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Hoy en la actual Venezuela protagonizamos un fuerte debilitamiento tanto

de la ética moral como profesional, transitamos en un momento donde cada


quien decide lo que mejor le parezca, en si El fin justifica los medios.
Venezuela un país donde el poder y el dinero son los valores prioriotarios y
esenciales para la actualidad, en la cual para obtenerlos son capaces de
sacrificar vidas, personas inocente, engañar sin compasión aprovecharse
del cualquier situación con el fin de ellos ganar meritos que no se merecen
solo por parece lícito si produce poder o si produce dinero, que son los
valores esenciales. Para obtenerlos se sacrifican vidas y personas, se
engaña sin el menor pudor, y arropándose en una retórica pacifista y
patriotera, se recurre a la violencia e incluso a la tortura para mantener el
poder y la ambición. Por ello, cada día ganan más y más terreno las
llamadas economías subterráneas como el sicariato (de lo único que no hay
inflación en Venezuela es del valor de la vida que cada día vale menos), la
corrupción, la delincuencia, el secuestro, la prostitución de adultos y de
niños, la pornografía, el bachaqueo, la especulación abierta y descarada, el
tráfico de drogas, de armas, y hasta de personas. El llamado de Jesús
“amaos los unos a los otros”, lo estamos traduciendo por “armaos los unos
contra los otros”. Por otra parte, propuestas moralizantes y discursos con
fervientes llamados a la ética, ocultan, con frecuencia, la manipulación, el
ansia de poder, la corrupción, el engaño, la mentira. Hoy se miente tan
descaradamente que ya no sabemos qué es verdad y qué es mentira, pues
hemos matado el valor de las palabras.

Ante esta realidad, urge una educación integral, que forme y no solo
informe, que asuma al estudiante en su plenitud de persona y se oriente a
gestar ciudadanos honestos, responsables y solidarios, preocupados por el
bien común, defensores de los derechos y cumplidores de sus deberes y
obligaciones. Y esta debe ser la principal tarea no solo de los educadores,
sino también de las familias, del Estado y de la sociedad en general.
Resulta de un gran cinismo pedir a los educadores que eduquen en unos
valores que vemos cómo son pisoteados todos los días. ¿Cómo es posible
que algunos gobernantes o connotados políticos que deberían dar ejemplo
de prob2idad, respeto y tolerancia ofendan, mientan y amenacen a cada
rato y no pase nada? ¿Para qué existe el poder moral? ¿Hay acaso algo
más deseducativo que algunos programas dirigidos por ciertos políticos?

Para ello, en primer lugar, es urgente que la política se cimente sobre la


ética, y que padres y maestros, vuelvan a reencontrarse y a proponerse vivir
tanto en la casa como en la escuela aquellos valores que consideran
esenciales para el pleno desarrollo personal y la sana convivencia. Los
políticos deben ser, parecer y actuar como ciudadanos ejemplares, y padres
y maestros deben plantearse con humildad y con responsabilidad, ir siendo
modelos de vida para sus hijos y alumnos, de modo que estos los vean
como personas seriamente comprometidas en su continua superación. No
podemos olvidar que todos educamos o deseducamos con nuestras
palabras, y sobre todo con nuestra conducta y nuestra vida.
En Venezuela, la evolución del desarrollo social de la ética del trabajo ha sido sinuosa, transitando desde momentos en
los que se evidencia un estado amoral, por tener poco o ningún sentido del comportamiento ético del trabajo; llegando
a un alto sentido del mismo, aunque pasando por momentos de inmoralidad.

Por ejemplo, cuando el diplomatico francés del siglo XIX, Francisco Depons, registró lo observado en torno al trabajo
en Valencia sentenció que: “Para ellos [los valencianos], el trabajo, patrimonio de los plebeyos, podría dar lugar a que
se desconociese la nobleza que habían heredado de sus abuelos. No concebían que un hombre fuese digno, si no
pasaba su vida tendido en una hamaca o recorriendo las calles espada al cinto. Cualquier otra cosa les parece vil,
innoble y despreciable”[1]. Y a propósito de lo observado en Coro afirmó: “En general, los habitantes de Coro, son,
cuando menos, tan apegados, como los demás Españoles a la vida sedentaria y ociosa. Muchos de ellos se
enorgullecen de descender de los primeros conquistadores y creen que se les seca el árbol genealógico si lo riegan
con el sudor de la frente. Basta esto para indicar que en la ciudad abunda la nobleza y falta la riqueza y que hay en ella
más perezosos que trabajadores[2].

Pareciera lógico pensar que el desarrollo de la ética social del trabajo tiene como máximo responsable al Estado y sus
gobernantes, a partir del ejercicio formal de su función pedagógica, tanto, como en el plano individual lo es la familia. Y
fue precisamente la ética del trabajo de sus gobernantes y el ejercicio pedagógico de sus gobiernos los que hicieron
posible que un sueño descrito en el año 1941 como aquella: “…escena que sucederá dentro de cincuenta años, en una
población agraria de los Andes forjada al arrimo de una potente planta hidroeléctrica, en una población donde, en vez
de los garajes para autos de lujo, habrá garajes para tractores; o bien en una ciudad industrial de la Gran Sabana,
construida en la vecindad de las chimeneas de los altos hornos, donde obreros venezolanos estén transformando en
materia prima para las fábricas venezolanas de máquinas esos mil millones de toneladas de hierro que en sus entrañas
guarda, hoy inexplotadas, la Sierra del Imataca”[3]; se convirtiera, pocos años más tarde, en una realidad representada
por obras de gran significado para la industrialización y diversificación económica del país: la Represa del Guri (1978) y
la Corporación Venezolana de Guayana (CVG. 1960).

Sin embargo, la riqueza abrupta alcanzada por los ingresos petroleros, a partir de la explotación, a escala comercial, de
los pozos Zumaque I (1914) y Los Barrosos II (1922), contribuyeron, aunado al estilo populista de algunos gobiernos, a
la consolidación de una creencia colectiva de que siendo un país de “inmensa riqueza” material, sus ciudadanos eran
merecedores incondicionales de una cuota que no requería contraprestación. De manera que, los problemas de los
venezolanos se redujeron a un asunto de redistribución de la riqueza y no al esfuerzo productivo, en el que la función
pedagógica del Estado y sus gobernantes asumiera responsablemente la promoción formal de una sólida ética del
trabajo. Por el contrario, abundan afirmaciones que refuerzan la creencia y el espejismo de que el logro está reñido con
el esfuerzo. Ejemplo de ello fue aquella hecha por el teniente coronel Hugo Chávez en un acto realizado en el Teatro
Municipal de Caracas en el año 2012, en el que aseguró que: “Pdvsa ya no está en manos de la burguesía, que no le
pagaba al pueblo lo que del pueblo es (…). La plata del pueblo se la robaron durante 100 años (…) las riquezas del
pueblo son del pueblo, las riquezas del venezolano son para los venezolanos”[4].

De manera que, instalada esta idea en el ideario colectivo se constituye en un reto fundamental reconstruir el tejido
ético del trabajo de nuestra sociedad, como condición sine qua non para la superación de la crisis estructural en la que
se encuentra sumida la sociedad venezolana y en la que el rol protagónico de los líderes políticos en torno al ejercicio
de su función pedagógica será determinante.

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