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Changeux Ricoeur
Changeux Ricoeur
(2006)
Recensión a
1. Visión de conjunto
Este libro, editado por primera vez en 1988, transcribe un diálogo sostenido
entre Paul Ricoeur (1913-2005), filósofo embarcado en la línea hermenéutico-
fenomenológica, y el neurocientífico Pierre Changeux (1936-), discípulo de J. Monod
y estudioso de neurobiología molecular. Ricoeur, muerto en mayo del 2005, era
ampliamente conocido en el ambiente filosófico internacional. Changeux, director del
Comité Nacional de Bioética en Francia, aplicó la biología molecular al estudio del
sistema nervioso (por ejemplo, investigaciones sobre los neurotransmisores). Ha
expuesto en obras de alta divulgación algunos aspectos centrales de sus estudios, de
los que se desprende una visión del hombre derivada principalmente de las
neurociencias. Es bastante conocida su publicación L’homme neuronal (1983). Su
obra más reciente, en esta línea divulgativa humanista, es L’homme de vérité (2002).
El libro surgió como un diálogo oral entre los dos autores, posteriormente
elaborado por el editor y, finalmente, releído y corregido por ellos. Tiene el interés de
ser una larga discusión -poco frecuente- entre un filósofo y un científico. El filósofo,
Ricoeur, procede de una tradición humanista hermenéutica que no ha tenido contactos
importantes con las ciencias. Ricoeur discute con Changeux sobre la cuestión de la
relevancia de la neurobiología en la concepción del hombre, especialmente en la ética.
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Changeux lleva con frecuencia la iniciativa del debate y por momentos manifiesta
más empuje.
En síntesis, podríamos decir que Ricoeur intenta a lo largo del debate conducir a
Changeux a la aceptación de que en los problemas más profundos, por ejemplo éticos,
la perspectiva neurológica es insuficiente. El neurocientífico francés no acepta este
punto y sugiere, por el contrario, que la neurociencia es importante para comprender
la vida humana en todos sus aspectos. Dicho de otro modo, la preocupación de
Ricoeur es llevar a su interlocutor al reconocimiento de la parcialidad de la
aproximación científica naturalista, como entreviendo en él una pretensión
reduccionista. Este último rechaza esa sospecha y manifiesta su convencimiento de
que la neurociencia tiene mucho que decir sobre el hombre y la ética. Al mismo
tiempo, Changeux muestra una actitud crítica ante la religión y ante cualquier alusión
a una dimensión sobrenatural, mientras Ricoeur manifiesta una visión positiva de la
dimensión religiosa y en especial del cristianismo.
2. Resumen de la obra
No es fácil resumir un libro que consiste en una discusión dialéctica entre dos
autores. Me limitaré a dar algunas indicaciones sobre los puntos y los argumentos
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principales que los dos protagonistas van presentando. Sigo los títulos de los 7
capítulos de modo descriptivo, a lo que seguirá una valoración final de carácter
personal.
Ricoeur replica, ante todo, que las perspectivas científica y filosófica son
irreductibles. Sin llegar a un “dualismo ontológico”, por lo menos hay que aceptar un
“dualismo semántico”. Expresiones como “el cerebro piensa” no tienen sentido. El
“cuerpo vivido”, captado por la visión fenomenológica, no tiene nada que ver con el
“cuerpo objeto” que describen las neurociencias. Concretamente, aunque en la vida
animal parezca anunciarse algún “preparativo” de la ética (tendencia a asociarse, a
acoger, pero también a la violencia), el discurso normativo es originario y supone una
discontinuidad con la biología. Una “unificación de discursos” corre el peligro de caer
en la confusión y los equívocos.
Estas vías neurológicas hacen ver, para Changeux, que hace falta emplear un
lenguaje común a la psicología y a la neurociencia, para facilitar la correspondencia
entre la descripción neurológica y la psicológica.
limitados, sino que conviene ver lo que sucede con el viviente en su propio ambiente,
donde es activo y dominante. Tampoco se trata de apelar a la introspección pura. Al
contrario, el sujeto expresa lo que le sucede psíquicamente en el contexto de una
conversación con otros, en medio de experiencias intersubjetivas ordinarias, donde las
captaciones intelectuales se comparten entre varios (experiencia hermenéutica).
Sin una respuesta muy elaborada, Ricoeur se limita a decir que no ve qué aporta
la neurociencia a la comprensión de las experiencias humanas, ni comprende cómo
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podría enriquecer a las relaciones de la persona con los demás o con la sociedad. Sólo
serviría, en principio, para casos patológicos.
Ricoeur, con cierta impaciencia, acota que todo eso se sabe gracias a las
ciencias humanas interpretativas y no por la vía del conocimiento físico. Changeux
está transponiendo demasiado temas de otras ciencias a la neurociencia. Cada ciencia
es sólo dueña de su campo, por su objeto y método. Podrá relacionarse con otras
ciencias, pero no puede pretender resolver los problemas de las disciplinas que siguen
otros métodos. Ricoeur se queja de la tendencia hegemónica de esas ciencias que
pretender “redefinir” en sus propios términos los campos de las demás ciencias, y
acusa a Changeux de hacer esto con la antropología social. Hablar de intenciones,
representaciones, objetos mentales, comprensión del niño de la mente de los demás,
etc., pertenece a la psicología y sociología. Todo esto no puede atribuirse
tranquilamente “al cerebro” (pp. 169-170). Changeux se muestra decepcionado ante
este ataque y recuerda el caso (situado a fines del siglo XIX) de un obrero que, tras
fuerte lesión cerebral pasó a comportarse de un modo moralmente extraño. Habría,
pues, una “inscripción” neural de las ideas éticas y sociales.
Changeux reconoce que la cuestión del cerebro no es una simple temática física
entre tantas. Al cristiano le plantea un problema de ciencia y fe, porque la tradición
occidental pone a Dios como Espíritu. Changeux, no creyente, recuerda cómo
recientemente el Vaticano admitió la teoría evolucionista como algo más que una
hipótesis, rehabilitando a Darwin, pero advirtiendo que el alma espiritual es creada
inmediatamente por Dios. Por eso el cristiano ve como un problema la negación
científica del espíritu. Por su parte, él se reconoce como un materialista “razonable”,
como lo eran en otros tiempos Demócrito o Spinoza. La hipótesis del Espíritu no es
necesaria.
Ricoeur admite la evolución como proceso sin finalidad. Por tanto, si decimos
que “todo converge hacia el hombre”, lo hacemos con una mirada retrospectiva,
seleccionando lo que sirve para el hombre y dejando de lado el resto. Así se ve que la
cuestión del sentido, fundamento de la ética, la pone el hombre y sólo él. La
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naturaleza no sabe adónde va. Poner orden en la vida es una exclusiva responsabilidad
humana.
Changeux replica que no es malo tratar de buscar los orígenes del hombre en la
evolución. Está en desacuerdo con la idea de que la selección natural darwiniana sería
un mecanismo perverso que pondría a los hombres en lucha. Entre los animales, como
ya vio Darwin, hay vínculos de simpatía. La moral nacería de los instintos humanos
en estado bruto. Siguiendo a Adam Smith y a Hume (no a Hobbes), para Darwin la
conducta moral surge del afianzamiento de los instintos sociales: esto hace que los
hombres, en vez de buscar de inmediato una felicidad egoísta, acepten vivir según
reglas, con independencia del placer o dolor inmediato. Y así, poco a poco, los seres
humanos habrían extendido esas reglas a otros grupos, a su país y a todos los hombres
(aunque sean enfermos, inútiles o de otras razas). Así se llegaría a la “regla de oro” de
la moralidad: “haz a los demás lo que querrías que te hagan a ti”. La evolución moral
continúa, de otro modo, la evolución biológica.
Changeux, hace notar Ricoeur, ahora está teniendo esa “mirada retrospectiva”
que él había mencionado anteriormente. Entre los diversos rasgos del comportamiento
de los animales, su interlocutor está seleccionando los que servirían como
“condiciones de existencia del sentido moral”. Pero la moralidad no nace de los
animales, sino que ya está presupuesta en esa explicación evolucionista. Se está
interpretando la conducta animal desde el hombre. Conocemos la “regla de oro” y
buscamos sus “preparativos” en los animales. Pero otros autores, con otras éticas,
también han querido ver “preparativos” de las mismas en los animales. La verdad es
que la naturaleza no va en ningún sentido especial: no tiene finalidades, aunque sí
puede “predisponer” a una conducta.
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Capítulo VI. El deseo y la norma. Este capítulo estudia cómo se pasa de las
disposiciones naturales a las normas éticas. Ricoeur comienza anunciando la
imposibilidad de reducir la visión fenomenológica o del moralista a la ciencia
neuronal, y hace notar el abismo existente entre las exigencias morales (por ejemplo,
la aspiración a un orden humano pacífico) y la evolución biológica, en la que no
existe de ningún modo la moralidad. Admite, para la biología, la categoría de
predisposición (genética y epigenética) a lo moral. En la praxis humana como tal
tenemos las nociones de capacidad, valoración, normatividad, sí mismo, justificación.
Se habló de “orígenes”, término que puede ser confuso, pues amalgama muchas cosas
y mezcla la idea de “descendencia” con la de “justificación”.
Animado por esta concesión, Changeux señala estudios etológicos (R. Blair, que
sigue a Lorenz) en los que se ve cómo los perros a veces atenúan su agresividad si ven
en el agredido un signo de sumisión, y también los niños pueden cesar su violencia si
encuentran en el adversario señales de tristeza. Hay, pues, “emociones morales”
naturales (simpatía, empatía, remordimiento, culpabilidad), que tienen una base
cerebral.
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Esta oposición entre Dios y la naturaleza sería inconcebible para el pensamiento clásico. Sin
darse cuenta, Changeux está apuntando a un Derecho natural.
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Nuevamente encontramos una “recuperación inconsciente” del Derecho natural.
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El autor pone ejemplos en los que mezclan cosas muy distintas: las Cruzadas, la Shoah, la
noche de San Bartolomé, las luchas crueles entre católicos y protestantes en Irlanda del Norte,
las matanzas de Hebrón. Todo acaba en una suerte de denuncia contra la religión y sus males.
Este punto se matizaría mucho más si atendiéramos a las masacres, incomparablemente más
amplias desde el punto de vista numérico, promovidas directamente por las ideologías
secularistas, como el marxismo, el nazismo, los revolucionarios franceses de la ilustración, así
como a las guerras modernas, con sus millones de muertos, llevadas a cabo por los
nacionalismos y/o por motivos preponderantes de dominio político y económico.
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(por ej. los conflictos entre hebreos y palestinos)4. “Las religiones dividen a la
humanidad, más que unirla, a pesar del discurso de paz que ellas proclaman sin
resultados tangibles” (p. 281).
Ricoeur, recordando que no es católico (p. 286), reconoce que tiene ciertas
dificultades ante las enseñanzas tradicionales no sólo de la Reforma, sino del
cristianismo en general (p. 286). Se opone a la “moral sexual” del Vaticano y critica
la encíclica papal Veritatis splendor y documentos análogos, que no dejan espacio a
decisiones prudenciales e imponen soluciones unívocas a cuestiones personales y
privadas o a problemas de salud pública (p. 275). Sobre la relación entre religión y
violencia, en cambio, cree que las religiones en principio son promotoras de paz,
aunque hay desviaciones de ese proyecto, y a veces las diferencias religiosas son
explotadas por el nacionalismo y los designios políticos.
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Este punto nos parece exagerado, o quizá muy condicionado por la coyuntura actual con
relación al conflicto hebreos/palestinos y por los fundamentalismos violentos de ciertos
sectores religiosos politizados (islamismo fundamentalista).
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particulares. En cada una de ellas, si cada uno profundiza, llega a “lo fundamental”,
pero con límites, así como cada lenguaje es un límite para lo lingüístico en general.
“Lo mío religioso (mon religieux) es el límite de lo religioso” (p. 285). Cada uno
llegaría al “fondo fundamental” a través de su propio camino religioso. Changeux
replica que sería más eficaz hacer el mismo camino sin ninguna religión.
Ricoeur comenta que los conflictos no van a desaparecer nunca. Por eso es
importante el amor, más allá de la justicia. Lo esencial religioso sería la fuerza “débil”
del amor, con sus exigencias, que sobrepasan la dimensión de la estricta justicia (p.
294). Changeux replica que ese “amor” de las religiones llevó a muchas intolerancias.
Los que rompieron las cadenas de la esclavitud no fueron las “religiones del amor”,
sino los revolucionarios de 1789, que apelaron a la fraternidad universal y se
opusieron a la Iglesia (p. 294). Pero Ricoeur recuerda la intolerancia violenta
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Parece una vaga alusión a Dios. Ricoeur no emplea la palabra “Dios” (en la p. 309 explica
que él no usa esa palabra, porque con ella ya se caería en una representación particular). Se
siente cercano a la visión de Hans Jonas sobre “Dios después de Auschwitz” (p. 286). Habría
que renunciar a las categorías de la Omnipotencia y del infierno, que sirven para justificar el
poder político y para provocar miedo, y asumir un modelo teológico del “poder” a través de la
palabra, ligado a la “debilidad” de un amor que se entrega a la muerte.
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Como era de esperar, Changeux responde que los mitos son muy variables y
muchas veces contienen doctrinas exclusivistas y preparan ideologías violentas. Para
reconocer la bondad del hombre basta ir a sus sentimientos morales, propios de
nuestra especie (simpatía, solidaridad), sin necesidad de pasar por la religión, dada su
peligrosidad. Desde aquí, se puede estudiar cómo evitar la violencia. Para eso habría
que investigar en los mecanismos de la conciencia que permitirían controlar la
violencia y que de hecho se han traducido en “trazas mnemónicas” culturales
dispersas en todas las culturas.
“universalización del Derecho” (p. 321). La ética laica, sin embargo, es menos eficaz
porque le faltan los “símbolos unificadores” y las “narraciones concretas” de las
confesiones, que son tan influyentes en la educación.
3. Apreciaciones críticas
Creo que esta situación vale hoy especialmente para los estudios
neurocientíficos. En este sentido, quizá Changeux pertenece a un planteamiento
científico “ampliativista” que comporta una serie de problemas epistemológicos
específicos.
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Columbia University Press, Nueva York 1981.
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Hay que reconocer, sin duda, que la neurociencia no puede ser una ciencia
“puramente físico-química”, porque investiga sobre funciones biológicas en las que
está implicado el psiquismo. El neurocientífico tiene necesidad de hablar de la
conciencia, las representaciones, los sueños, los recuerdos. Este lenguaje psicológico
es inevitable. La neurociencia, al menos en sus estratos más altos, es inevitablemente
una psiconeurociencia, y por eso es relevante, por ejemplo, para el estudio de las
patologías psíquicas. Lo mismo cabe decir de los estudios etológicos, que ascienden
de la pura dimensión biológica a los aspectos comportamentales (y también
sociológicos) de la vida animal, incluyendo su vertiente evolutiva. Esto mismo hace
que estas ciencias no se basen exclusivamente en procesos físico-químicos. Son
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ciencias que comienzan a tocar aspectos más altos que lo puramente material
(aspectos psicológicos, sociológicos) y por eso no tienen la misma “objetividad” de la
física, la química o la biología molecular. El estudio físico, estrictamente neurológico,
se subordina a una visión psicológica y sociológica más alta (que no es todavía la
visión filosófica o ética).
Es positivo que Ricoeur en esta obra haya precisado que los eventos neurales
son un sustrato material (causa material) de las funciones psíquicas superiores del
hombre. Con esta indicación, puede entreverse el alcance, pero a la vez los límites, de
la “explicación neurológica”. De ella no pueden extraerse juicios, por ejemplo,
completamente explicativos de fenómenos como los eventos místicos de los santos,
las creaciones literarias de los escritores, los descubrimientos científicos o del valor
de la conducta política de las personas. Lo mismo cabe decir del comportamiento
moral de las personas, en cuanto depende de su libertad. En estos campos la
competencia principal no la tiene el neurocientífico como tal. Esta pretensión es
peligrosa políticamente. La crítica a los que piensan de modo diferente al nuestro, la
legitimación e incluso ejecución de medidas políticas, penales, sociales, podría
traspasarse a la autoridad de los neurocientíficos, con consecuencias políticas
inquietantes.
En conclusión:
morales de una serie de fuentes (la cultura, la propia percepción moral metafísica), no
de la neurociencia como tal.
Los dos autores han tratado también, por último, de la cuestión de la religión. La
concepción antirreligiosa de Changeux parece algo unilateral. Mezclando abusos
políticos, desviaciones de la religiosidad y otras circunstancias históricas, Changeux
ve afectada a la religión del peligro del fundamentalismo exclusivista, pronto para
pasar a la intolerancia. No sería difícil mostrar que ni la auténtica religiosidad ni todo
“sistema de creencias religiosas” tienen necesariamente esa estructura intolerante. Y,
a la vez, fácilmente podría hacerse notar que la intolerancia política e ideológica es un
fenómeno muy extendido en toda la humanidad, a todos los niveles, y que de él no
están exentos tampoco los hombres de ciencia y, por supuesto, los movimientos
históricos secularistas y las doctrinas políticas.