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HISTORIA DEL ESPÍRITU

DE LA TÉCNICA

Hans Blumenberg

Edición de los escritos póstumos a cargo de


ALEXANDER SCHMITZ Y BERND STIEGLER

Traducción de
PEDRO MADRIGAL

PRE-TEXTOS
/) MIXTO
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Primera edición: octubre de 2013

Diseño cubierta: Pre-Textos (S. G. E.)

Título de la edición original en lengua alemana:


Geistesgeschichte der Technik

De la traducción: © Pedro Madrigal

© Suhrkamp Verlag Berlin 2009

© de la presente edición:
PRE-TEXTOS, 2013
Luis Santángel, 1O
46005 Valencia
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ISBN: 978-84-15576-75-4
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I

ALGUNAS DIFICULTADES DE ESCRIBIR UNA


HISTORIA DEL ESPÍRITU DE LA TÉCNICA
Cada ciencia tiene que llevar el peso de su propia histo-
ria. Conserva las huellas de su historia incluso cuando el
progreso de sus resultados parece estar condicionado ex-
clusivamente por las exigencias de su objeto.
La historiografía surge de las formas primitivas de lacró-
nica. El cronista registra los acontecimientos en el orden
de sucesión de su databilidad, y sólo capta lo que es data-
ble. La forma en que en la escuela nos topamos por pri-
mera vez -y la mayoría de veces con irritación- con la
historia es, en el fondo, la forma propia de la crónica. De
ahí que los sucesos de importancia histórica sean, prefe-
rentemente, acciones humanas datables,lo cual quiere decir
que son acciones tales que han desembocado en determi-
nados productos de la acción: tratados o batallas, gobier-
nos u obras legislativas, conquista o pérdidas de fortalezas
y fronteras, caída de tiranos o vaivenes hereditarios.
Cuando la historiografía pasó de registrar simplemente
de un modo cronológico la cadena de sucesos a mostrar las
vinculaciones entre los eslabones de esa cadena, se hizo pa-
tente enseguida que las acciones humanas son explicables
mediante teorías de la acción que podían ser referidas a ellas.

9
También aquí se seguía salvaguardando la databilidad, en
tanto tales teorías de la acción preceden a las acciones
en forma de libros, discursos, proclamas y manifiestos y
todos éstos pueden ser fijados, a su vez, a fechas determi-
nables en que hicieron su aparición o se dieron a conocer.
Las teorías de la acción constituyen, por tanto, ellas mismas,
un tipo especial de acontecimientos, mediante los cuales
las propias crónicas podían enriquecerse y ser presentadas
dentro de un nexo de correlaciones comprensibles.
Sólo surgieron dudas en este esquema cuando se creyó
entender que para acciones en el sentido más amplio pue-
den ser también determinantes presupuestos y condicio-
namientos extrateoréticos. Podía invertirse la relación entre
los acontecimientos y las circunstancias de los mismos. Las
c1Tcun$tancias histó~1icas ya no eran únicamente una con-
secuencia y plasmación de determinados sucesos históri-
cos, sino que hacían comprensibles, a su vez, los acon-
tecimientos.
Para explicarlo: una invención técnica es, al menos en
los últimos siglos, un suceso datable. Y parece que una tec-
nificación cada vez mayor, como el estado propio de las so-
ciedades industriales modernas, no es sino el resultado de
la suma de aquellos sucesos de invención. Karl Marx fue el
primero en hacer exactamente una inversión de esa forma
de ver las cosas, en el capítulo 13, titulado «Maquinaria y
gran industria», del tomo I de El capital. La mecanización
de la producción es, para él, la consecuencia, traducida en
inventos, de la estructura del trabajo de la primera manu-

10
factura industrial, con la desintegración de la producción
originariamente artesanal de una mercancía en sus opera-
ciones laborales elementales. Era justo en esa división del
trabajo donde se hacía perceptible la posibilidad de la me-
canización, quedando demostrado, de un modo, por de-
cirlo así, contundente la traducibilidad de un proceso laboral
elemental a un proceso mecánico. Los inventos no serían
algo que se barruntara, como suele decirse, «en el aire», sino
que se encontraban ya prefigurados en el propio proceso
del trabajo. Según escribe Marx, el taller de producción de
los mismos instrumentos de trabajo -«ese producto de la
división manufacturera del trabajo»-, «produce, a su vez,
máquinas». 1 Este modelo deja patente qué entiende Marx
por historiografía, una historiografía que valora las cir-
cunstancias materiales corno una condición de los sucesos
y de las acciones del espíritu, y qué es lo que pide de una
«historia crítica de la tecnología».'
Tal modalidad de historiografía no puede quedar enca-
llada en la tradición de las crónicas. Lo constitutivo se sus-
traería a la databilidad precisa que determina la relación
de fundamentación existente entre las teorías de la acción
y los productos de la misma. Tenía que considerarse, al
menos, como posible que las teorías de la acción humana
no fueran, por su parte, sino expresión y consecuencia de
circunstancias ya dadas con anterioridad, pudiendo, en todo

1
El capital, tomo I, sección IV, cap. 12.
2
Ibid., I, IV, 13, nota 89.

11
caso, captar, desarrollar y sistematizar las necesidades de
acción subyacentes en las propias circunstancias, preparando
acaso con ello y acelerando la aparición de una serie de acon-
tecimientos, pero sin poder, en esencia, motivarlos. Ahora
bien, en un contexto así podía anidar una profunda des-
confianza, que nosotros, hoy día, solemos llamar «sospe-
cha ideológica»: las teorías de la acción humana no ci-
mentarían acciones dependientes de ellas, sino que no hacen
otra cosa que justificar acciones debidas, de todos modos,
a los condicionamientos de la situación.
En este esquema, burdamente simplificado, de la pro-
blemática de toda historiografía pueden localizarse las di-
ficultades que emergen asimismo para una historia de la
técnica. También aquí tenemos que vérnoslas con sucesos
que son, claro está, más o menos datables. Los dispositi-
vos, las técnicas de los procedimientos, los mecanismos, los
elementos de construcción son descritos en documentos o
conservados como reliquias museísticas. Al principio, las
dificultades del historiador de la técnica parecen ser más
pequeñas que las del historiador de la política, dado que el
ámbito de su investigación es delimitable de un modo exacto
y estricto y las asignaciones son, en él-al menos para la mi-
rada del espectador moderno- de una lógica objetiva. En
todo esto pasaría algo semejante a lo que ocurre en la his-
toria de las ciencias exactas: los resultados teoréticos de una
determinada etapa contienen los problemas pendientes de
resolver en los próximos pasos del conocimiento. De modo
que en la historia de la técnica la solución de un determi-

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nado problema de construcción hace reconocibles, al mismo
tiempo, las carencias que aún han de solventarse, plantean-
do con ello las tareas para soluciones futuras. Cuanto más
nos acercamos a los tiempos actuales tanto más se convier-
ten la historia de las ciencias exactas y la historia de la téc-
nica -como también la historia de las artes plásticas y de la
literatura- en regiones cerradas caracterizadas por una ló-
gica interna propia de su desarrollo, haciéndose así relati-
vamente independientes de influencias y dependencias
externas. De manera que toda la suma complicación de la
crítica de la cultura de nuestros días, que va desde una ac-
titud de optimismo tecnológico hasta la dernonización de
la técnica, apenas si ejerce un influjo perceptible sobre el
proceso mismo de la tecnificación, por mucho que influya
en la relación entre el hombre y la realidad técnica.
Ahora bien, la cuestión es si se puede generalizar el mo-
delo de un estado de alta condensación de lo científico y
técnico. ¿Podernos contar con la lógica interna de los pro-
cesos objetivos también respecto a los inicios de una época
determinada por la ciencia y la técnica? La historia de la
técnica tiene que hacer, con todo, comprensible de qué clase
de impulsos ha surgido la organización de una nueva rea-
lidad, antes de que sus propios elementos puedan presen-
tar las exigencias de su desarrollo e integración ulterior. La
historia de la técnica no puede ser ni la mera crónica de la
aparición de nuevos procedimientos, habilidades y meca-
nismos ni la historia de la técnica en la historia, tan enfáti-
camente demandada hoy día: la exposición de la suma de

13
todas las dependencias de la realidad de la vida respecto al
estado de tecnificación correspondiente. La historia de la
técnica tendrá que ser también, y ante todo, la historia de
la salida de la técnica del ámbito de la historia. El tema de si
-y cómo- a partir de una determinada nueva comprensión
de la realidad y del puesto del hombre en el marco de esa
realidad surge un deseo de técnica habrá de ser el tema de
una historia del espíritu de la técnica que no sólo reúna y
registre autointerpretaciones de la actividad y autoría téc-
nicas, sino que haga que se vuelvan comprensibles las mo-
tivaciones de un estilo de vida que apunta y que se sustenta
en la técnica.
Todo ello parece plausible, pero la dificultad empieza en
cuanto uno se pone a esbozar esta historia del espíritu de la
técnica. Los testimonios que se ofrecen como fuentes dan
la impresión, a primera vista, de que pueden hacer demos-
trables las motivaciones de los procedimientos y de la pro-
ducción de orden técnico. Pero un análisis más preciso de
tales fuentes -por ejemplo, de los siglos XVII y XVIII- no tarda
en despertar la duda de si aquello que parece abrirnos el ac-
ceso al trasfondo de los estímulos intelectuales no deberá
su origen, más bien, a la necesidad de justificar lo que ya se
ha hecho realidad. Y en vez de un testimonio de los oríge-
nes lo que tendríamos serían retazos de una ideología de lo
técnico.
Sirviéndome de tres ejemplos, me gustaría explicar algo
más minuciosamente la ambigüedad que aquí puede ge-
nerarse.

14
El primer ejemplo hace referencia al concepto mismo
de invención, es decir, al concepto de la producción origi-
naria de una concreción hasta entonces desconocida. En el
pasaje citado de El capital de Karl Marx queda claro que--:
el inventor sólo aparece, por decirlo así, como el funciona-
rio y ayudante de realización del proceso objetivo de in-
dustrialización.' Pero la insistencia en el mero carácter
,reproductivo de la invención solamente será comprensi-
ble, en su tendencia si se recurre al contenido relativo a la
propiedad que encierra el concepto de invento en la Edad
Moderna. La objeción -ya desarrollada en la Antigüedad
contra la propiedad privada- de que la naturaleza habría
puesto todo a disposición de todos no concierne a lo que
es el invento; de ahí que la autoría se haya convertido en la
plasmación, pura e inexpugnable, de lo que es la propiedad.
No obstante, la institución jurídica de la protección de los
derechos de propiedad del inventor sobre su obra, que sólo
experimentará su pleno desarrollo hacia finales del si-
glo XVIII, no goza, en absoluto, de la obviedad que entre-
tanto ha ido adquiriendo.
El derecho de propiedad sobre los inventos se desarro-
lla en el curso de la discusión sobre la limitación del dere-
cho del príncipe a conceder privilegios, diferenciándose el
otorgamiento de un monopolio comercial -algo prototí-
1
El capítal, I, IV, 13, nota 89. ,<Una historia crítica de la tecnología no haría
sino demostrar qué poco pertenece a un único individuo cualquier invento del
siglo XVIII». El limitarse al siglo xvm no deja de tener, en este contexto, importan-
cia, porque así sigue quedando abierta, de todos modos, otra concepción sobre
los ,,inicios>).

15
pico del absolutismo- sobre una mercancía accesible, en el
fondo, a cualquiera, de la patente que corresponde al pri-
mer inventor real de un nuevo producto. Con ello se pro-
tege, no se fundamenta, el ámbito natural de su derecho.
La concepción del invento como una propiedad protegi-
ble, referida po a una cosa, sino a la idea de una cosa, tiene
una serie de presupuestos de orden intelectual e histórico
en que se hacen cuestionables las concepciones tradiciona-
les sobre la realidad y el ser humano. Aquí aparece por pri-
mera vez en el horizonte de la posibilidad el que pueda haber
propiamente objetos que antes no estaban aún en la natu-
raleza y para los cuales ya no valía la definición aristotélica
de las capacidades humanas como una imitación de la
naturaleza. Baste recordar que la expresión idea, usada
también comúnmente por nosotros para designar una
ocurrencia humana, en su primitivo significado platónico
sólo valía para los modelos primigenios de todo aquello
que se encuentra en la naturaleza, que es una suma de re-
producciones. Es imposible que la idea pueda aquí desig-
nar un diseño conceptual independiente de lo dado. Si
intentamos captar el giro histórico que se ha realizado en
la historia del concepto de idea topamos, como figura clave
de este viraje, a mediados del siglo XV, en los Diálogos de
Nicolás de Cusa, con la figura del laico. Dicha fragua fue
concebida por el filósofo para enfrentarla al tipo de inte-
lectual escolástico y a su imagen tradicional sobre la natu-
raleza y el hombre. Se trata del hombre de la experiencia
cotidiana, que sabe medir, contar y pesar, un artesano que

16
produce utensilios de madera para uso casero. Y precisa-
mente en esos utensilios demuestra él, en el Diálogo sobra
la mens humana, que su producción no puede ser expli-
cada mediante la fórmula de la imitación de la naturaleza.
«Las formas esenciales de cucharas, escudillas y ollas han
sido realizadas únicamente mediante un arte hurnano.» 1
En una época, pues, en que la teoría de las artes todavía es-
taba dominada por el principio aristotélico de la imitación,
la actividad poco apreciada del artesano encuentra una in-
terpretación en la que no sólo no se rehúye, sino que justo
se busca, la comparación de la actividad del hombre con
las obras de la creación divina.
Pero, al mismo tiempo, esta tendencia a presentar al laico
corno figura antagónica al tipo escolástico hace un problema
del valor testimonial de la prueba. Aquí no tiene lugar pri-
mordialmente una valoración del ser humano, para la cual
se hubieran tenido probablemente que buscar las formas
de actividad más valoradas en aquella época, sino que es
introducida, contra la soberbia del intelectual, corno figura
representativa de la modestia, la figura del artesano, deva-
luado en la tradición de las artes liberales. Lo que el laico
hace y lo que es parece necesitar una justificación. Lo que
se considera un nuevo valor, el de su trabajo de invención,
sirve para poner de relieve una posición, una forma de vida
menospreciada en el sistema social medieval, no para una

1
Idiota de mente, cap. 2.

17
nueva fundamentación del origen de las creaciones técni- 1
cas en cuanto tales. Con ello se hace comprensible que esta
certificación que hizo el Cusano en el siglo XV permane-
ciera aislada y, de momento, inefectiva. Hasta las aplicacio-
nes que el ejemplo del laico cusano encuentra en la esencia
del espíritu humano siguen estando confinadas al ámbito
epistemológico, no yendo, en el fondo, más allá de lo que
la propia Escolástica de la última época medieval había dicho
sobre el surgimiento de los conceptos. El concepto, tal como
fue entendido por la escuela nominalista, ya no reproduce
la cosa, sólo la capta, integrándola en una red de estructu-
ras diseñadas por el propio hombre. En el fondo, los con-
ceptos son, para el nominalismo, invenciones, y su sistema
un dispositivo de la mente humana para componérselas con
lo inabarcable de lo concreto. Pero esa invención mental
no es nada majestuosa, es una solución de emergencia, una
función de la impotencia e indigencia del intelecto humano,
que ya no es capaz de reproducir la razón que respalda la
naturaleza. El Cusano ha dado a este hecho, en su figura
del laico, un signo distinto: lo que era indigencia se ha con-
vertido en una distinción. La historia del espíritu de la téc-
nica ha girado, en esencia, hasta hoy día, en torno a signos
y a valoraciones donde parece que no se ha decidido aún
qué valor corresponde definitivamente a la técnica.
Un segundo ejemplo en que querría mostrar la equivo-
cidad del trasfondo intelectual e histórico de la tecnifica-
ción incipiente es la importancia, para este proceso, de la
representación de lo que es una ley natural. En la historia

18
inicial de la mecánica de la Edad Moderna y del nuevo in-
terés por las llamadas máquinas simples desempeña un papel
relevante el tratado falsamente atribuido a Aristóteles sobre
mecánica. Los mecanismos simples, en los que una pequeña
fuerza mueve un gran peso, son presentados bajo el punto
de vista de la producción de efectos extraordinarios obte-
nidos burlando a la naturaleza. Este pensamiento se ocul-
taba ya en el origen griego de la expresión mecánica (me-
khané, en el sentido de «ardid», «artificio», «maquinación»]).
En el siglo XVII, esta mecánica, entendida como ardid o truco,
entra en colisión con la representación de la ley natural,
que, prioritariamente, encerraba una metafórica de claro
cuño político. Este contenido metafórico ha desaparecido
en nuestra concepción de las leyes naturales, que sólo si-
guen significando algo así corno los conceptos genéricos
de los cambios de la naturaleza o las delimitaciones que no-
sotros adscribimos, por experiencia, a nuestras expectati-
vas teóricas y prácticas. La representación del cosmos des-
arrollada en la época helenística como un Estado universal
había entendido la ley natural por analogía con la ley polí-
tica, impuesta a todos los miembros del mundo como un
código legislativo a la vez físico y moral y que exige de todos
ellos obediencia. Pero esta analogía deja abierta la posibili-
dad de que la ley pueda trasgredirse, de que uno pueda, con
maña, contravenirla y sacar, con engaños, un provecho ve-
dado al común de los seres. La Mecánica era como una sín-
tesis de tales trucos. Es verdad que, para el verdadero
Aristóteles, un pensamiento así hubiera sido aún imposi-

19
ble, pues, para él, tauto la técnica como el arte eran, en tanto i
imitaciones, dependientes precisamente de la naturaleza y
de lo inherente a ella; además, para el hombre no existía,
en absoluto, la necesidad de crear él mismo algo que, de
todos modos, la naturaleza, con su finalismo, ya le propor-
cionaba.
Para el éristianismo esto ya no resultaba tan obvio. La
naturaleza ya no era el paraíso donde el ser humano había
podido, en otro tiempo, vivir sin preocupaciones y sin en-
gaños. Y ahí estaba -como un efectivo inalienable de la his-
toria de los orígenes del cristianismo y su compañero
constante- el milagro, en el que se atestiguaba cómo el pro-
pio Dios mauipulaba lo vinculante de su creación, cómo
lo extraordinario se alzaba, como algo reservado a Él, por
encima del orden de la naturaleza y pudiendo ocurrir en
ella en todo momento. No es casual que el cristianismo pri-
mitivo apareciera, a los ojos del mundo circundante, como
una conjura contra las leyes de la naturaleza; en los auto-
res cristianos se encuentrau múltiples huellas de una acti-
tud de defensa contra ese reproche. El hecho de que la magia
no sólo pudiera seguir subsistiendo en la era cristiana, sino,
en ocasiones, expandirse sin ser molestada en absoluto y
como algo obvio fue propiciado, sin duda, por la circuns-
tancia de que el orden natural aparecía, por principio, como
quebrantable.
En la época de la forma de Estado absolutista, que pre-
suponía una arbitrariedad del legislador convertida casi en
algo natural, la metáfora de la ley natural pudo hacer toda-

20
vía más plausible el pensamiento de socavar y menospre-
ciar el orden gracias a la propia habilidad, como una auto
afirmación ante cualquier clase de ley. No sorprende, pues,
que el escrito pseudoaristotélico sobre problemas mecáni-
cos topase con una afinidad de intereses por lo raro, lo ex-
traño y lo prodigioso. Tanto la naturaleza como el Estado
se habían convertido en la encarnación de un orden esta-
blecido mediante decretos soberanos, donde el interés y la
felicidad del hombre no aparecían corno algo previsto para
él; lo único que le daba esperanzas ernlo prodigioso, o la ha-
bilidad de autoafirmarse. El escrito acerca de la mecánica
sancionado con el nombre de Aristóteles parecía abrir la
puerta a la producción humana de cosas prodigiosas a base
de destreza. El tratado define lo prodigioso, por un lado,
como aquello que acontece, ciertamente, según la natura-
leza, pero cuyas causas no pueden ser explicadas, y, por otro,
corno algo que tiene lugar, gracias a la industria humana y
en favor del hombre, contra la misma naturaleza. Y para
no dejar que esto parezca mera soberbia, el interés que pueda
tener el hombre para actuar contra la naturaleza es funda-
mentado en el hecho de que la propia naturaleza atenta, de
múltiples maneras, precisamente por la regularidad de su
curso, contra las necesidades del hombre, las cuales son,
por su parte, muy variables.' Le Mecánica de Guidobaldo
1
Quaestiones mechanicae, en la Akademie-Ausgabe de las obras de Aristóte-
les, ed. por l. Bekker, 847 a 11-18. Una buena ilustración de la distancia sistemá-
tica existente entre los conceptos de naturaleza y técnica es la cita del poeta Antífona
(a 20), donde se dice que <(mediante el arte nosotros dominamos lo que, por na-
turaleza, nos domina a nosotros». La división de la mecánica transmitida en el

21
del Monte, aparecida en 1577, aún sigue determinada por
la supuesta doble tradición aristotélica, según la cual la
técnica puede ser tanto una imitación de la naturaleza
como una trasgresión de sus leyes, estándole permitido al
ser humano servirse de esos dos caminos para aligerar su
carga. Ambas vías llevarían a un único fin: que el hombre
tenga plenos poderes para dominar la naturaleza y dispo-
ner de ella.
El concepto de ley natural, falso desde la perspectiva de
la historia de la ciencia, ejerce una función históricamente
importante: impulsa el factor de la autoafirmación como
motivador del interés por la técnica frente a una natura-
leza que haría al hombre inseguro. Las máquinas lúdicas y
los aparatos mágicos del barroco nos dau aún un reflejo
del truco mecánico.' Lo que pudo ser importante para el

Comentario sobre Euclides de Prb'Clo (ed. Friedlein, 41, 5 sigs.) habla de la <(Orga-
nopoike», la construcción de máquinas bélicas, y de la <sThaumatopoike)), la pro-
ducción de lo prodigioso en forma de autómatas y otras figuras artificiales capaces
de moverse a sí mismas.
1
En los gabinetes de curiosidades del siglo XVI, que contenían sobre todo ra-
riora naturalia, se fueron introduciendo cada vez más artificia rariora. El célebre
Museo de Athanasius Kircher (1601-1680), en Roma, debe de haber sido una ex-
hibición impresionante tanto de los prodigios producidos por la naturaleza como
de las posibilidades utilizadas por el hombre contra la naturaleza. El plan de un
«nuevo tipo de exposiciones», proyectado por Leibniz en 1675, muestra la ho-
mogeneidad del interés por rarezas tanto naturales como técnicas ( «Dróle de pen-
sée touchant une nouvelle sorte de représentations [( ... )]>¡, ed. por E Gerland, en
Abhandlungen zur Geschichte der mathematischen Wissenschaften, XXI, Leipzig,
1906). El catálogo de objetos previstos para la exposición contiene animales raros
e ilusiones ópticas, instrumentos de predicción del tiempo y máquinas de cál.-
culo, nuevos juegos de sociedad y autómatas musicales, aparatos pirotécnicos y

22
desarrollo de la: conciencia de la necesidad de una relación
técnica con el mundo se evidenciaba como un callejón sin
salida para la historia de la técnica en un sentido más es-
tricto. En ningún otro sitio se manifiesta de una forma tan
plástica el final del mundo barroco de curiosidades técni-
cas como en el informe que da Goethe, en sus Annalen, sobre
una visita que él mismo hizo, en 1805, al profesor Beireis
de Helmstedt y a su famoso gabinete de curiosidades. Aque-
llas cosas prodigiosas se habían transformado, a principios
del siglo XIX, en simples cacharros. Goethe escribe al res-
pecto: «No pocas de sus anteriores posesiones> que aún se
habían mantenido hasta entonces vivas por el nombre y la
fama adquiridos, se hallaban en unas condiciones lastimo-

y máquinas voladoras. La utilidad del museo es descrita, programáticamente, de


la forma siguiente: <(Abrir los ojos del público, estimular a realizar inventos, pro-
porcionar hermosos panoramas e instruir a la gente con un número incalculable
de novedades útiles e ingeniosas. Quien tenga para aportar una invención o una
propuesta ingeniosa, encontrará la posibilidad de darla a conocer y sacar de ello
una ganancia. Surgirá un mercado general de invenciones. Quien cuide sus mo-
dales y sea curioso visitará el museo para poder hablar de él, y hasta a la dama de
mundo le gustará dejarse ver por allí, y no sólo una vez». Unas notas marginales
de este plan son altamente significativas, enfrentándose aquí con una objeción,
interna o externa: «¿Puede algo tener mayor justificación que el uso de lo que
está fuera del orden para servir al orden?)> El propio inventor Leibniz, percepti-
ble en cientos de proyectos, con frecuencia ha expresado, mediante una formula-
ción paradójica de los mismos, lo contrario de lo prodigioso, por ejemplo al
escribir, el 24 de diciembre de 1678: <sNavigare adverso fl-umine ipsa fluminis vi)).
[((Navegaren un río contra corriente con la misma fuerza de la corriente»] Por
no hablar de la realización del motus perpetuus. ( Cf al respecto E. Bodemann,
Die Leibniz-Handschriften der Kiiniglichen Ójfentlichen Bibliothek zu Hannover,
Hannover, 1895, págs. 331-333.)

23
sas; los autómatas vaucansonianos I los encontramos com-
pletamente paralizados. En un viejo pabellón estaba sen-
tado el flautista, con su modesta vestimenta, pero ya no
tocaba ... El pato, desplumado, estaba allí como en esque-
leto, seguía comiendo, animado, su avena, pero ya no dige-
ría: Beireis, no obstante, no se mostraba en modo alguno
confuso, sino que hablaba de estas cosas anticuadas y medio
destruidas con un regodeo tal y una expresión de tanta im-
portancia como si desde aquella época suya la mecánica
superior no hubiera producido nada nuevo más relevante».
No cabe duda de que a Goethe le agradaba un poco esa ca-
ducidad casi orgánica de los mecanismos.
Sería erróneo creer que alguna vía, directa o indirecta,
había podido llevar desde el famoso pato de Vaucanson que
Goethe contempló en el gabinete de Beireis en un estado
ya agónico a los modelos autopropulsados de la ciberné-
tica moderna, como, por ejemplo, la tortuga, hoy día tan •
famosa, de Shannon.' Lo fructífero del concepto de ley na-
tural no estribaba en los supuestos prodigios, como de-
mostración contra el carácter vinculante de la naturaleza.
El primero en verlo así fue Galileo. Su Física representa ya,
en el fondo, el final de la magia natura/is, la opinión defi-
nitiva de que la naturaleza no se deja engañar y que pre-

1
Del inventor francés de criaturas mecánicas Tacques de Vaucanson. (N.
ddt)
2
Claude Elwood Shannon (1916-2001), matemático e ingeniero estadouni-
dense, considerado el padre de la teoría de la información. (N. del T.)

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senta un sólido balance, donde toda ganancia en fuerza sig-
nifica una disminución del tiempo. La introducción de la
matemática en la mecánica supuso el final de la metafórica
política que encerraba el concepto de ley natural y de las
ilusiones dimanantes del mismo.
Cuando Galileo escribió, en 1593, un temprano tratado
Intorno aggli efetti degl'instrumenti meccanici estaba total-
mente familiarizado con el antiguo tratado citado sobre los
problemas de la mecánica, en torno a los cuales impartía
todavía lecciones en la Universidad de Padua en 1597-1598,
pero partiendo, resueltamente, de la posición contraria: los
efectos de la técnica no pueden conseguirse contra las leyes
de la naturaleza, sino únicamente según las leyes de la na-
turaleza. Se remite a la experiencia, a partir de la cual ha-
bría llegado a la firme convicción de que la naturaleza no
puede ser ni superada ni engañada por el arte. 1 Con todo,
esto no significa un retorno a la teoría imitativa de la téc-
nica, pues actuar bajo leyes es algo totalmente distinto a
actuar según diseños prefigurados.
Su formulación más combativa, aunque no sea su mejor
argumentación, la hallará este mismo pensamiento un
cuarto de siglo después, con Francis Bacon: no se podrá do-

i Intorno aggli efetti degl'instrumenti meccanici (en Opere, Edizione Nazio-

nale. VIII, 572): isE perche io, gia gran tempo fa, mi era formato un concetto, e per
molte e molte esperienze confermatolo, che la natura non potesse esser superata e
defraudata dall' arte, nel veder si fatta maraviglia restai ammirato e confuso: e non
potendo quietar la mente ne deviarla dal meditare sopra questo caso, ho fatto un
cumulo di vari pensieri (. .. ).»

25
minar la naturaleza sino sometiéndose. Esto representaría
una fórmula de compromiso entre las dos tendencias ini-
ciales del concepto de ley de la naturaleza, una fórmula que
iba a parecer plausible durante mucho tiempo, acaso por-
que, más que hacer reconocer, esconde la problemática in-
herente al concepto.
Galileo había reconocido, lisa y llanamente, la inviola-
bilidad de la ley de la naturaleza, a diferencia de la ley polí-
tica. Las máquinas y los dispositivos con que se topó en el
Arsenal de Venecia constituían, a sus ojos, modelos simpli-
ficados, no superaciones, de la naturaleza. La ley de la na-
turaleza ya no se le aparecía como un decreto de la volunta.d
divina impuesto a la naturaleza, sino como la determina-
ción de las dependencias ínsitas en las cosas, dada necesa-
riamente con la naturaleza de las mismas. Ésta sería la
definición general de la ley que Montesquieu colocará al
principio de su obra, de 1748, El espíritu de las leyes, donde •
intenta, a la inversa, derivar la ley política partiendo de la
definición de las leyes de la naturaleza desarrollada por New-
ton.1 Pero el concepto consecuente de ley no se logrará hasta
el siglo XVIII, cuya Ilustración cimentará en él, ante todo,
su crítica de los milagros. 2
Galileo aún consideraba la ley de la naturaleza como un
1 L'esprit des lois, I, 1: (<Les lois dans la signification la plus étendue sont les rap-
ports nécessaires que dérivent de la nature des choses1> (trad. cast.: Del espíritu de
las leyes, trad. de Mercedes Blázquez y Pedro de Vega, Alianza, Madrid, 2012).
2 Voltaire, artículo mira ele del Dictionnaire Philosophique, ed. Naves, 314 sig.

(trad. cast.: Diccionario filosófico, trad. de Ana MartínezArancón, Ediciones Temas


de hoy, Madrid, 2000): «Un miracle est une contradiction dans les termes( .. . )l>. La

26
decreto divino, pero su Dios no era un Dios que pudiera
contradecirse a sí mismo en su obra y que quisiera hacer
con ello imposible el conocimiento de la naturaleza. Desde
una perspectiva teorética, el puesto asignado a este con-
cepto de ley natural era el de indicar que el conocimiento
es el único presupuesto para la solución de los problemas,
ofreciendo la propia naturaleza las soluciones, pero no me-
diante una mera imitación. La comprensión de la ley de la
naturaleza no sólo hacía posible la técnica, sino que la ape-
lación a la ley de la naturaleza legitimaba sus prestaciones.
La representación de la ley de la naturaleza había sido con-
cebida, desde sus orígenes, corno una barrera a la actua-
ción derniúrgica del hombre; ahora se convertía en su
habilitadora, al revelarse la ley de la naturaleza corno la quin-
taesencia de aquellos conocimientos que permitían al ser
humano llevar a cabo incluso, y justamente, lo que la pro-
pia naturaleza en su existencia dada no ejecutaba ni propi-
ciaba. Al no ser vistas las leyes de la naturaleza de manera
prioritaria corno descripciones de los procesos en su regu-
laridad, sino corno normas que estaban por encima de los
procesos, el concepto de aquéllas indujo a pensar que era
posible otra forma de realidad, aunque ésta fuera, cierta-
mente, en lo estructural, del mismo género. Sólo con la con-
sideración de todas las formas de la naturaleza según su

ley y la gracia son, en Dios, la misma cosa: «Ses faveurs sont dans les lois mémes
( ... ))). Cf también el artículo grace, ibid., 227: el ser humano no puede postular
para sí una excepción de las leyes mientras que el propio Dios no concede nin-
guna excepción a los cuerpos celestes.

27
génesis iba a lograr esta concepción su plena confirmación,
cuando lo visible se revelaba como el resultado momentá-
neo de una serie de procesos determinados por leyes.
En la estrecha vinculación de los orígenes de la técnica
de la Edad Moderna con el pensamiento de la ley natural
se trasluce una necesidad de justificación, que recibe, una
y otra vez, nuevos impulsos de la antigua antítesis entre lo
natural y lo artificial. El éxito o el fracaso en la tarea de le-
gitimación de la técnica constituye una alternativa decisiva
para la articulación de la conciencia moderna. Nadie que-
rrá ni podrá afirmar que los siglos de la acelerada y cre-
ciente tecnificación del mundo que nos circunda hayan
bastado para estabilizar una relación, por decirlo así, nor-
mal y obvia del hombre moderno con el ámbito tecnoló-
gico. El mismo progreso técnico parece impedirlo, al
encubrir el equilibrio alcanzado en cada caso entre los me-
dios técnicos y los modos de comportamiento humano,
sometiendo a una sobreexigencia, en el lapso de cada gene-
ración, a las formas de reacción orgánica y a las capacida-
des incorporadas. Esta dificultad subyacente a la misma ma-
teria busca determinados modos de expresión del malestar,
oscilando entre el optimismo y el pesimismo extremos, la
deificación y la demonización. En todo ello nuestra tradi-
ción europea pone a disposición, de forma preponderante,
una serie de categorías que conllevan una valoración ne-
gativa, por ser ella misma una tradición donde se ha iden-
tificado la naturaleza y la realidad. Pero es justamente esta
incorporación de la tradición al malestar moderno lo que

28
convierte en dudosos y equívocos para una historia del es-
píritu de la técnica los términos de la argumentación: el
malestar que busca su expresíón en una formulación tradi-
cional tiene que haber tomado su origen no de la propia tra-
dición. Pero, por otro lado, puede, o podría, ser así, y el
historiador de la técnica incurre en el peligro de confundir
-o, al menos, no diferenciar claramente- entre una argu-
mentación defensiva y una motivación conducente a la ce-
rrazón. En cualquier caso, la tradición filosófica pone a
disposición del malestar por la tecnificación los medios lin-
güísticos más plausibles; y, al revés, el intento de hacer de
la conciencia una patria para la técnica, de crear una con-
fianza en la técnica o de imponer el postulado de disponer
críticamente de la técnica carece de unos medios catego-
riales que nos resulten familiares y estén sancionados en el
patrimonio cultural. La esfera de la tecnicidad sufre de ca-
rencias de lenguaje, de defectos categoriales. Esto ha sido
expresado también diciendo que nuestros ideales y conte-
nidos culturales no ofrecen ninguna ayuda para la obten-
ción de una postura atemperada respecto a la técnica, cosa
que puede palparse precisamente entre aquellos que tratan
de conciliarse con el espíritu de la técnica partiendo de una
perspectiva cristiana e invocando el mandato bíblico del
sometimiento de la tierra. Pero el caso es que este mandato
es contiguo a esa negra condena que condiciona el someti-
miento de la tierra al trabajo y al sudor, poniendo con ello
todo bajo sospecha y que acabará interpolando entre el ser
humano y la tierra todo un instrumental de dominación

29
que, por sus propósitos y sus efectos progresivos, estaría
llamado a procurar al hombre la sumisión de la tierra con
un mínimo de trabajo y sudor.
Si es cierto que hoy vivimos en un mundo troquelado
por la ciencia y la técnica, pero con un tipo de conciencia
en gran medida pre-científico y pre-tecnológico, esto ten-
dría que ver no poco con el hecho de que aún no nos hemos
desembarazado de la antítesis entre naturaleza y técnica.
El concepto de naturaleza ha ido acompañado siempre en
nuestra tradición por un factor de sanción de la realidad
dada de antemano al ser humano. Lo natural ha sido en-
tendido con la significación de lo querido por la natura-
leza. El enamorado de nuestra tradición humanística
tampoco podrá pasar por alto que este concepto de natu-
raleza hunde sus raíces justamente en ella. Siempre sigue
habiendo ahí algo que se corresponde con aquel antiguo
pensamiento fundamental y que simpatiza con él, un pen-
samiento que hizo que a Esquilo y Herodoto les pareciese
un sacrilegio que Jerjes atravesara el Helesponto. 1 La pri-
mera guía de viajes a través de Grecia, elaborada en el si-
glo II por Pausanias, contiene un catálogo entero de cambios
importantes del paisaje producidos por la acción humana,
calificándolo de actos de violencia perpetrados contra los
díoses. 2 Lo que nosotros llamamos hoy día crítica de la cul-

1
Esquilo, Los persas, 746 sigs.; Herodoto, VII, 33-55. Cf Aristón de Ceas,
frag. 13, VII (en la edición de Wehrli, Schule des Aristoteles, VI, 36, 9-11).
2
Pausanias, Periégesis, 11, 1, 5. La raíz mítica de este postulado de una natu-
raleza intacta pertenecía probablemente a una categoría sospechosa: la envidia

30
tura se ha servido desde la Antigüedad del ideal de la in-
violata terra, conforme a la representación utópica de la
Edad de Oro, que se habría visto libre de fatiga y preocu-
pación precisamente por el desconocimiento de todo tipo
de destreza técnica. 1 Si para esta consideración negativa del
progreso la agricultura aparecía ya como una ruptura de la
sanción de la tierra, será la explotación minera la que se
convertirá de verdad en el caso modélico del enfrentamiento
con esas reliquias míticas.
Cuando hacia mediados del siglo XVI Georgius Agrícola
se vio confrontado, en su De re metallica, con esa argumen-
tación, la formuló como sigue: «La tierra no oculta y tam-
poco sustrae a los ojos aquellas cosas que resultan útiles y
necesarias para el género humano, sino que las dispensa
espontáneamente con la mayor liberalidad, como una buena
madre, haciendo que aparezcan ante la vista y a la luz del
día hierbas aromáticas, legumbres, frutos y frutas silves-
tres. En cambio las cosas que se tienen que sacar excavando
las empujó a las profundidades y, por ello, no se las debe

que sentían los dioses por el poder del hombre (cf. Burckhardt, Griechische Kul-
turgeschichte, III, 2; Gesammelte Werke, VI, 97 sigs.). ¿No habrá llegado algo de
esto al contenido de la conciencia moderna?
1
Estaría en pie la formulación sacada de Dicearco de Mesina (fragmento 49
de la ed. de Wehrli, op. cit., I, 24): «( ... ) necesse est humanae vitae a summa memo-
ria gradatim descendisse ad hanc aetatem (... ) et summum gradum fuisse natura-
lem, cum viverent homines ex his rebus, quae inviolata ultra ferret terra ( ... )». Cf
también al respecto la cita de Dicearco en Porfirio, De abstinentia, IV, 2 (frag-
mento 49 de la ed. de Wehrli) que asocia los tiempos primigenios sin agricultura
con el ocio libre de fatigas y preocupaciones.

31
extraer( ... ).»' Entre los problemas típicos del siglo destaca,
con una importancia tanto teórica como práctica, la cues-
tión del derecho que pueda tener el hombre sobre lo que la
tierra le oculta. En todo lo que ocultaba bajo tierra y en
la lejanía del firmamento -lo extremadamente pequeño y
lo extremadamente grande-, la naturaleza parecía ser cada
vez menos una bondadosa protectora de ~us secretos, con-
virtiéndose, más bien, en un reto para la curiosidad humana
y para el trabajo de apropiarse al fin de aquello que hasta
entonces había permanecido oculto. Quedaba patente que
lo que impedía al hombre traspasar sus límites casuales y
aprender a estar orgulloso de su fuerza no era tanto una
naturaleza que escondía sus tesoros, sino el tranquilizador
pensamiento del finalismo de la naturaleza. Ya en 1719 la
Academia de Burdeos pudo plantear en un concurso la tarea
de elaborar una historia de la tierra y de todas las transfor-
maciones producidas en ella, teniendo en cuenta no úni-
camente los terremotos y las catástrofes de las inundaciones,
sino también lo realizado por la mano del hombre, que ha-
bría dado a la tierra un nuevo rostro. La comprobación del
poder del ser humano sobre la naturaleza quedó traducido
en formulaciones filosóficas que hasta entonces hubieran
estado totalmente fuera de lo expresable. Carnpanella es-
cribe: «Para imitar a Dios el hombre ansía poder todo, saber
todo y querer todo, no dejando que nada se le resista. En la
1
El incendio, que causó sensación en la época, de la mina de carbón de Zwi-
ckau en 1505-como puede comprobarse aún, veintitrés años después, en la obra
de Agricola Bermanus sive de re metallica- había agudizado la cuestión de la legi-
timidad de acceder a lo oculto.

32
cima de su ingenio, se muestra fácilmente inclinado a aco-
ger toda teoría de las artes mecánicas, para no permanecer
ignorante en materia alguna». 1 El Santo Oficio romano con-
denaba expresamente, mediante un decreto del 23 de no-
viembre de 1679, la afirmación de que Dios ha dejado al
hombre, para que la use, su omnipotencia, de un modo si-
milar a como alguien deja a otro que utilice su casa o le
presta un libro. 2
El conflicto por el derecho de la naturaleza a reservarse
aún no ha sido superado, y acaso todavía no haya llegado a
su punto culminante. Y se agudizará, si es cierto que labio-
logía actual no se encuentra sino en los inicios de un desa-
rrollo cuyas consecuencias pudieran ser la creciente
disponibilidad hasta de las estructuras orgánicas, hasta ir
al núcleo mismo de la sustancia genética, de tal manera que
la tecnificación de lo orgánico no habría hecho más que em-
pezar. Sin embargo, el concepto de naturaleza de nuestra
tradición está orientado, ante todo, hacia los fenómenos y
las propiedades de la esfera orgánica. No debe desconocerse
que la preocupación ante esta fase de la tecnificación que
acaso se decida ahora tiene también sus razones objetivas,
pero apuntando, más que a la cuestión de si con ello se viola
1
Realis Philosophiae Epilogisticae partes quattuor, 1623, 357: ,<Ut auten Deum
imitetur, omnia posse cupit, omnia scíre, et omnia velle; nihilque sibi adversari.
Unde optimus serenitate ingenii, omnem artium mechanicarum facíle addicít theo-
riam, ut nulla in re sit indoctus».
2
Cf Enchiridion Symbolorum, ed. por Denziger-Umberg, ed. 23, Friburgo,
1937, n° 1217: i<Deus donat nobis omnipotentiam suam, utea utamur, sicutaliquis
donat alteri villam vel librum».

33
un supuesto derecho de la naturaleza a que el hombre se
abstenga de intervenir hasta el fondo, a esta otra cuestión:
quién dispondrá de este nuevo poder del hombre y cómo
podrá ser circunscrito al bien de la humanidad. Sólo en
tiempos recientes la biología ha ido perdiendo su carácter
de ciencia descriptiva y clasificatoria, acercándose cada vez
más a la química y a la física. No obstante, el hecho de que
la física y la química sean ciencias de la naturaleza no ha
impedido hasta hoy día que el uso lingüístico siga enten-
diendo como lo natural aquello que tiene futuro y consis-
tencia sin la ciencia ni la técnica. Las representaciones
orgánicas han desempeñado, desde el romanticismo, como
metáforas usadas en el lenguaje de la teoría del Estado y de
la teoría política, una función dirigida contra el pensamiento
racional y constructivo, adquiriendo, a partir de esta es-
fera, un nuevo reforzamiento la antítesis entre lo natural-
mente existente y la obra humana. Una historia del espíritu
de la técnica tendrá que traer, de forma crítica, a la con-
ciencia, precisamente en relación con tales determinacio-
nes lingüísticas, cuáles son los presupuestos que nos rodean
y qué podría impedirnos tener una visión de la cosa misma.
No sólo en la propia técnica, sino también en la actitud res-
pecto a ella resultará necesario el más alto grado de con-
cienciación de todos los condicionamientos de la cuestión.
Lichtenberg apuntó en una ocasión: «Hacemos en todo mo-
mento algo que no sabemos, la destreza deviene cada vez
mayor, hasta que, finalmente, el ser humano lo hará todo

34
sin saber, convirtiéndose, en el sentido propio de la expre-
sión, en un animal pensante( ... )».'
Llegamos así al tercero de los ejemplos que quería adu-
cir para ilustrar las dificultades de una historia del espíritu
de la técnica. El interés histórico por la técnica compite siem-
pre con un aspecto distinto, que yo llamaría antropológico.
Desde una perspectiva biológica, el ser humano ha entrado
en el escenario del mundo como un ser deficientemente
equipado y adaptado y ha tenido que desarrollar, desde el
principio, para su autoafirmación y para asegurarse lasa-
tisfacción de sus necesidades, una serie de medios auxilia-
res, a base de instrumentos y procedimientos técnicos. Pero
el instrumental requerido para su autoconservación ha per-
manecido estable durante largos períodos y con un mar-
gen de variantes mínimo, y parece que el hombre no ha visto
su situación en el mundo, a lo largo de extensos tramos de
su historia, más que corno una situación de esencial caren-
cia y penuria. La imagen que se ha forjado de sí mismo es-
taría, más bien, determinada por las características propias
de un ser bien dotado por la naturaleza, pero que fracasa
en la dístribución de los bienes de aquélla; de ahí que el pro-
blema de la justicia haya sido formulado, predominante-
mente, como un problema de medidas idóneas de distri-
bución. Por consiguiente, nuestra tradición está dominada,
en gran medída, por la idea de que la naturaleza constituye
la trabazón de un orden establecido a causa del hombre y
1
Georg Christoph Lichtenberg, Vermischte Schriften, Gotinga, 1800/1806, I,
158.

35
orientado hacia el hombre. Es fácil ver cómo, en el marco
de esta representación, las habilidades y prestaciones téc-
nicas del ser humano sólo podían desempeñar una función
complementaria, que coadyuva a la naturaleza y ejecuta su
finalidad. El abandono de la confianza en aquella estruc-
tura de Ofden del kósmos amiga del hombre por parte de
una idea de la naturaleza que sigue únicamente las leyes
que le son inmanentes tuvo que significar un cambio sobre
todo pragmático en la comprensión del mundo y en la re-
lación del ser humano con aquél. Se tenía que hacer hinca-
pié en su capacidad de transformación técnica, y hasta de
dominación, de la realidad.
Este cambio brusco de eso que podría llamarse el carác-
ter humano del mundo hasta convertirse éste en un mundo
que parece no tener consideración alguna con el hombre
acaece en la fase de transición de la Edad Media a la Edad
Moderna. La Edad Media llegaba a su final al no poder se-
guir haciendo creíble al hombre, dentro de su sistema es-
piritual, que la creación era algo providencial para él. El
estadio moderno de la historia de la tecnicidad humana
puede ser considerado, por ello, no sólo desde el punto de
vista del incremento cuantitativo de las prestaciones y
de los recursos de índole técnica. Más bien, detrás del cre-
cimiento acelerado del ámbito de lo tecnológico hay una
voluntad, conscientemente enfrentada con la realidad ena-
jenada, de forzar mediante la técnica un nuevo carácter
humano de la realidad. El ser humano reflexiona sobre las

36
carencias de la naturaleza y su propia indigencia viéndolas
como un acicate de todo su comportamiento.
Nadie ha expresado de un modo tan claro y con tanta
dureza como Nietzsche este pensamiento del ser humano
abandonado por la providencia de la naturaleza y entre-
gado a su propia responsabilidad. Pero tampoco en ningún
otro como en él se hace asimismo más palpable la ambi-
güedad de esa relación -y con ello el peligro de la com-
prensión histórica-. No es que Nietzsche ponga bajo la
sospecha de lo ideológico esa relación de fundamentación
entre un mundo sin orden y el poder del propio hombre,
pero él mismo usa esa relación como ideología, potenciando
como programa lo que le parece una tendencia histórica.
Nietzsche no ve en el hecho de que desaparezca y se haga
cuestionable el mundo ordenado y que resultaba familiar
la gran decepción y angustia del ser humano que lo habría
forzado, contra su voluntad, a poner tanta atención-en su
auto afirmación teorética y práctica y a crearse en la ciencia
y en la técnica el instrumental de dominación sobre una
realidad ajena y adversa. Para Nietzsche, la destrucción de
la sosegada confianza en el mundo sería, más bien, el pre-
supuesto del acrecentamiento de lo creativo y del autode-
sarrollo del hombre. Sólo ahora éste se habría liberado del
anquilosamiento fatal de su actividad. La idea de providen-
cia y finalismo de la naturaleza sería la «creencia más para-
lizadora que ha existido para la mano y la razón» del
hombre, que lo habría conducido a una «absurda confianza
en la marcha de las cosas». Solamente la ínterpretación me-

37
canicista del mundo de la incipiente ciencia de la natura-
leza habría despertado y liberado la voluntad demiúrgica
del ser humano, entregándole el mundo como material para
su propia «construcción del mundo». Aquí ya no se trata
de la mera autoconservación o de la necesidad de autopre-
visión del hombre, sino de su autoincremento, de eso que
Nietzsche llama la «más alta evolución del ser humano
como la más alta evolución del mundo». Para el hombre
no tendría sentido alguno seguir preguntando qué es ya el
mundo, pues lo que éste pueda devenir para él depende de
él mismo.
Así se lleva, para Nietzsche, a su punto culminante la
indiferencia del concepto tradicional de verdad, que signi-
ficaba una adecuada captación de la realidad: «El filósofo
no busca la verdad, sino la metamorfosis del mundo en el
hombre».
Ahora bien, se podría muy bien pensar que esta formu-
lación atañería exactamente a la autocomprensión de un
siglo entregado a sus triunfos tecnológicos. Pero el propio
Nietzsche ha pasado por alto justo esta posibilidad de in-
terpretación de su pensamiento fundamental, probable-
mente porque entendía la técnica como ésta creía que debía
entenderse a sí misma, a saber, corno una ciencia de la na-
turaleza aplicada y una forma de obediencia a las leyes
naturales, como una derivación, por consiguiente, de aque-
lla idea de verdad que Nietzsche quería en concreto supe-
rar, el último resto del carácter vinculante del mundo. Para
él, tanto el lugar de la verdad como el de la técnica viene a

38
ser ocupado por el arte, llamado a representar la veracidad
del ser humano «en una naturaleza mendaz». La técnica
todavía no se había presentado, ni menos entendido a sí
misma, como una nueva realidad; es más, temía aún aban-
donar aquel pensamiento, justificador y familiar, de que
todo lo técnico es una imitación de lo natural. De ahí que,
para Nietzsche solamente el arte pudiera ostentar el rango
paradigmático de lo que es una nueva autoconciencia, y al
arte dedica su terca expresión: «¡Nuestra salvación no está
en el conocimiento, sino en la creación! (... ) Si el uníverso
no nos concierne querernos tener derecho a despreciarlo.» 1
El carácter sospechoso de la ideología se ha convertido en
certeza cuando la instrumentalización de la idea celebra su
propio engaño. La idea es producida para obligar al hom-
bre a no dejar estar al mundo como es, haciéndose, con ello,
él mismo más de lo que nunca ha sido. Donde esto aparece
con mayor claridad es en el pensamiento del eterno retorno
de lo igual, que al último Nietzsche se le antoja el medio
idóneo para seleccionar al superhombre: «Propongo la gran
prueba: ¿quién aguanta el pensamiento del eterno retorno?
Todo el que sea susceptible de ser aniquilado con la frase
"no hay ninguna salvación" deberá extinguirse ( ... )». 2 El pen-
samiento filosófico constituye aquí, por un lado, un factor

1
«Der letztePhilosoph1> (apuntes de 1872/1875), Werke, ed. Musarion, VI, 16,
18, 31, 35, 50, 58 (trad. cast.: E[·libro del filósofo, trad. de Ambrosio Berasain, Tau-
rus, 1ª ed., 2ª impr., Madrid, 2000).
2
«Entwürfe und Gedanken zu den unausgeführten Teilen des Zarathustra»
[<iProyectos y pensamientos en torno a las partes no desarrolladas del Zaratus-
tra)) ], ed. Musarion, xrv; 187.

39
de retraso característico frente al desarrollo real, al formu-
lar con una exacerbación sistemática lo que la realidad ha
hecho para desafiar al hombre, por el otro, desempeña una
función de refuerzo, aceleración y acrecentamiento exce-
sivo de un proceso que hacía ya muchísimo tiempo que es-
taba en marcha. Lo que es en si una consecuencia del
desarrollo histórico quiere convertirse de nuevo en motor
del mismo. La ambigüedad existente en la autoafirrnación
y el autocrecimiento de los motivos de la tecnificación de
los tiempos modernos debe ser traspuesta a una depen-
dencia funcional: la destrucción de aquel valor de orden y
previsión del mundo con respecto al hombre aparece corno
la primera característica, aún no diáfana para sí misma, de
una vasta revuelta histórica. La teleología de la naturaleza
es reemplazada por una teleología de la historia. Pero el he-
cho histórico se niega a servir para que hagan de él el pre-
ludio de la llegada del superhombre. La situación en la que
el ser humano entiende la realidad corno desorden y caren-
cia tiene que ser tomada en serio como una situación de
angustia y necesidad de autoafirmación. El conjunto de la
teoría filosófica del Estado de la Edad Moderna se habría
fundado en los presupuestos de una situación así, corno
también casi todas las teorías de la vida económica humana
y, en gran medida, las teorías sobre la propia teoría, es decir,
las teorías sobre la necesidad del conocimiento en cuanto
prestación que el hombre mismo hace al orden frente a una
realidad que ya no se presenta corno orden. El modo de res-
ponder aquí a la cuestión de la prioridad de la idea o de la

40
situación depende de que haya o no una experiencia de las
situaciones que sea, por decirlo así, pura y no interpretada.
La humanidad ha reconocido eu todos los tiempos la mi-
seria de una naturaleza apremiante y la carencia, pero la
generalización de tales experiencias como una valoración
de la totalidad de la realidad tiene presupuestos adiciona-
les, no dados ya junto cou aquellas experiencias.
Me gustaría explicar esto un poco más. Cuando el joven
Agustín se desprendió de la gnósis maniquea -que había
atribuido el mal del mundo a un principio primigenio ab-
soluto del mal-, tuvo que encontrar una nueva solución
del problema de ese mal en el mundo, una solución que
descargaba a su Dios, como principio del bien, de toda res-
ponsabilidad por el empeoramiento del mundo. Esta teo-
dicea, esta justificación de Dios, venía a significar que los
males del mundo constituían un equivalente, exacto y justo,
de la maldad del propio hombre. 1 Conforme a este modelo
-conceptual, el ser humano se vería neutralizado como ser
tecnológico precisamente por la circunstancia de tener que
atribuir ya a sí mismo la consternación que le produce la
realidad, que ha de entender como la manifestación de una

1
Según De libero arbitri_o (I, 1, II, 3), donde se desarrolla esta teodicea. Cf la
formulación de las Confessiones; X, 4, 5: «Bona mea instituta tua sunt et dona tua,·
mala mea delicta mea sunt et iudicia tua ( ... ))). Al mismo tiempo, tal representa-
ción, con su intención antignóstica, excluye cualquier demonización de la esfera
del ser, incluso de una esfera del ser no natural: «Verissimum est, non res ipsas, sed
homines qui eis male utuntur esse culpandoS!) (De libero arbitrio, I, 33).

41
justicia universal, y tratar de detenerla con sus propias fuer-
zas parece una acción tan desesperada como vituperable.
Sin el hombre y su masa gigantesca de pecado el mundo
sería, según Agustín, bueno y perfecto. Ésta sería la antí-
tesis exacta de aquella famosa constatación de Kant en el
§ 86 de la. Crítica del juicio, que dice que «sin el ser humano
toda la creación no es más que un mero desierto». Si la in-
clemencia del mundo no reviste, para el hombre, las carac-
terísticas de la justicia, sino que es algo fáctico y no
explotable de un modo racional, el ser humano no se ve
únicamente provocado, sino incluso legitimado, a trans-
formar la realidad con que se encuentra.
El cómo se perciba e interprete la debilidad de orden
que presenta el mundo, su carencia fundamental respecto
a las necesidades del hombre, no se ha de atribuir, por tanto,
simplemente a la constatación de determinadas circuns-
tancias físicas, económicas y sociales, sino que sería una
cuestión que tiene que ver con las anticipaciones vincula-
das a las experiencias de todo ello. La sospecha, la inferen-
cia de qué puede significar la experiencia precede al hecho
empírico y lo cambia.
Esto aparece con especial claridad en un motivo de la
historia del espíritu de la Edad Moderna que, hasta enton-
ces era desconocido: la representación de la superpoblación,
del crecimiento del número de seres humanos más allá del
ámbito espacial y alimenticio natural, pensado como algo
constante. Ya antes de que las cifras de la población humana
comenzaran, de hecho, a dispararse angustiosamente se agu-

42
<liza el miedo por el crecimiento de la población y se con-
vierte en un tema imperioso la discusión de sus problemas.
En la Utopía de Thomas Moro, de 1516, el problema tenía
aún un carácter regional; se sopesa la posibilidad de una
superpoblación de aquella isla utópica, pero apuntando de
forma simultánea, como válvula de escape, a la coloniza-
ción del cercano continente. En los Ensayos de Francis
Bacon, cuya primera edición es de 1597, la simetría natu-
ral entre bienes y necesidades es reemplazada por la regu-
lación política, en el marco de la entidad estatal, cuyos
instrumentos económicos y jurídicos mantendrían el cre-
cimiento de la población en unos límites que excluirían todo
peligro de inestabilidad política. 1 La justicia ética de la dis-
tribución de los bienes es sustituida por el cálculo político.
En 1642 Hobbes incluye en sus reflexiones el pensamiento
de la superpoblación, en un pasaje característico de su obra,
como la pérdida definitiva de la seguridad basada en la con-
fianza de los efectos futuros de la filosofia moral: en el pró-
logo de su obra Sobre el ciudadano afirma que si los filósofos
morales hubieran llegado a explicar alguna vez la cuestión
de los motivos de la actuación humana ya no habría más
guerras, a excepción de aquellas que tendrían que llevarse
a cabo, en el caso de crecer la población, para buscar un es-
pacio vital ( «nisi de loco, crescente scilicet hominum multi-

1
Francis Bacon, Essays, XV (trad. cast.: Ensayos, trad. de Luis Escolar, Aguilar,
Madrid, 1980), Of seditions and troubles: <<Generally, it is to be foreseen that the
population of a kingdom (especial/y if it be not mown down by wars) do not exceed
the stock of the kingdom which should maintain them».

43
tudine»). Una de las controversias de los eruditos, en cuyo
marco solían desarrollarse tales problemas, erala discusión
sobre la relación entre el número de población en el mundo
antiguo y en el moderno. Montesquieu creía en la dismi-
nución de la población total desde los primeros tiempos
de la Antigüedad. 1 La fundación de la estadística por par-
te de William Petty tuvo lugar en el contexto de esta cuestión
controvertida. 2 La controversia alcanza, hacia mediados del
siglo XVIII, su punto culminante con los tratados sobre esta
temática publicados por Hume y Wallace. 3 El escepticismo
de Hume, profusamente documentado, ante la hipótesis de
una mayor cantidad de población en la Antigüedad fue un
argumento importante a favor de la teoría de la amenaza
de la superpoblación. En Alemania, el filósofo ilustrado Her-
mann Samuel Reimarus añadía un argumento inesperado
a favor de la ley de crecimiento de la población mundial:

1
Montesquieu, De !'esprit des lois, XXIII, 19 (trad. cast.: Del espíritu de las
leyes, trad. de Mercedes Blázquez y Pedro de Vega, Tecnos, Madrid, 2009).
2
William Petty, Essay concerning the multiplication ofmankind, 1686. En 1691
aparecía, de forma póstuma, su Political Arithmetia.
3
David Hume, Essays, Moral, Política~ and Literary, II Parte, 1752, XI, Of the
Populousness ofAncient Nations (trad. cast.: Ensayos morales, politicos y literarios,
trad. de Carlos Martín Ramírez, Trotta, Madrid, 2011).
Robert Wallace, A Dissertatíon on the Numbers of Mankind in ancient and
modern times, in which the superior Populousness ofAntiquity is maintained, 1753.
Hume califica esta cuestión de «the most curious and important of ali ques-
tions of eruditiom) (en The Phílosophical Works, ed. por Green y Gro se, Londres,
1882, III, 58). El interés que tiene la teología en asegurar, para tranquilizar, que
hay una coordinación teleológica entre la naturaleza y la humanidad cobraba re-
lieve en Alemania con un tratado de J. P. Süssmilch, titulado über die g0ttliche
Ordnung in den Veriinderungen des menschlichen Geschlechts, Berlín, 17 42.

44
sólo admitiendo este presupuesto se podría demostrar ma-
temáticamente que el género humano comenzó con una
única pareja. 1 Pero lo que, de este modo, podía resultar con-
solador para el fortalecimiento de la religión natural tenía,
sin embargo, corno efecto colateral que se vislumbra para
el futuro una ley ciertamente angustiante: «El aumento del
mismo [del género humano] se basa en su naturaleza y se
extiende a la totalidad; la disminución en este o aquel lugar
es casual ( ... )11. Este pensamiento del carácter autónomo de
la ley del incremento de la población encontraba, en el Essay
on the Principie of Population de Malthus, en 1798, su ex-
posición más rica en consecuencias para el siglo XIX. El tra-
tado sobre la ley del aumento de la población ha hecho
plausible, como ninguna otra obra, el proceso de tecnifica-
ción, en forma de industrialización, en cuanto autoafirma-
ción del ser humano. Incluso la invención del fertilizante

1
H. S. Reimarus, Abhandlungen von den vornehmlichen Wahrheiten der na-
türlichen Religion, Hamburgo, 1754 (cit. de la6ª ed., de 1791), I, 13: «Y esta con-
sideración nos lleva necesariamente a retrotraer el género humano finalmente a
su número más pequefio y a su raíz y origen primeros. Pues así no es posible que
aquél sea eterno, porque, de esa manera, ya desde tiempos inmemoriales tendría
que haber habido, al menos, tantos seres humanos como ahora hay (... )>1. Reima-
rus informa sobre la controversia entre Hume y Wallace y expresa que su interés
está del lado del escéptico: «Éste debate a favor del aumento de la población en
los tiempos más modernos, haciendo, con no poca verosimilitud, sospechosos y
risibles muchos testimonios de los antiguos historiadores sobre el número in-
gente de seres humanos en aquella época». Pero también Wallace merece un res-
peto por su erudición y sus consideraciones políticas: <(Acaso podamos acercamos
más a la verdad comparando a ambos escritores, cada uno de los cuales sólo se
ocupa de poblar su mundo».

45
artificial -hasta hoy día una contrariedad para lo natural-
hallaba aquí su apoyo. La carencia constitutiva del mundo
había sido elevada, más allá de la sospecha e independien-
temente de la cuestión sobre las circunstancias fácticas del
momento, al rango de ley natural. Pero mientras que la in-
tención de_ Malthus y sus seguidores era ejercer un influjo
refrenador sobre el desarrollo mismo de la población y su-
perar con el duro regulativo de la necesidad la vieja idea
del derecho de la humanidad entera a los medios de sub-
sistencia, el efecto que, de hecho, tuvo esa ley de población
fue el desarrollo del otro lado del problema: el incremento
de las posibilidades de subsistencia. El progreso técnico de-
mostró que el margen de subsistencia no era una constante
natural. A esto contribuyó, ante todo, la repercusión de la
ley del aumento de la población sobre Darwin: en él, la pre-
sión excesiva y la lucha por la existencia en el seno de una
población biológica conduce a una evolución del equipa-
miento orgánico del ser vivo, siendo éste el modelo en el
que el progreso técnico logró un nuevo tipo de legitima-
ción natural.
En un apunte de su Diario, de 1844, Grillparzer formu-
laba de forma concluyente la conexión entre superpobla-
ción y progreso teorético y técnico: «La característica de la
nueva época es el espíritu de investigación. En parte las avan-
zadas ciencias de la naturaleza, en parte la necesidad mate-
rial, incrementada por la superpoblación, nos empujan
irremisiblemente al análisis, para que mediante el cono-
cimiento de los motivos y de sus componentes podamos

46
seguir progresando, aquí, hacia nuevos descubrimientos,
allá, hacia nuevos inventos y otros medios de satisfacer a la
población». 1
El significado del ejemplo de la ley de la población en re-
lación con los problemas de una historia del espíritu de la
técnica podría reducírse a la cuestión de si el pensamiento o
la formulación en leyes del riesgo del crecimiento de lapo-
blación han aportado impulsos y presupuestos a la acelera-
ción del proceso de tecnificación, o bien fue el propio hecho
de la presión de la población el que se impuso a sí mismo
una regulación técnico-industrial. Esta cuestión no podrá
contestarse de forma global, teniendo que ser abordada, en
el plano metodológico, de un modo muy diferenciado. Vol-
viendo al ejemplo de la teoría del fertilizante artificial, cuyos
fundamentos los puso Justus Liebig en 1840 con su química
agrícola, podemos señalar que la aplicación del nivel teoré-
tico alcanzado por la química precisamente a ese problema
sólo se hace comprensible por la preocupación de adelan-
tarse al crecimiento de la población.

1
Grillparzer, Sii.mtliche Werke, ed. Frank, Péimbacher, III, 1141. Hoy día, la
forma de ver las cosas parece invertirse: es el progreso técnico el que ejerce la pre-
sión que impulsa la evolución de la población en los países altamente tecnifica-
dos y, a decir verdad, como un mecanismo de defensa ante la disminución de la
coerción a1 trabajo. Dennis Gabor ( <(Zivilisation und Erfindung», en Merkur, XV,
1961, pág. 214 sig.) compara las leyes de Malthus (sobre el incremento de lapo-
blación) y Parkinson (sobre el aumento del trabajo): «El trabajo adquiere auto-
máticamente una dimensión tal que llena el tiempo disponible)). (<Yo no creo que
en los países altamente civilizados lapo blación tenga que crecer hasta las fronte-
ras del hambre, pero me parece que tiene la tendencia a crecer en una propor-
ción que basta para conjurar la pesadilla de un ocio para todos.»

47
Ahora querría, con ayuda de lo que he intentado ilus-
trar mediante mis tres ejemplos, sacar una conclusión. Las
posiciones ideológicas fundamentales del enfoque y de la
metodología de índole histórica -que hoy día pueden aso-
ciarse en gran parte con determinados sistemas políticos y
de cosmovisión- se revelan como alternativas metodológi-
cas que se han de decidir, no mediante un fundamentalismo
dogmático, sino considerando el propio material histórico
caso por caso. El asunto histórico que hay que considerar
no permite una clara coordinación entre factores intelec-
tuales y circunstancias materiales, conforme al esquema,
por ejemplo, de infraestructura y superestructura, motiva-
ciones y consecuencias, proyecto y realización. El intento
de abordar una historia del espíritu de la técnica pone de re-
lieve esto con una nitidez mucho mayor que la serie de ta-
reas planteadas en la historia de la técnica y que hacen
referencia al contexto de la aparición de los propios fenó-
menos técnicos o analizan los efectos de los logros tecno-
lógicos sohre las realidades económicas, sociales, políticas,
militares y estéticas. Aquí el historiador sigue estando más
cerca del modelo cronístico de la historiografía, ahorrán-
dose los escrúpulos y las dificultades de orden metodoló-
gico respecto a la posibilidad de su tarea. El pluralismo de
modelos con que ha de trabajar una historia del espíritu
de la técnica produciría, a primera vista, una impresión de-
cepcionante, al presentar el semblante de un escepticismo
histórico. Pero la exigencia de mantener abiertas las vías de
interpretación de las conexiones existentes entre la histo-

48
ria del espíritu y la historia de la técnica, y de no decidirse
de antemano por un determinado modelo de adscripción,
debe justo impedir que en el enfoque histórico queden alo-
jadas determinaciones ideológicas. Acaso haya cuestiones
que no puedan decidirse, pero incluso esta forma de ver las
cosas sería preferible a una constatación dogmática que a
parte de una escala de valores, a la que consolida, según la
cual la técnica no puede ser nunca otra cosa que un fenó-
meno secundario y dependiente de un conjunto de deci-
siones fundamentales ideales, o queda asentada en el dogma
de que la mayor cercanía de los fenómenos técnicos res-
pecto a las estructuras materiales, sociales y económicas
remite los documentos de la historia del espíritu que pue-
dan obtenerse a la mera función de una superestructura
justificatoria y una apropiación a posteriori. Por mi parte,
he intentado mostrar que incluso en esta orientación de la
investigación hay, al fin y al cabo, planteamientos por los
que se puede optar.
Quizás un caso-límite, por lo concluyente, tras este cú-
mulo de dificultades expuestas y que me gustaría alegar
como un resultado tranquilizador es la aparición de la idea
y de las primeras realizaciones de la máquina de calcular,
obra de Pascal y Leibniz.' El hecho, que, en principio, pa-
rece paradójico, de que justamente sean, entre los matemá-
ticos, los filósofos -y no los técnicos- quienes se preocu-

1
Cf J. O. Fleckenstein, «Die Einheit von Technik, Forschung und Philoso-
phieim Wissenschafstideal des Barodrn, en Technikgeschichte, XXXII (1965), págs.
19-30, sobre todo pág. 28.

49
paran por la construcción de las primeras máquinas de
cálculo se vuelve plausible si la nueva concepción de la filoso-
fía sobre el carácter lógico-operativo y el funcionamiento
automático del pensamiento humano es comprendida como
un presupuesto que obtuvo en la idea de la máquina de cál-
culo su, diríamos, demostración palpable. Lo que activó el
deseo constructor no fue, primordialmente, la utilidad de
aligerar de forma mecánica las operaciones de cálculo, sino
el propósito de suministrar el modelo explicativo para esas
operaciones de la mente. Quisiera aducir, al respecto, un
pasaje de la biografía que Gilberte Périer, la hermana de
Pascal, escribió sobre su hermano. Al hablar de la inven-
ción de aquel joven de diecinueve años, nos dice lo siguiente:
«Con esta máquina aritmética no sólo pueden llevarse a
cabo con una seguridad infalible toda clase de cálculos sin
plumas de escribir ni fichas, sino incluso desconociendo
cualquier regla aritmética. Una obra así ha sido vista como
algo novedoso en el ámbito de lo natural, al trasponer una
ciencia totalmente inherente a la mente a un determinado
mecanismo, dando como resultado un instrumento capaz
de realizar con total seguridad, y sin necesidad de reflexión,
todas las operaciones». 1
La traducibilidad, que así quedaba demostrada, de la teo-
ría en un mecanismo se refleja en un nuevo concepto de la

1
Vie deBlaise Pascal, ed. de E. Havet, París, 1897, pág. 43: « ( ... ) cette machine
d' arithmétique par laquelle on fait non seulement to u tes sortes de supputations sans
plume et sans jeto ns, mais on les fait méme sans savoir au cune regle d'arithmétique,
et avec une súreté infaillible. Cet ouvrage a été considéré comme une chose nouvelle

50
dignidad de la mente humana. La máquina automática
asume aquellas prestaciones que no necesitan presentar la
suprema cualidad de lo original, igual que lo hace ya el pro-
pio invento. La tecnificación se muestra, de forma paradig-
mática, como el proceso en que el ser humano se descarga
de trabajos, que ahora exigen su esfuerzo una sola vez.

dans la nature, d' avo ir réduit en machine une science que réside tout entiere dans
/'esprit, et d'avoir trouvé le mayen d'en faire toutes les opérations avec une entiere
certitude, sans avoir besoin de raisonnement».

51
II

PROBLEMAS METODOLÓGICOS
DE UNA HISTORIA DEL ESPIRITU
DE LA TÉCNICA
La expresión historia del espíritu ya no suena bien. No
es que produzca irritación el hecho de que el espíritu tenga
historia (¿quién querría negárselo?), pero que deba tener
su historia partiendo íntegramente de sí mismo y que ésta
sea no únicamente la suya, sino de todo lo otro, ha perdido
credibilidad para nuestra conciencia de la historia. El tema
de la historia del espíritu viene asociado a un resto, tal vez
indeleble, de aquella idea según la cual, en el fondo, la his-
toria es un juego conceptual -siendo indiferente si éste es
un juego conceptual de Dios, del espíritu del mundo o de
los grandes pensadores del momento, creadores de nuevos
fundamentos-. Lo expresado programáticamente por Hegel
en sus Lecciones sobre Filosofía de la Historia parece desli-
zarse, cuando menos se lo espera, en cualquier empeño que
se haga en el ámbito de la historia del espíritu: «Tiene
que haber llegado por fin el momento de comprender tam-
bién esa rica producción de la razón creadora que es la his-
toria universal. Lo primero que hemos de tener en cuenta
es que el objeto de nuestro estudio, la historia universal,
avanza sobre el suelo del espíritu( ... )».
La historia de la técnica tiene que ver con realidades tan-
gibles. O así, al menos, lo parece, si nos representamos
someramente lo que es el mundo tecnológico que nos rodea.

55
En cualquier caso, algo como historia del espíritu sería aquí
una cosa ornamental, igual que si habláramos del poeta y
la locomotora. Y si convertimos toda esa racionalidad cons-
tructiva que se encuentra en el mundo de esas realidades
palpables en tema de una historia del espíritu, ¿qué otra
cosa obtendríamos sino el tipo clásico de historia de los in-
ventos y fos inventores, de las construcciones y los cons-
tructores? Aquí se plantean una serie de problemas y son
solucionados, y las soluciones generan nuevos problemas.
Incluso si nos ayudásemos con un golpe de mano y dijéra-
mos que justo eso es la especie de «producción de la razón
creadora» a la que se habría referido Hegel si se le hubiera
manifestado con la potencia que a nosotros nos es fami-
liar, incluso entonces una historia del espíritu así no sería
otra cosa, como compendio de las transformaciones de su
potencia constructiva, que la historia de la técnica en
su forma ya tradicional. Un nuevo nombre, lo cual sería
muy poco.
Si el espíritu realizado en los fenómenos tecnológicos
ha sido ya desde siempre un tema de la historia de la téc-
nica, parece que para una historia del espíritu de la técnica
no quedaría más que el espíritu anterior y posterior al pro-
pio fenómeno técnico, el espíritu como motivación y como
justificación, el reino de los estímulos y de las valoraciones,
de las antelaciones y las irradiaciones.
En todo ello, el hecho de que la explicación de la rela-
ción entre idea y realidad se haya visto aparcada con una
insistencia unilateral en la cuestión de los inicios forma parte

56
de los clásicos prejuicios de eso que, primero, ha aportado
dignidad y, luego, ha puesto en entredicho la historia del es-
píritu. La tradición de nuestra reflexión está presidida por la
pregunta acerca de aquello que ha constituido el principio,
encontrando su refuerzo teológico en el interés -que aún nos
sigue pareciendo más una obviedad que algo fáctico- por la
creatio ex nihilo, de la que Feuerbach dejó dicho que los filó-
sofos la «habían convertido en el espíritu absoluto».
La tesis antagónica a este absolutismo del espíritu no
podría hacer otra cosa que atribuirle un retraso esencial, el
papel de un epifenómeno, dependiente de lo que ya venía
ocurriendo desde siempre en la materia de los procesos.
Pero hasta la antítesis vive del esquema de la tesis, de la su-
puesta prírnacía de aquello que era antes y puede servir de
fundamento a otra cosa. Los papeles de algo originario o
retrasado serían los papeles posibles del espíritu en la his-
toria, y lo que luego quedara por relatar en una historia del
espíritu de la técnica vendría dado en una disyunción total,
siempre que en esta alternativa no se aloje ya un prejuicio,
uno de aquellos prejuicios que la filosofía de la Edad Mo-
derna ha convertido, una y otra vez, con nuevos arranques
y con una repetida inutilidad, en programa suyo. Si la filoso-
fía ya no debía preguntar con tanta obviedad por el origen
y lo que había antes, no tenía otro remedio que convertirse
ella misma, de un modo tanto más intenso y desinhibido,
en el comienzo reconquistado, que no puede darse a sí mismo
de antemano las reglas de juego y las alternativas. Lo cual
significaría aquí insistir en que no es tan obvio que el prin-

57
cipio y el antes sean lo único o, al menos, lo principal que
merece ser preguntado.
Puede pasar que la plurivocidad de la relación entre idea
y realidad no quede agotada con el dualismo clásico. Con-
sideremos el espíritu corno la fuerza operativa original de
todos los procesos históricos o como el abastecedor poste-
rior de teorías sobre las relaciones ya existentes. Nosotros
no deberíamos embarcarnos, en modo alguno, en una cues-
tión que hace corno si contuviese en sí todas las posiciones
posibles. Reparar en el simple hecho de que los procesos pue-
den estar sometidos a una aceleración o un retraso, pueden
ser padecidos o adoptados, pueden presentar corno corre-
latos la apropiación o el extrañamiento tendría muchas más
perspectivas metodológicas que querer decidir la cuestión
mediante la gigantomaquia de los idealistas y materialis-
tas. En cualquier caso, en el modelo se puede pensar que la
historia de los hechos y como secuencia de los hechos puede
verse acompañada no únicamente en sentido temporal por
una formación de ideas que los reflejan, sino que se da un
sistema de efectos que opera recíprocamente entre la idea
y la realidad. Tratarnos de ver lo abiertas que son las cues-
tiones planteadas aquí, corno también lo que se ha de pedir
de un enfoque metodológico que, más allá o más acá de las
alternativas basadas en prejuicios, se mantiene libre para
todo aquello que pueda ser aprovechable.
Si en una historia de la historiografía burdamente sim-
plificada nos representarnos el tipo de exposición histórica
antigua corno el propio de la crónica, tenernos ante noso-

ss
tras un esquema discontinuo, donde fechas y hechos apa-
recen agrupados conforme a un principio de orden tem-
poral. En el fondo, la forma en que nosotros nos topábamos
en la escuela por primera vez con la historia -resultándo-
nos, la mayoría de veces, fastidiosa- seguía siendo la de la
crónica. La forma y el principio de ordenación del material
determinan qué puede convertirse en contenido: cobra una
relevancia histórica preferente la característica de la data-
bilidad de las acciones mediante determinados productos
de la propia acción, sean éstos tratados o batallas, gobier-
nos u obras legislativas, conquistas o pérdidas de fortale-
zas y fronteras, caídas de tiranos o herencias dinásticas.
La continuidad entre las moléculas históricas tuvo que
establecerse sólo a partir de la reivindicación de la unidad
de la historia, aunque el material histórico no esté dispuesto,
ni en el mejor de los casos, a entrar en esa continuidad. Fe-
chas y hechos son siempre membra disiecta. Pero si consi-
deramos los hechos como productos de acciones entonces
éstas pueden ser adscritas, a su vez, a las motivaciones más
dispares, refiriéndolas, por ejemplo, a la psicología de los
actores. Pero el espíritu no aparece en la historia como una
motivación psicológica, sino en forma de eso que podría
ser recapitulado con el título de teorías de la acción, teorías,
por tanto, destinadas a desencadenar, influir o incluso blo-
quear las acciones. Tales teorías de la acción tienen la ven-
taja de ser accesibles en libros, discursos, proclamas y mani-
fiestos, pudiendo ser fijadas, a su vez, a determinadas
fechas de su aparición y publicación. Uno de sus privile-
gios metodológicos era hacer datable al espíritu.

59
Tan pronto como la situación es el epifenómeno de una
serie de sucesos, y, sobre todo, de acciones, queda insertada
en un esquema del contexto histórico enriquecido con nue-
vos elementos. No obstante, la conexión entre sucesos y si-
tuaciones ha mostrado su reversibilidad. Respecto a las
situaciones, se hacía aconsejable, ya desde un punto de vista
metodológico, la adopción de una determinabilidad cuan-
titativa. La prioridad de que hoy goza la consideración de
las situaciones históricas según lo material, económico y
social no es únicamente la reacción a una concepción de la
historia idealista o personalista, sino que significa también
una prevalencia metodológica de lo objetivable.
En eso se basan los problemas que se plantean en la his-
toria de la técnica. Si hablamos de la «tecnificación» como
de una característica que abarca la historia de los dos últi-
mos siglos surge enseguida una diferenciación esencial entre
la secuencia de sucesos, la mayor parte datable, de aquellos
inventos cuya suma ha dado como resultado la «época tec-
nológica», y el cambio de situación del mundo del trabajo
humano que acompaña a esa serie de inventos. Con fre-
cuencia, este cambio ha aparecido con un notable retraso,
o, al menos, tenía como presupuesto un momento de re-
producción cuantitativamente constatable del factor téc-
nico. Que esta reproducción aparezca o no en una medida
suficiente y con una determinada rapidez no tiene sus ra-
zones, en modo alguno, únicamente en la historia de la pro-
pia técnica, sino, por un lado, en las condiciones de la

60
potencia económica y, por el otro, en circunstancias que ata-
ñen a la plausibilidad, la estructura de las expectativas de
la sociedad, la reivindicación del consumo y de la capaci-
dad de consumo, los cambios de acento en el prestigio, las
fronteras del lujo, etcétera.
Ahora bien, la secuencia de la serie de inventos y de los
cambios de situación no era, a su vez, otra cosa que el cum-
plimiento de los postulados históricos de la databilidad y
la autoría espiritual. Quedaba sin plantear la pregunta so-
bre la capacidad humana y social de realización de la téc-
nica, la pregunta sobre los factores que, entre la fecha de
inicio del nuevo invento y las dimensiones de la situación,
ahora mensurable, han influido en el proceso, propicián-
dolo o retrasándolo, mientras lo relacionan con la estruc-
tura de la conciencia. El progreso en general y el progreso
técnico en particular no sólo han ingresado en una vaga
conciencia de la historia como ideas tomadas demasiado
en bloque, sino también como temática, en una literatura
que ya resulta ilimitada. De hecho, «el progreso» no es nin-
guna forma homogénea de transcurrir de la historia, no es
una especie de ligadura unitaria de ese fraseo que abarca
toda la Edad Moderna.
¡Qué significa todo esto para la metodología de una his-
toria del espíritu de la técnica? En primer lugar: las cues-
tiones fundamentales han de ser planteadas, en cierto modo,
con mayor parvedad. Hoy día, al entender la técnica, ante
todo, como una aplicación de un conjunto de enfoques de
carácter teorético, consideramos una obviedad incuestio-

61
nable que el progreso técnico constituye una magnitud de-
pendiente del progreso científico-teorético. Desde una pers-
pectiva metodológica, la secuela es que la historia de la
técnica ha. sido anexionada a la historia de la ciencia como
una especificación suya en el terreno de las aplicaciones. Pero
esta relación fundamentadora no es una estructura cons-
tante, cosa que no ha de perder de vista una historia del es-
píritu de la técnica.
Justamente es una característica de la Edad Moderna
incipiente la sorprendente percepción de la nueva ciencia,
que entonces se estaba formando, de que hubiera habido
continuamente, pese al estancamiento y la recesión del ám-
bito teorético desde la Antigüedad -objeto de lamentos-,
un progreso técnico en la esfera artesanal de las artes me-
cánicas, horas de explicaciones teoréticas y socialmente mi-
nusvaloradas.
Galileo manifiesta abiertamente que se había ido a los
astilleros (El Arsenal) de Venecia y que allí había encon-
trado, a la vista de su praxis técnica, una constatación de
los problemas propios de la mecánica. El hecho de que él
mismo, con respecto a la invención del telescopio, velara el
trasfondo artesanal del origen del aparato y diera pie a la
mitología de un invento fundado en teorías puede haber
tenido una serie de motivaciones de carácter superficial y
acaso puramente materiales.
Descartes negaba, como es sabido, el trasfondo histó-
rico del que había recibido estímulos decisivos para su nueva
idea de la ciencia, a fin de poder establecer así el mito de
un comienzo absoluto a partir de una razón que se iba auto-

62
cerciorando. Descartes veía, sobre todo, que la matemática
de escuela, inalterada desde la Antigüedad y orientada según
los textos clásicos, se encontraba muy atrasada en relación
con los logros de los que los prácticos de la técnica de la cons-
trucción de fortalezas, de la balística, de la jardinería, etcé-
tera, hacían uso constantemente, si bien esto les resultara,
en el plano teorético, opaco a ellos mismos. Descartes in-
vierte de tal manera esta percepción que viene a asumir él
mismo el papel del preceptor, tomando la resolución, según
su propia descripción, de elaborar con una estructura sis-
temática un manual matemático para esos prácticos de la
técnica. Así podemos comprobar cómo el espíritu de las
«artes liberales» intenta asegurarse su propia supremacía
frente a la observación, desilusionante, de su retraso de
hecho. Utiliza el principio sistemático de la fundamenta-
ción universal y consistente como un instrumento critico
frente al progreso fáctico. La mera acumulación de una serie
de destrezas y habilidades casuales debía convertirse ahora
en el programa racional de un progreso que se autorrea-
liza. Y es justo este programa lo que se ha confirmado -si
bien con algún retraso- históricamente: el progreso tecno-
lógico moderno no es imaginable sin el continuo creci-
miento y resalto de la pura teoría.
No se debe considerar el problema del progreso exclu-
sivamente desde el punto de vista del origen de sus presu-
puestos teoréticos. Entre sus condiciones se cuenta también,
y de forma eminente, el quebrantamiento de determina-
dos bloqueos en la conciencia de la época. En eso podían

63
servir de poco los planes metodológicos de tipo cartesiano.
Francis Bacon es quien vio con mayor claridad el problema
e intentó solucionarlo de la forma más diversa. Recurrió
expresa y metódicamente a la historia de las prestaciones
de las «artes mecánicas», reivindicando, frente al canon de
la invariabilidad del stock de la naturaleza, el museum tec-
nológic'o y la historia de la técnica. El balance de lo ya lo-
grado no es tanto, como en Galileo, un almacén del cono-
cimiento, sino, más bien, la autentificación de aspiraciones
legítimas frente a las apariencias de lo falsamente de-
finitivo.
La visión de la naturaleza desanima, porque tiene toda
la traza de no poder ser algo distinto de lo que es y porque
su riqueza sugiere que fuera de ella no puede haber nada.
La antigua metafísica del kósmos y la tradición que la si-
guió habían institucionalizado conceptualmente ambos
axiomas. Lo que hubiera podido contradecir estos dos axio-
mas cayó en un estado de proscripción y menosprecio cuyos
efectos fueron, sobre todo, una desconexión de la atención.
Contra eso se alza la concepción baconiana de la exposi-
ción museística e histórica de ese margen que la naturaleza
habría dejado, como puede comprobarse, al ser humano.
Pues él sigue manteniendo que es la propia naturaleza la
que aquí se revela, sólo que bajo el mandato del poder hu-
mano, como totalmente completada en sus posibilidades.
Las posibilidades de la técnica residen únicamente en un
marco de variaciones que el cursus communis de la natura-
leza ha dejado al hombre. Por ello, las curiosidades de la na-

64
turaleza y la técnica están y estarán por mucho tiempo en
un mismo nivel: allí donde la naturaleza, por decirlo así, juega
y marra, al errar, la norma configuradora, el ser humano
puede aprender a planear cambios. Es posible leer todo ello
como un fragmento de prehistoria de la investigación de las
mutaciones y de la teoría de la cría y del cultivo, pero no
sería otra cosa que la forma limitada de poder decir algo
sobre el potencial técnico del hombre. Sala a relucir un in-
terés fundamental por el carácter no vinculante de la crea-
ción: lo que aparece ocasionalmente o raras veces debe
promover, acogido en el sistema, el propio progreso. Se erige
como una tarea de la reflexión histórica guiar al espíritu hu-
mano desde aquello que es a eso otro que puede ser, como
Bacon dice de manera expresa. La distancia de todo futuro
respecto a lo actual debe convertirse en algo calculable. Es
sumamente característico de la constelación histórica en la
que algo así es expresado el que la historia de la técnica pre-
ceda a su triunfo y no sea destinada a convertirse únicamente
en el ornamento incidental de este último.
La técnica no había participado en el estancamiento y
la esterilidad de la teoría científica, de lo que ahora se in-
culpaba a la Edad Media; esto constituyó un descubrimiento
decisivo, que, al final, llevaría a la rehabilitación de las «artes
mecánicas» en la Enciclopedia francesa. En este proceso
cumplen una función que aún no ha sido enteramente va-
lorada las colecciones de los museos, las exposiciones o las
descripciones enciclopédicas. En el gabinete de curiosida-
des, con sus monstruos y cosas prodigiosas, tenían cada vez

65
más cabida los artificia rariora, los productos humanos ex-
travagantes del barroco. El famoso museo montado en
Roma por Athanasius Kircher a mediados del siglo XVII debe
de haber sido una exhibición impresionante no sólo de los
yerros de la naturaleza, sino también de las libertades usa-
das por el hombre presuntamente «contra la naturaleza».
Finalmente, el plan que Leibniz proyecta en 1675 sobre
un «nuevo tipo de exposiciones» muestra de forma impre-
sionante la homogeneidad del interés por las rarezas natu-
rales y técnicas, homogeneidad que fue esencial para el
proceso de legitimación de la técnica. El catálogo de los ob-
jetos previstos para ser expuestos contiene tanto animales
raros como fenómenos de ilusiones ópticas, instrumentos
de predicción del tiempo y máquinas de cálculo, nuevos
juegos de sociedad y autómatas musicales, aparatos piro-
técnicos y máquinas voladoras. La utilidad del museo es
descrita, programáticamente, de la forma siguiente: «Abrir
los ojos del público, estimular a realizar inventos, propor-
cionar hermosos panoramas e instruir a la gente con un
número incalculable de novedades útiles e ingeniosas. Quien
tenga para aportar una invención o una propuesta inge-
niosa, encontrará la posibilidad de darla a conocer y sacar
de ello una ganancia. Surgirá un mercado general de in-
venciones. Quien cuide sus modales y sea curioso visitará
el museo para poder hablar de él, y hasta a la dama de
mundo le gustará dejarse ver por allí, y no sólo una vez».
Un análisis comparativo de Bacon y Leibniz nos hace reco-
nocer un camino que conduce de la demostración de lo que

66
sin-embargo-es-posible a un mercado de «innovaciones in-
geniosas» capaz de expandirse en la sociedad, por mucho
que el placer de lo nuevo se vea todavía acompañado por
un malestar subliminal, como nos revela un apunte que el
propio Leibniz hace al margen, acaso porque ha topado ya
con una objeción interna o externa: «¿Puede algo tener mayor
justificación que el uso de lo que está fuera del orden para
servir al orden?».
Sin embargo, lo que pudo ser importante para la for-
mación de la conciencia de la necesidad de una relación
tecnológica con el mundo se revelaba, por cierto, como un
callejón sin salida para la historia de la técnica en sentido
más estricto, para la lógica de su progreso. Lo que debía
abrir los ojos del público sólo sirvió para la estupefacción
más barata a base de efectos cuyo mecanismo estaba oculto
en la carcasa. Aparte del turco jugando al ajedrez, que era
un mero truco, puede considerarse como el punto culmi-
nante de los autómatas barrocos el famoso pato de Vau-
canson, de 1738. 1 En ningún otro sitio se manifiesta de una
forma tan plástica el final del mundo barroco de curiosi-
dades técnicas como en el informe que da Goethe, en sus
Annalen, sobre una visita que él mismo hizo, en 1805, al
profesor Beireis de Helmstedt y a su famoso gabinete de
curiosidades. Aquellas cosas prodigiosas se habían trans-
formado, a principios del siglo XIX, en simples cacharros.
Goethe escribe al respecto: «No pocas de sus anteriores po-

1
A partir de aquí y hasta el final del párrafo, correspondiente a la cita de Go-
ethe, se repiten de manera literal las páginas 23 y 24 de este libro. (N. del T.).

67
sesiones) que aún se habían mantenido hasta entonces vivas
por el nombre y la fama adquiridos, se hallaban en unas
condiciones lastimosas; los autómatas vaucansonianos los
encontramos completamente paralizados. En un viejo pa-
bellón estaba sentado el flautista, con su modesta vesti-
menta, pero ya no tocaba ... El pato, desplumado, estaba allí
como en esqueleto, seguía comiendo, animado, su avena,
pero ya no digería: Beireis, no obstante, no se mostraba en
modo alguno confuso, sino que hablaba de estas cosas an-
ticuadas y medio destruidas con un regodeo tal y una ex-
presión de tanta importancia como si desde aquella época
suya la mecánica superior no hubiera producido nada nuevo
más relevante». No cabe duda de que a Goethe le agradaba
un poco esa caducidad casi orgánica de los mecanismos.
La idea de la exhibición de la técnica no iba a encontrar
su cenit hasta en eso que Henry Adams calificara, en la fa-
mosa exposición de sus métodos educativos, de «la religión
de las exposiciones universales». El engranaje de la compe-
tencia de carácter nacional y comercial con el culto a lo téc-
nicamente superlativo se le hizo comprensible a Adams en
las primeras exposiciones universales, la de Chicago,
en 1893, y la de París, en 1900. Pero lo que a él lo fascinaba
ya no era, ante todo, la racionalidad de la construcción de
las máquinas, sino la demostración de las fuerzas sobre las
que manda el hombre para impulsar el funcionamiento de
los mecanismos. La dinamo se convierte para él en «sím-
bolo de la infinitud», en representación de una«fuerza mo-
ral(. .. ), de forma parecida a como los primeros cristianos

68
habían percibido la cruz». Al final, su relato adquiere las
dimensiones de una competencia de la técnica humana con
el cosmos mismo: «La propia tierra, con su giro anticuado
y circunspecto de cada año y de cada día, le llegó a parecer
menos impresionante que esa inmensa rueda que giraba, a
la distancia de un brazo, con una velocidad que produce
vértigo y casi sin ruido, canturreando la advertencia, ape-
nas audible, de que, por puro respeto, se retroceda un paso
ante su fuerza, sin despertar al niño de pecho que dormi-
taba allí al lado, junto a la estructura de la máquina. Antes
de que se clausurara la exposición, Adams ya había empe-
zado a venerar la dinamo; el instinto heredado le enseñaba
cuál era la expresión natural del ser humano ante una fuerza
así, silenciosa e infinita».
Hacia esa época, el manuscrito de Leibniz sobre la nue-
va clase de exposiciones yacía aún en la oscuridad de
un archivo. Con su idea de exponer los nuevos inventos,
de abrir los ojos al público y dar un mercado a las innova-
ciones, la idealización de la invención alcanzaba su cenit al
mismo tiempo que se transmutaba y adquiría el carácter
de mercancía. Tenía que ver con ello la configuración de lo
que iba a ser la institución del derecho de propiedad sobre
los inventos. No pueden presentarse los factores del pro-
greso técnico sin remitir a la historia del derecho y de la
economía. El invento constituye la objeción ejemplar con-
tra la antigua crítica de la propiedad privada, fundada en
la afirmación de que la naturaleza había puesto todo a dis-

69
posición de todos. La autoría de algo se ha convertido en la
fuente, pura e irrefutable, del derecho a la propiedad, ba-
sado, primordialmente, antes que nada, en la idea del de-
recho absoluto que tiene el Creador a disponer sobre sus
criaturas. Con todo, la institución jurídica de la propiedad
proteg~da del inventor sobre su obra, que sólo adquiere su
pleno desarrollo hacia finales del siglo XVIII, no reviste aún,
en absoluto, el carácter de obviedad que, entretanto, ha lo-
grado.
Este derecho sobre el invento se desarrolla en los deba-
tes sobre la limitación del derecho de los señores a confe-
rir privilegios. En todo ello se hizo esencial la diferenciación
entre la concesión de un monopolio comercial-prototípico
en el absolutismo- sobre una mercancía accesible, en el
fondo, a todos, y la patente que corresponde al primer in-
ventor de un nuevo producto, cuya esfera jurídica natural
se ve así protegida, no fundada. La concepción de la in-
vención como una propiedad digna de ser protegida,
referida no a una cosa, sino a la idea de una cosa, tiene pre-
supuestos de carácter histórico, donde las representacio-
nes tradicionales sobre la relación del hombre con la
realidad natural se hacen discutibles. Sólo así se convertía
en palpable el hecho de que ya desde finales de la Edad
Media había tenido lugar una ruptura con la definición
aristotélica de las destrezas y habilidades humanas como
una imitación de la naturaleza.
Que pueda haber, propiamente, objetos que antes aún
no existían en la naturaleza presupone, en efecto, que el ser

70
humano no sólo posee «ideas» derivadas de objetos meta-
físicos o físicos, sino que es capaz de producirlas de forma
original. A nosotros nos resulta familiar el uso de la expre-
sión «idea» para referirnos a la ocurrencia intelectual, al
diseño conceptual independiente de lo dado, pero en todo
ello va ya inherente el giro histórico que se ha realizado en
la historia del concepto de «idea».
A mediados del siglo XV topamos, como figura clave de
este viraje, en los Diálogos de Nicolás de Cusa, con la figura
del laico. Dicha figura fue concebida por el filósofo para
enfrentarla al tipo de intelectual escolástico y a su imagen
tradicional sobre la naturaleza y el hombre. Se trata del hom-
bre de la experiencia cotidiana, que sabe medir, contar y
pesar, un artesano que produce utensilios de madera para
uso casero. Y precisamente en esos utensilios demuestra él,
en el diálogo sobre la mens humana, que su producción no
puede ser explicada mediante la fórmula de la imitación
de la naturaleza: «Fuera de la idea de nuestra mente, la cu-
chara no tiene ningún otro modelo. Si el escultor y el pin-
tor toman sus modelos de las cosas que intentan imitar, éste
no es mi caso cuando produzco cucharas de madera, escu-
dillas y cacerolas de arcilla. En esta actividad no imito la
forma de algún objeto dado de la naturaleza, pues las for-
mas esenciales de cucharas, escudillas y cacerolas surgen
únicamente gracias a la destreza humana. De ahí que mi
arte sea más perfecto que aquel que imita las formas de las
cosas creadas, siendo, por tanto, más afín al arte eterno».

71
Por consiguiente, en una época en la que la teoría de las
bellas artes y de las artes liberales todavía estaba dominada
por el principio aristotélico de la imitación de la natura-
leza, la actividad, poco apreciada, del artesano encuentra
una interpretación donde no se rehúye la comparación del
ser hu~ano con la esencia creadora y la obra de la divini-
dad. Pero, al mismo tiempo, esta tendencia a confrontar al
laico, corno su figura antagónica, con el tipo de erudito es-
colástico y el humanista cultivado hace problemática la
prueba en cuanto a su valor de certificación. En primer
lugar, aquello no significaba una valorización de la activi-
dad tecnológica del hombre, sino la introducción de una
figura humilde contra la soberbia de una preeminencia so-
cial que ya no es incuestionable. Lo que hace y lo que es el
artesano, devaluado en la tradición de las artes liberales, apa-
rece corno algo necesitado de justificación -una justifica-
ción que echa mano de las más altas analogías-, pero con
la clara función de oponerlo al orden de dignidades jerár-
quicas heredado. De ahí que el terna no sea una nueva fun-
damentación, en cuanto tal, del origen de las creaciones
técnicas. Eso queda ya patente en la elección de los objetos
producidos, que, corno útiles domésticos del más bajo nivel,
no presentan precisamente al ser humano en el cenit de su
carácter inventivo. La figura del laico es puesta al servicio
de una especie de inversión de los valores, algo ya prefigu-
rado en el personaje de Sócrates, el cual había esgrimido
corno argumento contra un sistema de educación tradicio-
nal su propia procedencia del mundo de la artesanía.

72
Para las fuentes de una historia del espíritu de la técnica
este caso resulta típico. Tendría que ver con una clase espe-
cial de egestas verborum, de pobreza verbal. El ámbito de
las artes mecánicas, menospreciado según las tradicionales
valoraciones sociales, «no merece que se hable de él». La
lucha de las bellas artes -triunfante hasta un grado de su-
pervaloración metafísica de las mismas-por lograr un papel
en el mundo de la Edad Moderna no podía reproducirse
sin más. Sabemos hasta qué punto podían ser adscritos a
la categoría del modelo clásico de la retórica y la poética
los tratados, por ejemplo, sobre pintura. Pero a los produc-
tores de artes mecánicas les estaba vedado este rodeo hacia
una autoconciencia articulada. La vía seguida por la téc-
nica en la Edad Moderna constituye, por ello, en gran me-
dida, o una repentina demostración ante un entorno tan
sorprendido corno desprevenido, o bien una instrumenta-
lización de prestaciones y hechos de orden tecnológico con
vistas a un conjunto heterogéneo de objetivos intelectuales
y políticos. A esta modalidad pertenecían ya tanto el idiota
de Nicolás de Cusa como la historia de la técnica de Bacon
y el programa de exposiciones de Leibniz. La idealización
de la invención no es una reflexión de los propios invento-
res, no es parangonable, en todo caso, con la importancia
de la reflexión desarrollada en el seno de las bellas artes.
Sólo si se tiene esto presente podrá calcularse qué función
le iba, finalmente, a corresponder a la gran Enciclopedia fran-
cesa, que hizo de una esfera de sordos mecanismos y pro-
cedimientos una parte integrante potencial de todo un
nuevo mundo del espíritu.

73
En el libro III de Dichtung und Wahrheit, Goethe des-
cribía la repercusión de la Enciclopedia francesa como un
despertar de la conciencia de la tecnificación esencial del
mundo. Allí podemos leer: «Cuando oíamos hablar de los
enciclopedistas o abríamos un tomo de su inmensa obra
nos sentíamos como si paseáramos entre los innumerables
bobinados y telares de una gran fábrica y ante tanto chi-
rriar y tanto ruido, ante ese mecanismo perturbador de los
ojos y de los sentidos, ante lo incomprensible de una insta-
lación que acopla de tal manera lo más dispar, hasta se nos
agua, al contemplar todo lo que conlleva producir una pieza
de tela, el gusto por el vestido que llevamos puesto». El fe-
nómeno de la tecnificación es representado aquí no sólo
con el molesto ruido que lo acompaña, sino en su rasgo fun-
damental, que hace resaltar del ámbito de lo obvio todo ese
mundo de objetos de los productos tecnológicos, conver-
tido en una segunda naturaleza y en nuevo tema mediante
la exposición de su origen, que se ha vuelto de orden me-
cánico. El abbé Galiani, amigo del círculo de los enciclope-
distas, hizo, en un pequeño e ingenioso diálogo, que Voltaire
y Mirabeau mantuvieran una «investigación imparcial en
torno a la gran pregunta de si ha sido la naturaleza o la hu-
manidad la que produjo los zapatos». Este diálogo es el pri-
mer descubrimiento del hecho de que el ser humano
camufla su propia autoría en el ámbito de los objetos fun-
damentales de sus necesidades. Reproduzco aquí un breve
pasaje: Galiani hace que Mirabeau formule la pregunta:

74
«¡Puede haber algo más absurdo que creer que nuestros za-
patos son, como nuestros pies, una obra de la naturaleza?».
A lo que Voltaire contesta: «Por Dios, ¿qué encontráis de
extraordinario en ello?». Mirabeau: «Lo que en ello es real-
mente extraordinario». Voltaire: «Sin embargo, todo os dice
que el calzado no es obra del hombre, mostrándoos esta
importante verdad. Remontaos hasta los tiempos más an-
tiguos y veréis calzado por doquier: en todas las naciones,
tanto bárbaras como civilizadas, se ha conocido el calzado.
¡Podréis creer que una cosa tan necesaria y difundida que
es posible hallarla en todos los tiempos y en todos los lu-
gares y cuyo inventor se ignora es obra del propio hombre?
Lo que se ha mantenido en todas las épocas y entre todos
los hombres no puede ser atribuido al criterio humano,
siempre fluctuante e inseguro, sino únicamente a las leyes
de la naturaleza( ... )». A lo que replica Mirabeau: «( ... ) Por-
que los antiguos documentos hayan sido quemados y no
se sepa exactamente quién fue el primer inventor del cal-
zado no es licito creer que el calzado haya surgido a la par
que los pies. Si no se sabe quién lo inventó habrá que figu-
rárselo; seguro que fue un zapatero( ... ). Pensad en el que
sacó las primeras ganancias del calzado y encontraréis al
primer culpable de su existencia. Seguramente un zapatero.
¿Pues no hay gente que puede vivir y andar muy bien sin
zapatos?». Se percibe el trasfondo cultural de todo ello, en
el sentido de Rousseau, pero con la función, aquí, de arti-
cular la conciencia de la responsabilidad del hombre res-

75
pecto a su situación y a su equipamiento en el mundo, de
cimentar desde el pasado para el futuro el carácter insosla-
yable de su papel demiúrgico. Las necesidades no serían rei-
vindicaciones de un abastecimiento natural, sino que
implican determinadas lagunas de la naturaleza, planteando
una seri~ de tareas a la productividad humana.
Queda patente qué consecuencias dimanan del hecho
de que en el círculo de la Enciclopedia se hablara de esa ma-
nera, desde fuera, «sobre la técnica». Este hablar sobre la
técnica tiene una importancia históricamente definible,
constituyendo por sí mismo una sección de la historia del
espíritu de la técnica, y siendo, no obstante, un hecho que
hace ver a la investigación de esta historia del espíritu de la
técnica sus dificultades específicas.
La estructura del progreso técnico aparece corno homo-
génea y con una lógica inequívoca únicamente en su idea-
lización global. Para cerciorarse de ello no necesitarnos sino
tener presente el caudal de beneficios, innegable y dura-
dero, para la historia del espíritu de la técnica contenido
en El capital de Karl Marx. Marx mantiene el axioma de
que la creciente tecnificación de la sociedad industrial no
es sino el resultado de la suma de todo un conjunto de in-
ventos singulares (corno sucesos datables), con un resuelto
giro de inversión respecto al idealismo. En el capítulo «Ma-
quinaria y gran industria», Marx presentaba la mecaniza-
ción de la producción corno una consecuencia de la estructura
del trabajo de manufactura de la primera época industrial
-de la descomposición de la producción originariamente

76
artesanal de una mercancía en sus procesos laborales ele-
mentales- que se traduce en una serie de inventos. Sólo en
la división del trabajo se habría hecho por primera vez le-
gible la posibilidad de mecanización de un proceso produc-
tivo; con ello se ofrecería, imperiosamente, por decirlo así,
una traslación de esa forma de ser elemental al proceso me-
canizado. Los inventos no estarían, como se acostumbra
decir, en el aire, sino prefigurados en el propio proceso del
trabajo. El mismo taller de creación de los instrumentos
del trabajo, «ese producto de la división manufacturera del
trabajo, produce, a su vez», según escribe Marx, «maqui-
naria».
Tal modelo deja claro qué entiende Marx entiende por
el concepto de historiografía de la técnica, que él mismo
califica de una «historia crítica de la tecnología». Una his-
toriografía así demostraría, según afirma el filósofo, «lo poco
que pertenece a un solo individuo particular cualquier in-
vento del siglo XVIII». Marx suministra asimismo, en el
campo de la teoría del conocimiento, una argumentación
tanto para el vencimiento como para la posibilidad de la his-
toria de la técnica requerida: ésta llegaría a su fecha de ven-
cimiento después de que Darwin hubiera orientado su
interés hacia «la historia de la tecnología natural», mediante
una teoría del surgimiento de los órganos como «instru-
mentos de producción de la vida vegetal y animal», hacién-
dose posible, como «historia de la formación de los órganos
productivos del hombre social», y, por cierto, con mayor
facilidad que aquella teoría biológica porque -según el

77
axioma introducido por Vico- «la historia de la humani-
dad se diferencia de la historia de la naturaleza en que una
la hemos hecho nosotros y la otra no».
Tal tipo de historiografía no puede quedarse en el es-
quema típico de las crónicas tradicionales. Lo referente a
la situacjón se sustraería a la databilidad precisa que hace
metodológicamente inferible la relación de fundamenta-
ción entre las teorías de la acción y los productos de la
acción. Tenía que verse, al menos, como posible que las teo-
rías de la acción no fueran, por su parte, sino una expre-
sión y una consecuencia de determinadas relaciones dadas
ya de antemano, o que, en todo caso, hubieran asumido,
desarrollado y sistematizado las necesidades de actuación
ya subyacentes en las situaciones correspondientes, pu-
diendo así, quizás, preparar y acelerar un conjunto de su-
cesos, pero sin motivarlos primordialmente.
Sólo en este contexto adquiere todo su relieve la obser-
vación de que para la historia temprana de la relación entre
ciencia y técnica resultaba sumamente cuestionable la pree-
minencia de la teoría. Marx apuntó, en todo ello, una cons-
tatación general: «El período manufacturero, que no tarda
en expresar, como principio consciente, la disminución del
tiempo de trabajo necesario para la verdadera producción,
desarrolla asimismo, esporádicamente, el uso de máqui-
nas, sobre todo con vistas a determinados procesos, senci-
llos y de carácter primario, que han de realizarse de forma
masiva y con un gran despliegue de fuerzas( ... ). El empleo
ocasional de la maquinaria se había convertido, en el siglo

78
XVII, en algo muy importante por ofrecer a los grandes ma-
temáticos de la época puntos de apoyo prácticos y estímu-
los para la creación de la mecánica moderna».
Esta doble relación de fundamentación, de, en primer
lugar, la máquina sobre el trabajo descompuesto mecáni-
camente, y, luego, de la mecánica sobre la existencia misma
de la máquina, evidencia excesivamente su carácter de in-
versión ideológica como para que se pueda esperar encon-
trar aquí el hilo conductor de la historia de la técnica. Todo
aboga por mantener el acceso a la cuestión libre de deci-
siones previas. Únicamente un pluralismo de aspectos y
planteamientos metodológicos puede coadyuvar a apurar
el potencial de preguntas que aquí es posible plantear. Con
toda seguridad resulta fructífero preguntar por la prefor-
mación de la mecanización en la organización misma del
trabajo manual. No obstante, sería fatal pasar por alto, al
hacerlo, la posibilidad de que las transformaciones en el
tipo de trabajo -como el enorme alargamiento del tiempo
de trabajo y la atomización de los procesos del mismo- pue-
dan haber sido causadas ya, en los estadios iniciales de la
revolución industrial, a partir de la competencia con lama-
quinaria emergente y del desigual equipamiento en maqui-
naria de las economías nacionales rivales.
Precisamente en este ámbito de la historia de la técnica
hay una serie de lugares comunes en apariencia bien acre-
ditados, con los cuales han sido dejados de lado durante
mucho tiempo problemas sumamente complejos y fecun-
dos. Un fenómeno como el «rascacielos», tan sintomático

79
para el mundo tecnológico y la presentación de su auto-
conciencia, pudo hacerse plausible durante mucho tiempo
con la explicación, obvia, de la escasez de suelo, especulati-
vamente aprovechada hasta el máximo, en el centro de
Nueva York. Se tuvo, por supuesto, en cuenta que todo ello
necesitaba unos determinados presupuestos de orden téc-
nico, como el desarrollo de la construcción a base de acero
y hormigón, así como de otros procedimientos constructi-
vos. Pero más importante que la capacidad técnica de edi-
ficar tales rascacielos era la superación constructiva del
problema de realizar en ellos un tránsito vertical.
El progreso técnico -como una transformación especí-
fica y cualitativa de las posibilidades humanas- consiste,
en ocasiones, en actos elementales de volver la atención hacia
alternativas hasta entonces inadvertidas. El tránsito de far-
dos y personas había sido hasta mediados del siglo XIX, como
algo obvio por completo, un tránsito horizontal. Parecía
que, fuera de las minas, donde se había quedado estancado
en un estadio primitivo, apenas había necesidad de echar
mano de la otra alternativa, del tráfico vertical. Pero el de-
sarrollo de un tráfico vertical en las altas construcciones
constituía una realidad fundamentalmente circular: para
poder edificar a mayor altura se precisaba -tan pronto se
fuera más allá de la altura asequible a un tráfico por esca-
lera, efectuable aún con la sola fuerza de los órganos cor-
porales- una técnica de ascensión ya desarrollada. Por otro
lado, la necesidad de progresar en la construcción del trá-
fico vertical, así como el presupuesto de su rentabilidad eco-

80
nómica, sólo pudo surgir cuando ya se había agudizado el
ritmo de construcción de edificios altos, cuando éstos ya
existían, los cuales, a su vez, no podían existir sin aquel pre-
supuesto. En casos así hace ocasionalmente su aparición la
mera necesidad de lujo y juego, el carácter de appeal de las
atracciones de índole tecnológica, por ejemplo, de cara a la
circulación de la gente de fuera, pudiendo ofrecer en los
hoteles una modalidad de confort la mayoría de veces pu-
ramente declamatoria.
De este modo, en 1857 se llegaba a la aparición de los
primeros ascensores, sín que existiese la necesidad real del
edificio alto. Ciertamente, esto es un fragmento de la his-
toria de los factores tecnológicos que podían llevar al ras-
cacielos, pero que, sin duda, incluso contando con el factor
de la escasez de suelo, no hubieran llevado al mismo si la
estructura vertical ofrecida en el rascacielos no se ajustara
de forma incomparable a la racionalidad de las grandes ad-
ministraciones y las organizaciones de los consorcios bu-
rocráticos de la época moderna. Las entidades de seguros,
que fueron las primeras en crear esta estructura adminis-
trativa abstracta, levantaban también, en 1885, el primer
rascacielos de diez pisos [el Home Insurance Building], y,
por cierto, en Chicago, donde no había problemas de esca-
sez de suelo. La explicación, tan plausible, del rascacielos
echando mano de la infraestructura capitalista es, al menos,
cuestionable. Por mucho que se incluya en tal infraestruc-
tura el puro valor de demostración del poder económico, el
desarrollo ha transcendido la relevancia, quizás temporal,

81
de esos factores, racionalizándose por entero. El cambio
brusco de un tránsito horizontal a otro vertical en la mo-
derna city burocrática se corresponde con la prioridad del
tráfico de informaciones y datos respecto a aquel otro trán-
sito de fardos y mercancías, que ya no llega a estos centros,
sino que es representado en ellos de un modo únicamente
abstracto. La verticalidad se ha convertido en la dimensión
del tránsito de actas y ponentes, decisiones y mánagers, ope-
raciones y cuarteles generales. La técnica ha hecho posible
una determinada estructura de trabajo, pero no es menos
verdad que la perfección de esos medios técnicos ha sido
impulsada por el cambio de la propia estructura laboral.
Respecto a la primacía de la racionalización sobre la tec-
nificación hay un caso límite con una argumentación con-
cluyente: la historia de la máquina de cálculo. El hecho, que
al principio parece paradójico, de que justamente sean los
matemáticos filósofos, como Pascal y Leibniz, y no los téc-
nicos, quienes se preocuparan de construir las primeras má-
quinas de cálculo se hace más comprensible si se entiende
la nueva concepción de la filosofía sobre la forma de acti-
vidad de la razón humana, con su carácter combinatorio,
automático y deductivo, como un presupuesto que obte-
nía, por decirlo así, su demostración palpable, experimen-
tal, en la idea de la máquina de calcular. Esta máquina
constituiría un argumento, no un instrumento, o esto úl-
timo sólo de un modo secundario. Lo que motivó el deseo
de construirla no fue, por tanto, el efecto útil, sino la in-
tención de suministrar el modelo para la explicación de esas
operaciones.

82
Quiero aducir, al respecto, un pasaje de la biografía que
la hermana de Pascal, Gilberte Périer, escribió sobre su herma-
no. Respecto al invento del joven, que entonces contaba die-
cinueve años, nos dice lo siguiente: 1 «Con esta máquina
aritmética no sólo pueden llevarse a cabo con una seguri-
dad infalible toda clase de cálculos sin plumas de escribir
ni fichas, sino incluso desconociendo cualquier regla arit-
mética. Una obra así ha sido vista como algo novedoso en
el ámbito de lo natural, al trasponer una ciencia totalmente
inherente a la mente a un determinado mecanismo, dando
como resultado un instrumento capaz de realizar con total
seguridad, y sin necesidad de reflexión, todas las operacio-
nes». El hecho de que la presentación de procesos mentales
implique uua delegación de tales procesos o de que la evi-
dencia del mecanismo se refleje en la dignidad únicamente
mecánica de la prestación racional se trasluce en las dudas
sobre el derecho a reivindicar una mathesis universa/is. To-
davía Husserl seguía viendo en la formalización de los pro-
cesos mentales un modo de evadirse de la razón en el
progreso respecto a su obligación de realizar las intencio-
nes abordadas. Hegel, en cambio, había aludido en su Ló-
gica no a la degeneración, sino a la exteriorización de los
procesos matemáticos, esencial para la razón humana, corno
presupuesto de su mecanización: «Dado que el cálculo es
una operación tan exterior y, por ello, mecánica, se han
hecho construir máquinas que realizan de la forma más per-

1 Como ya se señaló en la nota 1, páginas 50-51 de este libro. (N. del T.)

83
fecta las operaciones aritméticas. Si sólo se conociera esta
circunstancia en la naturaleza del cálculo, subyacería en ella
la decisión de hacer de la característica esencial de esta idea,
del cálculo, el medio principal de formación del espíritu,
sometiéndolo a la tortura de perfeccionarse a sí mismo ac-
cediendo a la condición de máquina». Schopenhauer es-
cribió, de forma parecida: «Que la actividad aritmética es
la más baja de todas las actividades de la mente se hace pa-
tente en el hecho de que sea la única que puede ser ejecu-
tada también por una máquina; tales máquinas de cálculo
son ya actualmente de uso frecuente en Inglaterra porra-
zones de comodidad». Que desvalorizaciones así no agotan
esa problemática, y ni siquiera la entienden, es algo que ya
expresara Johann Heinrich Lambert en una carta dirigida
a Kant el 13 de octubre de 1770, donde, si bien admite, re-
firiéndose a las operaciones simbólicas, que éstas se en-
cuentran a medio camino entre el pensamiento puro y la
mera sensación, reivindica para las mismas que, con ellas,
vamos mucho más allá de los límites de nuestro pensa-
miento real, y no, por cierto, saltándose de una forma me-
ramente mecánica una serie de pasos que podrían ser
recuperados de otra manera.
El cómo sean valorados los procesos de matematización
y formalización, mecanización y automatización de pres-
taciones de orden intelectual depende de si se ve represen-
tada en aquéllos la sustancia del pensamiento humano o,
por el contrario, se reconoce en ellos un ámbito suscepti-
ble de ser separado de las funciones centrales de la razón y,

84
más bien, exterior a las mismas, teniendo, por tarttü, que
ser considerado como algo que se ha de desprender de ellas,
como mero residuo suyo. La máquina asumiría entonces
aquellos trabajos que no necesitan para ser realizados la
suprema calidad del pensamiento originario, presente in-
cluso en el acto de inventar. La tecnificación se muestra, en
todo ello, paradigmáticamente, como el proceso en que el
ser humano se descarga a sí mismo de los trabajos que re-
quieren su esfuerzo una sola vez o en los cuales ha desarro-
llado un interés razonable de dejarse superar.
Aquí serán tratadas una serie de cuestiones de valora-
ción de la técnica que constituyen un capítulo propio den-
tro de la historia del espíritu de la técnica. Pues forma parte
de esta historia no sólo el espíritu que promueve la técnica,
sino incluso aquel espíritu que la técnica misma promueve.
No me estoy refiriendo a los «efectos a largo plazo», como
la aparición de motivos de carácter técnico en la poesía
y la pintura, por muy sintomático que esto pueda ser, o la
reorientación del ser humano hacia aquellos condiciona-
mientos de su existencia que vienen dados con los apara-
tos, en el sentido más amplio del término, pero que la
mayoría de veces no son definidos por la especificidad de
su construcción, sino por su rentabilidad económica. La
transformación del propio pensamiento gracias a la expe-
riencia con la técnica consiste, ante todo, en que las teorías
apenas continúan adquiriendo relieve como explicaciones
de la realidad, sino que asumen enseguida la función de un

85
potencial capaz de cambiar la realidad, realizar lo pensado,
ampliar el recinto de lo utópico.
No ver reconocida la afirmación de la existencia de ver-
dades presuntamente eternas e invariables pertenece a las
experiencias fundamentales de la Edad Moderna; pero esto
ocurre, somo ha sido tematizada, sobre todo, en la historia
de las ciencias, en esá forma conocida de corrección de ideas
existentes mediante otras nuevas verificables. En la histo-
ria del espíritu de la técnica sólo puede tratarse de una re-
lación indirecta con el stock de presuntas verdades. ¿Cuánto
no se ha convertido en falso, por ejemplo en los enuncia-
dos de la filosofía del Estado o de la política gracias a de-
terminados progresos de la técnica?
Baste referirme aquí a un único caso. Montesquieu creyó
que podía deducir a partir de la historia del Estado romano
una ley que determinaría causalmente el tránsito de for-
mas atemperadas de poder político hacia sus degeneracio-
nes despóticas; la esencial pulsión a expandirse de los
sistemas políticos llevaría a un límite donde lo cuantitativo
se trueca en una cualidad políticamente negativa, al no ser
ya posible la administración de todo el espacio que se ha
de dominar con los medios clásicos de la organización es-
tatal, cuando «la celeridad de las decisiones tiene que com-
pensar las distancias sobre las que aquéllas han de ejercerse»;
cuando, por tanto, el espacio debe ser contrapesado con el
tiempo y lo intrincado de los procedimientos políticamente
controlables provoca justo que éstos sean sustituidos por el
absolutismo de un poder ejecutivo disponible en todo mo-

86
mento. Ahora bien, estas consideraciones, traducidas a
«leyes» políticas, pueden haber sido, para la historia de los
romanos, tanto falsas como ciertas, pero en cualquier caso
las razones para una u otra cosa no han seguido siendo las
mismas desde la época de Montesquieu, ·pues la relación
compensatoria entre el tiempo y el espacio ha cambiado
radicalmente, y esto, por cierto, gracias a la técnica y en
cuanto dimensiones dependientes de la técnica.
La mención de este ejemplo no es arbitrario, pues Mon-
tesquieu es una figura importante para la historia del espí-
ritu de la técnica. Fue el primero en demandar, en 1719,
mediante una proclama de la Academia de Burdeos, de la
cual era presidente, que se escribiera una historia de la su-
perficie terrestre, con la mirada puesta, sobre todo, en las
transformaciones que el ser humano ha operado en ella en
el transcurso de su historia. En su libro Sobre el espíritu de
las leyes pueden rastrearse algunos indicios de SIL propia
preocupación por el problema de presentar los cambios pro-
ducidos en la vida gracias al progreso técnico. Pero, para
él, tales transformaciones, así corno la posibilidad de futu-
ros cambios de la situación, estaban muy por debajo del
umbral de aquello que podía reclamar el carácter de ley,
una ley que, análogamente a la naturaleza, dominara la his-
toria. Una ley así tenía que ser expresable en su aspecto cuan-
titativo, cosa que la época había aprendido de Newton. De
ahí que Montesquieu creyera que tanto en el régimen re-
publicano corno en el monárquico se daba una dimensión
de máximos. Lo máximo espacial es puesto en relación con

87
determinadas magnitudes temporales, que están a disposi-
ción de las decisiones políticas y a la realízación de las mis-
. mas. Cuanto mayor sean las distancias para hacer llegar tales
decisiones tanto más rápidamente deberán ser tomadas, y
en un determinado punto de una extensión desmesurada
lo cuantitativo espacial se transmuta en una cualidad polí-
tica, convirtiéndose una forma de Estado que era mode-
rada en despótica, mostrándose ésta acorde con la dimen-
sión excesiva de lo espacial mediante la celeridad con que
se tramitan sus decisiones.
Esta implicación de la relación temporal respecto a una
forma de ley que presuntamente se ha encontrado apunta
a una orientación esencial del análisis histórico de la histo-
ria de la técnica: los desarrollos técnicos hacen siempre re-
ferencia a las constantes de las dimensiones temporales en
que está inmerso el ser humano.
Si se introduce como instrumento hermenéutico la re-
lación temporal, puede dejarse de lado la pregunta estrella
en todas las discusiones al respecto sobre qué es, pues, la
técnica. El tiempo de la vida, con sus unidades naturales,
es para el hombre, en lo esencial, una dimensión no dispo-
nible e invariable; si quiere más rendimiento y más placer,
un grado mayor de autorrepresentación y de plenitud vital
tendrá que acelerar la realización de sus posibilidades en
ese tiempo que le es dado de antemano. Directa o indirec-
tamente, este incremento de velocidad constituye la raíz uni-
taria de todos los impulsos técnicos del ser humano.

88
Así queda precisada para una historia del espíritu de la
técnica una de sus tareas) a saber, estudiar cómo ese pro-
grama fundamental no sólo se agudizó en un deterrninad<jl_ -
punto de nuestra propia historia (habiendo estado encu-•
bierto hasta entonces bajo determinadas compensaciones),
sino también cómo mostraba su carácter en cosas que hasta
entonces no se habían creído realizables.
Todavía Lichtenberg seguía viendo nuestra invencible
inferioridad frente a la naturaleza en el hecho de no com-
partir su medida del tiempo, no poder imitarla allí donde
ella sobrepasa, usando generosamente de su tiempo, toda
medida de la vida humana. Y escribe lo siguiente: «La du-
ración del tiempo es un obstáculo importante en todos
nuestros esfuerzos por explicar los fenómenos de la natu-
raleza con operaciones hechas en el laboratorio ( ... ) . Los
seres humanos nunca podrán superar estas dificultades. Po-
dernos decir: así corno lo espacial nos hace imposible la ex-
ploración de muchas cosas, también puede hacérnoslo
imposible lo temporal. Así corno no podernos subir a la luna
ni bajar al centro de la tierra, tampoco podernos imitar los
procesos de la naturaleza que ella ha estado incubando qui-
zás durante siglos, procurándose sus ingredientes desde las
cinco partes del mundo». Este texto no requiere mayor ex-
plicación; la imposibilidad sostenida por él y que metafo-
riza sirviéndose de lo absurdo de una imposibilidad aún
mayor, corno lo es subir a la luna, hace ya mucho que se ha
transmutado en un prototipo de las posibilidades huma-
nas, de manera que es posible leer este texto invirtiéndolo,

89
justamente como una definición fundamental de lo que es
la época tecnológica.
Con esta cuestión en torno a la relación entre tecnifica-
ción y estructura temporal se tocan unos límites donde ya
no puede aparecer una historia del espíritu de la técnica
aislada respecto a los planteamientos de sus problemas. Pero
justo aquí la especialización de la ciencia histórica podrá
repercutir positivamente, mediante la convergencia de los
conceptos y los problemas específicos de los limites, en nue-
vos planteamientos de mayor amplitud.
El pluralismo de los axiomas con los que tiene que tra-
bajar una historia del espíritu de la técnica produce, a prime-
ra vista, una impresión decepcionante, evocando el sem-
blante de un escepticismo histórico. Sin embargo, el
postulado de dejar abiertas las vías de interpretación de estas
conexiones y no decidirse de antemano a favor de un de-
terminado modelo de adscripción debe justamente impe-
dir que los determinantes ideológicos entren en el enfoque
histórico, o que éste sirva a aquéllos de confirmación.
Acaso haya también en este campo cuestiones indecidi-
bles, pero incluso una resignación parcial sería preferible a
una constatación dogmática, que llamamos dogmática por
unir la primacía en el nexo causal con una valoración. En
esto se debe tener claro que con el acercamiento a los tiem-
pos presentes la relevancia de los modelos posibles retro-
cede ante la condensación de la lógica inmanente tanto del
proceso técnico como científico. Una historia de la ciencia
del siglo XX se habrá de confeccionar de un modo totalmente

90
distinto de lo que sería una historia de la ciencia del siglo
XVII, que tenía que exponer un proceso cuya lógica inma-
nente aún no se ha consolidado. Un proceso todavía no fra-
guado sigue estando abierto a factores históricos que, por
decirlo así, disparan por los flancos, bloqueando o acele-
rando dicho proceso.
La profecía de que nos encontrarnos al final de la his-
toria de las acciones productivas espontáneas del espíritu
humano extrae sus razones de este estado de cosas, lo cual
significa, en la teoría, que en los resultados de un determi-
nado estadio del proceso están ya siempre implicados los
problemas dimanantes para los próximos pasos del cono-
cimiento. Cosa que significaría, para la historia de la téc-
nica, que sólo la solución de un determinado problema de
construcción o procedimiento hace asimismo reconocibles
las deficiencias que aún han de ser superadas, planteando,
en este punto, las tareas para soluciones futuras. Cuanto
más nos acercarnos a los tiempos presentes tanto más se
convierten la historia de las ciencias exactas y la historia de
la técnica -pero también la historia de las artes plásticas y
de la literatura- en regiones cerradas, con unas consecuen-
cias interiores de su desarrollo propias de cada una, escu-
dándose, relativamente, con ello, ante aquellas correlaciones
de cuya suma podría surgir algo así corno la unidad de un
estilo.
El alto grado de condensación de nuestro actual estado
científico y tecnológico continúa siendo, ciertamente, un
tema de una historia del espíritu de la técnica, pero tarn-

91
bién un peligro de la inagotabilidad de su progreso hacia
nuevas constelaciones. Una técnica que siguiera sometién-
donos únicamente a la imperiosidad de la adaptación fun-
cional y a la atenta observación de sus señales tendría que
quedar del todo absorbida en la mera crónica de sus pro-
gresos. Por suerte no necesito en este momento decidir si
todavía merece la pena investigar cómo se ha llegado a esta
situación.

92
I II

RECAPITULACIÓN DE LA PONENCIA
Y DISCUSIÓN
H. BLUMENBERG: 1 En una situación en que ha perdido
credibilidad la primacía de la historia del espíritu para nues-
tra conciencia histórica, que Hegel aún proclamara de forma
programática, el terna de una historia del espíritu de la téc-
nica ha de presentarse corno problemática, sobre todo por-
que la historia de la técnica parece no tener que ver -si nos
representamos someramente nuestro entorno tecnológico-
más que con realidades tangibles. Si se hiciera de la racio-
nalidad constructiva de estas realidades técnicas el objeto
de una historia del espíritu de la técnica, el resultado sería
el tipo consabido de una historia de los inventos y los in-
ventores, de las construcciones y los constructores. Con ello,
parece que para una historia del espíritu de la técnica sólo
queda el espíritu de antes y después del propio fenómeno
técnico, como motivación o justificación, o bien como re-
lación entre la idea y la realidad. En un plano metodoló-
gico, mantenerse libre de alternativas basadas en prejuicios
y la observación de que en la historia de los hechos y de la

1
Texto aparecido por primera vez en Bericht über die 27. Versammlung deu-
tscher Historiker in Freiburg/Breisgau vom 10. bis 15. Oktober 1967, Ernst Klett,
Stuttgart, 1969, págs. 89-93.

95
secuencia de hechos existe un sistema de efectos recípro-
cos entre la idea y la realidad tiene mayores perspectivas
que dejarse arrastrar por la gigantomaquia de los idealistas
y los materialistas. Mientras las situaciones sean epifenó-
menos de determinadas acciones, se integran en el esquema
del contexto histórico, enriquecido con nuevos elementos.
En rela'ción con las situaciones lo recomendable era admi-
tir, ya desde el punto de vista metodológico, una determi-
nabilidad de índole cuantitativa, razón principal -junto a
la reacción en contra de una concepción de la historia ide-
alista o personalista- de la preferencia que se tiene, hoy día,
por las estructuras materiales, económicas e histórico-so-
ciales. Si se habla de la «tecnificación» como de una carac-
terística que abarca los siglos XVIII y XIX, surge enseguida
una diferenciación esencial entre la secuencia de sucesos,
la mayor parte datables, de aquellos inventos cuya suma ha
dado lugar al resultado de una «época tecnológica», y el cam-
bio de situación -frecuentemente con un retraso notable-
del mundo del trabajo a consecuencia de tales inventos, un
cambio que tenía como presupuesto la reproducción, cap-
table de forma cuantitativa, del factor técnico. Pero las di-
mensiones y la celeridad de la reproducción tienen, a su
vez, sus presupuestos, fundamentalmente en circunstan-
cias como la potencia económica y hechos sociales como
la estructura de las expectativas, la necesidad de consumo,
los límites del lujo, etcétera. La realización de los postula-
dos históricos de la databilidad y de la autoría intelectual
mediante la especificación de la secuencia entre los inven-

96
tos y los cambios de situación dejaba sin plantear ni con-
testar la pregunta por los factores que, entre el dato del in-
vento y las dimensiones de la situación, que se ha hecho
mensurable, han operado en el proceso y lo han relacio-
nado, fomentándolo o retrasándolo, con la estructura de la
propia conciencia. El progreso técnico ha entrado en la vaga
conciencia de la historia corno una representación dema-
siado general. Para la metodología de una historia del es-
píritu de la técnica, esto significa, en primer lugar, que las
cuestiones cruciales han de ser planteadas en un formato
más pequeño. Habríamos de partir de la relación de depen-
dencia, que hoy se ha hecho obvia, entre el progreso téc-
nico y el progreso teorético-científico. Fue precisamente
una característica de la incipiente Edad Moderna el que se
diera sin cesar, pese al estancamiento y la recesión en lo te-
órico, un progreso técnico en el ámbito de las artes mecha-
nicae, sin una reflexión teorética a su medida y siendo
socialmente poco valoradas. Descartes, como Galileo, ocultó
manifiestamente el trasfondo artesanal del que había reci-
bido estímulos decisivos para la nueva idea de ciencia. Entre
las condiciones del progreso técnico hay que contar tam-
bién, ante todo, con la ruptura de determinados bloqueos
en la conciencia de la época. Quien vio con mayor claridad
este problema fue Francis Bacon, reivindicando el museo
tecnológico y la historia de la técnica como una manifesta-
ción de la posibilidad del progreso. La homogeneidad de su
interés, que aparece reiteradamente también en Leibniz,
por las rarezas tanto naturales como técnicas, que se con-

97
virtió en algo esencial para el proceso de legitimación de la
técnica, condujo a las colecciones y exposiciones de los mu-
seos, donde las curiosidades lúdicas -que contribuían al
conocimiento- de la naturaleza y de la técnica estuvieron
aún por mucho tiempo al mismo nivel.
Junto con la idea de exponer los inventos, abrir los ojos
del público y franquear un mercado a las innovaciones, se
abarcan, asimismo, cuestiones jurídicas y económicas que
forman una parte esencial de los factores del progreso téc-
nico. La institución jurídica de protección de la propiedad
privada no tenía, en absoluto, la obviedad que entretanto
ha adquirido. La concepción de la invención corno una pro-
piedad referida no a una cosa, sino a la idea de una cosa,
que ha de ser tutelada jurídicamente, tiene presupuestos
pertenecientes a la historia del espíritu donde se vuelven
cuestionables las representaciones tradicionales sobre la re-
lación del ser humano con la realidad natural, El camino
de la técnica en la Edad Moderna ha seguido siendo, en gran
parte, una manifestación súbita y abrupta. La idealización
del invento no constituyó una reflexión de los propios in-
ventores, no era parangonable, en cualquier caso, con su
importancia en el ámbito de las bellas artes. Dado este es-
tado de cosas, se ha de sopesar la función que luego iba a
corresponder a la gran Enciclopedia francesa, al hacer de
toda una esfera de mudos mecanismos y procedimientos
una parte integrante potencial de un nuevo mundo del es-
píritu. En El capital, Marx invirtió resueltamente, en un
brusco giro contra el idealismo, el axioma de que la cre-

98
ciente tecnificación de la sociedad industrial era el resul-
tado de la suma de las aportaciones (en forma de sucesos
datables) de todos aquellos inventos individuales. En su opi-
nión, únicamente con la división del trabajo de la primera
manufactura industrial se vislumbraba la posibilidad de
una mecanización, y los inventos no habrían estado en el
aire, sino prefigurados en el propio proceso del trabajo, de
modo que, según él, la historiografía no haría sino demos-
trar lo poco que pertenece cualquier invento del siglo XVIII
a un único individuo. Sólo sería posible elaborar una his-
toria de la técnica como una «historia de la formación de
los órganos productivos del hombre social». Una historio-
grafía así no puede quedarse en lo esquemático de las cró-
nicas tradicionales. Lo referente a la situación se sustrae a
la databilidad precisa, que hace metodológicamente explo-
rable la relación de fundamentación entre las teorías y los
productos de la ac'ción. Sólo un pluralismo de aspectos y
enfoques metodológicos puede ayudar a apurar el poten-
cial de las cuestiones planteadas a una historia del espíritu
de la técnica.
Precisamente en el campo de la historia de la técnica hay
una serie de estereotipos, en apariencia acreditados, me-
diante los cuales se han dejado de lado durante mucho
tiempo problemas sumamente fecundos y complejos. El fe-
nómeno del rascacielos, tan sintomático para el mundo de
la técnica, no puede explicarse únicamente partiendo de la
infraestructura capitalista. El cambio de la circulación ho-
rizontal a la vertical realizado en el rascacielos se corres-

99
pande con la primacía del tráfico de información y de datos
sobre el tráfico de fardos y mercancías en la city burocrá-
tica moderna. A la vista de este ejemplo puede demostrarse
que la técnica que posibilita una determinada estructura
del trabajo ha sido propulsada hacia su perfección mediante
la transformación de la propia estructura del trabajo.
Al fin y al cabo, todos los desarrollos técnicos pueden
atribuirse, directa o indirectamente, al incremento de las
velocidades. El tiempo de la vida es, para el hombre, una
magnitud invariable; si éste quiere conseguir un plus de ren-
dimiento y de placer, de autorrepresentación y plenitud vital,
no tiene más remedio que acelerar la realización de sus po-
sibilidades en ese tiempo que se le ha dado de antemano.
Con ello, con vistas a una historia del espíritu de la técnica,
queda precisada una de sus tareas: investigar cómo ese pro-
grama fundamental no sólo alcanzó su punto culminante
en un determinado momento de nuestra historia espiri-
tual, sino también cómo se reveló en una ejecutabilidad de
la que, hasta entonces, no había sido capaz.

100
DISCUSIÓN SOBRE LA PONENCIA DE BLUMENBERG

A. TIMM (de Bochum) celebra que en el centro de lapo-


nencia esté el siglo XVIII, que aporta a la historia de la téc-
nica un renacimiento enciclopédico, pedagógico y econó-
mico. Si bien es verdad que fue también en ese siglo cuando
estuvieron en un primerísimo plano los inventos surgidos
repentinamente, se debería tener en cuenta, justo en una
estrecha relación con la economía, el hecho de que han de
consignarse asimismo una serie de inventos que son resul-
tado de un encargo.
Respecto al tema de la historiografía de la historia de la
técnica, TIMM resaltó asimismo que, en El capital, en el ca-
pítulo «Maquinaria y gran industria», Marx no aportó cosas
de su propia cosecha, sino que su exposición se basaba en
las historias de la tecnología de Johann Beckmann y de su
discípulo, Johann Heinrich von Poppe. También observó
que es justamente una característica del marxismo no de-
dicar ninguna atención a la historia de la técnica.
BLUMENBERG replica que los inventos por encargo han
sido, en multitud de casos, fomentados de un modo artifi-
cial, es decir, algo ya listo debía aparecer como si se hubiera
iniciado por encargo, cultivando luego el carácter espontá-
neo de los inventos. Por otro lado, se ha de observar, res-
pecto a los inventos «repentinos», que la continuidad se ve
velada con frecuencia para dar la apariencia de algo espon-
táneo. En cuanto a las constataciones relativas a Marx, éstas
han de ser confirmadas en el plano historiográfico.

101
R. BRAUN (Berlín) señala que una historia social de la
técnica-como una ca-ponencia, por decirlo así, respecto a
la ponencia sobre una historia del espíritu- hubiera hecho
hincapié en algunas cosas de otra manera. En lo tocante a
los ejemplos aducidos en el proceso de legitimación de la
llamada mecánica de artificios o industria de autómatas,
no habfa habido, en aquella época, ninguna discriminación
del inventor; por ello, tampoco resulta extraño que la co-
rriente de talento y fantasía evidenciada en la técnica de la
mecánica se hubiera desplazado a ese ámbito de la mecá-
nica de artificios.
Sin embargo, para el progreso técnico y la industriali-
zación sería decisiva la cuestión sobre la clase de fuerzas
que fomentaron, u obstaculizaron, la aplicación económica
de los inventos técnicos. El testimonio de Blaise Pascal y de
muchos de sus contemporáneos dejaba patente hasta qué
punto el inventor de innovaciones técnicas económicamente
utilizables era aún discriminado en la segunda mitad del
siglo XVII. El clima adverso a las innovaciones -en tanto con-
cierne al uso económico de las novedades técnicas- se había
transmutado primero en Inglaterra, hacia mediados del si-
glo XVIII, en un clima abierto a las novedades. Habría que ver
como un paso decisivo en este sentido la obra de Sprat, apa-
recida en 1668, con el título de The History of the Royal So-
ciety of London, for the Improving of Natural Knowledge. La
reivindicación, por parte de Sprat, de una asociación entre
la teoría y la praxis llevó, como es sabido, a la fundación de
sociedades y revistas cuya finalidad era tanto estimular las
innovaciones técnicas y ayudar a los inventores, como hacer

102
accesibles al público las novedades científico-técnicas que
fuesen útiles. El problema, específicamente vinculado a la
historia social, consistiría en preguntar cómo pudo llegarse
a tales cambios de valoración y comportamiento en rela-
ción con los portadores de las innovaciones técnicas.
NIPPERDEY, abordando la relación apuntada por BRAUN
en la historia social del espíritu de la técnica, saca a cola-
ción la cuestión de si en las estructuras de la acción no po-
drían subyacer también teorías implícitas de las que, con
frecuencia, no son conscientes los propios agentes. La his-
toria de las ideas y la consideración social de las cosas ha-
brían de tener en cuenta también estas teorías implícitas.
BRAUN, después de haber hecho reparar a BLUMENBERG
en la dificultad metodológica de la cuestión planteada an-
teriormente, remite, en ese contexto, como clarificación de
la pregunta en torno a las teorías de la acción específica-
mente vinculadas con el progreso tecnológico, a la obra de
N. J. Srnelser, Social Change in the Industrial Revolution-An
Application of Theory to the Lancashire Cotton Industry 1770-
1840 (Londres, 1959), que aplica la teoría de la acción de
Parsons a una situación histórica. Corno croquis de la or-
denación de la materia, este trabajo sociológico sería muy
fructífero y estimulante para un historiador que se ocupe
de cuestiones concernientes al cambio tecnológico.
K. BORCHARDT (Mannheirn) hace hincapié en que la
historia del espíritu de la técnica permite formular pregun-
tas aún más profundas. Propiamente, el problema no sería
ni la historia del espíritu ni las teorías de la acción. En su
opinión es indiscutible que la historia del espíritu forma

103
parte de la historia de la técnica. Habría que ver, como pro-
blema específico, la cuestión sobre el valor reivindicado por
la historia del espíritu para el progreso tecnológico, un pro-
greso general o únicamente particular.
BLUMENBERG, respondiendo a NIPPERDEY, BRAUN y BOR-
CHARDT, vuelve de nuevo a la cuestión de una teoría de la
acción implícita y la ilustra con un ejemplo tomado de la
teoría de las religiones, sobre todo en la relación entre mito
y rito. Si a finales del siglo XIX se concibe el mito como una
paráfrasis o explicación a posteriori de ritos que ya no se
comprenden, entonces habría que contestar con un no a la
pregunta de si el mito es la explicación de una teoría de
la acción oculta en el rito, ya que la relación entre la teoría
de la acción y la acción es tan poco soluble como el pro-
blema de los universales. En esta problemática es convenien-
te ser también cautelosos ante la exhortación a profundizar
más.

104
IV

MERMA DEL ORDEN Y AUTOAFIRMACIÓN.


SOBRE LA COMPRENSIÓN DEL MUNDO
Y EL COMPORTAMIENTO
RESPECTO A ÉSTE
EN EL DEVENIR DE LA ÉPOCA TÉCNICA
La mayoría de los intentos de obtener aspectos filosófi-
cos para el problema de la técnica pueden remitirse, en esen-
cia, a dos enfoques. 1 El primero quedaría expresado en el
enunciado de que la técnica es un fenómeno específicamente
humano. Ya eÍ hecho de que los hallazgos de instrumentos
y los atisbos del dominio del fuego tengan, para el paleon-
tólogo y el antropólogo, el valor de claros testimonios sobre
el carácter humano de los restos fósiles presupone que el
Horno sapiens es documentado como Homo faber. La tec-
nicidad se halla enraizada en la naturaleza del hombre y es,
por tanto, tan antigua como el hombre mismo. Con esto
puede muy bien conectar la antropología filosófica y se-
guir preguntando por el modo de fundamentar esta rela-
ción, cómo, por ejemplo, la particularidad del equipamiento
biológico del ser humano nos hace comprender todo el com-
plejo de rendimientos suyos como una condición de lapo-
sibilidad de su existencia. El segundo enfoque tomaría la
técnica como un fenómeno histórico. Éste incluye plena-
mente el aspecto antes mencionado, pero trascendiéndolo,

1
Texto aparecido por primera vez en Sechster Deutscher Kongress für Philoso-
phie, München 1960. Das Problem der Ordnung, ed. por Helmut Kuhn y Franz
Wiedmann, VerlagAnton Hain, Meisenheim am Glan, 1962, págs. 37-57.

107
al no quedar absorbida la técnica, desde este punto de vista,
por la funcionalidad instrumental de asegurar existencial-
mente y satisfacer las necesidades elementales del hombre.
Una cosa es si el ser humano desarrolla un comportamiento
técnico bajo la presión de las necesidades de su existencia y
otra distinta si percibe y asume su tecnicidad como un tema
y una signatura de su autointerpretación y su autorrealiza-
ción. Aquí puede desarrollarse un pathos del rendimiento
técnico que ya no tiene nada que ver con necesidades y de-
ficiencias, sino que coproduce, como efectos secundarios,
una serie de necesidades dimanantes del grado mismo de
tecnificación. Por ello, podemos dejar abierta, de momento,
la cuestión de si la autoconcepción del hombre realizada
en la tecnificación fue algo originario y radicalmente fun-
damentador, es decir, un concepto históricamente espon-
táneo, o si también aquí precedió una imperiosidad com-
parable a la situación biológica de partida, aunque esta vez,
es cierto, de orden intelectual, a la que había que dar una
respuesta cuya forma más pregnante quedaba realizada justo
en el fenómeno de la técnica. Sea como fuere, «la técnica»
es, en este sentido, un elemento constitutivo de la Edad Mo-
derna. Lo que intento aquí explicar es parte de este segundo
aspecto.
La utilización de los conceptos asociados al plan-
teamiento temático se ve determinada por el enfoque ele-
gido. De ahí que la «autoafirmación» signifique la pura con-
servación, biológica y económica, del ser humano con los
medios disponibles en su naturaleza. No se habla, en abso-

108
luto, de una reacción a determinados datos ambientales y
a condicionamientos de la naturaleza, sino de un programa
existencial bajo el cual el hombre arma su existencia histó-
rica y en el cual el propio hombre se bosqueja a sí mismo
cómo quiere tomar la realidad que le salga al encuentro y
cómo quiere asumir sus posibilidades. La «merma de orden»
no se ha de entender aquí como un proceso natural de
mayor o menor alcance, del tipo de enunciado, por ejem-
plo, del segundo principio de la termodinámica. Nos refe-
rimos, más bien, a una transformación fundamental en el
entendimiento que se tiene del mundo y en las expectati-
vas, las valoraciones y sentidos del mismo implicados. Esta
comprensión del mundo no es una suma de hechos de la
experiencia y tampoco un saber profundo de carácter in-
tuitivo y preconsciente, sino una síntesis de presunciones
que determinan, a su vez, el horizonte de experiencias po-
sibles y el significado de la realidad para el hombre. Pero
un cambio así de sentido en la comprensión del mundo no
es un proceso fatal que cae de repente sobre el hombre desde
un fondo último e inescrutable, sino la consecuencia, ge-
nerada en cada caso, de determinadas posiciones y formu-
laciones del espíritu cuya integración funda la relación del
ser humano con el universo.
Si se habla de una merma del orden ha de decirse, na-
turalmente, de qué clase era el «orden» cuya descomposi-
ción reseñamos. Es posible señalar gran cantidad de prin-
cipios conforme a los cuales el mundo puede ser perci-
bido -y, de hecho, históricamente ha sido percibido- como

109
un orden. Cada principio de orden de ese tipo afecta, aun-
que sólo sea en el plano teórico, el comportamiento del
hombre; pero, en el fondo, la posición del ser humano res-
pecto al mundo sólo se ve concernida por un principio de
orden que contiene una apreciación sobre la importancia
de la realidad para él. La pregunta para la que esta aprecia-
ción ha de ser una respuesta es posible formularla, de un
modo muy general, como sigue: ¡puede el ser humano con-
tar con que en la estructura del mundo se le ha tenido, de
alguna manera, en consideración? Es fácil ver que cualquier
respuesta a esta pregunta ha de cobrar relevancia práctica.
Lo que quiero decir con ello acaso pueda ser expresado
de forma algo más concreta trayendo a colación a Nietz-
sche, el cual abordó reiteradamente esa relación. Para él, el
problema se centra en torno al concepto de teleología, es
decir, en torno a la idea de un finalismo de la naturaleza
que parte de un principio cósmico racional o personal, cuya
suposición hace que los procesos naturales se entiendan
como «acciones» que tienen como meta la generación de
dichos procesos o, más allá de ello y en el mejor de los casos,
al propio hombre, última connotación de todo lo natural.
El correlato pragmático de una teleología antropológica así
sería, como es fácil de entender, el aseguramiento, en el hom-
bre, de su confianza en el mundo y la certeza de que hay
un sentido. Pero, para Nietzsche, toda forma de teleología
no es sino un derivado de la teología; el hecho de centrar
de antemano el sentido del mundo en el hombre significa,
para él, lo mismo que mentar aquella «Providencia» que

110
nos induce a abrigar una confianza en el mundo y a com-
partir la aprobación divina de las cosas de la creación. El
que descansemos en lo dado lo considera Nietzsche una fatal
paralización de la actividad creadora del ser humano. Cons-
tituiría «la creencia más paralizante, tanto para la mano
como para la razón, que jamás haya habido», la cual nos
arrastra a una «absurda confianza en la marcha de las cosas».
En cambio, la interpretación mecanicista del mundo des-
pierta la voluntad constructiva del hombre: si no hay en las
cosas un orden que nos vincule, se deja en nuestras manos
la tarea de empezar a crearlo. El azar más extremo sería la
«concepción adecuada para llegar al grado de fuerza más
alto». Para Nietzsche, un concepto del mundo con signifi-
cado sería el de la «construcción del mundo» (Der letzte
Philosoph, 1 1872-1875, en Werke, ed. Musarion, VI, 18, 16,
35). Lo dado es allanado hasta convertirse en material para
el proyecto de orden del hombre. No es el mundo el que
adjudica al hombre su rango, sino que es el hombre quien
proyecta sobre el mundo su propia autocualificación: «La
más alta evolución del hombre ha de ser considerada como
la más alta evolución del mundo11 (ibid., VI, 50). Esta de-
pendencia funcional del status del mundo del grado de auto-
constitución del hombre supone la contraposición más
extrema al cosmos teleológico. Para el ser humano ya no
tiene sentido preguntar qué es el mundo para él. Todo esto

1
Trad. cast. El libro del filósofo, apuntes de 1872-1875, trad. de Ambrosio
Berasain, Taurus, 1ª ed., 2ª impr., Madrid, 2000. (N. del T)

lll
viene además acompañado de la indiferencia respecto al
concepto tradicional de verdad: «El filósofo no busca la ver-
dad, sino la metamorfosis del mundo en los hombres».
(ibid., VI, 58). Es cierto que Nietzsche no vio en la técnica
la forma, adecuada a su idea, de la «construcción del
mundo» por parte del hombre; la técnica era, para él, una
ciencia de la naturaleza aplicada, derivada, por ello, de la
clásica vinculación a la verdad, nada parangonable al arte,
el cual habría de representar la «veracidad» del hombre «en
una naturaleza falaz» (ibid., VI, 31). Son contrapuestas la
actitud teorética y la demiúrgica: «¡Nuestra salvación no
está en conocer, sino en crear! ( ... ) Si el universo no nos
concierne, queremos tener derecho a despreciarlo» (ibid.,
VI, 35).
La posición de Nietzsche ilustra no sólo la relación te-
mática entre la merma de orden y la autoafirmación, sino
que dilucida igualmente cuál es el «lugarn histórico y la pro-
visionalidad funcional de ese complejo de cosas. La autoa-
firmación se desvía, como categoría histórica, de la corres-
pondiente concepción fundamental de índole biológica
justo por no poder ser caracterizada como un comporta-
miento humano definitivo y consolidado, sino únicamente
como una fase de transición, la búsqueda, a partir de la ne-
cesidad, de la libertad de una nueva autodefinición. El ser
humano supera, en su historia, no sólo las crisis que él
mismo se ha deparado, sino el sistema, que se ha vuelto crí-
tico, de su propia autointerpretación y de su interpretación
del mundo mediante una nueva concepción, una hipóte-

112
sis, por decirlo así, general que precisa ser verificada histó-
ricamente. Nietzsche nos ha hecho visible hacia dónde podía
llevar el tránsito de la problemática de merma de orden y
de autoafirmación característica de la incipiente Edad Mo-
derna. Pero mi tema no es aquí más que la transición misma,
como apertura del terreno de un nuevo esbozo histórico;
otro terna, anejo al actual sería el de la «autoconfirmación»,
en cuanto rasgo fundamental del comportamiento respecto
al mundo en los tiempos modernos, asignable a ese esbozo
como verificación. Ruego que no se pierda de vista esta de-
limitación de planteamientos.
Bajo la calificación de «merma del orden» trato de cap-
tar la crisis, que hace época, determinante de la impronta
espiritual de la Edad Moderna. Ahora bien, podría ense-
guida objetarse que no sólo el fin de la Edad Media puede
ser descrito bajo ese mismo título de merma del orden, sino
incluso la destrucción de la Antigüedad; de ahí la cuestión
de por qué el fenómeno específico de la autoafirmación,
con todas sus implicaciones, no ha aparecido asimismo
como un correlato de la merma del orden acaecida al final
de la Antigüedad. O planteándolo de otro modo: ¿no tenía
también la época helenística todos los dispositivos necesa-
rios para convertirse en algo así corno una «Edad Moderna»,
perturbada únicamente por la desagradable interrupción
del cristianismo? Y entonces la Edad Moderna sería la vuelta
a la normalidad de aquella perturbación, la recuperación
de la continuidad, interrumpida, de la historia, con todas
las consecuencias que le son inmanentes. Si dedico una parte

113
de mis esfuerzos a la refutación de esta tesis no lo hago a
causa de esta afirmación, sino para presentar en detalle la
especificidad de la crisis del orden acaecida a finales de
la Edad Media, en contraste con los últimos tiempos de la
Antigüedad, fundamentando el factor de la autoafirmación
en su adscripción a este reto singular.
Una vez más me sirvo de un apoyo de índole histórica,
incluyendo aquí una manifestación de Leibniz en su inter-
cambio epistolar con Clarke y desarrollando a partir de la
misma una directriz crítica. Como es sabido, Clarke había
rechazado la aplicación del principium rationis sufficientis
a la creación -y, con ello, a la explicación de la naturaleza-,
aplicación convertida por Leibniz en el punto de partida
de sus deducciones. Únicamente así podía Clarke defen-
der, contra Leibniz, la realidad del espacio absoluto de New-
ton. El acto de creación sería el hecho primigenio, más allá
del cual no se puede seguir preguntando ni fundamentarlo
racionalmente, un «décret absolument absolu», como el pro-
pio Leibniz lo formula a Clarke. El concepto de Dios que
Clarke reivindica para la explicación newtoniana de la na-
turaleza se correspondería, si no por su génesis, sí en cuanto
a su cualidad, con la teología voluntarista del nominalismo.
Ahora bien, en su cuarta carta a Clarke, Leibniz le repro-
cha que el concepto de creación defendido por él es, en el
fondo, equivalente, desde el punto de vista lógico, al del sur-
gimiento de los mundos en el atomismo de Epicuro: «La
volonté sans raison seroit le hazard des Epicuriens» (cf Werke,

114
ed. Gerhardt, VII, 374). Leibniz se reafirma, así pues, por
decirlo de modo sistemático, en la equivalencia entre el vo-
luntarismo y el mecanicismo, o, formulado históricamente,
en la equivalencia entre el nominalismo y el epicureísmo.
No tenemos por qué ocuparnos aquí del polémico efecto
colateral de que el «epicureísmo» se hubiera convertido,
desde la época del estoicismo, en un clásico golpe bajo; aquí
es introducido, objetivamente, de una forma muy exacta.
La observación de Leibniz nos interesa por el hecho de que
la revitalización de la filosofía natural de Demócrito, en la
configuración que le dieran Epicuro y Lucrecio, pertenece
a los fenómenos esenciales, a los que gusta minusvalorar,
de la incipiente Edad Moderna. El cambio de las represen-
taciones sobre la materia y el movimiento había sido pre-
parado por este renacimiento del antiguo atomismo; sin
embargo, pese a esa importante repercusión, este fenómeno
no ha sido entendido más que como un fragmento del Re-
nacimiento global suministrado por el repertorio literario,
convirtiéndose, con ello, en un hecho que no necesita ya
de explicaciones. Pero la mera prueba de la existencia o re-
aparición de las fuentes no aclara nada. Los renacimientos
tienen la lógica propia de su génesis, y sólo su exposición
cumple las exigencias de la comprensión histórica. La ob-
servación que Leibniz hace contra Clarke explota la rela-
ción estructural existente entre el nominalismo, como un
fenómeno de finales de la Edad Media, y el atomismo en
cuanto fenómeno de la incipiente Edad Moderna. Ambas

115
posiciones consideran el origen del mundo como un su-
ceso irracional, al cual el hombre no puede recurrir en su
necesidad de comprender el mundo. Epicuro había adop-
tado la «desviación infundada de los átomos» de sus tra-
yectorias rectas y paralelas en el espacio infinito como origen
de las formaciones de remolinos a partir de los cuales él
hacía surgir el cosmos, sin poder dar ninguna otra explica-
ción a ese acontecimiento original; el nominalismo tenía
dispuesta, para todas las preguntas sobre la razón y el pro-
pósito de la creación, únicamente la respuesta agustiniana:
«Quia voluit». 1 A Leibniz le parecen ambas posiciones, desde
una perspectiva lógica, equivalentes e intercambiables. Pero

1
Lo certero de la observación de Leibniz acaso quedará más claro si traemos
a colación otro intento, externamente muy semejante, de afirmar la equivalen-
cia, discriminatoria, con el epicureísmo: Tertuliano nombra a Epicuro como pa-
triarcha del <(stupens deus» del gnóstico Marción. Pero el trascendente dios de
salvación de Marción, antagonista del demiurgo del mundo, se habría conver-
tido así en un «immobilis et stupens deus1> (Tertuliano, Adversus Marcionem, I, 25,
3) y hasta en un deus stupidissimus1>(I, 26, 3), por ser, en su bondad, incapaz de
la ira y la venganza, no satisfaciendo, por ello, el postulado teológico de Tertu-
liano: «derideri potest deus Marcionis, qui nec irasci novít nec ulcisci» (ibid., V, 4,
14). La equivalencia hace referencia, así pues, al stupor de los dioses de Epicuro,
no excitables, en su tranquilidad, por nada mundano, y el dios de Marción, des-
cargado tanto del peso de la creación como de la ira y la venganza, se convierte,
de un modo totalmente epicúreo, en el «deus ille otiosUSl> (ibid., V, 4, 3) en un
sentido del todo despectivo. Sin embargo, esta genealogía es, tanto desde el punto
de vista histórico como lógico, falsa y, con toda seguridad, ha sido presentada
con plena conciencia de su malevolencia, pues el dios de Marción únicamente
no es un dios del temor por ser, con tanta mayor nitidez, un dios de la esperanza;
se trata de un concepto de dios acrecentado, no despotenciado.

116
lo que sistemáticamente es verdadero no tiene por qué serlo
en el plano histórico. El atomismo epicúreo no podía tener
una virulencia históricamente comparable a la del nomi-
nalismo tardornedieval; lo importante es ver cómo el desa-
fío de una razón encaminada a su autoafirmación viene
fundado precisamente en la heterogeneidad del nomina-
lismo, de tal manera que el atomismo podía convertirse aún
en instrumento suyo. Con ello se perfilará mejor la tesis de
que no era a la helenística a la que se podía dar la «respuesta»
histórica de la Edad Moderna, pero sí, probablemente, al
nominalismo,
De este modo ha devenido una tarea central de nuestro
terna el análisis comparativo entre el epicureísmo y el no-
minalismo. Hemos de considerar, ante todo, con mayor pre-
cisión, las coincidencias dogmáticas en la función que
desempeñan en ambos sistemas.
Tanto para los dioses de Epicuro como para el dios del
nominalismo no hay ninguna ratio creandi, ningún motivo
para la creación del mundo. Ahora bien, de esta premisa
común se derivan luego consecuencias radicalmente dis-
tintas. Para Epicuro, las secuelas son negativas: dado que
no había razón para un acto de creación, no puede supo-
nerse, en absoluto, la existencia de una creación. Tendrá que
buscarse de otro modo la explicación del origen del mundo.
Los nominalistas extraen del mismo presupuesto una cons-
tatación sumamente positiva para su sistema teológico:
como la creación está infundada, manifiesta la incompren-
sible soberanía y libertad divinas, siendo el primero de aque-

117
lla serie de puros actos de gracia que constituyen el tema
genuino de la teología. La falta de fundamento de la crea-
ción es lanzada al hombre, originariamente, como una pro-
vocación, como la llamada a un acto de sometimiento y de
autolimitación girado hacia lo religioso. Justo por esto no
se debe, en absoluto, anular la pregunta, como ocurre en
Epicuro,'por no poder tener respuesta el suceso primige-
nio mecánico, sino que precisamente aquí se ha de forzar
aún más la acritud de la pregunta a fin de hacer consciente
la confianza que se ha de producir en la renuncia a pregun-
tar. En el caso de Epicuro, todo apunta a la desactivación y
difuminación de la pregunta; en el de finales de la Edad
Media, a la agudización y condensación de la misma.
Epicúreos y nominalistas niegan la teleología del mundo,
actitud surgida, especialmente, contra la tesis estoica de que
el mundo ha surgido a causa del hombre. Esto sería, en Epi-
curo, únicamente una consecuencia de su impugnación de
un fondo racional del mundo, y le bastaba rechazar los prin-
cipios formulados por la filosofía estoica. Pero, a diferen-
cia de los nominalistas, Epicuro no se muestra, en absoluto,
crítico respecto a sus propias implicaciones teleológicas.
Sólo hay que leer la descripción del estadio primigenio de
la humanidad en Lucrecio para comprobar lo fuerte que
sigue siendo el factor antropocéntrico de esta filosofía de
la naturaleza, y, ciertamente, no de forma fortuita, sino en
clara relación con su componente de crítica cultural: es ver-
dad que la naturaleza debe mucho al hombre (Lucrecio, II,
181: «Tanta stat praedita culpa»), pero tiene preparado para

118
él todo lo necesario (VI, 1O: «Omnia iam ferme mortalibus
esse parata»), y esto en el sentido, casi estoico, de una nor-
matización por parte de la naturaleza de las necesidades hu-
manas. El ser humano no habría llegado hasta aquí por azar
y a sus expensas, sino que experimenta lo que es bueno para
él, cosa que no puede dejar de lado impunemente. No hay
que olvidar que, para Epicuro, el sentimiento de preocu-
pación no debe ser generado o justificado, en modo alguno,
partiendo de la filosofía de la naturaleza; el dominio del
azar no tiene que llevar al hombre al desasosiego. De modo
que la naturaleza debería aportarle al hombre más de lo
que, según los presupuestos epicúreos, le estaría permi-
tido, propiamente, aportar. 1 Sólo un núnimo stock de con-
sideraciones teleológicas permitirían a Epicuro evitar la
penetración de cuestiones teológicas, mientras que en el
nominalismo, al contrario, la imposición estricta del pen-
samiento teológico central exige detectar y eliminar, de
forma consecuente, las inclusiones y los restos teleoló-
g1cos.
El tercer punto donde Epicuro y los nominalistas pare-
cen coincidir es en la representación de una pluralidad de
mundos. Tal pensamiento iba a ser en la Edad Moderna uno
de los factores especulativos esenciales de la desintegración de
la idea metafísica de cosmos, pero en el caso de Epicuro no

1 Consúltese al respecto, por ejemplo, la gradación de los genera cupiditaturn

según el criterio de su necesidad en Cicerón, De finibus, I, 13, 45, y el fragmento


de Usener n° 469 (en Diana, fragm. 56): «xáptc; rfí µampíq, <púa-ei, {fr¡ rlX &va-
yica[a ElroÍIJüf.V cVnópurrn, -n\: OE óvanóptara oVK &vayKaia

119
tiene las consecuencias que tendría después en Ockham, a
saber, hacer, de hecho y en experimentos conceptuales, de
la forma del mundo, del cosmos como e1dos, algo modifi-
cable a voluntad. Cuando Epicuro, como antes de él otros
griegos, habla de cosmos en plural esto significa que el eidos
del mundo es pensado como realizable en tantos ejempla-
res como se quisiera. Platón había opuesto la doctrina de
la unidad del cosmos, a consecuencia de una consideración
del mundo teleológica, a la pluralidad de los atomistas
(Ti meo, 31 a b ), y el estoicismo le siguió en esto (Diógenes
Laercio, VII, 143). Con ello era presentada la tesis antagó-
nica de Epicuro sobre la multiplicidad de los mundos como
una expresión pregnante y como consecuencia de su nega-
ción de la teleología cósmica. El antiguo modelo del cos-
mos como una estructura interna, finita y cerrada, hacía
posible la representación de la existencia simultánea de una
pluralidad de carcasas cósmicas, que habían sido pensadas
como absolutamente aisladas entre sí en un espacio vacío
y, ontológicamente, entendido como pura nada. Ese espa-
cio intercósmico carecía de tal manera, en cuanto a reali-
dad física, de cualquier relación con los kósmoi, que Epicuro
pudo ponerlo como el lugar de sus dioses, despreocupados
de esos mundos.' La improbabilidad de que con las premi-

1
únicamente el concepto newtoniano de un espacio lleno de fuerzas (gravi-
tación) iba a poner fin al vacío de materia cósmica y a la irrealidad física del
espacio. Sólo con una mirada retrospectiva al antiguo atomismo se hace com-
prensible qué significa, en un plano ontológico, pasar de un espacio «vado» a un
espacio «absoluto)). Con ello se convierte en problemática la representación de la

120
sas del atomismo haya un mundo, y mucho menos una plu-
ralidad de mundos, no entrañaba dificultad alguna para
Epicuro, por poder contar aquí de nuevo, sin poner nin-
gún reparo, con un apoyo teleológico: no se puede tener
por probable que ese sinnúmero de átomos se haya man-
tenido como algo superfluo e inactivo fuera de nuestro pro-
pio mundo sin producir, fuera de él, nada (Lucrecio, II,
1052-1057: «Nullo iam pacto veri simile esse putendumst (... )
nil agere illa foris tot corpora materiai»). Se trataría del viejo
principio metafísico según el cual la naturaleza no hace nada
en vano. Pero tan poco casual como es, en el fondo, en Epi-
curo que haya realmente mundos lo es también lo que sur-
giría-con una improbabilidad aún mayor- cuando a partir
de un remolino de átomos aparece un mundo. Como asi-
mismo el que se vea como obvia la similitud de unos mun-
dos con otros, incluida la obviedad, que no se cuestiona,
de que en todos ellos haya seres humanos. En el fondo -y
este efecto emocional podría ser lo que más importaba a
Epicuro-, el caos de la vorágine de átomos entraña una con-
fianza tranquilizadora, superior a la garantía tradicional

simultaneidad de mundos múltiples, haciéndose del espacio el medio donde tiene


lugar la unidad del universo. Cobra asimismo sentido ese rudimento teológico
del espacio como sensorium divino de la ubicuidad. El plural "mundos» quedaba
desde entonces libre para el uso metafísico al referirse a la heterogeneidad de los
conceptos que se hace el hombre_sobre la realidad y lo vinculante. Kant llamó al
universo, armonizando,por decirlo así, a Epicuro y Newton, ,mn mundo de mun-
dos» (Werke, ed. Cassirer, I, 257) y, posteriormente, con mayor sobriedad, <,el
todo de tantos sistemas (. .. ) que nosotros, de forma incorrecta, llamamos mun-
dos ( ... )>1 (Werke, V, 523). Merecería la pena escribir la historia de este plural.

121
que dispensaban los dioses. A la admiración estoica del cos-
mos y de sus consecuencias teológicas se le contrapone ese
expeditivo «non est mirabile» (Lucrecio, II, 308). Lo más in-
dicado, lo «natural», sería afirmar que hay cosmos, algo que,
en cuanto tal, no merece en absoluto la atención del hom-
bre.1 Sería fácil excluir de la naturaleza la actividad de los
dioses si a cambio de ello podemos incorporar en el pro-
ceso cósmico un número suficiente de «constantes»; para
nuestro tema de lo que se trata es de constatar que tales «ase-
guramientos» le estaban vedados al nominalismo de fina-
les del medievo, con lo que Epi curo ( sin que él hubiera
podido ser consciente de esta consecuencia extrema) tiene
razón cuando no ve en el factor teológico más que un fac-
tor de inseguridad. Es verdad que, para poder generar el
cosmos, su caos de remolinos atómicos tenía que ser un
«desorden ideal». No hay en él ninguna fundamentación
física del estricto paralelismo de las trayectorias atómicas
en el espacio infinito. La innumerable multitud de átomos
está sujeta a una especificación eidética finita, cosa para la

1 Cicerón ha formulado como sigue este punto crucial de la <(metafísica)> epi-


cúrea: <<Docuit enim nos idem qui cetera, natura effectum esse mundum: nihil opus
fuisse fabrica, tamque eam rem esse facilem, quam vos effici negatis sine divina posse
sollertía, ut innumerabilis natura mundos effectura sit, efficitar, effeceriP> (De na-
tura deorum, I, 20, 53, en Usener, fragmento 352). La pluralidad de mundos ma-
nifiesta, por tanto, esa misma «facilidad» en el surgimiento del mundo que se
aparta de la suposición de un «deus laboriosissimus>) (ibid., I, 20, 52). El axioma
antiteológico «neque Jacta manu sunt» (Lucrecio, II, 378) iría dirigido por com-
pleto, desde un punto de vista funcional, a asegurar la pura cosmicidad del cos-
mos.

122
que no se da otra razón que «quantum cuique datum est per
foedera naturai» (Lucrecio, II, 302). En esta metáfora jurí-
dica -que no tiene nada que ver con la ley natural de los
tiempos modernos, sino que es algo así como un sustituto
de la causa forma/is de la metafísica clásica- se apoya aque-
llo que se nos asegura reiteradamente: que «omnia cons-
tant>>.1
El interés de la Escolástica medieval por el pensamiento
de una pluralidad de mundos es desarrollado en el cur-
so de la sistematización del principio de la omnipotencia.
Con la potentia absoluta se corresponde una infinidad de
mundos posibles; en esto se ha hecho indiferente si entre
todas esas posibilidades sólo se ha realizado de ellas una o
muchas. Lo decisivo sería que esa posible pluralidad no
consta de ejemplares de un tipo eidéticamente constante,
sino que la única delimitación del margen de maniobra de
la variabilidad de los mundos posibles es el principio de
contradicción. El concepto de «mundo» se ha convertido
en un concepto genérico, bajo el cual puede subsumirse,
desde el punto de vista lógico, un caudal incalculable de

1
Lucredo, I, 204: «Constat quid possitoriri>); I, 586~588, II, 709: ((Eadem ratio
res terminat omniS>>; III, 787: ,<Certum ac dispositumst ubi quicquid crescat et insiP>
(igual en V, 131); V, 56-58; VI, 906 sig. Un ejemplo esclarecedor de la <<eficien-
cia» de este sistema de constantes es la consideración de la hipótesis extrema
(segón el método usual de la car-ta a Pito eles) de si las fases lunares podrían ser
explicadas como un proceso de desaparición y resurgimiento de la luna (V, 731-
736): para ello se necesitaría la suposición de una muy exacta repetición de un
determinado proceso de formación, pero incluso eso no sería nada especial: «Or-
dine cum videas tan certo multa creari».

123
especificaciones e individuaciones. La idea de una plurali-
dad de mundos mantiene una relación sistemática con la
liquidación que hace el nominalismo del problema de los
universales. La impugnación de la realidad de los univer-
sales no sería, fundamentalmente, una doctrina lógica, sino
que se b~sa en la incompatibilidad del realismo de los uni-
versales con la interpretación estricta del concepto de crea-
ción a partir de la nada. El universa/e, como algo repetido y
repetible en cualesquiera ejemplares concretos, pierde su
sentido cuando el universum de lo posible se hace infinito
y el significado de toda la realidad es visto como la mani-
festación de un poder infinito. La creación a partir de la
nada significa que nada es dado de antemano, o sea, tam-
bién que ningún existente anticipa de antemano a algún
otro en la comunidad de lo esencial. 1 El carácter único del
mundo ya no se sigue de la unicidad de Dios, pues Dios ya
no es solamente el principio de movimiento de ese mundo,
sino el principio de su existencia contingente.' El volunta-

1
Guillermo de Ockham, Scriptum in librum primum Sententiarum, dist. 2 q.
4 D: ((Creatio est símpliciter de nihilo, ita quod nihil essentiale vel intrinsecum rei
simpliciter praecedat in esse reale>). En cambio, las secuelas de un realismo de los
universales serían que ((per consequens omnia producta post primum productum
(se. Unius speciei) non crearentur, quia non essent de ni hilo)>.
2
Jean de Buridan, Quaestio de caelo I, q. 19: s<Deus est simplicissimus, et Aris-
tvteles credidit quod ab uno tali simplicissimo non posset proveniere plura (. .. ). Sed
vos scitis quod ista ratio non valet, quia ex fide credimus deum posse facere mun-
dum, imo piures mundos, et posse etiam iterum eos destruere>). Marsilius van In-
ghen (I. Sen t., q. 43 a. 2) defiende la tesis siguiente: (<Deus potest producere universum
specie specialissima distinctum ab isto universo».

124
rismo teológico se hace posible atribuyendo a Dios una de-
cisión entre un surtido de cosas que son posibles para Él:
«Multa potest deus facere quae non vult facere» ( Ockham,
Quodlibet, VI, q. 1). Ahora bien, lo fundamental es que al
hombre se le oculta cuál de los mundos posibles le ha sido
dado de hecho. Que Dios haya restringido su potentía ab-
soluta, según la doctrina nominalista, a los confines de las
leyes de la potentia ordinata tendría, ciertamente, un signi-
ficado salvador para el hombre, pero no un valor cognos-
citivo. La aspiración humana a la verdad ha venido a caer
en una posición sin esperanza: el principio de facticidad
de la omnipotencia y el principio de economía de la razón
están irreconciliablemente enfrentados. La incertidumbre
de la constancia y la fiabilidad de la naturaleza encontra-
rían su expresión en la angustiosa curiosidad con que en la
frontera entre la Edad Media y la Edad Moderna se buscan
en la naturaleza pruebas del desorden eidético; los gabine-
tes de curiosidades de la época confirman a ojos vistas el
presentimiento, proclive a la angustia, de la inexistencia de
causae formales. 1 El carácter de no interpelable de la volun-
tad absoluta divina concentraría la posibilidad de obtener
una certeza en el único caso de la Revelación y en la certi-
dumbre de la fe sobreañadida a los elegidos; para cualquier
otra reivindicación de certeza se han llevado a sus últimas

1
Epicuro había negado la posibilidad de monstruos eidéticos (portenta); cada
ser se mantendría en los confines formales de la ley de su devenir: «Res quaeque
suo rito procedit et omnes foedere naturai certo discrimina servant>> (Lucrecio, V,
923 sig.)

125
consecuencias las palabras de Agustín: «Quare autem vo-
luerít, o hamo, tu quis es, qui respondeas deo?» (Ep. 186, 23).
Un último punto de vista, donde una confrontación de
Epicuro con el nominalismo puede hacer tangible la dife-
rencia entre la situación intelectual de finales de la Anti-
güedad y finales de la Edad Media, es la concepción sobre
el puesto y el rango del hombre. Se ha argumentado de todas
las formas posibles acerca de la seriedad de la doctrina de
Epicuro sobre los dioses. Los dioses no serían aquí me-
ramente un rudimento conformista no sólo porque un deís-
mo razonado constituye, para Epicuro, en el plano argu-
mental, una clara ventaja en comparación con un ateísmo
indemostrable, sino, aún más, por ofrecer la existencia de
los dioses un modelo de su idea filosófica de la eudaimo-
nía. Un modelo convertido en algo afectivamente relevante
para el ser humano mediante una artimaña en que se ha
reparado demasiado poco: que los dioses tengan que ser
antropomórficos es un elemento del sistema destinado a
ocupar un lugar esencial en la filosofía originaria de Epi-
curo, cosa que se esclarece justo por la circunstancia de que
avalar esta tesis representa, dentro de la dogmática de la fí-
sica en Epicuro, un cuerpo extraño. Cicerón nos ha trans-
mitido la fórmula más breve a favor de esta argumentación,
que se apoya en la supremacía de la figura y de la esencia
humanas sobre todas las otras: «Omnium animantium for-
mam vincit hominis figura» (De natura deorum, I, 18, 47 sig.).
El isomorfismo entre seres humanos y dioses desempeña-
ría, en Epicuro, la función sistemática de una garantía me-

126
tafísica. El hombre que se percibe a sí mismo en sus posi-
bilidades y se autorrealiza vive, según dice la Carta a Me-
neceo, «como un dios entre los hombres». Lo cual quiere
decir, ante todo, que comparte la despreocupación de la exis-
tencia de los dioses. La preocupación no sería, para el ser
humano, algo constitutivo, sino algo sujeto a la terapia fi.
losófica. Esto podría formularse, para el tema que nos ocupa,
de la forma siguiente: el hombre que, en este cosmos, se
hace libre para aquello que es capaz de ser, podrá apartar
de sí mismo, corno una exigencia exagerada no esencial-
mente necesaria, la carga de la autoconservación y la autoa-
firmación.1 La ubicación del hombre es vista de una forma
radicalmente distinta en el nominalismo. En él hay que
negar la preeminencia cósmica del hombre, porque ya no
se puede seguir hablando de un modo razonable sobre una
jerarquía de seres en general: «Non potest evidenter ostendi
nobilitas unius rei super aliam» (Nicolas d'Autrécourt). La

1
La peculiar ubicación especial del hombre se expresa aún en otro rasgo sutil
del sistema epicúreo: hay una conexión entre el (<accidente)) creador de la desvia-
ción de la trayectoria de un átomo, iniciadora de los remolinos que forman el
cosmos, y la autocertidumbre humana de su libertad. El ser humano vuelve a en-
contrar en sí mismo, en forma de su «libera voluntaS)> (Lucredo, op. cit., II, 256
sig.), como únitium motus a carde)> (269), aquel ,,principium quoddam, quod fati
foedera rumpat<((254), el acontecimiento primigenio de un cosmos. Lo que
realmente está en el hombre («in pectare nostro quiddam», 279 sig.) no puede
haber surgido de la nada, sino qu_e pertenece al acervo seminal del universo: ,<Id
facitexiguum clinamen principiorum)) (292). Hay aquí una mediación entre el ser
humano y el mundo: lo que hizo posible al mundo no sería un principio ajeno e
inaccesible, sino que es lo que el hombre reencuentra en sí mismo como su ser
más íntimo.

127
teología cristiana había sistematizado la estrecha conexión
entre dos afirmaciones fundamentales de la dogmática: la
semejanza del hombre con Dios y la encarnación humana
de Dios. El nominalismo ha mantenido, de por sí, cada una
de estas afirmaciones, pero cuestionando reiteradamente
su conexión interna. Anselmo de Canterbury había inau-
gurado'la Escolástica al decir que creía que se podía pre-
guntar de modo racional sobre la declaración central del
cristianismo: «Cur deus hamo!». La Escolástica se autodi-
suelve al cuestionar ella misma lo que había sido su punto
de partida. La transformación del concepto de Dios según
el modelo aristotélico en la Alta Escolástica hacía dificil afir-
mar que el hombre era el punto de referencia definitivo de
la gracia divina. No era sólo que el mundo ya no podía ser
creado a causa del hombre, sino que incluso la encarna-
ción de Dios ya no debía tener su télos en el propio hom-
bre, pese a la clara fórmula del Concilio de Nicea: «Propter
nos homines (. .. ) hamo factus est». La peculiar doctrina de
la predestinación absoluta de Cristo defendida por Duns
Escoto transforma el propter nos homines en un propter se
ipsum. Si el Hijo de Dios estaba predestinado desde la eter-
nidad a encarnarse, esto ya no sucedía a causa de la salva-
ción que el hombre había perdido por su culpa, sino que
tanto el mundo como el hombre podían haber sido crea-
dos, a la inversa, únicamente a causa de la encarnación del
Hijo de Dios; para afirmarlo incluso se podía renútir a Pablo
(Carta a los Colosenses I, 15-16). La metafísica prescribe a
la teología que, al crear el mundo y al hombre, Dios sólo

128
podía hacerlo para sí mismo. Quedaría roto, en la auto-
comprensión del hombre, el hilo conductor del pensamiento
de la creación, porque la antigua contradicción, que Mar-
ción fue el primero en reconocer, entre la doctrina de la
creación y la cristología empujaba ahora a un perfecto teo-
centrismo. El nominalismo puede ser presentado como la
explicación del propter se ipsum. La última consecuencia
de todo ello es negar que fuera posible dar alguna razón de
que Dios hubiera elegido para encarnarse al ser humano;
viene a cuento, también aquí, la fórmula estandarizada del
nominalismo: «Potius factus est horno, quia voluit, sicut po-
tius assumpsit naturam nostram quam aliem, quia voluit))
(Ms. Man. Cod. lat. 8943, fol. 108 r, según Hochstetter). De
aquí emana una radicalidad en el cuestionamiento del hom-
bre por la que le es sustraído todo sostén para su ubicación
en un ordenamiento de lo real. En la época helenística no
se había dado una posición comparable, que transformara
en preocupación, de una forma tan aguda, la pregunta acerca
de lo que el hombre es y lo que puede ser.
Tras este análisis comparativo de los presupuestos se hace
fácilmente comprensible que en los últimos tiempos de la
Antigüedad y del medievo se indujeran actitudes ante el
mundo del todo heterogéneas. En la filosofía helenista nos
topamos con distintas formas de apartamiento del ser huma-
no respecto al cosmos y al ideal de la teoría, pero no con el
problema de la autoafirmación. Lo que Epicuro recomen-
daba al hombre helenístico puede ser calificado de neutra-
lización de su relación con el cosmos. Pero tal reco-

129
mendación sólo es posible porque el cosmos sigue perdu-
rando como la última implicación de la comprensión del
mundo. La Física de Epicuro, que, con sus 37 libros, ocu-
paba un vasto espacio en su obra y que, desde el punto de
vista histórico, iba a permanecer como el elemento más efec-
tivo de su filosofía, está totahnente subordinada, en su me-
todología, al objetivo de neutralizar el interés por la verdad.
En ella no debe encontrar satisfacción ninguna reivindica-
ción teorética de la verdad, sino que la finalidad a que apunta
es a resaltar la «indiferencia» de los problemas físicos para
la conformación de la vida en el mundo. Pese a sus plantea-
mientos cognoscitivos y teoréticos completamente distin-
tos, en esto hay una afinidad esencial con el escepticismo y
su ideal de la i:nox1- Si el hombre no tuviera la continua
sospecha de que la naturaleza «le concierne algo» -cosa que
puede testimoniarse tanto en una frívola confianza como
también en un temor respecto a ella-, el conocimiento de
la naturaleza sería, para él, algo superfluo.' La hipótesis fi-
sicalista debe liberar al fenómeno natural de su contenido
afectivo; en este sentido, es igual si poseemos una explica-
ción clara de los fenómenos naturales o si podemos cons-
tatar, para todas las hipótesis que hay que tener en cuenta,
una explicación que no necesita afectar al hombre en su at-
mósfera vital. El método hipotético de Epicuro se caneen-

1 Ratae sententia, XI (Diano, pág. 14): <(el µ118tv 1µia; al rWv f,U:rtWpwv Vnoi¡ríat

1vWxAovv Kai al n:epl 0avárov, ¡,i1 nore npór:; ~µiú; n rt (... ) oúK &v npomo&óµe0a
cpvawAoyiac;.>)

130
tra en la segunda posibilidad. Se trata de dar una visión de
conjunto completa de las posibilidades explicativas, no
de una decisión argumentada a favor de una de esas posi-
bilidades. Como muestra la Carta a Pitocles, Epicuro se ha-
bría fiado, para asegurarse del carácter exhaustivo de su
catálogo de hipótesis, de las colecciones doxográficas. El
resultado de cada problema en particular es siempre, para
nosotros, únicamente la «indiferencia» de todas las solu-
ciones posibles. Por muy similar, en lo formal, que pueda
seguir siendo aún el método hipotético de Epicuro al modo
de pensar de la ciencia de la naturaleza en los primeros tiem-
pos de la Edad Moderna, su función es radicalmente dis-
tinta: no quiere objetivar los fenómenos, sino neutralizarlos.
Esta diferencia acaso pueda ser precisada con más detalle
diciendo que la objetivación tiene la intención inmanente
de verificar una hipótesis, mientras que la neutralización
quiere excluir, ciertamente, incertidumbres, pero sin gene-
rar certezas. Pero la consecuencia decisiva de esta diferen-
ciación es que el conocim'iento no apunta, en Epicuro, al
dominio de su área temática; lo que Descartes tenía in mente,
hacer de los seres humanos «maítres et possesseurs de la na-
ture», no le habría parecido a Epicuro una condición de la
posibilidad de realización de la existencia humana. Por de-
cirlo con otras palabras: a la voluntad de conocimiento de
Epicuro le faltaba eso que se podría llamar la «implicación
técnica»; lo que quería era distanciar el fenómeno, no poder
producirlo. Dominar sobre la naturaleza no sería ningún
presupuesto de que uno pueda ser para sí mismo lo sufí-

131
cientemente grande: «Si cui sua non videntur amplissima,
licet totius mundi dominus sit tamen miser est» (Diano, frag-
mento 64).
Pero justamente esa vía, la de sustraerse a la crisis del
orden de la imagen del mundo refugiándose en la frugali-
dad e invulnerabilidad de la posesión de sí mismo, quedaba
obstruida a finales de la Edad Media, pues el cuestio-
namiento se había adentrado con demasiada profundidad
en el ser de la autoconciencia y de la relación con el mundo.
Una observación hecha en el libro de Heisenberg, Physik
und Philosophie, sobre la confrontación del antiguo ato-
mismo y la moderna teoría cuántica me ayudó a captar la
diferencia específica de sus presupuestos; Heisenberg dice
que los principios de la física moderna son «entendidos
mucho más seriamente que los de los filósofos griegos». A
primera vista, ésta es una afirmación realmente molesta para
el lector filosófico, pero cuanto más se busque su posible
justificación, más certera y rica en consecuencias parecerá.
Es verdad que la «seriedad» que determina y afina lavo-
luntad de conocimiento de la incipiente Edad Moderna es
un nuevo tipo de «seriedad», y creo que eso tiene esencial-
mente que ver con nuestro tema y cobra su sentido más pro-
fundo a partir de nuestra tesis. La peculiar liberalidad del
carácter hipotético y de la falta de vinculación de la física
atomista de Epicuro, que podía pasarse muy bien sin la in-
sistencia en la verificación, se basa, como ya he intentado
mostrar, en la indemnidad de un «resto de orden», mediante

132
el cual la problemática existencial del hombre aparece be-
néficamente velada. La nueva seriedad, cargada sobre las
espaldas del hombre a partir de la situación tardomedie-
val, estriba en una constante e irrernovible obsesión de «co-
rroboración» y, por cierto, no únicamente de los enunciados
teóricos, sino de la posibilidad, inherente a ellos, de una
autoafirmación lograda mediante el dominio de la reali-
dad, así como, en definitiva, de una nueva autodefinición
del hombre, que se ha de acreditar en esa dominación. Des-
cartes ha denominado, con razón, esta nueva tensión una
«laboriosa vigilia» (Meditaciones, I, 12). La delimitación y
el aseguramiento de una región de certeza inexpugnable
puede reconocerse como el impulso que en la escuela no-
minalista dio lugar incluso a una nueva lógica y a uua nueva
epistemología. El interés humano por aquello que incluso
se sustrae a la potentia absoluta va sustituyendo de forma
imperceptible al interés teológico que se satisface en pen-
sar hasta lo último las posibilidades de la Omnipotencia
divina. Los enunciados del Deus non potest en que se for-
mula la lógica nominalista constituyen la cosecha genuina
y duradera de la especulación basada en el Deus potest. Éste
es exactamente el punto en que la fórmula teológica sigue
apareciendo todavía como tal, pero circunscribiendo, en
realidad, la autonomía lógica del hombre. Creyendo defen-
der la teología el interés absoluto de Dios dejaba que se con-
virtiese en absoluto el interés y la preocupación del hombre
por sí mismo, lo cual significa ocupar el lugar de la accesi-

133
bilidad teológica. En la epistemología nominalista la crí-
tica a la receptividad aristotélica del acto de conocimiento
es desencadenada por idéntico interés. 1
El resultado de la crisis de orden experimentada a fina-
les del medievo puede ser descrito como una autonomiza-
ción del ámbito del rendimiento humano, como un des-
prendimiento de los vínculos receptivos con un mundo
dado de antemano y que agotaba todo el campo de posibi-
lidades. Por consiguiente, el elemento esencial de este pro-
ceso del espíritu es la crítica de la teleología, al soltar las
argollas de vínculos existentes entre el mundo y el hom-
bre. Se separan, como dos ámbitos funcionales cerrados en
sí mismos, el mundo natural de Dios y el mundo que es
1 Jean de Mirecourt, en su Apología, I, prop. 45 (ed. Stegmüller), presenta

estos hechos con toda claridad: si la sensatio y la intellectio sólo fueran qualitates
("" passiones) del órgano cognoscitivo, todo el conocimiento estaría directamente
condicionado por la voluntad divina, pues llevar a efecto una qualitas es algo
<(quod Deus se solo posset ( ... )». Pero si el conocimiento es una actio del sujeto
cognoscente, entonces una intervención en el acto cognoscitivo sólo puede reali-
zarse a través de este sujeto como causa secunda:«( ... ) nullam actíonem causae se-
cundae posset Deus agere se solo ( ... )». (Jean de Mirecourt, Commentarium
sententiarum Petri Lombardi). Entre las concepciones fundamentales del acto
cognoscitivo que él expone, el autor no se atreve a manifestarse claramente a favor
de la tesis de la vera actio animae, pero queda bastante claro dónde está su dnte-
rés»: (<Secundam tamen (se. opinionem) libentius dicerem si auderem. Eligat stu-
dens quam voluerib>. 1bda la teoría nominalista de la formación del concepto ha
de ser entendida a partir de este planteamiento; el concepto ya no es el <{producto
naturah> de la species abstracta aportado de forma receptiva, sino un arte factum,
un instrumento para un trabajo, un figmentum en cuanto a su origen. En la ló-
gica, la autarquía del sujeto encuentra su modelo en la necessitas ex hypothesi, es
decir, en enunciados cuya evidencia perdura, <iipsa re simpliciter destructa» ( Ock-
ham, Sent., Prol., I, GG). Aquí se cuenta de nuevo con un Dios, al que se cree
capaz tanto de la annihilatio como de la creatio.

134
obra del hombre. Esto aún podía ser expresado por com-
pleto en el lenguaje de los conceptos teleológicos. Concreto
esto que voy diciendo con un texto del Comentario sobre la
Física de Jean de Buridan (II, q. 7: utrum finis sit causa),
donde constata la imposibilidad de una finalidad inmanente
al mundo para la actuación divina, formulando así el re-
sultado: «De modo que Dios es la causa final de todas las
cosas naturales, tanto de las operantes como de aquellas
que son receptoras de operaciones de otras, o bien de las
acciones y las transmutaciones. Si esto es así, entonces el
hombre que construye una casa es, abstrayéndonos de Dios,
la causa final de su casa, pues construye la casa para él mismo
y para su mantenimiento, y si la construye para conseguir
dinero también lo hace por él mismo, y si la construye para
sus hijos y amigos todo esto sigue acaeciendo, al fin y al cabo,
a causa de sí mismo, considerándolos como si fuesen él
mismo y teniendo su bienestar como suyo propio ( ... )». 1
Lo impresionante e instructivo en este texto es el salto di-
recto desde la creación divina, con su referencia al Crea-
dor, hasta la obra humana, con su estructura de sentido
reflexiva, así como la total identidad de la terminología
usada para esos dos ámbitos. Se puede entender el «sic enim

1
((Sic enim Deus est finis omnium naturalium, sive activorum sive passivorum
vel etiam actionum et transmutationum. Sic enim stando, citra Deum horno faciens
domum est finis gratia cuius facit domum, et est sic finis domus eius, quoniam ipse
facit domum propter seipsum et salutem suam, et si facit eam propter pecuniam ha-
bendam, adhuc illa eritpropter seipsum, et si facit eam propter filias et amicos, adhuc
est finaliter propter seipsum, quia reputat illos tanquam ipsum et bonum ipsorum
tanquam bonum suum (... ).)>

135
stando)) como algo enteramente causal, y adoptar la refe-
rencia hacia el Creador inherente a la naturaleza corno la
razón de que el ser humano dependa de sus propias fuer-
zas para cuidarse de sí mismo y de su mantenimiento en el
mundo que se fabrica. La estructura teocéntrica condiciona
y fuerza la aparición de la antropocéntrica. El ser humano
sólo puéde preguntar a sus propias obras sobre el porqué;
no puede saber qué grado de orden y fiabilidad le garan-
tiza el hecho de que Dios sea el finis omnium naturalium.
La sospecha de que esta fórmula no significa, para el hom-
bre, nada de lo que fiarse en su propia existencia sería el
presupuesto básico de los tiempos modernos y de su cuali-
dad esencialmente tecnológica.
Acaso convendría que no siga hablando sobre este texto,
sino que intente traerlo a colación aún con mayor claridad
contrastándolo con otro; elijo, para ello, un texto del si-
glo XII,1 que mediante la metáfora de la construcción de la
1
Sententiae Divinitatis (dela escuela de Gilbertus Porretanus), ed. de B. Geyer,
tr. I, q. 1:s<Respondemus et dicimus, quod fadurus erat Deus hominem ad se lau-
dandum et glorificandum, qui loco indiget; ideoque mundum creavit quasi domum,
in qua hominem poneret, cuius consideratione in eius cognitione et dilectione hamo
proficereb>. Lo importante aquí es que la quaestio, en vez del obligado vídetur quod
non, aduce para esta pregunta la respuesta agustiniana (más bien un rechazo de
la pregunta), citando libremente: <<Deus creavit, quod voluit, sed cur voluerit, non
est quaerendum ( ... )», eludiendo la autoridad mediante una respetuosa distin-
ción. En medio de los dos textos presentados nos encontramos con el Comenta-
rio a la Física de Aristóteles de Tomás de Aquino {II, 2, 194 a 28 sigs. [II, lect. 4, n°
8]), con notas muy características de transición y transformación. Yo mismo he
tratado la ambivalencia presente en la tradición de los comentarios de este pasaje
de Aristóteles en Studium Generale, X (1957), 2, pág. 71. Cf además mi artículo
«Teleologie)), en Religion in Geschichte und Gegenwart. vol. V.

136
casa nos ofrece una relación fácilmente comprensible con
el pasaje citado del Comentario de la Física de Jean de Bu-
ridan. A la pregunta sobre el motivo de la creación del
mundo contesta: «Cuando Dios quiso crear, para que le ala-
base y le diese gloria, al hombre -un ser necesitado de un
alojamiento- creó el mundo, por decirlo así, corno una casa
donde podría colocar al hombre y a través de cuya con-
templación el ser humano debía llegar al conocimiento y
amor de Dios». No se puede pasar por alto la diferencia entre
los dos textos: mientras que en el texto más antiguo el ser
humano es la criatura concebida antes y el motivo para la
construcción del edificio del mundo como un albergue que
provea a sus necesidades, en el texto posterior se ve al hom-
bre preparándose por sí mismo, en medio de un mundo
natural que se le ha hecho ajeno, un lugar a su medida y
protector. En el te'-"1:0 más antiguo se encuentra, ciertamente,
el motivo de la glorificatio, pero es, aquí, una expectativa
divina dirigida al hombre, para cuyo cumplimiento sólo la
providencia cósmica de Dios daría al hombre el impulso y
el motivo; desprenderse de la autoafirmación sería una ga-
rantía de que la contemplación de la naturaleza consiguiera
su sentido teoréticamente más puro, dirigido hacia Dios.
Espero que se vaya aclarando el discurso sobre la merma
del orden como proceso histórico. Se han querido ver los
fenómenos de los últimos tiempos del medievo que con-
dujeron a la incipiente Edad Moderna como adelantos de
una ruptura que hace época, una especie de Ilustración pre-
moderna, que sólo por cautela habría refrenado su propó-

137
sito y potencial de emancipación. La Edad Moderna se ha
autointerpretado desde sus comienzos como un audaz an-
tagonismo respecto a la Edad Media, derivando su legiti-
midad histórica de su anexión a la Antigüedad, presunta-
mente interrumpida por el medievo. En cambio yo intento
mostrar que la Edad Moderna no se formó corno antagó-
nica a la Edad Media, sino corno una réplica a las discusio-
nes inmanentes a la misma. Las primeras formas de crítica
a la teleología siguen siendo plenamente medievales, rebo-
santes del pathos de poder aumentar la grandeza de Dios
impugnando el sentido del mundo para el hombre. Pero
tampoco debernos dejarnos engañar por el alto grado de
inercia que sigue caracterizando el lenguaje utilizado: la úl-
tima Escolástica puede hablar muchas veces de Dios de tal
manera que, en realidad, se prescinde de Él. El hipotético
ateísmo, calificado, tras su excelente aplicación al problema
del derecho natural por Gracia, de «argumento graciano»,
está ya profundamente implicado en las Qucestiones esco-
lásticas del tipo utrum deus posset... Hasta tras el citra deum,
aparentemente inocuo, del texto de Buridan antes citado,
se esconde el postulado de una suspensión «metodológica»:
el hombre que construye su casa prescinde de que Dios
exista, ya que quiere asumir la dureza de la necesidad a la
que él mismo ha de responder. Con ello se aborda ya, a r.rin-
cipios de la Edad Moderna, el terna de la relación de fun-
damentación entre la autoafirrnación y la nueva idea de
ciencia. También aquí se debe aceptar el reto y no velarlo.
Descartes lo tendrá presente en el argumento del genius ma-

138
lignus, pero sólo en un punto ha mantenido la dureza de
las premisas -en esto más medieval de lo que correspon-
dería a quien posteriormente será llamado el «fundador de
la modernidad»-, acogiéndose, por lo demás, al recurso
de la prueba de la existencia de Dios. Sin embargo, áhora
podernos dejar patente el significado histórico de la obser-
vación de Leibniz, que al principio adujimos, sobre la equi-
valencia del voluntarisrno teológico y el mecanicismo
fisicalista. El mecanicismo atomista, que en Epicuro, se yux-
taponía, sin relacionarse con ella, a la vida extracósmica de
los dioses, aparece ahora con la función de hacer realizable
ese ((ateísmo" hipotético. Descartes antepone a su cosmo-
gonía rnecanicista, en el Libro III de sus Principia, una ex-
plicación sobre la problemática de la verdad de su esbozo;
no quiere seguir adelante con la cuestión de la genuina ve-
ritas («malim hoc in medio relinquere»), porque, para sus
propósitos, no se trata, en absoluto, del valor de verdad de
la hipótesis, dado que nosotros podríamos sacar exacta-
mente igual de utilitas ad vitam de la mera posibilidad de
que algo sea acertado, que del aseguramiento de su verdad.
El texto latino de los Principia no dice más (III, 44), pero la
versión francesa (Adarn-Tannery, IX, 123) 1 añade el argu-
mento, bien significativo, de que la hipótesis es totalmente
igual a la verdad genuina en el sentido de que nosotros po-

1
Trad. cast.: Los principios de la filosofía, trad. de Guillermo Quintas, RBA,
l."- ed., l_a impr., Barcelona, 2002. (N. del T.)

139
demos servirnos de ella para disponer de tal manera sobre
las causas naturales, que seamos capaces de producir los
efectos deseados ( «elle ne sera pas moins utile a la vie que si
elle estoit vraye, pource qu' on s'en pourra servir en mesme
fa¡;on pour disposer les causes naturelles aproduire les effets
qu' on 4esirera»). La verificación técnica incluiría la hipóte-
sis en el ámbito funcional de la teleología inherente a la au-
toafirmación humana. La autoafirmación transmutaría la
reivindicación teorética de la verdad; no exige nínguna clara
correlación entre principios y fenómenos y no se obstina
en preguntar cómo la naturaleza habría llevado a efecto tal
correlación, con tal que pueda generarse un nexo en la pro-
ducción de un efecto idéntico. El poder de prevenir o cam-
biar sucesos, que Auguste Comte iba a formular como el
objetivo de la ciencia positiva, constituyó desde el princi-
pio el sentido del carácter autoafirmativo de la ciencia mo-
derna. El poder no resultaba del conocimiento, sino que
predeterminaba de antemano su economía y el rigor de sus
requisitos de verificación. El ser humano no compite con
la potentia infinita, que ha realizado en la naturaleza una
de sus infinitas posibilidades -una posibilidad, por cierto,
para nosotros no identificable-, sino que acepta su finitud,
autolimitándose a la posibilidad que, en cada caso, sea cons-
truible para él. El rasgo fundamental positivista, que apa-
rece cada vez de un modo más acentuado en la historia
moderna de la ciencia, constituye ya una parte íntegrante
del síndrome originario de la auto afirmación. El excluir pre-
guntas superfluas o el detenerse ante una reivindicación on-

140
tológica de la verdad no surgen de una carencia de serie-
dad en el plano teorético, sino de la competencia eritre la
compulsión a autoafirmarse y el ideal teorético. Lo utilissi-
mum se convierte para el hombre, según la célebre formu-
lación de Bacon, en criterio de lo verissimum.
Gassendi, que renovó la filosofía de Epicuro con un in-
flujo en gran medida infravalorado si lo comparamos con
la repercusión de Descartes, quizás quien muestra con ma-
yor claridad que la situación de la incipiente Edad Moderna
es totalmente distinta a la de Epicuro. Robert Boyle escribe,
con la vista puesta en Gassendi: «Determinados filósofos
modernos han seguido, con razón, el ejemplo de Epicuro,
al no aducir siempre lo presuntamente verdadero, conten-
tándose con señalar sólo una posible causa de los fenóme-
nos». Esta declaración resulta instructiva, pues Boyle pasa
por alto una diferencia totalmente decisiva, que quita a la
recepción de Gassendi el carácter de una reproducción dog-
mática de Epicuro: éste no quería únicamente señalar una
posible causa de los fenómenos naturales, sino dejar cons-
tancia del catálogo, que a él le parecía exhaustivo, de las po-
sibles causas, a fin de demostrar así la irrelevancia, para el
espíritu humano, de decidirse por una de esas posibilida-
des; Gassendi y sus sucesores buscan, en cambio, una causa
de los fenómenos que sea demostrable como posible, pues
a ellos les basta la realización de una posibilidad para ga-
rantizar la equipolencia del hombre y la naturaleza. Puede
que esta diferenciación parezca demasiado formal, pero creo

141
que en ella se encierra toda la diferencia de situación exis-
tente entre las dos épocas.
La consecuencia de este hecho es un determinado inte-
rés, totalmente pragmático, por revivificar el antiguo ato-
mismo, interés que era ajeno a Epicuro: en el atomismo,
como en la doctrina cartesiana de la materia primigenia, la
naturileza es reducida a su pura materialidad, y sólo esa
difuminación extrema de lo dado de antemano en el mundo
podía asegurar al nuevo concepto de verdad esbozado su
efectividad técnica, con la renuncia a su clásica formula-
ción como adaequatio reí. Si la técnica constituía el obje-
tivo más profundo de la voluntad cognoscitiva, entonces
lo adecuado, hasta en sus últimas consecuencias, era una
visión del mundo que lo considerase únicamente como un
reservorio de material. La autoafirrnación es, por consi-
guiente, no solamente una réplica a la merma de orden; a
partir de un determinado punto aquélla impulsa la nivela-
ción de la estructura del mundo dada de antemano, adqui-
riendo, por decirlo así, el nivel de salida requerido para una
nueva concepción constructiva.
Un ejemplo impresionante de cómo este esquema es
también efectivo en una aplicación traslaticia a problemas
del mundo humano nos lo ofrece la filosofía sobre el Es-
tado de Hobbes. La frase clásica natura dedit omnia omni-
bus deviene el punto de partida del orden constructivo de
su filosofía del Estado. Por su procedencia, este principio
es un axioma del derecho natural defendido por el estoi-
cismo, con un claro trasfondo teleológico; dado que la na-

142
, turaleza ha dispuesto todo de un modo suficientemente
capaz de cubrir las necesidades del hombre, para alcanzar
el objetivo de la naturaleza sólo se precisa aún una distri-
bución correcta de los bienes, pero no de la propiedad pri-
vada, que, entre los estoicos, aparece como una forma de
recelosa desconfianza en la naturaleza. Tal axioma critica
el ordenamiento del derecho positivo visto desde el princi-
pio del orden natural, sin pedir, por ello -como puede com-
probarse en Cicerón-, la supresión de las relaciones basadas
en ese derecho positivo. Hobbes convertirá aquel principio
en algo radicalmente distinto, otorgando a cada individuo,
en el estado de naturaleza, el derecho no sólo a la satisfac-
ción de sus necesidades, sino a cuanto pueda lograr, de ma-
nera que alguien lo bastante poderoso como para poner a
su disposición todo lo que se le antoje estaría facultado para
hacerlo por la propia naturaleza. Desde una perspectiva re-
ligiosa y filosófica dicho principio implica que el omnipo-
tente tiene derecho a hacer todo lo que le plazca: «Ius
dominandi ab ipsa potentia derivatur» (De cive, XV, 5). En
el mundo humano, ese estado primigenio del ius omnium
in omnia significa un caos completo; el derecho natural ge-
neraría una situación completamente anárquica (De cive,
I, 11). El desmantelamiento de esta autocontradicción ín-
sita en el estado de naturaleza llevaría a la construcción de
una situación donde rige un derecho de orden político, ha-
ciendo de lo político una consecuencia inmanente de lo na-
tural. El punto cero en la merma del orden y el punto de

143
arranque de la formación de un orden serían idénticos. Un
minimum en disposición ontológica constituiría, al mismo
tiempo, un maximum de potencialidad constructiva. A par-
tir de aquí sería una obviedad traducir el modelo filosófico
del Estado, fundamentador del poder absoluto del mismo,
en una máxima política que ve en la generación de la anar-
quía la' posibilidad más rica en perspectivas para la forma-
ción de un orden justo.
El propio Hobbes ha señalado un límite a esa construc-
ción inmanente de orden; en la dedicatoria previa al De cive
compara la filosofía moral con la geometría -con mucha
ventaja para la segunda-: si los filósofos morales hubieran
dilucidado en alguna medida la ratio actionum humana-
rum ya no habría guerras, con una excepción, «nisi de loco,
crescente scilicet hominum multitudine». El crecimiento de
la población humana haría inevitable la guerra por el es-
pacio vital. Se alude aquí por primera vez a la amenaza de
la superpoblación, ese motivo característico de la negación
moderna de una teleología natural. Un pensamiento así lleva
directamente a Malthus y a su Essay on the Principie of Po-
pulation, de 1798. Una vez más la suposición de una merma
del orden se transforma en la prevención encaminada a
hacer del proceso algo técnicamente disponible. Cuando
Charles Darwin conoció en 1838 el libro de Malthus, es-
cribió: «Por fin tuve aquí una teoría con la que poder tra-
bajar». Darwin fue el primero en reconocer, mediante su
generalízación biológica, el axioma del desorden traído por
la superpoblación y de la lucha por la existencia surgida de

144
é allí corno el principio del orden de la selección y de la evo-
lución de los organismos impulsada por ella. Con todo, lo
esencial no es, antes que nada, el valor teorético de expli-
cación, sino la aplicación del boceto, que siempre se repite,
de la explicación rnecanicista del mundo, transformando
el desorden en un potencial inmanente de formación de
orden. La terrible idea de volver a hacer técnicamente dis-
ponible la selección y de generar una evolución mediante
una serie de medidas no significaba una apropiación casual
de un pensamiento que ya estaba listo para ser aplicado,
sino que no era otra cosa que una exacerbación desmedida
de la tendencia interna de la idea de ciencia moderna. Aquí
no se habla de leyes históricas inevitables: se brindan de-
terminadas consecuencias, que son aprovechadas, pero que
no se realizan por sí mismas. La ciencia de la economía polí-
tica no ha surgido en menor grado del axioma de la falta
de recursos naturales, y sólo hoy día se va desprendiendo
con dificultad de ese punto de partida. No han sido las ex-
periencias ni las conclusiones de experiencias las que han
determinado esa base, sino la anticipación -alimentada por
la correlación que hemos descrito entre la merma del orden
y la autoafirrnación- de lo que significan las experiencias y
las hacen explotables. La angostura del mundo y la caren-
cia de recursos son, cada vez menos, amenazas elementa-
les, convirtiéndose cada vez más en ocasiones para llevar a
cabo, en la autoafirrnación, aquella autoestabilidad del hom-
bre de la que hablamos al principio. Lo que con ello se quiere
decir puedo ilustrarlo de nuevo con una frase que, cierta-

145
mente, sólo pudo pronunciarse en el siglo XJX, y no antes:
«(... ) cuanto más pequeño es el mundo, tanto más grande
es el hombre» .1

1
Max Maria von Weber, cit. por Ernst Schnabel, Deutsche Geschichte im 19.
Jahrhundert, III (2ª ed., 1950), pág. 240. La angostura, sea ésta natural o produ-
cida por la técnica (de la circulación, por ejemplo), no sólo oprime, sino que al
mismo tiempo, incrementa el potencial que subyace en la comunicación. Nos
topamos también aquí con un esquema de inversión de la merma de ordeIL

146
INFORME DE LOS EDITORES

ALEXANDER SCHMITZ Y BERND STIEGLER


(Constanza, abril de 2009)
I

En una serie de intentos Hans Blumenberg ha descrito


la Edad Media como una época en que pierde su plausibi-
lidad la representación de una naturaleza hecha para el hom-
bre y que le guarda alguna consideración. Este viraje del
concepto de realidad medieval hacia el moderno se hace
palpable en la separación entre lo que son imágenes del
mundo relevantes para la acción humana y lo que son mo-
delos del mundo basados en la ciencia de la naturaleza.'
Mientras que en estos últimos se alcanza una posición de
las ciencias de la naturaleza que integra en un modelo del
mundo todo un conjunto de ideas importantes para el sis-
tema, el saber de orientación que tienen a punto las corres-
pondientes imágenes del mundo se muestra desacoplado
de tales modelos. Con la desaparición de argumentacio-
nes de tipo ontológico sobre las últimas preguntas hay for-
mas de vida que pierden así el respaldo que tenían en la
naturaleza o en la voluntad divina. Este derrumbamiento
de una realidad que en la Edad Media aún estaba garantí-

1
Acerca de la diferenciación entre imagen del mundo y modelo del mundo
cf. Hans Blumenberg, « Weltbilder und Weltmodelle», en Nachrichten der Gíesse-
ner Hochschulgesellschaft, XXX (1961), págs. 67-75, así como Die Legitimitiit der
Neuzeit, Suhrkamp, Fráncfort, 1996, pág. 473, nota 310 (trad. cast.: La legitima-
ción de la Edad Moderna, trad. de Pedro Madrigal, Pre-Textos, Valencia, 2008).

149
zada viene acompañado, en la modelación que hace Blu-
menberg del umbral de la Edad Moderna, de un incremento
de la intervención constructiva sobre la realidad. A medida
que el mundo se le aparece al hombre moderno como falto
de orden, crecen las exigencias hechas a su voluntad de au-
toconsefvación y autoafirmación. «El resultado de la crisis
de orden experimentada a finales del medievo puede ~er
descrito como una autonomización del ámbito del ren-
dimiento humano, como un desprendimiento de los víncu-
los receptivos con un mundo dado de antemano y que ago-
taba todo el campo de posibilidades», dice el autor en este
trabajo (pág. 134).
Con esta constatación se remarca tanto el punto final
de un desarrollo histórico como un nuevo planteamiento,
que asienta sobre nuevos fundamentos la relación entre la
naturaleza (humana) y la técnica. Esta relación necesita, en
opinión de Blumenberg, una historiografía modificada, para
cuya construcción se propone aportar materiales de las re-
flexiones recogidas en su Historia del espíritu de la técnica.
Si las reflexiones de Blumenberg en los años cincuenta
transmitían todavía la impresión de que se diferenciaba cla-
ramente entre lo que es la naturaleza y lo que es la técnica,
en los estadios preliminares y en las inmediaciones de su
obra La legitimación de la Edad Moderna se fue distanciando
cada vez más de tal antítesis. El alfabeto de dicotomías de
esa diferenciación generaba «demonologías» muy especia-
les,1 palpables también en trabajos anteriores de Blumen-
1 Cf {(Lebenswelt und Technisierung unter Aspekten der Phiinomenologie», en

Wirklichkeiten in denen wir leben. Aufsiitze und eine Rede, Redam, Stuttgart, 1981,

150
; berg, como un malestar ante la técnica. Pues al sugerir una
segura diferenciabilidad entre los dos ámbitos se producía,
simultáneamente, una disparidad de valoraciones: entre lo
artificial, mecánico, matemático o, justamente, técnico, por
un lado, y, por el otro, lo natural, ideal o espiritual. Ahora,
en La historia del espíritu de la técnica, Blumenberg objeta
a tales demonologías que las ideas mismas han sido pre-
formadas, en rasgos esenciales, técnicamente -y, con ello,
en múltiples aspectos, artesanalmente-. «Pues forma parte
de esta historia no sólo el espíritu que promueve la técnica,
sino incluso aquel espíritu que la técnica misma promueve»
(pág. 85 de este trabajo). En relación con la naturaleza del
ser humano Blumenberg había formulado ya con anterio-
ridad las consecuencias de estas observaciones: «El hom-
bre se debe, esencialmente, a sí mismo, es un ser auto-
técnico».1
En tales condiciones, pierden plausibilidad las dicoto-
mías entre naturaleza y técnica. En su lugar aparecen los
términos compuestos como autoconservación, autoafirma-
ción e incluso autopoder. Con ello se propone una nomen-
clatura que debe tener en cuenta los cambios radicales de
la Edad Moderna, no haciéndolos aparecer, sin embargo,
como cambios heterónomos. El vuelco dado desde el «ab-
solutismo teológico» hasta la «autoafirmación humana»

pág. 9 (trad. cast.: Las realidades en que vivimos, trad. de Pedro Madrigal, Paidós,
Barcelona, 1999).
1 {(Technik und Wahrheit», enActes du XIº"'" Congres International de Philoso-

phie, vol. II, Épistémologie, Ámsterdam/Lovaina, pág. 119.

151
descrito en La legitimación de la Edad Moderna no habría
sido inducido por factores externos, sino que estaría mo-
tivado por las tensiones internas de la imagen medieval
del mundo. Al mismo tiempo, los conceptos mencionados
deben impedir que se reintroduzca de nuevo la diferen-
ciación entre la naturaleza y la técnica, incluso con otro
nombre ~- en un plano distinto del mundo de la vida. F.l
polo de la naturaleza pierde, sencillamente, su función de
punto de referencia para imitaciones, reflejos y transfor-
maciones cuando toda una genuina «esfera de prestacio-
nes humanas» se ve destacada y convertida en algo autó-
nomo. Lo nuevo ya no es presentado, en este ámbito, como
una irrupción proveniente de fuera, sino que emerge a par-
tir de principios formales en los cuales se interrelacionan
de un modo nuevo y distinto una serie de elementos y va-
lores.
Los procesos de reasignación, como los esboza Blumen-
berg, apuntan al declive y derrocamiento de las marcas fron-
terizas de los principios anteriores. Mientras que el mero
ojo desarmado pierde en el siglo XVII su anterior acceso pri-
vilegiado al mundo y las prestaciones de los sentidos son
consideradas como propensas a todo tipo de ilusiones, el
instrumental técnico se desliza, cada vez con más frecuen-
cia, entre los hombres y su entorno. Gracias a los cambios
radicales de índole científica en la Edad Moderna y a sus
innovaciones técnicas, como el telescopio, se hace también
cuestionable el carácter esencial de la diferenciación entre
lo visible y lo invisible. En el curso de este desarrollo, el apa-

152
rato sensorial humano es, por decirlo así, creado de nuevo,
convirtiéndose la revolución de las condiciones antropo-
lógicas generales en la característica de la autoexperiencia
moderna. Si el más allá de los fenómenos -el trasmundo de
Nietzsche al parodiar la metafísica- había sido considerado
como el ámbito de referencia, que se mantenía cerrado, en
principio, a los sentidos humanos, ahora tales fronteras son
objeto de una nueva medida y aparecen, habida cuenta de
las posibilidades técnicas, corno algo relativo. Por ello, en
el prólogo para el Sidereus Nuncius de Galileo Gahlei Blu-
rnenberg sopesa la conveniencia de titular la exposición de
la reformulación de esas fronteras corno una «historia del
espíritu de lo invisible»,1 que todavía está por escribir y a
la cual dedicará más tarde un capítulo de la Genesis der ko-
pernikanischen Welt. En esa historia, el telescopio no sólo
alimenta las dudas en la fiabilidad de los sentidos, sino que
se convierte, por formularlo de una forma exagerada, en
partero de una nueva teología; el hombre se vuelve a crear
a sí mismo en el espejo de sus instrumentos y utensilios.
También en esto habría constituido «el telescopio la gran
sorpresa, metafísicamente inesperada y, por ello, tan rele-
vante, de la incipiente Edad Moderna». 2
Hans Blurnenberg había discutido cuestiones de la his-
toria del espíritu humano de diversas maneras, pero, sobre

1 ((Das Fernrohr und díe Ohnmachl der Wahrheit», en Galileo Galileo: Side-

reus Nuncíus (Nachrícht von neuen Sternen, editado y prologado por Hans Blu-
menberg, Insel, Fráncfort, 1965,pág.14).
2
Ibid.

153
todo de un modo en especial pregnante, en el deslinde de
los planteamientos históricos de los problemas. Ya en su
confrontación con la filósofa Anneliese Meier -que des-
brozaba el camino para su La legitimación de la Edad Mo-
derna- había constatado que la forma de trabajar la historia
de los problemas marraba el «acto esencial de la compren-
sión histórica». Resurgirían nuevas estructuras cuando los
elementos existentes de un sistema se correlaciona;an entre
sí de otro modo. Las representaciones se convierten en ana-
cronismos cuando pierden su función; su descomposición
y derrocamiento cuida, a la inversa, de que sean considera-
das como anticuadas. «Lo que de este modo ha devenido
prescindible deja libre su "sitio", donde luego podrá inser-
tarse no algo arbitrario, como tampoco algo unívocamente
determinado, sino lo que encaje desde un punto de vista
funcional.» 1
Respecto al rechazo de los conceptos sustancialistas de
la historia formulados contra el concepto de secularización,
Blumenberg continúa desarrollando el modelo de trans-
formación del sentido histórico. El concepto de historia del
espíritu, sacado a la palestra como una verdadera provoca-
ción, viene a caer así en la zona de entrada de toda una serie
de reflexiones que, por ese mismo tiempo, operan bajo el
concepto de metaforología. El giro final de los paradigmas
señalizaba asimismo una nueva distribución de lugares,
entre los pre-mundos y los tras-mundos. «Con frecuencia,

1
«Die Vorbereitung der Neuzeit», en Philosophische Rundschau, IX (1962),
pág. 91 sig.

154
la metafísica se nos manifestaba corno una metafórica to-
mada al pie de la letra; la desaparición de la metafísica de-
vuelve a la metafórica nuevamente a su puesto.» 1
De todos modos, que haya habido problemas para los
que se ha buscado y encontrado soluciones en el curso de
la historia constituye, en opinión de Blumenberg, un caso
especial del propio desarrollo histórico. Si seguimos sus re-
flexiones, una lógica de la posterioridad aportaría poco a
su comprensión. Ni la comprensión de los fenómenos lin-
güísticos puede limitarse a la búsqueda de la pregunta a la
que un texto debe dar la respuesta, ni la historia de la evo-
lución tecnológica obedece a la secuencia de los problemas
y sus soluciones. Para una historiografía adecuada de las
innovaciones científicas y técnicas resultarían transversa-
les tanto las consideraciones históricas de los problemas,
como los diagnósticos sobre el olvido del ser.
Con sus referencias a las diversas posibilidades de escri-
bir historia y de modelarla también, con ello, de formas
completamente diferentes Blumenberg apunta a la necesi-
dad de determinar en casos particulares las relaciones exis-
tentes entre la idea y la materia, o el espíritu y la técnica.
En una exposición que trataba de acercarse a la lógica de
los movimientos históricos yendo más allá de lo puntual
de las crónicas, pero también más allá de la teleología de

1
Paradigmen zu einer Metaphorologie, Suhrkamp, Fráncfort, 1997, pág. 193
(trad. cast.: Paradígmas para una metaforología, trad. de Jorge Pérez de Tudela,
Trotta, Madrid, 2003).

155
los modelos narrativos lineales, habrían de tenerse en cuen-
ta los saltos entre los polos correspondientes, la topología
de sus reasignaciones y de lo indecidible, no pudiendo nom-
brar siempre cuál es causa y cuál consecuencia de los desa-
rrollos históricos.
La fenomenología de la historia que aplica Blumenberg
renuncia'ª aislar las fuentes y los textos particulares, to-
mándolos, en vez de eso, como documentos de una diná-
mica que los abarca. Trata así de disipar, también en.cuanto
a la técnica, la impresión de que habría explicaciones sus-
tanciales para el progreso de determinados desarrollos y el
rezagarse de otros. Si la tecnificación es, paradigmática-
mente, como rasgo fundamental del acceso al mundo de
los tiempos modernos, algo que descarga al ser humano
de trabajos, que ahora «exigen su esfuerzo una sola vez»
(cf págs. 51 y 85), apunta, en lo esencial, a «ganar tiempo
para el pasatiempo». 1 Así es como las «autotécnicas», co-
nocidas como una signatura de la época moderna, propor-
cionan modelos de autocontrol y un concepto de realidad
dotado de una «consistencia inmanente». En una anota-
ción posterior, de índole biográfica, acerca de la conferen-
cia de Friburgo -y, con ello, de la Historia del espíritu de la
técnica-, Blumenberg había hecho hincapié, a su vez, en el
«alto grado de afinidad de tal concepto de realidad con la
simulación,,_ 2

1
Beschreibung des Menschen, Suhrkamp, Fráncfort, 2006, pág. 616.
1
Cf UNF [siglas del conjunto de carpetas con material de trabajo de Blu-
menberg, N. del T.], 2955 ( (<Podemos y tenemos que seguir el consejo que nos da

156
II

Ahora, corno antes, Blurnenberg sigue siendo un autor


pendiente de descubrir para la historiografía del desarro-
llo de las ciencias de la naturaleza y de la técnica. En este
aspecto, constituye una feliz circunstancia el hecho de que
entre los escritos póstumos de Blurnenberg, conservados
en el Archivo de Literatura Alemán de Marbach, se en-
cuentre una carpeta que con las siglas GT [Geistesgechichte
der Technik (Historia espiritual de la técnica)] reúne lo que
él escribiera en torno a la Historia del espíritu de la técnica.
Las ediciones de la obra de Blurnenberg de los pasados años
se ajustan -sirviendo asimismo de orientación para edi-
ciones futuras- a estas carpetas, recopiladas aún por el pro-
pio autor, marcadas casi todas ellas con siglas y que señalan
de este modo una serie de textos temáticamente conecta-
dos. Las siglas se corresponden, más o menos, con el con-
tenido, y, en ocasiones, no está exenta de dudas la tarea de
analizarlas corno acrónimos. En algunos casos Hans Blu-
rnenberg añade a todo ello incluso una o más hojas, junto
con varios posibles títulos, pensados evidentemente para
algún libro futuro que tenía in mente.
En el caso de las siglas GT la descodificación parece clara:
Hans Blumenberg reunió en esta carpeta, siguiendo el tí-

Kafka de quedarnos en casa»). Agradecemos esta referencia a Dorit Krusche, del


Archivo de Literatura Alemana de Marbach. Cf asimismo Hans Blumenberg, «Vor-
bemerkungen zum Wirklichkeitsbegriff», en Günter Bandmann et alíi, Zum Wirk-
lichkeitsbegriff, Maguncia-Wiesbaden, 1974, págs. 3-10.

157
tulo de los manuscritos, textos sobre el conjunto de temas
que componen la Historia del espíritu de la técnica. De ahí que
el título fuera elegido también para la presente edición, por
mucho que la combinación de «Historia del espíritu» y de
«técnica» pueda parecer realmente peculiar. Pero justo esta
particularidad era lo que estaba en juego para el autor a la
hora de determinar sus posiciones teóricas.
De las distintas variantes de los dos primeros textos de
este libro conservadas entre los escritos póstumos de Blu-
menberg, hemos elegido las que, evidentemente, son las úl-
timas versiones. Además, se tuvieron también en cuenta para
la presente edición otros dos textos pertenecientes a la te-
mática de la Historia del espíritu de la técnica, pero sin estar
integrados en la carpeta: la recapitulación de su ponencia
en la asamblea XXVII de las Jornadas de Deutsche Histori-
ker en Friburgo (14 de octubre de 1967), probablemente
elaborada por el propio Blumenberg, junto con la discu-
sión impresa asimismo en el acta de las Jornadas, así como
el artículo «Merma del orden y autoafirmación. Sobre la
comprensión del mundo y el comportamiento respecto al
mundo en el devenir de la época técnica» (1962). Este ar-
tículo documenta con la mayor claridad el viraje dado en
la filosofía de la técnica de Blumenberg.
En todos los textos se han mantenido en gran medida
las particularidades en la forma de citar y las referencias
bibliográficas del autor, incluso cuando éstas hayan sido
utilizadas de distintas maneras en los textos. Hemos re-
nunciado a completar las referencias (que a veces faltan),

158
así como a la unificación de las indicaciones y citas biblio-
gráficas. Lo mismo vale para las citas en lengua extranjera,
que por ello no hemos traducido, incluso cuando Blumen-
berg sólo las haya reproducido en latín y griego.
Sobre la Historia del espíritu de la técnica Blumenberg
no solamente había ofrecido en 1959 una Vorlesung en el
Seminario de Filosofía de la Universidad de Hamburgo,
sino que en los años sesenta habló en distintas ocasiones
acerca del tema. En una carta a Erich Rothacker (conser-
vada en el Archivo de Literatura Alemana de Marbach),
del 7 de febrero de 1958, alude a que ya tenía in mente este
plan desde hacía diez años- al cual, «de forma poco mo-
desta, le había dado, como hipótesis de trabajo, el título
de "Historia del espíritu de la técnica" ( ¡lo que salga de ahí
resultará ya más modesto!)».
Entre los escritos póstumos se conserva una libreta de
tapas negras donde fueron consignadas las conferencias y
clases impartidas. Otra libreta contiene una lista de los tex-
tos publicados, que, no obstante, está incompleta. Por ejem-
plo, la recapitulación de la conferencia de Friburgo y la
discusión subsiguiente no figuran aquí, como tampoco el
sinnúmero de artículos periodísticos que Blumenberg fir-
mara con su nombre, el nombre de su mujer y hasta con el
nombre de su perro. Prescindiendo de este gran número
de textos aún no editados ni recogidos, hasta ahora, en nin-
guna bibliografía, además descubrimos que Hans Blumen-
berg llevó a cabo, con frecuencia, en el curso de sus
reflexiones en torno a la técnica, distintas colaboraciones
radiofónicas durante los años cincuenta y sesenta.

159
El texto sobre Algunas dificultades de escribir una histo-
ria del espíritu de la técnica fue leído por el propio Blumen-
berg, el 23 de mayo de 1966 (y repetido el 3 de marzo de
1967) en la Westdeutscher Rundfunk. Del Kunst der Ver-
mutung de Nicolás de Cusa, que Blumenberg había editado
e introducido en 1957, extrajo, para la serie Dialoge der Wel-
tliteratur,'un manuscrito que fue emitido el 20 de junio de
1966. El 2 de diciembre de 1966 se radió un manuscrito de
Blumenberg, con el título Antiker und neuzeitlicher Wir-
klichkeitsbegriff, en la Westdeutscher Rundfunk, y tomó parte
igualmente, por mencionar otro ejemplo, eq una tertulia
sobre Thesen, Hypothesen. Kontroverse, Wissenschaft, de la
misma WDR (1 de abril de 1968). Con todo, a pesar de las
investigaciones realizadas en la WDR y en el archivo de la
Deutscher Rundfunk de Wiesbaden no se ha podido sacar
a luz más que una sola emisión leída por el propio Blu-
menberg y cuya grabación se haya conservado. Se trata de
la conferencia Die Maschinen und der Fortschritt. Gedan-
ken zu einer Geistesgeschichte der Technik ( emitida por la
Hessischer Rundfunk, 12 de diciembre de 1967), que, salvo
algunos cortes, se corresponde con la ponencia expuesta
durante las Jornadas de Deutsche Historiker y se incluye en
esta edición.

160
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Adams, Henry, 68-69 d'Autrécourt, Nicolas, 127
Agricola, Georgius, 31-32 Darwin, Charles, 46, 77, 144-145
Agustín de Hipona, 41-42, 126 Demócrito, 1 l 5
Anselmo de Canterbury, 128 Descartes, René, 62-63, 97, 131,
Antífono, 21n. 133, 138-142
Aristón de Ceos, 30n. Dicearco de Mesina, 3 ln.
Aristóteles, 16-17, 19-22, 70, 136n. Diógenes Laercio, 120

Bacon, Francis, 25-26, 43, 64, 66, Epicuro, 114-122, 125n., 126-127,
73, 97,141 129-132,139, 141-142
Beckmann, Johann, 101 Esquilo, 30
Beireis, Gottfried Christoph, 23- Euclides de Alejandría, 22n.
24, 67-68
Borchardt, Knut, 103-104 Feuerbach, Ludwig, 57
Boyle, Robert, 141 Fled(enstein, Joachim Otto, 49n.
Braun, R., 102-104
Burckhardt, Jacob, 30-3 ln. Gabor, Dennis, 47n.
Buridán, Jean, 124n., 135-138 Galiani, Ferdinando, 74-75
Galileo Galilei, 24-27, 62, 64, 97,
Campanella, Tomma:So, 32-33 153
Cicerón, Marco Tulio, 119n., Gassendi, Pierre, 141
122n., 126, 143 Gilberto Porretano, 136n.
Clarke, Samuel, 114-115 Goethe, Johann Wolfgang von, 23-
Comte, Auguste, 140 24,67-68,74
Cusa, Nicolás de, 16-18, 71-73, 160 Grillparzer, Franz, 46-47
Grocio, Hugo, 138

163
Guidobaldo del Monte, 21-22 Mirecourt, Jean de, 134n.
Montesquieu, barón de, 27, 44, 86-
Hegel, Georg Wilhelm, 55-56, 83- 87
84, 95 Moro, Thomas, 43
Heisenberg, Werner, 132
Herodoto, 30 Newton, Isaac, 26, 87, 114, J20-
Hobbes, Thomas,43, 142-144 12ln.
Hume, David, 44, 45n. Nietzsche, Friedrich, 37-39, 110-
Husserl, Edmund, 83 113, 153
Nipperdey, Thomas, 103-104
Jerjes, 30
Ockham, Guillermo de, 120, 124n.,
Kant, Immanuel, 42, 84, 121n. 125
Kircher, Athanasius, 22n., 66
Pablo de Tarso, 128
Lambert, Johann Heinrich, 84 Parkinson, Cyril Northcote, 47n.
Leibniz, Gottfried Wilhelm, 22- Parsons, Talcott, 103
23n., 49, 66-67, 69, 73, 82, 97, Pascal, Blaise, 49-50, 82-83, 102
114-116, 139 Pausanias, 30
Lichtenberg, Georg Christoph, 34- Périer, Gilberte, 50, 83
35, 89 Petty, William, 44
Liebig, Justus von, 47 Pitocles de Samos, 123n., 131
Lucrecio, 115, 118-119, 121 123, Platón, 16, 120
125n., 127n. Poppe, Johann Heinrich von, 101
Porfirio, 31n.
Malthus, Thomas Robert, 45-46, Proclo, 22n.
47n., 144
Marción, 116n., 129 Reimarus, Hermann Samuel, 44-
Marsilio van Inghen, 124n. 45
Marx, Karl, 10-11, 15, 76-79, 98- Rothacker, Erich, 159
99, 101 Rousseau, Jean Jacques, 75
Meier, Anneliese, 154
Mirabeau, Honoré Gabriel de, 74- Schmitz, Alexander, 149-160
75 Schnabel, Ernst, 146n.

164
Schopenhauer, Arthur, 84 Tertuliano, 116n.
Scoto, John Duns, 128 Timm, A., 101
Secondat, Charles-Louis de, ver Tomás de Aquino, 136n.
Montesquieu, barón de
Shannon, Claude Elwood, 24 Vaucanson, Jacques de, 24, 67
Smelser, Neil Joseph, 103 Vico, Giambattista, 78
Sócrates, 72 Voltaire, 26-27n., 74-75
Sprat, Thomas, 102
Stiegler, Bernd, 149-160 Wallace, Robert, 44, 4511.
Süssmilch, Johann Peter, 44n. Weber, Max Maria von, 146n.

165
ÍNDICE
l. ALGUNAS DIFICULTADES DE ESCRIBIR UNA HISTORIA
DEL ESPÍRITU DE LA TÉCNICA . . . . . . . . . . , , • . . . . . . . . . . . 9

II. PROBLEMAS METODOLÓGICOS DE UNA HISTORIA

DEL ESPÍRITU DE LA TECNfCA • . . . . . . . . . . . • . . . . . . . . . . 55

III. RECAPITULACIÓN DE LA PONENCIA

Y DISCUSIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . , , . . . . . . . , . . . . . . . 95

IV MERMA DEL ORDEN Y AUTOAFIRMACIÓN.


SOBRE LA COMPRENSIÓN DEL MUNDO
Y EL COMPORT.AlvlIENTO RESPECTO A ÉSTE EN

EL DEVENIR DE LA ÉPOCA TÉCNICA . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107

V INFORME DE LOS EDITORES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149

Índice onomástico ................................. 163


Esta primera edición de
HISTORIA DEL ESPÍRITU DE LA TÉCNICA,
de Hans Blumenberg,
se terminó de imprimir
el día 22 de octubre de 2013

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