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PRÓLOGO A “CARTAS DESDE LA TIERRA”

En su autobiografía, entregada por capítulos a la revista North American Review


entre septiembre de 1906 y diciembre de 1907, el ya aclamado y extrovertido
escritor Mark Twain escribía el porqué de este libro. Si bien uno podría
presentirlo ya, él sabe que las palabras dicen verdades y que no puede quedar a la
imaginación, ubicándonos en un lugar quizás inadvertido por muchos de nosotros:
“[…] siempre me he sentido más amigo de Satán. Por supuesto, esto es ancestral;
debe estar en la sangre, porque yo no podría haberlo originado.”
“Cartas desde la Tierra”, más allá de ser una crítica y picarona correspondencia
entre el arcángel Satán y sus iguales, es la historia de la humanidad y del ser más
contradictorio, envidioso e instintivo que Dios pudo haber hecho. Porque nuestros
instintos no son algo que hayan aparecido de la noche a la mañana: “Cada vez que
tenemos un fuerte, persistente e inextirpable instinto, podemos estar seguros de
que no es algo original nuestro, sino heredado –heredado desde hace mucho, y
curtido y perfeccionado por la petrificante influencia del tiempo–”, lo que deja
fuera de partido cualquier referencia al azar. Sin embargo, fue el azar lo que me
hizo llegar a este libro que tienen en sus manos (y que ya están leyendo).
Corría el año 2015. Yo estaba trabajando en la Feria Internacional del Libro de
Buenos Aires cuando los prominentes editores de La Pollera me entregaban una
propuesta interesante y que me haría tomar más en serio este trabajo de traducir.
Finalmente, me decía yo para mis adentros, el esfuerzo, la dedicación, las noches
en vela, la apuesta de salir de San Francisco de Limache con destino a Buenos Aires
buscando introducirme en el mundillo editorial de buena manera, me entregaban la
delicia de quien cocina por horas un plato y luego lo ve frente a sí y lo come
pausadamente. Sí, es cierto. Había demarcado un camino, pero también es cierto que,
como dice la canción, uno es el que se hace camino.
Así que con gran entusiasmo y meticulosidad, revisé las tantas traducciones de
“Cartas desde la Tierra”. Unas eran más truncadas, duras, y se notaba que algún
editor inescrupuloso le había metido mano, lo que le quitaba soltura y gracia a la
versión original. Por otra parte, las más antiguas y descatalogadas, caían en el
típico vicio del traductor: acomodar el sentido de las oraciones, haciéndolo más
claro, pero, a su vez, quedando muy escondida la ironía y el sarcasmo, y el chiste
se perdía, algo tan propio de Twain y de esta obra en particular, que en minutos,
querido lector, podrá usted apreciar.

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