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Los monstruos nos acompañan desde que nos incorporamos para desplazarnos por esta Tierra. Es
fácil suponer que, al principio, llamábamos así a cualquier criatura que se apartase de la norma o
que, amparada por la oscuridad o la distancia, no lográsemos describir en términos familiares: desde
el Leviatán del Antiguo Testamento, pasando por las atrocidades de la mitología griega —Medusa la
gorgona, la Hidra de Lerna, Polifemo, el Minotauro, concebidas para definir la estatura del héroe
que les hiciese frente— y llegando a los dragones medievales como el Grendel de Beowulf y su
epígono moderno del Loch Ness.
La noción del monstruo atravesó también las eras del iluminismo
y la razón, porque aunque la imaginación la arropase con
hipérboles, reflejaba una constante de la experiencia humana. La
existencia de alguien como —el así llamado— Jack el Destripador
demostraba que no hacía falta haber sido dotado de estatura
extraordinaria o cinco brazos para calificar como monstruo:
bastaba, para serlo, con observar una conducta monstruosa.
Por eso los monstruos de la imaginación romántica, aun en sus relecturas hollywoodenses —los
terroríficos Frankenstein y Drácula, por ejemplo—, podían aspirar a la redención en tanto optasen
por dejar de hacer daño, aunque fuese al precio de inmolarse. Sin embargo, sus contrapartes de la
vida real han persistido en el camino de la destrucción hasta que se los frenó por la fuerza: lo que va
de Hitler al asesino serial Ted Bundy.
Cada era genera sus propios monstruos.
La Criatura no es Frankenstein
La palabra original viene del latín y significa “portento, cosa antinatural / un signo de carácter
profético”. Para los griegos y romanos antiguos, los monstruos expresaban el displacer de los
dioses. En el libro On Monsters: An Unnatural History of Our Worst Fears, Stephen Asma dice que
corporizan “la ira de Dios, un eco del futuro, un símbolo de virtud moral o vicio”.
Lo cierto es que los necesitamos; y que, cuando no tenemos alguno real a mano, los inventamos.
Carl Jung sostenía que eran esenciales a nuestro desarrollo, en tanto representaban la “otredad” que
existe dentro de nosotros mismos, la división entre “un mundo diurno y un mundo nocturno
poblado por monstruos fabulosos”. Esa es la dicotomía que capturó Robert Louis Stevenson en El
extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde: la pócima que Jekyll bebe le permite liberarse de la
represión que supone ser un caballero en la Inglaterra victoriana. Del mismo modo, el Dorian Gray
de Oscar Wilde se convierte en un monstruo porque su retrato lo habilita, es decir porque —
simplemente, como suele ocurrirle a los ricachones— puede. Así, estas criaturas imaginarias ponen
en acto lo que en la vida cotidiana elegimos esconder (en inglés, to hide) o lo que reprimimos.
Fredric March en 1931, interpretando a la vez a Hyde (lo bestial que aflora) y al reprimido Dr. Jekyll.