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Un último deseo

El cerezo está en pie de guerra. Una miríada de puños se alza hacia el cielo en cada
una de sus ramas engarfiadas. Son puños de una blancura prístina, pequeños,
diminutos incluso, y sin embargo puede sentirse en ellos el ansia por abrirse y liberar su
fuerza al viento. Si los contemplas detenidamente puedes casi percibir como vibra en
ellos el hambre de sol, como si todos ellos estuvieran conteniendo el aliento esperando
impacientes para clamar al mundo que la primavera ha llegado. Son puños alzados en
señal de venganza que amenazan temerarios al agonizante invierno, inconscientes de
su propia fragilidad. O tal vez no. Tal vez conozcan sobradamente la delicadeza de su
existencia, pero sea más fuerte el anhelo por nacer, por estallar e iniciar un nuevo ciclo
de vida tras meses de frío atenazador y húmeda tristeza.

Pero el invierno es tan viejo como el tiempo y a pesar de saber que sus días están
llegando a su fin, no va a dejar que el humilde cerezo le desafíe. El gran abuelo blanco,
además de paciente, es traicionero. Fue él quien relajó su gélido abrazo, permitiendo
así que un sol adormecido y perezoso asomara entre las pálidas nubes. Ese viejo albino
sabía que el cerezo no podría resistir la llamada y alzaría sus puños presintiendo la
cercana victoria. Y cuando todos esos puños se abran, el cerezo se vestirá de flores y
mostrará al mundo que el blanco puede ser también un color cálido y lleno de vida.
Cerezo ingenuo... Te has dejado engañar. El tímido sol de febrero huirá cuando llegue
otro marzo helado y las flores caerán antes de que la joven primavera pueda admirar
sus pétalos de leche.

No es que el invierno odie al cerezo. La primavera vive rodeada de luz y de árboles,


arbustos y plantas engalanados de lujuriosos rojos, verdes, rosas y fucsias. Dejad pues
que el triste y moribundo anciano disfrute, ni que sea por un instante, de las flores de
nieve del incauto cerezo.

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