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El apóstol espera que todos, todos sin excepción, ayuden de cualquier manera a

Ricardo Flores Magón (1873-1922) los que luchan por la libertad y la justicia.

Atravesando campos, recorriendo carreteras, por sobre los espinos, por Las mujeres bostezan; los hombres se rascan la cabeza, una gallina
entre los guijarros, la boca seca por la sed devoradora, así va el pasa por entre el grupo, perseguida por un gallo.
Delegado Revolucionario en su empresa de catequismo, bajo el sol, que
parece vengarse de su atrevimiento arrojando sobre él sus saetas de --Compañeros –continúa el infatigable propagandista de la buena nueva
fuego; pero el Delegado no se detiene, no quiere perder un minuto. De —la libertad requiere sacrificios; vuestra vida es dura, no tenéis
alguna que otra casuca salen, a perseguirlo, perros canijos, tan hostiles satisfacciones, el porvenir de vuestros hijos es incierto. ¿Por qué os
como los miserables habitantes de las casucas, que ríen estúpidamente mostráis indiferentes ante la abnegación de los que se han lanzado a la
al paso del apóstol de la buena nueva. lucha para conquistar vuestra dicha, para hacernos libres para que
vuestros hijitos sean más dichosos que vosotros? Ayudad, ayudad como
El Delegado avanza quiere llegar a aquel grupo de casitas simpáticas podáis; dedicad una parte de vuestros salarios al fomento de la
que relucen en la falda de la alta montaña, donde -se le ha dicho- Revolución, o empuñad las armas si así lo preferís; pero haced algo por
hay compañeros. El calor del sol se hace insoportable; el hambre y la la causa; propagad siquiera los ideales de la gran insurrección.
sed lo debilitan tanto como la fatigosa caminata; pero en su cerebro
lúcido la idea se conserva fresca, límpida como el agua de la montaña, El Delgado hizo una pausa. Un águila pasó meciéndose en la limpia
bella como una flor sobre la cual no puede caer la amenaza del tirano. atmósfera, como si hubiera sido el símbolo del pensamiento de aquel
Así es la idea: inmune a la opresión. hombre que, andando entre los cerdos humanos, se conservaba muy
alto, muy puro, muy blanco.
El Delegado marcha, marcha,. Los campos yermos le oprimen el
corazón ¡Cuántas familias vivirían en la abundancia si esas tierras no Las moscas, zumbando, entraban y salían de la boca de un viejo que
estuvieran en poder de unos cuantos ambiciosos! El Delegado sigue su dormitaba. Los hombres, visiblemente contrariados, iban desfilando de
camino; una víbora suena su cascabel bajo un matorro polvoriento; los uno en uno; las mujeres se habían marchado todas. Por fin se quedó
grillos llenan de rumores estridentes el caldeado ambiente; una vaca solo el Delegado en presencia del viejo que dormía su borrachera y de
muge a lo lejos. un perro que lanzaba furiosas tarascadas a las moscas que chupaban su
sarna, Ni un centavo había salido de aquellos sórdidos bolsillos, ni un
Por fin llega el Delegado al villorrio, donde –se le ha dicho- hay trago de agua se había ofrecido a aquel hombre firmísimo, que
compañeros. Los perros, alarmados le ladran. Por las puertas de las lanzando una mirada compasiva a aquella madriguera del egoísmo y de
casitas asoman rostros indiferentes. Bajo un portal hay un grupo de la estupidez, encaminóse hacia otra casita. Al pasar frente a una taberna
hombres y de mujeres. El apóstol se acerca; los hombres fruncen las pudo ver a aquellos miserables con quienes había hablado, apurando
cejas; las mujeres le ven con desconfianza. sendos vasos de vino, dando al burgués lo que no quisieron dar a la
Revolución , remachando sus cadenas, condenando a la esclavitud y a
la vergüenza sus pequeños hijos, con su indiferencia y con su egoísmo.
--Buenas tardes, compañeros—dice el Delegado. Los del grupo se
miran unos a los otros. Nadie contesta el saludo. El Delegado no se da La noticia de la llegada del apóstol se había ya extendido por todo el
por vencido y vuelve a decir: pueblo y, prevenidos los habitantes, cerraban las puertas de sus casas al
acercarse el Delegado. Entretanto un hombre, que por su traza debería
--Compañeros –continúa el propagandista—la tiranía se bambolea; ser un trabajador, llegaba jadeante a las puertas de la oficina de policía.
hombres enérgicos han empuñado las armas para derribarla, y sólo se
--Señor—dijo el hombre al jefe de los esbirros-- ¿cuánto da usted por la dos grupos: de una parte los voluntarios orozquistas a quienes llamaban
entrega de un revolucionario? “colorados”; de la otra, los federales. Y como se sentía ya bastante
--Veinte reales—dijo el esbirro. fuerte para actos de grandeza, resolvió hacer un escarmiento con los
prisioneros del primer grupo, mientras se mostraba benigno con los
El trato fue cerrado; Judas ha rebajado la tarifa. Momentos después un otros. A los colorados se les pasaría por las armas antes de que
hombre, amarrado codo con codo, era llevado a la cárcel a empellones. oscureciese; a los federales se les daría a elegir entre unirse a las tropas
Caía, y a puntapiés lo levantaban los verdugos entre las carcajadas de revolucionarias o bien irse a sus casas mediante la promesa de no
los esclavos borrachos. Algunos muchachos se complacían en echar volver a hacer armas contra los constitucionalistas.
puñados de tierra a los ojos del mártir, que no era otro que el apóstol
que había atravesado campos, recorrido carreteras, por sobre los Fierro, como era de esperar, fue el encargado de la ejecución, a la cual
espinos, por entre los guijarros, la boca seca por la sed devoradora; dedicó desde luego la eficaz diligencia que tan buen camino le
pero llevando en su cerebro lúcido, la idea de la regeneración de la raza auguraba ya en el ánimo de Villa, o de “su jefe”, según él decía.
humana por medio del bienestar y la libertad.
Declinaba la tarde. La gente revolucionaria, tras de levantar el campo,
iba reconcentrándose lentamente en torno del humilde pueblecito que
La fiesta de las balas había sido objetivo de la acción. Frío y tenaz, el viento de la llanura
Martín Luis Guzmán (1887-1976) chihuahuense empezaba a despegar del suelo y apretaba los grupos de
--El Águila y la serpiente 1928-- jinetes y de infantes: unos y otros se acogían al socaire de las casas.
Pero Fierro —a quien nunca detuvo nada ni nadie— no iba a rehuir un
Atento a cuanto se decía de Villa y el villismo, y a cuanto veía a mi airecillo fresco que a lo sumo barruntaba la helada de la noche. Hizo
alrededor, a menudo me preguntaba yo en Ciudad Juárez qué hazañas cabalgar a su caballo de anca corta, contra cuyo pelo oscuro, cano por
serían las que pintaban más a fondo la División del Norte: si las que se el polvo de la batalla, rozaba el borde del sarape gris. Iba así al paso. El
suponían estrictamente históricas, o las que se calificaban de viento le daba de lleno en la cara, más él no trataba de eludirlo
legendarias; si las que se contaban como algo visto dentro de la más clavando la barbilla en el pecho ni levantando los pliegues del embozo.
escueta realidad, o las que traían ya tangibles, con el toque de la Llevaba enhiesta la cabeza, arrogante el busto, bien puestos los pies en
exaltación poética, las revelaciones esenciales. Y siempre eran las los estribos y elegantemente dobladas las piernas entre los arreos de
proezas de este segundo orden las que se me antojaban más verídicas, campaña sujetos a los tientos de la montura. Nadie lo veía, salvo la
las que, a mi juicio, eran más dignas de hacer Historia. desolación del llano y uno que otro soldado que pasaba a distancia.
Pero él, acaso inconscientemente, arrendaba de modo que el animal
Porque ¿dónde hallar, pongo por caso, mejor pintura de Rodolfo Fierro hiciera piernas como para lucirse en un paseo. Fierro se sentía feliz: lo
—y Fierro y el villismo eran espejos contrapuestos, modos de ser que embargaba el placer de la victoria —de la victoria, en la cual nunca
se reflejaban infinitamente entre sí— que en el relato que ponía a aquel creía hasta consumarse la completa derrota del enemigo—, y su alegría
ante mis ojos, después de una de las últimas batallas, entregado a interior le afloraba en sensaciones físicas que tornaban grato el hostigo
consumar, con fantasía tan cruel como creadora de escenas de muerte, del viento y el andar del caballo después de quince horas de no apearse.
las terribles órdenes de Villa? Verlo así era como sentir en el alma el Sentía como caricia la luz del sol —sol un tanto desvaído, sol
roce de una tremenda realidad cuya impresión se conservaba para prematuramente envuelto en fulgores encendidos y tormentosos.
siempre.
Llegó al corral donde tenían encerrados, como rebaño de reses, a los
Aquella batalla, fecunda en todo, había terminado dejando en manos de trescientos prisioneros colorados condenados a morir, y se detuvo un
Villa no menos de quinientos prisioneros. Villa mandó separarlos en instante a mirar por sobre las tablas de la cerca. Vistos desde allí,
aquellos trescientos huertistas hubieran podido pasar por otros tantos
revolucionarios. Eran de la fina raza de Chihuahua: altos los cuerpos, se teñía de rosa al recibir de soslayo la luz poniente del sol. Vuelto de
sobrias las carnes, robustos los cuellos, bien conformados los hombros espaldas, los prisioneros lo veían desde lejos, a través de las cercas. Sus
sobre espaldas vigorosas y flexibles. Fierro consideró de una sola piernas formaban compás hercúleo y destellaban; el cuero de sus
ojeada el pequeño ejército preso, lo apreció en su valor militar —y en mitasas brillaba en la luz del atardecer.
su valer— y sintió una pulsación rara, un estremecimiento que le
bajaba desde el corazón, o desde la frente hasta el índice de la mano A unos cien metros, por la parte exterior a los corrales, estaba el jefe de
derecha. Sin quererlo ni sentirlo, la palma de esa mano fue a posársele la tropa encargada de los prisioneros. Fierro lo vio y le indicó a señas
en las cachas de la pistola. que se acercara. El oficial cabalgó hasta el sitio de la valla más
próximo a Fierro. Este caminó hacia él. Hablaron. Por momentos,
“Batalla, esta”, pensó. conforme hablaban, Fierro fue señalando diversos puntos del corral
donde se encontraba y del corral contiguo. Después describió,
Indiferentes a todo, los soldados de caballería que vigilaban a los moviendo la mano, una serie de evoluciones que repitió el oficial como
prisioneros no se fijaban en él. A ellos no les preocupaban más que la con ánimo de entender mejor. Fierro insistió dos o tres veces en una
molestia de estar montando una guardia fatigosa —guardia maniobra al parecer muy importante, y el oficial entonces, seguro de
incomprensible después de la excitación del combate— y que les exigía las órdenes recibidas, partió al galope hacia donde estaban los
tener lista la carabina, cuya culata apoyaban en el muslo. De cuando en prisioneros.
cuando, si algún prisionero parecía apartarse, los soldados apuntaban
con aire resuelto y, de ser preciso, hacían fuego. Una onda rizaba Entonces tornó Fierro al centro del corral, y otra vez se mantuvo atentó
entonces el perímetro informe de la masa de prisioneros, los cuales se a estudiar la disposición de las cercas y cuanto las rodeaba. De los tres
replegaban para evitar el tiro. La bala pasaba de largo o derribaba a corrales, aquel era el más amplio, y según parecía, el primero en orden
alguno. —el primero con relación al pueblo—. Tenía, en dos de sus lados,
sendas puertas hacia el campo: puertas de trancas más estropeadas —
Fierro avanzó hasta la puerta del corral; gritó a un soldado, que vino a por mayor uso— que las de los corrales posteriores, pero de maderos
descorrer las trancas, y entró. Sin quitarse el sarape de sobre los más fuertes. En otro lado se abría la puerta que daba al corral
hombros echó pie a tierra. El salto le deshizo el embozo. Tenía las inmediato. Y el lado último, en fin, no era una simple valla de madera,
piernas entumecidas de cansancio y de frío: las estiró. Se acomodó las sino tapia de adobes, de no menos de tres metros de altura. La tapia
dos pistolas. Se puso luego a observar despacio la disposición de los mediría como sesenta metros de largo, de los cuales veinte servían de
corrales y sus diversas divisiones. Dio varios pasos hasta una de las fondo a un cobertizo o pesebre, cuyo tejado bajaba de la barda y se
cercas, sin soltar la brida, la cual trabó entre dos tablas, para dejar asentaba, de una parte, en los postes, prolongados, del extremo de una
sujeto el caballo. Sacó de las cantinas de la silla algo que se metió en de las cercas que lindaban con el campo, y de la otra, en una pared,
los bolsillos de la chaqueta, y atravesó el corral a poca distancia de los también de adobe, que salía perpendicularmente de la tapia y avanzaba
prisioneros. cosa de quince metros hacia los medios del corral. De esta suerte, entre
el cobertizo y la valla del corral próximo venía a quedar un espacio
Los corrales eran tres, comunicados entre sí por puertas interiores y cerrado en dos de sus lados por paredes macizas. En aquel rincón el
callejones angostos. Del que ocupaban los colorados, Fierro pasó, viento de la tarde amontonaba la basura y hacia sonar con ritmo
deslizando el cuerpo entre las trancas de la puerta, al de en medio; en anárquico, golpeándolo contra el brocal de un pozo, un cubo de hierro.
seguida, al otro. Allí se detuvo. Su figura grande y hermosa, irradiaba Del brocal del pozo se elevaban dos palos secos, toscos, terminados en
un aura extraña, algo superior, algo prestigioso y a la vez adecuado al horquetas, sobre los cuales se atravesaba otro más, y desde este pendía
triste abandono del corral. El sarape había venido resbalándole del la cadena de una garrucha, que también sonaba movida por el viento.
cuerpo hasta quedar pendiente apenas de los hombros: los cordoncillos En lo más alto de una de las horquetas, un pájaro grande —inmóvil,
de las puntas arrastraban por el suelo. Su sombrero, gris y ancho de ala, blanquecino— se confundía con las puntas del palo seco.
Fierro se hallaba a cincuenta pasos del pozo. Detuvo un segundo la —¡Ah, qué mi jefe! —seguía pensando para sí.
vista sobre la quieta figura del pájaro y, como si la presencia de este
encajara a pelo en sus reflexiones, sin cambiar de expresión, ni de Mientras tanto, del otro lado de la cerca que limitaba el segundo corral
postura, ni de gesto, sacó la pistola lentamente. El cañón del arma, fueron apareciendo algunos soldados de la escolta. Montados a caballo,
largo y pulido, se transformó en dedo de rosa a la luz poniente del sol. medio busto les sobresalía del borde de las tablas. Muchos otros se
Poco a poco el gran dedo fue enderezándose hasta señalar en dirección distribuyeron a lo largo de las dos cercas restantes.
del pájaro. Sonó el disparo —seco y diminuto en la inmensidad de la
tarde— y el animal cayó al suelo. Fierro volvió la pistola a la funda. Fierro y su asistente eran los únicos que estaban dentro del primero de
los tres corrales: Fierro, con una pistola en la mano y el sarape caído a
En aquel instante un soldado, trepando a la cerca, saltó dentro del los pies; el asistente, en cuclillas, ordenando sobre su frazada las filas
corral. Era el asistente de Fierro. Había dado el brinco desde tan alto de cartuchos.
que necesitó varios segundos para erguirse otra vez. Al fin lo hizo y
caminó hacia donde estaba su amo. Fierro le preguntó, sin volver la El jefe de la escolta entró a caballo por la puerta que comunicaba con el
cara: corral contiguo y dijo:

—¿Qué hubo con esos? Si no vienen luego va a faltar tiempo. —Ya tengo listos los primeros diez. ¿Te los suelto?
—Parece que ya vienen ahí —contestó el asistente. Fierro respondió:
—Entonces, tú ponte allí de una vez. A ver, ¿qué pistola traes? —Sí, pero antes entéralos bien del asunto: en cuanto asomen por la
—La que usted me dio, mi jefe. La “mitigüeson”. puerta yo empezaré a dispararles; los que lleguen a la barda y la salten
—Sácala pues, y toma estas cajas de parque. ¿Cuántos tiros dices que quedan libres. Si alguno no quiere entrar, tú métele bala.
tienes?
—Unas quince docenas, con los que he arrejuntado hoy, mi jefe. Otros Volvió el oficial por donde había venido, y Fierro, pistola en mano, se
hallaron hartos, yo no. mantuvo alerta, fijos los ojos en el estrecho espacio por donde los
—¿Quince docenas?… Te dije el otro día que si seguías vendiendo el prisioneros iban a irrumpir. Se había situado lo bastante próximo a la
parque para emborracharte iba a meterte una bala en la barriga. valla divisoria para que, al hacer fuego, las balas no alcanzaran a los
—No, mi jefe. colorados que todavía estuviesen del lado de ella: quería cumplir
—No mi jefe ¿qué? lealmente lo prometido. Pero su proximidad a las tablas no era tanta
—Que me embriago, mi jefe, pero no vendo el parque. que los prisioneros, así que empezase la ejecución, no descubrieran, en
—Pues cuidadito, porque me conoces. Y ahora ponte vivo, para que me el acto mismo de trasponer la puerta, la pistola que les apuntaría a
salga bien esta ancheta. Yo disparo y tú cargas las pistolas. Y oye bien veinte pasos. A espaldas de Fierro el sol poniente convertía el cielo en
esto que te voy a decir: si por tu culpa se me escapa uno siquiera de los luminaria roja. El viento seguía soplando.
colorados, te acuesto con ellos.
—¡Ah, qué mi Jefe! En el corral donde estaban los prisioneros creció el rumor de voces —
—Como lo oyes. voces que los silbos del viento destrozaban, voces como de vaqueros
que arrearan ganado—. Era difícil la maniobra de hacer pasar del corral
El asistente extendió su frazada sobre el suelo y vació en ella las cajas último al corral de en medio a los trescientos hombres condenados a
de cartuchos que Fierro acababa de darle. Luego se puso a extraer uno morir en masa; el suplicio que los amenazaba hacía encresparse su
a uno los tiros que traía en las cananas de la cintura. Quería hacerlo tan muchedumbre con sacudidas de organismo histérico. Se oía gritar a la
de prisa, que se tardaba más de la cuenta. Estaba nervioso, los dedos se gente de la escolta, y, de minuto en minuto, los disparos de carabina
le embrollaban. recogían las voces, que sonaban en la oquedad de la tarde como
chasquido en la punta de un latigazo.
De los primeros prisioneros que llegaron al corral intermedio un grupo no levantaba los ojos para ver a los que caían: toda su conciencia
de soldados segregó diez. Los soldados no bajaban de veinticinco. parecía concentrarse en la pistola que tenía entre las manos y en los
Echaban los caballos sobre los presos para obligarlos a andar; les tiros, de reflejos de oro y plata, esparcidos en el suelo. Dos sensaciones
apoyaban contra la carne las bocas de las carabinas. le ocupaban lo hondo de su ser: el peso frío de los cartuchos que iba
metiendo en los orificios del cilindro y el contacto de la epidermis, lisa
—¡Traidores! ¡Jijos de la rejija! ¡Ora vamos a ver qué tal corren y y cálida, del arma. Arriba, por sobre su cabeza, se sucedían los disparos
brincan! ¡Eche usted p’alla, traidor! con que su jefe se entregaba al deleite de hacer blanco.

Y así los hicieron avanzar hasta la puerta de cuyo otro lado estaban El angustioso huir de los prisioneros en busca de la tapia salvadora —
Fierro y su asistente. Allí la resistencia de los colorados se acentuó; fuga de la muerte en una sinfonía espantosa donde la pasión de matar y
pero el golpe de los caballos y el cañón de las carabinas los el ansia inagotable de vivir— duró cerca de dos horas.
persuadieron a optar por el otro peligro, por el peligro de Fierro, que no
estaba a un dedo de distancia, sino a veinte pasos. Ni un instante perdió Fierro el pulso o la serenidad. Tiraba sobre
blancos móviles y humanos, blancos que daban brincos y traspiés entre
Tan pronto como aparecieron dentro de su visual, Fierro los saludó con charcos de sangre y cadáveres en posturas inverosímiles, pero tiraba sin
extraña frase —frase a un tiempo cariñosa y cruel, de ironía y de más emoción que la de errar o acertar. Calculaba hasta la desviación de
esperanza: la trayectoria por obra del viento y de un disparo a otro la corregía.

—¡Ándenles, hijos: que nomás yo tiro y soy mal tirador! Algunos prisioneros, poseídos de terror, caían de rodillas al trasponer la
puerta; la bala los doblaba. Otros bailaban danza grotesca al abrigo del
Ellos brincaban como cabras. El primero intentó abalanzarse sobre brocal del pozo hasta que la bala los curaba de su frenesí o los hacía
Fierro, pero no había dado tres saltos cuando cayó acribillado a tiros caer, heridos, por la boca del hoyo. Casi todos se precipitaban hacia la
por los soldados dispuestos a lo largo de la cerca. Los otros corrieron a pared de adobes y trataban de escalarla trepando por los montones de
escape hacía la tapia: loca carrera que a ellos les parecería como de cuerpos entrelazados, calientes, húmedos, humeantes: la bala los
sueño. Al ver el brocal del pozo, uno quiso refugiarse allí: la bala de paralizaba también. Algunos lograban clavar las uñas en la barda,
Fierro lo alcanzó el primero. Los demás siguieron alejándose; pero uno hecha de paja y tierra, pero sus manos, agitadas por intensa ansiedad de
a uno fueron cayendo —Fierro disparó ocho veces en menos de seis vida, se tornaban de pronto en manos moribundas.
segundos—, y el último cayó al tocar con los dedos los adobes que, por
un extraño capricho de este momento, separaban de la región de la vida Hubo un momento en que la ejecución en masa llegó a envolverse en
la región de la muerte. Algunos cuerpos dieron aún señales de estar un clamor tumultuario donde descollaban los chasquidos secos de los
vivos; los soldados, desde su sitio, tiraron para rematarlos. disparos, opacados por la inmensa voz del viento. De un lado de la
cerca gritaban los que huían de morir y al cabo morían; de otro, los que
Y vino otro grupo de diez, y luego otro, y otro, y otro. Las pistolas de se defendían del empuje de los jinetes y pugnaban por romper el cerco
Fierro —dos suyas, la otra de su ordenanza— se turnaban en la mano que los estrechaba hasta la puerta terrible. Y al griterío de unos y otros
homicida con ritmo infalible. Cada una disparaba seis veces —seis se sumaban las voces de los soldados distribuidos en el contorno de las
veces sin apuntar, seis veces al descubrir— y caía después encima de la cercas. Estos habían ido enardeciéndose con el alboroto de los disparos,
frazada. El asistente hacia saltar los casquillos quemados y ponía otros con la destreza de Fierro y con los lamentos y el accionar frenético de
nuevos. Luego, sin cambiar de postura, tendía hacia Fierro la pistola, el los que morían. Saludaban con exclamaciones de regocijo la voltereta
cual la tomaba casi al soltar la otra. Los dedos del asistente tocaban las de los cuerpos al caer; vociferaban, gesticulaban; histéricos, reían a
balas que segundos después tenderían sin vida a los prisioneros; pero él carcajadas al hacer fuego sobre los montones de carne humana donde
advertían el menor indicio de vida.
El postrer pelotón de los ajusticiados no fue de diez víctimas, sino de Había anochecido. Brillaban algunas estrellas. Brillaban las lucecitas
doce. Los doce salieron al corral de la muerte atropellándose entre sí, de los cigarros al otro lado de las tablas de la cerca. El asistente rompió
procurando cada uno cubrirse con el grupo de los demás, a quien a andar con paso débil y fue, medio a tientas, hasta el último de los
trataban de adelantarse en la horrible carrera. Para avanzar hacían corrales, de donde regresó a poco trayendo de la brida los dos caballos
corcovas sobre los cadáveres hacinados, pero la bala no erraba por eso: —el de su amo y el suyo— y, sobre uno de los hombros, la mochila de
con precisión siniestra iba tocándolos uno tras otro y los dejaba a campaña.
medio camino de la tapia —abiertos de brazos y de piernas—
abrazados al montón de sus hermanos inmóviles. Sin embargo, uno de Se acercó al pesebre. Sentado sobre una piedra Fierro fumaba en la
ellos, el último que quedaba con vida, logró llegar hasta la barda misma oscuridad. En las juntas de las tablas silbaba el viento.
y salvarla… El fuego cesó de repente y el tropel de soldados se agolpó
en el ángulo del corral inmediato para ver al fugitivo… —Desensilla y tiéndeme la cama —ordenó Fierro—; ya no aguanto el
cansancio.
Pardeaba la tarde. La mirada de los soldados tardó en acostumbrarse al —¿Aquí, en este corral, mi jefe? ¿Aquí?
parpadeo interferente de las dos luces. De pronto no vieron nada. —Sí, aquí.¿Por qué no?
Luego, allá lejos, en la inmensidad de la llanura ya medio en sombra,
fue cobrando precisión un punto móvil, un cuerpo que corría. Tanto se Hizo el asistente como le ordenaban. Desensilló y tendió las mantas
doblaba el cuerpo al correr, que por momentos se le hubiera sobre la paja, arreglando con el maletín y la montura una especie de
confundido con algo rastreante a flor de suelo… cabezal. Minutos después de tenderse allí, Fierro se quedó dormido.

Un soldado levantó el rifle para hacer blanco: El asistente encendió su linterna, dio grano a los animales y dispuso lo
—Se ve mal —dijo y disparó. necesario para que pasaran bien la noche. Luego apagó la luz, se
La detonación se perdió en el viento del crepúsculo. El punto siguió su envolvió en su frazada de nuevo, se hincó de rodillas y se persignó. En
carrera… seguida volvió a tenderse en la paja…
Fierro no se había movido de su sitio. Rendido el brazo, largo tiempo
lo tuvo suelto hacia el suelo. Luego notó que le dolía el índice y Pasaron seis, siete horas. Había caído el viento. El silencio de la noche
levantó la mano hasta los ojos: en la semioscuridad comprobó que el se empapaba en luz de luna. De tarde en tarde sonaba próximo el
dedo se le había hinchado ligeramente; se lo oprimió con blandura estornudo de algún caballo. Brillaba el claro lunar en la abollada
entre los dedos y la palma de la otra mano. Y así se mantuvo: superficie del cubo del pozo y hacía sombras precisas al tropezar con
largamente entregado todo él a la dulzura de un masaje moroso. Por todos los objetos; con todos, menos con los montones de cadáveres.
fin, se inclinó para recoger del suelo el sarape, del cual se había Estos se hacinaban, enormes en medio de tanta quietud, como cerros
desembarazado desde los preliminares de la ejecución. Se lo echó sobre fantásticos, cerros de formas confusas, incomprensibles.
los hombros y caminó para acogerse al socaire del cobertizo. A los
pocos pasos se detuvo y dijo al asistente: El azul plata de la noche se derramaba sobre los muertos con la más
—Así que acabes, tráete los caballos. pura limpidez de la luz. Pero insensiblemente aquella luz de noche fue
Y siguió andando. convirtiéndose en voz, voz también irreal y nocturna. La voz se hizo
distinta: era una voz apenas perceptible, apagada, doliente, moribunda,
El asistente juntaba los cartuchos quemados. En el corral contiguo los pero clara en su tenue contorno como las sombras que la luna dibujaba
soldados de la escolta desmontaban, hablaban, canturreaban. El sobre las cosas. Desde el fondo de uno de los montones de cadáveres la
asistente los escuchaba en silencio y sin levantar la cabeza. Después se voz parecía susurrar:
irguió con lentitud. Cogió la frazada por las cuatro puntas y se la echó a —Ay… Ay…
la espalda; los casquillos vacíos sonaron dentro con sordo cascabeleo.
Luego calló, y el azul de plata de la noche volvió a ser solo luz. Mas la Oro, caballo y hombre
voz se oyó de nuevo: Rafael F. Muñoz (1899-1972)
—Ay… Ay…
Fríos e inertes desde hacía horas, los cuerpos apilados en el corral
Como en Casas Grandes terminaba la línea férrea, los villistas que se
seguían inmóviles. Los rayos lunares se hundían en ellos como en una
dirigían rumbo a Sonora bajaron de los trenes, echando fuera de las
masa eterna. Pero la voz tornó:
jaulas la flaca caballada y después de ensillar emprendieron la caminata
—Ay… Ay… Ay…
hacia el cañón del púlpito. La llanura estaba oculta bajo una espesa
Y este último “ay” llegó hasta el sitio donde Fierro dormía e hizo que
costra de nieve endurecida que crujía a la presión de las herradas
la conciencia del asistente pasara del olvido del sueño a la sensación de
pezuñas de los animales; a veces, éstos resbalaban y caían sobre el
oír. El asistente recordó entonces la ejecución de los trescientos
húmedo colchón, blanco e interminable […].
prisioneros, y el solo recuerdo lo dejó quieto sobre la paja,
entreabiertos los ojos y todo él pendiente del lamento de la voz, Frente a Casas Grandes, a poco trotar, hay una laguna extensa, pero
pendiente con las potencias íntegras de su alma… poco profunda, casi una charca donde el viento no hace oleajes, rizando
apenas la superficie pantanosa, que semeja un cristal ahumado […].
—Ay… Por favor…
Fierro se agitó en su cama… El grueso de la columna se desvió, prefiriendo hacer un gran rodeo por
—Por favor… agua… tierra firme, que atravesar la sospechosa calma de las aguas oscuras.
Fierro despertó y prestó oído… Pero un grupo de villistas […], se decidieron a marchar en línea recta a
—Por favor… agua… través de la charca. A la cabeza del grupo iba un hombre alto […],
Entonces Fierro alargó un pie hasta su asistente. rostro oscuro completamente afeitado, cabellos que eran casi cerdas,
—¡Eh, tú! ¿No oyes? Uno de los muertos está pidiendo agua. lacios, rígidos, negros; boca de perro de presa, manos poderosas, torso
—¿Mi jefe? erguido y piernas de músculos boludos que apretaban los flancos del
—¡Que te levantes y vayas a darle un tiro a ese jijo de la tiznada que se caballo como si fuera garra de águila. Aquel hombre se llamaba
está quejando! ¡A ver si me deja dormir! Rodolfo Fierro; había sido ferrocarrilero y después fue bandido, dedo
—¿Un tiro a quién, mi jefe? meñique del jefe de la División del Norte, asesino brutal e implacable,
—A ese que pide agua, ¡imbécil! ¿No entiendes? de pistola certera y dedo índice que no se cansó nunca de tirar del
—Agua, por favor —repetía la voz. gatillo.
El asistente sacó la pistola de debajo de la montura y, empuñándola, se —Los caballos andan mejor en el agua que en la nieve —dijo y metió
levantó y salió del pesebre en busca de los cadáveres. Temblaba de espuelas. El animal dio un gran salto, penetró en la laguna levantando
miedo y de frío. Uno como mareo del alma lo embargaba. un abanico de agua con cada pata, siguió adelante braceando a un
metro de alto y chapoteando con regocijado estrépito—. Éste es el
A la luz de la luna buscó. Cuantos cuerpos tocaba estaban yertos. Se camino para los hombres que sean hombres, y que traigan caballos que
detuvo sin saber qué hacer. Luego disparó sobre el punto de donde sean caballos…
parecía venir la voz; la voz se oyó de nuevo. El asistente tornó a
¡Adelante!
disparar: se apagó la voz.
Los otros le siguieron, haciendo ruidos de cascada. Fierro iba cargado
La luna navegaba en el mar sin límites de su luz azul. Bajo el techo del de oro […], oro en los bolsillos abultados del pantalón, oro en el
pesebre dormía Fierro. pliegue que hacía la camisola al voltearse sobre el cinturón ajustado
[…], oro en bolsas de lona colgadas de la cabeza de la montura… Una
FIN coraza de oro… ¡Kilos de oro!
Cuando caminaba en tierra firme, el caballo parecía no sentir sobre su verse envueltos en el peligro, todas quedaron cortas y Fierro, sin soltar
lomo al hombre enorme, parecía no llevar encima aquel tremendo el oro, intentó alcanzarlas alargando el brazo derecho. […] Pronto la
cargamento […]. Pero a cien metros, a ciento cincuenta, a doscientos cabeza quedó a ras de agua y luego se hundió […]. Luego todo
metros de la orilla de la laguna, el caballo fuese fatigando de no desapareció bajo las aguas, que volvieron a quedar como un vidrio
encontrar tierra firme bajo sus herraduras, de meter los cascos en un ahumado, sin oleaje, apenas rizadas por el viento. Muy despacio, con
lodazal negro, espeso, congelado. […] toda clase de precauciones, los testigos de la tragedia fueron saliendo a
la orilla. […]
—Mi general, está el terreno muy pesado para los caballos —aventuró
a decir uno de los acompañantes—, mejor es que nos devuélvanos y La columna continuó su marcha en la nieve, y al ponerse el sol acampó
denos la vuelta por la orillita… en un bosque. […] Recordando el drama, algunos dijeron:
—¡Qué devuélvanos ni qué el demonio…! ¡Me canso de pasar este tal —¡Lástima de oro!
por cual charco! El que tenga miedo, que se raje y dé media vuelta… Otros:
no se vaya a dar un baño. —¡Lástima de caballo!
Y ninguno lamentó la desaparición del hombre.
Y dio otro apretón de pies en el vientre del caballo […]. El caballo
volvió a caer sobre sus cuatro patas y se vio entonces que el agua le
llegaba hasta el vientre. […] Fuese desarrollando una lucha tremenda: El procedimiento
el caballo contra el fango y el hombre contra el caballo. Los demás Cipriano Campos Alatorre (1908-1939)
jinetes no se atrevían a acercarse y habían formado un semicírculo a
cinco o seis metros de distancia. […] La orden del Mayor Ordónez no fue cumplida sino hasta después del
mediodía. El retardo se debió a que el propio mayor insistió en
Llegó el momento en que el animal no pudo desprender las manos del formular preguntas y más preguntas, aunque inútilmente.
lodo. Debía tenerlo ya más arriba de la rodilla, porque el agua le
llegaba hasta la mitad del cuerpo. Quedó un instante inmóvil dando Durante dos horas los mismos prisioneros habían cavado su fosa, según
unos bufidos que parecían respuesta a los insultos que le seguía las instrucciones del mayor:
diciendo Fierro. Y entonces fue cuando éste pensó en desmontar […],
levantó la pierna derecha sobre el lomo del animal y la sumergió en el “Ya sabe usted el procedimiento”
agua tratando de tocar fondo; pero el pie se le hundió en el barro que Y ese fue “el procedimiento”.
parecía mantequilla […]. Sintió miedo, un miedo espantoso de Poco antes de dar la señal de fuego, el oficial dijo:
quedarse ahí para siempre, con su caballo y con su oro; volvió los ojos -Son agraristas, querían su tierrita, ¿No es cierto? Pues ahora es cuando
hacia sus hombres con una intensa angustia. […] la van a aprovechar…
—¡Epa! ¡Imbéciles! A ver si hacen algo… […]
Simón, en quien un desesperado instinto de vida pudo más, echó a
Fierro estaba de rodillas sobre la silla, pálido, con los ojos desorbitados correr, nadie pudo saber cómo, con tres heridas en la espalda;pero un
por el espanto. soldado le dio alcance y lo remató a machetazos.
—Una reata… ¡Échenme una reata! Le doy una bolsa a cada uno que Perseguidor y perseguido estuvieron dando vueltas alrededor de un
me ayude a salir…[…] Pronto… pronto… el caballo ya se fue al maguey, durante un minuto de intensa expectación entre los que
diablo. presenciaron aquella lucha desigual.
Las reatas partieron simultáneamente con un uniforme silbido, pero
fuera por mal cálculo o porque los lanzadores tuvieran pocas ganas de
El soldado, enfurecido, tiraba tajos a diestra y siniestra gritando como muchas heridas en las costillas le chorreaba sangre. En medio de cuatro
desaforado. militares, a caballo, lo llevaban. Cuando querían que corriera la mula,
nada más le picaban a Catarino las costillas con el marrazo. Él no decía
Gruesas, carnosas pencas de maguey caían sobre la yerba. nada, su cara borrada de gestos, era lejana, Mamá lo bendijo y lloró de
pena al verlo pasar. Después de martirizarlo mucho, lo llevaron con el
El pelotón se abstuvo de intervenir en modo alguno, con tal de güero Uribe. “Aquí lo tiene, mi general –dijeron los militares–, ya nada
proporcionarse uun espectáculo divertido. más tiene media vida.” Dicen que el güero le recordó ciertas cosas de
Durango, tratándolo muy duro. Entonces dijo Uribe que no quería
Simón se estiraba, se encogía y daba saltos inverosímiles; pero de gastar ni una bala para hacerlo morir. Le quitaron los zapatos y lo
pronto se detuvo. Un machetazo había dado en el blanco. Con un metieron por
hombro casi desprendido y regando la tierra con su sangre, cayó de en medio de la vía, con orden de que corrieran los soldados junto con él
rodillas. y que lo dejaran hasta que cayera muerto. Nadie podía acercarse a él ni
-¡Hermano… hermanito…! ¡No me vayas a matar! usar una bala en su favor; había orden de fusilar al que quisiera hacer
esta muestra de simpatía. Catarino Acosta duró tirado ocho días. Ya
Un segundo golpe le cortó el brazo derecho, y el tercero lo alcanzó en estaba comido por los cuervos cuando pudieron levantar sus restos.
la cabeza. Se oyó un ruido hueco, extraño, como cuando parten una Cuando Villa llegó, Uribe y demás generales habían salido huyendo de
calabaza, y el cuerpo rodó pesadamante. Parral. Fue un fusilado sin balas.

Un mensajero de Pablo González llegó en el mismo instante, con Los heridos de Pancho Villa
órdenes de que se movilizaran las fuerzas. Había que dar una sorpresa a Nellie Campobello (1909-1986)
Eufemio en las cercanías de Cuernavaca.

La sombra iba ascendiendo lentamente. En la falda del Cerro de la Cruz, por el lado de la Peña Pobre, está la
Ataredecía. casa de Emilio Arroyo; Villa la había hecho hospital. Allí estaban los
heridos de Torreón, con las barrigas, las piernas, los brazos clareados.
Bajo la roja tragedia del ocaso, era igualmente doloroso el cuadro del Villa en esos momentos era dueño de Parral; siempre fue dueño de
hombre mutilado y el maguey, con sus pencas vigorosas y verdes, Parral. Tenía muchos heridos, nadie quería curarlos. Mamá habló con
destrozadas… las monjitas del Hospital de Jesús y consiguió ir a curar a los más
graves; así fueron llegando señoras y señoritas; había muchos salones
llenos de heridos, los más acostados en catres que se habían avanzado
El Fusilado sin balas de los hoteles de Torreón. Mamá me dijo que le detuviera una
Nellie Campobello (1909-1986) bandejita, ya iba a curar; ahorita le tocó un muslo; apestaba la herida; la
exprimía y le salían ríos de pus; el hombre temblaba y le sudaba la
Catarino Acosta se vestía de negro y el tejano echado para atrás; todas frente; Mamá dijo que hasta que no le saliera sangre no lo dejaba; salió
las tardes pasaba por la casa, saludaba a Mamá ladeándose el sombrero la sangre y luego le pusieron un algodón mojado en un frasco y lo
con la mano izquierda, y siempre hacía una sonrisita que, debajo de su vendaron. Vino una cabeza, una quijada, como seis piernas más, y
bigote negro, parecía tímida. Había sido coronel de Tomás Urbina allá luego un chapo que tenía un balazo en una costilla; este hombre
en Las Nieves. Hoy estaba retirado y tenía siete hijos, su esposa era hablaba mucho; un vientre grave de un ex general que no abría los
Josefita Rubio de Villa Ocampo. Gudelio Uribe, enemigo personal de ojos; otro clareado en las asentaderas; curó catorce, yo le detuve la
Catarino, lo hizo su prisionero, lo montó en una mula y lo paseó en las bandeja. Mamá era muy condolida de la gente que sufría.
calles del Parral. Traía las orejas cortadas y prendidas de un pedacito,
le colgaban; Gudelio era especialista en cortar orejas a la gente. Por
Un día oímos hablar a los heridos acerca de Luis Herrera: “Ese valientes que no podían moverse porque sus heridas no los dejaban. Yo
desgraciado qué bien murió; lo tenían acostado en el hotel Iberia de sentía un orgullo muy adentro, porque Mamá había salvado aquellos
Torreón, llegamos y lo envolvimos en una colchoneta y lo echamos por hombres. Cuando los veía tomar agua que yo les llevaba, me sentía
la ventana, se llevó un costalazo; qué risa nos dio; le dimos un balazo feliz de poder ser útil en algo. Mamá le preguntó al oficial qué iban a
en el mero corazón; después lo colgamos; le pusimos un retrato de hacer con aquellos hombres. “Los quemaremos con chapopote al salir
Carranza en la bragueta y un puño de billetes carrancistas en la mano.” de aquí, y volaremos el carro”, dijo chocantemente el oficial. Mamá
“Si hubiera tenido con qué sacarle un retrato –dijo un alto de ojos tuvo que ir a la estación, ellos querían saber por qué los había llevado
verdes–, lo habría puesto en un aparador para que lo vieran sus al hospital. Mamá contestó lo de siempre: “Ellos eran heridos, estaban
parientes que viven aquí.” Tenía el desgraciado la cara espavorida, graves y necesitaban
como viendo al diablo. ¡Qué feo estaba!”, decían tosiendo de risa. La 98
noticia del día era que el general le había dado una trompada a cuidados.” Contestó que no conocía a nadie, ni al general –sabían que
Baudelio, porque éste había fusilado a unos que no quería que matara. ella estaba mintiendo y la dejaron. Los heridos se estuvieron muriendo
Cada día se comentaba algo: “Los villistas triunfan, ¿por qué siguen en de hambre y de falta de curaciones. Casi no dejaban ni que se les diera
Parral y no se mueven? ¿Por qué no pueden avanzar más?” Esa tarde agua. Todas las noches pasaba una linternita y un grupo de hombres
todos hablaban en secreto. Fue llegando la noche, se movía la gente que cargaban un muerto por toda la calle se iban; la luz de la linterna
con el solo pensamiento de que los carrancistas llegaban, Pancho hacía un movimiento rítmico de piernas. Silencio, mugre y hambre. Un
Murguía y todos los demás. En la mañana, el general ya se había ido; herido villista, que pasaba meciéndose en la luz de una linterna, que se
quedaban los soldados que siempre salen al último y, eso sí, muchos alargaba y se encogía. Los hombres que los llevaban allí los dejaban
heridos, a muy pocos se pudieron llevar, quedaban los más graves. tirados afuera del camposanto.
Mamá en persona habló con el presidente municipal y pidió, suplicó,
imploró; si estas palabras no son bastantes para dar una idea, diré que Las rayadas
Mamá, llorando por la suerte que les esperaba a los heridos, anduvo Nellie Campobello (1909-1986)
personalmente hasta pagando gente para que le ayudaran a salvar
aquellos hombres trasladándolos al Hospital de Jesús, de las monjitas
de Parral. El presidente le dijo a Mamá que se metía a salvar unos Allá en la calle Segunda, Severo me relata, entre risas, su tragedia: —
bandidos, ella dijo que no sabía quiénes eran. “En este momento no son Pues verás, Nellie, cómo por causa del general Villa me convertí en
ni hombres”, contestó Mamá. Al fin le dieron unas carretillas y se panadero. Estábamos otros muchachos y yo platicando en la puerta de
pudieron llevar a los heridos al hospital; en tres horas se hizo el trabajo. la casa de uno de ellos. Hacía unos momentos que el fuego había
Mamá se fue muy cansada a la casa. Llegaron los carrancistas como al cesado. Los villistas estaban dentro de la plaza. De repente, vimos que
mediodía; luego, luego comenzaron a entregar gente. A los heridos los se paró un hombre a caballo frente de la puerta, luego nos saludó
sacaron del hospital, furiosos de no haberlos encontrado en la casa de diciendo: “¿Quihúbole muchachos, aquí es panadería?” Nosotros le
Emilio Arroyo; con las monjitas no podían matarlos así nomás y los contestamos el saludo y le conocimos la voz; al abrir la hoja de la
llevaron a la estación, los metieron en un carro de esos como para puerta, le dio un rayo de luz sobre la cara, y vimos que efectivamente
caballos, hechos bola; estaban algunos de ellos muy graves. Yo vi era el general Villa. Estaba enteramente solo en toda la calle del Ojito.
cuando un oficial alto, de ojos azules, subió al carro y dijo: “Aquí está Nosotros, que sabíamos que ya no era panadería no le pudimos decir
el hermano del general –quién sabe cómo lo nombró–, aquí entre que no era, porque no pudimos; todo en aquellos momentos era
éstos”, y les daba patadas a los que estaban a la entrada; otros nada más sospechoso. Lo único que había de panadería era el rótulo. Los otros
les daban aventones; otros, para poder caminar por en medio de los muchachos eran músicos como yo, y sastres. Muy contentos le
heridos que estaban tirados, los hacían a un lado con los pies, casi contestamos que sí, que en qué podíamos servirle. —¿Qué necesitan
siempre con bastante desprecio. Ellos decían que aquellos hombres para hacerme un poco de pan para mis muchachos? —Harina y dulce,
eran unos bandidos, nosotros sabíamos que eran hombres del Norte,
general. —Bueno, pues voy a mandárselas –dijo desapareciendo al han ido desperdigando hasta quedar nada más que este nudo que somos
galope. Nosotros nos quedamos muy apurados. nosotros.
Faustino dice:
—¿Ahora qué hacemos? –nos decíamos yendo de un lado para otro. — -Puede que llueva.
¿Qué hacemos? Pues vamos a llamar a Chema, siquiera él sabe hacer Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa
rayadas, y entre todos haremos aunque sea rayadas para el general –les por encima de nuestras cabezas. Y pensamos: “Puede que sí”.
dije yo muerto de risa y de miedo. Trajeron la harina y el dulce. Chema
llegó corriendo. Prendimos los hornos abandonados. Nos remangamos No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las
y ahí estamos haciéndola de panaderos. Salieron las primeras rayadas; ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a
las habíamos hecho de a medio kilo, las empacamos en unos costales y gusto en otra parte, pero aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las
les dije: “Bueno, vayan al cuartel y llévenselas al general para ver si le palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a
gustan como están saliendo.” Dicen que cuando el general vio los uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las
costales, se puso contento y agarró una rayada, la olió, y riéndose se la cosas. Por eso a nadie le da por platicar.
metió en el hueco de la mitaza, y que dijo: “¡Qué buenas rayadas!,
síganlas haciendo así.” Nunca supo el general que nosotros no éramos Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y
panaderos, todos nos sentimos contentos de haberle sido útiles en algo. dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros
esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero
no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la
Nos han dado la tierra nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene
Juan Rulfo (1918-1986) del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los
Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la
árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de desaparece en su sed.
los perros.
¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?
Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No
habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de llovió. Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos
esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay caminado más de lo que llevamos andado. Se me ocurre eso. De haber
un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo, yo sé que desde
humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza. que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama
Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca. llover.

Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así No, el llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay
como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos nada. A no ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra
hacia donde está colgado el sol y dice: manchita de zacate con las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada.
-Son como las cuatro de la tarde.
Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a
Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. caballo y traíamos terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera
Somos cuatro. Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más la carabina.
atrás y no veo a nadie. Entonces me digo: “Somos cuatro”. Hace rato,
como a eso de las once, éramos veintitantos, pero puñito a puñito se Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron
bien. Por acá resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin
avisarle, viéndolo a toda hora con “la 30” amarrada a las correas. Pero – Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al
los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado que tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra.
el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles del
pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de – Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada
tener todos aquellos caballos que teníamos. Pero también nos quitaron contra el Centro. Todo es contra el Llano… No se puede contra lo que
los caballos junto con la carabina. no se puede. Eso es lo que hemos dicho… Espérenos usted para
explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos…
Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para
nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Pero él no nos quiso oír.
Sólo unas cuantas lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que
agujeros, y luego que sienten la tatema del sol corren a esconderse en la sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero
sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando tengamos que trabajar nada se levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando,
aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto posible
dieron esta costra de tapetate para que la sembráramos. de este blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y por donde
uno camina como reculando.
Nos dijeron: Melitón dice:
-Del pueblo para acá es de ustedes. -Esta es la tierra que nos han dado.
Nosotros preguntamos: Faustino dice:
-¿El Llano? -¿Qué?
– Sí, el llano. Todo el Llano Grande.
Yo no digo nada. Yo pienso: “Melitón no tiene la cabeza en su lugar.
Nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que Ha de ser el calor el que lo hace hablar así. El calor, que le ha
queríamos lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué
donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón? Aquí no hay ni la
buena. No este duro pellejo de vaca que se llama Llano. tantita que necesitaría el viento para jugar a los remolinos.”

Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a Melitón vuelve a decir:
conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo: -Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.
-¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban.
-No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos. Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo
-Es que el llano, señor delegado… en él. Lleva puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del
-Son miles y miles de yuntas. gabán saca la cabeza algo así como una gallina.
-Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua. Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le
-¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de ven los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le
riego. En cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran. pregunto:
– Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que -Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?
el arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. -Es la mía- dice él.
Habría que hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni -No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?
aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá. -No la merqué, es la gallina de mi corral.
-Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?
-No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que
le diera de comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo
con ella.
-Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.
Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca.
Luego dice:
-Estamos llegando al derrumbadero.
Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila
para bajar la barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la
gallina por las patas y la zangolotea a cada rato, para no golpearle la
cabeza contra las piedras.
Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros
como si fuera un atajo de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta
llenarnos de polvo. Nos gusta. Después de venir durante once horas
pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en
aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra.
Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan
parvadas de chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta.
Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que
el viento que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos
sus ruidos.
Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las
primeras casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su
gallina desaparecen detrás de unos tepemezquites.
-¡Por aquí arriendo yo! -nos dice Esteban.
Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo.
La tierra que nos han dado está allá arriba.
(La madre pone la masa en el horno, se limpia las manos y toma una
Los fusiles de la madre Carrar red para componerla).
JOSE: Tengo hambre.
Berthold Brecht
LA MADRE:Tú no estás de acuerdo con que tu hermano salga a
(1937)
pescar.
PERSONAJES
JOSE: Porque eso podría hacerlo yo y Juan debería estar en el frente.
LA MADRE: Pensé que querrías ir tú también. (Pausa).
TERESA CARRAR
JOSE: Quién sabe si los barcos con las provisiones conseguirán burlar
JOSÉ, su hijo menor
el bloqueo de los ingleses.
PEDRO JAQUERAS, obrero
LA MADRE: Cuando este pan esté horneado, no tendré más harina.
EL HERIDO
(José cierra la ventana)
MANUELA
LA MADRE: ¿Por qué cierras la ventana?
EL CURA
JOSE: Ya son las nueve.
LA ANCIANA
MADRE: ¿Y qué?
SEÑORA PÉREZ
JOSE: A las nueve vuelve a hablar aquel perro por radio y los de
DOS PESCADORES
Pérez prenden su aparato.
MUJERES Y NIÑOS
LA MADRE: (rogándole): Abre de nuevo la ventana. Con la luz de
aquí dentro y el reflejo de los vidrios no puedes ver bien.
Una noche de abril de 1937, en una casa de pescadores de Andalucía.
JOSE: ¿Pero por qué tengo que estar aquí sentado vigilando? No se va
Una habitación con las paredes blanqueadas. En un rincón, un gran
a escapar. Tu único miedo es que vaya al frente.
crucifijo negro. Teresa Carrar, una mujer de cincuenta años, está
LA MADRE: No seas insolente. Ya es bastante triste tener que estar
amasando el pan. Su hijo José, de quince años, trabaja una talla al
angustiada por ustedes.
lado de la ventana abierta. Se oye a lo lejos ruido de cañones.
JOSE: ¿Qué quiere decir “ustedes”?
LA MADRE Tú no eres ni un pelo mejor que tu hermano. Peor, más
LA MADRE: ¿Ves todavía la barca de Juan? bien.
JOSE: Sí. JOSE: Esos encienden la radio exclusivamente por nosotros. Esta ya es
LA MADRE: ¿Está todavía encendida la lámpara? la tercera noche. Ayer vi cómo abrieron la ventana a propósito, para
JOSE: Sí. que oyéramos.
LA MADRE: ¿No ha salido ninguna otra embarcación? LA MADRE: Estos discursos son la misma cosa que los de Valencia.
JOSE: No. (Pausa) JOSE: ¿Por qué no dices que son mejores?
LA MADRE: Es extraño. ¿Cómo puede ser que no haya salido ninguna LA MADRE: Bien sabes que no me parecen mejores. ¿Por qué voy a
otra? estar de parte de los generales? Detesto cualquier derramamiento de
JOSE: ¡Pero si lo sabes! sangre.
LA MADRE: (pacientemente): Si te lo pregunto es porque no lo sé. JOSE: ¿Y quién comenzó? ¿Fuimos nosotros acaso?
JOSE: No ha salido nadie, fuera de Juan, porque tienen otras cosas que
hacer que estar pescando (La madre calla. El joven ha abierto de nuevo la ventana. De lejos se
LA MADRE: ¡Ah! (Pausa) oye anunciar: ¡Atención, Atención! Aquí habla su excelencia el
JOSE: Tampoco Juan hubiera salido si las cosas dependieran de él. general Queipo del Llano”. Luego se oye fuerte y tajante la voz
LA MADRE: Justamente. No dependen de él. habitual del “General del micrófono que dirige su discurso nocturno
JOSE: (tallando con fuerza). No. al pueblo español).
LA MADRE: ¿Tomas un vaso de vino? (se lo sirve). El pan estará
listo dentro de media hora.
VOZ DEL GENERAL: Un día de éstos, amigos míos, tendremos que EL OBRERO: ¿Dónde está Juan?
hablar con vosotros seriamente. Y lo haremos desde Madrid, aun JOSE: Pescando.
cuando lo que quede de la ciudad no tenga ya el aspecto de Madrid. El EL OBRERO: ¿De veras?
señor obispo de Canterbury tendrá motivos para derramar sus JOSE: Puedes ver su lámpara desde la ventana.
lágrimas de cocodrilo. Nuestros bravos moros tendrán muchas cuentas LA MADRE: ¡Y hay que vivir!
que ajustar. EL OBRERO: Sí, claro. En la calle oí la voz del general del micrófono.
JOSE: ¡Cochino! ¿Quién lo escucha aquí?
VOZ DEL GENERAL: Amigos míos, el así llamado imperio británico, JOSE: Son los de enfrente, los Pérez.
ese coloso con pies de arcilla, no podrá impedir la destrucción de la EL OBRERO: ¿Encienden la radio para oír esas cosas?
capital de un pueblo perverso, que tiene el atrevimiento de enfrentar la JOSE: No, no es gente de Franco. No lo hacen porque les interese,
irresistible reivindicación nacional. Nosotros barreremos de la faz de como tú crees.
la tierra a ese vil populacho! EL OBRERO: ¿Ah, no?
JOSE: Que somos nosotros, madre. LA MADRE (al muchacho) ¿No perderás de vista a tu hermano?
LA MADRE: Nosotros no somos agitadores y no enfrentamos a nadie. JOSE: (volviendo de mala gana a la ventana): Quédate tranquila, que
Si gobiernan ustedes probablemente lo harían. Tú y tu hermano son no se ha caído de la barca.
unos exaltados. Igual que tu padre, y seguramente no me gustaría que (El Obrero ha bebido su vaso de vino y se sienta junto a su hermana.
fueran distintos. Pero esto no es una broma; ¿no oyes sus cañonazos? La ayuda a remendar la red):
Nosotros somos gente pobre, y los pobres no pueden permitirse la EL OBRERO: ¿Cuántos años tiene Juan ahora?
guerra. LA MADRE: Veintiuno, en septiembre.
(Golpean a la puerta. Entra el obrero Pedro Jaqueras, hermano de EL OBRERO: ¿Y José?
Teresa, que se ve que ha caminado mucho). LA MADRE: ¿Tienes que hacer algo en particular por los alrededores?
EL OBRERO: Buenas noches. EL OBRERO: Nada especial.
JOSE: ¡Tío Pedro! LA MADRE: Hace tanto tiempo que no venías por aquí…
LA MADRE: ¿Qué te trae por aquí, Pedro? (le da la mano) EL OBRERO: Dos años.
JOSE: ¿Vienes de Motril, tío Pedro? ¿Cómo andan las cosas por allí? LA MADRE: ¿Cómo se encuentra Rosa?
EL OBRERO: ¡Oh, no muy bien. Y ustedes, ¿cómo se encuentran EL OBRERO: Con reumatismo.
aquí? LA MADRE: Esperaba que hubiese venido a visitarme.
LA MADRE (ambigua): Vamos aguantando. EL OBRERO: Tal vez Rosa está un poco disgustada por lo del funeral
JOSE: ¿Partiste hoy de allá? de Carlos. (La madre calla).
EL OBRERO: Sí. EL OBRERO: Pensó que podrías haberme avisado. Sin lugar a dudas
JOSE: Son cuatro horas largas, ¿verdad? que hubiéramos venido para el funeral de tu marido, Teresa.
EL OBRERO: Y también más, porque las carreteras están llenas de LA MADRE: Y, sucedió así, de improviso.
refugiados que quieren llegar a Almería. EL OBRERO: ¿Pero cómo fue? (La madre calla)
JOSE: Pero Motril, ¿resiste? JOSE: Una bala en los pulmones.
EL OBRERO: No sé qué habrá sucedido hoy. Anoche, aún resistía. EL OBRERO; Ya han ido también muchos católicos.
JOSE: ¿Y por qué te fuiste? JOSE: Aquí también fueron algunos.
EL OBRERO: Necesitamos muchas cosas para el frente. Se me ocurrió EL OBRERO. ¿Pero un fusil lo tendrán todos?
darme un salto para ver cómo andaban ustedes. JOSE: No, todos no.
EL OBRERO. Eso no está bien. Los fusiles son ahora la cosa más LA MADRE: Esos proverbios se los ha enseñado el padre. “Un hombre
importante. ¿Pero es que no los hay en el pueblo? bravo se juega entero”, ¿verdad?
LA MADRE (inmediatamente): ¡No!. EL OBRERO: Sí, se juega uno el pellejo. Don Miguel de Ferrante, en
JOSE: Hay todavía algunos, pero los tienen escondidos. Los entierran cierta oportunidad, jugando con un coronel, perdió setenta campesinos.
como si fueran patatas. Quedó arruinado y por el resto de su vida tuvo que conformarse con
(La madre lo mira) doce servidores. ¿Y ahora juegas el as de espadas?
EL OBRERO: ¡Ah! JOSE: Tuve que jugar así. (Gana un punto) Era mi única posibilidad.
(El muchacho se aleja de la ventana y va hacia el fondo). LA MADRE: Están hechos de ese modo. Su padre saltaba de la barca
LA MADRE: ¿A dónde vas? cuando la red se enganchaba.
JOSE: A ningún lado. EL OBRERO: Tal vez no tendría muchas redes.
LA MADRE: Vuelve a la ventana. LA MADRE: Tampoco tenía muchas vidas.
(El muchacho, obstinado, permanece en el fondo de la habitación). (En el umbral ha aparecido un hombre con uniforme de miliciano, la
EL OBRERO: ¿Qué sucede? cabeza vendada y un brazo en cabestrillo).
LA MADRE: ¿Por qué te has alejado de la ventana? ¡Contéstame! LA MADRE: No te quedes ahí, Pablo, entra!
EL OBRERO: ¿Hay alguien afuera? EL HERIDO: Me dijo que podía volver por el vendaje, señora Carrar.
JOSE: (ronco) No. LA MADRE: Está de nuevo completamente empapado.(Sale
(Se escuchan fuera voces de chicos que gritan). corriendo)
VOCES DE NIÑOS: Juan no quiere ser soldado porque está muy EL OBRERO: ¿Dónde te sucedió?
asustado. Tanto le teme al cañón que se esconde bajo el colchón. EL HERIDO: En Monte Solluve
(Por la ventana se ven los rostros de tres niños). (La madre vuelve con una camisa que rasga en pedazos. Hace un
LOS NIÑOS: ¡Buuuh!... nuevo vendaje, pero siempre observando a los que están en la mesa)
LA MADRE: (Se levanta y va hacia la ventana): ¡Si os agarro os LA MADRE: ¡Has vuelto a trabajar!
pongo el traste morado, mocosos de porquería! EL HERIDO: Con el brazo derecho solamente.
(Habla de nuevo hacia el interior de la habitación): Son los Pérez de LA MADRE: Pero si te dijeron que no debías hacerlo.
nuevo. (Pausa), EL HERIDO: Sí. Sí. Dicen que esta noche quebrarán el frente. No
EL OBRERO: Antes jugabas a las cartas, José. ¿Hacemos una tenemos más reservas. ¿Será posible que ya hayan pasado?
partidita? EL OBRERO: (Inquieto): No, no creo. Se oirían los cañonazos en otro
(La madre se sienta al lado de la ventana. El muchacho toma las lado.
cartas, comienzan el juego). LA MADRE. Si te hago daño, dímelo. No he estudiado de enfermera,
EL OBRERO: ¿Trampeas todavía? trato de hacerlo lo más suavemente posible.
JOSE: (Ríe): ¿Lo hacía antes? JOSE. ¡En Madrid no pasarán!
EL OBRERO: Creo que sí. De cualquier manera es mejor que corte yo. EL HERIDO. ¡Quién sabe!
Todo está permitido, ¿de acuerdo? En la guerra todos los trucos valen. JOSE. Sí que lo sabemos.
(La madre lo mira con desconfianza) EL HERIDO Pero ha destrozado una camisa entera, señora Carrar. No
JOSE: ¡Malas cartas! tendría que haberlo hecho.
EL OBRERO: Gracias por avisarme. ¡Ajá! Y ahora me sales con un as LA MADRE. ¿Quieres que te vende con trapo de fregar?
de triunfo. ¡Qué fanfarrón! Pero te va a costar caro. Otra carta con la EL HERIDO. No, pero tampoco veo que tenga para regalar.
artillería pesada y ahora yo saco mis modestas reservas, y me lo llevo LA MADRE. Mientras viva, todo va bien. Pero para el otro brazo no
todo. (Gana la partida). Así aprenderás. Arriesgar está bien. Tú eres alcanzaría.
audaz, hijo mío, pero no es bastante. EL HERIDO. (ríe) Entonces debo estar más atento la próxima vez. (se
JOSE: El que no arriesga, no gana. levanta el obrero). Con tal de que no pasen esos perros! (Sale).
LA MADRE. ¡Ese ruido de cañones…! LA MADRE. No, ha ido a pescar. Juan es pescador.
JOSE. Y nosotros, saliendo a pescar. MANUELA. ¿Por qué no concurrió a la reunión de la escuela? Había
LA MADRE. Pueden estar contentos todavía de tener sus cuatro otros pescadores también.
miembros enteros. LA MADRE. No se le perdió nada allí.
(Se oye afuera ruido de camiones y cantos que se acercan y luego se JOSE. ¿De qué reunión se trataba?
desvanecen. El obrero y José se acercan a la ventana y observan en la MANUELA. Se resolvió que todos aquellos que puedan hacerlo
oscuridad). viajarán esta noche al frente. Pero ustedes sabían muy bien de qué se
EL OBRERO. Son las Brigadas Internacionales. Las llevan a la batalla trataba. Nosotros le avisamos a Juan.
de Motril. (Se oye el canto de “la Brigada Thaelmann”: “Lejos está JOSE. No puede ser. De otro modo Juan no hubiera ido a pescar. ¿O es
mi patria…”. que tal vez te advirtieron a ti, madre?
EL OBRERO: Son los alemanes. (Se oyen algunos compases de (La madre calla y se ocupa solamente del horno.)
“Lejos está mi patria”). JOSE. Es que ella no le avisó. (A la madre). ¡Ahora comprendo por qué
EL OBRERO. Los franceses. (Suena “La Marsellesa”.) lo has mandado a pescar!
EL OBRERO. Los polacos. (Suena “La Varsoviana”) EL OBRERO. No debías haber hecho eso, Teresa.
EL OBRERO. Los italianos. (Suena “Bandiera Rossa”). LA MADRE. Dios ha dado menesteres a cada uno de los hombres. Mi
EL OBRERO. Los americanos. (Suena “Hold the fort”). hijo es pescador.
EL OBRERO. Y ahí pasan los nuestros. (Suena “Los cuatro genera MANUELA. El gobierno ha ordenado que todos los hombres aptos
les”) tomen las armas. No me diga que no lo leyó.
(Se apaga el ruido de cantos y camiones. El obrero y el joven se LA MADRE. Lo leí. Gobierno de aquí, gobierno de allá… Nos quieren
vuelven a la mesa.) llevar al matadero. Pero ésa no es una razón para que yo,
EL OBRERO. Esta noche es la decisiva. Ahora tengo que marcharme. voluntariamente, cargue a mis hijos en una carretilla y los lleve al
Fue la última partida, José. matadero.
LA MADRE (acercándose a la mesa). ¿Quién ha ganado? MANUELA. No, usted esperará hasta que los pongan contra la pared.
JOSE (con soberbia). Él. En mi vida he oído semejante necedad. La gente como usted tiene la
LA MADRE. ¿Entonces no te preparo la cama? culpa de que hayamos llegado a esta situación y que ese puerco de
EL OBRERO. No, debo irme. (Permanece sin embargo sentado). Queipo se permita hablar de esa manera por radio.
LA MADRE. Saluda a Rosa. Y que no me guarde rencor. Ninguno de LA MADRE. (Débilmente). No admito que se usen esas palabras en mi
nosotros sabe lo qué sucederá todavía. casa.
JOSE. Te acompaño un trecho. MANUELA. (Fuera de sí). ¡Tal vez ya está del lado de los generales!
EL OBRERO. No hace falta. (La madre mira por la ventana). JOSE. (Impaciente). ¡No! Pero no quiere que combatamos.
LA MADRE. ¿Te hubiera gustado ver también a Juan? EL OBRERO. Permanecer neutrales, ¿No es así?
EL OBRERO. Lo hubiera visto con gusto, claro. Pero no volverá tan LA MADRE. Ya sé que quisieran ver mi casa convertida en un nido de
temprano, ¿verdad? conspiradores. Hasta que no vean a Juan contra la pared, no se darán
LA MADRE. (intranquila). Debe estar muy lejos. Casi a la altura del paz.
cabo. (Vuelve al centro de la pieza). Podríamos ir a buscarlo. MANUELA. ¡Y de usted se decía que había ayudado a su marido
(En la puerta aparece una joven). cuando fue a Oviedo!
JOSE. Buenos días, Manuela. Este es el tío Pedro. LA MADRE. (En voz baja). ¡Cierra la boca! ¡Yo no ayudé a mi
MANUELA. ¿Dónde está Juan? marido! ¡A hacer eso, nunca.! ¡Sé que se me culpa de todo, pero todo
LA MADRE. Juan trabaja. es mentira, todo! Nada más que sucias mentiras. Cualquiera puede
MANUELA. Creíamos que lo había mandado al jardín de infancia a atestiguarlo.
jugar a la pelota.
MANUELA Nadie quería culparla, señora Carrar. Siempre la hemos EL CURA. (al obrero) ¿Cómo es que anda usted por estos lados? He
tratado con el mayor respeto. Todos sabíamos que Carlos Carrar era un oído decir que las comunicaciones con Motril se han hecho muy
héroe, Pero que tuvo que abandonar furtivamente su casa por la noche, difíciles.
lo sabemos sólo ahora. EL OBRERO. Aquí está todavía muy calmo, ¿no?
JOSE. ¡Mi padre no salió de casa por la noche, furtivamente, Manuela! EL CURA. ¿Cómo decía usted? Ah sí.
LA MADRE. ¡Cállate José! LA MADRE. Pedro, creo que el señor cura te ha preguntado algo.
MANUELA. Dígale a su hijo que no quiero saber más nada de él. Y ¿Cómo es que te encuentras aquí?
que no es necesario que cada vez que me vea me esquive por miedo a EL OBRERO Se me ocurrió venir a visitar a mi hermana,
que le pregunte cómo es que todavía no está donde debería estar. EL CURA, (mirando a la madre persuasivo) Fue una buena idea. Se
(Sale.) habrá dado cuenta de que no lleva una vida fácil.
EL OBRERO. No deberías haber permitido que se marchara de ese EL OBRERO. Espero que sea una buena feligresa,
modo. Antes no lo hubieras hecho, Teresa, LA MADRE... Le ruego que acepte un vaso de vino. El señor cura se
LA MADRE, Soy como fui siempre. Seguramente habrán apostado que ocupa de los pequeños que tienen sus padres en el frente. Debe haber
llevarían a Juan al frente. De todos modos, ahora voy a llamarlo, 0 andado todo el día dando vueltas, ¿verdad? (le alcanza el vaso de vino).
mejor, tú, José, No, espera, iré yo misma, En seguida vuelvo, (Sale). EL CURA, (se sienta y toma el vaso de vino). Querría saber solamente
EL OBRERO. Dime, José, tú no eres por cierto un tonto, y no es dónde podré encontrar otro par de zapatos.
necesario decírtelo todo detalladamente. ¿Dónde están? (En ese preciso instante comienza a oírse de nuevo la radio de los
JOSE ¿Qué? Pérez. La madre va a cerrar la ventana).
EL OBRERO. Los fusiles. EL CURA. No se moleste, señora Carrar. Me han visto entrar. La
JOSE. ¿De mi padre? tienen conmigo porque no voy a las barricadas. Y entonces, de cuando
EL OBRERO. Deben estar aquí. No puede ser que tomara el tren con en cuando, me hacen oír alguno de esos discursos.
todo aquello cuando partió. EL OBRERO. ¿Le da mucho fastidio?
JOSE. ¿Has venido a llevártelos? EL CURA. Francamente si, Pero deje abierta la ventana.
EL OBRERO, ¿A qué he venido si no? VOZ DEL GENERAL. “pero nosotros conocemos las malditas
JOSE. No te los dará jamás. Los ha escondido, mentiras con las cuales estos señores tratan de ensuciar la causa
EL OBRERO, ¿Dónde? nacional. Nosotros no pagamos al obispo de Canterbury tan bien
(El joven indica un rincón. El obrero se levanta y va hacia el lugar como le pagan los rojos, pero, en compensación, podemos recordarles
señalado, cuando se oyen pasos). los diez mil curas a los cuales sus honorables amigos les contaron el
EL OBRERO. (vuelve en seguida a sentarse) Quieto ahora. cuello, Que este señor me permita decirle -y que me perdone si no
(la madre entra con el cura del pueblo. Es un hombre alto y fuerte con acompaño mis palabras con un cheque-, que el ejército nacional, en su
el hábito gastado). marcha victoriosa, ha encontrado, sí, bombas y depósitos llenos de
EL CURA. Buenas noches, José (al obrero): Buenas noches. fusiles en cantidad, pero nunca un cura con vida.”
LA MADRE. Este es un hermano mío, de Motril, padre. (El obrero ofrece al cura su paquete de cigarrillos, el cura toma uno, a
EL CURA. Encantado de conocerle. (a la madre) Debo pedirle pesar de no ser fumador)
disculpas porque vengo de nuevo a molestarla. ¿Podría usted mañana a VOZ DEL GENERAL. Y es bueno que la causa justa sepa vencer sin
mediodía echar una mirada en casa de los Turillo? Los pequeños se han necesidad de los señores obispos. Mientras se pueda contar con
quedado solos ahora, porque la Turillo se marchó al frente junto al buenos aviones, y con hombres como el general Franco, el General
marido. Mola… (La transmisión se interrumpe bruscamente).
LA MADRE. Lo Haré con gusto, EL CURA..,, (bonachón) Gracias a Dios, los propios Pérez no pueden
soportar más de tres frases. Yo creo que semejantes discursos no
pueden causar buena impresión.
EL OBRERO. Se dice, sin embargo, que es el Vaticano el que propaga EL OBRERO. Si, eso es la neutralidad... (Repentinamente) ¿También
esas mentiras. usted es neutral?
EL CURA. Eso no lo sé. (Dolorido) Según mi parecer, no son cosas EL CURA. ¿Qué entiende por ello?
que atañen a la Iglesia, eso de hacer que lo blanco parezca negro y lo EL OBRERO. Bueno, estar con la “no intervención.” Si usted participa
negro blanco. de la ”no intervención”, aprueba en el fondo cada baño de sangre en
EL OBRERO. (mirando al muchacho) Claro que no que estos señores generales sumen al pueblo español.
LA MADRE. (apurada) Mi hermano combate en la milicia, señor cura. EL CURA. (Levantando las manos a la altura de la cabeza en señal de
EL CURA. ¿De qué sector llega usted? rechazo). No, no los apruebo.
EL OBRERO. De Málaga. EL OBRERO. (mirándolo con los ojos entrecerrados). Tenga las
EL CURA ¿Es espantoso allá, verdad? manos levantadas por un momento. En esa posición salieron cinco mil
(el obrero fuma en silencio). de los nuestros en Badajoz de las casas asediadas. Y en esa posición
LA MADRE. Mi hermano no me juzga una buena española. Piensa que fueron fusilados.
debería dejar que Juan se fuera al frente. LA MADRE. ¿Cómo puedes hablar así, Pedro?
JOSE. Y también a mí. Es allí donde deberíamos estar. EL OBRERO. Es que acabo de comprobar que la posición que se
EL CURA. Usted sabe, señora Carrar, que juzgo su comportamiento adopta al desaprobar alguna cosa se asemeja espantosamente a la que
justificado por sentimientos honestos. El bajo clero en muchas ciudades se asume cuando uno capitula, Teresa. He leído muchas veces que las
apoya al gobierno legal. De las dieciocho diócesis de Bilbao, diecisiete personas que inocentemente se lavan las manos, suelen hacerlo en tinas
se han declarado en favor del gobierno. No pocos de mis colegas están teñidas en sangre. Se lo advierte luego, por las manos.
en el frente, algunos han caído ya. Personalmente, no soy precisamente LA MADRE. ¡Pedro!
un combatiente. Dios no me ha dado el poder de llamar con voz tonante EL CURA. No se preocupe, señora Carrar, en estos tiempos, los
a mis feligreses para combatir contra..., (busca la palabra) una causa espíritus están que arden. Todos razonaremos con mayor tranquilidad
cualquiera. Para mí cuenta la palabra del Señor. No matarás! No soy un cuando todo esto haya pasado.
hombre rico. No poseo un monasterio y comparto lo poco que tengo EL OBRERO. ¿Cree usted que debemos ser barridos de la faz de la
con mis parroquianos. Esto es probablemente lo único que en este tierra porque somos un pueblo perverso?
momento puede dar a mis palabras algún valor. EL CURA. ¿Quién dice eso?
EL OBRERO. Claro. Pero la cuestión reside en saber si usted, EL OBRERO. El "general del micrófono... ¿No lo escuchó usted hace
realmente, no es un combatiente. Quiero que me comprenda bien. Por un momento? Usted escucha muy poco la radio.
ejemplo: si a un hombre a quien están por matar y quiere defenderse, EL CURA... (en tono despreciativo) ¡Oh!... el general…
usted le detiene el brazo con estas palabras: No matarás, de modo que EL OBRERO. No diga. "¡Oh, el general!" El general ha contratado a
puedan degollarlo como a un pollo, en mi opinión también usted está toda la resaca de España para borrarnos de la faz de la tierra, sin contar
participando, a su manera, en esa lucha. Usted sabrá disculparme si los moros, los italianos y los alemanes,
digo lo que pienso. LA MADRE. También eso es vergonzoso, que hayan traído gente que
EL CURA. Mientras tanto, participo del hambre sólo combate por la paga.
EL OBRERO. ¿Y de qué manera piensa usted que podremos recuperar EL CURA. ¿No cree usted que también en el otro bando puede haber
ese pan nuestro de cada día, por el cual ruega usted a Dios en sus personas sinceramente convencidas?
oraciones? EL OBRERO. No comprendo de qué pueden estar convencidos.
EL CURA. No lo sé, sólo puedo rezar. (Pausa)
EL OBRERO. Entonces le interesará saber que anoche Dios volvió a EL CURA, (Mira el reloj) Todavía tengo que pasar por lo de Turillo.
echar atrás las naves con las provisiones. EL OBRERO. ¿No cree usted que las Cortes, en las que el Gobierno
JOSE. ¿Es cierto? ¡Madre, las naves tuvieron que volverse atrás! tenía una aplastante mayoría, fueron elegidas según las más honestas
reglas del juego?
EL CURA. Si, que lo creo. EL CURA. No
EL OBRERO. Hace un rato, cuando hablé de un hombre que quiere LA MADRE. Por lo que veo, quieren evitar precisamente
defenderse y a quien se le detiene el brazo, quise decir literalmente eso, derramamiento de sangre y nos aconsejan no levantar la mano contra
porque, en verdad, no nos quedan más que nuestros brazos desnudos. ellos.
LA MADRE, (Interrumpiendo) No vuelvas a comenzar. No tiene JOSE. ¡Los generales, evitar derramamientos de sangre!
sentido. LA MADRE. (mostrando el manifiesto) Pero aquí dice: "Quien
EL CURA. El hombre ha nacido con los brazos desnudos, todos lo deponga las armas se salvará”
sabemos. El creador no lo hace salir del seno materno con la mano EL OBRERO. Entonces quiero hacerle otra pregunta, padre. ¿Cree
armada. Conozco la doctrina según la cual toda la miseria del mundo se usted que quien deje las armas no será fusilado?
debe al hecho de que el pescador y el obrero - usted es obrero - me EL CURA. (mira en torno como buscando ayuda) Significa que el
parece - sólo cuentan con sus brazos desnudos para procurarse el general Franco continúa profesando su fe cristiana.
sustento. Pero en ningún lugar de las Escrituras está dicho que este EL OBRERO. ¿Significa que mantendrá su promesa?
mundo sea un mundo perfecto; al contrario, es un mundo lleno de EL CURA. (violento) ¡Tiene que mantenerla, señor Jaqueras!
miseria, de pecado y de opresión. Bendito, pues, quien ha sido enviado LA MADRE. Al que no combata no le sucederá nada,
para sufrir en este mundo con el brazo desarmado, porque podrá dejarlo EL OBRERO. Padre.., (disculpándose) no sé su nombre.....
al menos sin armas en la mano, EL CURA. Francisco
EL OBRERO. Bien hablado. No quiero decir nada en contra de estas EL OBRERO. Usted comprende que esta pregunta se la formulo al
palabras que suenan tan bien. Quisiera que causaran alguna impresión cristiano, o si lo prefiere, al hombre que no posee un monasterio, según
en el general Franco. Lo malo es que el general Franco, armado como su propia expresión, y que dirá la verdad cuando está en juego un
está hasta los dientes, no tiene ningún deseo de abandonar la tierra. asunto de vida o muerte. Porque se trata de esto, ¿no es verdad?
Tiraríamos todas las armas tras él, si se decidiera a dejarla. Sus EL CURA. (Sumamente tranquilo) Lo entiendo.
aviadores han arrojado un manifiesto, lo he recogido hoy del suelo, en EL OBRERO. Tal vez pueda simplificar la pregunta si le recuerdo los
Motril. (Saca el manifiesto del bolsillo. La madre y el muchacho lo sucesos de Málaga,
miran). EL CURA. Sé a qué se refiere. ¿Pero está seguro de que en Málaga no
JOSE... (a la madre) Ves. También aquí dicen que destruirán todo. LA hubo resistencia?
MADRE,.. (leyendo) Pero no pueden hacerlo. EL OBRERO. Usted sabe que cincuenta mil fugitivos, hombres,
EL OBRERO... Claro que pueden. ¿Qué opina usted, padre? mujeres y niños, que se encontraban en el camino a doscientos
EL CURA (dudando) Creo que tal vez técnicamente podrían hacerlo. kilómetros de Almería, fueron segados por los cañones de los barcos,
Pero si he comprendido bien a la señora Carrar, ella piensa que esto no por las bombas y las ametralladoras de los aviones de Franco.
es sólo un asunto de aviones. Con esta clase de manifiesto quieren EL CURA. Eso podría ser una noticia inventada.
intimidar para hacer entender a la población la gravedad de la EL OBRERO . ¿Cómo la de los curas fusilados?
situación; pero llevar a cabo semejante amenaza por razones militares, EL CURA. Como la de los curas fusilados
ya es otra cosa. EL OBRERO. ¿Entonces no fueron asesinados? (el cura calla)
EL OBRERO. No he comprendido del todo bien, EL OBRERO. La señora Carrar y sus hijos no levantan la mano contra
JOSE. Yo tampoco. el general Franco. ¿Entonces la señora Carrar y sus hijos están a salvo?
EL CURA. (más incierto aún) Creo que me expresé claramente. EL CURA. Según el juicio humano.
EL OBRERO. Sus palabras son claras, pero es su significado lo que no EL OBRERO, ¿Si? ¿Según el juicio humano?
nos resulta claro ni a José ni a mí, ¿Piensa usted que no nos EL CURA. (agitado) No pretenderá usted que yo se lo garantice!
bombardearán? (pequeña pausa) EL OBRERO. No. Usted sólo debe dar su opinión. ¿Están seguros la
EL CURA. Pienso que es una amenaza señora Carrar y sus hijos? (el cura calla).
EL OBRERO. Que no se llevará a cabo.
EL OBRERO, Creo que hemos comprendido su respuesta. Usted es un Pero es que debes dárselos, mamá; aquí solamente se enmohecerán!
hombre honesto, LA MADRE. Cállate, José! ¿Qué puedes saber tú?
EL CURA. (levantándose confundido) ¿Entonces, señora Carrar, puedo (el obrero se ha sentado nuevamente y enciende un cigarrillo)
contar con usted para que vaya a visitar a los pequeños de los Turillo? EL OBRERO. Teresa, tú no tienes derecho a secuestrar los fusiles de
LA MADRE, (También ella confundida e intranquila).Les llevaré Carlos.
además de comer. Le agradezco su visita. LA MADRE. (envuelve los fusiles) Con derecho o sin derecho, no te
(El cura sale, saludando con una inclinación de cabeza al obrero, al los voy a dar. Ustedes no pueden levantar el piso y llevarse contra mi
joven y a la madre. Ésta lo acompaña). voluntad las cosas que yo tengo en mi casa,
JOSE. Ahora has escuchado lo que siempre le repiten. Pero no te vayas EL OBRERO. No se trata de algo que te pertenezca y que sea necesario
sin los fusiles. en tu casa. No quiero decir delante de tu hijo lo que pienso de ti, y es
EL OBRERO. ¿Dónde están? ¡Rápido! (van hacia el fondo, retiran a mejor no hablar de lo que pensaría tu marido. El combatió, Comprendo
un costado un cajón grande y abren una trampa en el piso). que hayas perdido la razón por temor a perder tus hijos. Pero nosotros
JOSE. Pero ella volverá en seguida. no podemos paramos en mientes.
EL OBRERO. Pongamos los fusiles del otro lado de la ventana. LA MADRE. ¿Qué quieres decir?
Después los retiraré de allí EL OBRERO. Quiero decir que no me voy sin los fusiles. Puedes estar
(toman rápidamente los fusiles. Cae una pequeña bandera desgarrada segura.
en la cual estaban envueltos) LA MADRE. Entonces tendrás que matarme.
JOSE. ¡Todavía está la pequeña bandera de entonces! Me extraña que EL OBRERO. No lo haré. No soy el general Franco. Hablaré con Juan.
hayas podido quedarte sentado, tan tranquilo, con el apuro que hay, Y así los obtendré.
EL OBRERO. Necesitaba esto LA MADRE. (rápidamente) Juan no regresa,
(prueban los fusiles. El joven de pronto saca del bolsillo un gorro de EL OBRERO. Pero si tú misma lo llamaste.
miliciano y se lo pone orgullosamente) LA MADRE. No lo llamé. No quiero que te vea, Pedro.
EL OBRERO. ¿De dónde lo has sacado? EL OBRERO. Me lo imaginaba. Pero yo también tengo voz. Puedo
JOSE. Hice un cambio. bajar a la playa y llamarlo. Será suficiente una frase, Teresa, conozco a
(con una mirada hacia la puerta lo vuelve a meter en el bolsillo). Juan. No es un cobarde. No podrás sujetarlo,
LA MADRE,., (entrando) ¡Deja los fusiles! ¿Para esto viniste? LA MADRE. (muy serena) ¡Deja en paz a mis hijos, Pedro! Les he
EL OBRERO. Si, Los necesitamos, Teresa. No podemos parar a los dicho que me ahorcaré si se marchan. Sé que es un pecado ante Dios y
generales con las manos vacías, que me traerá la condenación eterna. Pero no puedo hacer otra cosa.
JOSE. Después de escuchar al Padre, ya sabes cómo está la situación. Cuando murió Carlos, cuando murió así, acudí al Padre, de otra manera
LA MADRE. Si has venido aquí solo por los fusiles, no vale la pena me hubiera suicidado. Sabía muy bien que la culpa también era mía,
que esperes más, Y si no nos dejas tranquilos en esta casa, tomo a mis aun cuando Carlos fuera el peor de los dos, con su impetuosidad y su
hijos y me voy de aquí. inclinación a la violencia, Pero el fusil no mejora las cosas. Eso lo
EL OBRERO. Teresa, ¿has mirado nuestro país en el mapa? Vivimos comprendí cuando lo trajeron aquí y lo dejaron en el piso. No estoy con
como sobre un plato rajado. Bajo la rajadura está el mar y en el borde los generales y es una vergüenza que se pueda suponerlo, Pero si me
del plato, los cañones apuntando. Por encima de nosotros, los mantengo serena y combato mi vehemencia tal vez nos salvemos. Es
bombarderos. A menos que te arrojes contra los cañones apun- tando. solamente un cálculo. Muy poco es lo que pido. No quiero ver más esta
Por encima de nosotros, los bombarderos. A menos que te arrojes bandera, ya somos bastante desgraciados.
contra los cañones, ¿a dónde puedes ir? (Camina silenciosamente hacia la pequeña bandera, la toma y la
ella se acerca, le arrebata los fusiles y se los lleva en sus brazos) rompe. Luego se inclina rápidamente, recoge los pedazos y se los
LA MADRE, ¡Pedro, estos fusiles no puedes llevártelos! JOSE. guarda en el bolsillo)
EL OBRERO. Hubiera sido mejor que te hubieses ahorcado, Teresa. la salva la prudencia. Nuestra Inés fue siempre la más tímida de mis
(Golpean, entra la señora Pérez, una anciana vestida de negro). hijos. Si supiera lo que le costó a mi marido enseñarle a nadar!
JOSE. (al obrero) La vieja señora Pérez. LA MADRE. Pienso que aún deberla estar con vida,
EL OBRERO. (en voz baja) ¿Qué clase de gente es? SRA. PEREZ. ¿Pero cómo?
JOSE. Buena gente. Los de la radio. Hace una semana perdieron la hija LA MADRE. ¿Por qué su hija, que era maestra, tuvo que tomar un fusil
en el frente. y ponerse a pelear contra los generales?
SRA PEREZ., Esperé hasta que vi que se marchaba el Padre, Deseaba EL OBRERO. ¡Que estaban financiados por el Santo Padre!
venir un rato para disculpar a mi gente. Quería decirle que no me SRA. PEREZ. Ella decía que quería seguir siendo maestra.
parece justo que le creen dificultades por su modo de pensar. LA MADRE, ¿Y no podía hacerlo en Málaga, en su escuela? ¡Qué
(La madre calla, pero se levanta y va a sentarse con su red sobre el generales ni generales!
cajón donde están los fusiles, dejando así lugar a la señora Pérez) SRA. PEREZ. Nosotros hablamos de esto con ella. Su padre se privó
SRA PEREZ... Usted está preocupada por sus hijos, señora Carrar. La de fumar durante siete años y sus hermanos no tuvieron una gota de
gente no piensa nunca qué difícil es educar a los hijos en estos tiempos. leche en todo ese tiempo, para que ella pudiera llegar a ser maestra. E
Yo traje al mundo siete. (se vuelve hacia el obrero, al cual no ha sido Inés nos decía que ahora no estaba dispuesta a enseñar que dos más dos
presentada) Ya no son tantos ahora que Inés ha muerto. Dos no son cinco y que el general Franco era un enviado de Dios.
pasaron de los cinco años, eran los años de hambre del 98 y el 99. LA MADRE. Si Juan viniera a decirme que estando los generales no
Andrés sé dónde está, la última vez escribió desde Río, En América del puede seguir pescando le diría que se ha vuelto loco. ¿Pero acaso los
Sur. Mariana vive en Madrid; se queja mucho. Nunca ha sido fuerte. A capitalistas dejarán de quitamos la piel cuando no haya más generales?
los viejos nos parece que todo lo que ha venido después de nosotros es EL OBRERO. Creo que sería más difícil para ellos si tuviésemos los
un poco endeble, fusiles.
LA MADRE. Pero a Fernando lo tienen aún. LA MADRE. ¿Otra vez con los fusiles?¿Habrá que seguir matando?
SRA PÉREZ. Sí. EL OBRERO. ¿Quién dice eso? Si los tiburones te atacan, ¿eres tú
LA MADRE. (confusa) Disculpe, no quise mortificarla. quien emplea la violencia? ¿Hemos sido nosotros los que fuimos hacia
SRA, PEREZ. (tranquila) No tiene por qué disculparse. Sé que no Madrid, o es el general Mola el que ha venido hacia nosotros cruzando
quiso ofenderme, las montañas? Durante dos años tuvimos un poco de luz, apenas un
JOSE. (en voz baja al obrero) Ese está con Franco. fulgor, ni siquiera una claridad crepuscular, pero ahora quieren
SRA. PEREZ. (sin inmutarse) Nosotros ya no hablamos de Femando. sumirnos nuevamente en la noche, Y si fuera sólo eso. Las maestras no
(Luego de una pequeña pausa): Sabe, usted no podrá comprender a mi podrán enseñar que dos más dos son cuatro y por si fuera poco, serán
gente si no piensa en el dolor que nos produjo la muerte de Inés. exterminadas si alguna vez lo han dicho. ¿No has oído decir esta noche
LA MADRE. Todos queríamos mucho a Inés. (Al obrero) Le enseñó a que nos barrerán de la tierra?
leer a Juan. LA MADRE. Únicamente los que hayan empuñado las armas. No se
JOSE. A mí también. me echen todos encima. No puedo luchar contra todos ustedes. Mis
SRA. PEREZ. Algunos creen que usted está con los del otro bando. hijos me miran como si fuera de la policía. Si se acaba la harina, leo en
Pero yo los desmiento siempre. Nosotros sabemos bien cuál es la sus rostros que la culpa es mía. Y si llegan los aviones, apartan la
diferencia entre el pobre y el rico. mirada como si yo los hubiera mandado. ¿Y por qué calla el Padre
LA MADRE. No quiero que mis hijos sean soldados. No son carne de cuando debería hablar? Se me considera una loca cuando digo que los
matadero. generales son hombres, muy malos, sí, pero no un terremoto con el que
SRA. PEREZ. Usted lo sabe, señora Carrar, yo lo digo siempre. Para es imposible discutir. ¿Por qué viene a sentarse en mi casa, señora
los pobres no existe seguro de vida. Quiero decir que siempre son Pérez, y me habla de esas cosas? ¿Cree que no sé por mí misma todo
golpeados, de una manera o de otra. A la gente pobre, señora Carrar, no eso que usted dice? Su hija ha muerto, y ahora les toca a los míos…
¿Eso es lo que quiere, verdad? Me invade la casa como un cobrador de JOSE ¿Qué tienes?
impuestos, pero yo ya he pagado! LA MADRE. ¡Qué te importa lo que tengo, véte! Has vencido a tu
SEÑORA PEREZ. (se levanta) Señora Carrar, yo no quería madre, de cualquier manera!
enfurecerla. No pienso, como mi marido, que habría que obligarla a JOSE. (desconfiado) Si ni siquiera hemos luchado! ¡No puede haberte
hacer alguna cosa. Teníamos una buenísima opinión de su marido y sucedido nada!
quería pedirle disculpas si los míos la molestan. (Sale haciendo una LA MADRE. (Masajeándose el pie). ¡No, véte!
inclinación de cabeza al obrero y al joven. Pausa). EL OBRERO. ¿Quieres que te lo coloque en su lugar?
LA MADRE... Lo siento, pero es que con su testarudez nos lleva a LA MADRE. No. Tienes que irte. ¡Véte de mi casa. Empujas a mis
decir cosas que no pensamos. Yo no tengo nada en contra de Inés. hijos para que se me echen encima!
EL OBRERO. (furioso) Claro que estás en contra de Inés! ¡Desde el JOSE. (furioso) Ahora resulta que me he arrojado sobre ella!
momento que no la ayudaste, estabas en contra! Luego dices que no (pálido de rabia va hacia el fondo).
estás con los generales; y esto tampoco es cierto, quieras que no. Si no LA MADRE. Te volverás un delincuente. ¿Por qué no me quitas hasta
estás con nosotros, estás de parte de ellos. No puedes permanecer el último pedazo de pan del horno? Podrían atarme con una cuerda a la
neutral, Teresa. silla. ¿Son dos, no?
JOSE. (Se acerca de pronto a la madre) Vamos, madre, de todas EL OBRERO. No enredes las cosas, por favor.
maneras es inútil. (al obrero) Ahora se ha sentado sobre el cajón para LA MADRE. También Juan está loco, pero no usaría la fuerza con su
que no nos llevemos los fusiles. Entrégalos, madre madre. Se lo hará pagar caro Juan, cuando venga!
LA MADRE. Será mejor que te limpies la nariz, José. (Se levanta de golpe y va hacia la ventana, olvidándose de renquear;
JOSE. Mamá, quiero marcharme con tío Pedro, Yo no espero a que nos el joven señala indignado sus pies).
maten como a cerdos. No puedes prohibirme combatir, como me JOSE. ¡El pie ha sanado de pronto!
prohibiste fumar. Felipe, que es mucho menos listo que yo para tirar LA MADRE. (confundida) ¡Búrlate de mí también! (Mira por la
piedras, ya está en el frente, y Andrés, que tiene un año menos, ya ha ventana. Luego, de pronto…) No comprendo, no veo la lámpara de
caído. No dejaré que todo el pueblo se ría de mí. Juan.
LA MADRE. Si, lo sé. El pequeño Pablo ofreció a un camionero su JOSE (refunfuñando) Y qué, ¿quieres que haya desaparecido?
topo muerto si lo llevaba al frente. ¡Es ridículo! LA MADRE..... ¡Ha desaparecido de verdad!
EL OBRERO. ¡No es ridículo! (El muchacho va hacia la ventana, mira y dice con voz extraña al
JOSE. Dile a Ernesto Turillo que puede quedarse con mi barca obrero)
pequeña. Vamos, Tío Pedro! (quiere irse). JOSE. Si, ha desaparecido. La última vez que lo vi estaba mar adentro,
LA MADRE. ¡Tú te quedas! cerca del cabo. Bajo a la playa. (Sale rápidamente).
JOSE. No, me voy. Puedes decir que necesitas a Juan, pero a mí no me EL OBRERO... Estará regresando.
necesitas. LA MADRE... Entonces deberla verse la lámpara,
LA MADRE. Si retengo a Juan, no es porque quiera que vaya a pescar EL OBRERO. ¿Y qué puede suceder?
para mí. Y a ti no te dejo ir. (Corre hacia él y lo abraza). Puedes fumar LA MADRE. Yo sé lo que sucede. Ella lo alcanzó con el bote.
si quieres, puedes ir a pescar solo, no te diré nada, y puedes ir con la EL OBRERO. ¿Quién, la muchacha? No.
barca de padre. LA MADRE. ¡Pero claro, han ido a buscarlo! (agitándose cada vez
JOSE. ¡Suéltame! más) ¡Ha sido un plan, se pusieron de acuerdo! Toda la noche
LA MADRE. ¡No, tú te quedas aquí! estuvieron mandando gente aquí, uno tras otro, para que yo no prestara
JOSE. (Desasiéndose de ella con fuerza) No, me voy. Rápido, toma los atención. Son todos asesinos!
fusiles, tío! EL OBRERO. (un poco en broma y un poco con rabia) Al Padre por lo
LA MADRE. ¡Oh! (Suelta al muchacho y se aleja, cojeando, menos no lo mandaron.
apoyando el pie con cuidado).
LA MADRE. No se darán paz hasta que no los hayan enviado a todos a (Se oye durante algún tiempo el murmullo de las mujeres y el ruido de
la guerra. los cañones a lo lejos).
EL OBRERO. ¿Supongo que no creerás que se ha ido al frente? LA MADRE, ¿Pueden ponerlo sobre el cofre?
LA MADRE. Lo han asesinado, pero él no es mejor que ellos. ¡Huir de (El obrero y los pescadores lo levantan y lo ponen sobre el cofre. La
noche! ¡No quiero volver a ver! vela queda en el suelo. Los rezos de las mujeres se vuelven más claros
EL OBRERO. ¡No te comprendo, Teresa! ¿No ves que no puedes y más fuertes. La madre toma de la mano a José y con él se dirige
hacerle un daño mayor que impedirle combatir? No te lo agradecerá. hacia el muerto).
LA MADRE, (como ausente) Si le impedí que fuera a combatir, no fue EL OBRERO. (a los pescadores) ¿Estaba solo? ¿No había salido
por mí. ninguna otra barca?
EL OBRERO. No combatir por nosotros, Teresa, no significa no PRIMER PESCADOR. No. Pero él estaba en la playa.
combatir. Significa combatir por los generales. (Señala al otro pescador)
LA MADRE. Si ha hecho eso, si ha entrado en la milicia, entonces lo SEGUNDO PESCADOR. Ni siquiera le preguntaron nada. Lo
maldigo. Que lo hieran las bombas de sus aviones, que lo aplasten sus iluminaron con los reflectores y luego su lámpara cayó dentro de la
tanques. Así se dará cuenta que no se puede burlar a Dios. Y que un barca,
pobre no puede hacer nada contra los generales. No lo he dado a luz EL OBRERO. Pero deben haber visto que sólo estaba pescando.
para que destruya a sus semejantes apostado detrás de una SEGUNDO PESCADOR., Sin duda. Tienen que haberlo visto,
ametralladora. Si en el mundo hay injusticia, yo no le enseñé a EL OBRERO. ¿Y él no gritó nada?
participar de ella. Si regresa, no le abriré la puerta, aunque diga que ha SEGUNDO PESCADOR. Yo lo habría oído.
vencido a los generales. Le diré a través de ella que no quiero recibir en (La madre se adelanta con la boina de Juan)
mi casa a nadie que esté manchado con sangre. Me lo arrancaré de mi LA MADRE.(serena) La culpa es de la boina.
pecho, como se amputa un pie gangrenado, Lo haré. Ya me han llevado PRIMER PESCADOR. ¿Por qué?
uno, él también creía tener suerte. Pero nosotros no tenemos suerte. Tal LA MADRE. Está raída. Un rico no usa cosas así.
vez lleguen a entenderlo antes de que los generales terminen con PRIMER PESCADOR., ¡Pero no es posible que disparen sobre todos
nosotros. Quien a hierro mata, a hierro muere. los que llevan una boina raída en la cabeza!
(Delante de la puerta se oyen voces. Luego ésta se abre y entran tres LA MADRE. Claro que sí. No son hombres. Son lepra y tienen que ser
mujeres, con las manos cruzadas sobre el pecho y rezando el Ave quemados como lepra. (A las mujeres que rezan, amablemente) Les
María. Se apoyan contra la pared y dos pescadores entran sosteniendo ruego que se marchen. Todavía tengo muchas cosas que hacer y
el cuerpo de Juan sobre una vela ensangrentada. Los sigue, blanco además tengo a mi hermano conmigo (La gente sale).
como un cadáver, José Lleva en la mano la boina del hermano. Los PRIMER PESCADOR. La barca la hemos amarrado.
pescadores dejan al muerto en el suelo; uno de ellos lleva la lámpara (Cuando se quedan solos, la madre levanta la vela y la mira)
de Juan. Mientras la madre permanece sentada y rígida, y las mujeres LA MADRE, He roto la primera bandera. Pero me han traído otra.
rezan en voz alta, los pescadores explican en voz baja al obrero lo que (La arrastra hacia el fondo y cubre al muerto. En ese momento el
ha ocurrido). ruido de los cañones se oye más próximo).
PRIMER PESCADOR. Fue una de sus balandras pesqueras armadas JOSE. (atontado) ¿Qué es?
con ametralladoras. Al pasar dispararon contra él. EL OBRERO. (muy agitado) ¡Se abrieron paso en el frente! Tengo que
LA MADRE. ¡No puede ser! ¡Es un error! ¡Si habla ido a pescar! irme en seguida.
(Los pescadores callan La madre cae al suelo. El obrero la levanta). LA MADRE. (Yendo hacia el horno, fuerte): Saquen los fusiles.
EL OBRERO. No habrá sentido nada. Prepárate, José. También el pan está listo. (Mientras el obrero toma
(La madre se arrodilla junto al muerto) los fusiles, ella mira el pan, lo saca del horno, lo envuelve en un lienzo
LA MADRE. Juan! y se acerca a los dos. Toma uno de los fusiles)
JOSE, ¿Tú también quieres venir?
LA MADRE. Si, por Juan. (Caminan hacia la puerta).

FIN

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