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Domingo II de Cuaresma (ciclo A)

“Dios nos ha llamado “a una vida santa” (2ª lect.: 2Tm). Pero la llamada de
Dios comporta siempre una renuncia, un sacrificio. Por eso se nos recuerda hoy la
figura de Abraham, nuestro padre en la fe. Él tuvo que “salir de su tierra y de la casa
de su padre”: es la renuncia que el Señor le pidió. Después tuvo que mostrarse
dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac. También los apóstoles tuvieron que dejar las
redes y a su familia para seguirle. Cuando llama Dios, siempre hay que hacer una
ruptura, un desprendimiento de algo amado. Siempre hay que hacer un sacrificio,
siempre está presente la Cruz. También en el evangelio de hoy que se inicia con una
indicación cronológica: “seis días después”. ¿Después de qué? Si consultamos el
evangelio de san Mateo vemos que se trata del primer anuncio de la pasión que hizo
el Señor a los discípulos y contra el que se sublevó Pedro, quien probablemente
pensaba que un Mesías que iba a sufrir y a morir no les servía de nada, que lo que
hacía falta era un Mesías victorioso y triunfante. El incidente provocó el que Jesús
llamara a Pedro “Satanás”: “Quítate de mi vista, Satanás (...) tus pensamientos no
son los de Dios sino los de los hombres” (Mt16, 21-23).
“Mis caminos no son vuestros caminos, dice el Señor” (Is 55,8). Los caminos
del Señor nos desconciertan porque son arduos, porque van siempre cuesta arriba,
como la montaña a la que Pedro, Santiago y Juan tuvieron que subir junto al Señor. Y
como el Señor “sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos polvo” (Sal
103,14), el Señor quiso transfigurarse delante de Pedro, Santiago y Juan, para darles
un viático que les permitiera afrontar la cruz, para que supieran que la ignominia de la
pasión y de la cruz era el camino elegido por Dios para la gloria de la resurrección.
Así lo proclama el prefacio de hoy: “Les mostró en el monte santo el esplendor de su
gloria, para testimoniar, de acuerdo con la Ley y los Profetas, que la pasión es el
camino de la resurrección”.
Igual que hizo con los tres apóstoles, hace también el Señor con cada uno de
nosotros. Porque cada uno de nosotros tiene que vivir su propia pasión y su propia
muerte, y es necesario que las vivamos con la confianza de que nos conducen a la
gloria de la resurrección. También para cada uno de nosotros el Señor se transfigura.
¿Cómo la hace? Haciéndonos experimentar la belleza del Señor, el hecho de que
Dios es “luz sin tiniebla alguna” (1Jn 1,4), el hecho de que cada vez que soy dócil al
Señor, que acojo y cumplo sus palabras, que me dejo conducir por el Espíritu Santo,
mi vida se llena de luz, de transparencia, de belleza. Al revés de lo que ocurre cuando

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pecamos, cuando no nos dejamos conducir por Él: entonces nos volvemos opacos,
nos endurecemos en la irracionalidad de nuestro egoísmo: “yo, yo, yo”; nuestra vida
se llena de sensaciones fuertes, pero se vacía de alegría.
“Eres el más bello de los hombres” le decimos a Cristo (Sal 44). Nosotros
sabemos que es verdad porque nadie como Él suscita en nosotros un deseo de
generosidad y de pureza, una capacidad de donación y de respeto al otro, como la
suscita Él. La prueba de la belleza es que nos embellece; y nadie como Jesucristo
nos embellece tanto, nos transfigura, nos hace luminosos. Venimos a la Iglesia para
encontrarle a Él, para escuchar sus palabras, para contemplar su rostro, para recibir
su abrazo en la comunión. Somos cristianos por Él, porque no hay nadie como Él,
porque nadie se le puede comparar ni de muy lejos. Y la cruz, es decir, lo que en
cada momento hay que dejar, aquello a lo que hay que renunciar (a pesar de que nos
gusta, nos atrae, nos resulta confortable y placentero), se vuelve dulce porque es un
desprendimiento para un abrazo, para abrazarle a Él. El cristiano se vacía de lo suyo
(de su tierra, de la casa de su padres, de sus redes) para llenarse de Cristo, para
poder llegar a decir: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20).
Toda la cuaresma nos recuerda la necesidad del desprendimiento; pero la liturgia de
hoy nos recuerda que ese desprendimiento es para abrazarse a Cristo y para dejarse
transfigurar por Él, llenando nuestra vida de la belleza que hay en Él.
La vida cristiana, queridos hermanos, es una transfiguración en la que nos
vamos volviendo cada vez más luminosos, a imagen del Señor: “Mas todos nosotros,
que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos
vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como
actúa el Señor, que es Espíritu” (2Co 3,18). El Señor nos llama a dejarnos transfigurar
por Él en todos los aspectos de nuestra vida: en el trabajo y en el descanso, en
nuestro uso del dinero y del tiempo libre, en nuestra manera de vivir la amistad y de
vivir los conflictos, en nuestro modo de gozar la salud y de padecer la enfermedad,
para que Su belleza resplandezca a través de nuestra vida y los hombres puedan
comprender que, con Cristo y por Él, se puede vivir de otra manera.

Rvdo. Fernando Colomer Ferrándiz

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