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Los Otros: xenofobia, nacionalismos y cultura

de paz.
Por Javier Caravedo Chocano //

La xenofobia es un fenómeno creciente alrededor del mundo, especialmente contra los inmigrantes
en situación de mayor vulnerabilidad y necesidad económica, que huyen de crisis humanitarias y
del abuso de sus derechos fundamentales por regímenes autocráticos y corruptos. En el Perú es
creciente el clima de xenofobia contra los venezolanos que vienen huyendo masivamente en busca
de refugio y condiciones menos asfixiantes para su existencia y la de sus familias. Esta actual y
compleja situación de masiva inmigración, requiere de una atención no solo nacional sino también
de una coordinada respuesta regional y de la comunidad internacional en general.

Esta creciente ola de xenofobia se alimenta de información falsa que circula en redes sociales,
como la participación masiva de inmigrantes en las elecciones o el otorgamiento de privilegios más
allá de los derechos reconocidos a los peruanos, y de información en medios que destacan
crímenes cometidos por personas o grupos de delincuentes extranjeros sin debido contexto ni
distinción. En este clima, la nacionalidad genera una carga de sospecha y prejuicio, se convierte en
excusa para que grupos interesados desvíen la atención de los graves problemas de corrupción
estructural que han venido siendo develados en los últimos meses.

Es importante estar alertas frente a ese clima tóxico, mirar y tratar a los migrantes como nos
gustaría que los peruanos sean recibidos en el mundo. Casi no hay familia peruana que no tenga
un familiar, o al menos un conocido, en el exterior. Este solo hecho debería despertar una empatía
básica. Del mismo modo, el buen trato a el o la migrante no debería depender de su condición
económica, educativa o profesional. La xenofobia no tiene justificación en la discriminación social.

La contracara de la xenofobia es el nacionalismo. Los nacionalismos son un veneno en la


conciencia colectiva de las sociedades. Es una corriente ideológica que puede encontrar expresión
política en uno o varios partidos. Mientras que el sano patriotismo implica la celebración de la
identidad y el amor a la propia patria, el nacionalismo está basado en el desprecio, la agresividad y
un sentido de superioridad sobre otras nacionalidades. Los nacionalismos están basados en
sentimientos de desprecio y sentido de superioridad sobre “los Otros”; sobre el diferente; sobre el
extranjero. Está arraigado en una lógica autoritaria de pensamiento. Por eso, no es extraño que los
discursos nacionalistas estén plagados también de otras formas de discriminación y violencia, tales
como el sexismo, la homofobia y el racismo.

Los nacionalismos juegan peligrosamente con el sentido de supervivencia y seguridad de los


pueblos en tiempos de crisis, incertidumbre y acelerados cambios sociales, culturales, económicos
y políticos. Apelan a los instintos más primarios del individuo y de la colectividad de la que forma
parte, manipulando sus temores. Tienen en su naturaleza el impulso por afirmarse y crecer a partir
de una narrativa unilateral que se cierra sobre sí misma para negar las aspiraciones, derechos,
intereses legítimos y necesidades humanas de “los Otros”. En el ADN de los nacionalismos está la
negación de “los Otros”.

Para ello, a través del discurso, remueven miedos y prejuicios sobre “los Otros”, a quienes
presentan como una amenaza grupal. Muestran abiertamente una incapacidad para la empatía.
Son una maquinaria discursiva que construye imágenes autoindulgentes y de victimización. Su
naturaleza, y el ambiente en el que se nutre y crece, es el de la polarización y la agresión, donde
no son aceptados los matices porque las cosas se evalúan en términos absolutos. Todos los que
no piensan igual son perversos enemigos e igualmente amenazantes. Son moralmente inferiores.
“Los Otros” son invasores y potencialmente delincuentes, e incluso, terroristas. Eventualmente,
desde el discurso xenófobo, se reconoce a algunos extranjeros como casos positivos aislados,
pretendiendo con ello, justificar moralmente la posición, argumentando que ésta no está basada en
el odio, sino en la defensa de los nacionales.

Las identidades nacionalistas buscan reforzarse en ese falso sentido de unidad que se
experimenta con gran excitación frente a la presencia de lo que percibe como el enemigo común
externo. Las palabras y los discursos que reproducen estos “sentidos comunes” se aplauden como
La Verdad por fin dicha con valentía.

La naturaleza de esta dinámica conduce a la irracionalidad, como una espiral descontrolada que
avanza proyectando imágenes de “los Otros” de manera deshumanizada. Los medios de
comunicación se convierten en cajas de resonancia que van creando y recreando, consciente o
inconscientemente, las condiciones que justifican la discriminación, la agresión y el uso de la
fuerza. Son “ellos” o “nosotros”. “Los Otros” van perdiendo su condición de sujetos, para
convertirse en objetos. Los hechos inmediatos que se van sucediendo, nublan la reflexión y son
interpretados como la confirmación de esta lógica xenofóbica. Se pierden los trasfondos y
contextos.

La situación es más grave cuando los nacionalismos se apoyan y cargan ideológicamente en


identidades religiosas y étnicas. Cuando se asume que existe justificación divina para la
superioridad y dominación de un grupo elegido, ya no hay posibilidad de reflexión y duda. Esa ha
sido la receta de las guerras más sanguinarias a lo largo de la Historia.

Estos son algunos de los rasgos que están en el corazón de todos los nacionalismos. En algunos
casos estos rasgos son más explícitos que en otros, y cada caso tiene sus elementos distintivos.
En el caso peruano, si bien aún no existe una corriente nacionalista de estas características que
tenga articulación y fuerza política suficiente, se observa con preocupación que algunos de estos
rasgos están empezando a configurarse en ciertos sectores de la sociedad y, como consecuencia,
están emergiendo en el discurso público.

Por eso, la principal tarea de alguien que afirma querer la paz en el Perú y el mundo, no es
expresar buenos deseos abstractos por la paz que no tienen correlato con acciones y palabras de
unidad y solidaridad. La principal tarea es tomar acción. La primera y principal acción concreta en
favor de una cultura de paz, en este contexto, debe ser resistir la posibilidad de ser eco de ese
círculo vicioso. Es necesario dejar de alimentar argumentos deshumanizantes sobre “los Otros”, y
evitar reproducir y remover las mismas emociones que alimentan mentalidades colectivas de
miedo, odio y agresión. El principal objetivo tiene que ser frenar el círculo vicioso de la
fragmentación, desintegración y destrucción respondiendo activamente en todo ámbito y esfera de
la sociedad: en el trabajo, la escuela, la familia, la comunidad y en los espacios públicos, en
general. Esto implica que nuestras acciones sostengan la idea de que construir comunidad en la
diversidad es una celebración de la pluralidad humana y su dignidad, y no una situación que
debemos tolerar con pasiva resignación porque “no queda otra”.

En este y otros desafíos de la convivencia social, es necesario aportar claridad para entender, no
sólo los hechos inmediatos, mirados de manera objetiva y desde todas las perspectivas
involucradas, sino también los contextos. Entre todos tenemos las piezas del gran y complejo
rompecabezas. Por ello, el segundo paso debe ser buscar activamente ampliar y profundizar la
mirada, con genuina curiosidad e interés, para entender a “los Otros” desde sus propias
circunstancias. Así, resulta indispensable encontrar las raíces que motivan los desencuentros,
buscando construir puentes a través del diálogo. Diálogo entendido no sólo como una reunión para
negociar y pactar beneficios puntuales. Diálogo como procesos permanentes y sistemáticos de
encuentros en distintos niveles y espacios, desde donde tejer vínculos que nos transformen como
personas, transformen nuestras relaciones con “los Otros”, transformen los significados de una
cultura de violencia a una cultura de paz. Diálogos desde donde se transformen los sistemas
sociales y políticos que condicionan la violencia directa y la estructural, para que construyamos
sociedades cada vez más justas, inclusivas, equitativas, libres y democráticas. Donde se respeten,
protejan y promuevan los derechos de todas las personas y grupos sociales.

Que el desafío que tenemos por delante sea una oportunidad de aprendizaje y transformación. No
podemos escapar y cerrarnos frente a los constantes cambios e incertidumbres de un mundo cada
vez más dinámico, interconectado e interdependiente. El mundo está en el Perú y el Perú está en
el mundo. El cambio y la cultura de paz empiezan en la responsabilidad de cada uno, y concluyen
en la unidad de la convivencia en la pluralidad.

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