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LA ESPIRITUALIDAD DEL SACERDOTE HOY

«Como el Padre me ha enviado, así os envío yo»

El título de esta ponencia, que desarrollaremos en dos partes, nos pone ante la
cuestión de pensar la espiritualidad sacerdotal en el contexto actual. Debo indicar
desde el comienzo que la espiritualidad ha de incluir también la teología, pues ambas
son dos perspectivas que en la vida cristiana han de estar estrechamente relacionadas.
Si la teología es la dimensión objetiva de la revelación y de la fe, la espiritualidad es su
apropiación subjetiva. Si ya nos centramos en la relación entre la teología y la
espiritualidad del sacerdote tendríamos que decir que hay una estrecha relación entre
la dimensión cristológica del sacerdocio que funda su naturaleza y teología en unas
características del ministerio apostólico que son permanentes (ontología) y la
dimensión pneumatológica que expresa la forma concreta de vida sacerdotal en un
ser humano de carne y hueso injertado en una comunidad cristiana que está en el
mundo (funcionalidad). Ambas dimensiones son inseparables y no podemos caer en
la absolutización de ninguna de las dos. Una espiritualidad sin teología correría el
peligro de una excesiva subjetivización del carisma, así como una teología sin
espiritualidad de un formalismo extremo1.
Cuando hablo aquí de sacerdocio me refiero al ministerio apostólico, tal y como
lo ha entendido el Concilio Vaticano II y tengo en mente a la figura del sacerdote en
general, aun cuando la imagen fundamental desde la que pienso es el presbítero
“diocesano secular”. Aquí viene una pregunta que lleva tiempo asaltando la
conciencia de tantos presbíteros. ¿Hay una espiritualidad propia del sacerdocio
secular y diocesano? Y si existe, ¿en qué consistiría su núcleo fundamental? Hay que
decir que no podemos obsesionarnos con lo específico de una espiritualidad o un
carisma en la Iglesia. La espiritualidad es una y ésta tiene su norma y criterio en la
persona de Cristo testimoniada en el Nuevo Testamento. Todas las vocaciones,
carismas y espiritualidades en la vida de la Iglesia viven de esta fuente única de la vida
cristiana. Esto hace que no sea fácil determinar con la precisión de una fórmula
matemática o de una definición exacta esta especificidad.
No obstante, creo que hay un aspecto específico en lo “diocesano secular”
frente a otras formas concretas de vivir en ministerio, ya sea en una comunidad

1
Estas reflexiones son un resumen de una obra más amplia que será publicada en breve. A. Cordovilla Pérez,
«Como el Padre me envió, así os envío yo». Teología y espiritualidad del ministerio apostólico presbiteral,
Sígueme, Salamanca 2019. Me remito a esta obra para completar o profundizar las cuestiones aquí
expuestas.

1
monástica o en una orden o congregación religiosa. Pero, diría más bien que el
diocesano secular en la forma típica de “vida apostólica” que después viene
concretada en aspectos diversos al ponerse en contacto con un carisma histórico
determinado. De hecho, cuando un carisma determinado de la vida religiosa se ha
planteado la renovación de la espiritualidad sacerdotal, en el fondo, se ha inspirado
en un querer retornar a la novedad y fecundidad de la vida evangélica. Pensemos, por
ejemplo, en Domingo de Guzmán como incansable predicador del Evangelio o en
Ignacio de Loyola y el nuevo dinamismo de la vida apostólica. Francisco de Asís, no
fue propiamente sacerdote, aunque inspiró una vida apostólica en fidelidad a las
huellas de Cristo pobre y humilde, siendo en verdad un icono real y vivo del Evangelio.
Esto no significa que no tenga “nada” específico, sino que más bien, si se me permite
decir así, es su “forma original” o su “forma base”. Por ejemplo, la teología y
espiritualidad sacerdotal queda resumida y concentrada en la liturgia de ordenación.
El sacerdote diocesano no necesita nada más y su icono de referencia es Cristo y los
apóstoles, sin necesidad de ninguna mediación personal o carismática ulterior.
¿Significa que no puede añadirse nada más? No, pero esto ya es un añadido posterior
y teológicamente (no existencialmente) accidental. En este sentido, lo que digamos
aquí vale para todos los sacerdotes, aun cuando puedan ser subrayados o añadidos
algunos aspectos específicos (vida comunitaria, obediencia al superior, pobreza
radical…) dependiendo del carisma concreto o espiritualidad en el que este es vivido.
La situación actual, la identidad del presbítero y la vida sacerdotal son los tres
ángulos que nos permiten subrayar los aspectos o los acentos de la espiritualidad
sacerdotal hoy. A cada uno de ellos le dedicaremos una parte de la reflexión para
finalmente extraer un decálogo con las que según mi parecer serían las características
que habría que destacar en esta espiritualidad sacerdotal.

I. LA ESPIRITUALIDAD DEL SACERDOTE EN LA ACTUAL SITUACIÓN CULTURAL E


HISTÓRICA

Un adverbio lo cambia todo. Y aunque desde un punto de vista teológico no sea


lo decisivo, tenemos que empezar por ese «hoy», es decir, por la situación actual en la
cual tiene que ser vivida la espiritualidad sacerdotal. Este contexto hace que tengan
que ser subrayados unos aspectos u otros en la vivencia concreta de la existencia
apostólica y del ejercicio del ministerio. En un sentido, la teología y espiritualidad del
presbítero ha de ser siempre la misma, es decir, hay elementos que no cambian, sin
embargo, dependiendo del contexto se puede y deben subrayar algunos aspectos u

2
otros. De hecho, en la historia de la espiritualidad podemos ver los cambios de
paradigmas o modelos que ha habido y que han condicionado la vida de los sacerdotes
en la Iglesia.
Lo primero que debemos constatar es que la situación del sacerdote hoy no es
muy distinta respecto a la situación general de la Iglesia y de la sociedad. Quizá en él
repercutan de una forma más acerada y significativa los profundos cambios que se
han dado en estos órdenes, pues de alguna forma en su propia persona confluyen y se
encuentran la Iglesia y la sociedad y hasta ahora ha sido símbolo cualificado de la
presencia de Dios, que como veremos, también ha entrado en crisis. Para entender el
cambio producido en la vida y el ministerio de los presbíteros tenemos que tener en
cuenta los cambios profundos que se han dado en la sociedad. Es difícil ofrecer aquí
todos los aspectos decisivos, pero sí me gustaría apuntar a cuatro perspectivas que
están entrelazadas y que repercuten en la vida del presbítero. Desde la más genérica
que atiende a la diferente percepción de Dios en el mundo y la cultura actual, hasta el
más concreto que se fija en como la nueva cultura emergente afecta a la existencia
concreta del sacerdote para vivir su ser y su misión hoy.

1. El lugar de Dios en el mundo actual: una espiritualidad teologal

Dios ha dejado de ser una realidad evidente y presente en el camino cotidiano


de la vida humana. La crisis del sacerdocio no es en último término una crisis eclesial,
ni mucho menos social, sino que tiene su raíz más profunda en una crisis de Dios, en
una crisis de fe. Si no entendemos la transformación que se ha dado en la experiencia
religiosa en general y la experiencia de Dios en particular, no podremos comprender
el nuevo lugar que está llamado a vivir el sacerdote en el mundo. La misión del
sacerdote en la sociedad estaba ordenada a establecer esa relación entre la línea
horizontal de la biografía humana y la línea vertical de la irrupción y presencia de Dios
en los momentos más significativos de esa biografía. Estos estaban jalonados
fundamentalmente desde una estructura ritual y sacramental, haciendo bastante
sencillo y habitual la presencia del sacerdote en medio de la vida de los hombres y la
sociedad. El sacerdote era llamado para ser mediador y testigo de este
acontecimiento humano, social y religioso. Pero si la conciencia humana se ha
secularizado y Dios ya no es el misterio sagrado en el que se vive la existencia, el
sacerdote queda inmediatamente expulsado del ámbito en el que se desarrolla la vida
cotidiana de los hombres.

3
¿Puede el sacerdote en este contexto seguir siendo el testigo de Dios que de
forma extraña y paradójica reclama el lugar y el ámbito que este ha de tener en la vida
social y personal de los hombres del siglo XXI? ¿Dónde buscar y encontrar a Dios en
una cultura que piensa que él es un asunto del pasado?; ¿donde la mentalidad
científica y técnica no le concede ningún lugar visible y relevante?; ¿dónde la
secularización y el pluralismo cultural ha difuminado su presencia rostro?; ¿dónde el
retorno de lo religioso busca a un Dios sin rostro, sin palabra, sin ser, sin fronteras?
¿Cómo seguir siendo testigos del Eterno, del Dios de Jesucristo en un mundo donde
él ya no es una presencia evidente para la vida humana?
Nuestra vida, así, sin más, ha de ser un grito sereno de la presencia de Dios en
el mundo, que no se impone con una evidencia absoluta, sino como signo que indica
y conduce hacia esa realidad siempre mayor. La sed de espiritualidad que existe en
nuestras sociedades ha de ser acogida por el presbítero como un auténtico signo de
los tiempos, ayudando a discernir lo que en ella hay de bueno y santo, para
potenciarlo, y a desechar los elementos perniciosos que generan tanta confusión. La
escasez vocacional y la falta de relevo generacional hace que los sacerdotes tengamos
casi todo el tiempo ocupado en llevar adelante las funciones ministeriales
institucionales y nos deja poco tiempo el acompañamiento espiritual y nuestra labor
específica e irremplazable como guías del Espíritu. Sin embargo, es en esta dimensión
donde debemos hacernos fuertes en nuestra propia experiencia personal para así
mostrarnos y aparecer ante los demás como «hombre de Dios» y «maestros del
Espíritu». Es necesaria una espiritualidad teológica o teologal que esté referida
expresamente al misterio personal de Dios desde el que los hombres de nuestro
tiempo puedan reconocernos con una cierta facilidad como hombres y maestros del
Espíritu para así acompañar de nuevo a descubrir la real trascendencia de Dios y su
presencia en la realidad creada; al Dios humilde y su presencia en el camino de la cruz
y del sufrimiento; al Dios universal que se hace presente en el camino del exceso.

2. El lugar de la Iglesia en la sociedad: una espiritualidad de la diáspora

Si el lugar de Dios en el mundo se ha transformado radicalmente, la Iglesia, el


pueblo de Dios, ha sufrido un cambio aún mayor en la percepción y el lugar que ocupa
en la sociedad. Hasta la mitad del siglo XX la Iglesia ha sido una institución con un
lugar central y visible en la sociedad. Si miramos a la urbanización de una ciudad
clásica o a la estructura de un pueblo en el mundo rural, el templo eclesial ocupa un
lugar central en ese paisaje, constituyéndose algo así como en el núcleo esencial

4
desde el cual se han ido construido el resto de los edificios. Su presencia domina el
horizonte, siendo visible desde todos los lugares de la ciudad o del entorno. Esta
configuración del espacio arquitectónico expresa de forma simbólica el significado
que la Iglesia y sus representantes tenían en la sociedad. Ella era uno de los centros de
referencia de la vida social. Pero este paisaje ha cambiado. La Iglesia ya no es el centro
de la vida social. Su visibilidad ha quedado muy mermada, al menos teniendo que
compartir ese espacio de referencia con otras fuerzas y realidades sociales dentro de
una sociedad plural y secularizada; y en el futuro esta visibilidad quedará radicalmente
transformada.
Esta transformación social que afecta a la comprensión de la Iglesia en la
sociedad ha agravado aún más la crisis de identidad sacerdotal. La relevancia y la
presencia social de la Iglesia en la sociedad otorgaba a sus representantes jerárquicos
un puesto significativo que excedía con creces la naturaleza de su misión. No podemos
ocultar que gran parte de la forma de ejercicio del ministerio y de la comprensión de
su espiritualidad provenía de esta situación social estable y de cierto prestigio. La
pérdida de esta “estabilidad social” ha conducido a una marginación y extrañeza
provocando en los sacerdotes un sentimiento de extrañamiento tras la pérdida del rol
tradicional. El vuelco político y cultural de las sociedades democráticas en la
actualidad y su relación con el «hecho religioso y cristiano» quizá genera una exclusión
desproporcionada y una marginación social que tampoco se ajusta con la naturaleza
del fenómeno religioso como un hecho esencialmente social, no solo privado y
particular. Las tensiones vividas en los presbíteros entre las tendencias a la
secularización y las tendencias a la resacralización de la forma de vida sacerdotal,
además de razones teológicas y espirituales, pueden surgir precisamente de este
cambio de «horizonte y contexto social». Los actuales estudios sobre el perfil
sociológico de los sacerdotes más jóvenes ponen de relieve que se está produciendo
un «retorno a lo sagrado»2. La desacralización realizada de la figura del presbítero en
los años posconciliares ha ido dando paso, poco a poco, a una nueva sacralización de
su vida y su misión. Da la impresión de que se está produciendo un típico movimiento
pendular característico en las sociedades y en las instituciones. Aunque la cuestión es
más de fondo estos vaivenes son un signo de que el sacerdote no ha encontrado
todavía su lugar en esta sociedad plural y secular.
La Iglesia, configurada durante mucho tiempo en una sociedad uniforme y
religiosa, lugar donde ha generado la mayoría de sus estructuras internas y pastorales,

2
G. DEFOIS, Le pouvoir et la grâce. Le prêtre du concile de Trente à Vatican II, Paris 2013.

5
se encuentra sumida en una necesaria «reforma», que, por un lado, responda a la
nueva situación de diáspora en la que se encuentra dentro de sociedades
secularizadas y pluralistas; y, por otro, se configure aún más acorde con la naturaleza
de su ser y su misión. Dentro de la Iglesia, el ministerio ordenado, es quizá quien debe
hacer un mayor esfuerzo de reforma y adaptación a los nuevos tiempos. Iniciado este
camino por el Concilio Vaticano II, todavía quedan tareas pendientes que afectan a la
Iglesia en general y al ministerio apostólico en particular. Recordemos el inicio del
decreto sobre la formación sacerdotal: «Convencido este santo Concilio de que la
deseada renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los
presbíteros, animado del espíritu de Cristo, proclama la trascendental importancia
que tiene la formación sacerdotal…»3.
El Concilio Vaticano II impulsó un camino de reforma de la Iglesia en un momento de
la historia en la que llegaba a su madurez lo que hemos llamado Modernidad y en el
comienzo de su ya paulatina superación (Aufhebung), en la que todavía estamos
inmersos y a la que damos nombres diferentes (post, tardo, ultra… modernidad). Si
hasta entonces la Iglesia había vivido en el horizonte de una comprensión que
podríamos llamar de forma genérica y algo impropia como «era constantiniana»,
especialmente en su forma de relacionarse con el mundo, a partir de este momento
entra en una nueva forma de relación que algunos han llamado como «iglesia en
diáspora». La primera se caracteriza por establecerse una relación y presencia de la
Iglesia en el mundo de forma homogénea y estable, a través de las propias estructuras
e instituciones del Estado y de la sociedad, ya que en el fondo hay una simbiosis entre
ambas realidades. Aun teniendo en cuenta la diferencia de órdenes (eclesiástico y
secular) en el plano teórico desde el modelo clásico explicitado por el Papa Gelasio,
sin embargo, la relación entre la vida real y cotidiana de la sociedad, las instituciones
del Estado y la vida de la Iglesia ha sido muy estrecha. La segunda, la Iglesia en
diáspora, expresa la ruptura del entramado homogéneo y estable desde el que la
Iglesia se relacionaba con la sociedad en la época anterior y señala hacia la nueva
forma de su presencia en el mundo. La progresiva secularización del mundo y el
creciente pluralismo cultural y religioso, como fenómenos globales, han contribuido
a que la experiencia de la Iglesia en la sociedad actual sea análoga a la que vivió el
pueblo de la alianza después del exilio de la tierra de Israel y la destrucción del templo.
Ya el teólogo luterano Georg Lindbeck, nacido en el contexto de la misión cristiana en
China, se refirió en los años 70 a la «sectarian Church» para afirmar la necesidad de una

3
Optatam totius 1.

6
forma de vida y de presencia del cristiano en el mundo que vive en una situación de
diáspora en una cultura y sociedad post-cristiana. En una situación así el cristianismo
solo tendrá futuro vivido en una Iglesia o comunidad que confiesa con intensidad a
Jesucristo como el Señor de la historia y la norma suprema de la vida cristiana. A la luz
de Israel, que ya vivió su fe en un contexto de diáspora, los cristianos deben aprender
a vivir en este nuevo contexto post-constantiniano4.
El teólogo Karl Rahner fue uno de los primeros que señaló esta forma de la
Iglesia en el futuro, pues en el ámbito de la sociedad plural y no homogénea la Iglesia
habría de aparecer más como comunidad eclesial que como pueblo uniformemente
constituido apoyada en una sociedad cristiana homogénea que en realidad ya no
existe5. En su obra Cambio estructural de la Iglesia se expresaba de esta manera: «La
situación de los cristianos hoy y, por tanto, de la Iglesia es la de la transición de una
Iglesia de masas en concordancia con una sociedad y una cultura profana homogénea
a una Iglesia como comunidad de los creyentes, que en una opción personal y libre de
fe se colocan también a distancia de la mentalidad y del comportamiento ordinario en
el entorno social»6.
Con otros términos, pero ahondando en la misma idea, el exégeta y fundador
de las comunidades de integración Gerhard Lohfink, tratando de describir la relación
entre Jesús de Nazaret y su voluntad de fundar e instituir la iglesia, insistió años
después en la necesidad de volver a recuperar el mensaje de Jesús sobre el reino más
allá del individualismo, recuperando su tenor eclesial y comunitario, en el que destaca
la llamada a ser Iglesia en el mundo como una sociedad de contraste, siguiendo la
llamada de Jesús a ser luz y faro en lo alto del monte o sal que conserva los alimentos
(Mt 5,19-21)7.
En la actualidad los estudiosos del Nuevo testamento y de los orígenes del
cristianismo han dirigido su mirada a la Primera Carta de Pedro y al trasfondo social
que se trasluce en el inicio de la Carta al describir esta “nueva” situación de los
cristianos y de la Iglesia en el mundo. Esta Carta escrita en el ámbito de la Iglesia de
Roma se refiere a los cristianos como extranjeros que viven en la diáspora8. La Iglesia
es la casa o la familia de Dios que se sitúa en diferencia respecto a la sociedad en la

4
G. LINDBECK, «Ecumenism and the Future of Belief», Una Sancta 25 (1968) 3-17; ID., «The Sectarian Future
of the Church», en J. Whelan (ed.), The God Experience: Essays in Hope, New York 1971, 226-243.
5
K. RAHNER, «Strukturwandel der Kirche in der künftigen Gesellschaft», en Id., Sämtliche Werke 28.
Christentum in Gesellschaft, Herder, Freiburg 2010, 60; 152-154.
6
ID., Cambio estructural de la Iglesia, Madrid 2014, 33-34.
7
Cfr. G. LOHFINK, La Iglesia que Jesús quería, Desclée de Brouwer, Bilbao 1986, esp. 66-82.
8
J. H. ELLIOT, La primera carta de Pedro. Edición bilingüe y comentario, Sígueme, Salamanca 2013, 24-29.

7
que vive. Sus miembros, marcados por un contraste social, viven en una situación
vulnerable, como marginados en la sociedad, pero llamados por Dios. Así el autor de
la Carta se refiere a ellos como «forasteros elegidos de la diáspora» (1Pe 1,1b). En este
contexto han de vivir un modo de vida santo e irreprochable, en divergencia con las
costumbres y formas de vida del mundo, en el que habitan como extranjeros. La fe
cristiana, antes que una oferta doctrinal o moral, que obviamente las incluye, es ante
todo una forma de vida9, una propuesta de un estilo vital10.
La solución no puede ser ni la secularización ni la resacralización de la vida
sacerdotal. Quizá sea necesaria la recuperación de una «espiritualidad de la diáspora»,
tal y como aparece en esta primera carta de Pedro. En este contexto, la espiritualidad
sacerdotal deberá mostrar y subrayar que el sacerdote es ante todo hombre del
diálogo y del encuentro, de la oferta y de la palabra. Estamos en una sociedad secular
y plural, en la que debemos acostumbrarnos a vivir desde la actitud fundamental del
encuentro y del diálogo que subraya la identidad propia y tiende puentes de
comunicación con otras personas que tienen cosmovisiones distintas a las nuestras.
Hay que aprender a vivir en una cierta marginación en la sociedad, después de tantos
años donde la persona y la presencia del sacerdote era socialmente muy relevante.

3. El lugar del sacerdote en la Iglesia: una espiritualidad fraterna

El siglo XX ha significado un retorno a la compresión de la Iglesia del primer


milenio, es decir, a la Iglesia como misterio. La eclesiología conciliar ha puesto de
relieve una comprensión mistérica de la Iglesia, entendiendo por ésta una precedencia
de su realidad teológica e histórico salvífica respecto a su dimensión jerárquica e
institucional. Atrás ha quedado la imagen de la Iglesia como imperium y como societas
para volver a una comprensión de la Iglesia más teologal, radicada en el misterio
trinitario de Dios y su proyecto salvífico (LG I: De ecclesiae misterio), y más histórica,
entendida como pueblo de Dios que peregrina en un determinado lugar del mundo,
con sus condicionamientos culturales propios (LG II: De populo Dei)11. La Iglesia era
pensada, realizada y organizada a partir de los clérigos y para los clérigos, acentuando
la distancia y la diferencia entre la Iglesia docente y discente, autoridad y obediencia,
olvidando que antes que las diferencias está la común vocación cristiana. El Vaticano

9
S. GUIJARRO, El cristianismo como forma de vida, Salamanca 2018.
10
CH. THEOBALD, El estilo de la vida cristiana, Salamanca 2016.
11
Cfr. H. FRIES, «Cambios en la imagen de la Iglesia y desarrollo histórico-dogmático», en Mysterium Salutis
IV/1, Madrid 1984, 231-290.

8
II toma como punto de partida el pueblo de Dios, podemos decir que el cristiano sin
más, para especificar después los diferentes carismas y ministerios dentro de ella. En
los últimos cuarenta años hemos pasado de una comprensión de la Iglesia de los
sacerdotes al pueblo sacerdotal.
Este vuelco en la manera de mirar a la Iglesia y describir su naturaleza ha
repercutido directamente en la forma de entender el ministerio apostólico en la Iglesia
(LG III: De constitutione hierarchica ecclesiae). Este ya no es el analogado principal para
entender la Iglesia, sino un carisma que solamente se entiende en ella y dentro de ella
a servicio del pueblo de Dios. El dato primero de la Iglesia es que nace del misterio de
Dios y se constituye como su Pueblo que peregrina en la historia, para cuya
pertenencia es esencial el bautismo y para cuya pervivencia necesita constantemente
del alimento de la eucaristía. El bautismo y no el sacramento del orden es el que está
a la base de la comprensión de la Iglesia. Los fieles cristianos que forman parte del
pueblo de Dios son el modelo fundamental desde el que se construye la Iglesia como
templo de piedras vivas. A partir de aquí, podemos entender los diversos ministerios
y servicios que desde este punto de vista son secundarios y derivados.
La ontología nacida del sacramento del bautismo es la base permanente de la
vida de todos los miembros de la Iglesia. La Iglesia como comunidad es el sujeto
primero, el sujeto integral de todas las acciones que en ella se realizan. Es a ella como
totalidad a la que están confiadas la totalidad de los dones y carismas, la totalidad de
las misiones. Cristo mismo sigue su misión a través de su Espíritu que es dado a la
Iglesia como totalidad, a quien se le encarga de continuar y prolongar la misión de
Cristo. En este sentido, Walter Kasper afirma que «el sacerdocio común de todos los
bautizados es el fundamento no solo de la diaconía laical, sino también de la
ministerial»12, recordando que ese sacerdocio común radicado en el bautismo no es
una realidad exclusivamente laical, sino de todo miembro de la Iglesia, incluso de los
bautizados que participan después en el sacerdocio ministerial.
Esto, no significa que no exista una estructura jerárquica esencial a la naturaleza
de la Iglesia, perteneciente también a su misterio, pero esta jerarquía no puede
comprenderse como modelo fundamental del ser cristiano y de la vida eclesial. Hay
«una prioridad ontológica del pueblo sacerdotal, en la que se inscribe el ministerio
sacerdotal» 13 . Lo primero en la Iglesia es la comunión y la comunidad, no los
ministerios. Dentro de ella surgen todas las gracias, dones y carismas que Dios otorga

12
W. KASPER, Iglesia católica. Esencia – Realidad – Misión, Salamanca 2013, 293.
13
S. MADRIGAL, «Ser sacerdote según el Vaticano II y su recepción postconciliar», en G. Uríbarri (ed.), El ser
sacerdotal. Fundamentos y dimensiones constitutivas, Madrid 2010, 134.

9
a sus miembros, ya sean estos los ministerios ordenados, los carismas permanentes o
las gracias ocasionales. Todos ellos son servicios que la comunidad como tal posee y
mediante los cuales se edifica a sí misma y anuncia el evangelio a todas las gentes. En
la Iglesia existe una unidad de vida y de gracia, una identidad en la ontología cristiana.
En el orden del ser, del don santificador, de la relación con Dios no hay diferencias en
los miembros de la Iglesia. La plenitud y perfección de cada miembro en la Iglesia no
depende de su cargo o de su función, sino de su vida de fe, esperanza y caridad.
Cuanto mayor sean éstas, como expresión de la recepción de la vida de Dios en él,
mayor será su perfección. Los elementos fundamentales que a todos nos unen dentro
de la vida cristiana en la Iglesia están descritos en el Concilio al explicitar quiénes son
los miembros plenamente incorporados a la Iglesia: fe, sacramentos, ministerio y
comunión.
La Iglesia es una comunión, jerárquicamente estructurada, y ordenada al fin que
se le ha encomendado y para el que existe: la misión en el mundo. Su estructura no es
un fin en sí mismo, sino que es una comunión jerárquica para ser sacramento de
salvación. Desde esta perspectiva podemos decir que la Iglesia tiene una serie de
características que configuran a cada uno de sus miembros, aun cuando sea de
manera diferente. Es apostólica, en cuanto que surgió y se mantiene por la acción y
autoridad de los apóstoles; pneumática o carismática, pues no hay Iglesia sin Espíritu
y los dones que él comunica a sus miembros; diaconal, pues existe para ser
instrumento de salvación y así ser servidora de la humanidad, como su Maestro y
Señor; profética, donde cada uno de sus miembros participa del sentido de la fe y la
gracia de la palabra en la comprensión y anuncio del evangelio de Cristo; sacerdotal,
donde toda la Iglesia y cada uno de sus miembros son el sujeto integral de la alabanza,
del sacrificio, del culto dirigido al Padre por todos los hombres; misionera, donde todos
hemos recibido el encargo de anunciar el evangelio a toda la creación. Esta unidad
esencial se articula después en una diversidad ministerial.
Por tanto, si anteriormente lo evidente y el centro en la Iglesia era el sacerdote
y el laico venía definido por contraste negativo con esta forma de vida ejemplar dentro
de la comunidad cristiana, hoy lo evidente dentro de la Iglesia es el ser cristiano y
dentro de este hay que especificar en qué consiste el carisma propio de la vocación
sacerdotal. Aquí habrá que subrayar una espiritualidad de la comunión y la fraternidad
que muestre que los sacerdotes son ante todo hermanos entre hermanos con la
misión paternal de ser capaces de generar vida eclesial y carismas desde la vida
cotidiana y ordinaria de la Iglesia. No debemos asustarnos por la recuperación de esta
estructura carismática de la Iglesia que trata de superar la imagen de una Iglesia

10
dividida en clérigos y laicos, en jerarquía y pueblo fiel. Una imagen así bimembre de la
Iglesia no responde a la Iglesia del Nuevo Testamento recuperada por el Concilio
Vaticano II. Junto al ministerio ordenado, esencial como prolongación de la autoridad
apostólica también suscitada por el Espíritu, tienen que existir las demás funciones
carismáticamente recibidas y ejercitables. Todas ellas son Iglesia; y en su grado y
orden, representan a la Iglesia en el mundo y tienen autoridad en la Iglesia, porque
tienen responsabilidad y misión. Una apropiación de la representación, de la
autoridad, de la responsabilidad y de la misión por parte exclusiva del ministerio y de
la jerarquía sería contraria a la naturaleza de la Iglesia y en realidad al propio ejercicio
del ministerio ordenado que consiste en suscitar, integrar y fomentar estos carismas
diversos.

4. Ser sacerdote en la cultura actual: una espiritualidad encarnada

Finalmente, esta situación cultural afecta a nuestro ser sacerdotal. La cultura no


es algo ajeno a nuestra vida y a nuestro ser. Los sacerdotes vivimos en el mundo,
somos mundo, y la cultura actual nos afecta profundamente, de forma consciente o
inconsciente. Y nos afecta hasta tal punto que, si queremos ser fieles a nuestro ser y
nuestra misión, nos experimentamos tantas veces en nuestra vida cotidiana como si
estuviéramos divididos y fragmentados por dentro. En un primer momento, esta
escisión es vivida como un obstáculo, incluso como una amenaza, para poder ejercitar
y ejercitarnos en las actitudes fundamentales que hemos de realizar como
presbíteros. Sólo después, podemos comprender que esta situación puede (y debe)
ser un momento de gracia personal (santificación) y de misión eclesial
(evangelización).
Por poner sólo algunos ejemplos de esta escisión, podemos mencionar los
siguientes binomios: la actitud fundamental de nuestra vida sacerdotal vivida desde
la fidelidad y la perseverancia en un mundo donde los medios de comunicación en
general promueven una infidelidad sin remordimientos que corroe los compromisos
duraderos por el empuje de la búsqueda exacerbada de experiencias inmediatas; la
necesidad de afirmar el carácter eclesial de nuestra vocación y la comunión como
forma fundamental de nuestra vida en los diferentes niveles en los que esta comunión
eclesial consiste, en una cultura marcada profundamente por el individualismo y la
soledad; el compromiso de una vida obediente y dócil a la palabra de Dios discernida
en la Iglesia y mediada por las autoridades competentes, en un mundo donde la
libertad autónoma es sagrada y el yo es convertido en un absoluto; el celibato y la

11
pureza de corazón, frente a la tendencia a la posesión y al dominio; la afirmación con
la vida (gestos y palabra) de la existencia cercanía de Dios y su absoluta trascendencia,
en un mundo que vive instalado de hecho en el ateísmo práctico y en la idolatría.
Pero esta situación también es una gracia, pues la experiencia dolorosa de esta
vida amenazada y vulnerable en su fundamento antropológico nos acerca a la
situación que viven muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo. La vulnerabilidad
reconocida y acogida nos hace cercanos y solidarios, quizá en cierto contraste con una
imagen sagrada, separada, hierática, desencarnada que hemos tenido durante
décadas.
Pero más aún, si somos capaces de mantener con fidelidad esta tensión que la
cultura actual provoca en nuestro ser; de vivir nuestra vocación en medio de este
camino de crecimiento, nunca concluido del todo, entonces nuestra vida también
puede convertirse en ejemplo de cómo ha de ser realizada la vida humana en su
vocación radical y original. El sacerdocio se revelará así no como un camino extraño y
marginal de la vocación humana, sino una de sus posibles formas de realización. E
incluso nuestra vulnerable y amenazada existencia sacerdotal se puede convertir en sí
misma en lugar de evangelización.
Esta situación nos pide, por lo tanto, una espiritualidad encarnada que acentúe
los rasgos de la cercanía, la solidaridad y la familiaridad con la vida humana.

II. LA ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL DESDE LAS DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DEL SER


SACERDOTAL

La segunda parte de nuestra exposición se centra en la espiritualidad sacerdotal


nacida de sus dimensiones constitutivas. Algunas de ellas coinciden con los rasgos de
la espiritualidad sacerdotal que han de ser subrayados desde el contexto actual
(espiritualidad teologal, diáspora, comunión fraterna, encarnación) lo que significa
que han de ser tenidos más en cuenta. Aquí quiero subrayar cuatro: el sacerdote es un
discípulo llamado por el Señor a su seguimiento; es un apóstol enviado por Cristo para
participar en su misma misión; es un hermano que vive en fraternidad sacramental
con otros presbíteros y en una radical fraternidad en la que todos somos hijos y
hermanos, que es la Iglesia; es un hombre que pertenece al género humano al que
está unido en una solidaridad fundamental, que vive en el mundo (secularidad).

1. La espiritualidad del discípulo

12
Antes que apóstoles enviados, los presbíteros son discípulos llamados por
Cristo para seguirle. Así fue con los primeros apóstoles: «Venid conmigo y os haré
pescadores de hombres» (Mc 1,17) y así sigue siendo hoy en la vida de la Iglesia. No
hay ministerio apostólico sin seguimiento; sin esta esencial condición discipular. El
presbítero es siempre un discípulo en camino.
No hay vida cristiana, ministerio y misión evangélica sin seguimiento de Cristo.
Es lo primero de todo, pues según el relato de los evangelistas todo comienza por una
llamada gratuita y soberana a seguir el Señor. Y esto que sirve para la Iglesia en
general es igualmente válido para cada cristiano en particular, también para aquel que
ha recibido la llamada específica al ministerio apostólico y tenga la misión de
representar a Cristo como Cabeza de la Iglesia. Somos siempre y sólo discípulos del
Señor. Todos, desde el primer fiel hasta el obispo de Roma, nunca dejamos de ser
discípulos, de caminar detrás del Señor.
Muchas veces se nos olvida que un sacerdote es ante todo una persona llamada
por el Señor para ser su discípulo. Ser sacerdote no comienza por una decisión
personal, sino por la llamada de Otro. En una sociedad donde la libertad personal y
autónoma se ha convertido en una realidad sagrada, contrasta mucho más que la
vocación al ministerio comienza por la decisión y la libertad de otra persona. Esta
realidad cuesta percibirla, porque al inicio parece que se trata de una decisión personal
que nace de la libertad individual, pero uno va aprendiendo que esto, sin ser falso, no
es toda la verdad, ni si quiera la verdad primera ni la más radical. La historia de un
sacerdote no comienza cuando él decide ser sacerdote e ingresar en un seminario,
sino que siempre comienza en la llamada libérrima y gratuita de Dios. Él es quien
decide en su amor y misericordia compartir con los hombres la misión de su Hijo,
asociándolos a su tarea, a su misión y a su persona. Por mucho que un sacerdote
avance en el camino de su vocación, siempre ha de ser consciente que es un discípulo
que sigue al Señor. El inicio de su ser y vocación no está en él, sino en ser llamado por
Dios. Y por esta razón, pertenece a la esencia y naturaleza de su vocación y de su vida
mantenerse con fidelidad en el seguimiento de su Hijo.
En 1957 el sacerdote Jorge Sanz Vila hizo una encuesta entre diversos
sacerdotes preguntándoles el motivo por el cual se hicieron sacerdotes. La respuesta
de uno de ellos, llamado Hans Urs von Balthasar, es sobrecogedora: «Tú has sido
llamado, tú no servirás, hay quien se servirá de ti; tú no debes hacer proyectos, no eres
más que una piedra pequeña de un mosaico preparado desde hace tiempo. Yo no
debía más que abandonarlo todo y seguirle» (Por qué me hice sacerdote). En realidad,

13
aquí resuenan las palabras de Jesús en el evangelio cuando dice a sus discípulos: «No
sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado
para que deis fruto» (Jn 15, 8). Esta condición discipular del presbítero nos ayuda a
comprender y a tener siempre presente la absoluta gratuidad de la llamada y la
vocación que hemos recibido. No podemos apropiarnos de este don, pues depende
totalmente de Dios.
Quien mejor ha comprendido esta dimensión esencial de la vida cristiana como
camino de seguimiento detrás de Jesús ha sido el evangelio de Marcos14. Todo él está
contado como un itinerario desde el bautismo de Jesús hasta la pascua, donde la
visión de los cielos rasgados, el don del Espíritu y la voz que proclama a Jesús como
Hijo de Dios en el bautismo se prolongan con el velo del templo rasgado, la entrega
del espíritu al morir Jesús y el centurión que al verlo morir lo confiesa como Hijo de
Dios. Entre ambos momentos hay todo un camino de seguimiento y de aprendizaje
para los que acompañan a Jesús, especialmente para los apóstoles, pues no es fácil
ver los cielos abiertos cuando parece que se ha extinguido ya toda profecía, o hacerse
capaz de recibir el Espíritu para quien piensa desde un corazón mezquino, o tener la
audacia de la fe para confesar a un hombre colgando de un madero como verdadero
Hijo de Dios. Ese camino de seguimiento es la forma como Marcos comprende el
discipulado y la enseñanza de Jesús. Desde la primera llamada en el lago de Genesaret
(Mc 1) hasta el envío a los discípulos por el Señor resucitado (Mc 16) todo el evangelio
de Marcos puede ser comprendido como un aprendizaje constante para ser discípulo
y misionero.
Esta verdad previa fundamental vinculada al origen de la vocación sacerdotal
no se queda en el inicio, sino que es fundamento necesario para toda la vida
apostólica. Un sacerdote siempre es discípulo. Nunca está el discípulo por delante del
maestro. Y desde esta lógica hay que entender el papel de la formación en el
sacerdocio. Desde luego que toda profesión necesita su capacitación para ejercerla. Y
el oficio sacerdotal también requiere la formación necesaria. Pero esta formación es
la expresión concreta de que un sacerdote siempre es un discípulo. Ésta se vive con
intensidad en el tiempo del seminario. Donde el futuro sacerdote, a la vez que
profundizar en la pureza de su intención y en la verdad de la vocación, va tomando
conciencia de esa precedencia de Cristo sobre su vida y sobre su llamada. Ni siquiera
la vocación le pertenece a él, sino a Cristo y a su Iglesia. Ese proceso de expropiación
hacia Cristo y de objetivación de su vocación hacia la Iglesia es el hecho más

14
S. GUIJARRO, El camino del discípulo. Seguir a Jesús según el Evangelio de Marcos, Salamanca 2015.

14
importante y decisivo que ha de acontecer en el tiempo de formación para el
sacerdocio en el seminario.
La formación permanente es la expresión de la llamada de Cristo que acompaña
durante toda la vida (vocación en el sacerdocio) y que ha de ser vivida y acogida con
fidelidad en un proceso de continua conversión. Hay en la gracia del sacramento un
dinamismo interno que exige a su receptor que sea desarrollado existencialmente.
Porque uno es hecho sacerdote por el sacramento, pero tiene que serlo
existencialmente a lo largo de toda la vida. Esta formación tiene una profunda unidad,
situada precisamente en la persona del discípulo. Al ser comprendido como un camino
discipular, la formación se refiere a todo lo que la persona del sacerdote es y hace. No
se trata de una actualización superficial o de adiestramiento para ser más eficaces,
aun cuando la actualización y la eficacia son necesarias en el ejercicio del ministerio,
sino en una transformación progresiva de la persona y de la vida. En esta formación
permanente se juega la posibilidad de la renovación de la vida y el ministerio de los
presbíteros. Podemos cambiar las estructuras pastorales, tal y como hemos visto
anteriormente, puede cambiar la situación cultural y social, pero si no trabajamos en
esta dimensión personal de la vocación que nos haga ser conscientes de nuestro
carácter esencial de discípulos de Jesús y seguidores de Cristo, al final serán cambios
superficiales que no afectarán a la vida real de los presbíteros y por ende a la Iglesia y
su proyecto de nueva evangelización.

2. La espiritualidad del apóstol

El sacerdote se define por ser enviado. Esto no significa una radical


funcionalización de su ministerio, sino la estricta vinculación al ser de Cristo, quien
ungido por el Espíritu es enviado por el Padre. El lugar natal de comprensión del
ministerio apostólico es el envío que el Hijo hace de los discípulos constituyéndolos en
apóstoles. La misión es una realidad, por lo tanto, esencial y constitutiva, del ser
eclesial y del ser sacerdotal.
El punto de partida, por lo tanto, para la comprensión del ministerio ordenado
es la consagración y misión del Hijo envidado por el Padre. En esta misión está unido
todo su cuerpo, que es la Iglesia, ungida y enviada por el mismo Espíritu de Jesús. Con
una misión y consagración especial son enviados los apóstoles y los sucesores de
éstos, los obispos. Y desde este ministerio apostólico es comprendido el ministerio
ordenado, a quienes habitualmente llamamos curas y sacerdotes. Su función es obrar
en nombre de Cristo Cabeza en tres órdenes o ministerios: el de la Palabra y anuncio

15
del Evangelio, el de los sacramentos y la celebración de la Eucaristía, el de la guía y
conducción del Pueblo de Dios en su camino hacia el Reino. Este origen radical en el
envío que el Padre realizó de su propio Hijo para la salvación del mundo es la fuente
de la teología del ministerio y ha de ser también la fuente de la espiritualidad.
En este sentido, el nombre más característico para designar este ministerio
particular dentro de la Iglesia es el de apóstol, desde donde debemos comprender el
ser sacerdotal en dependencia absoluta del Hijo: tanto de su misión como de su
persona. En este contexto hay que entender la expresión clásica de que el presbítero
actúa «in representatio Christi capitis». Actuamos en nombre de Cristo, pero no somos
Cristo. Y esto es muy importante para nuestra vida espiritual. Porque aquí se produce
una tensión fundamental. Entre la actuación en nombre y representación de Cristo
como Cabeza de la Iglesia y la frágil existencia personal, incluida la fragilidad del
pecado. No representamos a Cristo sustituyéndolo, sino que es Cristo quien por la
fuerza del Espíritu se hace presente en su acción sacramental. Es Cristo quien anuncia
el Evangelio, quien bautiza, quien preside la eucaristía. Todos, el sacerdote el primero,
ha de ser consciente de este desfase y distancia entre ser y misión. La vida ascética y
espiritual del presbítero consiste precisamente en ir acercando cada vez más estas dos
dimensiones, la ontológica-sacramental y la existencial-personal, pero siendo
consciente siempre y con humildad de que esta distancia, tensión o paradoja entre
ambas es infranqueable. El sacerdote no es [otro] Cristo, sino que es Cristo quien se
hace presente a través de los gestos, palabras y acciones del sacerdote. Él no es Cristo,
sino apóstol de Cristo e incluso como dice Pablo esclavo del Señor.
No podemos, ni debemos, idealizar la vida de los curas, ni exigirles la santidad
de Jesucristo. La santidad es de la Iglesia y el resto de los miembros somos pecadores
que intentamos no ser obstáculo a la mediación salvífica que Cristo obra por medio de
cada uno de nosotros, mientras trabajamos arduamente en nuestra santificación. Ser
representación de Cristo en la actuación salvífica (no en todo lo que hacemos, aunque
deberíamos estar llamados a ello), no puede llevar a una consideración angélica de los
sacerdotes. La expresión clásica, muy utilizada antiguamente y todavía hoy en
algunos contextos eclesiales, de que el sacerdote es alter Christus o incluso la más
moderna de ser pura trasparencia del Buen Pastor, siendo verdaderas y teniendo una
intuición válida, puede conducir a un grave error. Ni el sacerdote sustituye la presencia
de Cristo, sino que como ya hemos dicho hace presente su persona
sacramentalmente; ni, por otro lado, la mediación sacramental nunca es pura
trasparencia; siempre se da en la ambigüedad y fragilidad de la existencia humana.
No a pesar de ella, sino en ella, a través de ella. Ésta es la audacia de Dios. Y así lo

16
entendió Pablo de Tarso cuando en segunda carta a los Corintios afirma desde su
experiencia personal que la fuerza y gracia de Dios se realiza en la debilidad del
apóstol.
Una de las pruebas más duras de la vida sacerdotal es experimentar el fracaso
de que la realidad que uno empieza a vivir en su ministerio (ya sea personal,
comunitaria, eclesial o social) no coincide totalmente con los deseos que uno ha ido
creando a lo largo de la formación para el sacerdocio en el seminario. Aprender a
digerir esta situación, haciéndola momento de gracia, es una cuestión decisiva para la
perduración en la vocación y el ministerio recibido. Creo que no solucionar esta
cuestión es una de las causas de las secularizaciones de los sacerdotes en los primeros
años de ministerio. El Evangelio, el Cuerpo de Cristo, el Reino de Dios, son realidades
que nos superan infinitamente y respecto a las cuales nunca podremos estar a la altura
de las circunstancias. Asumir con humildad esta pobreza y vivirla como un acicate para
la vida de santificación personal es algo constitutivo de la vida del apóstol, pues hace
que no pueda apropiarse nunca de nada: ni del evangelio, ni de la comunidad eclesial
a la que es enviado, ni de los frutos apostólicos que puedan darse a través de su acción
pastoral, es decir, que sea más consciente de que es apóstol de Jesucristo y esclavo de
su Señor. Es ahí, y no el éxito, donde puede decir realmente aquella otra expresión
paulina de que «ya no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mi» (Gal 2,20).
No obstante, es obvio que este ser y acción del ministerio presbiteral de
representar a Cristo que nace de la gracia de Dios y depende de la acción del Espíritu,
repercute en la persona y la vida del ministro como camino de espiritualidad. El
reconocimiento de la primacía de Dios y de su gracia en la vida y acción ministerial del
presbítero, cuando es auténtico y verdadero, conduce a una real vivencia de la
gratuidad y del servicio. Por un lado, para vivir desde el agradecimiento y la acción de
gracias por el don de Dios recibido inmerecidamente; desde «la alegría de saberse
elegido por Dios»15 y la confianza de que la obra que Dios comenzó en ti y que él se
trae entre manos, él mismo la llevará a término16. Pero, por otro lado, para vivir desde
la humildad y el temor de Dios, de quien sabe que la obra no es suya, que todo
depende de la acción de Dios, que el poder y la autoridad que ostenta, provienen de
la fuerza y sabiduría de Dios (1Cor 1-2). Y, finalmente, para vivir desde la docilidad y la
conformación a la voluntad del Padre, que como para Cristo, ha de ser nuestro
alimento y nuestro sustento (Jn 4,48).

15
Id., 64.
16
PONTIFICAL ROMANO, 125: «Dios que comenzó en ti la obra buena, él mismo la lleve a término».

17
3. La espiritualidad del hermano

Llamado para ser discípulo de Cristo y enviado con su autoridad en su misma


misión para hacerlo presente en medio de la Iglesia como Cabeza de su cuerpo, el
presbítero es y vive siempre en la Iglesia. La alteridad y precedencia que representan
su vocación como expresión de la alteridad y la precedencia de la gracia respecto de
la Iglesia nunca lo pueden arrancar de su comprensión eclesial y fraterna.
El ministerio ordenado se da en la Iglesia y en una forma constitutivamente
eclesial. Junto a la intransferible llamada personal, realizada desde el propio nombre,
Jesús llamó a los discípulos como grupo (Doce) y fueron enviados de «dos en dos».
Hemos visto, a su vez, que la naturaleza del ministerio ordenado puede ser resumido
y concentrado en la expresión «representatio Christi Capitis», pero esta representación
no puede darse si no es a su vez participando en la entera misión de la Iglesia como
«representatio Ecclesiae». No es el presbítero de forma aislada quien está llamado y
capacitado para ser y hacer esta representatio, sino en cuanto miembro de un
presbiterio unido a quien es principio y signo de la unidad eclesial: el obispo. La
incardinación real, no solo jurídica, de un presbítero en la Iglesia local es la expresión
concreta de esta dimensión esencialmente eclesial de su ministerio. Aunque esta
referencia a la Iglesia no sea prioritaria respecto a la referencia cristológica, sin
embargo, sigue siendo necesaria en la definición de la identidad del presbítero17. Si la
referencia a Cristo es prioritaria en cuanto es el fuente y fundamento del sacramento
del orden, su radicación en la Iglesia es esencial 18 . Y, aún más, si como dice Erio
Castellucci la crisis del ministerio no es una crisis de identidad teológica, sino más bien
una crisis pastoral, entonces el cuidado y la comprensión profunda del lugar concreto
de la vivencia del ministerio (Iglesia) y las relaciones fundamentales que lo constituyen
se convierte en una tarea decisiva en el futuro19.
La Iglesia no es una realidad virtual o una idea platónica, sino que está formada
por hombres de carne y hueso y se expresa y realiza en las iglesias particulares20. El
obispo, los demás presbíteros, los fieles cristianos que forman el pueblo de Dios no

17
JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis 12.
18
Cfr. S. DEL CURA ELENA, «La sacramentalidad del sacerdote y su espiritualidad», en Espiritualidad sacerdotal.
Congreso, Madrid 1987, 73-119; esp. 85-98.
19
E. CASTELLUCCI, “Il ministero presbiterale da Presbyterorum ordinis a oggi”, Conferencia en Incontro vescovi
ed esperti Triveneto (7 gennaio 2010), 7-8.
20
Cfr. L. TRUJILLO, «Relaciones propias del presbítero y su espiritualidad», en Espiritualidad sacerdotal.
Congreso, Madrid 1987, 121-171.

18
son ideas abstractas, sino personas concretas. La comunión con la Iglesia y en la
Iglesia se expresa en un haz de relaciones que van configurando también el ser
sacerdotal. Siguiendo la doctrina de PO 2 la naturaleza del ministerio ordenado no
puede desvincularse de la comunión y misión de la Iglesia. La relación con Cristo no
puede vivirse sino en la relación jerárquica con el obispo (relación vertical), y en la
relación fraterna con quienes participan conjuntamente del sacramento del orden y la
relación fraterna radical con quienes comparte el don y la vocación bautismal (relación
horizontal).
La relación entre los presbíteros y el obispo es de naturaleza sacramental y
pertenece a la naturaleza del sacramento del orden (PO 7). No se trata de una relación
establecida por estrategias de poder o de funcionamiento de una determinada
institución. La necesidad de esta relación, en un sentido, es más fuerte desde el punto
de vista ontológico, pues nace de la naturaleza del sacramento y de la naturaleza de
la Iglesia, pero, en otro, es más débil pues no puede realizarse desde un poder o
fuerzas extraños, propios de otras organizaciones también fuertemente jerarquizadas
en torno al poder de mando o a la eficacia empresarial. El Concilio utiliza imágenes de
la vida familiar, como la paternidad, la fraternidad y la amistad para establecer la
forma correcta de estas relaciones, siempre más hondas y duraderas, más personales
y evangélicas, aunque más difíciles de lograr. Aquí habría que recordar las palabras de
Jesús para poner de manifiesto la relación entre él y sus discípulos, donde la relación
vertical está llamada a ser vivida, como maestros – discípulos, es vivida como una
relación horizontal como amigos y hermanos desde la amistad y la fraternidad: «No
os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he
llamado amigos, porque lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15).
«No llaméis a nadie maestro, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros
sois hermanos» (Mt 23,8).
Si la relación entre el presbiterio y el obispo se realiza en virtud de la unidad de
consagración y misión (PO 7), la relación entre los presbíteros tiene su raíz y
fundamento en el mismo sacramento del orden (PO 8). Por eso decimos tantas veces
que se trata de una «íntima fraternidad sacramental». Se trata, por lo tanto, no de una
cuestión opcional o carismática, dependiente de una decisión personal o un carisma
determinado, sino más bien de una dimensión constitutiva de la naturaleza misma del
ministerio apostólico presbiteral. Y esto, como decíamos antes respecto a la relación
del obispo con los presbíteros, lo hace a la vez más exigente y más frágil, pues ha de
vivirse como una realidad nacida de la propia naturaleza sacramental, pero no puede
exigirse desde una ley externa a ella. Ser capaces de dar visibilidad a esta dimensión

19
comunitaria de la misión y espiritualidad sacerdotal es una de las cuestiones decisivas
de nuestra vida en el futuro.
Si antes hablaba de que la desproporción no asumida entre deseo y realidad
puede provocar en muchos casos la secularización, una falta de vida eclesial y
comunitaria lleva a otro tipo de problemas, como por ejemplo el de la funcionalización
de la vocación, convirtiendo el ministerio en una profesión pública con horario
determinado, dejando la vida privada para otros menesteres y así, a la larga, creando
de hecho una doble vida. Los sacerdotes tendremos que asumir de verdad en nuestra
forma de vida y actividades pastorales que la representación de Cristo Cabeza y Pastor
de su Iglesia no es del sacerdote aislado que lo hace todo y sabe hacer de todo, sino la
del obispo con su presbiterio en la diversidad de acciones y formas de vida. La vida en
común favorece la misión, mientras que la vida aislada privilegia la implantación del
sacerdote en cotidianeidad de lo mundano. Si en la primera forma de vida podemos
decir que el icono teológico fundamental es el misterio de Pentecostés, la segunda es
el misterio de la encarnación. Ambas son legítimas, pero en un nuevo contexto
misionero como el que estamos viviendo quizá tengamos que privilegiar la forma de
vida que ayuda a esta misión.
Junto a esta dimensión comunitaria del ser sacerdotal respecto al obispo y otros
sacerdotes, hay que tener en cuenta que el sacerdote es un «hermano entre
hermanos» con otros miembros de la Iglesia. Que el presbítero sea apóstol de Cristo
que actúa en representación suya como Cabeza de la Iglesia, no puede inducir a
pensar que el sacerdote está fuera de la Iglesia. La alteridad que significa este actuar
en nombre de Cristo ha de ser correspondida con la conciencia de ser y vivir en la
comunión íntima de la Iglesia como uno más. No para disolver su ministerio y
sacerdocio en el sacerdocio común o entenderlo desde una delegación de la
comunidad cristiana hacia él para el ejercicio y desempeño de una función, sino para
enraizar de hecho su ministerio en la comunión eclesial. Y nuevamente esta
dimensión teológica hay que saber concretarla en una perspectiva histórica y
concreta. Tanto en las estructuras pastorales poniendo de relieve que los seglares
participando directamente de la misión de Cristo, sacerdote, profeta y rey, son reales
colaboradores de la única misión de la Iglesia. Esta doble perspectiva articula la
relación entre el presbítero y la comunidad eclesial en la que vive y es enviado. Es un
hermano entre iguales por el sacramento del bautismo y es un padre al frente de la
comunidad cristiana en virtud del sacramento del orden. No puede el presbítero
renunciar a su presidencia de la comunidad y a la autoridad apostólica que ha recibido
del Señor para el ministerio y el servicio de la comunidad, así como no puede vivir esta

20
autoridad de forma autoritaria y separado de la comunidad cristiana. El número 9 de
PO manifiesta esta tensión inherente al ministerio y la vida del presbítero por esa
doble implantación sacramental en la Iglesia, que existencialmente ha de ser una: por
el sacramento del orden son «padres y maestros» y por el bautismo «hermano entre
hermanos».

4. La espiritualidad secular

La consagración que recibimos los sacerdotes en el sacramento del orden no


puede ser entendida como separación, sino como pertenencia especial a Cristo para
ser enviado en medio de los hombres con quienes comparte su misma condición. El
presbítero no es el hombre de lo sagrado si por tal entendemos lo que está separado
de lo mundano y secular. Sí el hombre del Misterio, pues este siendo incomprensible
y no pudiéndose agotar en el horizonte mundano, pues lo trasciende, es a su vez su
centro y su corazón. La naturaleza del presbiterado se explica desde la relación
primordial con la misión de la Iglesia, especialmente con su tarea apostólica y
misionera. Queda situado así entre el Dios que envía y el mundo al que es enviado. Es
por lo tanto la esencia misionera de la Iglesia y desde ella el presbiterado desde donde
tenemos que entender la raíz última de la secularidad o el carácter secular de la vida y
misión de los presbíteros. El número 2 de PO explica la naturaleza del presbiterado en
el envío del Hijo por parte del Padre y la unción con el Espíritu para esa misión. La
misión, por lo tanto, constituye el punto de partida para la inteligencia del ministerio
apostólico en la Iglesia. El texto conciliar se inspira en la cristología joánica para quien
la acción salvífica de Cristo en el mundo puede ser resumida con la categoría de envío.
Cristo es, sin más, el enviado (cfr. Jn 9,7). El concepto santificación que aparece unido
al de envío, que después se ha sido entendido como consagración, es interpretado
claramente en la línea de la misión y de la unción, no tanto de la separación del
«hombre de Dios», aislado del pueblo que actúa de mediador entre Dios y los hombres
en un lugar intermedio entre ambos. La secularidad afirmada en el número 3, por
tanto, viene exigida por nuestro origen en Dios que nos envía y por el destino donde
somos enviados: al mundo. No seríamos fieles al designio salvífico de Dios si nuestra
vida permanece separada de la vida de los hombres a los que somos enviados.
En el texto de PO 3 basado en este texto de la Carta a los Hebreos la secularidad
es expresada con una doble expresión: ex hominibus y pro hominibus. Hemos de ser
conscientes de que los sacerdotes somos hombres determinados por nuestros
contextos culturales y nuestra condición creatural y humana. Vivimos, por lo tanto,

21
una solidaridad radical y ontológica con los hombres que no podemos cortar ni obviar.
No somos ángeles, sino hombres como los demás y tenemos que asumir nuestra
condición humana como base previa y constante a la vez que expresión misma de
nuestro ser y misión sacerdotal. Todos conocemos la máxima medieval de que la
gracia no destruye la naturaleza, sino que la presupone, la purifica y la perfecciona. El
ministerio no se realiza a pesar de nuestra naturaleza, sino en ella y desde ella. Esto
no significa una justificación de nuestro pecado, ya que de suyo el pecado no formaría
parte de la naturaleza del hombre, sino del ejercicio desviado y torpe de su libertad
que termina afectando a su ser creatural y a su propia naturaleza, aun sin corromperla
del todo.
Por otro lado, tomados de entre los hombres hemos sido constituidos a favor
de ellos (pro hominibus). La solidaridad radical del sacerdote con los hombres es para
la proexistencia, es decir, la vida y el ser volcados literalmente hacia y por los demás.
Si hablamos de secularidad del presbítero, no bastaría con mostrar que el sacerdote
es el hombre con los demás, sino que ese “con” es la condición de posibilidad para ser
el hombre para los demás. La secularidad no es sinónimo de mundanización o
secularización, como veremos más adelante, es la expresión de la cercanía al mundo
y a los hombres para poder entregar la vida por ellos, para poder vivir desde la
espiritualidad del Buen Samaritano, que caminando se acerca al borde del camino
para poder cargar y sanar a aquellos que han quedado lastimados por el ritmo y los
golpes de la vida. El papa Francisco en su exhortación Evangelii gaudium en la que
quiere nuevamente poner a la Iglesia en estado de misión y en salida, desde donde
antes hemos visto que tiene que ser comprendida la secularidad, acierta plenamente
cuando afirma respecto a los evangelizadores, y nosotros podemos decir que
especialmente los sacerdotes, que esta misión ha de estar realizada desde la cercanía
al pueblo, tocando la miseria de los hombres y ejercida desde la dulzura y la ternura.
Con la conciencia de que no tenemos una misión encargada desde fuera, sino que
somos una misión. Nuestro ser se define como “ser-con-los-de-más” y “ser para los
demás”. Si el decreto sobre la vida y la misión del presbítero propone como lugar de
la unidad de la vida del presbítero la caridad pastoral, el carácter secular de su vida no
podía quedar fuera de esta dimensión que es esencial al ministerio y a su vez es su
fuerza unificadora, es decir, ese centro y peso de la vida que hace posible que esta no
se disgregue entre las actividades y tareas cotidianas, sino que todas ellas sean fuente
de la propia espiritualidad sacerdotal (PO 17). La misión, ejercida desde esta caridad
pastoral, no es lo que un sacerdote hace como ejercicio de su profesión, sino lo que un
sacerdote es, expresado en sus actos y en sus obras. Pues bien, esta caridad pastoral

22
no puede ejercerse desde la distancia y desde la barrera. Hay que salir a los cruces de
los caminos, hay que estar en la plaza pública, hay que conocer la vida concreta de los
hombres de hoy, tenemos que conocer en nuestro propio cuerpo cuales son los
anhelos y esperanzas, las angustias y las tristezas de nuestros contemporáneos (cfr.
GS 1). Sin esta cercanía y empatía no puede haber una correcta tarea apostólica pues
todo lo que hagamos y digamos, aun cuando parezca muy evangélico o central en la
fe y la moral cristianas será como címbalo que retiñe u hoguera que en vez de fuego
no echa más que humo. Nos faltará esa encarnación de la misión y de la palabra
evangélica tan necesaria para que llegue al corazón de la cultura y de las personas.

III. VIDA Y ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL

En un tercer bloque tendríamos que centrarnos en algunos aspectos


particulares de la vida y espiritualidad sacerdotal. También esta parte la hemos
dividido en cuatro aspectos como es la relación entre el presbítero y la palabra de Dios
dado que su ministerio consiste ante todo en el anuncio del Evangelio, por lo que es
necesaria una espiritualidad de la palabra; en segundo lugar, su relación con la
eucaristía, como expresión suprema de su relación con la liturgia y los sacramentos,
en su oficio de santificar, una espiritualidad eucarística. En tercer lugar, su relación con
el cuidado y atención pastoral, en su función pastoral de precedencia o ejemplaridad
moral, acompañamiento vital y personal, cuidado de los más pobres y desprotegidos,
una espiritualidad pastoral. Finalmente, pensando en la vida diaria del sacerdote, nos
referiremos a la oración, relaciones personales, los consejos evangélicos, el celibato...,
una espiritualidad de la vida cotidiana.

1. Espiritualidad de la palabra: oyente y ministro

La Iglesia es la criatura de la Palabra, engendrada de forma constante mediante


la proclamación del Evangelio y la respuesta a esta palabra mediante la recepción
profunda y agradecida. Ella es el pueblo de Dios reunido y convocado por la Palabra
del Dios vivo. La Iglesia se edifica desde la palabra de Dios y en la acción de su
transmisión se mantiene fiel a su misión y a su ser como sacramento universal de
salvación. Si la palabra ilumina el ser y la misión de la Iglesia, la relación del presbítero
con ella pasa a ser una realidad fundamental de su ser y de su misión. La vida y la
misión del sacerdote no solo se expresa desde su relación con la eucaristía, sino

23
también por una relación esencial con la palabra de Dios que ha de acoger, trasmitir y
realizar en medio del mundo.
«El pueblo de Dios se reúne, sobre todo, por la palabra de Dios vivo, la cual es
muy lícito buscarla en la boca del sacerdote. Nadie puede salvarse si antes no ha
tenido fe. Por eso los presbíteros, como colaboradores de los obispos, tienen como
primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios»21. Así comienza PO 4 al exponer
el oficio del presbítero en relación con el anuncio de la palabra. En primer lugar, el
texto del Concilio expone la primacía de este ministerio (primum). ¿En qué sentido
habla de un «primer deber» de la misión de los presbíteros? Esta primacía podemos
entenderla en un sentido cronológico pues como ya hemos dicho la Iglesia nace o es
engendrada por el anuncio de la palabra, y sin esta constitución previa no puede haber
celebración de los sacramentos ni vida pastoral. Solamente la asamblea reunida y
congregada (ekklesia) puede celebrar el memorial del Señor, muerto y resucitado por
nosotros. Pero también esta primacía puede tener un sentido cualitativo y
permanente ya que lo que en el fondo está en juego es la salvación de los hombres y
a esta únicamente es posible acceder mediante el don de la fe que surge con la
escucha obediente de la predicación de la palabra (cfr. Rom 10,17). En este sentido
autores como Karl Rahner y Joseph Ratzinger, cada uno a su manera, han hablado de
una primacía y capacidad de integración de toda la misión del sacerdote en el
ministerio del Palabra, es decir, que lejos de ser un aspecto particular y transitorio
posee un carácter integrador y omniabarcante de la vida y acción del presbítero22. Es
obvio que esta primacía no es utilizada para poner en contraposición a la palabra
frente al sacramento, al profetismo frente al sacerdocio, al anuncio del kerygma frente
a la celebración del culto. La primacía no es para excluir, sino para integrar desde un
punto o una perspectiva central todas las demás dimensiones que pertenecen a la vida
y ministerio de los presbíteros.
En segundo lugar, el texto del Concilio describe esta misión en una doble
perspectiva: ad intra de la comunidad cristiana como una tarea de fortalecer y hacer
crecer la vida de los creyentes; y otra ad extra para suscitar la fe de aquellos que
todavía no forman parte del pueblo de Dios. Sin el ejercicio del ministerio de la Palabra
no sería posible convocar al Pueblo de Dios ni cumplir el mandato de Cristo de llevar
21
PO 4. Cfr. F. WULF, «Kommentar zu Artikel 1-6», en Lexikon für Theologie und Kirche. Das Zweite
Vatikanische Konzil III, Freiburg 1968, 156-164; O. FUCHS, «Kommentierung. Der Dienst der Presbyter»,
Freiburg 2009, 436-443.
22
Cfr. K. RAHNER, «Existencia sacerdotal», en Id., Escritos de teología Madrid 2002, 251-274; esp. 255-265; J.
RATZINGER, «Zur Frage nach dem Sinn des priestlichen Dienstes», Geist und Leben 41 (1968) 347-476; esp. 364-
365; G. GRESHAKE, Ser sacerdote, Salamanca 1995, 84.

24
el evangelio a todas las gentes. La Iglesia se edifica y crece desde la escucha fiel y
obediente de la Palabra. Ella es la discípula del Señor que se pone a sus pies para
realizar lo único necesario: aprender de su maestro acogiendo en su corazón las
palabras de vida eterna que salen de su boca.
La piedra de cimiento de la comunidad cristiana es Cristo, por eso la edificación
de la Iglesia ha de realizarse sobre la palabra de Dios. No es el carisma personal del
presbítero ni de ningún miembro o grupo eclesial el centro y el fundamento de la vida
comunitaria, por importante que pueda ser para el ejercicio concreto del ministerio y
la vida de la Iglesia. Este ha de ponerse al servicio del anuncio del evangelio y del
ministerio de la palabra para que la edificación de la Iglesia sea sobre la roca de
cimiento que la funda, la sostiene y la hace crecer. Para que esta edificación sobre la
palabra pueda ser real, el presbítero ha de ejercer su ministerio como profeta y como
maestro. El ministerio profético trata de percibir la presencia de Dios en los
acontecimientos de la historia. De alguna manera se trata de una actualización de la
palabra: desde ella iluminamos nuestra vida cotidiana para aprender a descubrir la
voluntad de Dios en la vida cotidiana; y, por otro lado, esta vida cotidiana es juzgada
desde ella. El maestro es aquel que desgrana toda la riqueza que se encuentra
escondida en la palabra de Dios y que ha sido el desencadenante de una larga y rica
tradición eclesial. El presbítero deberá alternar su misión profética y su misión
docente dentro del único ministerio de la palabra, pues ambas dimensiones son
necesarias en la vida de crecimiento de la comunidad cristiana23.
Junto a la tarea de edificación hacia el interior de la comunidad cristiana, está la
misión de suscitar la fe en los no creyentes que no forman parte de la Iglesia. El
ministerio de la palabra abre la vida del presbítero y de la comunidad cristiana más
allá de ellos mismos, pues el dinamismo propio del Evangelio de Dios es que este sea
anunciado a toda la creación (Mc 16,15) y a todos los confines de la tierra (Hech 1,8).
No sé qué actividad se ha vuelto más urgente desde el ministerio de la palabra, si la
edificación interna de la comunidad cristiana o su expansión hacia fuera.
Probablemente ambas funciones han de ir unidas, pues una verdadera edificación de
la Iglesia no puede replegarse sobre ella misma, sino estar abierta a su fundamento,
que es Cristo, y a su destino que es la humanidad reconciliada con Dios. Y, a la vez, un
anuncio misionero del Evangelio que quiera provocar y suscitar la fe en aquellos que
hoy están fuera, ha de estar orientado al final a hacer partícipes de esa comunidad

23
Cfr. G. LAFONT, La sabiduría y la profecía. Modelos teológicos, Salamanca 2008.

25
cristiana. A mayor y mejor edificación, mayor ha de ser la evangelización misionera, y
a mayor misión, más grande será el crecimiento de la comunidad cristiana.
En tercer lugar, se explicita este oficio profético con la expresión «comunicar la
verdad del Evangelio» inspirada en la Carta de San Pablo a los Gálatas (2,7). El
evangelio es una gracia que se recibe y se entrega (cfr. 1Cor 15,3). El apóstol no enseña
su propia doctrina, sino la verdad del Evangelio, que no es suya ni le pertenece. Como
explicaremos más adelante desde las implicaciones de la forma eucarística en la
existencia del presbítero, el apóstol siempre recibe el evangelio del que es constituido
mensajero, no puede construirlo, ni apropiárselo, ni inventárselo. La acción
comunicadora del Evangelio, según el texto de PO 6, se realiza fundamentalmente a
través de cuatro acciones: la predicación explícita del Evangelio, la enseñanza de la
doctrina cristiana, el discernimiento que trata de iluminar la vida actual a la luz del
misterio de Cristo y el testimonio de vida personal.

2. Espiritualidad eucarística y trinitaria

El segundo servicio de la misión del presbítero es la obra de la santificación o el


oficio sacerdotal en la liturgia mediante la celebración de los sacramentos,
especialmente la celebración eucarística «centro de la congregación de los fieles que
preside el presbítero y «fuente y cima de toda evangelización»24.
En la última carta que escribió Juan Pablo II con motivo del Jueves Santo, ponía
en evidencia la estrecha relación que existe entre la eucaristía y la existencia del
presbítero. No se trata tanto de repetir nuevamente la teología de la eucaristía en su
relación con la teología del sacerdocio, sino de vivir nuestra vida apostólica desde la
fuente y el manantial de la celebración eucarística. Siempre hemos hablado de la
necesidad de hacer de nuestra vida una eucaristía permanente. Y, de forma general,
lo entendemos como la entrega cotidiana de nuestra vida. Efectivamente es así. Pero
es bueno profundizar y especificar un poco más en qué consiste para nosotros esta
«eucaristización» de nuestra existencia o esta «existencialización» de la eucaristía.
Juan Pablo II, siguiendo fundamentalmente las palabras de la consagración, lo ha
especificado como una existencia profundamente agradecida, una existencia
entregada, una existencia salvada para salvar, una existencia que recuerda, una
existencia consagrada, una existencia orientada a Cristo, una existencia eucarística
aprendida de María.

24
PO 5.

26
«Puesto que toda la Iglesia vive de la Eucaristía, la existencia sacerdotal ha de
tener, por un título especial, ‘forma eucarística’. Por tanto, las palabras de la
institución de la Eucaristía no deben ser para nosotros únicamente una fórmula
consagratoria, sino también una «fórmula de vida» 25 . Teniendo en cuenta esta
perspectiva, veamos más de cerca esta forma eucarística de la vida del presbítero,
pero no solo centrada en las palabras de consagración, sino en la estructura de toda la
celebración que es el lugar desde donde hay que interpretar las palabras de la
consagración: los ritos iniciales o una existencia para la comunión desde la conciencia
de que el fundamento de la comunión es la Trinidad (saludo inicial), vivida desde la
confesión humilde de las culpas (acto penitencial) y la audacia de la confesión del
señorío de Cristo (kirie y gloria). La liturgia de la palabra o una existencia para la
palabra que nos sitúa como oyentes, servidores y hacedores de la palabra. La liturgia
eucarística o una existencia para los demás desde la gratitud y el agradecimiento
(acción de gracias) en una vida que se reparte y comparte (fracción del pan) y
finalmente se da y entrega (sacrificio). Los ritos de despedida o la necesidad de una
existencia misionera. La existencia para la comunión desde el misterio trinitario se
convierte aquí en una existencia para la misión desde la bendición del Padre, del Hijo
y del Espíritu.

3. Espiritualidad pastoral

El sacerdote es ante todo un pastor. Su servicio es un ministerio pastoral y la


espiritualidad que la alimenta y la sostiene precisamente nace del ejercicio del
ministerio. Se trata de un camino de ida y vuelta. El ejercicio del ministerio es fuente
de espiritualidad y la espiritualidad presbiteral es aliento y fortaleza para el ejercicio
del ministerio. Este no ha de ser un motivo de dispersión o de un debilitamiento de la
vida espiritual. Más bien al contrario, la cura pastoral es fuente de espiritualidad, así
como la caridad pastoral es principio de unificación existencial. La espiritualidad no es
lo que un sacerdote hace más allá de lo que realiza en su vida y en misión cotidiana.
Más bien es esta misión la que constituye una fuente específica de espiritualidad. Pero
para que esto sea así, ha de ser realizada desde el centro de la caridad pastoral, que
no es otra cosa que el amor de Cristo como Buen Pastor del que participa el sacerdote.
El apóstol se alimenta de esta caridad pastoral en la contemplación y meditación de

25
JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 2005, 1.

27
la palabra de Dios, en la celebración de la eucaristía para después poder vivir y realizar
desde aquí el ministerio pastoral en la guía de la comunidad y en su vida cotidiana.
¿En qué consiste este ministerio pastoral o servicio de pastor? PO 6 nos ofrece
las líneas fundamentales. En primer lugar, el texto nos indica el trasfondo
fundamental desde donde hay que comprender el ejercicio de este ministerio
(munus): una Iglesia entendida como comunión (koinonía), cuyo espíritu esencial es el
servicio (diakonía), desde donde ha de ser entendido el poder de representar a Cristo
como cabeza de la Iglesia (potestas). Ministerio y autoridad constituyen una unidad
inseparable, para que la autoridad no degenere en un autoritarismo despótico ni el
ministerio es una función vacua, puramente administrativa o delegacional 26 . La
potestas sacerdotal o la auctoritas apostólica es la versión sacramental de la exsousia
de Cristo de la que nos hablan los evangelios, desde la que él realiza su ministerio
profético anunciando el evangelio y curando toda enfermedad y dolencia. En una
autoridad para la liberación de los oprimidos (cfr. Mc 1,27). En esa misma autoridad
son enviados los apóstoles para realizar los mismos gestos y acciones liberadoras de
Jesús (cfr. Mc 3,15). La potestad sagrada concedida al presbítero con la ordenación
sacramental como una gracia divina es para la edificación, para reunir y conducir a la
comunidad eclesial para que sea más Iglesia (comunión) y camine de una forma más
decidida hacia el Reino (misión). Esa potestas que de una forma muy significativa ha
estado vinculado al poder sobre los dones en la eucaristía y a perdonar los pecados en
el sacramento de la penitencia hay que entenderla en este cuadro más amplio como
gracia y autoridad espiritual (potestas spiritualis) para la edificación. No se trata, por
lo tanto, de un privilegio personal o de un poder individual otorgado para el
crecimiento de la dignidad o estatus del sacerdote, sino como un don al servicio del
crecimiento del cuerpo de Cristo hacia su plena madurez.
La misión es explicitada con dos verbos fundamentalmente: reunir y conducir.
El primero hace referencia a la Iglesia como fraternidad de hermanos, misterio de
comunión, donde cada uno de los bautizados forma parte de una manera única y
singular. La misión del presbítero está en el orden de la edificación y crecimiento del
cuerpo de Cristo siendo educadores de la fe y colaborando para que cada bautizado
se deje guiar por el Espíritu en orden a profundizar en su propia vocación. El segundo
verbo es conducir y este hace referencia especialmente al Reino. No porque Iglesia y
Reino formen realidades totalmente separadas, sino porque si el primero atiende a la

26
Cfr. O. FUCHS, «Presbyterorum Ordinis. Kommentierung», Herders Theologischer Kommentar zum Zweiten
Vatikanischen Konzil, vol. 4, Freiburg 2009, 449-451.

28
formación de una auténtica comunidad cristiana, donde cada bautizado pueda vivir
en plena madurez desde una vida animada por la caridad y la libertad, el segundo
introduce la dimensión misionera como vocación esencial de toda comunidad
cristiana. El presbítero ha de guiar y conducir a la comunidad cristiana para que sea
cada vez más ella misma, tanto en su naturaleza más íntima (comunión) como en su
misión más universal (reino).
La misión pastoral del presbítero le obliga a ser un hombre de comunión que no
ha de tomar partido por grupos o facciones dentro de la comunidad a la que es enviado
en función de sensibilidades, espiritualidades, opciones políticas, etc. Él precisamente
ha de ser el garante de la comunión eclesial donde tienen cabida todos los carismas,
todas las sensibilidades, todas las opciones, siempre dentro del discernimiento
realizado a la luz del evangelio. Si hay algún grupo o colectivo por el que deba tener
una especial preferencia o predilección son los pobres y los más débiles “a los que el
Señor está especialmente asociado” (cfr. Mt 25,34-45). La razón de esta preferencia
es ante todo cristológica. Cristo fue pobre (cfr. 2Cor 8,9) y vivió una especial cercanía
y solidaridad con los pobres. El evangelio es la buena noticia dirigida especialmente a
ellos como una bienaventuranza (Mt 5,1), signo de la llegada de los tiempos
mesiánicos (Mt 11,5-6; Lc 4,18).
El ministerio presbiteral como ejercicio de la representación de Cristo cabeza es
así también un ministerio del Espíritu27, razón por la que el ejercicio del ministerio es
fuente de espiritualidad y lugar en el que hay que buscar la plenitud de la vocación
propia en la santificación y en el camino de perfección. Así lo afirma el Concilio
Vaticano II en un paso decisivo en la comprensión de la espiritualidad del presbítero:
«Por las mismas acciones sagradas de cada día, así como por todo el ministerio
entero, que ejercen unidos al obispo y a los presbíteros, ellos mismos de ordenan a la
perfección de vida» 28 . «Los presbíteros conseguirán propiamente la santidad
ejerciendo sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo su triple función»29. El
Concilio logra que se cambie de una comprensión clásica que hablaba de la santidad
que se necesitaba para ejercer el ministerio, a la afirmación de la santidad del
presbítero que parte del ministerio; de la santidad para el ministerio a la santidad en
el ministerio30.

27
PO 12.
28
PO 12.
29
PO 13.
30
S. GAMARRA, «La espiritualidad presbiteral y el ejercicio ministerial según el Vaticano II», en Espiritualidad
del presbítero diocesano secular, 461-482; aquí 482.

29
El Concilio Vaticano II reorienta de una forma decisiva lo que en la jerga de la
espiritualidad clásica se conocía como vida ascética. Esta no es recomendada solo, o
al menos exclusivamente, desde una perspectiva individual (su santidad personal),
sino que lo que está en juego es la renovación interna de la Iglesia, el anuncio del
Evangelio y el diálogo con el mundo actual. Por así decirlo, tiene una visión más
eclesial, apostólica y social de las implicaciones que tiene la vida personal del
presbítero en el ejercicio de su ministerio al tratar de adecuar su vida y su espíritu a la
vida y al Espíritu de Cristo, es decir, de hacer que su ser representación de Cristo sea
realizado desde el ministerio del Espíritu. Esta es la fuente y el cometido fundamental
de su santificación. Y, por esta razón, no tiene que buscar su santificación personal en
medios o ejercicios distintos a lo que es el contenido esencial de su ministerio como el
anuncio de la Palabra, la celebración de los sacramentos y la guía del pueblo de Dios.
Aquí, en la acogida y recepción de la palabra que anuncia, en los sacramentos
que celebra y el acompañamiento a la comunidad cristiana que realiza, el presbítero
se une personal y existencialmente a Cristo como Palabra y Evangelio para el mundo;
como gracia y vida que se da por nosotros; como Buen Pastor que ama entregando la
vida por sus ovejas realizando así su camino de santificación personal. Como afirma
Ottmar Fuchs en su comentario a PO: «a través de las tres funciones acontece la
santificación del pueblo de Dios y la misma santificación del presbítero» 31 . Si lo
específico del ministerio presbiteral es representar para la Iglesia el «extra nos» de la
gracia, es absolutamente decisivo para la vida de ambos que esa representación sea
lo más eficaz, visible y creíble32. La Iglesia no puede vivir sin la gracia que la precede y
la constituye, y esto exige al sacerdote que esta representación sacramental la realice
desde la representación existencial. Cuanta mayor cercanía exista entre el plano
sacramental y existencial en la vida del presbítero más eficaz y creíble será su
ministerio. Como ya hemos dicho, que la gracia pueda ser mediada a través de
nuestras acciones sacramentales independientemente de la calidad moral de nuestra
vida, no significa que ésta sea indiferente. Lo extraordinario no pude convertirse en el
camino ordinario de la vida de la Iglesia. La grandeza de Dios se manifiesta en que ha
querido vincularse a unas manos y unas vidas pecadoras como las nuestras, pero esta
acción inaudita de Dios, prolongando así el misterio de su encarnación y de su kénosis,
no puede ser la justificación para llevar una vida separada de este don de Dios. La
representación de Cristo ha de ser vivida en el ministerio del Espíritu, dejando que el

31
O. FUCHS, «Presbyterorum Ordinis. Kommentierung», 485.
32
Id., 483.

30
Espíritu de Cristo unja nuestro cuerpo, ilumine nuestra inteligencia, trasforme nuestro
corazón y santifique nuestra vida.
Ahora bien, no todo lo que un presbítero hace es sin más fuente de santificación.
Su acción ha de estar unida a Cristo como Profeta, Sacerdote y Pastor. Es Cristo quien
otorga al presbítero la unidad de vida en medio de tantas actividades y ministerios y
que hace posible que estos, no sólo no obstaculicen su vida espiritual y su camino de
santidad, sino que sean precisamente su vehículo específico. La caridad pastoral no es
algo separado de la persona de Cristo, sino que es Cristo en el ejercicio de su misión
en absoluta obediencia al Padre (cfr. Jn 4,34) y en su amor único y personal volcado
por cada uno de sus hermanos (cfr. Jn 10,15)33. Juan Pablo II en PDV le dio una gran
importancia a esta realidad en la vida del presbítero, desarrollando la doctrina del
Concilio:

«El principio interior, la virtud que anima y guía la vida espiritual del presbítero
en cuanto configurado con Cristo cabeza y pastor es la caridad pastoral,
participación en la misma caridad pastoral de Jesucristo: don gratuito del
Espíritu Santo y, al mismo tiempo, deber y llamada a la respuesta libre y
responsable del presbítero. El contenido esencial de la caridad pastoral es la
donación de sí»34.

La caridad pastoral nace de la consagración en la ordenación sacerdotal. Es una


«potestas spiritualis» para regir al pueblo de Dios, acompañando, guiando,
conduciendo, haciendo crecer al pueblo de Dios hacia la plena madurez en la libertad
y el amor. Se trata de una configuración a Cristo como Buen pastor en su apasionada
solicitud por los perdidos; en su reunión de los dispersos y en la entrega de la vida por
todos (cfr. Jn 10). El contenido de esta caridad pastoral es la entrega de sí mismo. No
es tanto lo que hacemos, sino la donación personal en eso que hacemos, «la donación
de nosotros mismos». Por eso esta caridad pastoral tiene su forma plena de expresión
en la eucaristía, lugar de realización y fuente continua para la vida del presbítero. Así,
la caridad pastoral se convierte en principio interior y dinámico de la vida del
presbítero con la capacidad de unificar las múltiples acciones en las que desarrolla su
vida y ministerio pastoral. La unidad, por lo tanto, no está en la acción misma, sino en
la realización de esa acción desde la unión con Cristo y la caridad del Buen Pastor. Se
trata, por lo tanto, de una relación personal y personalizadora, realizada a través del

33
Cfr. PO 14.
34
PDV 23.

31
ejercicio del ministerio, tal y como hemos visto antes, y de todo lo que hace el
presbítero, especialmente la vida interior para asegurar la fidelidad a Cristo y la vida
fraterna para asegurar la fidelidad a la Iglesia35.
Es importante subrayar esta doble especificación del ejercicio de la caridad
pastoral desde la vida interior y la vida fraterna, que lejos de excluirse, se implican. Lo
que está en juego es la fidelidad, la vinculación personal y subjetiva del presbítero a
Cristo y a su cuerpo que es la Iglesia. No solo la vinculación sacramental objetiva que
es dada con la ordenación y la administración de los sacramentos ex opere operato,
sino la participación subjetiva y personal del presbítero en el ser personal de Cristo:
sus sentimientos, su mente, su vida. Esto solo puede hacerse si hay efectivamente un
cultivo de la dimensión espiritual e interior en la vida del presbítero.

4. Espiritualidad cotidiana

La espiritualidad y el ministerio del presbítero se realiza en la vida cotidiana


jalonada habitualmente por la oración, las diversas relaciones personales, la vivencia
concreta de los consejos evangélicos, desde la sobriedad de vida, la obediencia al
obispo y la ley del celibato, que más allá de la teología que sostienen cada uno de esos
compromisos, condicionan la vida diaria de los presbíteros dándole una forma
determinada.

Celibato y otros consejos evangélicos

La raíz del celibato eclesiástico es evangélica. Este se apoya en una triple


perspectiva que podemos definir como cristológica, eclesial y escatológica. El celibato
sacerdotal remite en primer lugar a la persona de Cristo que fue célibe y es propuesto
como una forma de configuración a él. La vida célibe es una forma muy determinada,
concreta y significativa de configuración a Cristo. Es muy llamativo cómo en ciertos
grupos que abogan por la abolición de esta ley del celibato para los sacerdotes, a la
vez, propugnen una constante necesidad de volver a Jesús. No se entiende esta
disociación. No parece que tenga mucho sentido o coherencia. Hay que volver a Jesús,
pero en la configuración del ministerio apostólico precisamente el ejemplo concreto
de Jesús queda al margen. Jesús fue célibe y aunque teológicamente hablando no sea

35
Cfr. PDV 23-25. Entre la innumerable bibliografía V. SIRET (ed.), La charité pastoral. Colloque à Ars (27-29 janvier),
Paris 2014.

32
esencial a la vida apostólica, al menos habría que reconocer que hay una especial
adecuación, pues aquel que está llamado a representar sacramentalmente a Cristo en
su Iglesia también está llamado a esa representación en la forma concreta de su
existencia en castidad, pobreza y obediencia.
En segundo lugar, la perspectiva eclesial remite a la comprensión de la Iglesia
como esposa, donde el celibato es entendido como una total y plena dedicación a ella
y a su misión. Es evidente que pueda darse una dedicación total de una persona casada
a la Iglesia. El amor esponsal de un ministro a la Iglesia y el amor entre esposos están
en dos registros diferentes que no se pueden confundir. Más aún, según la teología
paulina (Ef 5,23-25) el amor entre los esposos es una realidad misteriosa y sacramental
que remite precisamente al amor de Cristo a su Iglesia. En este sentido desde un punto
de vista teológico no solo no está excluido, sino que incluso puede que el matrimonio
lo represente mejor. Pero habría que preguntarse en el orden concreto de la actual
misión de la Iglesia si la total dedicación a la misión apostólica es compatible
realmente con la dedicación que exige también la vida matrimonial y familiar.
Finalmente, la tercera perspectiva es el Reino. Todos los seres humanos
anhelamos una plenitud que no nos podemos dar a nosotros mismos y así debemos
abrirnos a un futuro absoluto que relativice toda realidad o situación humana,
también el matrimonio. El celibato es el signo escatológico de que ni siquiera la
realidad más grande, santa y bella que puede darse en este mundo, como es el amor
esponsal y familiar, puede ser absolutizado, sino que ha de ser vivido siempre en una
apertura constante hacia su origen fundante (Dios) y hacia su futuro consumado
(Dios). Esto no significa que el matrimonio no tenga ya en él esta dimensión
escatológica, ya que toda realidad creatural y sacramental la tiene, pero el celibato es
uno signo que recuerda a la vida humana de forma evidente esta verdad fundamental.
El celibato no es una realidad que podamos vivir separada de la totalidad de la
vida apostólica y especialmente desconectada de los otros consejos evangélicos36. La
vida célibe está unida a la obediencia y a la pobreza. Es verdad que los presbíteros
diocesanos no “hacemos votos”, pero sí prometemos obediencia al obispo, como ya
hemos explicado en el capítulo de las relaciones, y nos es especialmente aconsejada
una vida pobre, para así asemejarnos a Cristo y estar más disponibles para el

36
Cfr. H. SCHÜRMANN, Im Knechtsdienst Christi. Priesterliche Lebensform, Freiburg 1985, 51-82; G. GRESHAKE,
Ser sacerdote hoy, Salamanca 2003, 369-415; S. GUARINELLI, Los consejos evangélicos. Notas psicológicas y
espirituales de un canto a tres voces, Salamanca 2017; J. M. URIARTE, Ministerio presbiteral y espiritualidad, San
Sebastián, 1998, 79-116.

33
ministerio37. Obediencia, castidad y pobreza son virtudes evangélicas que nos ayudan
a configurarnos con Cristo que se humilló a sí mismo tomando la forma de esclavo,
hecho obediente hasta la muerte (cfr. Flp 2,6-8) y quién siendo rico, se hizo pobre,
para enriquecernos con su pobreza (cfr. 2Cor 8,9). Aquí se revela el sentido auténtico
de la “representatio Christi servi”. Representamos a Cristo cabeza, siendo siervos y
esclavos, configurándonos a quien no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida en
rescate por muchos (Mc 10,45). Esto lo realizamos sacramentalmente en la eucaristía,
pero ha de ser vivido existencialmente en la vida apostólica. Los consejos evangélicos
nos ayudan a que la realidad sacramental pase a ser realidad existencial y así no se
produzca una profesionalización del ministerio. Ministerio y vida han de estar lo más
unidos posible y hoy por hoy el celibato es un instrumento que favorece en gran
medida esta relación entre ambos.

La oración

La oración es ser ante Dios. Ella se expresa después en diversas formas, según
el estado y la situación concreta de quien se dirige a Dios en oración, en nombre propio
o en representación de otros. Así tenemos las formas de lamentación, petición,
alabanza, acción de gracias… 38 . La oración es la apertura a la acción de Dios en
nosotros dejando que sea ese don de su presencia quien nos haga ser, vivir y actuar39.
Pues, aunque nos parezca lo contrario, la palabra que el hombre dirige a Dios no es la
primera palabra en la oración, ella nace de la previa presencia fundante y trascendente
de Dios. De ahí que la verdadera oración del hombre, aun dentro de sus diversas
formas, expresa siempre el reconocimiento de su soberanía, trascendencia y
divinidad.
La oración del presbítero no es esencialmente distinta de la oración de los
cristianos. Es obvio que va a tener unas características particulares en cuanto que esta
oración está determinada por la objetividad de la liturgia y la intercesión por el pueblo
concreto al que uno es enviado40. Es una oración tejida por la experiencia de un pueblo
orante (Salmos) que reconoce la primacía de la gracia y del don de Dios (liturgia) y se
abre a las necesidades del mundo entero al que uno es enviado (apostólica), desde la

37
Cfr. PO 17.
38
Cfr. M. SCHLOSSER, Teología de la oración. Levantemos el corazón, Salamanca 2018.
39
J. MARTÍN VELASCO, «Modesta apoloxia da oración de petición»: Encrucillada 170 (2010) 23-36.
40
Cfr. M. URIARTE, «Orar como pastores», en Ministerio presbiteral y espiritualidad, San Sebastián, 1998, 119-
140.

34
ofrenda de la propia persona (proexistente) hasta hacer de la simple vida ante Dios
una oración auténtica (oración de los pobres). Los presbíteros, aunque en realidad
todos los cristianos, hemos de aprender de esa objetividad teológica y sobria ebriedad
de la oración litúrgica que encarna la oración monástica benedictina; la desnudez de
la oración ante la cruz de la espiritualidad carmelitana que no sólo nos revela el amor
hasta el extremo de Dios por nosotros, sino que nos provoca a vivir de forma
proexistente a favor de los otros; la oración apostólica que nos lleva desde Cristo a los
hombres y de los hombres a Cristo; y finalmente de la oración de los pobres que sólo
con su cuerpo y existencia entera, sin capacidad para meditar y pensar, se ofrecen en
fe, esperanza y amor a Dios.
En el centro de esta oración está la oración de Jesús, quien con su Abba nos da
la posibilidad de unirnos en su intimidad y obediencia al Padre por los hombres. En
esto consiste en realidad la oración de los hijos. En participar de la misma oración de
Jesús, es decir de su misma relación al Padre en absoluta intimidad y en su misma
misión por el Reino de los cielos. Por eso podemos decir que la oración de los hijos de
Dios es la vida en el Espíritu. La oración es el hombre entero en su tensión hacia Dios
que ensancha nuestro deseo y capacidad de recepción de su amor (Espíritu)
introduciéndonos en su misma vida (Padre) y en su misma misión (Hijo). La oración
cristiana lejos de ser una contemplación estática o meditación trascendental es un
éxodo, una salida, un éx-tasis en el sentido literal de la palabra, es decir, una salida de
sí mismo trascendiéndose hacia arriba, en dirección vertical hacia el Padre, y
extendiéndose horizontalmente hacia los hermanos. La escena de la Transfiguración
es un ejemplo significativo de esta forma de la oración cristiana, donde Jesús en la
gloria del Tabor, nos dice el evangelista Lucas que se le aparecieron Moisés y Elías y
conversaba con ellos sobre el éxodo que había de realizar en Jerusalén. Por eso invita
a los discípulos a dejar el monte y bajar a la llanura.

Las relaciones humanas

Al final la vida sacerdotal en su ser y en su misión se realiza en medio del


entramado de las relaciones humanas. Estas no son solo mediaciones para nuestras
acciones pastorales, sino constitutivas de nuestro ser e incluso de nuestra identidad.
Por esta razón debemos ir más allá de una pura comprensión instrumental para darles
todo el relieve y la importancia que merecen. No todo es “pastoral” o “anuncio del
evangelio”. Hay que dejar espacio para la gratuidad de las relaciones personales que
van tejiendo nuestra vida y que a la larga e indirectamente se convierten en enclaves

35
fundamentales para nuestro ministerio y ser sacerdotal. Uno no puede estar
constantemente “en modo homilía”, sino que ha de ser él, de forma natural,
espontánea, humana, cercana. Y esto es aún más importante en una persona célibe
que tiene que vivir muchos momentos en soledad.
Este tipo de relaciones que los psicólogos llaman simétricas, a diferencia de las
relaciones pastorales que son más bien de naturaleza asimétrica, nos dejan expuestos
en nuestra real humanidad. Por eso creo que son sumamente necesarias pues nos
pueden ayudar a crecer como personas y a acercar lo más posible la brecha habitual
que suele darse entre ministerio y persona en aquellos que su vida está
constantemente volcada hacia el exterior. La calidad y cercanía de estas relaciones
pueden vacunarnos contra el riesgo de una vida apostólica o sacerdotal impostada
que, más allá de cosmovisiones ideológicas conservadoras o progresistas, se convierta
en clerical en el peor sentido de la palabra. La distancia que a veces mostramos con la
vida normal de las personas en nuestras conversaciones, en su temática y en su
lenguaje, es aterrador. La caricatura que casi siempre hacen de nosotros en el cine o
en las series de televisión, salvo dignísimas excepciones 41 , con un tono de voz
impostado, un lenguaje rancio y un estar en el mundo de forma extemporánea y
tangencial, es un signo de esta clericalización. No hay más que leer durante algún
tiempo las páginas de información religiosa en internet para darse cuenta de este
submundo clerical que termina siendo neurótico y enfermizo. No es la red, así sin más,
donde está la clave de la comunicación, ni de la evangelización, sino en las relaciones
personales. Estas son más verdaderas y auténticas que las noticias creadas y
divulgadas para generar opinión o lograr patrocinadores. Habrá que atender a este
mundo, tener en cuenta que cada vez tienen mayor importancia en nuestras vidas,
pero la verdad de nuestro ministerio está en compartir realmente los gozos y las
fatigas, las esperanzas y las tristezas de los hombres de nuestro tiempo, en su vida, en
su campo, en su terreno de juego, estando cercanos con nuestro ser, con nuestra
amistad y con nuestras vidas.
Cuando realmente vivimos aquí, en medio de la sociedad y de la vida real de las
personas, nuestras preocupaciones van más allá de los dimes y diretes típicos de los

41
Aquí me refiero, por ejemplo, a la película Calvary (2014; Director: John Michael McDonagh; Protagonista:
Brendan Gleeson) y a la serie Broken (2017; Creador: Jimmy McGovern; Protagonista: Sean Bean). Aun
reconociendo que se trata de dos sacerdotes muy particulares en situaciones límite, son dos ejemplos
magníficos donde podemos ver retratado con verdad la vida y el ministerio concreto de tantos curas. Son
humanos, con los pies en la tierra, arraigados en la verdad de su ministerio, nada clericales, celosos por su
misión y amantes del pueblo al que son enviados; que con sus luces y sus sombres son generadores de
esperanza, de confianza y de vida a su alrededor en una sociedad profundamente desarraigada y huérfana.

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ambientes clericales; nuestro anuncio del evangelio será más ajustado a la situación
concreta de nuestros destinatarios, no para rebajarlo, sino para que sea realmente luz
y aliento para sus vidas; nuestro lenguaje y nuestra forma de ser no podrá ser
impostado o manierista, pues este se queda desnudo ante la verdad de la realidad en
su plenitud y fracaso, en su belleza y vulnerabilidad, en su realismo y complejidad. Los
presbíteros necesitamos estas relaciones personales que nos pongan ante la verdad
de la vida por nuestra propia salud y el desarrollo de nuestro ser personal y para que
nuestro ministerio sea un ministerio realmente encarnado. Aquí tiene también una
importancia fundamental las relaciones familiares, pues es en la propia familia donde
somos tratados sin más por nuestro nombre, sin tener en cuenta nuestra labor y
nuestra tarea. Esto nos devuelve a quienes somos realmente; a la única realidad que
delante de Dios, en el silencio y en la soledad, constituye la materia de nuestra oración
y de nuestra entrega.

Conclusión: Decálogo para una espiritualidad sacerdotal hoy

1. Una espiritualidad teologal que ponga en evidencia que los sacerdotes somos
ante todo hombres de Dios y maestros de la vida del Espíritu. En una cultura donde
Dios desaparece del horizonte cotidiano de la vida humana, se hace más urgente que
nunca subrayar esta relación esencial con Dios, siendo testigos y signos personales del
Eterno. Sin empequeñecer a Dios y su misterio, que siempre es más grande y mayor
de lo que podemos decir y pensar sobre él. Además, en una sociedad aparentemente
autosuficiente en tantas cuestiones, si en algo podemos aparecer como maestros ha
de ser en la vida del Espíritu. No podemos dejar que este ámbito de la espiritualidad y
de la experiencia de Dios quede en barbecho o bajo la luz y guía de “falsos maestros”
y “doctrinas ilusorias”.

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2. Una espiritualidad de la diáspora en la que aprendamos a ser cada vez más
hombres del encuentro y del diálogo. Ya no vivimos en una sociedad monolítica que
se relaciona con la Iglesia como una fuerza homogénea y decisiva en la sociedad.
Estamos en una sociedad secular y plural, en la que debemos acostumbrarnos a vivir
desde la actitud fundamental del encuentro y del diálogo que subraya la identidad
propia y tiende puentes de comunicación con otras personas que tienen
cosmovisiones distintas a las nuestras. Hay que aprender a vivir en una cierta
marginación en la sociedad, después de tantos años donde la persona y la presencia
del sacerdote era socialmente muy relevante.

3. Una espiritualidad fraterna y de comunión. La comprensión de la Iglesia desde


el Concilio Vaticano II en adelante ha recuperado su intelección como misterio de
comunión, en la línea de la eclesiología del primer milenio. Esto ha hecho que el lugar
y la misión del sacerdote en la Iglesia se haya recolocado en una ontología bautismal
y una Iglesia comunión. Esto implica una espiritualidad fraterna y de comunión que
ante todo exprese que los presbíteros somos hermanos entre hermanos. No para
disolver la identidad específica del ministerio, pero sí para otorgarle su raíz
eclesiológica fundamental y esencial.

4. Una espiritualidad encarnada y secular que exprese que somos hombres entre
los hombres. Que los presbíteros seamos hombres de Dios no significa que nos
separemos de los hombres. Podríamos decir que somos hombres del misterio o
referidos al Misterio santo que es Dios, pero no somos sacerdotes como hombres de
lo sagrado, entendido como una realidad separada del mundo, de lo profano. El
misterio de Dios es el corazón del mundo y quienes quieren ser signo y testimonio de
este Dios han de hacerlo metidos en medio del mundo, en el corazón de las masas.

5. Una espiritualidad del discípulo que nos recuerde constantemente que


siempre somos peregrinos en camino detrás de Jesús, nuestro Maestro y Señor. El
presbítero, como todo cristiano, aunque de forma peculiar y más estrecha, es siempre
aquel que ha sido llamado al camino de seguimiento detrás del Señor. Aunque su
oficio es ser representación de Cristo Cabeza y Pastor, nunca se identifica totalmente
con él y ni mucho menos lo puede suplantar. En esta espiritualidad del discipulado
hay que fundamentar la necesidad de la formación permanente en sus cuatro
dimensiones fundamentales que hay que asumir como una responsabilidad personal

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tan importante como las cosas que hacemos en nuestro ministerio de la palabra, de la
santificación y de la guía del pueblo de Dios.

6. Una espiritualidad del apóstol que nos haga vivir desde la conciencia de que
hemos sido enviados. Ser sacerdote es ser apóstol, enviado en la misma misión del
Hijo, enviado por el Padre. En esta misma misión es enviada la Iglesia entera, como
cuerpo de Cristo, unida a él, para continuar y hacer presente esta misma tarea. En la
misión de Cristo y de la Iglesia está la esencia de nuestro ministerio, que después se
concreta en una triple dimensión: profética y evangelizadora; sacerdotal y
sacramental; real y pastoral.

7. Una espiritualidad de la palabra, comprendiéndonos ante todo como oyentes


y servidores de la Palabra. Tan importante como celebrar la eucaristía es ejercitar el
ministerio de la palabra. De hecho, la eucaristía no pude celebrarse sin la liturgia de la
palabra. La controversia clásica entre Lutero y Trento no puede llevarnos a una
comprensión en alternativa de estas dos realidades, ni a un oscurecimiento de la
relación del presbítero con la palabra de Dios. Esta ha de ser su alimento, su luz y su
guía cotidiana. La relación con la palabra exige esfuerzo y paciencia en su acogida e
interpretación y atrevimiento y audacia en su predicación y oferta.

8. Una espiritualidad eucarística. La eucaristía ha sido el centro real de la vida y


espiritualidad del presbítero. La situación actual de escasez de clero no pone en
peligro la práctica habitual de este sacramento, quizá en algún momento, más bien al
contrario. Nuestro reto está en convertir la eucaristía en la forma de nuestra existencia,
yendo más allá de la reducción de la eucaristía a las palabras de la consagración y de
la celebración eucarística a la sola liturgia. La espiritualidad eucarística ha de ir más
allá de la devoción personal por el sacramento, para tratar de dar forma eucarística a
nuestra existencia apostólica.

9. Una espiritualidad pastoral pues hay que tener en cuenta que somos ante todo
pastores. Esto significa que la santidad sacerdotal y el camino de perfección al que
somos llamados ha de buscarse y ser vividos en el ejercicio del ministerio. La
edificación del pueblo de Dios y la santidad personal del presbítero están
estrechamente relacionadas. Esto nos obliga a no tratar de buscar en medios
paralelos esta santidad, como si nos estorbara la acción pastoral, y a realizar el
ministerio desde la hondura cristológica y la anchura eclesial de la caridad pastoral

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para que así pueda ser de hecho fuente de santificación y de espiritualidad para
nuestra vida.

10. Una espiritualidad de la vida cotidiana. La espiritualidad no es lo que


hacemos o queremos hacer más allá o fuera de la vida, sino precisamente lo que esta
vida en su cotidianeidad nos ofrece como condición de posibilidad para la vida en el
Espíritu. La vida no es sin más la espiritualidad, pero ésta no puede estar alejada de
aquella. La espiritualidad es lo que somos mientras vivimos delante de Dios (coram
Deo) en el ejercicio de pensar y amar, orar y trabajar, sufrir y gozar, acertar y fracasar,
correr y descansar… a la luz del Espíritu de Cristo.

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