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BLOQUE TEMÁTICO I.

- LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA Y EL
DERECHO ADMINISTRATIVO.

TEMA 1. LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA

SUMARIO:

I.INTRODUCCIÓN.
II.SOBRE EL CONCEPTO DE ADMINISTRACIÓN PÚBLICA. 1. Síntesis de
las principales concepciones doctrinales. 2. La concepción personalista:
fundamentos y debilidades.
III.LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA EN EL ORDEN CONSTITUCIONAL
ESPAÑOL. 1. Relaciones entre los poderes del Estado. 1.1. Poder Ejecutivo
(Administración) y Poder legislativo. 1.2. Poder ejecutivo (Gobierno) y
Administración. 1.3. Poder Ejecutivo (Administración) y Justicia. 2. La
distribución territorial de los poderes del Estado. 2.1. La descentralización
política y administrativa. 2.2 La pluralidad de Administraciones Públicas. 2.3.
La noción de sector público. 3. Otros órganos y poderes constitucionales.
IV.CARACTERES DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA
V. PERSONIFICACIÓN JURÍDICA. 1. Capacidad jurídica de Derecho
público. 2. Capacidad jurídica de Derecho privado.

I. INTRODUCCIÓN
La tarea inicial es concretar lo que sea la Administración Pública y cómo se
pueden precisar sus contornos o sus límites. No es nada sencillo y para ello merece
la pena aproximarse a su sentido pensando en el contexto general en que se
desarrolla la vida del hombre como ser asociativo. La Administración no es más que
un producto del genio organizativo del hombre, de su dimensión social. De aquí que
Administración Pública y Derecho Administrativo (DA) tengan un énfasis
socializador, pretendiendo disciplinar a los individuos, establecer entre ellos una
cierta solidaridad para favorecer los intereses del grupo en cuanto tal. Dicho
binomio encaja en la dimensión social del ser humano, pues en los impulsos
asociativos más elementales se halla ya el precedente rudimentario de la
Administración (como autoridad común) en cuanto las necesidades básicas del
grupo se encomiendan a determinados sujetos.

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Esa idea es, en esencia, coincidente con la noción del término “administración”
en cuanto remite a la dirección, gestión o ejecución, o al manejo consecuente de
unos determinados medios, que pueden ser utilizados por un sujeto para su propio
interés como gestor de sus propios asuntos, o de intereses ajenos que le son
encomendados. Como también con el vocablo “administrar” que es gestionar, regir,
actuar, servir, con una cierta actitud racional, un plan, un orden, una elección de
fines, y que suele tener una connotación de subordinación a la posición del titular de
los bienes, cuando se realiza dicha actividad sobre bienes o medios ajenos.

El gobierno como dirección y gestión de los intereses comunes, a medida que se


desarrollan los pueblos y naciones y la capacidad de asociación, requerirá de una
organización paulatinamente más amplia y compleja que conocemos como
Administración Pública. Ésta, a través de un conjunto de medios amplios y diversos,
gestiona intereses ajenos no individuales, puesto que ha de actuar siempre al servicio
de intereses colectivos (también conocidos como públicos, generales o comunes).
Dicha Administración tendrá, como organización, indudables semejanzas con
formas organizativas privadas, pero también innegables diferencias, derivadas sobre
todo de los fines que fundamentan su razón de ser: una misión global de atender las
múltiples necesidades existenciales comunitarias, debiendo llevar a cabo todas
aquellas funciones que sean imprescindibles para satisfacerlas, y que a lo largo de la
evolución de las sociedades y de su organización pública, se han ido incrementando
radicalmente. Con dicha evolución, por otra parte y, en tanto esos intereses
comunitarios han progresado y deban primar sobre los individuales, los
ordenamientos jurídicos irán dotando a la Administración Pública de un derecho
propio, segregado del derecho común, el Derecho Administrativo, cuya finalidad es
proveer al poder público de los mecanismos o técnicas necesarios para la mejor
satisfacción de los imperativos colectivos.

A lo largo de la historia, cada comunidad ha contado con una organización con


la finalidad de realizar unas actividades, funciones, prestaciones, etc., que se
conciben como básicas o esenciales. La historia de la Administración Pública y de
su Derecho solamente puede comprenderse como la historia de unos instrumentos,
organizativos y jurídicos, puestos al servicio del poder estatal. Poder estatal que ha
tenido la tendencia a crecer de modo ilimitado, tanto en extensión como en
intensidad (SANTAMARÍA PASTOR). En especial a partir de la consolidación del
Estado absoluto, que extremará la concentración del poder al convertir al Monarca
en titular por derecho propio de todas las funciones y potestades del Estado, pasando
por vez primera a ejercer de forma creciente actividades destinadas a organizar y
transformar la sociedad, interviniendo activamente en la vida económica. En esta
etapa, en la que el rey constituye la pieza básica que concentra teóricamente todos
los poderes y en torno a la cual gira todo el aparato de gobierno, se advierte ya con
claridad tanto una organización con órganos unipersonales y colegiados análogos a
los actuales, como una relevante burocracia estamental.

Ello no obstante, esa evolución del poder público presenta un punto de inflexión
capital en los movimientos revolucionarios de signo liberal y constitucionalista

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acaecidos a fines del siglo XVIII. Existe pacífico consenso en sostener que el
nacimiento de la Administración pública moderna está vinculado al fenómeno
revolucionario francés acaecido en 1789, que alumbraría lo que gráficamente A. DE
TOCQUEVILE describiría así: “La nueva Administración que surge da lugar a un
poder que jamás había sido concebido antes de nuestro tiempo.”

Dicha afirmación tiene la siguiente explicación. La Revolución Francesa


establecerá lo que conoce como “heterodoxa configuración del Estado de Derecho”,
y más en particular, “paradójica plasmación del principio de división de poderes”.
Es decir, en tanto el Estado del Antiguo Régimen asumía, formalmente al menos, el
reconocimiento de la división de funciones de los poderes del Estado; y frente a ese
sistema, por influencia de la obra de ilustrados como MONTESQUIEU, el ideario
revolucionario asumía la más acabada división de poderes existente en Inglaterra,
una vez culminada la caída de la Monarquía lo que se materializará es una original
concepción de dicho principio al establecer una separación radical entre Poder
Ejecutivo-Administración y poder judicial. Esta separación la concretará el Decreto
de la Asamblea Nacional de Francia de 16-24 de agosto de 1789 en estos términos:
“Las funciones judiciales son y permanecerán siempre separadas de las funciones
administrativas. Los jueces no podrán, bajo pena de prevaricación, perturbar de la
manera que sea las operaciones de los cuerpos administrativos ni citar ante ellos a
los administradores por razón de sus funciones.” Declaración que con otras palabras
pero con el mismo significado reconocería poco después la Constitución francesa de
3 de septiembre de 1791 cuyo artículo 1 (capítulo V) decía: “Los tribunales no
pueden, ni inmiscuirse en el ejercicio del poder legislativo, o suspender la ejecución
de las leyes, ni acometer funciones administrativas, o citar ante ellos a los
administradores por razón de sus funciones.”

La razón de ser –de esa “disidencia revolucionaria”- se debe a la pretensión de


de la burguesía de facilitar la operación de liquidación de los derechos y privilegios
eclesiásticos y señoriales (o de los estamentos clerical y nobiliario), hasta ese
momento protegidos por el poder judicial. Para superar las resistencias que podían
razonablemente esperarse de los tribunales, era preciso fortalecer una
Administración que no quedase sometida directamente a los jueces y tribunales que,
en ese momento histórico, aparecían como garantes de las instituciones del Antiguo
Régimen. Una exención que se justificaría de diversas maneras (la más común
sustanciada en la afirmación “juzgar a la Administración, es también administrar”),
y cuya causa de fondo sería la necesidad de consolidar una Administración que en el
proceso de transformación de las viejas estructuras políticas, económicas y sociales,
pudiera actuar sin excesivas trabas ni obstáculos; y que, al tiempo, gozase de toda
una serie de prerrogativas y privilegios y medios coactivos frente a quienes se
opusieran a sus decisiones.

Tan singular fórmula constitucional tendría como resultado el reforzamiento del


poder ejecutivo y de la Administración frente al poder judicial, y al mismo tiempo,
esa exención del control judicial comportaría la inexplicable situación de consumar
la desprotección de los derechos y libertades de los ciudadanos ante los posibles

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abusos y violaciones de los mismos por los poderes públicos. Como ello suponía una
flagrante contradicción con lo dispuesto en el art. 16 de la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada también por aquella Asamblea en
1789 (“Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada ni la
separación de los poderes determinada, no tiene verdadera constitución”), el
problema se zanjaría con otra original solución. A saber, se mantendría eximir a la
Administración del control de los tribunales ordinarios de justicia, imponiéndose
que las reclamaciones contra la Administración las solventaría ella misma, mediante
órganos especiales (en origen, el Consejo de Estado ya en época napoleónica).

Toda estas heterodoxas soluciones, curiosamente, constituyen el punto de


partida de la Administración moderna y el surgimiento del Derecho Administrativo
moderno, que se conoce como el modelo o sistema francés de Derecho
administrativo, también conocido como de régimen administrativo, diferenciado del
modelo anglosajón o de derecho común. Modelo, sistema o régimen que irá siendo
recepcionado por otros Estados en sus constituciones, deparando un conjunto de
organizaciones (Administraciones Públicas) situadas bajo la dependencia del
Gobierno o poder ejecutivo (o de las entidades en que el Estado se estructura
territorialmente, por ejemplo, Estados federales o Comunidades Autónomas,
municipios, etc.), a las que se encomienda la realización de la mayor parte de las
tareas estatales. Organizaciones que actuarán con sujeción a un Derecho especial
que posee una capacidad de determinación unilateral y autoritaria contrapuesta al
que rige las relaciones entre los sujetos privados, y que exigirá para su ejercicio
singulares requisitos que aseguren los ámbitos de libertad y seguridad de los
ciudadanos.

Como se pondrá de manifiesto en más de una ocasión a lo largo del programa, la


historia de la Administración pública moderna y de aquel derecho hasta nuestros
días en todos los países de régimen administrativo (además de Francia, entre otros,
España, Alemania o Italia) ofrece como dato invariable el proceso de reconducción
provocado por aquella ruptura, o lo que es igual, el sometimiento de la actuación de
la Administración al control o revisión judicial y la plena separación de funciones
que es propia de la división de poderes. Extremo que se hará más acuciante a partir
de la segunda mitad del siglo pasado, toda vez que el poder público administrativo
no ha dejado de crecer y expandirse desde entonces, aunque de forma irregular y con
importantes cambios en algunas de sus funciones, a consecuencia de las
transformaciones derivadas de la asunción constitucional del Estado social y
democrático de Derecho.

II. SOBRE EL CONCEPTO DE ADMINISTRACIÓN PÚBLICA

1. Síntesis de las principales concepciones doctrinales

La doctrina administrativista ha tenido siempre entre sus objetos de estudio


formular una noción de Administración Pública que, con carácter general y
abstracto, sirva al propósito de delimitar la organización de ese nombre,

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diferenciándola de otras instituciones públicas. De ese modo, por otra parte,
facilitaría la asociación con el Derecho que aplica y del que precisamente cabe
extraer los caracteres que la identifican. Es lo cierto que los diferentes conceptos
doctrinales que pueden exponerse, en mayor o menor medida, son susceptibles de
reproches de muy diferente entidad, como se expone a continuación. Esa
circunstancia lleva a muchos autores a no ofrecer en sus Tratados, Cursos o
Manuales de Derecho Administrativo, definición alguna, al advertir que una noción
unitaria o de síntesis de Administración es inútil o innecesaria, pues sin ir más lejos
el adjetivo de “pública”, que indicaría pertenencia a una persona jurídico-pública,
no es convincente en tanto existen personas jurídico-públicas administrativas que
son y dejan de ser –según la ley aplicable- Administraciones Públicas (aspecto que
se trata más tarde).

Sin perjuicio de compartir esas tesis, pero en la medida en que existe un núcleo
de sujetos públicos jurídico-públicos que en todo caso se considerarán legalmente
como Administraciones Públicas (caso de las Administraciones territoriales), puede
ser conveniente hacer una muy sucinta referencia a dicha cuestión. Así, cabe señalar
las nociones sustentadas esencialmente en criterios funcionales y materiales, es
decir, teniendo en cuenta las funciones o actividades que aquella desarrolla, ya en
general o primordialmente. Entre ellas, destacarían definiciones como la defendida
por la doctrina francesa del servicio público, liderada por autores como L. DUGUIT
y G. JEZÉ, postulando que son “administraciones públicas las instituciones que
actúan en persecución del interés general”; o la defendida también en la misma
doctrina por M. HAURIOU, que identifica la Administración con “los sujetos que
ejercen poder público de carácter imperativo”; o la preconizada en Alemania por E.
FORTSHOFF al sostener la identificación de la Administración con la actividad
asistencial o más ampliamente con la actividad prestacional.

Las continuas mutaciones y/o transformaciones que han sufrido unos y otros
cometidos encomendados a la Administración, mostraría la insatisfacción de esas
definiciones. En España, hasta prácticamente los años 60 del siglo XX,
predominaban las teorías organicistas, defendidas por, entre otros autores,
M.COLMEIRO y F. GARRIDO FALLA, que identificarían la Administración
Pública con “aquella parte del poder ejecutivo distinta del Gobierno y dirigida a la
ejecución de las leyes”. No obstante, la tesis dominante o mayoritaria en la
actualidad en la doctrina española es la conocida como concepción subjetiva o
personalista, creada por el E. GARCÍA DE ENTERRÍA (uno de los más grandes
juristas españoles modernos) , para quien la Administración pública es el conjunto
de órganos dotados de personalidad jurídica, o lo que es igual que personifica al
Estado o al ente correspondiente (Comunidad Autónoma, municipio, etc.), o dich de
otro modo, el complejo organizativo personificado de carácter público dispuesto
para el cumplimiento de las funciones y fines ordinarias del Estado.

2. La concepción personalista: fundamentos y debilidades

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Esta concepción –en la actualidad recogida en el Curso de Derecho
Administrativo I, elaborado por dicho autor en colaboración con
T.R.FERNÁNDEZ-, negará personificarán jurídica al Estado como ente así como a
cada uno de los tres Poderes del mismo. Por el contrario, será la Administración
Pública, integrada en uno de los poderes orgánicos e individualizados del Estado, el
Poder Ejecutivo, quien ostente la personificación jurídica única del Estado. Con esta
construcción doctrinal, la Administración actúa la “función del Estado-persona”,
pues a ella corresponde la administración y gestión de las funciones generales. Lo
que, en otras palabras, significa entender que es la Administración, como parte del
Estado, la que entabla relaciones jurídicas ordinarias entre éste y los ciudadanos (o
entre los sujetos administrativos entre sí), y la diferencia de los demás poderes
estatales. Y ello por cuanto el poder legislativo, como regla general, no entabla
relaciones jurídicas con los ciudadanos, ni tampoco el poder judicial cuya función es
aplicar el ordenamiento, ni exactamente el poder ejecutivo pues cabe diferenciarlo
de la Administración, aunque sea quien la dirige como luego se explica.
Por ello, esta doctrina sostendrá que para el Derecho Administrativo la
Administración Pública es una persona jurídica, en tanto es el único factor que
permanece siempre, que no cambia como cambian los órganos y las funciones. De
ahí que apelando al propio Derecho aplicable a la Administración Pública, se
convenga en afirmar: de un lado, que ésta no es para aquel Derecho una determinada
función objetiva o material; de otro lado, que no es tampoco para dicho Derecho un
complejo orgánico, pues la relación estructural entre la Administración y el
ordenamiento jurídico no se efectúa por la consideración de la misma como un
conjunto de órganos, sino a través de su consideración como persona. Todas las
relaciones jurídico-administrativas se explican en tanto la Administración Pública
como persona es un sujeto de Derecho que emana declaraciones de voluntad, celebra
contratos, es titular de un patrimonio, es responsable, es justiciable, etc. La
personificación es así el dato primario y sine qua non. Extremo que no será
obstáculo para admitir, a efectos de las relaciones en el ámbito internacional, una
supuesta personificación del Estado en su conjunto.
Estas aseveraciones se encontrarán refrendadas en nuestro ordenamiento en
distintas leyes a partir de los años 50 del siglo XX, momento en el que se produce el
gran auge y desarrollo tanto dogmático como normativo del Derecho administrativo.
En la actualidad, en la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector
público (LRJSP), la cual dispone en su art. 3.4: “Cada una de las Administraciones
Públicas del artículo 2 actúa para el cumplimiento de sus fines con personalidad
jurídica única”. Ningún precepto análogo contempla nuestro ordenamiento en
relación con el resto de poderes del Estado o del Estado en cuanto tal. Por su parte,
la jurisprudencia tanto ordinaria (STS 27 noviembre de 2009) como constitucional
(STC 26 noviembre de 2009) reconocerán que la Administración es el único sujeto
imputable por las lesiones de los derechos o bienes de los ciudadanos en que incurra
cualquier otro poder del Estado o institución constitucional, por lo que la
reclamación tiene que realizarse en vía administrativa ante el máximo órgano de la
Administración-persona y no ante los órganos constitucionales aunque sean los
directos responsables de la lesión patrimonial causada (doctrina transformada en ley
en virtud de lo dispuesto en el art. 32 de la citada LRJSP).

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De cualquier forma, la doctrina de la personificación jurídica tiene que
asumir diferente matizaciones y reparos, como los siguientes: i) los diferentes
órganos de los poderes constitucionales realizan –también- actividades
materialmente administrativas (como veremos más tarde) y, aunque tienen carácter
auxiliar o instrumental respecto de sus funciones principales, despliegan por ello
relaciones jurídicas; ii) diferentes sujetos públicos que son considerados
Administraciones públicas por las leyes no participan exactamente de los caracteres
que se atribuyen a aquella definición sino que constituyen organizaciones satélites o
instrumentales; y iii) por otro lado incluso sujetos privados, por delegación, mandato
o concesión, asimismo realizan actividades materialmente administrativas, y su
actividad no se imputa directamente a la Administración, bien que pueda decirse lo
mismo respecto a su naturaleza auxiliar e instrumental.

III. LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA EN EL ORDEN CONSTITUCIONAL


ESPAÑOL

1.Relaciones entre los poderes del Estado.

La CE de 1978 sigue las pautas clásicas del Estado de Derecho en cuanto a la


distribución de los Poderes del Estado. A los efectos que ahora son de interés
contempla expresa y directamente a la Administración Pública (en sentido amplio,
aunque más bien por su ubicación sistemática aludiría a la Administración General
del Estado) en los arts. 97.1 y 103. Con un sentido muy diferente, que se explicará
en su momento, también aparece para denominar Administración local el Capítulo II
del Título VIII, o en el art. 152.1 para referirse a los gobiernos autonómicos.

La integración que la CE realiza de la Administración Pública es la propia o


característica del Estado de Derecho y, en particular del principio de división de
poderes y/o funciones, por una parte, y de la organización política de un Estado
profundamente descentralizado, por otra. En la primera perspectiva (división de
poderes), separa como funciones distintas del Estado la creación de leyes, su
ejecución y su aplicación contenciosa, atribuyendo las mismas respectivamente al
poder legislativo, al ejecutivo y al judicial, creando al margen de este último el
Tribunal Constitucional y otros órganos constitucionales como el Defensor del
Pueblo, a los que no haremos alusión por ser objeto de análisis en otras asignaturas.

Precisamos ahora, las líneas generales de las relaciones e interconexiones entre


aquellos poderes para posteriormente indicar las pautas determinantes de la
descentralización territorial, si bien teniendo en cuenta ya las diferencias entre los
tres grandes niveles que conforman las llamadas Administraciones territoriales
(estatal, autonómica y local).

1.1.Poder Ejecutivo (Administración) y Poder legislativo

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De acuerdo con la más estricta ortodoxia democrática se residencia en el pueblo
español la soberanía nacional (art. 1.2), ejercida en su representación por las Cortes
Generales (art. 66.1), integradas a partir del juego del pluralismo político que anima
la creación y funcionamiento de los partidos. Extremo que se compatibiliza con la
Monarquía Parlamentaria como forma política del Estado (art. 1.3), atribuyendo al
Monarca o Rey la Jefatura del Estado, si bien sin ejercitar poderes sustantivos
(“reina pero no gobierna”), pues sus actos deben ser siempre refrendados bien por el
Presidente de Gobierno, bien por los Ministros (arts. 2 y 4 de la Ley 50/1997, de 27
de noviembre, del Gobierno -LGo) o el Presidente del Congreso, lo que depende de
la actuación de que se trate (los arts. 56 y 62 a 64 CE, delimitan el papel y el
catálogo de atribuciones reales).

A las Cortes Generales corresponde el poder legiferante máximo (Leyes en


sentido formal, aprobación de Tratados), nombrar al Presidente del Gobierno (el
cual, a su vez, tiene atribuida la competencia para disolver las Cámaras y convocar
elecciones), y controlar políticamente la acción del Gobierno (art. 66.2), otorgándole
o retirándole su confianza (mociones), solicitándole informes sobre su gestión,
fijándole criterios o pautas a seguir en su labor, etc. (lo que se regula en el Título V
CE: Relaciones entre el Gobierno y las Cortes Generales y se complementa con lo
previsto en los Reglamentos del Congreso y del Senado). Esos controles alcanzan no
sólo al Gobierno sino también a la Administración, bien que la máxima
permeabilidad entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo, se produzca en los órganos
de nivel supremo rectores de este último, ya que se conectan con el Parlamento en
virtud del sistema habitual y normal de designación de los altos cargos. Es decir, el
Gobierno es una emanación del Parlamento, está cargado de la misma sustancia y
corriente política que anima las mayorías de las Asambleas soberanas.

Es importante, sin embargo, apreciar la trascendental relación entre el Poder


legislativo y el Ejecutivo, en tanto aquel no tiene el monopolio legal puesto que al
Gobierno se atribuyen también poderes de esa naturaleza, a través de los Decretos-
Legislativos y los Decretos-Leyes, que son normas jurídicas con valor de ley (arts.
82.1 y 86.1), así como la iniciativa –casi monopólica- en la elaboración de leyes
formales precisamente mediante las iniciativas legislativas (Proyectos de Ley, art.
87.1), al margen de tener la capacidad normativa reglamentaria (subordinada a las
leyes, y en ciertos supuestos –deslegalizaciones- sustituyéndola). Al revés, es
igualmente apreciable como el poder legislativo en ocasiones interviene realizando
funciones propias del Poder Ejecutivo, a instancia de éste, a través de las leyes que
se conocen como leyes singulares o de caso único (en realidad actos administrativos
SSTC 166/1986, 48/2005, 129/2013).

Estas relaciones relativas al ámbito estatal son igualmente aplicables en el


ámbito autonómico, con las singularidades que procedan de acuerdo con las
exigencias previstas en los Estatutos de Autonomía. Carecen, por el contrario, de
sentido en el ámbito local, al no reconocerse esa diferenciación de poderes.

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1.2. Poder ejecutivo (Gobierno) y Administración.
Conforme establece la Constitución, la Administración Pública la dirige el
Gobierno (art. 97), y a ella el art. 103.1 ordena servir con objetividad los intereses
generales y actuar de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía,
descentralización, desconcentración y coordinación, y con sometimiento pleno a la
Ley y al Derecho (lo que reitera el art. 3.1 de la LRJSP). A esos mandatos cabe
añadir otros como el de la interdicción de la arbitrariedad (art. 9.3) y todas aquellas
otras exigencias que con, carácter general y en desarrollo de diferentes previsiones
constitucionales, establezcan las leyes (caso por ejemplo, de la legislación de
transparencia, acceso a la información y buen gobierno (Ley 19/2013, de 9 de
diciembre, y respectivas leyes autonómicas).

Si bien podemos decir que la Administración, como organización, está integrada


en el Poder ejecutivo, no es posible, sin embargo, deducir una coincidencia absoluta
entre Administración y Ejecutivo. Es preciso diferenciar dentro del seno del Poder
Ejecutivo entre el Gobierno y la Administración, identificando aquel como la cabeza
de la Administración. Esta distinción es importante, por varias razones, entre otras
para determinar que existen titulares de poder político vinculados al Poder
legislativo, titulares que como tales no son sólo Administración, y asimismo para
comprender que el Gobierno, a diferencia de aquella, ostenta funciones que no se
regulan por el Derecho administrativo. Es decir, el Gobierno ostenta un estatuto
constitucional dual: es a ciertos efectos Administración pero no es sólo
Administración.

Adelantamos que el Gobierno se compone del Presidente, de los


Vicepresidentes, en su caso, y de los Ministros, es decir, el Consejo de Ministros,
como establece la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno (LGo, arts. 1 y
5). También la LRJSP concreta normativamente la vinculación de la Administración
pública a la dirección del Gobierno de la Nación, expandiendo esa misma noción a
las demás Administraciones territoriales respecto de los órganos de gobierno de las
Comunidades Autónomas y de las Entidades que integran la Administración Local
(art. 3.3). De ambas leyes cabe deducir –en relación con el ámbito estatal- que la
diferenciación entre Gobierno y Administración pública se aprecia desde la
perspectiva orgánica en el Ministerio, en tanto los Ministros son al mismo tiempo
miembros del Gobierno y órgano superior de la Administración, y que a partir de los
órganos de los Ministerios con rango inferior al de Ministro cabe considerarlos
exclusivamente como órganos administrativos.
Con esas premisas, es necesario diferenciar, pues, entre Gobierno y
Administración y reconocer el doble carácter que aquel tiene o la posición mixta que
ostenta. El Gobierno del Estado o el de las CC.AA. (Consejo de Ministros o
Consejos de Gobierno) recibe sus poderes del cuerpo electoral, es comisionado de
las Cámaras representativas, que eligen además a su Presidente. Es un órgano
constitucional y político. La actuación de todos estos órganos políticos y
gubernativos puede regirse lícitamente por conceptos ideológicos o de partido y/o
grupo político o parlamentario, en tanto forma parte de la regla básica del sistema

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democrático. Es más, en el sistema de democracia de partidos que existe, el
Gobierno es el centro de la vida política, pues de él parten las iniciativas más
importantes en política interior y exterior, incluidas las iniciativas legislativas con
mayores posibilidades de prosperar. Coincide, en definitiva, con la función de
dirección política atribuida por el art. 97.

Ahora bien, junto a esa función, al Gobierno se atribuye la de dirigir la


Administración civil y militar y la de ejercer la función ejecutiva y la potestad
reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes (art. 97). En el ejercicio de
todas estas funciones es el órgano supremo de la Administración y su actuación está
regida plenamente por el Derecho Administrativo, como la de cualquier otro órgano.
Esta distinción del doble carácter del Gobierno no significa que cuando no ejerza
actividades no administrativas actúa al margen del Derecho. Lo que significa es que
no está sujeto al Derecho administrativo. Al respecto, el art. 29 de la LGo permite
entender esa cuestión que se resume así: si bien el Gobierno está sujeto a la
Constitución y al resto del ordenamiento jurídico en toda su actuación, y todos sus
actos y omisiones están sometidos al control político de las Cortes Generales, ciertas
actuaciones estarán sujetas a control judicial contencioso-administrativo (los actos,
la inactividad y las actuaciones materiales que constituyan una vía de hecho), en
tanto otras actuaciones sólo serán susceptibles de impugnación ante el Tribunal
Constitucional en los términos de la Ley Orgánica reguladora del mismo.

Por ello, aquellas actuaciones del Presidente del Gobierno, como disolver las
Cámaras y convocar elecciones, o aquellas decisiones del Gobierno como las de
enviar un proyecto de ley a las Cortes o elegir a los Magistrados del TC que le
corresponde designar, no se rigen por el Derecho administrativo ni son susceptibles
de control judicial contencioso-administrativo, aunque puedan serlo por el TC a
través de algunas de las vías que posibilitan el acceso al mismo según su ley
reguladora (de acuerdo con, entre otras, las SSTC 45/1990, 196/1990 y 220/1991).
Ese tipo de decisiones constituyen lo que se denomina actos políticos o actos de
gobierno o actos de dirección política. Algunos otros actos que históricamente han
tenido análoga naturaleza (decisiones sobre extradición, indultos, secretos oficiales),
han pasado a considerarse actos administrativos (expresamente los indultos,
implícitamente los demás) bien que por las singularidades dispuestas por su
legislación reguladora, no son susceptibles de un control contencioso-administrativo
pleno, a tenor de lo que dispone el art. 2.a) de la LJCA.

Todas estas consideraciones son plenamente aplicables a los Gobiernos


autonómicos en el marco de sus competencias, de conformidad con sus Estatutos de
Autonomía. Análogas consideraciones pueden hacerse respecto al ámbito local, aun
cuando el gobierno, identificado con el Pleno del Ayuntamiento o de la Diputación y
constituido por sus cargos electos (Alcaldes, Concejales, Diputados Provinciales),
no posee los mismos caracteres que los anteriores en razón de la configuración
constitucional de la “autonomía local”. No se trata de un órgano constitucional ni de
un órgano comisionado, pero sí es un órgano político conformado por reglas
democráticas. No obstante, el ordenamiento impide distinguir en este nivel entre

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dirección política y administrativa en sentido estricto, por ejemplo, en relación con
el control judicial previsto en el citado art. 2.a) LJCA. Esa circunstancia determina
que, en el caso de los gobiernos locales –al margen de declaraciones políticas y
relaciones institucionales no jurídicas- todas sus decisiones se rigen por el Derecho
Administrativo.

1.3. Poder Ejecutivo (Administración) y Justicia


La Constitución garantiza al respecto la existencia de un Poder judicial
independiente sometido únicamente al imperio de la Ley. Esa independencia
determina que las relaciones con el resto de poderes sean muy diferentes a las ya
tratadas, puesto que los Tribunales únicamente quedan sujetos a la Constitución y al
Derecho que es conforme a ella y les corresponde el control –en términos
estrictamente jurídicos- de toda la actividad administrativa. Las previsiones en ese
sentido del art. 117 son determinantes al respecto, tanto al garantizar esas exigencias
características del Estado de Derecho, como al establecer la exclusividad de la
potestad jurisdiccional: el ejercicio de la misma “en todo tipo de procesos juzgando
y haciendo ejecutar lo juzgado corresponde exclusivamente a los Juzgados y
Tribunales determinados por las leyes, según las normas de competencias y
procedimiento que las mismas establezcan.”
Esas determinaciones constitucionales generales que confirman la división de
poderes y/o funciones, en el plano específico que nos ocupa se completan,
significativamente al disponer el art. 106.1: “Los Tribunales controlan la potestad
reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el
sometimiento de ésta a los fines que la justifican”. El más amplio espacio de control
quedará de esta forma abierto al poder de la Justicia, garantizando con ello, frente a
las conductas de la Administración y sus actividades sujetas al Derecho
administrativo, el reconocimiento a toda persona del derecho a obtener la tutela
judicial efectiva en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, que reconoce el
art. 24 CE. Se efectuará, como veremos en su momento, a través de una jurisdicción
especializada que es la Contencioso-administrativa, en tanto la jurisdicción civil o
laboral será la competente, cuando la Administración actúe aplicando esas ramas del
Derecho.
Igualmente relevante es que el conocimiento de los asuntos por dicha
jurisdicción especializada debe respetar los privilegios que el ordenamiento jurídico
atribuye a la Administración, entre otros, los de autotutela (declarativa y ejecutiva),
que, como veremos, diferencian el proceso contencioso, el acceso al mismo y otros
requerimientos consustanciales o limitativos, de los litigios entre particulares.
Privilegios de naturaleza judicial como esos (al margen de otros como el poder
sancionador) serían declarados compatibles con el fundamental derecho a la tutela
judicial efectiva por la jurisprudencia constitucional (desde la STC 22/1984, de 17
de febrero).

Es trascendente tener presente, asimismo, los conflictos de jurisdicción que se


pueden plantear entre los Tribunales y la Administración (art. 38 LOPJ en relación
con la L.O. 2/1987, de 18 de mayo, de Conflictos Jurisdiccionales). Lo que se

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explica teniendo en cuenta que, como señala el art. 117.4 CE, los Juzgados y
Tribunales no ejercerán más funciones que las señaladas en el apartado anterior y las
que expresamente les sean atribuidas por la ley en garantía de cualquier derecho. De
esta previsión se extrae, entre otras deducciones, que los tribunales no pueden
interferirse en el ejercicio de las funciones administrativas. De ahí que la
Administración ostente la facultad de poder requerir a un tribunal para que se
abstenga de conocer de un asunto cuando, dado su contenido, entienda que es propio
y exclusivo de la competencia administrativa.

En estos supuestos, poco frecuentes en la práctica, derivan los llamados


“conflictos jurisdiccionales”, que tanto pueden ser positivos como negativos. Es
decir, las controversias competenciales pueden surgir porque la Administración y los
tribunales entiendan que ambos son competentes (positivo) o cuando por el contrario
entiendan que no lo son (negativo). Con esa finalidad, la LOPJ de 1985 (art. 38),
creo un órgano colegiado llamado Tribunal de Conflictos Jurisdiccionales (TCJ),
presidido por el Presidente del TS y formado por cinco vocales (dos de ellos
magistrados del TS y los tres restantes Consejeros permanentes del Consejo de
Estado), en la actualidad regulado por aquella ley de 1987. Ante este TCJ se dirimen
esas controversias, que en el caso de conflictos positivos puede plantear cualquier
juez o tribunal o los órganos competentes de las Administraciones públicas, previo
requerimiento de inhibición al que esté conociendo del asunto. En el caso de
conflictos negativos, se planteará por el particular afectado directamente ante el
TCJ, cuando tanto el órgano administrativo como el juez o tribunal, a los que
sucesivamente se haya dirigido, declinen o se inhiban para conocer del asunto por
falta de competencia.

En torno a estas relaciones no procede hacer distinciones por razón de la


Administración territorial, si bien es preciso indicar, en la perspectiva estrictamente
orgánica, que es la Administración del Estado (AGE) quien tiene encomendado el
sostenimiento del poder judicial (servicios y medios de la Administración judicial
incluyendo el órgano de autogobierno a través del Consejo General del Poder
Judicial), en su caso con la participación autonómica respecto de las competencias
económicas transferidas al respecto. Sobre la AGE recaen, además, todas las
consecuencias patrimoniales de su funcionamiento, y aun cuando en relación con los
errores judiciales el art. 121 CE señale que recaen sobre el Estado, el procedimiento
de exigencia de dicha responsabilidad debe tramitarse ante el Ministerio de Justicia,
aplicando las disposiciones de los arts. 292 y siguientes de la LOPJ.

2.La distribución territorial de los poderes del Estado


2.1. La descentralización política y administrativa
La organización territorial del Estado diseñada por la Constitución constituye un
modelo descentralizado política y administrativamente (art. 2 y Título VIII), que se
tratará más detalladamente en los temas correspondientes.

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Se avanza en este momento que, tal y como sanciona el art. 137, el Estado está
organizado territorialmente en municipios, en provincias y en Comunidades
Autónomas, entidades todas ellas a las que se reconoce autonomía para la gestión de
sus respectivos intereses. De ahí que junto a los máximos poderes y órganos del
Estado (Títulos II a VI y IX), sea preciso situar los que dimanan de estos otros entes
y sus respectivas Administraciones, en los términos previstos en la Constitución, los
Estatutos de Autonomía (bloque de constitucionalidad) y las leyes.
Aunque la Constitución no ha definido con precisión el modelo adoptado, lo que
constituye uno de sus aspectos más críticos, tempranamente se consolidaría la
institucionalización y funcionamiento de todas las Comunidades Autónomas que
vertebran el conjunto del Estado. La STC 247/2007, de 12 de diciembre, sintetiza
cómo la estructuración del poder del Estado se basa, según la Constitución, en el
principio de unidad, fundamento de la propia Constitución, y en los de autonomía y
solidaridad. La profunda descentralización requerirá por ello de los necesarios
mecanismos de integración (los principios de coordinación, cooperación-
colaboración, etc.), como ha destacado reiteradamente el TC, para el buen
funcionamiento del mismo, al igual que son indispensables todos aquellos otros
principios que establece el art. 3.1 y los arts. 140 y siguientes de la LRJSP en las
actuaciones y relaciones interadministrativas. Y, presidiendo las relaciones entre las
diversas instancias de poder territorial deberá estar el principio de lealtad
constitucional que, a pesar de no aparecer expresamente consignado en el texto
constitucional, sería tempranamente reconocido por la jurisprudencia constitucional
para exigir que las decisiones tomadas por todos los entes territoriales y, en especial
por el Estado y las Comunidades Autónomas, tengan como referencia necesaria la
satisfacción de los intereses generales y que, en consecuencia, no se tomen
decisiones que puedan menoscabar o perturbar dichos intereses, de modo que esta
orientación sea tenida en cuenta al gestionar los intereses propios (desde la STC
25/1981).

Los principales reto de esa dinámica –dejando a un lado reivindicaciones de otra


índole- ha sido, de una parte, la permanente demanda ligada a la distribución de
competencias, o lo que es igual, la delimitación de aquellos ámbitos materiales y
funcionales que pueden corresponder a las autonomías y no al Estado, de acuerdo
con las previsiones de los artículos 148 y 149 o con las posibilidades de utilizar el
artículo 150.2 CE. De otra parte, la mutua lealtad o el cabal cumplimiento del más
amplio deber de fidelidad a la Constitución, que reclama de todos los poderes
públicos observar un comportamiento leal en uso de sus atribuciones, un deber de
auxilio recíproco, y que en el ejercicio de las competencias de cada poder público se
abstengan de adoptar decisiones o realizar actos que perjudiquen o perturben el
interés general (SSTC 239/2002 y 109/2004).

2.2. La pluralidad de Administraciones Públicas

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La utilización en singular del término “Administración Pública”, no puede
desconocer que engloba una pluralidad muy diversa y heterogénea de entes,
organismos y entidades públicos, que serán estudiados detenidamente en su lugar
oportuno, y que constituirán el centro de atención determinante del programa de
Derecho Administrativo. Aquella expresión hace, pues, referencia a una compleja
realidad que requiere obligadamente el uso del plural: no hay, en efecto, una sola
Administración Pública, sino múltiples Administraciones, que se hallan organizadas
(al igual que en la mayoría de los Estados) en diversos niveles de dimensión
territorial decreciente.
En España el sistema estaría representado por el Estado (en su organización
general – central y periférica), las Comunidades Autónomas, y las entidades locales.
Serían tres niveles asimétricos, de cualquier forma, pues existe una sola
Administración del Estado, 17 Administraciones autonómicas y un doble, al menos,
subnivel en el ámbito local, pues junto a las 41 provincias con administración local
propia (provincial), a las que hay que añadir diez de las islas de los grandes
archipiélagos, deben agregarse algo más de ocho mil municipios que cuentan
asimismo con organización propia y son en sentido estricto otras tantas
Administraciones Públicas (municipales). A todas esas Administraciones
territoriales aun cabe agregar las que con la misma naturaleza jurídica son de
creación voluntaria autonómica, caso de las veguerías, mancomunidades, comarcas,
áreas metropolitanas, etc. (lo que regulan tanto la LBRL como las respectivas leyes
de régimen local autonómico).

Con ello no se agota tampoco, el número de Administraciones pues es


frecuente que cada una de esas Administraciones territoriales cree o se dote de otros
entes, genéricamente conocidos como instrumentales para desempeñar, en régimen
de descentralización funcional, ciertas actividades y competencias, disponiendo de
personalidad jurídica propia diferente de la Administración matriz (caso de los
organismos autónomos o de otras entidades de derecho público).

2.3. La noción de sector público

La legislación presupuestaria y administrativa, ante el magma de entes,


organismos y entidades públicas, reacciona, especialmente en los últimos años,
individualizando y precisando los sujetos públicos que tienen la consideración de
Administraciones públicas, en sentido estricto, y los que no lo son, a los efectos de
la aplicación diferenciada de las normas de derecho público en cada caso, mediante
la noción legal de sector público. Ello comporta una cierta homogeneidad y
unificación, aun cuando no deja de presentar serias diferencias en el régimen
jurídico aplicable (véase al respecto lo dispuesto en las Disposiciones adicionales
17ª a 20ª de la LRJSP).

La noción de sector público es utilizada legalmente –y no de manera


unívoca- para integrar a todos los sujetos públicos administrativos, aunque también
para incluir por asimilación, en algunos casos y a ciertos efectos, a otros sujetos que
no son públicos. Es decir, es un término que diferencia, de una parte, los sujetos que

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son Administración pública, pero que además abarca todos aquellos otros entes que
tienen carácter público a los efectos de la ley correspondiente, y asimismo puede
incluir algunos sujetos privados en tanto relacionados con aquéllos. Hay que
apreciar, en consecuencia, que, no todos los entes públicos ni todas las personas
jurídico-públicas son Administración Pública, aunque si serán todas ellas sector
público. (Véanse los ejemplos del art. 2 de las Leyes 39/2015, de 1 de octubre del
Procedimiento administrativo común de las Administraciones Públicas (LPAC) y de
la LRJSP; el art. 1 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción
Contencioso-administrativa (LJCA), o el art. 3 de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre,
de Contratos del Sector Público (LCSP).

3. Otros órganos y poderes constitucionales

La delimitación de la Administración (estatal y autonómica, local,


institucional, corporativa, etc.), ya de por sí compleja dentro de la estructura del
Estado, se hace aún más complicada teniendo en cuenta la existencia de otros
órganos o poderes constitucionales (Defensor del Pueblo, Consejo General del Poder
Judicial, Tribunal Constitucional, órganos de gobierno de las cámaras
parlamentarias, etc.). Todos ellos quedan al margen de noción de Administración
Pública, sujetos a sus leyes constitutivas, las cuales les reconocen un régimen de
autonomía frente al Gobierno, capacidad normativa (potestad reglamentaria) y
capacidad de obrar para el establecimiento de relaciones jurídicas en materia de
personal, administración y gestión patrimonial (véase por ejemplo art. 110 LOTC y
art. 10 LOPJ), aun sin tener personalidad jurídica. La única excepción es en materia
de responsabilidad patrimonial como ya se ha adelantado (art. 32 LRJSP, con la
singularidad ya indicada de la responsabilidad judicial).

Comoquiera que no son Administración Pública y tampoco los incluyen las


leyes administrativas en el concepto de sector público, su actividad está regulada por
el derecho propio (constitucional, judicial, parlamentario), el cual suele remitir
directamente al Derecho administrativo o bien al margen de contemplar algunas
singularidades declarar de aplicación supletoria el derecho de la Administración.
Con carácter general, hay que señalar que la actividad que se conoce como
“materialmente administrativa” de todos esos órganos o poderes, es susceptible de
ser controlada por la jurisdicción contencioso-administrativa (art. 3.3 LJCA). Se
trata de una fórmula que cabe entender coherente ante la identidad material de
actividad y dado que la regulación de la misma es total o parcialmente coincidente.
Otras alternativas, como la de articular un órgano jurisdiccional especial con esa
finalidad, o la de atribuir dicha competencias a otros órdenes jurisdiccionales, no
parecían más convincentes, mucho menos era posible declararlos inmunes al control
judicial, dado lo dispuesto en el art. 24 CE.

IV. CARACTERES DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA


De las distintas precisiones realizadas se pueden deducir los siguientes
elementos caracterizadores de esta organización.

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1. La Administración Pública es un poder público dentro de una comunidad
soberana. No representa a esa comunidad sino que está al servicio de ella.
Presupone, pues, una comunidad y unos poderes superiores que priman sobre la
Administración y que le imponen sus decisiones y criterios. Es, por tanto,
dependiente del poder que representa a la sociedad y se halla en una posición
subordinada al poder legislativo y al Gobierno que la dirige.
Esta visión global de la comunidad general es compatible con la existencia en su
seno de comunidades parciales, que derivan su legitimidad de aquélla. Así, dentro de
la comunidad nacional cuyas estructuras y características vienen plasmadas en la
Constitución, existen otras comunidades internas como la municipal, la provincial,
la autonómica, también dotadas de poderes autónomos, por derivación de la
comunidad en su conjunto, aunque sin perjuicio de la supremacía que ostentan los
poderes encargados de asegurar la unidad de aquella.

2. Consecuencia de su posición subordinada a aquellos órganos o poderes


superiores, su gestión es una gestión mediatizada. La Administración, en cuanto
gestiona intereses, debe estar en principio a lo que los titulares de estos intereses
decidan, de la forma que quede determinada en las normas legales (e infralegales)
emanadas de los poderes supremos representativos o ejecutivos. Cabe por ello
afirmar que sus actos no son actos propios de la comunidad sino actos de una
organización dependiente y necesitada de justificarse en cada caso al servicio de la
comunidad. Al tiempo, es un organización controlada política y judicialmente, tanto
por actos de control parlamentario (de naturaleza política, como pueden ser la
destitución, la renovación de los puestos rectores de la Administración, de los
titulares de centros claves, la destitución de un Gobierno, de un Ministro, por
ejemplo, cuya gestión se aparta de los dictados del Parlamento, decisiones políticas
del Gobierno), como judiciales, a través de los Tribunales de lo contencioso-
administrativo, de toda la actividad normativa y aplicativa.

3. Las derivaciones lógicas del Estado de Derecho y en particular del principio


de legalidad que lo preside, conllevan que la actividad de la Administración sea una
actividad jurídica o juridificada, y como tal sometida a Derecho. La Administración
no puede arbitrariamente decidir sus conductas, sus acciones o sus actividades; debe
sujetarse, si existen, a las normas emanadas de los órganos de los que depende, de
las cuales debe obtener las habilitaciones para actuar. La Administración, aunque
lógicamente dotada de amplios poderes discrecionales, está jurídicamente ordenada
y encauzada en y por el Derecho.

4. Esta actividad, jurídica, ha de ser a la vez una actividad racional, lo que


implica una organización determinada, una ordenación de actividades y una
distribución de medios que incluya tanto elementos personales como materiales, así
como procedimientos de actuación. En tanto institución pública compleja destinada
a la realización de múltiples funciones y/o la ejecución de los más variados fines,
debe sujetarse a los requerimientos dados por el Derecho, procurando la máxima
eficacia en su realización y cumplimiento, para garantizar lo que se conoce como

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“buena Administración” (principio que recientemente recoge el art. 41 de la Carta de
los Derechos Fundamentales de la UE (CDFUE).

5. La Administración gestiona intereses públicos; cuáles sean éstos es materia,


sin embargo, contingente y variable, que dependerá en buena medida de los
principios y mandatos que disponga la Constitución o que animen a una sociedad
determinada. No existe, en principio, una determinación que pueda valer para todos
los países y para todos los regímenes de cuáles sean los intereses que la
Administración deba tutelar, si acaso la genérica del sistema de valores que en cada
momento, y dentro del marco constitucional, prioricen las leyes. Lo que en una
nación puede parecer como de interés público relevante, en otras es quizá un
cometido que queda al libre desenvolvimiento de las fuerzas sociales.

6. La Administración cuenta con instrumentos distintos a los que pueden utilizar


los particulares, lo que explica las ventajas posicionales de que dispone para vencer
eventuales resistencias de ciudadanos que intentan hacer prevalecer sus intereses
particulares sobre los colectivos que la Administración representa. La
Administración dispone de unos instrumentos vigorosos para hacer efectivas sus
aspiraciones, sus imperativos comunitarios. Se denominan poderes exorbitantes y
privilegiados: autotutela declarativa y ejecutiva, expropiación forzosa, poder
sancionador, etc.

7. La posición de subordinación y el sometimiento de la Administración a la Ley


y al Derecho, tiene su última garantía en el control judicial contencioso-
administrativo. En especial para los particulares, en orden a la protección de sus
derechos y libertades, frente a toda desviación imputable a un órgano administrativo
al realizar cualquiera de las actividades atribuidas. Dichos tribunales tienen el deber
de preservar efectivamente y restituir plenamente los derechos y libertades que
hubieran sido vulnerados, depurando en su caso las responsabilidades en que se
hubiere incurrido.

V. PERSONIFICACIÓN JURÍDICA
1.Capacidad jurídica de Derecho público.
Según se ha indicado ya, el ordenamiento jurídico confirma la
personificación de la Administración Pública, de cada Administración Pública para
el cumplimiento de sus respectivos fines. Con ello se facilita las relaciones que
trabe y la imputación de los derechos y obligaciones que surgen como consecuencia
de sus actuaciones. Todo ello, dada la convicción de que sólo las personas son
sujetos de derechos y partes en una transacción jurídica ha conducido a representar
el mundo de las personas jurídicas a semejanza de las personas físicas
(antropomorfismo). No cabe olvidar que la personificación jurídica es una ficción o
una idea instrumental para configurar a un todo como centro de imputación de
relaciones activas y pasivas. Y ello, aunque el ordenamiento jurídico admita
incluso, a ciertos efectos, otras técnicas o ficciones (entidades sin personalidad

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jurídica, patrimonios independientes o autónomos, art. 3.1.c) de la LPAC, o fondos
carentes de personalidad jurídica, art. 137 de la LRJSP).

La personificación de los entes públicos, determina que cada unos de ellos sea
un sujeto de derecho o de relaciones jurídicas, que produzca declaraciones de
voluntad de muy diferente signo y trascendencia (actos administrativos, normas
reglamentarias), que celebre convenios y contratos (públicos o privados con otras
Administraciones o con sujetos privados), que sea titular de un patrimonio (dominio
público, bienes patrimoniales), responsable (la llamada responsabilidad patrimonial,
extracontractual o de Derecho público por el funcionamiento de los servicios
públicos, o la contractual), y asimismo, que sea justiciable en los términos
expuestos.

El dato de la personificación debe ponerse en relación con la capacidad


jurídica que se atribuye a cada persona jurídica, pues como se sabe es la aptitud de
un sujeto para ser titular de relaciones jurídicas, constituyendo precisamente un
atributo necesario de la personificación. En el ámbito público la capacidad de obrar
o la capacidad de un sujeto para realizar por sí (sin la intervención de un tercero) esa
relación o las actuaciones destinadas a hacer efectiva esa relación coincide con la
capacidad jurídica, aunque convenga tener en cuenta que la capacidad de obrar sólo
la ostentan –o se formaliza- a través de determinados órganos.

Por otra parte, la capacidad jurídica de los entes públicos no es homogénea,


pues si bien es una cualidad inescindible de cada uno de ellos, no todos tienen las
mismas competencias, ni todos poseen las mismas atribuciones o potestades para
ejercerlas. De ahí que se hable de Administraciones superiores e inferiores, o de
Administraciones con competencias generales y con competencias específicas, o que
se precise que la máxima capacidad jurídica la ostentan la AGE y las
Administraciones autonómicas. Sí es común a todos los entes territoriales que la
capacidad que ostenten se desdoble en dos titularidades: capacidad jurídica de
Derecho Público y capacidad jurídica de Derecho Privado.

La capacidad jurídica de Derecho Público está asociada a la concepción de


la Administración como poder público, e íntegramente regulada por el Derecho
Administrativo, coincide con el conjunto de competencias y potestades que atribuya
el ordenamiento a cada Administración pública. Cuestión que remite a la ley y/o al
principio de legalidad. También es posible advertir que, en ocasiones, la capacidad
de un ente no es plena en tanto está sujeta a la tutela o al control de otras
Administraciones Públicas (ejemplo, la aprobación definitiva de un Plan General
Estructural urbanístico municipal corresponde a la Administración autonómica, en
tanto la aprobación provisional al Ayuntamiento).

2.Capacidad jurídica de Derecho privado

La capacidad jurídica de Derecho privado, es la que ostentan las


Administraciones Públicas como cualquier otra persona jurídica de acuerdo con el

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Derecho privado. Se identifica con la Administración como titular de relaciones
jurídicas privadas, con las limitaciones o restricciones generales que se expondrán
en el tema siguiente.

Hay que advertir, como singularidad, que toda actuación jurídico-privada


debe ir precedida de una previa actuación jurídico-pública (esto es, de actos regidos
por el Derecho Administrativo). Lo que doctrinal y jurisprudencialmente se
denominan actos separables (así, un contrato privado a suscribir por la
Administración requiere de los actos preparatorios regidos por el Derecho
Administrativo que establece la LCSP).

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA:

E.GARCIA DE ENTERRIA y T.R. FERNÁNDEZ Curso de Derecho


Administrativo, I. 15ª ed. 2017; R. MARTÍN MATEO Y JUAN JOSÉ DÍEZ
SÁNCHEZ, Manual de Derecho Administrativo. 29ª ed. 2014, G. FERNANDEZ
FARRERES, Sistema de Derecho Administrativo. 2013; J.A. SANTAMARIA
PASTOR, Principios de Derecho Administrativo General. I. 5ª ed. 2018; L.
MARTÍN REBOLLO, Manual de las Leyes administrativas. 1ª ed. 2017; S.
MUÑOZ MACHADO, Tratado de Derecho Administrativo y Derecho Público
General. I. 3ª ed., 2011.

JUAN JOSÉ DÍEZ SÁNCHEZ


Catedrático de Derecho Administrativo

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