluir todos los tipos conocidos de campos y partículas, pero todos los
intentos de construir esta teoría terminaron fracasando uno tras otro. Y los físicos
comenzaron a inclinarse poco a poco hacia la idea de que la palma de la prioridad
no puede adjudicarse al campo ni a la sustancia. Tanto el uno como la otra son
formas primarías fundamentales de la materia.
Bien, ésta es una conclusión acertada y la discusión entre los partidarios del campo
único y de la sustancia única podía haberse apaciguado. Pero hasta hoy los físicos
siguen discutiendo sobre la veracidad con que ellos conocen el mundo de las cosas
ultrapequeñas y acerca de si responden las ideas que ellos se han formado a la
esencia verdadera de estas cosas. ¿No cometen un error al intentar imponer a la
naturaleza teorías nacidas en la cabeza humana? ¿Puede acaso el hombre—
representante del mundo de las cosas grandes—conocer las cosas y los sucesos del
mundo incomparablemente menor de los átomos, núcleos y partículas elementales?
El hombre es capaz de llegar a conocer correctamente las leyes de la naturaleza,
acercándose cada vez más a la verdad.
Pero este conocimiento nunca será completo, el conocimiento del mundo nunca será
absolutamente exacto.
Y basándose en estos postulados, la física resuelve el problema de cómo hay que
comprender la interacción entre, las dos formas fundamentales de la materia.
En primer lugar, ¿puede existir un campo único o una sustancia única? No. El campo
y la sustancia son dos formas contrarias de existencia de la materia y de su
desarrollo. Una de ellas es imposible sin la otra. Son dos caras de una misma
medalla. Al mismo tiempo que contrarias, son algo único, están ligadas
inseparablemente: el campo tiene propiedades de sustancia y la sustancia tiene
propiedades de campo.
Nuestras ideas sobre la existencia y la interacción de estas dos formas de la
materia, ¿tienen alguna veracidad? Sí, la tienen, porque aunque no sean exactas,
en lo fundamental son correctas. Los fenómenos que se observan, por lo general,

Gentileza de Manuel Mayo 268 Preparado por Patricio Barros


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encuadran en ellas, y los fenómenos predichos basándose en estas ideas, se


observan en realidad.
Entonces, ¿por qué discuten los físicos sobre cómo interpretar los resultados
obtenidos? Ante todo, porque no todos los físicos conocen el materialismo dialéctico.
La filosofía hostil a ésta, y sobre todo su corriente más reaccionaria, llamada
idealismo subjetivo, afirma que todo el mundo existe solamente en la imaginación
del hombre, de manera que las leyes de la naturaleza que se establecen no son más
que fruto de su fantasía. Profesando esta, con permiso sea dicho, filosofía, una serie
de grandes científicos no se inclina a reconocer un valor real a los descubrimientos
de la física. Estos científicos prefieren considerar el mundo «incognoscible».
Caer en esto error es más fácil aún debido a que el mundo de las cosas
ultrapequeñas no puede observarse directamente, es imposible convencerse de su
existencia con «nuestros propios ojos». Y, lo que es más importante, las
propiedades del micromundo se diferencian claramente de las del mundo o que
estamos acostumbrados. Tan claramente, que nuestras ideas habituales no reflejan
la esencia real del micromundo.
La ciencia se desarrolla de tal modo, que en ella nacen muy despacio las nuevas
ideas. El hombre, a pesar de todo, vive en el mundo de las cosas ordinarias, de las
ideas corrientes, y su cerebro se acostumbra precisamente a estas ideas. Apartarse
de ellas por las ideas «inconcebibles» que responden correctamente a la esencia del
micromundo, es muy difícil. Pero no hay más remedio: porque es muy incómodo
hablar, y pensar, de «micropartícula», sabiendo que no sólo es partícula, y hablar
de «campo», sabiendo que no es sólo campo. Y aquí no se trata tanto de palabras
como de las imágenes que se asocian a ellas y que se llaman representaciones
propias.
Hasta ahora la mecánica cuántica ha conseguido unir las ideas antiguas con las
imágenes de partícula-onda, hueco-positrón y cuanto-mesón. Pero en la mente de
los físicos estas esencias duales aún no se han fundido por completo en una realidad
única.

Biografía de la mecánica cuántica

Gentileza de Manuel Mayo 269 Preparado por Patricio Barros


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En sus setenta años de existencia, la mecánica cuántica ha pasado por tres etapas
de desarrollo.
La primera etapa puede llamarse así: desde Planck hasta De Broglie. Esta etapa
abarca 25 años, desde el descubrimiento de las propiedades materiales de las ondas
luminosas hasta el descubrimiento de las propiedades ondulatorias de las partículas
de sustancia. Durante estos años, Einstein y Bohr crearon la teoría de las partículas
de luz (fotones) y la primera, y todavía imperfecta, teoría ríe la estructura de los
átomos y de los fenómenos que tienen lugar en ellos.
Con el descubrimiento hecho por De Broglie en 1924 comienza la segunda etapa del
desarrollo de la mecánica cuántica. En un plazo extraordinariamente pequeño—de
unos cinco años—se crea el «instrumento de trabajo» fundamental de la nueva
teoría. Dirac realiza por primera vez en la historia de la mecánica cuántica la
síntesis de ésta con la teoría de la relatividad de Einstein. Durante los años
siguientes, antes de la segunda guerra mundial, se crea la teoría del núcleo
atómico.
Y, finalmente, en lo fundamental durante los años de posguerra, empieza la tercera
etapa: la extensión de la mecánica cuántica a las partículas elementales de la
sustancia y a la segunda forma fundamental de la materia, al campo.
En esta última etapa aumentan extraordinariamente las dificultades que tiene que
vencer la mecánica cuántica. Después de brillantes triunfos, siente por primera vez
la amargura de los fracasos.
Da la impresión de que sus dientes, tan agudos para roer huesos como los átomos y
las moléculas, resultan romos ante otros tan durísimos como la estructura de las
propias partículas elementales y la interacción entre ellas.
Hoy la experiencia marcha ya en esto delante de la teoría. Esperan su explicación
teórica los procesos más recónditos, que tienen lugar en las entrañas de los núcleos
atómicos. Entre los problemas que hay que resolver figuran en el orden del día el de
la naturaleza del concepto mismo de partículas elementales.
La mecánica cuántica no puede por ahora resolver estos problemas. Cada vez se
hace más evidente su carácter limitado, se precisan aquellos de sus límites que
hace veinte años parecían nebulosos y lejanos. Ha llegado la hora de «retocar» la
mecánica cuántica.

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¿No se parece esto a la situación en que se encontraba a finales del siglo XIX su
antecesora, la mecánica clásica?
Por una parte, parece que no hay hechos que contradigan los postulados
fundamentales de la mecánica cuántica. Se trata únicamente de su incapacidad para
explicar una serie de fenómenos, incapacidad, por lo visto, de la propia teoría, no de
los científicos. Es posible que sea necesario ampliar un poco su marco, infundirle
nuevas fuerzas, introducir en la mecánica cuántica nuevos postulados importantes
que no contradigan su espíritu.
Pero puede ocurrir que sea imposible introducir estos postulados sin que choquen
con otros introducidos antes. En este caso habrá que lamentarlo, aunque sólo sea
por poco tiempo.
Teorías de poder ilimitado nunca las hubo, ni las hay, ni las habrá. La vida de cada
teoría en la ciencia, lo mismo que la vida del hombre, tiene una infancia tímida, en
que empiezan a echar los dientes, una poderosa juventud, en que la teoría resuelve
con facilidad los más difíciles problemas de enigmas seculares, y una madurez
tranquila, en que se retarda su profundización y la teoría se extiende, abarcando
cada vez más fenómenos, invadiendo la técnica y la industria y estableciendo
contactos con otras ciencias. Finalmente, llega la vejez con sus precursores, los
primeros dientes rotos en los encuentros con nuevos hechos, descubiertos
basándose en ella, pero que ella no puede explicar.
Entonces comienza, a primera vista, un período de estancamiento en la rama de la
ciencia de que se trate. Pero esto no es así. En el silencio de los gabinetes y
laboratorios maduran nuevas ideas que no caben en el marco de la vieja teoría.
Estas ideas, que al principio no llaman la atención, llegan un buen día a volar la
casa en que nacieron. ¡Y ese día da la ciencia un salto adelante!
En esta escala de edades, el puesto de la mecánica cuántica es hoy probablemente
la cúspide de la madurez y el comienzo de la vejez. Muchos son los grandes
adelantos técnicos que a ella se deben. El círculo de los problemas que abarca es
enorme, desde la estructura de las estrellas gigantes hasta las estructuras de los
núcleos atómicos ultrapequeños y de las partículas elementales. Hoy no existe
ninguna teoría física del micromundo que sea más fuerte que la mecánica cuántica.

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No existe, pero cada día es más necesaria. Los científicos—y en esta rama de la
física no son pocos los que trabajan — procuran rejuvenecer la mecánica cuántica,
infundiéndole un nuevo contenido que no contradiga sus principios fundamentales, o
quieren cambiar su propio espíritu, buscan caminos más radicales y están
dispuestos incluso a sacrificarla. Pero hasta ahora ninguno de ellos puede jactarse
de haber conseguido notables éxitos.
Cada vez son más los físicos que piensan que hay que concederle la palabra a una
teoría nueva, aún más extraordinaria y «demencial». Los científicos no se asustan
de esta palabra. Toda gran teoría, nueva en principio, encuentra al nacer la reacción
de un viejo. Siempre hay gentes que recomiendan comprobar el estado mental de
su autor. La mecánica cuántica, cuando apareció, para muchos físicos también olía a
«locura». ¿Y ahora? Difícil será encontrar aunque sea un solo científico que niegue
su validez.
Sea como fuere, una cosa está clara: la física se encuentra ahora en el umbral de
un nuevo salto. Y éste no será un salto a lo desconocido. Los científicos ven bien el
curso por el que guían la nave de la nueva física y saben cuáles son sus puntos de
destino más próximos.
He aquí algunos de estos puntos. La sistematización única y rigurosa de todas las
partículas elementales descubiertas hasta ahora y que puedan descubrirse en el
futuro. La estructura y las propiedades recónditas de las partículas de la materia. La
naturaleza de las fuerzas que actúan en los núcleos atómicos. Las leyes exactas de
las interacciones entre las dos formas fundamentales de la materia, es decir, entre
la sustancia y el campo. La mutua conexión y condicionamiento de todas las
propiedades de la materia en movimiento: de la energía y el tiempo, de la masa y el
espacio, y la esencia peculiar del micromundo determinada por esta ligazón.
En este libro hemos expuesto cómo nació y se desarrolló la mecánica cuántica,
cómo se convirtió en la poderosa ciencia de hoy. También hemos hablado de cómo
la mecánica cuántica vence las dificultades actuales de su desarrollo, de cómo busca
la puerta del mundo de las cosas insignificantes por su pequeñez, que bien podría
llamarse «micromicromundo», porque el conocimiento y asimilación de los mundos
inconcebiblemente pequeños es hoy el camino real de la ciencia y la técnica.

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Segunda vida de la mecánica cuántica


De cualquier ciencia puede decirse que tiene dos vidas. La primera es la vida de las
ideas, de las representaciones científicas, de las leyes y de las fórmulas. La segunda
es la vida de la realización técnica de la ciencia, de las máquinas herramientas, de
los aparatos, de las máquinas ingeniosas y fuertes.
Por inconcebibles que sean las distancias a que se aleje en la abstracción el
pensamiento de los científicos, ante él, expresa o tácitamente, hay un fin: el retorno
al mundo real, al mundo en que viven los científicos, a las necesidades vitales de
cato mundo.
Las célebres palabras de Marx: «Los filósofos no han hecho más que interpretar de
diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo», no se
refieren únicamente a la filosofía. En ellas se encierra el verdadero sentido de la
existencia y el desarrollo de cualquier ciencia.
Como cada nuevo descubrimiento aumenta no sólo el volumen de los conocimientos
humanos, crece también el poder de los hombres en su lucha con la naturaleza. Y
puede decirse que cada siglo se reduce el plazo que separa la fecha de un
descubrimiento científico grande de la fecha de su primera aplicación práctica.
La ciencia siempre prevé aquellos problemas con los cuales, más adelante, debe
toparse la humanidad. Esta previsión no se debe a la «gracia de dios» ni al «favor
de un genio». Es una ley completamente objetiva basada en las leyes del desarrollo
de la humanidad.
Si la ciencia se apresta a resolver un problema de vital importancia cuando aquél le
haya puesto un «cuchillo en el cuello», ¡será tarde! Y, consciente o
inconscientemente, los científicos comienzan a resolver estos problemas mucho
antes de que su importancia sea vital.
La ciencia es la «vanguardia» de la sociedad humana en marcha. Es la exploradora
del futuro y la fiel defensora del presente.
El descubrimiento y la elaboración de la mecánica cuántica puede servir de buena
ilustración a lo antedicho. A la segunda vida de la mecánica cuántica dedicamos el
último apartado de este libro.
La idea de la existencia de los núcleos atómicos aparece aproximadamente en el
año 1912. Veinte años después esta idea adquiere rasgos correctos concretos: se

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esclarece de qué partículas consta el núcleo y se descubre que las fuerzas que
actúan entro las partículas nucleares tienen un carácter extraordinario. Pero las
dificultades del «acceso» a los núcleos atómicos —tanto respecto a su
descubrimiento como a su comprensión— no detienen a los físicos. Transcurren
trece años más y despunta la aurora del siglo atómico. ¡Pero es el resplandor
siniestro y sanguinario de las explosiones atómicas norteamericanas de Hiroshima y
Nagasaki! Parece que este siglo no trae la abundancia, sino la muerte y la
destrucción en masa de la humanidad. Sin embargo, pocos años después amanece
de verdad la nueva era de la ciencia y la técnica: ¡en el año 1954 comienza a
funcionar en la Unión Soviética la primera central eléctrica atómica del mundo!
¡El átomo está en manos pacíficas! ¡En estas manos puede hacer milagros! La
fuerza del átomo, que antes había servido para la guerra y la destrucción, fue
puesta por los científicos soviéticos al servicio de la paz y de la creación.
En el crisol del reactor atómico, donde se agitan los flujos de neutrones
desintegrando los núcleos de los átomos pesados y produciendo calor y corriente
eléctrica, halló su primera y magnífica realización técnica la mecánica cuántica.
Después emprendieron los científicos la tarea de obtener energía de los núcleos
ligeros, en primer lugar de los núcleos de los isótopos del hidrógeno. Y otra vez los
dos mundos de la Tierra, el mundo del socialismo y el mundo del capitalismo,
pusieron de manifiesto en estos intentos de los científicos su verdadera esencia.
Mientras que en los EE.UU. todas las fuerzas de los mejores físicos e ingenieros
fueron lanzadas a la creación de las «superbombas» de hidrógeno, la Unión
Soviética consideró más importante el objeto humano de este trabajo, es decir, la
utilización de las reacciones termonucleares para la energética pacífica.
Esta noble tarea la resuelven los científicos soviéticos dándole cada vez mayor
envergadura. El fin que se proponen es seductor: alejar la amenaza del
empobrecimiento de las fuentes de energía que hay en la Tierra un millar de años
más, asegurando la posibilidad del desarrollo sin trabas de la sociedad humana
durante muchos años.
Y en este trabajo pesa también la palabra de la mecánica cuántica. Ella fue
precisamente la que calculó la marcha de las reacciones termonucleares y permitió
predecir su enorme ventaja energética.

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¿Y en adelante? En adelante se plantearán nuevos problemas que serán


incomparablemente más difíciles que los que hoy resuelven los científicos. Pero los
científicos de entonces ¿sabrán más y tendrán más poder que los de hoy?
Hasta hace poco los científicos rara vez pensaban en las consecuencias que podían
tener sus descubrimientos. No es probable que el joven científico Abraham
Fedorovich Ioffe, quien a principios del siglo XX se interesó por cosas de «desecho»,
como entonces pensaban, pudiera imaginarse el lugar tan destacado que ocuparían
en la técnica los semiconductores. Ioffe era un investigador inagotable, sabía
infundir entusiasmo a los jóvenes científicos y creó en la Unión Soviética una
magnífica colectividad científica. A esta colectividad le debemos en gran parte el
que los semiconductores hayan encontrado tan amplia aplicación en nuestra vida.
Pero sin la mecánica cuántica, los semiconductores hubieran sido algo muerto. Ella
no se limitó a explicar sus propiedades sorprendentes. Indicó además cómo podían
mejorarse radicalmente. Hoy el capítulo de la mecánica cuántica llamado teoría de
las bandas en los sólidos, del que ya hablamos en otro lugar, se ha convertido en la
estrella polar de los muchos millares de científicos o ingenieros que trabajan en esta
rama de la electrónica.
Estos pequeños dispositivos electrónicos tan poderosos han introducido cambios
radicales en la industria y en la técnica. Sin ellos no se concibe hoy ninguna fábrica
ni medio de transporte o comunicación. Es difícil mencionar siquiera una rama de la
actividad práctica del hombre que no haya sentido el advenimiento de la
electrónica. Los científicos piensan ya seriamente en resolver el más audaz de los
problemas: el de librarse, valiéndose de los semiconductores, de la dependencia con
respecto de las fuentes de energía «anticuadas» y obtener ésta directamente de la
radiación solar que con tanta abundancia cae sobre nuestro planeta. Y ya funcionan
las primeras baterías de semiconductores que transforman la luz solar en energía
eléctrica. Y ya existen proyectos que proponen establecer baterías de este tipo en la
superficie desértica de la Luna y hasta puede ser que de otros planetas del sistema
solar.
Este proyecto es muy interesante, porque para crear en la Tierra las cubiertas
semiconductoras de enorme superficie necesarias para percibir una gran parte de la
radiación solar que llega a la Tierra, habría que invadir las regiones dedicadas hoy a

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la agricultura y a la ganadería o que pudieran dedicarse para este fin en el futuro.


En la Luna, en cambio, este problema no se plantea.
Pero, ¿cómo puede conducirse a la Tierra la energía así obtenida? En el cosmos no
se pueden construir líneas de conducción eléctrica. Y, por otra parte, líneas como
las que ya en las cortas distancias propias de la tierra ocasionan considerables
pérdidas de energía, no serían las más a propósito para resolver este problema.
Hay otra solución. Hace unos veinte años, el destacado físico soviético Valentín
Aleksandrovich Fabrikant propuso la idea de un amplificador cuántico de las ondas
electromagnéticas. Y la mecánica cuántica, bajo la forma de amplificador cuántico,
al principio, y de generador cuántico, después, dio vida a nuevos aparatos.
¿Qué aparatos son éstos? Sus nombres son ya muy conocidos: los máseres, o
amplificadores y generadores de ondas electromagnéticas, y los láseres, o
amplificadores y generadores de luz. La fantasía pura del «Hiperboloide del
ingeniero Garin»8 halló en los láseres su realización técnica real. Por los trabajos
que condujeron a la construcción de los generadores cuánticos, los físicos soviéticos
Nicolai Básov y Aleksandr Prójorov, junto con el científico norteamericano Charles
Townes, fueron galardonados con el premio Nobel de física 1964.
Al principio de este libro hablamos detenidamente acerca de las leyes de la
mecánica cuántica que rigen la radiación electromagnética de los átomos. Estas
leyes quedaron establecidas hace tiempo y firmemente, hace tanto tiempo (casi
cuarenta años es un plazo bastante considerable en la historia de la mecánica
cuántica) y tanta es su firmeza, que en los años cincuenta de nuestro siglo (siglo
XX) ya eran muy pocos los que dudaban de ellas.
En estas leyes, pero desde un nuevo punto de vista, fijaron su atención
escudriñadora y reflexiva los investigadores, y ellas «centellearon» con un
esplendor completamente nuevo que se materializó en unos aparatos cuyo poder es
sorprendente.
Sólo hemos podido hablar sobre algunas de las más brillantes realizaciones técnicas
de las ideas referentes al mundo de las cosas ultrapequeñas que trajo consigo la
mecánica cuántica. El número de estas realizaciones es ya enorme. Cada año que
pasa, la mecánica cuántica va penetrando con más amplitud en la técnica y en la

8
Se refiere a la novela de Aleksei Tolsfni (N. del T.)

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industria. La segunda vida de la mecánica cuántica es extraordinariamente rica y


multiforme.
Nosotros hemos sido testigos de su principio. Nuestros descendientes más próximos
tendrán la suerte de ver realizaciones tales, que eclipsarán hasta las predicciones de
los más audaces autores de novelas de ciencia ficción.

FIN

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