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JUAN JOSÉ SANGUINETI

(2006)

Recensión a

Jean-Pierre CHANGEUX, Paul RICOEUR

Ce qui nous fait penser. LA NATURE ET LA RÈGLE

ed. utilizada: Poches Odile Jacob, París 2000

1. Visión de conjunto

Este libro, editado por primera vez en 1988, transcribe un diálogo sostenido
entre Paul Ricoeur (1913-2005), filósofo embarcado en la línea hermenéutico-
fenomenológica, y el neurocientífico Pierre Changeux (1936-), discípulo de J. Monod
y estudioso de neurobiología molecular. Ricoeur, muerto en mayo del 2005, era
ampliamente conocido en el ambiente filosófico internacional. Changeux, director del
Comité Nacional de Bioética en Francia, aplicó la biología molecular al estudio del
sistema nervioso (por ejemplo, investigaciones sobre los neurotransmisores). Ha
expuesto en obras de alta divulgación algunos aspectos centrales de sus estudios, de
los que se desprende una visión del hombre derivada principalmente de las
neurociencias. Es bastante conocida su publicación L’homme neuronal (1983). Su
obra más reciente, en esta línea divulgativa humanista, es L’homme de vérité (2002).

El libro surgió como un diálogo oral entre los dos autores, posteriormente
elaborado por el editor y, finalmente, releído y corregido por ellos. Tiene el interés de
ser una larga discusión -poco frecuente- entre un filósofo y un científico. El filósofo,
Ricoeur, procede de una tradición humanista hermenéutica que no ha tenido contactos
importantes con las ciencias. Ricoeur discute con Changeux sobre la cuestión de la
relevancia de la neurobiología en la concepción del hombre, especialmente en la ética.
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Changeux lleva con frecuencia la iniciativa del debate y por momentos manifiesta
más empuje.

En síntesis, podríamos decir que Ricoeur intenta a lo largo del debate conducir a
Changeux a la aceptación de que en los problemas más profundos, por ejemplo éticos,
la perspectiva neurológica es insuficiente. El neurocientífico francés no acepta este
punto y sugiere, por el contrario, que la neurociencia es importante para comprender
la vida humana en todos sus aspectos. Dicho de otro modo, la preocupación de
Ricoeur es llevar a su interlocutor al reconocimiento de la parcialidad de la
aproximación científica naturalista, como entreviendo en él una pretensión
reduccionista. Este último rechaza esa sospecha y manifiesta su convencimiento de
que la neurociencia tiene mucho que decir sobre el hombre y la ética. Al mismo
tiempo, Changeux muestra una actitud crítica ante la religión y ante cualquier alusión
a una dimensión sobrenatural, mientras Ricoeur manifiesta una visión positiva de la
dimensión religiosa y en especial del cristianismo.

El debate se mantiene en términos cordiales, aunque no faltan momentos de


tensión. La argumentación de Changeux consiste en eludir los momentos en que
Ricoeur consigue “arrinconarle” y en pasar de la descripción científica a una postura
ética fundada en la idea de fraternidad universal, que tendría por base la imagen
“neural” del hombre y que debería tener aplicaciones jurídicas. En la parte final del
libro se observa que Ricoeur no dispone de una filosofía suficientemente fuerte como
para oponerse con eficacia a la propuesta de Changeux. La posición de este último se
parece, en parte, a la concepción ilustrada con base en la ciencia. Sus críticas más
fuertes se dirigen al “fundamentalismo religioso”, potencialmente contenido en casi
todas las religiones. El “universalismo jurídico” propuesto por Changeux, basado en
la ciencia experimental y destinado a superar los conflictos culturales, no se deduce de
la neurociencia. Ricoeur podría haberlo hecho notar al acabar la conversación. Si no
lo hace al final del libro, parece que es por cortesía o porque ya está dicho en las
argumentaciones precedentes.

2. Resumen de la obra

No es fácil resumir un libro que consiste en una discusión dialéctica entre dos
autores. Me limitaré a dar algunas indicaciones sobre los puntos y los argumentos
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principales que los dos protagonistas van presentando. Sigo los títulos de los 7
capítulos de modo descriptivo, a lo que seguirá una valoración final de carácter
personal.

Capítulo I. Un encuentro necesario. Después de una presentación recíproca


entre los dos autores, en la que cada uno menciona sus intereses científicos y los
temas de sus estudios, Changeux indica el objetivo del debate: un neurocientífico y un
estudioso de moral (Ricoeur), empeñados en un diálogo constructivo, deberían tratar
de ver cómo podemos llegar desde lo que somos -nuestra naturaleza- a lo que
debemos hacer, a la regla. De ahí el título principal de la obra: la nature et la règle.
Esto, que antes estaba reservado a la religión, ahora debería elaborarse como una ética
universal con base científica.

Ricoeur replica, ante todo, que las perspectivas científica y filosófica son
irreductibles. Sin llegar a un “dualismo ontológico”, por lo menos hay que aceptar un
“dualismo semántico”. Expresiones como “el cerebro piensa” no tienen sentido. El
“cuerpo vivido”, captado por la visión fenomenológica, no tiene nada que ver con el
“cuerpo objeto” que describen las neurociencias. Concretamente, aunque en la vida
animal parezca anunciarse algún “preparativo” de la ética (tendencia a asociarse, a
acoger, pero también a la violencia), el discurso normativo es originario y supone una
discontinuidad con la biología. Una “unificación de discursos” corre el peligro de caer
en la confusión y los equívocos.

Changeux no acepta lo que le parece una “ruptura” excesiva entre la filosofía y


las ciencias. Debería haber un puente entre las dos instancias, siguiendo el ejemplo de
los antiguos atomistas y de Spinoza. Quizá podría ayudar, en este sentido, la noción
de “representación” (lo que a Ricoeur le parece insuficiente). En la evolución de las
especies aparecen “instintos sociales” que son como una “radicación biológica” de lo
que en el hombre serán las normas morales.

A Ricoeur la síntesis entre ciencias y filosofía le parece imposible. La síntesis


podría venir del discurso poético de la creación en la Biblia. Habría que atender a las
grandes herencias culturales del judeo-cristianismo (justicia, amor), la ilustración
(razón), el romanticismo (la vida, el ambiente) (Taylor). Changeux rechaza acudir a la
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“mitología bíblica” y subraya el carácter conflictivo de la ilustración con respecto al


judeo-cristianismo.

Capítulo II. Cuerpo y espíritu: a la búsqueda de un discurso común. La


discusión continúa en torno al problema del “doble lenguaje”, psíquico (o mental) y
físico (neurológico). En Descartes existía, de modo ambiguo, ese doble lenguaje,
señala Ricoeur. Pero con él se pierde la noción escolástica del alma como forma del
cuerpo, por lo que ya no puede justificar que el cuerpo humano es “mi cuerpo” (p.
47). Ricoeur propone resumir del siguiente modo el estado del problema: 1. Mi
cerebro no piensa. 2. Cuando pienso, algo sucede en mi cerebro. La dualidad
mental/psíquico existe y los científicos no consiguen abandonarla. A partir de aquí, el
filósofo critica el discurso “mixto” de algunos científicos, que mezclan indebidamente
explicaciones neurológicas con frases “mentales”. A veces se habla de correlaciones
entre lo psíquico y lo neural, pero fácilmente se pasa, con abuso, a transformar la
correlación en identificación (p. 49). El filósofo tiene que mantener una actitud crítica
ante esas mezclas y abusos.

Changeux no responde directamente a estas objeciones y pasa a señalar aportes


de las neurociencias que dan algún acceso a lo psíquico. Menciona algunos campos
concretos neurocientíficos que obligan a relacionar lo neurológico con las vivencias
psíquicas:

1. Tolman, superando el conductismo, propone que el cerebro es un “sistema


proyectivo” que formula hipótesis sobre el mundo exterior.

2. La neurofisiología demuestra las correlaciones entre actividad cerebral y


funciones psíquicas. Por ejemplo, un individuo con lesiones en el área de Broca
padece afasia. Sujetos afectados por anosognosia ignoran que tienen una falsa
percepción de su cuerpo, cuya causa es una lesión cerebral.

3. Con ayuda de instrumentos de observación (p. ej., resonancia magnética,


cámara de positrones, electroencefalograma), se pueden “seguir” ciertas situaciones
mentales de un sujeto, interpretando adecuadamente las imágenes obtenidas por esos
aparatos. Así podría haberse sabido, por ejemplo, si Santa Teresa en sus visiones y
éxtasis estuvo aquejada de alucinaciones o epilepsia. Ciertas expresiones “místicas”
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de Pascal, aventura Changeux, pueden sugerir que tenía epilepsia en el lóbulo


temporal.

4. Con métodos electrofisiológicos, hoy puede observarse con precisión qué


sucede a las neuronas cuando el sujeto está experimentando actos psíquicos (por ej.,
visión de colores).

5. Agentes químicos (ej., fármacos que actúan sobre los neurotransmisores)


modifican los estados psíquicos de las personas: provocan alucinaciones (como las
que tienen los esquizofrénicos), crean situaciones afectivas especiales, eliminan la
sensación de dolor, etc.

Estas vías neurológicas hacen ver, para Changeux, que hace falta emplear un
lenguaje común a la psicología y a la neurociencia, para facilitar la correspondencia
entre la descripción neurológica y la psicológica.

Ricoeur replica que, aun admitiendo el valor positivo e importante de esos


descubrimientos y experiencias, la distinción y el “salto” entre el lenguaje físico-
natural y el lenguaje psicológico se mantienen en pie y siguen siendo problemáticos.
Hay correlaciones, sí, pero es aventurado pronunciarse sobre la cuestión de la
causalidad. Sería ingenuo decir: “el cerebro causa los estados mentales”. Aristóteles
hablaba de cuatro causas. La causa material es causa en un sentido limitado, como
causa sine qua non. Ante la excesiva tolerancia semántica que el neurocientífico se
permite cuando mezcla lo físico con lo psíquico, Ricoeur prefiere hablar de lo
neurológico como sustrato.

El cerebro es un sustrato del pensamiento. El pensamiento, a su vez, supondría


una indicación de que hay una estructura neuronal subyacente (pp. 54-56). Una
mirada, por ejemplo, es una actividad mental, que comprende en sí la actividad
neuronal, y no al revés (p. 53). Es cierto que el neurocientífico observa estados
cerebrales y los relaciona con estados psíquicos, pero eso mismo es ya una
interpretación que supone lo psíquico, y es el mismo neurocientífico que está
interpretando lo que él ve que sucede en objetos físicos (p. 62). Desconfía del uso
indiscriminado del término “alucinación” para referirse a lo que sucede a Pascal: “es
un discurso neuronal rico y un discurso psicológico pobre” (p. 66). Por último, el
filósofo señala que no hay que limitarse a experimentos de laboratorio, que son muy
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limitados, sino que conviene ver lo que sucede con el viviente en su propio ambiente,
donde es activo y dominante. Tampoco se trata de apelar a la introspección pura. Al
contrario, el sujeto expresa lo que le sucede psíquicamente en el contexto de una
conversación con otros, en medio de experiencias intersubjetivas ordinarias, donde las
captaciones intelectuales se comparten entre varios (experiencia hermenéutica).

Changeux admite la importancia de lo que Ricoeur señala, pero no acepta la


noción de actividad neuronal como sustrato (causa material sine qua non). “En mi
opinión, vuestro empleo de la palabra ‘sustrato’ no aclara el problema” (Changeux, p.
55). Replica Ricoeur que esa palabra “opera de un modo crítico y no dogmático, como
un poner un guardia contra la confusión que podría deslizarse debajo de todas esas
expresiones mixtas de ese tipo. El problema es la homogeneidad del discurso” (p. 56).

Capítulo III. El modelo neuronal ante la prueba de lo vivido. Changeux


comienza este capítulo proponiendo un “modelo de objeto mental”: se trataría de
sintetizar los descubrimientos neurocientíficos en un modelo neural que, a título de
hipótesis que puede ponerse a prueba, correspondería con la vida psíquica global de
las personas. Así llegaríamos a una “neurobiología del sentido”, a una especie de
“física de las representaciones”.

El filósofo responde que ese modelo nace de un análisis de laboratorio,


esquemático y parcial, tomado desde la perspectiva de cierta psicología, vista como
ciencia particular. Sería un modelo muy insuficiente y pobre como para dar razón de
toda la experiencia vivida de la persona. Las pretendidas correlaciones no van a
funcionar convenientemente. La propuesta podrá tener su utilidad, pero el científico
debe ser consciente de sus límites. La experiencia que tenemos de nosotros mismos,
del mundo, de los demás, no puede reducirse a una modelización científica. En la
experiencia total de la persona hay dimensiones espirituales (p. 82). Si buscamos una
base biológica de la vida, no cabe utilizar una biología empobrecida. Changeux insiste
en que el modelo propuesto puede ser importante, aunque sea parcial, porque la
ciencia va paso a paso y debe analizar. Rechaza la alusión a la espiritualidad, a
fuerzas sobrenaturales “opresivas”. Se siente libre, con la “libre alegría” espinoziana
(p. 83). Ricoeur acota que esa “alegría” quedaría fuera de la modelización científica
(p. 83).
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Pese a estas objeciones, Changeux continúa su exposición sobre las


características del modelo de objeto mental. Se trataría de un estado físico cerebral de
conjunto, que asumiría un valor “representativo”, codificando aspectos del ambiente
externo o del individuo (pero Ricoeur hace notar la ambigüedad del término
codificar). Para explicarse, el neurocientífico emplea el verbo determinar: las
estructuras neurales “determinarían” las funciones psíquicas. La objeción de Ricoeur
es la de siempre: “este objeto mental está legítimamente mal construído, en el sentido
de que Vd. toma un término que pertenece al discurso de lo psíquico sobre sí mismo y
lo transplanta al discurso interior a la neurología” (p. 109). Changeux, forzado, llega a
la afirmación de la identidad: “el concepto de objeto mental define una sola y la
misma entidad, donde los dos discursos coinciden. Para utilizar los términos de
Spinoza, diré que hay una ‘substancia’ conocida bajo dos ‘aspectos’” (p. 109).

A continuación, Changeux pone algunos ejemplos en los que se vería cómo el


saber neurológico sirve para conocer mejor los estados psíquicos de la gente. Con
ayuda de la ciencia neural, podemos saber lo que le sucede a un hombre que reconoce
un rostro, si le es familiar, si tiene un olvido, si tiene emociones, o si pasa a alguna
elección ética. Ricoeur replica que esto vale para las deficiencias causadas por
lesiones, pero no tanto para los conocimientos positivos.

Changeux niega esta restricción. La experiencia neurológica permite captar


mejor cómo hay armonía o no entre personas, o cómo alguien reconoce o no si otro
pertenece a su especie. Conociendo las exigencias neurales, se podrá comprender
mejor cómo las manipulaciones psicológicas que emplean las sectas religiosas inciden
sobre el cerebro de modo inadecuado. Gracias al cerebro entendemos un lenguaje,
incluyendo sus significados, y por tanto también las relaciones personales y las
normas de conducta. Los extranjeros que llegan a Francia tienen dificultades para
inculturarse por causas cerebrales, porque desde el lenguaje se accede a todo el
ámbito del sentido (p. 116). Con métodos neurocientíficos, podremos llegar a saber si
alguien dice la verdad o miente, si es demente o si tiene responsabilidades penales
(pero Ricoeur recuerda que las desviaciones morales no deben confundirse con las
desviaciones patológicas).

Sin una respuesta muy elaborada, Ricoeur se limita a decir que no ve qué aporta
la neurociencia a la comprensión de las experiencias humanas, ni comprende cómo
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podría enriquecer a las relaciones de la persona con los demás o con la sociedad. Sólo
serviría, en principio, para casos patológicos.

Changeux prosigue presentando una especie de síntesis de teoría del


conocimiento neuronal. A partir de las sensaciones elementales y la elaboración de
percepciones, junto con las respuestas emotivas (placer, deseos, cólera, violencia,
miedo, aflicción, que tienen precisas relaciones con elementos electroquímicos
cerebrales), el sujeto poco a poco va introduciendo categorías significativas acerca del
mundo y los demás (de suyo el mundo está desprovisto de significado). Con esas
categorías, el individuo entra de continuo en contacto con el mundo y se somete a
mecanismos de selección darwiniana. Todo es un proceso de construcción y
reconstrucción de representaciones.

Lo que dice Changeux, comenta el filósofo, es una conjetura y en el fondo es


una transposición al plano neurológico de lo que ya habían dicho muchos psicólogos.
Se está siempre transponiendo una terminología psíquica (que además es parcial) a la
neurociencia, y no al revés. Ese modelo gnoseológico-neuronal híbrido presupone el
“mundo de la vida” del que habló Husserl, lo que implica la experiencia originaria del
hombre en sus relaciones con el mundo y los demás. Esta es la base de todo sentido.
Es verdad que “explicar más” sirve para “comprender mejor”, pero con límites. Desde
la intencionalidad originaria y fenomenológica de la conciencia, con sus vivencias
primordiales, el sujeto puede pasar a las “objetivaciones científicas” abstractas
(separadas), donde entra la neuropsicología. Sólo para esas objetivaciones cabe el
planteamiento de las “correlaciones neurales”, no para la experiencia en su sentido
total. Lo “psíquico” es una objetivación científica. No lo es, en cambio, la experiencia
integral del hombre. Changeux no comprende esta primacía de la experiencia
originaria respecto a las objetivaciones científicas.

Capítulo IV. Conciencia de sí y conciencia de los demás. Este capítulo toca, en


primer lugar, una serie de puntos sobre la percepción psicológica del espacio y del
tiempo. En muchas cuestiones (por ej., distinción entre memoria a breve y largo
plazo, noción de memoria de trabajo, la memoria como hábito y como rememoración
activa, memoria declarativa, olvidos) Changeux y Ricoeur están de acuerdo e
intercambian pareceres amigablemente (Ricoeur, por otra parte, es un experto en la
fenomenología del tiempo). Pero nuevamente surge el punto polémico a propósito de
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la noción neurológica de traza. Si por ella se entiende un proceso o fenómeno físico


del cerebro, según Ricoeur, habría que recordar nuevamente que el cerebro es tan sólo
el sustrato físico sine qua non, y nada más, del evento “recuerdo” como fenómeno
psíquico. Changeux no responde y continúa discurriendo sobre la memoria en
términos psicológicos y culturales, un punto válido para Ricoeur, pero que no sale de
los estudios neurológicos.

En un segundo momento, Changeux pasa a hablar de la noción (tomada de la


psicología cognitiva) de teoría de la mente, merced a la cual una persona, con una
paulatina evolución desde sus años infantiles, capta las intenciones, creencias y
emociones que están en la “mente” de los demás.

Ricoeur, con cierta impaciencia, acota que todo eso se sabe gracias a las
ciencias humanas interpretativas y no por la vía del conocimiento físico. Changeux
está transponiendo demasiado temas de otras ciencias a la neurociencia. Cada ciencia
es sólo dueña de su campo, por su objeto y método. Podrá relacionarse con otras
ciencias, pero no puede pretender resolver los problemas de las disciplinas que siguen
otros métodos. Ricoeur se queja de la tendencia hegemónica de esas ciencias que
pretender “redefinir” en sus propios términos los campos de las demás ciencias, y
acusa a Changeux de hacer esto con la antropología social. Hablar de intenciones,
representaciones, objetos mentales, comprensión del niño de la mente de los demás,
etc., pertenece a la psicología y sociología. Todo esto no puede atribuirse
tranquilamente “al cerebro” (pp. 169-170). Changeux se muestra decepcionado ante
este ataque y recuerda el caso (situado a fines del siglo XIX) de un obrero que, tras
fuerte lesión cerebral pasó a comportarse de un modo moralmente extraño. Habría,
pues, una “inscripción” neural de las ideas éticas y sociales.

A continuación Ricoeur propone pasar del tema de las representaciones (que no


le parece muy útil) a la praxis concreta del hombre en el mundo. Changeux acepta el
nuevo tópico, pero vuelve a la carga, insistiendo en que los planes de acción de una
persona están inscritos en el cerebro (en especial, en el lóbulo frontal). Como era de
esperar, el filósofo replica que así continúa la mezcla semántica. En los casos de
incomunicación entre los dos hemisferios cerebrales, se llegó a hablar de “dos
conciencias”, como si se tratara de dos personalidades distintas, con la pérdida de la
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noción de identidad personal. Para Ricoeur, ésta es la penosa consecuencia de la


confusión de niveles.

Changeux reconoce que la cuestión del cerebro no es una simple temática física
entre tantas. Al cristiano le plantea un problema de ciencia y fe, porque la tradición
occidental pone a Dios como Espíritu. Changeux, no creyente, recuerda cómo
recientemente el Vaticano admitió la teoría evolucionista como algo más que una
hipótesis, rehabilitando a Darwin, pero advirtiendo que el alma espiritual es creada
inmediatamente por Dios. Por eso el cristiano ve como un problema la negación
científica del espíritu. Por su parte, él se reconoce como un materialista “razonable”,
como lo eran en otros tiempos Demócrito o Spinoza. La hipótesis del Espíritu no es
necesaria.

Ricoeur no se pronuncia sobre la cuestión de Dios y no hace afirmaciones


ontológicas. Vuelve al plano fenomenológico, donde “espíritu” significa “mental”, o
lo que los medievales llamaban “trascendentales” (verdadero, bueno, bello, justo).
Insiste en que la experiencia humana es muy amplia (ética, política, religiosa), y que
no debe reducirse a la experiencia científica. Respondiendo a una pregunta de su
interlocutor, Changeux admite como programa deseable el tratar de cubrir todos los
comportamientos humanos con referencia a las conexiones neurales. Ricoeur
responde que no ve la utilidad de este programa y acusa a su interlocutor de querer
confederar a todas las ciencias bajo la bandera de la neurociencia.

Capítulo V. En los orígenes de la moral. Los dialogantes pasan ahora a


examinar el tema de las bases biológicas del comportamiento ético del hombre. Para
Changeux, este comportamiento tiene su origen en predisposiciones neurales surgidas
en el curso de la evolución. Con Darwin se vio que el mundo humano emergió de un
proceso de selección natural sin finalidad, oportunista, basado en éxitos
reproductivos. Esto afecta a todos los “sistemas de creencias” y a las concepciones
éticas.

Ricoeur admite la evolución como proceso sin finalidad. Por tanto, si decimos
que “todo converge hacia el hombre”, lo hacemos con una mirada retrospectiva,
seleccionando lo que sirve para el hombre y dejando de lado el resto. Así se ve que la
cuestión del sentido, fundamento de la ética, la pone el hombre y sólo él. La
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naturaleza no sabe adónde va. Poner orden en la vida es una exclusiva responsabilidad
humana.

Changeux replica que no es malo tratar de buscar los orígenes del hombre en la
evolución. Está en desacuerdo con la idea de que la selección natural darwiniana sería
un mecanismo perverso que pondría a los hombres en lucha. Entre los animales, como
ya vio Darwin, hay vínculos de simpatía. La moral nacería de los instintos humanos
en estado bruto. Siguiendo a Adam Smith y a Hume (no a Hobbes), para Darwin la
conducta moral surge del afianzamiento de los instintos sociales: esto hace que los
hombres, en vez de buscar de inmediato una felicidad egoísta, acepten vivir según
reglas, con independencia del placer o dolor inmediato. Y así, poco a poco, los seres
humanos habrían extendido esas reglas a otros grupos, a su país y a todos los hombres
(aunque sean enfermos, inútiles o de otras razas). Así se llegaría a la “regla de oro” de
la moralidad: “haz a los demás lo que querrías que te hagan a ti”. La evolución moral
continúa, de otro modo, la evolución biológica.

Contra la teoría del “gen egoísta” de Dawkins, Changeux sostiene el valor


positivo evolutivo del “altruismo”. La cooperación en el grupo tiene un valor
selectivo favorable. La búsqueda del bien de los demás y de la igualdad, la
compasión, van en el sentido de la naturaleza. Menciona ejemplos de comportamiento
altruista entre los animales: ayuda mutua, asistencia al herido, limpiarse
recíprocamente (toilettage), contagios emotivos ante el sufrimiento de otros. La “regla
de oro” ya está en estado embrionario en las conductas animales, en un contexto
evolutivo.

Changeux, hace notar Ricoeur, ahora está teniendo esa “mirada retrospectiva”
que él había mencionado anteriormente. Entre los diversos rasgos del comportamiento
de los animales, su interlocutor está seleccionando los que servirían como
“condiciones de existencia del sentido moral”. Pero la moralidad no nace de los
animales, sino que ya está presupuesta en esa explicación evolucionista. Se está
interpretando la conducta animal desde el hombre. Conocemos la “regla de oro” y
buscamos sus “preparativos” en los animales. Pero otros autores, con otras éticas,
también han querido ver “preparativos” de las mismas en los animales. La verdad es
que la naturaleza no va en ningún sentido especial: no tiene finalidades, aunque sí
puede “predisponer” a una conducta.
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Pasando al plano del cerebro, Changeux observa que, en ciertas lesiones


cerebrales, los sujetos se vuelven incapaces de tomar decisiones, de darse cuenta de lo
que les interesa, de comparar y diferir sus beneficios inmediatos. Ricoeur señala que
esto no es todavía una conducta moral. El hombre sabe lo que es el comportamiento
moral gracias a los humanistas, moralistas: no lo aprendió de los neurocientíficos.
Otra vez Changeux está mezclando planos. Por último, el filósofo recuerda la
importancia de situar en el centro de la temática moral la idea del sujeto humano que
se pone a sí mismo con libertad. En la visión darwiniana o biológica cuenta sólo la
supervivencia de la especie: la primacía corresponde a la población, no al individuo.

Capítulo VI. El deseo y la norma. Este capítulo estudia cómo se pasa de las
disposiciones naturales a las normas éticas. Ricoeur comienza anunciando la
imposibilidad de reducir la visión fenomenológica o del moralista a la ciencia
neuronal, y hace notar el abismo existente entre las exigencias morales (por ejemplo,
la aspiración a un orden humano pacífico) y la evolución biológica, en la que no
existe de ningún modo la moralidad. Admite, para la biología, la categoría de
predisposición (genética y epigenética) a lo moral. En la praxis humana como tal
tenemos las nociones de capacidad, valoración, normatividad, sí mismo, justificación.
Se habló de “orígenes”, término que puede ser confuso, pues amalgama muchas cosas
y mezcla la idea de “descendencia” con la de “justificación”.

Changeux, como temiendo en la última observación una alusión teológica,


aprovecha para señalar que los que creen literalmente en la mitología bíblica ponen el
relato del Génesis como antecedente material y a la vez como justificación de sus
creencias, cayendo en la “amalgama semántica” reprochada por Ricoeur. Por eso los
protestantes creacionistas prohibieron en los Estados Unidos la enseñanza de la teoría
evolutiva. Ricoeur replica que él no tiene nada que ver con el creacionismo de
algunos fundamentalistas americanos. Los teólogos de más envergadura han asumido
la evolución en su ámbito de validez.

El término fundamento, sigue Ricoeur, a veces padece de amalgama semántica.


Una cosa es el fundamento en el sentido de sustrato, como la base material de un
edificio, y así ve el papel de lo neurológico, y otra es el fundamento como
justificación, una categoría ética muy distinta. El hombre se diferencia del animal
porque, aunque posee un “equipaje” genético y epigenético, tiene una normatividad a
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priori, como se ve en el principio kantiano: “obra de modo que tu acción pueda


tomarse como ley universal”. Sin embargo, a diferencia de Kant, no opone el deseo a
la norma. Sigue a Aristóteles, para quien el deseo entra en sinergia con la
normatividad. Y por eso escucha con atención lo que su interlocutor dice sobre las
“predisposiciones morales”.

Animado por esta concesión, Changeux señala estudios etológicos (R. Blair, que
sigue a Lorenz) en los que se ve cómo los perros a veces atenúan su agresividad si ven
en el agredido un signo de sumisión, y también los niños pueden cesar su violencia si
encuentran en el adversario señales de tristeza. Hay, pues, “emociones morales”
naturales (simpatía, empatía, remordimiento, culpabilidad), que tienen una base
cerebral.

Ricoeur reconoce que esto es así. De un modo natural, no soportamos el


sufrimiento ajeno y deseamos quitarlo, aunque también experimentamos la
propensión a la violencia. Tenemos predisposiciones, pero hay que hacer entrar la
normatividad y luego hay que considerar la sinergia entre los deseos y la
normatividad.

Para Changeux, la normatividad es necesaria para guiar la conducta y ayudar a


la vida en grupo. Acepta la importancia de la normatividad, pero quiere verla incoada
en las predisposiciones neurales, que están ya presentes en las especies anteriores al
hombre. La búsqueda de normas tendría que ver con una selección de combinaciones
neurales favorables, con sus debidas jerarquías, para que así la conducta humana se
oriente a los fines éticos (como la paz). Ricoeur hace notar que, si es así, el hombre se
está enfrentando ante las posibilidades neurales con auténticas elecciones, sobre la
base de un proyecto ético superior que no sale de la naturaleza física.

A continuación se estudian cuatro puntos en los que se concreta la temática de


las “bases biológicas de las reglas morales”:

1. El criterio de la supervivencia. En los animales, señala Changeux, ya se


observa una tendencia a la supervivencia del individuo y de la especie: es el ámbito de
la “lucha por la vida”. También en los hombres surgen “reglas morales para
sobrevivir”, que a veces llevan a casos extremos (hacer lo que sea para comer,
defenderse, etc.). Esto nace en el mismo cerebro. Según Ricoeur, el deseo animal de
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sobrevivir lo tiene también el hombre, pero es distinta la “normal moral de


sobrevivir”, como algo universal y que da un papel central al sí mismo, al individuo,
lo que en el darwinismo social está ausente.

2. El principio del placer. Changeux menciona la tendencia animal y humana


orientada a buscar el placer y a evitar el dolor. Empujado por Ricoeur, reconoce que
hay bienes y males más altos, como se ve por ejemplo en la tendencia al equilibrio y a
la armonía, donde es más difícil encontrar una base neuronal. El filósofo señala la
importancia de distinguir entre la vida en su sentido biológico y la vida como el buen
vivir de que hablaban Aristóteles y otros moralistas. El “querer vivir” como tendencia
biológica al “valor de la vida” (H. Jonas) es, sí, una predisposición hacia lo que la
moral denomina “vida buena”.

3. El nivel de la sociabilidad. Changeux se refiere a continuación a la tendencia


a la cooperación y a la sociabilidad entre los animales (ayuda mutua, simpatía), lo que
a nivel humano se traducirá en los sentimientos superiores, como la abnegación o la
aspiración a la justicia y a la igualdad. Estos sentimientos nacen de la naturaleza, no
de Dios (p. 243)1. Entre los hombres se da también la violencia, que desestabiliza. La
violencia suele nacer cuando se busca inmediatamente el placer o se desea eliminar
muy rápidamente el sufrimiento. Pero precisamente por esto tiene que haber normas
sociales. La norma social busca establecer una sinergia entre los deseos individuales y
los bienes colectivos. El hombre escoge normas que van en la línea de “inhibir la
violencia y favorecer la simpatía”: ésta es la materia bruta para llegar a una
“normatividad fundante universal de las morales humanas” (p. 245). Encontramos
esta normatividad universal en Confucio, en el budismo, en el Cristianismo
(concretamente, en el precepto del amor al prójimo, “regla de oro” de la moral).

Ricoeur está de acuerdo en buscar la regla de oro en las diversas culturas. El


“buen vivir” de Aristóteles debe ser completado con un “buen vivir con los demás y
dentro de instituciones justas” (p. 246). Para él, el punto de partida ético está
precisamente aquí. En este punto aparece la “idea del otro” como “alteridad que pone
en juego mi responsabilidad” (Levinas).

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Esta oposición entre Dios y la naturaleza sería inconcebible para el pensamiento clásico. Sin
darse cuenta, Changeux está apuntando a un Derecho natural.
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4. El nivel de la humanidad. Ahora Changeux señala que en nuestra época


hemos llegado a una conciencia universal de la humanidad, por encima de las
diferencias culturales. Por desgracia, surgen conflictos entre las obligaciones éticas
fundamentales, que son naturales y universales2, y las obligaciones convencionales y
contingentes propias de los grupos religiosos, y que se ponen como absolutas en
cuanto provendrían de Dios (por ej., no comer ciertos alimentos, tener que ir a la
iglesia, hacer genuflexiones, llevar un velo en la cara, usar la barba, etc.). Los niños,
como demostró un estudio de un psicólogo americano (E. Turiel), aunque estén en
comunidades fundamentalistas, distinguen bien entre esas normas convencionales
para ellos y las normas éticas para todos. Pero cuando se hacen adultos se olvidan de
este punto, y así surgen fácilmente violencias, odios y conflictos entre grupos
sociales, ocasionados por esos motivos religiosos. Para Changeux esas normas
universales tienen su predisposición en el cerebro, capaz de representarse “el sí
mismo como otro”, para parafrasear una idea de Ricoeur.

Ricoeur acota que la universalidad de la moral es algo a priori que no puede


surgir de la vida biológica, ni de los deseos o emociones. En la naturaleza física sólo
puede haber predisposiciones para la conducta buena.

Changeux insiste en que la universalidad de las normas naturales es contrariada


por muchas convenciones religiosas y culturales (por ejemplo sobre la familia y el
matrimonio) que así son fuente de conflictos. Contra los intentos hegemónicos de los
“sistemas de creencias”, habría que proponer una moral política realmente universal,
humanista, pacifista. Para Ricoeur, no hay que oponer tanto las obligaciones a esas
convenciones: no es fácil articular lo universal con lo histórico. La moral universal no
es desencarnada. En vez de “convenciones”, prefiere hablar de convicciones bien
pesadas, que entran en sinergia con otras y así atraviesan pruebas críticas. Changeux
no acepta este punto, pues ve en esas “convicciones” la fuente de problemas de
aceptabilidad.

Al final del capítulo se vuelve a la discusión epistemológica. La extensión de la


competencia de la neurociencia al campo moral, político, artístico, para Ricoeur es

2
Nuevamente encontramos una “recuperación inconsciente” del Derecho natural.
16

inaceptable. En estos campos se razona a partir de una experiencia compartida, que


no es una provincia de las neurociencias. Changeux esgrime el argumento de la
necesidad de una unidad entre las ciencias, para que así la neurociencia no se cierre en
sí misma. De este modo podría llegarse a una “ética científica”. Para Ricoeur, las
relaciones entre las ciencias son positivas, pero no cabe una unidad metodológica: los
modelos científicos crean cierta discontinuidad entre los niveles del saber.

Capítulo VII. Ética universal y conflictos culturales. El filósofo abre la


discusión señalando que los “fundamentos” de la ética en el sentido de “legitimación”
proceden, en definitiva, de diversas convicciones, mejor que “convenciones”, que
existen entre los grupos y tradiciones humanas. Changeux aclara que, cuando él
hablaba de “fundamentos naturales” de la ética, aludía sólo a la naturaleza material,
única y suficiente (p. 273), no a nada sobrenatural. ¿Convicciones? Para Changeux
sería mejor hablar de “opiniones” abiertas a la corrección y a la evolución. Las
“convenciones” religiosas normalmente obstaculizan el debate ético, porque se ponen
como “fundamentalismos divinos”.

Esta observación de Changeux lleva el debate a la cuestión de la religión. Para


este autor, que fue creyente hasta que conoció a Monod (p. 274), la religión es
problemática para la ética natural. Considera “inmoral” y “anticientífica” la “moral
sexual” católica (por ej., al no condenar más claramente la pena de muerte, al
oponerse a la contracepción, a los preservativos, que “ayudarían en la lucha contra el
Sida”), así como el fundamentalismo musulmán (con prácticas inmorales: lapidación
de adúlteras, mutilaciones de ladrones, etc.). La Iglesia habría sido cómplice de
crímenes imprescriptibles contra la humanidad, y lo mismo ocurre en muchas
religiones (p. 274)3. Hoy el filósofo tendría el deber ético de denunciar públicamente
la oposición de muchas religiones a la moral universal (p. 275). Para Changeux, la
mayor parte de los conflictos del mundo actual hoy procederían de luchas religiosas

3
El autor pone ejemplos en los que mezclan cosas muy distintas: las Cruzadas, la Shoah, la
noche de San Bartolomé, las luchas crueles entre católicos y protestantes en Irlanda del Norte,
las matanzas de Hebrón. Todo acaba en una suerte de denuncia contra la religión y sus males.
Este punto se matizaría mucho más si atendiéramos a las masacres, incomparablemente más
amplias desde el punto de vista numérico, promovidas directamente por las ideologías
secularistas, como el marxismo, el nazismo, los revolucionarios franceses de la ilustración, así
como a las guerras modernas, con sus millones de muertos, llevadas a cabo por los
nacionalismos y/o por motivos preponderantes de dominio político y económico.
17

(por ej. los conflictos entre hebreos y palestinos)4. “Las religiones dividen a la
humanidad, más que unirla, a pesar del discurso de paz que ellas proclaman sin
resultados tangibles” (p. 281).

Ricoeur, recordando que no es católico (p. 286), reconoce que tiene ciertas
dificultades ante las enseñanzas tradicionales no sólo de la Reforma, sino del
cristianismo en general (p. 286). Se opone a la “moral sexual” del Vaticano y critica
la encíclica papal Veritatis splendor y documentos análogos, que no dejan espacio a
decisiones prudenciales e imponen soluciones unívocas a cuestiones personales y
privadas o a problemas de salud pública (p. 275). Sobre la relación entre religión y
violencia, en cambio, cree que las religiones en principio son promotoras de paz,
aunque hay desviaciones de ese proyecto, y a veces las diferencias religiosas son
explotadas por el nacionalismo y los designios políticos.

Changeux admite que, sociológicamente, las religiones también consiguieron


lograr una cohesión social en torno a bienes y contra males, que ninguna fuerza
política o policial logró. La enseñanza religiosa tiene un impacto emocional enorme,
al utilizar medios simbólicos, y así puede ser un vehículo fuerte para inculcar muchas
obligaciones éticas fundamentales. Pero hoy en la religión predominarían los factores
que desunen a la humanidad.

Ricoeur se extiende sobre el tema religioso. En la raíz del fenómeno religioso


está la “confianza en la palabra de otro” (los grandes fundadores son hombres “de
palabra”), que se pone como un llamado que viene de lo alto, de algo más alto que lo
puramente humano, algo “fundamental”, aunque luego acaba por concretarse en
dimensiones horizontales finitas. Para Changeux, esas “palabras fundadoras” acaban
por ser mitológicas y, con la evolución cultural, se van simplificando o alterando,
decayendo en “falsas memorias”. “La transmisión de la palabra no puede ser fiel” (p.
282).

Según Ricoeur, en cambio, ese “fondo fundamental”5 cristaliza en formas finitas


contingentes o parciales. El “universal religioso” se declina en estas formas

4
Este punto nos parece exagerado, o quizá muy condicionado por la coyuntura actual con
relación al conflicto hebreos/palestinos y por los fundamentalismos violentos de ciertos
sectores religiosos politizados (islamismo fundamentalista).
18

particulares. En cada una de ellas, si cada uno profundiza, llega a “lo fundamental”,
pero con límites, así como cada lenguaje es un límite para lo lingüístico en general.
“Lo mío religioso (mon religieux) es el límite de lo religioso” (p. 285). Cada uno
llegaría al “fondo fundamental” a través de su propio camino religioso. Changeux
replica que sería más eficaz hacer el mismo camino sin ninguna religión.

La discusión pasa ahora al tema de cómo conseguir unir a la humanidad en


torno a la paz. Para el filósofo, el universal ético kantiano y habermasiano (“ética de
la discusión y el consenso”) es útil, pero formal. En cuanto a los contenidos, la
humanidad no puede unificarse en temas morales: siempre habrá un pluralismo entre
distintas convicciones. Sería bueno que las religiones llegaran a “acuerdos de paz”,
reconociendo que no tienen toda la verdad, sino sólo una parte.

Changeux no admite este “relativismo”. Como racionalista no-religioso, cree


que para llegar al “fondo común” humano hay que usar la razón. sin pasar por la
religión. Hace falta elaborar una ética universal válida para no creyentes. Esto podría
nacer de los conocimientos objetivos, con ayuda de la ciencia. Cabe “comprender”
por motivos científicos (biológicos, neurológicos) por qué los hombres se sienten
inclinados a lo religioso, de donde podría salir un programa de “tolerancia” a lo que
las religiones pueden tener de positivo. Pero para superar los conflictos hay que ir a
una ética universal.

Ricoeur comenta que los conflictos no van a desaparecer nunca. Por eso es
importante el amor, más allá de la justicia. Lo esencial religioso sería la fuerza “débil”
del amor, con sus exigencias, que sobrepasan la dimensión de la estricta justicia (p.
294). Changeux replica que ese “amor” de las religiones llevó a muchas intolerancias.
Los que rompieron las cadenas de la esclavitud no fueron las “religiones del amor”,
sino los revolucionarios de 1789, que apelaron a la fraternidad universal y se
opusieron a la Iglesia (p. 294). Pero Ricoeur recuerda la intolerancia violenta

5
Parece una vaga alusión a Dios. Ricoeur no emplea la palabra “Dios” (en la p. 309 explica
que él no usa esa palabra, porque con ella ya se caería en una representación particular). Se
siente cercano a la visión de Hans Jonas sobre “Dios después de Auschwitz” (p. 286). Habría
que renunciar a las categorías de la Omnipotencia y del infierno, que sirven para justificar el
poder político y para provocar miedo, y asumir un modelo teológico del “poder” a través de la
palabra, ligado a la “debilidad” de un amor que se entrega a la muerte.
19

antirreligiosa del Terror revolucionario. Además, no basta tolerar en el sentido de


“soportar”. Hay que reconocer que “los demás piensan distinto de mí”.

Para Changeux la ciencia (neurológica) podría ayudar a conocer las causas de la


violencia: así dominaríamos su origen y podríamos prevenirla. Replica Ricoeur que la
ciencia no tiene la clave del problema de la violencia. Para evitarla hay que quererlo:
querer entrar en la lógica del diálogo (libertad).

El debate, ya en las últimas páginas, se centra en el problema del mal, lo que


ocasiona una vuelta al tema de los mitos y la religión, y nuevamente gira en torno a la
necesidad de superar la violencia y llegar a la paz.

Todo lo discutido lleva a reconocer la existencia del mal en el mundo.


Changeux descarta, ante todo, el planteamiento teológico del mal, como sería
remitirse al pecado original o a los castigos divinos. Ricoeur considera que el “mito
del Génesis”, aun siendo sólo un mito no interpretable literalmente, enseña que el mal
en la vida humana es, sí, radical, pero apunta a un fondo originario de bondad en el
hombre. La radicalidad del mal es superada por la originalidad del bien. Ricoeur
insiste en la necesidad de recorrer el camino religioso a través del mito. Aunque “lo
religioso” esté “fragmentado” en los mitos y no exista de modo universal, en los
fragmentos encontramos “lo fundamental”.

Como era de esperar, Changeux responde que los mitos son muy variables y
muchas veces contienen doctrinas exclusivistas y preparan ideologías violentas. Para
reconocer la bondad del hombre basta ir a sus sentimientos morales, propios de
nuestra especie (simpatía, solidaridad), sin necesidad de pasar por la religión, dada su
peligrosidad. Desde aquí, se puede estudiar cómo evitar la violencia. Para eso habría
que investigar en los mecanismos de la conciencia que permitirían controlar la
violencia y que de hecho se han traducido en “trazas mnemónicas” culturales
dispersas en todas las culturas.

Changeux tiene confianza en que un estudio del hombre basado en modelos


biológicos bien interpretados puede dar luces sobre los orígenes de la violencia, así
como ayudaría a lograr una perspectiva en la que triunfe la fraternidad universal entre
los hombres, sin metafísica ni confesionalismos. La ética universal debería tener un
alcance mundial. Podría ser llevada a la educación y quizá daría lugar a una
20

“universalización del Derecho” (p. 321). La ética laica, sin embargo, es menos eficaz
porque le faltan los “símbolos unificadores” y las “narraciones concretas” de las
confesiones, que son tan influyentes en la educación.

El debate concluye con una serie de comentarios de conjunto sobre la dimensión


estética, que podría también ayudar a la consecución de “universales intersubjetivos”
entre los hombres.

3. Apreciaciones críticas

En la discusión que antecede podemos distinguir dos grandes temáticas: la


cuestión de la relevancia de la neurociencia para el conocimiento del hombre y la
propuesta de una ética universal (con algunas referencias a la religión).

I. Neurociencia y conocimiento del hombre. Loren R. Graham, en su obra


Between Science and Values6, señala que hay dos modos de plantear la ciencia, uno
restrictivista, que ve la ciencia como limitada a su objeto propio, sin ninguna relación
con cuestiones de valores, y otra ampliativista, que plantea la ciencia más allá de sus
límites formales, relacionándola con la visión del mundo, del hombre y de los valores.
En el campo biológico hoy son frecuentes los “ampliativistas”, como Monod, Lorenz
o Wilson. Muchos de estos ampliativistas en realidad son “reductivistas” en otro
sentido, en mi opinión, en cuanto quieren reconducir la cosmovisión del hombre a lo
que suponen podría concluirse desde la perspectiva de sus investigaciones científicas.
Así ha sucedido con frecuencia en el campo de la biología molecular, la genética y la
etología. La “moda” empezó, en biología, desde la época de Darwin. Para Graham,
los momentos en que una ciencia provoca entusiasmo y muchas esperanzas, porque
está naciendo o se está desarrollando con empuje, son momentos muy favorables para
que aparezcan “ampliativismos” desmedidos y acríticos.

Creo que esta situación vale hoy especialmente para los estudios
neurocientíficos. En este sentido, quizá Changeux pertenece a un planteamiento
científico “ampliativista” que comporta una serie de problemas epistemológicos
específicos.

6
Columbia University Press, Nueva York 1981.
21

Éste es el punto que Ricoeur pretende hacer ver en sus argumentaciones.


Constantemente recuerda a Changeux que del puro análisis neurocientífico no es
posible saltar a la dimensión psíquica y humana, sin presuponerla, y mucho menos
sacar conclusiones éticas. Para hablar del hombre en su dimensión psíquica o ética
hace faltar situarse en una perspectiva propia, que para él coincide con el
planteamiento fenomenológico. Sólo así se llega a las experiencias humanas
intersubjetivas, en especial a la experiencia de la propia subjetividad y la libertad.
Cuando el neurocientífico interpreta psicológicamente o éticamente sus
investigaciones científicas, igual que cuando lo hace el biólogo estudioso de la
evolución, está utilizando su experiencia antropológica vivida.

Changeux no acepta este “restrictivismo” y piensa que la neurociencia es


competente para hablar del hombre en todas sus dimensiones (éticas, religiosas,
políticas, psíquicas, etc.). Sus argumentaciones se basan, aparentemente, en la
necesidad de trabajar de modo interdisciplinar. Pero es claro que para él la principal
fuente de validez científica del discurso sobre el hombre está en la ciencia natural y
concretamente en la neurociencia. Por eso, cuando de ahí “saca conclusiones” de tipo
ético o religioso, en realidad se ha pasado inconscientemente al plano filosófico (por
ejemplo, al concluir que la paz es necesaria, o que la violencia es mala, o que ya en
los animales hay comportamientos pre-morales), o por lo menos al plano psicológico
(por ej., al hablar de sentimientos), con la dificultad que supone pensar que esas
conclusiones saldrían de la neurociencia y así gozarían del prestigio autoritativo de los
saberes “objetivos”.

Hay que reconocer, sin duda, que la neurociencia no puede ser una ciencia
“puramente físico-química”, porque investiga sobre funciones biológicas en las que
está implicado el psiquismo. El neurocientífico tiene necesidad de hablar de la
conciencia, las representaciones, los sueños, los recuerdos. Este lenguaje psicológico
es inevitable. La neurociencia, al menos en sus estratos más altos, es inevitablemente
una psiconeurociencia, y por eso es relevante, por ejemplo, para el estudio de las
patologías psíquicas. Lo mismo cabe decir de los estudios etológicos, que ascienden
de la pura dimensión biológica a los aspectos comportamentales (y también
sociológicos) de la vida animal, incluyendo su vertiente evolutiva. Esto mismo hace
que estas ciencias no se basen exclusivamente en procesos físico-químicos. Son
22

ciencias que comienzan a tocar aspectos más altos que lo puramente material
(aspectos psicológicos, sociológicos) y por eso no tienen la misma “objetividad” de la
física, la química o la biología molecular. El estudio físico, estrictamente neurológico,
se subordina a una visión psicológica y sociológica más alta (que no es todavía la
visión filosófica o ética).

Es positivo que Ricoeur en esta obra haya precisado que los eventos neurales
son un sustrato material (causa material) de las funciones psíquicas superiores del
hombre. Con esta indicación, puede entreverse el alcance, pero a la vez los límites, de
la “explicación neurológica”. De ella no pueden extraerse juicios, por ejemplo,
completamente explicativos de fenómenos como los eventos místicos de los santos,
las creaciones literarias de los escritores, los descubrimientos científicos o del valor
de la conducta política de las personas. Lo mismo cabe decir del comportamiento
moral de las personas, en cuanto depende de su libertad. En estos campos la
competencia principal no la tiene el neurocientífico como tal. Esta pretensión es
peligrosa políticamente. La crítica a los que piensan de modo diferente al nuestro, la
legitimación e incluso ejecución de medidas políticas, penales, sociales, podría
traspasarse a la autoridad de los neurocientíficos, con consecuencias políticas
inquietantes.

En conclusión:

1. Pienso que puede admitirse, superando incluso lo que ha sostenido Ricoeur,


que la neurociencia es inevitablemente una ciencia híbrida, en la que lo estrictamente
físico se mezcla con lo psíquico. Pero el “sentido” lo da lo psíquico, no lo físico. La
dimensión física es subordinada, por importante que sea.

2. Las explicaciones neurocientíficas son parciales. Quizá Changeux tendría que


reconocer que su especialidad no tiene la importancia que él le da. El neurocientífico,
como tal, no puede hablar de moral con autoridad científica. Pero la neurociencia,
como ciencia auxiliar y a veces indispensable, es relevante para los estudios
psicológicos y morales.

II. La ética universal. La religión. Changeux reivindica la posibilidad de hablar


de una ética universal, objetiva, válida para todos los hombres por encima de las
23

diferencias culturales, fundada en la naturaleza humana y capaz de aplicarse al campo


del Derecho.

Es significativo que autores contemporáneos, quizá a la vista de los riesgos de la


violencia terrorista o de ciertas lesiones a la dignidad de la persona perpetradas por
fundamentalismos religiosos o por cualquier otro tipo de ideologías, recurran a la
necesidad de plantear una forma de Derecho o de ética natural. Ante esta exigencia, la
respuesta de Ricoeur muestra cierta debilidad especulativa. A la postre, Ricoeur se
rinde ante la inevitabilidad de las diversas concepciones éticas en el mundo, lo que él
parecería superar, de alguna manera, en un plano “religioso” peculiar, con la adhesión
a “mitos” que contendrían un fondo último de verdad. Desde esta postura, es difícil
aceptar una ética con contenidos universalmente válidos, y el “relativismo ético” no
parece superable. ¿Con qué criterio cabe argumentar que los asesinatos son
moralmente inaceptables? Aunque Ricoeur no lo dice explícitamente, parecería que,
en el fondo, él está acudiendo a la tradición judeo-cristiana basada en el amor (aún
así, es válido un discurso ético metafísico basado en la naturaleza humana). Pero al no
asignarle a la religión cristiana sino el valor de un “mito” sapiencialmente rico, no
puede responder con eficacia a la objeción de Changeux de que los mitos son
variables si miramos a las diversas culturas.

La propuesta de Changeux sería válida si apelara a la naturaleza humana tal


como puede ser entendida desde un planteamiento metafísico u ontológico. Entonces
tendría sentido reconocer que en los animales se va desarrollando una conducta
intencional, cognitiva y afectiva, que cuando se realiza en el hombre adquiere un
significado moral gracias a la intervención de la libertad. El animal puede ser
cooperativo con algunos individuos, y violento con otros. Su vida afectiva (y
cognitiva) le mueve a este tipo de comportamientos (ayudar a un animal herido, atacar
a otro animal por venganza, etc.). En el hombre esta dimensión pasional es moral
porque la persona auto-domina su conducta intencional y puede así captar y querer
como tal el bien o el mal de los demás o de sí mismo.

La posición de Changeux es que la “naturaleza” como base de la ética sería la


estructura material del cuerpo humano tal como es objetivizada por la neurociencia.
Sin embargo, cuando él manifiesta su convicción moral de la necesidad de la paz, la
tolerancia, la simpatía, el amor, parece que está tomando prestadas estas categorías
24

morales de una serie de fuentes (la cultura, la propia percepción moral metafísica), no
de la neurociencia como tal.

Los dos autores han tratado también, por último, de la cuestión de la religión. La
concepción antirreligiosa de Changeux parece algo unilateral. Mezclando abusos
políticos, desviaciones de la religiosidad y otras circunstancias históricas, Changeux
ve afectada a la religión del peligro del fundamentalismo exclusivista, pronto para
pasar a la intolerancia. No sería difícil mostrar que ni la auténtica religiosidad ni todo
“sistema de creencias religiosas” tienen necesariamente esa estructura intolerante. Y,
a la vez, fácilmente podría hacerse notar que la intolerancia política e ideológica es un
fenómeno muy extendido en toda la humanidad, a todos los niveles, y que de él no
están exentos tampoco los hombres de ciencia y, por supuesto, los movimientos
históricos secularistas y las doctrinas políticas.

La respuesta de Ricoeur intenta dar un valor sapiencial positivo a la actitud


religiosa, que sin embargo parece relativizar en sus contenidos, ya que a cada religión
le reconoce un alcance “fragmentario”. Para el cristianismo genuino, en cambio, la
verdad de Cristo no es fragmentaria, sino total y con valor universal, aunque se
pretende que llegue a todo hombre con libertad y convicción personal y por tanto
implica un respeto a la libertad religiosa. Si esta libertad se preserva, especialmente en
su vertiente política, la exigencia de absoluto de la religión no supone un peligro
político.

En resumen, la “debilidad” del pensamiento ricoeuriano, por cierta deficiencia


metafísica que también se comunica a su visión de la religión, no logra contraponerse
con eficacia al “radicalismo” neurológico de su interlocutor. Ambos autores son
sensibles al problema de la paz y la tolerancia y querrían superar los problemas que
actualmente crea la violencia. Para hacerlo con eficacia, bastaría el reconocimiento de
los derechos humanos con una base en la persona y en la naturaleza humana,
añadiendo algunas distinciones sobre el alcance limitado del poder político,
compatible con las convicciones de verdad y con su comunicación a los demás en un
ámbito de libertad. La argumentación de estos puntos requiere un punto de vista más
alto que el de la sola neurociencia.

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