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La página en blanco siempre se presenta como una encrucijada, como un enemigo al

que hay que detener a punta de martillazos de los dedos sobre las teclas de una
máquina que se rehúsa a hacer del todo lo que uno le pide. El hábito, la manía, las
ganas de escribir. Escribo cuando me siento solo, escribo cuando la paz de la noche me
da serenidad suficiente bajo la lámpara que no hace mucho compré. Una lámpara roja,
que me hace sentir importante en mis noches de insomnio. Me gusta suponer que soy
como una hormiga, que labra y labra siempre para la colonia de letras que plasmo
sobre la página digital de este documento que, apenas ahora, se está creando.
Siempre que me detengo a pensar en estas cosas, me entra la urgencia de un
cigarro que mitigue mis ansiedades y me despeje la mente con su niebla cancerosa. A
veces pienso que no hay razón para detenerse a pensar en el acto de escribir y que es
mejor hacerlo. Simplemente golpetear las teclas dejando que una esencia misteriosa
que yace en los dedos de las personas, en mayor o menor intensidad para cada quien,
se plasme en una obra que tenga un orden, así como Octavio Paz llamó a algunos
poetas y su fuerza creativa.
Antes de seguir con esto, quiero decir que no entenderé como algunos escritores,
sobre todo mexicanos, llaman “cigarrillo” al antes mentado producto de tabaco. El
cigarro es el cigarro es el cigarro. No imagino a algún compatriota mío entrando a la
tienda de su predilección a pedir “una cajetilla de cigarrillos” sin pensar que es una
broma para el tendero. No se me hace lógico. Comienzo con esta divagación porque en
muchos casos, como en el mío, es el principio de la escritura. Fuera de México, la cosa
cambia, pero me parece más convincente llamarlo cigarro, y siempre cigarro.
Dejando de lado el tema del “pitillo”, me remito de nuevo a las ganas inmensas que
tengo de escribir de la escritura. No haré un pasaje interminable desde sus orígenes, ni
pretendo reinventar la rueda. La escritura es un fenómeno que vive el que lo realiza
para otros, siempre para otros, para los que están del otro lado de la hoja de papel, o
de la pantalla. La escritura permite soñar, ser otros. Por ejemplo, mis vecinos. Tienen
un sillón rojo que no se ve nada cómodo, pero que me encanta hasta la locura
demencial, porque yo tengo como sillón una cuna sin una de sus paredes.

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