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Las circunstancias improcedentes en las que una obra debe ser siempre realizada ad infinitum

ofrecen una explicación en sí mismas pero no fuera de sus propias reglas. Una obra, al momento
de ser hecha, es un evento histórico, pero a la vez es una constante dilación de recreaciones en las
que se vislumbra una consciencia operante que necesariamente está implícita en dicha obra y que
tendrá el ánimo de hacer que consciencia y producto se repitan en un ciclo interminable, siempre
que haya un receptor.
Es siguiendo esta premisa fundamental que me atrevo a realizar yo mismo una obra que
busque darme duración no como hombre, sino como padre e hijo de mis trabajos al mismo
tiempo. Intento con esto hacerme un lugar en el estante y en la memoria de los lectores, que
recreen lo que yo intento elaborar, que lo completen. Habrá un juicio que el tiempo se encargará
de ejecutar, incluso tal vez después de mi muerte. Sólo la historia, pero también la cíclica
repetición de la creación y la asimilación de los hechos, se encargará de darle algún valor a mis
palabras.
Si elijo algún género para este fin, quisiera ser envuelto en el velo de la poesía, mas no dejaré
de coquetear con la Literatura, pues me ha dado tanto que no puedo despreciarla. Espero que lo
que he hecho hasta ahora me lleve por un buen sendero; espero que mis palabras lleguen a la
sociedad. Al menos sería un modo de entrar en ella. Más allá de las nostalgias que me ha dado mi
incapacidad inherente para alzar la voz más allá de mi oficio, que las letras hagan lo que mis
labios no pueden. Más que aceptación, busco compenetración.
Quizás más que mis palabras mudas, mis obras alcancen alturas que mi pequeño cuerpo jamás
pensó posibles. Las dimensiones plausibles para la imaginación están más allá de lo que puede
hacer el cuerpo. Es probable que por esa razón hemos visto por tanto tiempo al cuerpo como un
obstáculo. En la infinidad de mundos posibles fruto de la creación, de la creatividad, por mucha o
poca que ésta sea.
A veces las palabras fluyen de manera interminable sobre la página. La habilidad y la técnica
creadoras abarcan la vida diurna y no solo la nocturna, y somos capaces de hacer grandes obras
que fluyen de nuestras manos. No me cansaré de decir que el hombre es producto de sus obras.
Sin embargo, hemos estado tanto tiempo transformando el entorno que nos es más fácil seguir
creando que regresar sobre nuestros pasos. Esta actividad nos ha llevado a la creación de obras
poéticas, la construcción de la obra y su conformación como tal es el mérito del hombre. Somos
animales de obras, sobre todo de obras que perduren por el valor de serlo.
En el quehacer del ser humano, sus productos son el legado y el testimonio para las
generaciones por venir de la consciencia y la vida mismas. En la finitud del devenir del hombre
hay que encontrar más que el simple estar. Finalmente, el hombre reconoce que su vida es un
instante únicamente en la vastedad de posibilidades del mundo natural. Los nombres de que
Historia nos ha devuelto tienen la dicha de ser más que sólo un dato: son el sueño realizado de la
vida postrera. El tiempo, repito, será el que decida: el tiempo y los lectores.
Estas líneas son la explicación que me doy a mí mismo sobre las derrotas y los desasosiegos.
Si a veces uso el plural “nosotros” es porque creo que hay puntos en los que las experiencias
comparten situaciones. En ningún momento ofrezco universales. Ante yo mismo me encuentro
sin respuestas que me ayuden a descifrar las conductas que he tomado y tomaré, consciente o
inconscientemente. Buscar plasmar todo esto con palabras quizá brinde algo de luz al problema.
Dudo que lo resuelva. En la mayoría de los casos, no bastará con la expresión de las causas y los
efectos, sino que será necesario el consejo. De antemano digo que habrá pocos precisamente por
la multiplicidad de respuestas: no se trata de dar fórmulas. Espero que haya refugio y el inicio de
una conversación con uno mismo. Algunas situaciones de este libro parecerán bagatelas o
nimiedades, estoy seguro de ello, y lo acepto desde el primer momento. Sin embargo, no por ello
dilataré su realización. Más que responder a generalidades, busco que cada situación individual
dé pautas para que los lectores encuentren puntos de acuerdo.
Ante mi propia expectativa de escribir unas cuantas líneas que valgan la pena, me enfrasco en la
empresa de llenarme de experiencias que puedan ser vertidas en el papel, aunque no todas sean
buenas experiencias. El problema radica en la dependencia de los estados de ánimo y las
intenciones de las otras personas que siempre estarán involucradas en lo que sucede. Usualmente,
la agenda de uno no concuerda con la del otro y hay roces, problemas, corazones rotos. Por más
que se busque salir bien librado, cada cabeza es un mundo y cada mundo tiene sus propias leyes,
las cuales no siempre entendemos y por las cuales las reacciones violentas no se hacen esperar.
Hablar o escribir sobre el contacto es hablar sobre la vida en sociedad. No soy apto para dar
consejos acerca de cómo hacer la vida más pacífica. No entiendo los distintos niveles de
confianza que debe tener cada interacción; usualmente me pregunto si lo que hago es correcto o
no. Sin embargo, lo que me mantiene intentando es la necesidad de no estar solo, y una especie
de saudade que me sigue volcando al vértigo de negarme a una vida en solitario. Con todo esto, al
paso de los años he variado mi aproximación al problema y he descubierto que el ser selectivo da
y no da frutos. La selección es al mismo tiempo dadora y expoliadora, y siempre se llega al
mismo solipsismo. En la maraña de escenarios que se puedan tratar de dilucidara para tratar de
prever lo que ocurrirá, intentar seleccionar a priori a las personas es difícil, casi tan difícil como
expulsarlas a posteriori.
Atiendo, ante todo, al hecho de tratar de hacerme la vida más llevadera. He notado que, con
sus distintos matices, todos buscamos hacer lo mismo. La necesidad de sobrellevar la soledad
conduce a vicios y virtudes a todos por igual. Alguna vez un amigo me preguntó por qué estaba él
tan deprimido. Le respondí que ni siquiera yo mismo había sido capaz de responderme esa
pregunta. La interacción de las emociones en los contactos con otros día a día nos abandonan en
un mar de incertidumbres. Lo único que sé de cierto es que, conforme va avanzando la vida, se
vuelve todo más disperso. Somos barcas que navegan en un mar de corrientes sin fin. Por mucho
que tratemos de asirnos, inevitablemente las mareas nos irán separando.

Digo lo anterior más consciente que inconscientemente. Sé que es una verdad, es un hecho
indiscutible, pero cuesta asimilarlo. El apego con las personas desvanece la idea de poder actuar
razonablemente cada vez que hay una separación. Entiendo que todo lo que tiene que ver con el
hombre está destinado a acabarse, pero hacerse a la idea es mucho más difícil pues es
desesperanzador estar prevenido de que todas nuestras relaciones van directamente a su fin.
¿Cuál es el sentido, entonces, de envolverse y relacionarse si todas las relaciones están
destinadas al fracaso? ¿Por qué es que siempre nos lanzamos al vacío esperando un lugar blando
donde caer al lado del otro? Por lo bajo hago estas preguntas cada vez que veo amantes de la
mano o grupos de amigos. No acabo de entender la lógica detrás del abandono al otro, pero
tampoco niego que quiero formar parte de él. Inventar un más allá compartido y hacerlo un más
acá tangible es la esperanza de todos.
Asumo entonces que ignoramos o deseamos ignorar el futuro dolor de la pérdida en pos del
placer de la compenetración presente. Entiendo que no se desea pensar en la disolución venidera,
sino en la gran esperanza de que “esta vez sí dure”, que “sea para siempre”. No me siento
suficientemente optimista como para aceptar esta premisa, o al menos no de la manera totalmente
entregada que de primera instancia presupone. Creo que hay quienes tienen un límite de
decepciones y que al final ya no se puede tolerar más.
Con el tiempo la paciencia se va agotando y tenemos cada vez menos razones para caer en las
redes del sentimiento, y si alguien nos ha lastimado, quizás podamos alcanzar la comprensión de
que tal vez así es su naturaleza, y que igual hubiéramos sido nosotros como cualquier otra
persona. Como dice la fábula de Esopo: no siempre somos tan importantes como pensamos. A
veces, incluso, quien lastima es uno mismo, acaso sin saberlo, y esperamos que con el paso del
tiempo nuestros errores sean perdonados.

El afán de sentirse parte de algo, perteneciente a la tribu, lleva a la persona por largos senderos en
busca de la respuesta a sus plegarias. A nadie le es ajeno el sentimiento de abandono, de soledad
en el mundo, de una orfandad melancólica que cierra mentalmente las puertas a lo que pueda
suceder, a la reunión de los individuos en el momento en que se abran las esclusas de nuestro
ensimismamiento.
En este momento me topo con la dicotomía soledad-compañía. Hay quien prefiere la soledad,
tal vez por haber pasado ya mucho tiempo en solitario, ya porque logran bastarse consigo
mismos. O quizás por una timidez inherente que no se puede negar. En cambio, hay quienes no
soportan la soledad. No pueden tolerar los espacios en los que sería posible acercarse a lo más
profundo de su ser y conocerse de mejor manera, tal vez por miedo a lo que el espejo les
devuelva, a su propia imagen desnuda. Todo esto es mera especulación, sobre todo porque hay
quienes tienen la capacidad de estar entre los dos polos de manera estable.
Apunto hasta ahora perogrulladas para tratar de explicarme a mí mismo el fenómeno de la
compañía, de la aceptación y el rechazo de los otros, de los que he sido víctima tantas veces y con
los cuales he pagado a otros tantos. Hacer más de lo posible para mantener las relaciones a veces
trae resultados favorables, pero a veces no. En ocasiones es tedioso, desgastante y termina en
tragedia. Hay relaciones que comienzan con una gran llama, con un fuego que lo consume todo, y
así como empezaron, de la misma manera terminan.
Más profundo que la duración de la relación es qué tanto afecta nuestro estado, qué tanto de
benéfica o perjudicial tiene. Y sea cual sea el caso, también influye hasta dónde nos aferramos
para mantener la conexión, incluso a sabiendas de que no vale la pena. Ignoro si sea orgullo,
nostalgia o verdadero amor lo que nos hace querer continuar. Desconozco las causas individuales
por las que se quiera proseguir en un camino del cual ya no se sabe o se espera nada.
Cansarse hasta agotar los recursos de la paciencia tiene de extenuante lo mismo que de
absurdo. Querer continuar, presas de una ceguera inconsciente resulta en un patetismo brutal.
Racionalmente carece de sentido, pero cuánto nos gusta ser ilógicos, ir contra la razón ahogarnos
en un charco, dramatizar la vida. Más allá del hecho de poder o no arreglar los problemas, y en
esto estriba lo doloroso, es el no querer dejar ir. Las separaciones siempre tienen algo que atenta
contra la subjetividad, que desarraiga nuestra alma. No dejar ir significa no soltar lo que la otra
persona tiene de nosotros, lo que se llevaría de nuestra persona. No dejo ir al otro porque es mi
espejo.
El fenómeno amoroso acarrea ideas catastróficas de nostalgias y rechazos. La virtud de amar es la
capacidad de creer que el amor nunca tendrá fin, poder tocar con la punta de los dedos la
eternidad vedada a los hombres. Al mirarse en los ojos del otro, quien ama penetra en el espacio
de la posibilidad y la esperanza, de estar juntos hasta la muerte, algo que incluso la religión
consagra. Más allá de la unión erótica, que es necesaria y fundamental para que todo suceda, los
amantes alcanzan a distinguir en los ojos del otro la ventura inaudita de que sus plegarias sean
escuchadas.
El amor requiere tiempo y ese tiempo se traduce en procurar la unión. Creer posible que haya
un espacio más allá donde el amor perdure bendice y consagra las uniones en su nombre, y casi
siempre los enamorados hacen del espacio su lugar sagrado y secreto. El cuidaod que lois
amantes se procuran alimenta la llama, da el privilegio de garantizar que sean posibles más
encuentros, más abrazos, más, siempre más. El amor siempre está hambriento, siempre espera
algo a cambio. No hay amor que no deje de pedir, de solicitar. Ante el contacto piel con piel los
amantes pierden sus armas y abrigan al otro en su seno, se funden y quieren romper las barreras
físicas que los separan. Amar es siempre querer ir más allá, traspasar los límites, vivir al límite.
El desgaste emocional, mental y físico que esto trae es colosal. ¿Por qué vivir gastando,
despilfarrando los recursos de la vida? Porque estas exuberancias significan el gozo de la vida
misma, porque en ese desgaste hay satisfacciones más grandes; porque, además, ese instante
infinitamente pequeño que es el éxtasis da en sí más recompensas que otros instantes y otras
formas, da más de sí que la mesura. Si el filósofo tenía razón y somos seres discontinuos, la
capacidad de sentir que mi existencia continúa en el otro y con el otro, vale más apostar por ello.
La intensidad de la que somos capaces al amar ya sería un fin en sí si nos detenemos a pensar
en la universalidad del amor. No se necesita ser un docto para amar. El sentimiento nos iguala a
todos. Cuando se ama se pierde el suelo, se viaja por la vida en un ensueño glorioso de dádivas y
cariño, de ilusiones y esperanzas, de un suspiro compartido. Claro, no todos amamos de la misma
manera, pero alcanzar el frenesí de emociones que produce el amor es casi general. En los labios
del otro encuentro el néctar de la vida. En su abrazo hay amarras de las cuales sostenerse contra
la grave corriente de la existencia. Aprehendo el mundo porque el otro está en él y puedo mirar de
cara al futuro porque no estoy solo. Lo que es más: niego a la misma muerte y me permito andar
por el mundo casi inconsciente de mi propio final. En el amor, las promesas siempre aspiran a
más.
¿Acaso no es esto más importante que el hecho mismo de comprender nuestra finitud, o la de
la unión? Si alcanzo el cielo con mis manos, ¿no vale la pena hacer caso omiso de la caída? Para
el corazón no hay más palabras que las que se dicen los amantes. Para su saludo y bienestar el
lenguaje dicho con el verbo de los cuerpos dice más y guarda secretos más gratificantes.
Descifrar esos secretos será el alimento de un corazón enamorado.

Los amantes hacen de su existencia un vía crucis a propósito, viven en un constate estado de
ansiedad. Las dudas, los remordimientos, la espera y el desazón están gravados en su frente.
Hacen de la tortura del alma el pan de cada día. Cuesta pensar, en sano juicio, quién haría
semejante cosa. Sin embargo, al ser siervos del amor, no importa la lógica. Carece de relevancia
el mundo exterior si la fuerza del amor así lo exige. Entre tanto, nos dejamos llevar más por
sospechas, esperanzas o ilusiones que por la realidad. Hacer caso omiso de lo que sucede fuera
del alcance de la emoción es lo que le importa al amante; éste es feliz ocultándose del mundo
detrás de la mirada de su objeto de amor. Entre más enamorado, más fuerte es la necesidad de
huir mundo y perderse en el vacío de sus sentimientos. Las consecuencias de esto son, por lo
general, trágicas.
La esperanza de todo amante es lograr que su amor se comunique a quien ama y que sea
correspondido. Sin embargo, a veces el fin del amor es el amor mismo, esa chispa que altera
todas las circunstancias y que hace bullir los ánimos sin control. A la larga, como todas las cosas
humanas, el amor irremediablemente tocará su fin, y todo el frenesí que causa, tarde o temprano,
caerá en el olvido.

El amor es siempre una apuesta. Siempre se quiere jugarse el todo por el todo para perseguir un
poco más. El amor es demandante y busca para sí disponer de todos los recursos viables. Los
amantes agotan sus fuerzas en la búsqueda de la disolución de sus límites, negándolos hasta que
terminan extenuados. Pródigo consigo, el amor castiga al amante al someterlo a su rigor.
¿Cuál es la razón de lo ilógico del amor? ¿Por qué el individuo decide esclavizarse de tal
manera a su emoción? ¿Qué hay en el amor de benéfico, de dadivoso en sí mismo que impele a la
persona a cometer incluso crímenes en nombre de su pasión? Me niego a creer únicamente en las
explicaciones biológicas. Me rehúso a aceptar que es sólo el resultado de una combinación de
hormonas que alteran el comportamiento para así hacer perdurar a la especie. Claro que esto
influye, pero no lo es todo, pues esto no basta para explicar al consciencia y los fenómenos que la
alteran. La existencia humana es más y ha hecho más que lo que un tubo de ensayo pueda
mezclar en su interior. El mismo fenómeno impide aceptar una sola explicación, pues cada
persona experimenta formas y estados diversos al sentir la pasión. Cada amor puede y debe ser
explicado por sí mismo.
En algún libro me topé con la idea de que el amor se caracteriza por surgir, la mayoría de las
veces, entre dos personas desconocidas, que por un azar se encuentran y entre las cuales se
establece un vínculo de naturaleza inquietante, inesperado y fortuito. Podría asegurar esto,
aunque con reservas. A veces el amor nace entre dos personas que ya tenían un vínculo el cual se
profundiza y cambia de naturaleza. Lo que es innegable es el espontáneo surgimiento de una
emoción inesperada y profunda que no estaba planeada. Es muy difícil decir cuándo y bajo qué
condiciones comienza el amor, y de la misma manera tampoco puede señalarse a ciencia cierta su
final. Lo único que es concreto es el periodo en el que dura la embriaguez de los sentidos.
Amar es aceptar esta duración sin principio ni fin concretos, pues el amor se basta a sí mismo
en ella, pero que no necesariamente coincide con la duración de la relación amorosa, si es que la
hay. El inicio de la relación no es el inicio del amor, así como el fin de aquélla no es el fin de éste.
Seguramente ésta es una de las razones por las cuales es tan difícil terminar las relaciones de
índole amatoria. Cuándo ésta termina, no sólo el amor sino otro tipo de emociones tanto positivas
como negativas están en juego, y no es fácil detener el caudal al que se está sujeto.
A pesar de esto, tampoco es posible definir al amor exclusivamente por su duración. Hay
amores manchados de orgullo u otra emoción que duran años mientras que los hay puros de unos
cuantos meses. El amor debería, pues, definirse por su intensidad. Sin embargo, dicha intensidad
varía de persona a persona, por lo cual resulta difícil establecer medidas objetivas para todos los
casos. No obstante, el amor puede ser percibido por los que nos rodean. Las personas logran
darse cuenta de cuándo alguien está bajo los efectos de la emoción. Hay señales físicas y de
comportamiento que así lo indican. La torpeza y el nerviosismo en la cercanía del objeto de amor
acusan y testimonian la emoción y sus alcances. Sonrojarse, tartamudear, sudar en exceso
también dan cuenta de lo que sucede. Una mirada de amor es más delatora que cualquier palabra,
y en esa mirada se dibuja el idilio imaginario que el amante quisiera traer a la realidad.
De repente el contacto inusitado, inesperado, sería más bendito que cualquier gratificación de
cualquier otra persona, y es que el amor elige a una sola persona El que ama sólo tiene ojos para
un objeto de amor. No se me diga que se puede amar a más de una persona, porque dudaré de
susodicho amor. Así como Dante desfallecía próximo a Beatriz, el que ama siente un vuelco cerca
de la persona que es su objeto de amor. Lo demás sería cariño, estima, fraternidad, incluso mero
deseo carnal.
Puedo desear, en mi caso, a varias mujeres por distintos motivos, pero sólo en el amor atiendo
y acepto la totalidad que es ese ser frente a mis ojos. El deseo selecciona, instintivamente, las
redondeces, la simetría, los aromas, y se contenta con la liberación corporal, con la voluptuosidad
de la desnudez. El amor, en cambio, solicita eso clara y justificadamente, pero también más. El
amante puede esperar al contacto físico porque éste no es su único fin.
El amante puede ser paciente mientras ame. Es capaz de aguardar el momento y la palabra
precisos, pues en el amor sus virtudes florecen. No obstante, llega un momento en el que todo
amante duda. Cuando esto sucede, sólo habrá que aguardar a tomar una verdadera decisión. Se le
puede decir mucho a una persona enamorada sobre las virtudes y defectos de su objeto de amor,
de lo injustificado de su espera, del desasosiego con el que camina por la vida, pero es hasta
llegar punto de la duda en la que pasa a ser un ser capaz de cierta objetividad. Un amante no
entiende razones hasta que llega al tope, al extremo en el que la ruptura es inevitable. Se puede
afirmar que el amante es un necio y un desinteresado respecto a su objeto de amor, pero, una vez
llegado al tope, puede ser muy egoísta. Lo más seguro en este punto es que no haya vuelta atrás,
porque como todas las cosas humanas, también el amor toca su fin, también se agota. A veces
demora más de lo esperado, pero tendrá siempre su punto final.

En esta disertación, obviamente, hablo de mi experiencia y de la de otros como amantes. He sido


presa del amor como otros y tal vez por ello me doy licencia para hablar de ello. He sido un
amante de varios tipos, y en lo que respecta a mis vivencias, el fin del amor en el sentido
teleológico de la palabra es la comunicación, la comunión de las dos almas que se encuentran en
el el vértigo del amor. Dos almas quienes, es posible, se ignoraban previamente, pero que por un
instante dejan de ser dos para volverse uno. La pasión amorosa es más que materia y espíritu
uniéndose: es la materialización del alma y la sublimación del cuerpo lo que hace que la emoción
sea algo fascinante.
El misterio del amor es el sacrificio mismo del amante por quien ama, y esta idea puede o no
coincidir con el sufrimiento. No todo en el amor se sufre, así como tampoco se goza. El único
absoluto del amor es él mismo y su frenesí. Más allá de esto sólo puede ser dicho a partir de la
experiencia de cada individuo. Éste es quien sabe a ciencia cierta qué es lo que su pasión le
compele a hacer, a arriesgar o a soportar. No hay pasión amorosa que se le parezca a otra, ni
siquiera dos que en distintos tiempos pueda sentir la misma persona. Cada pasión se distingue por
el tiempo, el lugar, la circunstancia y su objeto.
El momento en el que la pasión inicia y la edad de quien ama son determinantes para
comprender la intensidad de ésta y cómo es que afecta el carácter de quien la padece.
Amar no requiere a un héroe, no solicita que se sea íntegro, respetuoso, cabal o virtuoso. Amar no
busca ni otorga la santidad. Siendo condescendiente, cualquiera tiene la capacidad de amar, sólo
se necesita estar en el lugar y el momento correctos para caer en sus redes. Justo al llegar a este
punto, dudo de mis palabras. Dudo también de mis actos como amante y de si es cierto que el
amante puede aspirar a la virtud mediante el amor. Si es verdad que para amar no se requiere
tener un determinado talante y bizarría, pero a la vez se afirma que quien ama puede, por su
pasión cambiar de cierto modo su forma de ser, ¿es el amor en verdad un camino a la virtud o es
la desecación de la virtud misma, una espiral de derrumbe en el que nos ocultamos a nosotros
mismos? Sin lugar a dudas, el amor es el aliciente de muchas de las pasiones, virtuosas o bajas,
las cuales se manifiestan en el amante. No obstante, eso es algo que el amante ya traía dentro de
sí. El amor, siendo una fineza en sí mismo, no propicia la desviación de una persona al vicio, sino
que debería incluso acercarlo a la perfección, pues nace de ella, como dijo Cavalcanti en “Donna
me prega”, y acercaría al mejoramiento del ser humano. Al menos el ejemplo de la creencia en
ello está plasmado en La dama boba de Lope de Vega.
Las pláticas sobre el amor hacen más que simplemente tratar de centrar el tema en la idea de la
pasión. Conceptualizar el hecho quizás arroje más luz que el simple dejarse llevar por la ventura
del hallazgo de alguien a quien amar. No dejo de pensar en que siempre está la posibilidad del ser
humano para sentir dicha emoción, para dejarse llevar por el caudal de un sentimiento más
poderoso que sí mismo.

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