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Rev. Soc. Col.

Psicoanálisis (2012) 37:221-231


Psicoanálisis Aplicado

El imperativo de los siete pecados capitales


En Caín y en el hombre contemporáneo1

Rafael Bán Jacobsen2

Objetivo: El presente artículo busca evidenciar y explorar la relevancia del concepto


simbólico de los siete pecados capitales en el pasaje bíblico de Caín y Abel así como en
el hombre contemporáneo. Desarrollo: Al demostrar que los pecados de la envidia, la
avaricia, la gula, la lujuria, la ira, la acedia y la soberbia están presentes en el Génesis
con la historia del primer fratricidio, se emprende una relectura del concepto del pecado
original. Conclusión: Fuera de las fuentes bíblicas, esta relectura apela a obras literarias
y a los trabajos de Sigmund Freud.

Palabras Clave: culpa, fratricidio, psicoanálisis aplicado

En el marco de un congreso científico, fui invitado a hacer parte de una mesa


redonda cuyo tema central era el imperativo de los siete pecados capitales en
relación con el hombre contemporáneo. La fecha en la que se programó la mesa
redonda no podría ser más significativa para el tema en cuestión, dado que solo
hacían falta cinco días para que se terminara el año 5771 según el calendario he-
breo. Para la mitología fundadora del judaísmo, esto significa que nuestro univer-
so se aproxima a su cinco milésimo septingentésimo septuagésimo segundo año
de existencia. Por tanto, en el plano simbólico estábamos a tan solo cinco días de
la fecha en la que es preciso reconocer nuestros pecados, los pecados humanos.
La literatura rabínica afirma que el día del Año Nuevo Judaico (Rosh ha-Shaná,

1. Ensayo presentado en la XXII Jornada Científica del Instituto de Enseñanza e Investigación


en Psicoterapia (IEPP), el 24 de septiembre de 2011, y originalmente publicado en “Psicoterapia
Psicoanalítica – Revista del Instituto de Enseñanza e Investigación en Psicoterapia”, n°13 (2011),
p.132.
2. Escritor y físico de la Universidad Federal de Río Grande del Sur (UFRGS).

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que literalmente se traduce como “cabeza del año”) Adán y Eva fueron creados
y, en el transcurso de este mismo día, pero años después, incurrieron en el error
de tomar el fruto del árbol del bien y del mal. Así mismo, coincide con la fecha
que Caín asesinó a su hermano Abel y, por ello se conoce como el Día del Juicio
(Yom ha-Din) y el Día del Recuerdo (Yom ha-Zikaron), inicio de un período de
introspección y de reflexión que se prolonga por diez días (los Yamim Noraim,
“Días de Penitencia”) que finalmente culminan con el Yom Kipur (o “Día del
Perdón”). Se cree que en este periodo de tiempo el Creador emite su juicio sobre
los hombres.
Tenemos entonces, una triple coincidencia: día de año nuevo, día del pecado
original, y día en el que tuvo lugar el primer fratricidio. Por ende, al término de
cada año y según el calendario hebreo, la eterna rueda del tiempo nos condena a
reencontrarnos una y otra vez con este día, impregnado de leyendas y memorias
de pecado.
Concepción católica, inexistente en el seno del judaísmo, que no interpreta la
actuación de Adán y Eva como una falta por la que toda la humanidad haya que-
dado inmediatamente estigmatizada. Cada año llega entonces con una altísima
dosis de simbolismo, ambigüedad e imaginación, avieso a las interpretaciones de
orden literal, tales como: ¿qué representa el árbol del bien y del mal?, ¿qué sucede
con la serpiente?, ¿qué hay detrás del fruto prohibido?
Además, ¿cuál es el fruto prohibido? La iconografía consolidaría el imagi-
nario de la manzana a partir del siglo XIII, quizá en razón de la similitud de su
nombre en latín (male) con la palabra que designa al “mal” (male), o por influen-
cia indirecta de la mitologías griega y nórdica, a partir del fruto de oro que desató
la guerra de Troya y de las manzanas de Iduna. Bien podría ser la uva, fruto
por el que propendieron varios sabios en los tiempos talmúdicos al escribir en
la Mishná –principal tratado del judaísmo rabínico— que el árbol del bien y del
mal era una vid. A pesar de que son preguntas sencillas, estas dan cuenta de la
bruma de la que está imbuido el pasaje de la transgresión de Adán y Eva, resul-
tado previsible que la tradición cristina señala como nuestro más grave pecado.
Años después, en la misma fecha se comete un nuevo pecado que dista
enormemente del anterior; se trata de un incidente genuinamente cruel y brutal:
un hombre mata a su hermano. Hecho concreto, carente de ambigüedades, de
incertidumbres o alegorías. Sin embargo, el asesino no es un hombre cualquiera,
tampoco un ser humano como sus padres, quienes fueron esculpidos por las ma-
nos de Dios en calidad de adultos, con una consciencia, y puestos en el mundo.
Caín fue el primer hombre hecho como todos nosotros, el primero en conocer
la calidez del útero, el primer hombre lanzado al mundo a través del sufrimiento

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de la madre (condenada por Dios al descubrir la transgresión de Eva: “tornaré


dolorosa tu gravidez, y entre penas darás a luz a tus hijos”), primer hombre que
experimentó el terrible dolor de sentir que se quemaba por dentro al aspirar aire
por primera vez, el primer hombre que conoció la infancia, el primero que devi-
no humano por los mismos caminos –conscientes e inconscientes— que todos
nosotros. El primer hombre que nació en la Tierra es un asesino. Un fratricida.
En su texto Reflexiones para los tiempos de guerra y muerte (1915), escrito en el
fragor de la Primera Guerra Mundial, Sigmund Freud (Příbor, 1856 – Londres,
1939) anotó:
“(...) la historia primitiva de la humanidad está repleta de asesinatos. Incluso
hoy, la historia del mundo que aprenden nuestros hijos en la escuela versa esen-
cialmente sobre una serie de asesinatos de los pueblos. El sentimiento oscuro de
culpa al que ha estado sujeta la humanidad desde la prehistoria y que, en algunas
religiones, se condensó como la culpa primitiva del pecado original, puede ser el
resultado de la culpa derivada del homicidio en el que incurrió el hombre prehis-
tórico (Freud, 1915, p. 302)”.

De hecho, en Totem y tabú (1913), Freud procura entrever la naturaleza de la


culpa primitiva, siguiendo las pistas aportadas por el teólogo William Robert-
son Smith, por el antropólogo James Jasper Atkinson y por el biólogo Charles
Darwin. Si se tiene en cuenta que en la dimensión cristiana el pecado original no
es más que una ofensa contra Dios Padre, la falta inicial de la humanidad debía
haber sido un parricidio, la muerte del padre de la primera horda humana, cuya
imagen habría sido después transfigurada en una deidad. En este punto oso
articular una provocación: ¿qué pasaría si el quebrantamiento inicial de la huma-
nidad, generador de la culpa ancestral, no hubiera consistido en atentar contra
el padre sino contra un hermano? Arguyo que la segunda posibilidad puede ser
más humana, o, en palabras de Nietzsche, el pecado es quizá más “humano, de-
masiado humano” y, por tanto, nos tienta a explorar su esencia.
Para tal fin, acudo a José Saramago (Azinhaga, Golegã, 1922 – Tías, Lanzaro-
te, 2010), Premio Nobel de Literatura en 1998.En su última novela publicada, el
autor se pronuncia de la siguiente manera sobre el crimen de Caín:

“Abel tenía su ganado, Caín su campo, y, como mandaban la tradición y la


obligación religiosa, ofrecieron al señor la primicia de su trabajo, quemando Abel
la delicada carne de un cordero y Caín los productos de la tierra, unas cuantas
espigas y simientes. Sucedió entonces algo hasta hoy inexplicable. El humo de la

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carne ofrecida por Abel subió recto hasta desaparecer en el espacio infinito, señal
de que el señor aceptaba el sacrificio y de que en él se complacía, pero el humo de
los vegetales de Caín, cultivados con un amor por lo menos igual, no fue lejos, se
dispersó allí mismo, a poca altura del suelo, lo que significaba que el señor lo re-
chazaba sin ninguna contemplación. Inquieto, perplejo, Caín Le propuso a Abel
que cambiaran de lugar, pudiera ser que circulara por allí una corriente de aire
que fuera causa del contratiempo, y así lo hicieron, pero el resultado fue el mismo.
Estaba claro, el señor desdeñaba a Caín. Fue entonces cuando se puso de mani-
fiesto el verdadero carácter de Abel. En lugar de compadecerse de la tristeza del
Hermano y consolarlo, se burlo de él, y como si eso no fuera poco, se puso a enalte-
cer su propia persona, proclamándose, ante el atónito y desconcertado Caín, como
un favorito del señor, como un elegido de dios. El infeliz Caín no tuvo otra opción
que engullir la afrenta y volver al trabajo. La escena se repitió, invariable, durante
una semana, siempre un humo que subía, siempre un humo que se podía tocar con
la mano y luego se deshacía en el aire. Y siempre la falta de piedad de Abel, la
jactancia de Abel, el desprecio de Abel. Un día Caín pidió a su hermano que lo
acompañara a un valle cercano (...) y allí, con sus propias manos, lo mató a golpes
con una quijada de burro que había escondido antes en un matorral, o sea, con
alevosa premeditación. Fue en ese momento exacto, es decir, retrasada con rela-
ción a los acontecimientos, cuando la voz el señor sonó, y no solo sonó la voz, sino
que apareció en persona. (...) Qué has hecho con tu hermano, preguntó, y Caín
respondió con otra pregunta, Soy yo acaso el guardaespaldas de mi hermano , Lo
has matado, Así es, pero el primer culpable eres tú, yo habría dado mi vida por
su vida si tú no hubieras destruido la mía, Quise ponerte a prueba, Y quién eres
para poner a prueba lo que tú mismo has creado, Soy el dueño soberano de todas
las cosas, Y de todos los seres, dirás, mas no de mi persona ni de mi libertad”
(Saramago, 2009, p. 37-39).

Aunque el relato de Saramago se conserva fiel al texto original del cuarto ca-
pítulo del Génesis, también lo transciende al esbozar detalles, otorgar una mayor
profundidad al diálogo entre Dios y nuestro antepasado fratricida,y resignificar-
lo por medio de los giros de la imaginación. No obstante, mantiene el espíritu
del mito fundador.
Siendo la libertad la esencia de la literatura, podría apelarse a ella para plantear
el pecado de Caín como el verdadero pecado original. Fuera de haber sido come-
tido por un hombre con las mismas raíces de las que disponemos todos nosotros
para aferrarnos al mundo –raíces de carne y no de barro, raíces tangibles y no
sobrenaturales—, y de ser sin lugar a dudas un suceso que no está envuelto en

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el hermetismo de la imaginería, el crimen de Caín sintetiza los así denominados


“siete pecados capitales”.
Los “siete pecados capitales” que reconocemos en la actualidad, son pro-
ducto de una clasificación de ciertas condiciones humanas que fueron tildadas
de vicios; clasificación muy antigua que precede al surgimiento del cristianismo,
pero que sería empleada tiempo después por el catolicismo con la intención de
controlar, educar y proteger a los seguidores, y como una manera de comprender
y dominar los instintos básicos del ser humano. Circunstancias que los griegos
antiguos entendieron como problemas de salud, por ejemplo la depresión (me-
lancolia, o tristetia), fueron transformadas en pecado por prominentes pensado-
res de la Iglesia católica.
En efecto, existe más de una versión de los “siete pecados capitales”. Una
de las más antiguas se refiere a la lista de transgresiones elaborada por Evagrio
Póntico.
Evagrio el Monje, o Evagrio Póntico (Ponto, 346 – Egipto, 399/400), fue un
escritor y religioso cristiano que se dedicó a investigar acerca de “Los Padres del
Desierto”, eremitas, ascetas, monjes y hermanos que vivieron mayoritariamente
en el desierto de Nitría en Egipto desde el siglo III D.C. El más nombrado de
ellos, San Antonio (Tebaida, Alto Egipto, 251 – Coltzum, Egipto, 356), par-
tió al desierto alrededor del año 270 y se dio a conocer como el fundador del
monacato del desierto. Evagrio se encaminó a Egipto con el fin de testificar
la experiencia religiosa de este grupo de hombres, y terminó uniéndose a una
comunidad monástica del Bajo Egipto. A partir de su vivencia con los monjes,
expuso las principales enfermedades espirituales que los afligían: los ocho males
del cuerpo, o las ocho tentaciones. Después de conocerla, el teólogo Joannus
Cassianus (Cintia Menor, 370 – Marsella, Francia, 435) divulgó esta doctrina en
Oriente y, más tarde, el Papa Gregorio Magno (Roma, 540 – Roma, 604) decidió
adaptarla para Occidente bajo el nombre de los “siete pecados capitales”, con lo
que redujo de ocho a siete los ítems que conformaban la lista, a saber, envidia,
avaricia, lujuria, ira, gula, soberbia y pereza (a esta última Evagrio la definía como
“acedia y tristeza”).
De acuerdo con la doctrina eclesiástica, la envidia es pecado en la medida en
la que una persona envidiosa ignora sus propias bendiciones y prioriza el estatus
de otra persona en lugar de su propio crecimiento espiritual. Y es justamente
envidia lo que Caín siente ante la forma en la que Dios acoge las ofrendas de su
hermano Abel, y es también la motivación central de su crimen.
En el contexto del cristianismo la avaricia es sinónimo de codicia, es decir,
de la voluntad exagerada de tener cosas. Para mayor precisión, es un deseo des-

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controlado, el ansia de poseer bienes materiales y dinero; sin embargo, también


existe la avidez por la información y por las personas, por lograr una posición
privilegiada, entre otros. La avaricia de Caín se manifiesta de forma implícita. En
la Biblia, Abel –el hijo menor– es pastor, mientras que Caín es agricultor. Esta
división de labores resulta extraña en términos del modelo patriarcal que se ges-
tó desde un principio en el embrión de la sociedad judeocristiana occidental, que
había dado pie a un esquema en el que el primogénito gozaba de un estatus su-
perior al de los demás hijos al hacerse acreedor de más privilegios y derechos. Se-
gún el escritor João Ubaldo Ribeiro (Itaparica, 1941), hay una explicación detrás
de la mitología del “buen pastor”; su primer ejemplo se basa en la figura de Abel
en detrimento del “agricultor”, representado por Caín, el hermano malvado:

“(...) vamos a imaginar que los conflictos de tierras entre pastores y agricultores
llegan a un punto tan crítico que se declara una guerra civil, y los pastores triun-
fan. Inmediatamente, los pastores se organizan para mantener su hegemonía, y
sus líderes serán los líderes. (...) Las religiones podrían elaborar mitos que se
adecuaran a la visión del mundo de los pastores, (...) narrativas que contuvieran
a un hermano agricultor y a un hermano pastor, uno vil y el otro noble, lo que de
cierta forma ocurre con la historia de Caín y Abel – Jehová rechaza la ofrenda
de Caín el agricultor sin mayores explicaciones—. En fin, la gama de posibili-
dades es muy amplia, como queda claro cuando se estudia la historia” (Ribeiro,
1998, p. 24).

Una de las principales actividades de los hebreos fue el pastoreo, por lo que
la agricultura ocupaba un segundo lugar. Así las cosas, en un ejercicio de poder,
los patriarcas pastores crearon una mitología donde se exaltara la figura de los
pastores y se marginalizara la de los agricultores, estos últimos sometidos por
los primeros. En otras palabras, siendo Caín el primogénito, sería natural que él
asumiera la posición simbólicamente privilegiada del pastor, cosa que no sucede
en el relato bíblico, y tampoco se arguyen razones para ello. No obstante, lo que
nos interesa es que a pesar de ser el primogénito, Caín no goza de los privilegios
de su condición, y que ante tal humillación se espera que él codicie la posición
privilegiada de Abel, el pastor.
La gula es deseo insaciable, generalmente por comer o por beber, que condu-
ce a excederse más de lo necesario. Según la perspectiva en cuestión, este pecado
se relaciona con el egoísmo humano: querer más y más sin contentarse con lo
que ya se tiene. Es por ende, expresión de codicia. Ahora bien, la gula de Caín

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se puede deducir de y relacionar con la codicia, por la posición privilegiada que


ostenta Abel en la jerarquía socio-familiar. Puesto que era costumbre que los que
oficiaban los sacrificios comieran parte de la ofrenda después de presentarla ante
el fuego del altar, se puede asumir que Caín come más tras matar a su hermano
y tomar su posición; ya no solo consume los productos de la tierra sino también
la grasa y la carne de los holocaustos animales. En cuanto al simbolismo, es
interesante recordar que, según la tradición y tal y como lo sostiene Saramago,
el arma elegida para cometer el asesinato de Abel es la mandíbula de un asno,
hueso involucrado en la masticación, que es a su vez el primer paso en la ingesta
de alimentos.
La lujuria es deseo pasional y egoísta por todos los placeres sensuales y ma-
teriales. En su significado original, alude a “dejarse dominar por las pasiones”.
Y es a esta acepción a la que me atengo. La lujuria de Caín se manifiesta cuando,
movido por la envidia y la avaricia, se deja dominar por las pasiones y comete el
crimen. Es más, a Caín lo mueve el pathos, que en su etimología griega se refiere
a la pasión, al exceso, la catástrofe, la pasividad, el sufrimiento y el sometimiento.
La ira y la acedia surgen al mismo tiempo y con gran nitidez en el siguiente
pasaje del Génesis:

“Pero Dios no tuvo en cuenta a Caín ni su ofrenda. Caín se llenó de ira y su


semblante se mostró abatido. Entonces el Señor le preguntó: ¿por qué te enojaste?
¿Y por qué decayó la expresión de tu rostro? ¿No se levantará tu ánimo si obras
bien? Pues si no obras como es debido, el pecado te esperará a la puerta y su deseo
se impondrá sobre ti. Por tanto, es preciso que lo domines”. (La Biblia, Génesis
4,5-7).

En el fragmento arriba citado, la ira (sentimiento intenso y descontrolado de


rabia, odio, rencor que exalta el deseo de destruir aquello que provoca la ira) y la
acedia (abatimiento del cuerpo y del espíritu; inercia y desánimo que intoxican
la existencia y conducen al disgusto y al mal) surgen simultáneamente en Caín,
y hasta el mismo Dios percibe tales sentimientos, por lo que alerta a Caín sobre
los mismos y le aconseja que los domine.
Por último, la soberbia está asociada al orgullo excesivo, a la arrogancia y a
la vanidad. Según el filósofo y teólogo Tomás de Aquino (Roccasecca, 1225 —
Fossanova, 1274), la soberbia era un pecado tan grande que debía separarse de
los demás y merecer especial atención. La soberbia de Caín se expresa a través
de la supuesta capacidad de engañar a Dios en el momento en el que miente al
Creador diciendo que desconoce el paradero de su hermano, cuando en realidad

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acaba de matarlo. En la relectura que hace Saramago, la soberbia de Caín tam-


bién sale a flote cuando el fratricida osa confrontar a Dios y acusarlo de ser el
verdadero culpable del crimen que acaba de ocurrir.

Todo lo hasta aquí expuesto parece ser de carácter profundamente religioso


y fabulístico; a pesar de que el contexto es eminentemente bíblico, se tiene la es-
peranza de haber podido dar mayor visibilidad al hecho de que el texto religioso
es, en primer lugar, un buen pretexto (o una buena imagen de la literatura) para
revelar algunas verdades sobre la relación del hombre con el pecado, así no crea-
mos en este al pie de la letra. En las primeras páginas de su libro La vida de los
animales, John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940), sudafricano laureado
con el Premio Nobel de Literatura en 2003, hace la siguiente reflexión:

“(...) hacemos parte de una civilización que tiene profundas raíces en el pensa-
miento religioso griego y judeocristiano. Aunque no todos creamos en las nociones
de impureza y de pecado, creemos firmemente en sus correlaciones psicológicas.
Creemos sin lugar a dudas que la psique (o el alma) impregnada de sentimientos
de culpa no puede estar bien. De ninguna manera aceptamos que las personas que
cargan delitos en sus consciencias puedan sentirse saludables y felices”. (Coetzee,
2003, p. 26).

Todos nosotros, seres humanos, cargamos la culpa del pecado original. Pero
este pecado puede no haber consistido en haber tomado el fruto prohibido del
árbol sino en haber asesinado a un hermano de carne y hueso, hermano tan hu-
mano como todos nosotros. Si así es, ¿podemos ser saludables y felices? En La
interpretación de los sueños, cuando Freud habla de los sueños absurdos y de la
actividad intelectual que tiene lugar durante el sueño, presenta un caso extremo
que puede servir de ejemplo para ilustrar la culpa fratricida ancestral. Describe
a un hombre “extremadamente culto y de buen corazón que, poco después de
la muerte de sus padres, comienza a recriminarse por sentir inclinaciones homi-
cidas, hasta que termina siendo víctima de una serie de medidas cautelares que
se ve obligado a adoptar por seguridad”. Según Freud, este caso consta de un
patrón de obsesiones severas que van acompañadas de la completa introspec-
ción del sujeto:

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“Al inicio, andar por las calles se le volvió un problema por su compulsión de
ratificar por dónde desaparecía cada una de las personas con las que se cruzaba.
Si alguien escapaba a su mirada atenta, la preocupación y la Idea de que tal
vez había matado a esa persona se adueñaban de él. Detrás de esto había, entre
otras cosas, la “fantasía de Caín”, porque “todos los hombres” son hermanos”.
(Freud, 1900, p. 490; los énfasis son nuestros).

Retomando las palabras de Freud: la “fantasía de Caín”, porque “todos los


hombres” son hermanos. Se puede agregar también que Caín es la síntesis de
nuestros pecados, de los siete pecados capitales. Y aún más, pensar que todos
tenemos la misma esencia del primer hombre que salió de un útero para explorar
el mundo hace 5.772 años.
En su novela Jerusalén (2005), el escritor portugués Gonzalo M. Tavares
(Luanda, 1970) introduce al lector a su personaje, el doctor Theodor Busbeck,
médico que trabaja en una clínica psiquiátrica y cuya obsesión consiste en repa-
sar toda la historia de la humanidad con el propósito de llegar a descubrir una
gráfica y una fórmula matemática que puedan dar razón de la dinámica de los
eventos trágicos (guerras, masacres, catástrofes), para así llegar a establecer una
correlación entre el horror y el tiempo, y determinar si el horror tiende a dismi-
nuir o a aumentar, si hay períodos de alternancia y, en tal caso, con qué frecuencia
se producen, etcétera. En uno de los pasajes de esta novela, Theodor Buscbeck
se encuentra en una biblioteca ojeando un libro para su investigación, y allí lee:

“(...) llevé, en un principio, el cálculo de la negligencia, de las privaciones y


las humillaciones. (...) vi que el hambre prosiguió y se acrecentó con el trabajo
forzado: la gente moría por millares pero a un ritmo diferente, según la resistencia
de cada quien. Después vinieron las fábricas de la muerte y entonces todos mu-
rieron juntos: jóvenes y viejos, débiles y fuertes, enfermos y saludables; no morían
como individuos, es decir, como hombres o mujeres, niños o adultos, muchachos o
muchachas, buenos o malos, bonitos o feos, sino reducidos al mínimo común deno-
minador de la materia orgánica, sumidos en el abismo más tenebroso y profundo
de la igualdad primera (...)” (Tavares, 2006, p. 128).

El fragmento se refiere a la política de exterminio de masas perpetrada por


los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, podría estar alu-
diendo a otra infinidad de eventos de la saga humana acaecidos en la Tierra en

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el pasado, en el presente e incluso en el futuro, ya que el hombre fratricida, Caín


indomable, tiende a direccionar su envidia, su avaricia, su gula, su lujuria, su ira,
su acedia y su soberbia hacia sus propios hermanos.
Así somos nosotros, Caínes errantes; estamos vivos pero condenados, pre-
destinados a la imperfección, sentenciados a observarnos periódicamente en el
aniversario de nuestros pecados, en medio de esta tristeza inefable de los ciclos y
deseos superpuestos de eternidad. Somos humanos, demasiado humanos.

Translation of Summary
The sovereignty of the seven deadly sins
Upon Cain and contemporary man

Objective: The aim of the present article is to highlight and explore the relevance of
the symbolic concept of the seven deadly sins in the passage of Cain and Abel as well
as in contemporary mankind. Development: By demonstrating that the sins of envy,
greed, gluttony, lust, wrath, sloth and pride are present in the tale of the first fratricide,
according to the Book of Genesis, we develop a reinterpretation of the concept of
original sin. Conclusion: In addition to biblical sources, such reinterpretation is based
upon literary texts and some of Freud’s studies.

Key words: applied psychoanalysis, fault, fratricide

Referencias
Bíblia (1989). São Paulo: Edições Loyola.
Coetzee JM (2003). A Vida dos Animais. São Paulo: Companhia Das Letras.
Freud S (1900). A Interpretação dos Sonhos. En: Edição Standard Brasileira das Obras Psi-
cológicas Completas de Sigmund Freud. v. 5. Rio de Janeiro: Imago.
Freud S (1915). Reflexões para os Tempos de Guerra e Morte. En: Edição Standard Brasi-
leira das Obras Psicológicas Completas de Sigmund Freud. v. 14. Rio de Janeiro: Imago.
Ribeiro JU (1998). Política – quem manda, por que manda, como manda. Rio de Janeiro: Nova
Fronteira.
Saramago J (2009). Caim. São Paulo: Companhia Das Letras.
Saramago J (2009) Caín. Bogotá: Alfaguara.
Tavares GM (2006). Jerusalém. São Paulo: Companhia Das Letras.

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El imperativo de los siete pecados capitales

Correspondencia

Rafael Bán Jacobsen


Rua Múcio Teixeira, 911, Porto Alegre, RS. CEP: 90150-090
Teléfonos: (51) 32318674 e (51) 98380136
rafael.jacobsen@ufrgs.br

Recibido para evaluación: 9 de abril Del 2012


Aceptado para publicación: 2 de mayo Del 2012.

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