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Los presos y el coronavirus

Néstor Pedro Sagüés.

n los últimos días se ha abierto un fuerte debate entre los argentinos a raíz


de excarcelaciones , detenciones domiciliarias y hasta liberaciones dispuestas
en favor de presos, ante una situación de riesgo por encontrarse hacinados
en distintos lugares de detención. El problema ha derivado en motines
-incluso con muertes- incendios y daños en tales sitios.
El asunto tiene viejo origen. Alude al tradicional y frecuente, por no decir
habitual y naturalizado, hacinamiento de los detenidos (condenados algunos,
procesados otros) en comisarías y establecimientos carcelarios.
Naturalmente, esa situación de superpoblación amontonada y apretujada es
totalmente opuesta al régimen de aislamiento social dispuesto por el Poder
Ejecutivo Nacional, con relación al resto de los habitantes del país, a raíz de
la pandemia por el coronavirus.
En una primera aproximación, cabe suponer que cuando se dispuso por
decreto de necesidad y urgencia tal aislamiento, el Poder Ejecutivo tuvo que
haber adoptado también, para actuar con coherencia, reglas especiales para los
encarcelados. Lamentablemente, ese sistema específico no se conoce.
La conmoción presente, hija del silencio y de la inacción de décadas, se
traslada ahora, con excesivo facilismo, a los jueces, como si ellos fueran los
causantes de la actual situación crítica y además, quienes debieran ponerle
fin.

De hecho, están, en verdad, ante un dilema candente.

Por un lado, se encuentran ante normas del derecho internacional de los


derechos humanos, y reglas derivadas de ellas, enunciadas en tratados y
convenciones aprobadas por el Congreso y ratificadas por el Poder
Ejecutivo. Algunas de ellas tienen, simultáneamente, rango constitucional.
Vamos a dar una sola muestra: la Corte Interamericana de Derechos
Humanos entiende que es obligación del Estado proporcionar a los presos,
que son -de modo particular- personas vulnerables, su derecho a vivir y en
un lugar adecuado, alimentación, trato digno y salud, entre otras cosas. La
misma Corte subraya enfáticamente que el Estado no puede eludir sus
deberes argumentando, por ejemplo, falta de recursos económicos . El Pacto de
San José de Costa Rica, por su parte, aclara que el fin esencial de las penas
privativas de la libertad es la reforma y la readaptación social de los
condenados, quienes, además, deben ser tratados con el respeto a la
dignidad inherente al ser humano. El incumplimiento de estas directrices
genera responsabilidad internacional para el Estado olvidadizo o renuente.
En paralelo, en Argentina, la Constitución exige desde hace más de ciento
cincuenta años, en su artículo 18, que las cárceles deben ser sanas y limpias,
mientras que la reforma constitucional de 1994 diseñó, en igual sentido,
un habeas corpus especial, para los casos de "agravamiento ilegítimo en la
forma o condiciones de detención" (art. 43).
En definitiva, ningún juez podría permanecer indiferente ni rechazar un
reclamo de un detenido, si quedare demostrado que su situación, en un sitio
de arresto, implica riesgo concreto, real y grave de contraer el virus.

Por otro lado, se acusa a algunas liberaciones judiciales de haberse tomado


sin respetar el procedimiento legal del caso, o con excesiva ligereza de
criterio y, ocasionalmente, con sospechas de arbitrariedad y favoritismo.
Todo ello, por cierto, tiene que ser verificado y, en su caso, invalidado y
reprendido . Pero también, en la vereda de enfrente, ciertos sectores de la
sociedad parecen sentir que la pena debe implicar más que nada castigo,
estigma y dolor para el condenado ("¡que se pudra en la cárcel!"), y que si
cometió un delito grave, no merecería tener derecho a conservarse
incontaminado del Covid-19. El contagio se perfilaría, entonces, de hecho,
como una tácita sanción accesoria a la pena de prisión. Otra grieta, por
cierto profunda, ha surgido entre los argentinos.
La solución global del caso, en definitiva, no viene por hacer recaer en el
Poder Judicial encontrar la receta del problema del hacinamiento,
expediente por expediente, sino en que el Poder Ejecutivo y el Congreso ,
dueños del presupuesto, asuman el conflicto y enfrenten tal inconstitucional
estado de cosas. A ellos les toca, utilizando el primero con provecho los tan
abundantes decretos de necesidad y urgencia, instrumentar ya, de inmediato,
lugares adecuados (que pueden ser de uso transitorio) para contener a los
detenidos . Y si no los tiene, que afronte con franqueza tan gravísima crisis,
reconociéndola ante la comunidad con los costos políticos que ello significa.
Acto seguido, deberá adoptar decisiones urgentes, efectivas e idóneas para
superar el estado de necesidad que nos atrapa.
El recurso casi forzado a las "detenciones" domiciliarias, como remedio
judicial subsidiario, con el grado de ficción y descontrol que a menudo
implican; la revictimización, en varios casos, de quienes ya sufrieron (y en
mucho) un delito; y la consecuente velada amenaza a la seguridad colectiva,
no es, desde luego, un dispositivo ideal. Antes de adoptarlas, pero ahora
mismo, sin dilación, cabe instrumentar por los poderes políticos la
instalación de los presos en recintos apropiados para la emergencia sanitaria
que vivimos.

El autor es profesor en UBA y UCA

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