Está en la página 1de 8

"Necesité creer que iba a morir para,

al fin,

querer vivir"

Podría haber titulado este prólogo de otra forma, pero sería menos
honesto por mi parte. Mi nombre es Pau y un día decidí ser
cuentacuentos. Tardé una vida entera en dejar de intentar ser aquello
que realmente nunca quise ser.

Una vida luchando contra mí, pero morir lo cambia todo. Toda la vida
diciéndote: “ya estudiaré mañana”, “ya hablaremos del tema más
tarde”, “ya dejaré de fumar cuando de verdad quiera”, “ya haré deporte
cuando tenga más tiempo”, pero todo son excusas. Cuando concibes
la vida como algo finito, algo que llegará a su fin en un momento
temprano no cabe la procrastinación, deja de ser admisible posponer
aquellas acciones que queremos haber llevado a cabo en el futuro. A
veces parece como si las personas pensáramos que todo fuera para
siempre, incluida la vida. Que las oportunidades no pasan y que no
importa que queramos hacer algo porque siempre existirá ese tiempo
para hacerlo.

Hagámoslo todo más fácil. Acompáñame en esta historia. Mañana vas


al médico, no importa la especialidad, y recibes la noticia: "morirás en
10 años". Da miedo pensar así, son diez años, no es mucho tiempo
para una vida, pero a la vez es demasiado tiempo como para dejarnos
morir. Una noticia como esa nos puede llevar a la inacción si
directamente vemos el fin tan cerca que estando ahí, a la vuelta de la
esquina, ya ni siquiera merece la pena intentar nada. No obstante,
puede ser ese factor que nos empuje a llevar a cabo aquello que
siempre quisimos y nunca nos atrevemos a hacer. Diez años son
demasiado tiempo como para poder vivir de ahorros, pero insuficiente
como para que estudiar o trabajar por un gran puesto merezca la pena.
Sin duda es poco tiempo para enamorarte, casarte, tener hijos y criarlos
pero, a la vez, ¿cómo resignarse a no vivir el amor en un lapso de
tiempo de diez años?

Está claro que saber que a una vida le quedan tan solo diez años no
permite tener una vida normal, como la de la mayoría de las personas
que viven ajenas a su fecha de caducidad, pero es demasiado tiempo
como para vivir en depresión y sin ser feliz. Es interesante pensar
cómo el hecho de saber que moriremos pronto nos podría generar una
tristeza y una ansiedad que nos llevaran directamente a no querer vivir
más, es decir, a preferir morir ya por la pena de saber que el fin está
cerca. ¿Para qué vivir si la muerte nos acecha y esa persecución nos
hace agonizar?

Esa sería, por supuesto, la manera equivocada de concebir la mala


noticia. La mejor respuesta a algo así es asumirla y aprovecharla a
nuestro favor, dándolo todo por vivir al máximo ya que sabemos que
no será para siempre. Se trata, en última instancia, de optar entre dos
opciones: desear vivir con mayor intensidad a como vivíamos antes de
conocer la noticia para exprimir el tiempo restante o dejarlo pasar
entendiendo que es demasiado escaso.

Toda esta explicación tiene su sentido y es que yo no me encuentro


bien, como si fisiológicamente se pudiera sentir que cada respiración
es un aliento de menos y que en lugar de corazón tuviera un reloj. Un
temporizador en el pecho. Por eso, el día que me dieron la noticia fue
el primer día de mi vida. Diez años, diez años, diez años, esas dos
palabras resonaban en mi mente en un infinito bucle cruel.

A partir de ese momento inicié un camino, un camino hacia la muerte


y hacia la vida.

Hacia la muerte es inevitable. De hecho ese camino lo transitamos


todos. Aunque tengas 20 años, ten claro que cada día que pasa es un
día menos que vives y vivimos sin ser conscientes de esta verdad
absoluta. Si tienes 20, tal vez te queden 50, 60 o 90 años por vivir o
tal vez perezcas en cualquier tipo de accidente indeseable. Debemos
asumirlo, el ser humano no es un ser que muera, sino que es, en sí
mismo un ser-para-la muerte, postulaba Heidegger. Se trata de
entender la muerte como la propia línea de meta de la vida, no como
algo opuesto a la vida, sino complementario, algo que ocurre con
posterioridad a ésta, cuando sencillamente llega a su fin.

Desde que he descubierto mi cercanía a la meta y camino hacia ella


aunque le pida a mis piernas que no sigan dando pasos en aquella
dirección, me reconcomen algunas preguntas. ¿Qué es lo último que
piensa una persona antes de morir? ¿Acaso no se pregunta si su vida
fue todo lo feliz que pudo ser? ¿Cómo debe sentirse una persona que
en su lecho de muerte piense en su vida, en la totalidad de su
existencia, como algo insuficiente, carente de ser digno de orgullo y
satisfacción?

Tal vez con estas reflexiones esté siendo más trascendental de lo


necesario para ser feliz, de hecho muchas veces pienso que el secreto
de la felicidad está en pensar cuanto menos posible en si lo somos y
simplemente dejarnos llevar por la vida y su magia. Tal vez la mejor
manera de vivir es la inconsciente, una libre de todo tipo de
pensamientos tan profundos y existencialistas. No obstante, desde
siempre la humanidad se ha hecho preguntas que van más allá de lo
necesario. De eso ha ido siempre la ciencia, la astronomía y la
filosofía.

En esta línea de pensamiento hay una idea de Nietzsche que a veces


se me viene a la cabeza, la del eterno retorno. Nietzsche planteaba la
vida como algo que fuera a ser vivido de forma repetida
indefinidamente: las mismas alegrías y las mismas tristezas. La clave
pues, desde este postulado del filósofo alemán, estaría en preguntarnos
si, sabiendo que eternamente viviríamos nuestra vida, seguiríamos
haciéndolo tal y como lo hacemos. Malditos filósofos, siempre
pensando demasiado.

Mi perspectiva se ha vuelto más sencilla desde que me dieron la


noticia de los diez años restantes y es que con todo lo que la vida nos
ofrece, la vida es corta si no es eterna. No obstante, viven en el mundo
maravillosas personas que no conocemos, se escriben fantásticos
libros que no tendremos tiempo de leer, se hacen inspiradoras series y
películas que no podremos ver, hay miles de profesiones interesantes
a las que no tendremos tiempo de dedicarnos, infinito conocimiento
que no aprenderemos y, por encima de todo, infinito amor que vuestro
corazón y mi reloj en el pecho no llegarán a sentir.

Pero también inicié un camino hacia la vida; o, al menos, hacia tomar


conciencia de su valor. A veces entendemos la vida como algo fútil,
sin fundamento. Es difícil comprender nuestra existencia, hablar de
dioses o de energía, de religiones y de viejos mitos. También es difícil
para muchas personas encontrar ese gran sentido de la vida, eso que
nos llevará a la gran felicidad, a la placentera plenitud. La vida está
llena de grandes preguntas que no se han resuelto todavía y que, entre
nosotros, nunca resolverá la humanidad. Lo único cierto de la vida es
que terminará y desde esa mirada consciente de la muerte, la vida gana
importancia, volviéndose, de facto, lo único verdaderamente
importante.

Por eso la vida es a la vez todo y nada, esta última entendida como
carente de sentido. ¿Qué sentido tiene la vida si a diario mueren
cientos y miles de personas de forma injusta, por hambre y por
guerras? Ni siquiera son noticia esas muertes. Vivimos tan
preocupados por llevar a cabo aquellas cosas que la gente espera de
nosotros en la vida: el trabajo, la pareja, los hijos; y le damos enorme
importancia a nuestra vida y a la de la gente que es “igual” que
nosotros, que nació en nuestro mismo país o tiene condiciones
socioeconómicas similares a las nuestras. Generamos más empatía con
el vecino al que su pareja ha dejado o con la compañera a la que han
despedido del trabajo que con unas imágenes de una guerra en las
noticias, con todas las vidas que allí expiran.

De ahí la cuestión de qué valor tiene la vida. ¿Acaso vale algo la vida
de un niño palestino, sirio o congoleño? Cesan a diario vidas con
muchísimos años por delante, pero su vida no vale nada. La vida de
los nadie, como los llamaba Galeano, no vale nada, “vale menos que
la bala que los mata”, añadía. La nuestra, siento decepcionarte querido
lector, pero tampoco tiene un valor, aunque deje atrás grandes
lamentos y dolor en las personas cercanas.

Cuando la salud falla o sientes cerca la muerte, el miedo te inunda. Es


completamente indiferente el momento emocional que estés
atravesando, problemas con el trabajo o con personas de tu entorno
cercano, e incluso que la náusea de la carencia de sentido de la vida te
pueda hacer pensar con tristeza y rabia que si todo terminara no
pondrías objeciones. Justo en ese instante llega un médico y te dice
que te quedan 10 años de vida y te pones a llorar desconsoladamente.
¿No decías que daba igual vivir o morir? ¿No decías que la vida no
tenía sentido?

Cuentan de Viktor Frankl, conocido psicoanalista y autor de la obra


"El hombre en busca de sentido'' que tenía por costumbre hacer una
pregunta a sus pacientes. Sobrevivió a un campo de concentración nazi
y cuando por fin salió, descubrió que había perdido a las personas que
más amaba. En esas condiciones casi cualquier otro habría perdido la
fe en vivir, pero él se aferraba a creer que tenía razones para ello, y es
que, tal y como él decía, quien tiene un porqué para vivir siempre
encuentra un cómo.

Asistían a consulta con él personas en distintas fases de depresión y le


contaban a Viktor sus problemas y las dificultades que atravesaban.
Imagino que el psicoanalista necesitaría armarse de paciencia en
muchas ocasiones teniendo en cuenta que, salvo circunstancias muy
particulares, su vida había atravesado más dolor, más sufrimiento y
más pérdidas que la de sus pacientes. Cuando me contaron la historia
de su vida me pregunté si nunca le habría contestado a algún paciente:
¿de verdad crees que eso es un problema?

Afortunadamente yo no soy Viktor Frankl porque si no más de un


paciente habría salido de su consulta sintiéndose insultado y con el
problema aún sin resolver. Él se limitaba a escuchar la locución de la
otra persona y a preguntar un simple y sencillo: "Y si tantos y tan
graves son sus problemas, ¿por qué no se suicida?

Vaya pregunta más absurda amigo Viktor, porque la vida lo es todo.


Es lo único.

Puedes tener el coche más bonito del mundo, la novia o el novio más
guapo, el trabajo más fantástico e incluso puedes estar viendo como la
obra más maravillosa que has podido diseñar se está construyendo en
la ciudad que amas. Todo lo que has deseado conseguir en la vida lo
has logrado, está ahí, para que lo disfutes y para que te sientas
orgulloso de ti mismo. Sin embargo, de repente, un tranvía te atropella
como a Gaudí y ni coche, ni pareja guapa, ni trabajo genial ni Sagrada
familia. Todo termina y de la forma más absurda.

Así que míralo de esta forma: todo se puede perder, menos la vida, que
es perderlo todo. Sólo os digo que si os dicen que moriréis mañana
pero que por cada cosa a la que renunciéis ganáis una hora de vida,
acabaríais renunciando a absolutamente todo. De hecho, es posible
que acabarais renunciando a tantas cosas que la vida dejaría hasta de
tener sentido para vosotros. Pero es imposible no aferrarse a ella.

Siendo joven, siempre me sorprendían dos cosas de las personas


mayores. La primera es que aún teniendo una vida de rutina, de
levantarse y hacer lo mismo cada día, tener las mismas interacciones,
escuchar los mismos programas de radio y sufrir los mismos dolores
físicos, rara vez parecen deprimidas o deseosas de que la muerte les
lleve. La segunda, cómo la fe crece al tiempo que aumentan las
arrugas. Pero tiene todo el sentido, al fin y al cabo, cualquier cosa debe
de ser mejor que el fundido a negro.

Aún así, yo diría que lo mejor es aprovechar que sabemos que después
vendrá el fundido a negro o el eterno paraíso o el Val Halla o la
reencarnación, para vivir sintiendo lo máximo, disfrutando todo lo
posible de lo que esta vida ofrece. Las posibilidades son infinitas pero
el tiempo finito, como cantaban los Rolling Stones en su canción
“Wild Horses”: “I have my freedom, but I don’t have much time.

Se trata, en definitiva, de ver la vida con la perspectiva con la que el


filósofo y político Antonio Gramsci lo veía todo: con el pesimismo de
la razón y con el optimismo de la voluntad. Si obedecemos a la razón,
las injusticias del mundo que habitamos, la carencia de sentido de la
vida y el hecho de que llegue a su fin la vida sólo puede entenderse de
forma vacía. No obstante, desde la voluntad de querer vivir, la vida es
apasionante. Desde la voluntad la vida podría incluso verse como algo
mágico e inaudito, teniendo en cuenta que nace de la nada y nos da la
oportunidad de sentir y disfrutar emociones fantásticas con personas
increíbles.

En todo caso, no me quiero extender mucho más con reflexiones


estériles ahora que mi reloj en el pecho marca el final. Resulta
desagradable pensar que escribo este prólogo en forma de oda a vivir
la vida vivamente, justo ahora, al terminar este libro y sabiendo que si
mi reloj en el pecho fuera un reloj de arena apenas quedarían unos
granos.

Aprovecharé esos granos para escribir mi último cuento, el último que


escribo y, a la vez, el primero que leeréis en este libro. Por cosas de la
vida y sobre todo de la muerte, este último cuento es la última anécdota
que me contó mi abuelo.
"El abuelo agradecido"

La última anécdota que me contó mi abuelo fue sobre su infancia. Me


explicó que él apenas había podido ir al colegio. Para ir recorría a
toda prisa campos de naranjos que poblaban la huerta valenciana en
los años 40. Más tarde volvía, también corriendo, para ayudar a sus
padres en el campo. A los 10 años mi abuelo ya dejó de ir al colegio,
pero poco antes de abandonar sus estudios, en uno de sus últimos días
de clase, sucedió algo que guardó para siempre en su memoria.

El profesor ordenó al niño Salvador que saliera a la pizarra. El niño


se levantó y pasó por detrás de los asientos de los otros niños, pero
uno de ellos bromeó inclinando su silla hacia atrás. Mi abuelo, al
pasar se movió por acto reflejo y con la espalda derramó la tinta de
un compañero sentado en la fila de detrás.

Con eso fue suficiente. Castigo y reglazos al canto. Al canto de los


dedos. Por tirar la tinta de un compañero de forma involuntaria el
castigo que decidió el profesor fue dejar al niño Salvador con las
manos en carne viva.

En las palabras y en los gestos de mi abuelo contándome la historia


no había odio ni rencor, ni al niño sin gracia ni al profesor.

Siguió contándome: "Cuando se acabó la clase las manos me


temblaban y no era capaz de cerrar la mochila. Un niño me ayudó. Se
llamaba Santiago y aún le estoy agradecido".

Mi abuelo me contó esta historia con 80 años y alzheimer, pero no


olvidaba el nombre de aquel niño que simplemente le había ayudado
a cerrar su mochila.

Gracias Santiago.

También podría gustarte