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Al nacer, sus padres signaron en él el futuro familiar.

Vivían en una finca que daba café,


yuca y pancoger en una región abandonada a la suerte de Dios, sin carreteras, ni luz, ni
agua.

Ocho días después de nacer, al sacarlo a la luz por primera vez, su padre constató que
Leandro era ciego y por vergüenza nunca más quiso saber de él. Sumisa, Nacha amó a
su hijo en silencio, desde la distancia. Lo veía darse golpes contra las paredes o llevarse
por delante los cardones al correr por el campo, y pincharse y sangrar, pero no hacía
nada.
La tía Erotida llegó a vivir en la finca cuando Leandro entraba en la pubertad. Con ella
conoció el afecto y enriqueció su lenguaje. Antes de eso, y como él mismo contó, “no
tenía quién me orientara sino cuando oía una palabra que decía ‘sombra’, me acercaba y
encontraba que no me daba sol. Así me daba cuenta de que era la tal sombra, y así fui
encontrando las palabras y los contenidos, sin orientación alguna salvo la de mi propio
sentido”.

Leandro Díaz a sus veinte años de edad jamás había escuchado una canción. Lo hizo
después de que abandonó el corregimiento Lagunitas de la Sierra, Guajira, donde nació.
Bajó de allí con la complicidad de un primo, y así conoció el vallenato. 

Pese a que es ciego de nacimiento compuso más de 200 canciones, con los versos que se
ensamblaron en su memoria. Aprendió a tocar la guacharaca y la dulzaina, y pasó de
recibir propinas en la calle a convertirse en una celebridad del folclor vallenato con una de
sus canciones emblemáticas, Matilde Lina. 

El juglar definió su llegada a la música como un milagro, porque durante su adolescencia


sólo conoció el canto de los pájaros y el bramar del ganado. Pero su destino se lo dejó a
una premonición. Sin saber si acertaría, Leandro Díaz le obedeció a la voz que escuchó en
un sueño y que le dijo que ya había cumplido su ciclo en la Sierra. Desde ese momento
conoció las melodías musicales y la parranda, cambió la lluvia como motivo de su
inspiración por las mujeres.

Aprendió a parrandear, pero no fue bailador y cantó por primera vez en las orillas del río
Tocaimo.  Además, se alejó de sus papás y sus más de doce hermanos, que lo discriminaron,
porque su condición lo convirtió en un inútil para las tareas de la finca donde creció.

 La primera canción que compuso se llama La loba ceniza y lo hizo con sus mejores
herramientas: la concentración y la memoria. Allí almacena todas sus letras, versos,
composiciones y las voces de las mujeres. Nunca olvida una. 

sus canciones vallenatas favoritas son A mi no me consuela nadie, de su autoría y El viejo
Miguel. En un largo lapso, Leandro Díaz sólo se vestía de blanco.

No tuvo maestros, y no siempre fue vallenato. En sus inicios también interpretó boleros,
tangos y rancheras, de allí su canción favorita Allá en el rancho grande.
Al final, para eso componía. A las mujeres les hacía canciones por dos razones: por venganza o para
conquistarlas. Pero, en últimas, lo hacía para que lo quisieran, porque al componer lo aplaudían y en
esa media se sentía una persona. En ocasiones, estas interpretaciones no le trajeron aplausos.
La mamá de una vecina lo insultó porque creyó que trataba de conquistar a su hija con las
canciones mexicanas.

El describía acordeón como un aparato pequeño, con muchas teclas o botones que se
oprimen con los dedos. Pero el verdadero significado que tuvo para él es que el
instrumento es la vida de un pueblo. 

Solía como todos los días hacer una oración, desayunar café, jugo y arepa con carne y
queso. Se ponía uno de sus seis pares de zapatos blancos y no se soltaba del brazo de Ivo,
uno de sus tantos hijos fue el unico que heredó su talento y que prefieria decirle maestro
que papá. En ocasiones especiales se vestian igual, y con el tiempo él se convirtió en sus
oídos, en su interlocutor, porque a Leandro los años le arrebataron de a poco su única
inspiración.

Leandro creció solitario. La primera palabra que dijo, según me contó su tía Erotida hace
un par de años, fue “gallo”: el canto que oía todos los días al amanecer. 

el hombre que vivió en tinieblas porque Dios quiso dejarle sin oficio uno
de sus sentidos para cambiárselos por ojos en el alma, tuvo motivos
valederos para estar feliz porque un escultor quiso añadirle un
monumento a su inmortalidad. Un monumento que está ubicado en el
lugar exacto, el lugar donde Leandro Díaz, el maestro ciego del vallenato
comenzó a granjearse su fama a través de sus bellos cantos.

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