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Los Marcapasos
Los Marcapasos
Cuentan que doña Águeda y don Cecilio fueron en sus tiempos mozos
atractiva pareja de cantantes y bailarines que gozó de cierta fama.
Actuaban para público selecto, para extranjeros (fueron de los primeros en
cantar en inglés, razón por la que nosotros también los llamábamos los
pacemakers) y hasta grabaron un disco y actuaron en varias películas.
Decían que fueron geniales, los mejores sin duda, en diversos géneros:
canción española, bailes tropicales, flamenco, tap-dancing a lo Fred
Astaire, cabaret de entreguerras, canción melódica francesa y hasta algo
del primer rock. Pero lo bueno como viene se va, y tras veinte años de
intensa dedicación artística, doña Águeda y don Cecilio empezaron a
habitar en el olvido de los empresarios de espectáculos: su apoderado (en
esa época aún no se llamaban managers) los dejó por otra pareja
artística, mediocre pero más joven; el público empezó a darles la espalda
y a quejarse de que siempre hacían los mismos números; y los empresarios
mismos, aunque los halagaban con vanas palabras, en el último momento
no los contrataban. Y el dinero que ganaron se fue como habían vivido:
deprisa. Y, a diferencia de otros muchos de su gremio, ellos no se quedaron
en la calle sino en uno de nuestros pisos, pues nuestros mayores -grandes
seguidores de la pareja (aún no se llamaban fans, pues era gente cuerda)-
se apiadaron de ellos y les concedieron el alquiler de un piso del edificio.
Situados en una posición algo menos dramática de la que parecía augurar
su prematura caída, doña Águeda y don Cecilio se rehicieron.
Aprovecharon su ubicación en un barrio con clase para dedicarse a dar
clases de canto y baile a los hijos e hijas de familias pudientes que
adoraron a la pareja en su tiempo de gloria. Y todo esto les animó a no
envejecer. Él iba siempre impecablemente vestido, con trajes de crooner
o chanteur a lo Frank Sinatra, Maurice Chevalier o Yves Montand, con
sombrero de music-hall y bastón labrado, y hasta se atrevía con mallas de
baile, como si fuera a participar en un decadente remake de Cabaret.
Pero ella no le iba a la zaga: aún trataba de lucir vestidos ajustados y
provocadores que ella llamaba, con una nueva palabra aprendida, sexys;
o bien se exhibía con vaporosos tules y aparatosos foulards; disimulaba
vanamente sus innumerables arrugas con kilos de maquillaje; llevaba
siempre el cabello tintado de rubio platino; y si no se hizo la cirugía
estética, sin duda fue por falta de dinero. Con esa apariencia, no es de
extrañar que entre los restantes inquilinos -siempre prestos a poner apodos
cinematográficos a sus vecinos, como iremos viendo- doña Águeda se
ganara, a pulso, el apelativo de Gloria Swanson: el paradigma de la actriz,
cantante o bailarina en decadencia, por todos olvidada, obsesionada por
aparentar todavía lo que había sido y dejó de ser, creyente a pie juntillas
de que el mañana aún es el ayer.
Y para acabar con ellos, pues creo que he dado completa descripción, es
necesario añadir que, poco ha, doña Águeda falleció. A pesar de sus
constantes cuidados, afeites y mejunjes, la muerte ha terminado por
vencer a quien durante tanto tiempo se empeñó en parecer quien ya no
era quien fue. Sic transit Gloria Swanson.