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LA DEPRESIÓN: un malestar en el ser

NICOLÁS RENÉ GIL SÁNCHEZ

Hoy la depresión inunda los hogares, los trabajos y los hospitales. En nuestro diario vivir es
común escuchar de parte de conocidos, amigos y familiares la frase “estoy deprimido”,
mientras que las consultas psicológicas y psiquiátricas se abarrotan de pacientes que dicen
estar deprimidos, a la par que los diagnósticos de depresión se desbordan. Pareciera que una
maligna sombra se cerniera sobre el mundo minando los ánimos de los seres humanos,
desposeyéndolos de toda alegría y sumiéndolos en un profundo malestar. Ante esta
misteriosa amenaza la medicina, la psicología y la psiquiatría se ofrecen como los
salvadores de la humanidad, brindando a toda persona una cura infalible: los fármacos.
Tales productos milagrosos curan los desbalances bioquímicos y las emociones-síntomas de
la depresión, ya que esta es vista como una enfermedad de origen fisiológico. La tristeza ya
no existe, y se abre paso a lo patológico. Con los fármacos no hay síntomas, sin síntomas
no hay enfermedad, y sin enfermedad el paciente está curado, libre de depresión. No
obstante, esto dista de la realidad, en tanto la depresión más que una emoción, un estado de
ánimo o un sentir físico, es un profundo malestar en el ser, un desgarro interno que
resquebraja la relación de las personas con el exterior. La depresión es un afecto, y si bien
como afecto se manifiesta en emociones y en el cuerpo, va más allá de lo fisiológico,
entrando en el campo de lo simbólico y de lo social. Es desde los aportes del psicoanálisis,
de Freud y de Lacan, que se puede entender la depresión como afecto, lo cuál tiene
importantes consecuencias en el cómo tratar la depresión, implicando una dimensión ética.
Tratar con fármacos o tratar con la palabra, tener como fin el tratamiento o tener como fin
el bienestar de la persona, escuchar los lineamientos del mercado o escuchar al paciente,
son todas decisiones con implicaciones éticas. En este sentido, en este texto se trabajarán
diversos elementos relacionados con la depresión vista desde el psicoanálisis.
Antes de hablar de la depresión como tal se hablará de la tristeza como elemento nuclear de
la depresión. La psicopatología contemporánea define la tristeza de una forma
monocromática y unidimensional, resumida en los siguientes puntos: “a) es un afecto o
sentimiento que surge directamente de una circunstancia dolorosa; b) se sitúa en el polo
contrario a la alegría; c) como el resto de afectos o sentimientos, la tristeza es de fiar y
revela una verdad del sujeto; d) suele diferenciarse una tristeza reactiva, otra endógena y
una tercera existencial” (Álvarez, 2013, p. 138). No obstante, autores como Álvarez (2013)
en un dialogo con autores clásicos muestra como la tristeza esta lejos de ser un afecto
simple, unidimensional y externo. La tristeza es un afecto del que se desprenden diversas
aristas y dimensiones: desanimo, nostalgia, pesar, dolor, inutilidad, aislamiento, goce,
maldad, egoísmo, creación. La mirada moderna simplista de la tristeza ve a la tristeza como
exterior al sujeto, como un mal que se sale de sus manos y que lo convierte en víctima, pero
si se entiende que la tristeza es dolor pero también goce, que es sufrimiento pero también
egoísmo, se revela la ambivalencia presente en la tristeza, así como se evidencia la
dimensión y un papel del sujeto en esta. En los autores clásicos se ve la tristeza como una
cobardía moral y como voluntaria, siendo una decisión autónoma del sujeto estar triste,
siendo la persona triste débil y además de ello egoísta. Como voluntaria y como decisión la
tristeza incumbe directamente al sujeto, no esta fuera de él ni es una enfermedad; la tristeza
se manifiesta en el cuerpo, pero no es el cuerpo el origen de la tristeza. Para los clásicos, las
personas grandes son aquellas que logran moderar y superar la tristeza; lo decía Séneca,
“no puede ser grande y triste un mismo hombre” (Álvarez, 2013, p. 152), y Cicerón, “el
hombre valeroso no sucumbe a estas cosas y, por tanto, tampoco a la aflicción” (Álvarez,
2013, p. 152). Se le devuelve la tristeza al sujeto y se la arrebata como enfermedad y
victimismo. Entonces, la tristeza, lejos de ser simple, unidimensional y exterior, sino
compleja, multidimensional e interna. Una visión simplista y victimista de la tristeza
fomenta una irresponsabilidad por parte de las personas, quienes dejan de actuar frente a la
tristeza, y forma terapeutas que en vez de centrarse en la tristeza y su desaparición sedan el
cuerpo de los pacientes para frenar las emociones que está provoca; unos y otros ignoran y
se someten a la tristeza, lo que para los clásicos sería un claro acto de cobardía, perversión,
egoísmo y maldad. Lo que podría verse como una postura anacrónica, lejana y acientífica,
reúne una importante y olvidada verdad, y suscita la idea de que la modernidad que se
regocija de forma pedante en la ciencia, en la medicina y en la psiquiatría, despreciando el
conocimiento de la que proviene, en vez de valiente no es más que una época
eminentemente cobarde.
Siguiendo a Álvarez, un punto central de la tristeza es la ambivalencia. La tristeza está
íntimamente ligada con el dolor, con el pesar, el sufrimiento y la pena, razón por la cuál
parece extraño y contradictorio que la tristeza también sea placer y goce. No obstante,
desde los clásicos y desde el psicoanálisis se evidencia como la ambivalencia en la vida
anímica es más la regla que la excepción. Autores como Montaigne, Lucrecio y Ovidio
muestran como en medio de la tristeza se encuentra placer y como en el placer reside
tristeza (Álvarez, 2013, p. 148). Pero la ambivalencia va más allá del dolor-placer; la
tristeza se manifiesta en la creación pero también en la inutilidad, en la acción y en la
inacción, en el autorreproche-baja autoestima y en el sentimiento de superioridad-
narcicismo. Estas aparentes contradicciones no sólo reflejan las múltiples dimensiones de la
tristeza, sino que hacen parte de diversos procesos explicados por el psicoanálisis. La
tristeza está íntimamente ligada con el duelo (principalmente con la melancolía), el cuál es
resultado de una perdida dolorosa del objeto de amor. El triste y el melancólico en este
caso, negándose a perder al objeto, lo introyecta en su ego en una regresión a la fase oral
ambivalente. Esta ambivalencia amor-odio hacia el objeto se evidencia en los virajes entre
el autorreproche y los sentimientos de superioridad del melancólico, en tanto el objeto esta
introyectado en el ego. La ambivalencia inutilidad-creación, inacción-acción, son reflejos
de la inhibición y la sublimación que se presentan simultáneamente en el triste. Entonces, la
ambivalencia refleja el problema psíquico (y patológico) en el que se encuentra el triste y
permite mostrar que la tristeza es más que simple dolor o pena.
Existe una relación entre la tristeza y el egoísmo, que evidencia dos elementos: el
aislamiento del sujeto de los objetos y del exterior y la resistencia del triste. La persona
triste rompe la relación con los objetos y con los demás, envolviéndose en sí misma, como
consecuencia de una perdida trágica del objeto. Siguiendo a Álvarez,
el triste se ampara en su tristeza para justificar el aislamiento en el que se ha metido, la
pesadumbre en la que vive y la dejación de responsabilidades que progresivamente le
devalúa. Y si se diera el caso de que los otros lo desatendieran o refunfuñaran ante sus
veladas solicitudes, le bastaría con advertir del agravamiento de su enfermedad, insinuar la
inminencia de una nueva crisis o dar a entender alguna querencia suicida, comodín por
excelencia con el que exhibe su tiranía (Álvarez, 2013, p. 154).

El egoísmo se revela en la justificación que hace el triste de su progresivo aislamiento y la


consecuente dejación de responsabilidades; pero también va más allá de la justificación, y
ante el cuestionamiento de su aislamiento y su tristeza, el triste reacciona con una
demostración de poder y con una amenaza de empeoramiento de su condición. El triste es
un egoísta que solo se preocupa por sí mismo, buscando esconderse del mundo y de los
otros, mostrando una autocompasión y un victimismo que son repudiados por autores
clásicos como Aristóteles, él cuál muestra que hay una “distinción entre un amor propio
noble, virtuoso, y otro que sólo busca el propio beneficio y da la espalda a los otros”
(Álvarez, 2013, p. 156), que sería el amor propio del triste. Pero este egoísmo
característico del triste evidencia una resistencia hacia si mismo y hacia los demás, en tanto
se niega a volver a sufrir una perdida. Para evitar repetir la dolorosa experiencia del pasado,
el triste se opone a relacionarse de nuevo con los objetos. La tristeza es un mecanismo de
defensa ante una libido, un inconsciente y un mundo demandante. El triste busca evitar el
sufrimiento, y con ese objetivo se aísla de todo y de todos, buscando únicamente su
bienestar.
A continuación nos centraremos en la depresión como afecto desde lo planteado por Freud
y Lacan. Freud define los afectos como “la expresión cualitativa de la cantidad de energía
pulsional” (Gómez, 2007, p. 86), energía que se manifiesta en emociones. Los afectos al
manifestarse en el cuerpo por medio de emociones-sentimientos tienen un carácter
consciente, por lo tanto no existen afectos inconscientes. Sin embargo, los afectos dicen una
mentira sobre el sujeto y no una verdad como muestra la psicopatología moderna. Los
afectos dicen una mentira porque la representación originaria de estos está reprimida, por lo
que están desplazados “a lo largo de la cadena de las representaciones (vorstellungs) hasta
enlazarse con una nueva representación sin lograr identificar ni localizar su origen”
(Gómez, 2007, p. 87). Entonces, los afectos implican un no-saber, un no-conocimiento por
parte del sujeto que es el origen del padecimiento del mismo, estando el saber-
conocimiento en el inconsciente. De este modo, si bien los afectos se manifiestan en el
cuerpo, si bien “el inconsciente como saber afecta al cuerpo; [si bien] el significante toca la
sustancia gozante” (Gómez, 2007, p. 92), el inconsciente es la causa del afecto, no el
cuerpo. En este punto entra la depresión como afecto, la cual no tiene un origen-causa
fisiológica y bioquímica, no es un desbalance químico cerebral, sino que proviene del
sujeto y del inconsciente, produciendo no sólo una gama de emociones sino también un
profundo malestar en el ser. Desde Lacan, la depresión (y su nuclear tristeza) es una falta
contra el pensamiento y es una suerte de cobardía moral, como decían los clásicos, ya que
es un no-saber y un no-querer-saber, ergo es un no-actuar y un no-querer-actuar. Como
representación reprimida el afecto de la depresión está atado al deseo y a la libido, por lo
tanto el sujeto que padece (el neurótico), posee unas dificultades con el deseo: “el neurótico
se caracteriza por padecer de no saber lo que quiere, de no atreverse a eso que desea,
enferma cuando debe decidir, incluso no puede impedirse obrar con el encuentro de su
propio deseo” (Gómez, 2007, p. 92). Entonces la cadena lógica continua, siendo la
depresión un no-deseo y un no-querer-desear. El desear y el elegir el objeto le aterra al
sujeto, esencialmente porque toda elección y todo deseo retrotrae la perdida que no se desea
repetir, llevando a la destrucción del lazo que hay entre el sujeto y los objetos. “La
depresión toca el corazón del interés y de la acción, del ánimo, y el sujeto despliega las
inhibiciones de la voluntad en términos de apatía, aburrimiento, pérdida de interés, de
capacidad, de rumbo… El sujeto habla de depresión cuando la tristeza pasó al acto de
inhibir la dinámica de la voluntad” (Gómez, 2007, p. 93). Entonces, el sujeto deprimido
siente un profundo malestar que inhibe a su yo, sumiéndolo en un estasis aterrador y
lacerante.
El papel del psicoanálisis en el tratamiento de la depresión consiste en buscar la causa del
descenso de la libido, o sea la causa de la depresión, permitiendo al sujeto encontrar al
inconsciente como causa de tal disminución del deseo. El objetivo es que el sujeto indague
sobre la dimensión subjetiva de su depresión y genere ese saber no-sabido, para que desee
en vez de no-desear, y para que actúe en vez de no-actuar. Es una confrontación del sujeto
con su cuerpo y su goce y es una subversión de los mismos; es una confrontación con el
“real de los afectos”. Esto es lo que Lacan llama la ética del buen-saber, que consiste en
“tratar lo que no se puede decir en el saber, en convocar al coraje de la verdad frente a la
cobardía moral que es renuncia al deseo de saber sobre cómo el inconsciente determina al
sujeto” (Gómez, 2007, p. 91). En este punto entra la postura ética del psicoanálisis.
La forma en que se conciben los problemas y las formas en que se tratan involucran una
postura ética. Optar por el tratamiento por la palabra o por el tratamiento por medicamentos
con respecto a los problemas psicológicos tiene una implicación ética, en tanto existe un
compromiso y una relación entre el médico y el paciente. Al tratar al paciente el médico
decide entre una u otra alternativa en consonancia con su modo de ver la enfermedad
mental y su tratamiento y al hacerlo el mismo se prescribe, operando la transferencia. Al
optar por el medicamento el médico le arrebata la enfermedad al sujeto y se la introduce
arbitrariamente en su cuerpo, así como ingresa en las dinámicas de la economía de
mercado, habiendo una decisión-criterio económico junto con el terapéutico en tanto los
fármacos se prescriben teniendo en cuenta la capacidad adquisitiva del paciente: a mayor
capacidad, mejor tratamiento. Optar por el tratamiento por la palabra en el psicoanálisis
implica así mismo una postura ética en la cuál se reconoce al sujeto en la “enfermedad
mental” y se entiende que “el sufrimiento que presenta el paciente al clínico conlleva no
sólo el real del organismo viviente en su perturbación, sino también el modo como aquél
goza de su cuerpo, es decir, ese más allá de la medida que representa la dimensión real del
goce en el cual se halla implicado el sujeto que habita un cuerpo” (Gómez, 2007, p. 85). De
este modo se reconoce la particularidad de cada sujeto, en tanto la forma en que se vive y
siente la “enfermedad mental” es diferente para cada uno dependiendo del modo en que
cada uno goza de su cuerpo, impidiendo la existencia de tratamientos universales y
uniformes. El fin es el bienestar del paciente y no el fármaco; el criterio es terapéutico y
ético en vez de uno económico. Entonces, en el psicoanálisis, con énfasis en el tratamiento
de la depresión,
no se trata de desplegar la palabra por desplegarla –desahogarse–, sino de ponerla en
resonancia con el goce del sujeto que habla. Se trata de apostar por hacer de la depresión –
de la que tan frecuentemente se quejan quienes actualmente van a ver a un profesional psi.–
un síntoma en el sentido analítico, que no es sólo el malestar experimentado por alguien, o
el conjunto de fenómenos que el profesional ubica en un trastorno –depresión mayor,
bipolar, no específica…– sino que por excelencia remite a lo más particular del ser. El
analista acoge el “estoy deprimido, sufro de depresión” y apuesta por la apertura y
consolidación de un espacio –el dispositivo analítico– donde quien se dice deprimido, a
partir de lo que agencia el discurso médico, el discurso común, los medios de comunicación,
en suma, la época, se interrogue por la dimensión subjetiva implicada en su malestar y
produzca un saber sobre el deseo y el goce que lo habita. El psicoanalista invita a quien
viene a verlo, a pasar de la depresión al decir, a producir los significantes que acompañan
su afectación. (Gómez, 2007, p. 91)

El psicoanálisis tiene una postura ética y terapéutica que lo hace una teoría y una terapia
única.
Por último, se hará referencia al papel del capitalismo en la depresión, tema trabajado
por Colette Soler. En la sociedad capitalista actual los casos de estados depresivos han
aumentado drásticamente, lo que suscita la duda de cuál es el papel del capitalismo en
este aumento de la depresión. Para dar respuesta a esta incógnita Soler primero ofrece
unos apuntes sobre la pérdida y el deseo. La depresión siempre es desencadenada por la
pérdida y es el común denominador de todas las depresiones “una suspensión de la
eficacia de la causa del deseo; o sea lo que lanza los vectores de los intereses de cada
uno hacia la realidad. En el momento depresivo, efectivamente el sujeto se desconecta
tanto de sus objetivos previos, como de sus objetos” (Soler, 2009, p. 16). Sin embargo,
existen dos tipos-campos de pérdida: el campo de la ambición y el campo del amor. De
este modo hay dos tipos de depresiones, las del fracaso de las ambiciones y las de la
pérdida del objeto. Esto esta relacionado con el deseo.
El deseo implica siempre una falta en tanto el deseo tiene como causa la falta; en el
deseo se encuentra el “efecto dinámico de la pérdida” que empuja al sujeto a buscar un
objeto compensatorio de la falta. La autora lo ilustra de la siguiente forma (el vector del
deseo): de un menos (-) hacia la compensación de la falta más (+), graficado de este
modo (-) ----d----(+) (Soler, 2009, p. 18). El menos (-) es la falta y el más
(+) es lo deseable. Sin embargo, lo deseable no es abstracto, sino que tiene que
determinarse en objetos concretos. Es el efecto del discurso el que propone el catalogo
de lo deseable. En el discurso capitalista el éxito se convierte en un valor basado en el
individualismo total y en la competición, siendo el éxito la base de la ambición. Sin
embargo, la satisfacción del éxito como valor está acompañado de la insatisfacción y la
depresión, en tanto en el capitalismo <<el mercado de producción de los “más-de-goce,
es al mismo tiempo el mercado de producción intensiva de la falta-de-goce”>> (Soler,
2009, p. 20). Además, el discurso del capitalismo desvaloriza y destruye el capital
simbólico, el cuál tiene una función de servir como soporte ante el malestar y la
tragedia; el único valor que existe en el capitalismo es el del éxito-competencia-
mercancía, siendo esta la única forma de satisfacer la ambición personal. Del mismo
modo, el discurso capitalista degrada y precariza todos los lazos sociales, fragmentando
la sociedad y destruyendo los soportes o suplentes que tiene el sujeto ante la tragedia.
Entonces, hay una correlación entre el valor éxito-competencia-mercancía, la
destrucción del capital social y la precarización-fragmentación social del capitalismo
con el aumento de la depresión por fracaso de la ambición (y del narcicismo). Al haber
solo un valor que sirve a la ambición (y una degradación de los valores familiares,
culturales, religiosos), hay un aumento en los fracasos de la ambición, teniendo en
cuenta que de por sí la satisfacción del valor éxito-competencia-mercancía produce
insatisfacción.
Por otro lado, el discurso capitalista también afecta las depresiones de amor. En tanto el
deseo y el amor están enlazados con el objeto y con otro sujeto respectivamente, la no
relación sexual lleva a un fracaso, a un <<Uno, del Uno fálico, del “Un-decir”, como
dice Lacan, del Uno solo, completamente solo>> (Soler, 2009, p. 23). Este fracaso se
suple por medio de semblantes sustitutivos brindados por otros discursos, los cuáles
definen una pareja de amor. Sin embargo, el capitalismo al destruir el resto de discursos
y al no construir ningún semblante sustitutivo ni pareja de amor es incapaz de suplir el
fracaso de la no relación sexual, lo que lleva a la depresión. Entonces, el discurso
capitalista ha aumentado enormemente los estados depresivos en la humanidad por dos
vías: 1) por la valorización del éxito individual competitivo y la desvalorización de
otros elementos de la vida simbólica-social; 2) por la destrucción de otros discursos y
sus semblantes sustitutivos y el fracaso en proponer una solución o algo que supla la no
relación sexual.
Psicopatología moderna, medicina por medicamentos y capitalismo están
profundamente interrelacionados. Sin las dinámicas del mercado y sin la psicopatología
moderna no hay medicina por medicamentos. Es un triangulo siniestro que aliena a los
seres humanos y los despoja de su ser y de su dimensión de sujetos. Las personas que
sufren son convertidas en cuerpos enfermos, así como el malestar y la enfermedad se
multiplican como peste. La objetividad y la ganancia se convierten en los criterios bajos
los que opera la medicina, la psicología y la psiquiatría, y la ética y la terapéutica
quedan relegadas. Es el psicoanálisis como teoría y terapía el que permite evidenciar tal
realidad, así como brinda las herramientas teóricas y metodológicas para devolverle al
ser humano lo que le es propio y para brindarle un espacio en el que, a través de la
palabra, pueda expresar su malestar, aliviarlo y saber lo que se le niega. Todo sujeto
merece saber la causa de sus pesares, sus miedos, sus tristezas y sus dolores, y todos y
cada uno de nosotros debemos tener la oportunidad de aliviar y disipar el dolor que nos
aqueja. El psicoanálisis es una subversión desde todos los frentes y una cruzada sin
cuartel bajo el estandarte del bienestar y la salud mental de la humanidad.
BIBLIOGRAFÍA

 Álvarez, J. (2013). La tristeza y sus matices. Disponible en:


https://www.temasdepsicoanalisis.org/2013/07/04/la-tristeza-y-sus-matices/
 Gómez, G. (2007). Tratamientos de la depresión. Clínica del medicamento y/o
clínica por la palabra. Desde el Jardín de Freud, (7), p. 75-94.
 Soler, C. (2009). Los estados depresivos. Universidad de Buenos Aires, Argentina.

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