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Jaime vivía en una casa pequeña pero acogedora. No tenía televisión, pero sí un sofá cómodo que
apuntaba a una ventana para mirar las estrellas. Le gustaba la música, así que de su cuarto
siempre salían melodías en idiomas enredados y divertidos que seguro se escuchaban en algún
lugar del mundo, en los años 20.
Lo mejor era su semblante. Siempre sonreía y su sonrisa era una bendición, como cuando sonríe
con calidez el señor de la micro a las siete de la mañana, y te decía algo gracioso que hacía que
uno olvidara que era una sardina más, en una lata de sardinas. Jaime era magia, y camisas
estampadas.
Juan habitaba en la casa contigua. Sería silenciosa, si no fuera porque Juan era muy alto y siempre
chocaba con los muebles. Además, era el tipo de persona que a las 3 de la mañana decide cambiar
de lugar el cuadro de la sala de estar.
Juan era leal como un perro. Ni abandonaba ni rompía promesas.
Eran vecinos. tenían diferencias. Y ciertos pensamientos comunes. No sabían quién los puso a vivir
en esas casas pareadas, ni porqué, pero también tenían en común que no eran muy buenos para
hacerse preguntas. Si fueran filósofos serían estoicos. Así que aceptan su realidad, y la viven en
armonía. Esa mezcla de jazz y martillazos es un himno de paz donde cada nota tiene su lugar.
Comparten como vecinos hace un año, más o menos. Lo sabrían con más exactitud si tuvieran
calendario.
Hambre
Serpentina mira a su alrededor, buscando cosas interesantes para comer. Para esta noche cálida
de diciembre, se ha puesto un vestido flotante amarillo. Podría parecer un canario, pero como
tiene ojos dulces y una sonrisa fresca, puede afirmarse que se trata de un canario con mucho
encanto. Su alma sensible a la belleza reacciona y suspira, porque la música es inmortal, la plaza
verde y llena de luces, la muchedumbre respirando vida. Jóvenes femeninas como ramos de
violetas, rostros sabios, borrachos, vehementes, coquetos, casuales y estudiosos, distintas caras y
expresiones. Jaime le sonríe. Jaime entiende. Algo cálido brota en el pecho de Serpentina. Jaime la
tomaría de la cintura y bailarían abrazados bajo los postes eléctricos, envueltos por una melodía
que nadie aparte de ellos podría escuchar.
Pero ya, son las 3 de la mañana y Jaime no está. La cara de Serpentina está algo marchita por la
hora y le duelen los pies porque no es fácil ser un canario con tacos. Suspira, pensando que le
vendría bien Juan. Quiere tener alguien con quién volver de la fiesta, reír y tomar de las manos
mientras pasa los cambios y se detiene en un McDonald. Este deseo encaja con Jaime, el que se
queda cuando todos se van.
Jaime y Juan
Jaime fumaba una pipa desde su ventana y Juan le hizo señas con dos cervezas en la mano. Jaime
sonrió, asintió y se encontró con su vecino en la calle.
Lunes gris
Serpentina lo ignoró, como siempre. Pero vio reflejada en el ascensor la sonrisa de Jaime ante el
comentario de su admirador. Era una sonrisa inevitable, que decía “Si está enamorado no lo culpo,
yo también caí”. También se ríe un poco de su curiosa forma de cortejar. Serpentina le sonrió al
espejo y el hombre recibió el beneficio. Quedó deslumbrado.
Más tarde se encuentra en la calle, caminando con todas las cosas de su cubículo en una pequeña
caja de cartón. La han despedido de la empresa transportista, y ha resuelto, de una vez por todas,
decidirse por Juan. Se había alejado, para tomar una decisión seria entre Juan y Jaime, y este
chasco le aclaró la cabeza de golpe. No necesitaba magia, le sobraba con la que tenía ella. Pero
necesitaba la fuerza silenciosa y permanente de Juan. Alguien para llorar cuando la despidieran
por ser muy lenta.
Los vecinos solo existen en la cabeza de Serpentina. Ella piensa en ellos y no se decide, ya que las
numerosas heridas de sus relaciones pasadas la confunden. Jaime y Juan serán dos pedazos de
plasma con su propia vida independiente, pero para Serpentina son imágenes muertas, sin
corazón ni lengua, y no le dicen nada, por más que ella quiera respuestas.
Pero, Jaime y Juan siguen siendo bastante reales, como Serpentina está a punto de comprobar.
Serpentina, decidida, cruzó toda la ciudad. Para ser romántica, se internó en una florería fragrante
y compró un par de girasoles. Al pasar, por el barrio de Juan, se encontró con Juan, pero terminó
escondida en un basurero, pues Juan venía acompañado por una rubia vestida como hippie, tan
alegre y amarilla como los girasoles que sostenía Serpentina. Los dos comían helados y caminaban
apresurados.
Jaime estaba solo. Serpentina lo encontró sacando la basura esa noche, girasoles en mano. No
había posibilidades para ellos, le explicó Jaime a Serpentina en voz calma. Ella tenía razón. Él era
demasiado débil para pelear por ella o hacerle un espacio. La competencia no era su estilo, para
ser honesto. Se había topado unas cuantas veces con Juan en el banco y le parecía un buen tipo.
Ve con él, le dijo a Serpentina.
Jueves de construcción
En el porche de la entrada de la casa de Juan, los dos amigos eternos miran una puesta de sol y
comparten cervezas heladas. Se sienten curiosos y contentos espiando el horizonte. Tal vez
después jueguen básquetbol.
Y así era. Aquella tarde, unos constructores invisibles erigieron rápidamente una tercera casa
contigua, más grande que los otros dos. Así tenía que ser, pues el tercer inquilino llegó a lo que
prometía ser un barrio residencial en una van familiar. De allí se bajó un señor voluminoso con
poco pelo, en sus cuarenta, la que tenía que ser su esposa, tres hijos pequeños y una adolescente
cabreada. Había descubierto que Tinder solo le mostraba un par de treintones. Pero todo iba bien.
Como dijo Jaime, era bueno que se escuchara a los niños jugar en la calle.