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Por: Fabio Ismael Castro Maldonado

Interpretación que da Santo Tomas de Aquino sobre la imagen de Dios

Una representación más perfecta que la del vestigio es la de la imagen. La imagen es, en
primer lugar, cierta especie de semejanza. La semejanza es una relación de igualdad en
cuanto a la forma. Se llaman semejantes aquellos que son iguales en alguna forma,
accidental o sustancial. Pero no cualquier semejanza se puede llamar imagen. A la razón de
semejanza hay que agregar que la imagen proceda como expresión de aquello a lo que se
asemeja.

Además, la imagen debe llegar a la representación de la especie, o al menos a algún


accidente propio de la especie (como la figura en las cosas materiales), no basta la
representación del género o de algún accidente común. Cuando la semejanza expresa tiene
la misma especie de aquello de lo que procede, tenemos la imagen perfecta. Cuando la
semejanza no es unívoca, sino según cierta proporción, tenemos la imagen imperfecta.
Tanto en la imagen perfecta, como en la imperfecta, se da una representación o imitación
de la especie del original, pero en un caso la imitación es con igualdad y en el otro hay una
semejanza proporcional

La Imagen perfecta de Dios es el Verbo, que es de la misma naturaleza de Dios Padre.


Ninguna criatura es perfecta semejanza de Dios, porque entre Dios y la criatura no hay
comunidad de naturaleza, puesto que Dios no está contenido en ningún género de ente, sino
que está incluso por encima del género de sustancia. Por este motivo no hay tampoco
definición de Dios, porque definir es limitar la razón de ente a un determinado modo finito
de ser, sino que a Dios se lo conoce por remoción de la limitación en el modo de ser.

Pero las criaturas espirituales, como los espíritus puros y el hombre en cuanto a su alma
racional, pueden ser imágenes imperfectas. Por eso en el libro del Génesis no se dice que el
hombre es “imagen de Dios” sino “a imagen de Dios”, para dar a entender que se trata de
una imagen analógica y proporcional de Dios (secundum analogiam vel proportionem), y
no algo que se coloque en el mismo género de Dios.

El hombre se llama imagen de Dios por su naturaleza racional, ya que por su intelecto imita
la naturaleza divina de una manera que refleja en cierto modo su especie. Pero esa
representación de la especie no ha de entenderse como si Dios y el hombre se colocaran en
la misma especie ni género.

Es una representación analógica, no unívoca. Que el hombre es a imagen de Dios implica,


por un lado, que por su naturaleza intelectiva es la creatura compuesta de materia y forma
que mejor representa la perfección divina. Pero también, por otro, que el hombre puede de
alguna manera llegar a conocer y a amar a Dios, que. En De veritate, en correspondencia
con estas dos dimensiones de la imagen, santo Tomás distingue la “imagen de analogía” de
la “imagen de conformidad”. La primera consiste en una cierta analogía entre la naturaleza
intelectiva y la naturaleza divina, así como de las potencias, hábitos y actos inmanentes del
hombre por su mente, y las procesiones divinas. La segunda, en una asimilación de la
naturaleza intelectiva a Dios, por medio de sus actos de inteligencia y amor que tienen por
objeto a Dios. Ambas dimensiones de la imagen corresponden tanto al orden natural como
al sobrenatural.

Por un lado, la naturaleza intelectiva es imagen de Dios en la medida en que participa de la


perfección del ser inmaterial, perfección que es común a todos los seres humanos
independientemente de que participen o no de la gracia santificante. Por tener esa
naturaleza intelectual pueden llegar a alguna forma de conocimiento, e incluso de amor
natural de Dios, si bien santo Tomás dice que es imposible amar a Dios por sobre todas las
cosas sin la gracia1. Pero por la gracia se puede llegar a un nivel de participación de las
procesiones del Verbo y del Amor muy superiores y, por lo tanto, a un nivel más perfecto
de imagen.

Según santo Tomás, somos imagen de Dios, no en cuanto conocemos las realidades
temporales, sino en cuanto nos elevamos a las superiores. Estas realidades superiores son la
propia mente y Dios. Por el conocimiento de la propia mente alcanzamos alguna forma de
imitación de Dios, en la medida en que, así como Él, estando presente con toda su
perfección inteligiblemente a sí mismo, se conoce mediante la procesión de una palabra
concebida desde su corazón y a partir de esta palabra prorrumpe en amor, igualmente en
nosotros la mente, que por su inmaterialidad está siempre presente a sí misma, se conoce en
una palabra concebida en su interior y a partir de este conocimiento se ama a sí misma
procediendo en su propio interior una conformidad afectiva consigo mismo: “cuando
alguien se entiende y ama a sí mismo, está en sí mismo no sólo por identidad real, sino
también como lo entendido en el que entiende, y el amado en el amante”.

Por otro lado, tenemos el conocimiento y el amor que tienen por objeto a Dios mismo. El
conocimiento implica una asimilación del cognoscente a lo conocido, de tal manera que al
tener a Dios por objeto nos asimilamos a Él. De esta manera, somos imagen de Dios
principalmente en cuanto conocemos y amamos a Dios. Pero secundariamente somos
imagen de Dios también en cuanto nos conocemos y amamos a nosotros mismos, pero no
por el mero conocimiento de nosotros mismos, sino como medio para el conocimiento de
Dios, ya que en esta vida no vemos a Dios todavía, sino en nuestra mente como en un
espejo.
S. Agustín

La dignidad y excelencia del hombre -criatura dotada de una grandeza inigualable- radica,
para S. Agustín, en su creación a imagen y semejanza de Dios. Toda su concepción del
hombre se fundamenta en esta realidad y en ella basa su antropología. Como él mismo
expone fue San. Ambrosio quien le abrió la inteligencia para captar el profundo misterio
del hombre, contenido en Gen. 1, 26. Hasta ese momento San. Agustín participaba de la
opinión maniquea que tachaba a los cristianos de acomodar la naturaleza de Dios a la de los
hombres.

Por supuesto, no era ésta la mente cristiana, ni tampoco la deducción obtenida de la


exégesis a este versículo. La exposición homilética de San. Ambrosio planteaba esta
cuestión de una manera radicalmente distinta, mostrando que, lejos de concebir a Dios «a
imagen» de la criatura humana -corporal-, es el hombre quien, en su alma, es a imagen de
Dios. El hombre participa de la espiritualidad divina.

Una vez convertido, San. Agustín profundiza sobre el concepto de imagen. Al igual que el
Doctor milanense, admite que la imagen recae sobre el hombre interior, es decir, sobre el
alma y, más exactamente, radica en la parte superior anímica -la mente. Basa esta última
afirmación en el relato bíblico, en el que el hombre recibe la potestad de dominar a los
animales1. Esta superioridad debe proceder de lo que les distingue de ellos: la inteligencia2.

Coloca, pues, la imagen en aquello en que el hombre difiere de los otros seres corpóreos y
funda sobre ellos su dominio. Además, debido a esa creación «a imagen» establece una
dependencia inmediata del hombre con Dios: el hombre ha sido directamente creado por
Dios, sin intermedio de los ángeles. De ahí que el diálogo presentado en Gen 1,26, sea un
diálogo Trinitario: el Padre conversa con el Hijo y el Espíritu Santo.

El alma, que es ad imaginem Dei, está naturalmente ordenada al conocimiento de Dios,


elevándose mediante este acto cognoscitivo hasta la posesión inmediata de Dios; esta
ordenación intelectual compete a todo el espíritu y exige, en especial, la adhesión de la
voluntad. Por ello el hombre es imagen de Dios, en cuanto tiene capacidad de conocer a
Dios y puede participar de la vida divina.

Más aún, podemos afirmar con Agaesse3 que lo más original del Obispo de Hipona es la
asimilación de la creación del alma a la del ángel. Este es espíritu y su creación prefigura la
del alma, puesto que la unión con el cuerpo no modifica lo más íntimo de la naturaleza

1
Cfr.94. Gen. 1, 28.
2
Cfr. Gen. contra manich. 1, 17, 22 ss.
3
P. AGAilSSE y A. SOULIGNAC, La Genese au sens litteral en douze livres, Traducción, introducción y notas,
París, 1972, BAug 48, 629, nota 16.
espiritual, por ello, no cabe en este planteamiento la mediación del ángel en la creación del
hombre.

Respecto al cuerpo, S. Agustín dice que no es el lugar de la imagen. El cuerpo está


supeditado al alma, y en cierta manera, participa de la cualidad de imagen. «El cuerpo
humano está en armonía con su alma racional, no tanto por los rasgos de su rostro o por sus
miembros, sino más bien por su constitución erecta -erguida- que le permite ver el cielo»4.

En la obra que estamos comentando, el Obispo de Hipona, siguiendo al Doctor milanense,


afirma que, mediante el pecado, el hombre pierde la imagen divina y la vuelve a recuperar
por la gracia de Cristo. Sin embargo, como expone Schindlerz hay una evolución sobre este
tema en el pensamiento agustiniano; en efecto, en sus escritos posteriores tiende a mantener
la permanencia de la imagen cuando se refiere al status ontológico del hombre y la niega
cuando trata de la vida sobrenatural humana5. Igualmente es solidario con la doctrina
patrística anterior al considerar que el Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad, es la
Imagen engendrada -no creada- de Semejanza perfecta, o en palabras de Agustín es «la
imagen por esencia y absolutamente semejante».

El hombre, en contraposición, no es imagen más que por participación y, por tanto, si


imagen connota directamente a la semejanza, en la imagen creada -que es el hombre-
también significa desemejanza en razón de la gratuidad y limitación. El Verbo es el
paradigma o modelo de la imagen creada, pues «la criatura imita al Verbo de Dios, es decir
al Hijo de Dios siempre unido al Padre por una total semejanza y una igualdad de esencia
que hace que el Padre y El sean uno».

Es el Verbo, por tanto, el Principio de esta imagen y quien la forma a semejanza de la


Trinidad. Finalmente, aunque San. Agustín, en la obra que someramente estamos
comentando, no trata de la distinción entre imagen y semejanza, en otro escrito
complementario a éste6 rehúsa distinguir la imagen de la semejanza.

Para el Obispo de Hipona no es la imagen -a imitación de gran parte de los Padres griegos-
como un don -punto de partida- y la semejanza la meta que debe ser alcanzada mediante el
ejercicio recto de la vida. Imagen y semejanza es algo que el alma debe ir acrecentando a
través del conocimiento de Dios y de una vida coherente con esta posesión intelectual
divina.

4
L. OLLERUELO, La Formación del cuerpo según S. Agustín, CD 162 (1950) p. 445-473.
5
Cfr. R. MARKus, o.c. p. 142.
6
Gen. Iiu. imp. 16, 57.

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