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I. 2 de enero de 2332
Pero era inevitable ser diferente al prototipo ideal y dulce que su suegra deseaba:
ser Capitana de la policía militarizada de una de las ciudades más violentas del
mundo terminó amoldándola.
—Señora Ámbar…
—Solo Ámbar…
Enarcó las cejas, pero inmediatamente se relajó. Podría ser una broma. Los
estudiantes hacía rato se habían dejado de amenazas de bombas y ahora estaban
acostumbrados a llamar a la Jefatura con advertencias de: “Hay un ángel en el
colegio” para que las clases se suspendieran y un escuadrón militar se presentara.
Pero no había clases de madrugada, y era la primera vez que el propio sistema del
Estado había detectado la intrusión de un ente que los científicos habían bautizado
como Caelum Coelestis Éxtimus.
—Debe ser un error, ¿lo has cotejado? —preguntó ella. Más de trescientos años
pasaron desde que los ángeles trajeron el Apocalipsis, o Gran Ataque, y el temor
había disminuido lentamente con el paso del tiempo.
—Lo he hecho varias veces… El problema es que lecturas no son del todo
concluyentes. Sí le aseguro que hay algo ahí y no es humano… y el jefe la
necesita, Cap… Ámbar.
Ámbar echó la cabeza hacia atrás y echó a suspirar, pensando en cuántos días
quedaban para sus merecidas vacaciones.
—Soy del Control de Plagas. Vengo a eliminar un pájaro que está causando
problemas…
—¡Teniente! —un joven apuró el paso entre los policías para llegar hasta él—. La
Capitana nos está esperando.
—¿“Nos”? ¿Qué pasa? ¿Tú vienes con nosotros, Johan? —preguntó al verlo,
dándole un suave coscorrón.
—¿Bromea, Teniente?
—Ya decía yo que tenía que caer un pajarraco del cielo para que por fin te
levantaras de ese escritorio. ¿Será tu primera vez con el EXO, Johan?
—¿Actuar norm…?
Johan quedó inmóvil ante la visión de lo que creía ser una auténtica diosa. Se
recreó por un rato en su fina mata de vello púbico, luego en sus senos que
bamboleaban ligeramente al contonearse ella en su lucha contra el traje. Incluso
una pequeña cicatriz en la ingle, blanquecina y apenas visible a la vista, le pareció
sensual. Pero por un momento, mientras una erección peligraba, pensó que tal vez
se trataba de algún regalo del destino antes de su muerte: tal vez el encuentro
con el Éxtimus no saldría como cabría esperar.
Ámbar levantó la vista, sonriente; el traje había pasado por sus caderas. Tal vez
no había engordado como pensaba y, aunque lo hubiera hecho, un par de kilos no
se notarían en el ajustado traje. Se topó con la mirada del joven subordinado y no
pudo evitar fruncir el ceño.
—Apúrate, Johan.
El muchacho dio un respingo, dirigiéndose al otro extremo del cuarto para hacerse
con su traje.
—Veintidós, Capitana.
“Demasiado poco”, pensó ella, recordando su edad, metiendo sus brazos en las
mangas del traje. Miró al muchacho, quien parecía haberse autocastigado con la
mirada clavada en la pared mientras se desvestía. Era delgado, lo notó cuando se
retiró la camisa. Pero al ver cuando se bajaba rápidamente el pantalón, notó que
tenía un trasero agradable para su vista.
—Soy demasiado vieja para ti —dijo sacando pecho para terminar de colocarse el
traje, esperando que la mirase. Pero solo se oyó una estruendosa carcajada
proveniente del otro lado del cuarto.
—¡Llegará el día en que todas querrán estar a los pies de Johan! —Santos,
desnudo y brazos en jarra, se acercó a la Capitana, quien no intentó siquiera mirar
el sexo colgante de su camarada, aunque sí podía apreciar su atlético cuerpo de
refilón. No era la primera vez que ambos se veían desnudos para algún operativo,
pero Santos no podía ver siquiera a Ámbar como probable compañera sexual. A
sus ojos, ella era la superior al que se debía, al que confiaba su propia vida.
—Esperemos que ese día llegue, ¿no, Johan? —le dio la vuelta para tenerlo cara a
cara, y le ayudó a ponérselo, escrutando su mirada. El chico palideció; ladeó la
mirada al no poder sostenerla, pero la Capitana tomó de su mentón y obligó a que
se mirasen—. Hoy no pienso perder ningún hombre.
—Sí, Capitana —dijo el joven quien, obnubilado, dejó que su superior le terminara
de colocar el traje. Cómo no embobarse cuando el traje mismo destacaba y
realzaba las curvas de la mujer.
Ámbar se decía a sí misma que debía asegurar cada rincón del traje. Todas las
fibras debían ceñirse al cuerpo para que este obtuviera un rendimiento óptimo;
aquello implicaba palpar o alisar cualquier burbuja de aire que quedara. Y estaba
casi perfecto, excepto por una pequeña bolsa de aire que quedó demasiado cerca
de la entrepierna del joven. Podría ordenarle que él mismo se la ajustara, pero
tragó saliva y aplastó su palma allí, sintiendo ligeramente el sexo abultado del
chico. Subió por el vientre para alisarlo del todo.
—Oye, oye, ¿a mí no me vas a ayudar, jefa? —al otro lado del cuarto, Santos
extendió los brazos.
—Pensé que fue usted, Capitana —el joven rápidamente toqueteó el borde
iluminado de su casco, desde donde operaba los sistemas, intentando localizar el
problema.
—Confío en vosotros —continuó ella—, y por eso estás aquí conmigo. Preparaos
por si el Éxtimus extiende las alas y huye, no permitiré que escape; créanme
cuando les digo que no deseo quedar registrada en los libros de historia como la
mujer que dejó huir al primer ser celestial visto desde el Gran Ataque, ¿me habéis
oído?
—Oído, Capitana.
—Por cierto… Esta música no está nada mal—concluyó ella, pues parecía que había
acompañado su breve discurso.
II
Cuando la rubia Zadekiel abrió la puerta de su casona en Paraisópolis, sus
adormecidos ojos se dieron de bruces contra la luz del sol. No estaba de buen
humor, ¿cómo iba a estarlo si la despertaron golpeando violentamente la puerta?
Tras un largo y tendido bostezo, levantó una mano para rascarse la punta de una
de sus alas, en tanto que con la otra trataba de reacomodar su desmadejada
cabellera; no era precisamente la imagen que alguien esperaría del ángel de voz
más agraciada de los Campos Elíseos, tal vez incluso una de las hembras más
hermosas de la legión.
Aegis y Dione, sus dos alumnas del coro que llamaron a la puerta, amagaron
saludar, pero Zadekiel carraspeó.
—Elijan bien vuestras palabras, ¿eh? —las fulminó con la mirada—. Porque serán
las últimas que pronunciéis. Mira que interrumpir el descanso de un Arcángel.
Aegis era tímida, de rostro aniñado, larga cabellera castaña y ojos plateados.
Estuvo a punto de pedir disculpas por interrumpir la hora de sueño de su maestra,
hasta que la altanera Dione torció su gesto. De cabellera corta y oscura, además
de un llamativo lunar cerca de la comisura de los carnosos labios, avanzó un firme
paso al frente.
—¿Y qué más da? Soy vuestra maestra, vuestra superior. Es casi lo mismo. Solo
pido un poco de respeto a mis horarios.
Dione blanqueó los ojos. Zadekiel solo era un ángel de rango menor, exactamente
como ellas, simples encargadas de los jardines y recolección de frutas, con la
salvedad de contar con una voz extraordinaria que le permitió fundar el coro
angelical, de la cual se convirtiera en directora. “Maestra”, como ella ordenaba a
sus alumnas que la nombraran.
—Eres una completa vaga —sentenció Dione—. Hace una hora que salió el sol y
aún no te has despertado del todo. Tenemos a la peor instructora de los Campos
Elíseos, me da vergüenza que me vean contigo en esas condiciones.
—Discúlpanos, maestra —empuñó sus manos y las llevó hacia sus pechos,
doblando las puntas de sus alas—. Pero… esto es una emergencia y teníamos que
decírtelo.
No podía negarlo, la que fuera la Querubín era una de sus estudiantes preferidas.
¿Cómo no serlo si creció frente a sus ojos y con ello percibió en primera fila la
asombrosa evolución que podría tener una voz? Los ángeles no envejecían, por lo
que nunca había vivido un desarrollo vocal como el que la Querubín acusaba.
—Anoche, todos los ángeles guerreros vieron la profecía —Aegis se inclinó hacia a
su maestra y la tomó de las manos—. Muchos la llaman Destructo sin dudar, ¿te lo
puedes creer?
—Pero nosotras no vimos nada —agregó Dione—. Tal vez por eso siga siendo Perla
para nosotras. ¿Tú qué piensas, Zadekiel?
—Yo… he… oído… —apretando los dedos de su maestra, Aegis plegó sus alas—.
Esto… Parece que luego del funeral del Trono, los Serafines decidirán quién irá a
buscarla.
Zadekiel se levantó, tomando de las manos a sus alumnas para tirar de ellas y así
llevarlas por la calle, rumbo a los jardines del Templo donde se celebraba el
entierro. Ambas callaron y se dejaron guiar. Sabían que la noticia no era fácil de
digerir y sospechaban cuánto Zadekiel sufría por dentro, ni siquiera ellas mismas
creían que su dulce amiga pelirroja del coro pudiera ser el mismísimo ángel
destructor. Tal vez los guerreros, aquellos que vieron la profecía la noche anterior,
estaban seguros, pero ellas se negaban a aceptarlo.
En el centro del lugar, los Dominios enterraban el cuerpo del Trono a la vista de
prácticamente toda la legión de ángeles. Algunos se acercaban para verlo, solos o
acompañados, ya sea para despedirse para siempre o simplemente porque no
terminaban de creerse el macabro suceso. Otros preferían observar desde la
distancia, suspendidos en el aire o en las afueras del gran jardín.
Sin embargo, aunque estuvieran cerca del entierro, los tres Serafines estaban
demasiado preocupados sobre el asunto de Destructo como para siquiera prestar
atención a lo que sucedía alrededor, a los llantos, a los lamentos, incluso a los
pétalos a sus pies que de vez en cuando eran levantados por la brisa. Hablando
por lo bajo, pues no querían llamar la atención o interrumpir el acto, trataban de
decidir cuanto antes un asunto demasiado urgente:
—¿Y bien? —susurró Durandal, siempre observando el entierro—. ¿Quién irá a por
Perla?
Irisiel, en medio de los tres, era probablemente quien más seguía afectada por la
muerte de su líder. Pero era justamente aquella palabra: “Líder”, la que la tenía en
ascuas. Ahora, la responsabilidad de los Campos Elíseos recaía sobre los tres
Serafines. ¿Un triunvirato entre ángeles tan dispares como ellos sería conveniente?
¿No tendría acaso un desenlace similar al que sufrieron los tres Arcángeles? Para
empeorarlo todo, era evidente que la primera y más difícil decisión que tenían que
tomar era sobre Perla.
—¿Por qué te pones así? —el severo Serafín esbozó una ligera sonrisa—. ¿Crees
que huiré? Juraría que me conocías mejor, Rigel. No iré a ningún lado. Al menos,
no hasta que solucionemos este asunto. Será mejor que nos mantengamos unidos
hasta que la amenaza sea erradicada.
—No tenéis solución. Ni siquiera sois capaces de disimular vuestro odio a la vista
de toda la legión. ¡Controlaos!
—Iremos nosotros.
—Ah, ya veo. Queréis ir al reino de los humanos. Comprendo que vuestro dolor por
la pérdida de Nelchael os impulse a decidir lo que acabáis de decidir. Pero es por
eso que no creo que sea conveniente…
—Iremos nosotros —insistió Nyx—. Porque vuestro dolor fue lo que impulsó a toda
la legión de guerreros a abalanzarse a por Perla, provocando su huida. Vuestra
inestabilidad emocional comprometerá cualquier misión que esté relacionada a
ella.
La Serafín percibió el regaño y apretó los puños. En cierta forma, Nyx tenía razón,
de hecho, Irisiel no se perdonaba a sí misma el haber cedido a la desesperación
durante la noche que huyó la Querubín. Pero, altiva como era, no iba a permitir
que una Dominación, de menor rango a ella, la analizara de esa manera tan fría.
“¿Me acaba de llamar emocionalmente inestable?”, pensó de nuevo, apretando los
dientes.
La idea no les parecía mala, después de todo, los Dominios tenían una excelente
habilidad de rastreo que haría que la búsqueda y localización de Perla fuera más
rápida. Además, la evidente ausencia de emociones en los tres no comprometería
de alguna manera la misión. Acatarían las órdenes de los Serafines y cumplirían al
pie de la letra lo exigido. Eran meras herramientas, diríase meras carcasas, a las
órdenes de los superiores.
Rigel supuso que ambos Serafines se habían alejado para dialogar con sus
respectivas legiones. De hecho, él también debía hacerlo. El que todos los
estudiantes se abalanzaran a por Perla durante la madrugada fue una de las
causas que provocó la huida de la joven al reino de los humanos. Los Serafines
debían tranquilizar a sus pupilos y, sobre todo, asegurarse de que no volvieran a
cometer desacato.
—¿Sabéis? El Trono pidió un campo de flores cerca de sus aposentos. Estas eran
sus preferidas. Una vez me dijo que el día que tuviera que morir, le gustaría que le
enterraran aquí.
—Sí. Ese fue el día que le prometí que primero caería yo antes que él.
—Lo sentimos, Serafín Rigel —afirmó Hidra, más bien un acto o frase protocolaria
que unas palabras dichas desde el corazón. Los Dominios estaban decepcionados
por todo lo acaecido, desde luego, pero no experimentaban en sus corazones el
agobio de los demás.
—Fui el primer Serafín creado por los dioses. Soy superior a Irisiel y Durandal.
Era conocido por todos que, durante la rebelión de Lucifer, cuando la guerra
estaba perdiéndose, los dioses crearon cuanto antes a un ángel cazador y de
fuerza titánica para que la balanza de la guerra empezara a equilibrarse. Fue así
como crearon al Serafín Rigel, el ser más fuerte de los cielos.
—Depende —Fomalhaut imitó a Rigel y atrapó otra hoja de gladiolo que volaba
hacia él—. Haremos todo lo que sea para el bien de la legión. Dinos, Serafín Rigel,
cuál es tu propuesta.
III
Pero prefería que fuera un ángel. Tal vez Curasán. Tal vez Celes.
La Capitana cayó grácilmente, sentada sobre una rodilla y con la mirada fija en el
Éxtimus. Extendió su brazo derecho hacia un lado para evitar que Johan, tras ella,
hiciera alguna tontería. No quería perderlo. Era demasiado joven y tenía futuro en
la jefatura.
—Entendido, Capitana.
Ámbar evitaba a toda costa realizar algún movimiento brusco. Lentamente dirigió
su mano hasta la parte posterior de su casco y, tras presionar una hendidura, la
visera se retiró. Si el sistema operativo del Estado no podía decirle qué había
frente a ella, sus ojos desnudos sí podrían.
Perla vio el momento en el que aquel extraño casco cedió, revelando un rostro
femenino. Frunció el ceño, eran humanos. No perdería el tiempo con ellos más del
necesario. Sabía que la legión completa se debía a la humanidad creada por los
dioses, pero ella se preocupaba más por los suyos que por unos seres a quienes
nunca había conocido. Para ella, eran despreciables, solo guerras y conflictos
habían empañado sus libros de estudios y había desarrollado un desprecio que
despertó en el momento que vio el primer humano.
—Es solo una niña —susurró Ámbar con los ojos abiertos como pocas veces había
estado. Pensaba que encontraría algún ser amenazante que no dudaría en atacar
nada más verlos, pero ahora su instinto maternal parecía exigirle no lastimarla.
Volvió a escuchar el murmullo de la jefatura y tuvo que menear su cabeza para
volver a concentrarse—. Quiero decir… Es de sexo femenino y es joven. Y tiene…
tiene alas. No parece peligrosa.
Se había agitado el ambiente. Pero pasaban los segundos y aquella joven solo
había retrocedido un par de pasos, mirando el precipicio, para luego volver a su
lugar usual a pasos lentos. Ámbar se extrañó, pensó que si quisiera volar ya lo
hubiera hecho. “¿Acaso se lastimó las alas al caer?”, se preguntó, levantando
ambas manos en señal de paz; tal vez el diálogo podría tranquilizarla.
—¿Quién eres?
—¿¡Quién eres tú!? —preguntó Perla con valor y en un perfecto portugués. Era a
ella a quien debían temer.
“¡Lo hice!”, pensó orgullosa, dando un sablazo al suelo para marcar una línea.
La joven Querubín aún estaba frustrada por no haber sido capaz de proteger al
líder de la legión. No era una guerrera nata, lo sabía, y tal vez por haber estado en
una pelea de ángeles se había acobardado. Pero enfrente solo había un par de
humanos; demasiado inferiores, demasiado débiles, perfectos juguetes para
desquitarse y demostrarse a sí misma que era hábil. No sentiría remordimientos si
les hiciera recordar su lugar.
Ámbar desencajó la mandíbula. El traje les daba fuerza de diez hombres, eso era
una certeza. Los ángeles tenían aproximadamente la fuerza de doce hombres,
aquello era solo una aproximación teórica debido a los análisis. Se sintió como una
hormiga miserable bajo el escrutinio de un ser que probablemente, visto lo visto,
triplicaba sus fuerzas.
—Sigues en pie —dijo Ámbar, viéndola retroceder varios pasos—. Un ser humano
habría terminado inconsciente.
—¡Necesito volver! —gritó Perla con una mirada feroz que alojaba ojos húmedos.
La joven sintió una garra fría ceñirse en su cuello. Alguien tras ella había lanzado
lo que parecía ser un collar metálico y la fuerza del tirón hizo que diera varios
pasos hacia delante; soltó su sable para agarrar la extraña argolla que se cerraba
perfectamente. Su sangre empezaba a hervir al entender que trataban de
capturarla como a un animal salvaje. Pero antes de girarse para ver quién había
osado tratarla así, se desplomó sobre el suelo y sus ojos solo vieron oscuridad.
El Teniente Santos saltó del helicóptero y cayó en la azotea del Mirante do Vale,
sujetando una bayoneta de acero, adornada con luces y visores varios a lo largo
del arma. Miró al ángel, pero no le prestó demasiada atención y caminó hasta su
camarada que había quedado herido. Estaba preocupado, si el helicóptero se
hubiera posicionado mucho antes en el lugar correcto, nada de aquello hubiera
sucedido. No obstante, sonrió en el momento que comprobó que, salvo el brazo
doblado horrorosamente, el chico estaba bien.
Ámbar se inclinó hacia el ángel y apartó los mechones rojos que cubrían la frente
perlada de sudor de la muchacha. A sus ojos, era solo una niña, pero poseedora
de una ferocidad inusitada. Notó que a Johan solo lo había desarmado y varias
dudas la asaltaron. ¿Por qué querría perdonarle la vida y deshacerse solo del
arma? ¿Acaso pretendía hacer algo similar con ella? Por lo que sabía, los ángeles
no tendrían piedad de nadie, pero lo que vio en aquella azotea del edificio
contrastaba con lo que conocía.
—¿Tú lo crees así? —se preguntó ella, activando la hendidura del casco para
desplegar su visera.
—Lo que creo —continuó Ámbar— es que, si ella hubiera querido, estaríamos
muertos desde el momento que saltamos del helicóptero. Es más fuerte de lo que
hubiera imaginado.
No respondió, sino que agarró al vuelo una pluma que revoloteaba frente a ella.
“De todos los lugares en los que podrías haber caído, has tenido que parar
justamente aquí”, se lamentó, guardándola en su puño. “Bienvenida a la jungla,
ángel”.
Se sentó sobre una rodilla para cargar en sus brazos a la muchacha alada: era
liviana, más de lo que hubiera esperado; tal vez volar se le diera fácil de esa
manera, concluyó, levantando la mirada hacia el helicóptero que se acercaba.
Volvió a escuchar el suave sonido del aviso de sus superiores, quienes esperaban
un reporte cuanto antes.
IV
Los ángeles le abrieron un pasillo para dar camino a Nyx, Hidra y Fomalhaut,
quienes se enfilaban rumbo al Aqueronte con sus rostros serios y poco expresivos.
Cada uno portaba el arma con la que mejor se desenvolvían: Nyx llevaba en su
espalda un arco de caza, Hidra tenía enfundada una espada en su cinturón
mientras que dos sables cruzados refulgían en la espada de Fomalhaut. Muchos se
preguntaban, al ver al trío de ángeles plateados, si al menos sus corazones no
apresuraban latidos. Abajo había un reino inexplorado y desconocido para ellos;
además, abajo, probablemente, les aguardaba el temido ángel de las profecías.
Irisiel se había sentado sobre una alta rama de un árbol, alejada de la cala y
rodeada de algunos de sus estudiantes. Estaba inquieta viendo cómo los Dominios
avanzaban inexorablemente. Se inclinó ligeramente hacia adelante como un halcón
que desea levantar vuelo; cuánto deseaba, muy por dentro, ser ella quien bajara
para buscar y encontrar a Perla. Necesitaba hablar con ella, tal vez pedirle
disculpas, tal vez, ahora que su maestro había desaparecido, ofrecerse como su
tutora.
—Encontradla rápido —susurró. Se mordió los labios pues, ¿qué haría cuando la
trajeran? Ni ella misma lo sabía, pero le parecía infinitamente mejor tenerla en los
Campos Elíseos antes que en el reino de los mortales. Temía por ella… y temía por
los humanos.
Achinó los ojos al ver que tres hembras se interpusieron en el camino de los
Dominios.
La rubia Zadekiel extendió sus alas y brazos para llamar la atención de aquellos
ángeles de rostros impasibles. La sorpresa fue mayúscula, todos alrededor se
preguntaron qué hacía la cantante principal del coro angelical interrumpiéndoles la
misión. Para colmo con un rostro no muy amistoso. Tras ella, sus dos alumnas,
Aegis y Dione, se ocultaban tras las alas de su maestra.
—Pero, ¿cuál es tu problema con él? —le reprendió Dione—. ¡Hay otros dos
Dominios también!
Pasaron a su lado, pero las dos alumnas podían sentir la tensión en el aire cuando
Fomalhaut y Zadekiel se miraron brevemente a los ojos. Indiferente él, penetrante
ella. “Te equivocas”, pensó la maestra, “si crees que me cruzaré de alas sabiendo
que vas a por mi alumna”.
Los tres Dominios extendieron sus alas nada más pisar el agua y
cronométricamente se elevaron sobre el Aqueronte mientras toda la legión los
observaba con detenimiento. Tal vez, pensaban muchos, aún había tiempo para
recomponer las cosas. Tal vez, pensaban otros, esto no era sino el comienzo de un
gran problema.
Como saetas, los Dominios bajaron a velocidad frenética para entrar al río y
desaparecer en un fugaz chapoteo.
—Maestra… discúlpame, pero… —Aegis dobló las puntas de sus alas mientras se
armaba de valor—. ¿Por qué no confías en Fomalhaut?
—¡Para nada! ¡Dione, Aegis! Créanme cuando les digo que no me voy a quedar
con las alas quietas.
Poco a poco los ángeles en la cala se dispersaban para volver a sus actividades,
mientras que los estudiantes del Serafín Rigel descendían en la orilla para
cerciorarse de que nadie cruzara el río. Durandal, a lo lejos, sonrió; se le hacía
evidente que toda la seguridad montada era por él. Irisiel, al otro extremo,
extendió sus seis alas para levantar vuelo y dirigirse a la gran biblioteca de las
Potestades; debía hacer fuerzas para enfocarse en la legión que ahora dependía de
los Serafines.
La rubia se giró para mirar a sus dos preocupadas alumnas. Su ceño fruncido no
se lo iba a quitar ninguno de los dioses, pensaban ellas. La maestra se acercó y,
luego de mirar en derredor, les susurró:
—Voy a ir.
—¿A… adónde?
—¿A dónde más? Al reino de los humanos —asintió decidida—. Así que, ¿estáis
conmigo?
Continuará.
A lo largo de la orilla del Río Aqueronte, bajo las luces centelleantes de las
estrellas, varios de los estudiantes del Serafín Rigel vigilaban celosamente, ya sea
vuelos en escuadrones en formación “V” o caminando en solitario, para cerciorarse
de que ningún ángel de la legión escapara al reino de los humanos. Aunque el
Serafín Durandal ni sus alumnos habían mostrado interés en abandonar los
Campos Elíseos tras la huida de Perla, Rigel no se confiaba. Tarde o temprano,
pensaba él, Durandal aprovecharía para reclamar su anhelada libertad.
Aegis avanzaba agachada, dando pasos cortos entre los oscuros arbustos, no fuera
que la descubrieran infiltrándose en uno de los lugares, ahora, más celosamente
resguardados de los Campos Elíseos. Su amiga Dione la seguía detrás, igual de
cautelosa, oteando constantemente en derredor. Estaban nerviosas, ¿cómo
explicarían tal desacato si las pillaban? Unas simples miembros del coro angelical
no pintaban nada en un lugar como aquel.
Dione sonrió por lo bajo, no era usual ver a la tímida Aegis mostrando ese lado
rebelde. Su amiga nunca había quebrado las normas, nunca había contrariado a
nadie, odiaba las disputas y las bromas pesadas, bien que lo supo tras una tarde
en la que le ató las alas con una cuerda y la retó a un vuelo sin que ella supiera de
las ataduras. Pero parecía que Aegis se había envalentonado al ver cómo
cambiaron las tornas con la huida de Perla.
No obstante, Dione temía por su amiga, por lo que la sujetó de una de sus ala y
tiró hacia sí.
—Pues yo solo veo a los estudiantes del Serafín Rigel, y están por todos lados –
dijo levantando la mirada hacia la cala. Pero enarcó las cejas al comprobar que,
paradójicamente, no había nadie vigilando el sector donde observaba.
—No seas necia, Aegis, no te voy a abandonar. Pero… ya te dije que no tiene
sentido que Zadekiel haya venido aquí.
—Pero vino, yo la vi. Y vino sola. ¿Por qué no nos pidió ayuda?
Ambas sintieron un frío correr sobre sus espaldas en el momento que una fémina y
reconocible voz bramó en la orilla del Aqueronte.
—¿¡Pero qué cosas os ponéis a decir!? ¿¡Para qué yo querría pedir ayuda!?
—¡Maestra! —Aegis salió de los arbustos y se acercó lentamente para darse cuenta
de que su instructora pisaba a un ángel tumbado sobre la arena. Empuñó sus
manos y las llevo hacia sus pechos, aspirando tanto aire como le fuera posible—.
¡Ah! ¿L-lo has matado? ¿Has matado a un ángel?
—Claro que no –Zadekiel lanzó, a un lado, una rama gruesa que sostenía en la
mano—. Solo le he dado un golpe muy fuerte.
—¿Adónde vas, Zadekiel? –Dione también salió de entre los arbustos en búsqueda
de respuestas.
—¿No es obvio? ¡Voy a rescatar a mi alumna! ¡Perla está sola en el reino humano!
—Maestra –suspiró Aegis, doblando las puntas de sus alas—. Así que lo decías en
serio. Eso es admirable.
—Esa es… —Dione hundió el rostro entre sus manos—. Esa es una razón de lo más
estúpida para dudar de él.
Pero Aegis sabía que su maestra nunca bromeaba cuando hablaba de cánticos y
coros. Aunque, al igual que Dione, no entendía cómo algo tan inocente como
presentarse para oír los cánticos angelicales pudiera ser considerado como
sospechoso o que generase desconfianza. Después de todo, prácticamente toda la
legión asistía a los coros.
—Tal cual. Ningún Dominio va a nuestros coros porque no necesitan aliviar una
angustia que no sienten ni sentirán. Pero Fomalhaut… él siempre está allí para
escucharnos, sentado sobre una rama del árbol cerca del escenario.
—Ahora que lo dices —concluyó Aegis, tocándose la barbilla—. Es verdad que era
usual verlo durante los cánticos.
—¡No lo sé con certeza, Dione! Pero si siente emociones, ¿cómo crees que actuará
si encuentra a Perla? ¡Era uno de los guardianes del Trono! ¿Tal vez querrá vengar
su muerte? Es por eso que he decidido ir al reino humano. Así que, ¿me vais a
delatar?
—¿En serio?
—Sí –asintió con los ojos cerrados—. Perla es una amiga. Además, sola no podrás
encontrarla. Mejor cuatro alas que dos.
—Supongo que mejor seis alas que cuatro –suspiró Dione, sacudiendo su mano al
aire. En el fondo no quería abandonar a su amiga Aegis. El imaginarla sola en el
reino humano le causaba un agobio insoportable—. Hacedme un lugar en vuestra
pequeña rebelión.
—¿¡Y qué más da que no lo sea!? –se acercó para tomarla de la muñeca—. ¡Venga,
vamos!
Se forjó, en la noche del Aqueronte, una pequeña y torpe rebelión que, tal vez,
sería la más grande de todas. Se pactó una promesa que parecía tener la fuerza
de dar un golpe triunfal al propio destino.
II
Ámbar avanzaba por los pasillos blanquecinos y opacos del Hospital Militar de
Nueva San Pablo. Guardó las manos en los bolsillos de su gabardina e intentaba,
de una manera u otra, pasar desapercibida entre el gentío y los médicos.
“Habitación 709”, pensó, agachando la cabeza. Pero era imposible que no la
notasen; siempre había uno que la felicitaba al reconocerla y pronto le seguían
más. Nunca había experimentado la fama y le parecía agobiante.
Cuánto logró cambiarlo todo una fotografía que algún periodista, desde un
helicóptero civil, logró obtener cuando ella capturó al Éxtimus en el Mirante do
Vale. Su pose de mujer fuerte sosteniendo en los brazos a un ángel derrotado,
significaba no solo un salto a una fama que ni esperaba ni le agradaba: ahora, sin
ella quererlo, representaba el triunfo de la humanidad sobre lo sobrenatural. El
triunfo de la tecnología sobre seres que otrora habían destruido la civilización.
Ámbar era ahora la cara visible de una nueva época en donde los hombres y
mujeres se deshicieron de un miedo latente y clamaron a los cielos su
independencia.
Y lo odiaba.
Entró a la habitación 709 y se recostó contra la puerta, vaciando sus pulmones.
—¿Cómo estás?
—¿Estás bien?
—Vaya, eso es… Oye, Ámbar —el joven levantó levemente su brazo roto—. ¿Me
firmas la escayola?
La mujer echó a reírse. Era la primera vez en todo el día que lo hacía y desde
luego necesitaba quitarse la tensión acumulada. Johan, por dentro, se sintió
orgulloso de haberle arrancado aquella risa, de haberle levantado el humor y ese
rostro alicaído de aquella Capitana tan brava. No era algo al alcance de cualquiera.
—Me has hecho reír, así que te lo concederé, chico —dijo retirando un rotulador
láser, acercándose para firmársela—. ¿Quieres alguna frase en particular?
—¡Ja! Gracias. No por lo del fan —meneó la cabeza con una sonrisa de lado
mientras firmaba la escayola—. Eso es ridículo. Sino por protegerme allá en el
Mirante do Vale.
—¿En serio? Para ser sincero, pensé que me caería un reporte de tu parte…
—Bueno, por esta ocasión se queda entre nosotros. Luego de que termine esto,
me gustaría invitarte a un café. ¿Qué dices?
—El Éxtimus está en un cuarto de máxima seguridad, en uno de los últimos pisos
del “Nova Céu”. Entraron dos soldados en trajes EXO, por precaución, para
interrogarla. Pero se niega a hablar.
—Es precisamente por eso que me pidieron que vaya y hable con ella. Si me
preguntas, ni siquiera sé la razón de por qué lo hizo conmigo allá en la azotea…
—¿Lo harás?
—Bueno… —se rascó la barbilla—. Claro, me preocupa lo del café. Espero que el
casco del traje EXO que lleves no tenga problemas como el que tuvimos cuando la
confrontamos. ¿Ya lo revisaron?
Ámbar abrió los ojos cuanto era posible. Recordó el momento en el que, cuando
enfrentó al ser celestial, tuvo que desplegar su visera debido a una falla en el
sistema informático del traje táctico EXO. Un par de chispas saltaron en su cabeza.
—Johan… —dijo con la mirada perdida—. Eso es… Ese maldito casco…
—¿“Maldito… casco”?
En medio de la jungla de acero destacaba uno de los edificios más altos, el “Nova
Céu”, de luces azuladas que sobresalía del resto de rascacielos de brillo
blanquecino. Rodeado constantemente de esferas de vigilancia que iban y venían a
su alrededor, artefactos que en su momento detectaron la intrusión del ángel en la
metrópolis, se trataba de una auténtica fortaleza militar, propiedad del gobierno y
a disposición de la policía estatal de Nueva San Pablo.
El comentario arrancó alguna risa suelta en el grupo. Él estaba frente a uno de los
hologramas que se desplegaban, en donde se la veía sentada al borde de la cama,
cabizbaja, como si estuviera pensando en algo. Bajo la cama guardó sus botas de
cuero y, de vez en cuando, caminaba por la habitación para recoger algunas
plumas que se desprendían de sus alas. Tenía el mismo collar que le habían
cerrado en el cuello; si realizara cualquier acto hostil la pondrían a dormir, pero
hasta el momento se comportaba serena.
—Luce joven, tal vez le guste un grupo esos de adolescentes —sugirió un soldado.
—Pero si esos son terribles, nada como los músicos de mi época —agregó otro.
—No te dejes guiar por su apariencia, podría tener decenas de miles de años —
Santos apuntó, con la patata, a la imagen del ángel en el holograma—. Tal vez le
guste la clásica.
Estuvo a punto de poner algo de música a través del altavoz, acto curioseado por
los aburridos presentes, pero todos dieron un respingo del susto cuando la
Capitana entró al cuarto de control abriendo las puertas de par en par.
Inmediatamente, Santos escondió el cono de cartón de comida rápida, entre los
proyectores, no fuera que la mujer le regañara.
Ámbar estaba aún de civil, gabardina y pantalón elegante. Buscó por Santos, con
la mirada, mientras hacía caso omiso a las felicitaciones de los hombres allí
apostados. Notó que alguien se levantó de su asiento para hacerle una reverencia
a modo de broma.
—¿Sin el EXO?
La mujer se acercó a la compuerta que daba al cuarto del ángel; la vio de arriba
abajo. Estaba fabricada con una aleación más fuerte que el titanio y de un
considerable grosor, sin manija ni mecanismos a la vista, salvo por las varias
barras horizontales que la sellaban. Solo cedería con una aprobación.
—El ángel reaccionó cuando desplegué la visera de mi casco y vio mi rostro. Fue
por eso que me habló. Necesita un rostro humano, o mejor dicho un rostro que le
resulte familiar, no soldados armados. ¿Tengo que pedirte de nuevo que la abras o
quieres que solicite una renovación de tus implantes cocleares?
—Espera… Jefa, sin traje EXO te expones a morir de un golpe. ¿No opinaría lo
mismo Johan, ahora en el Hospital? Sabes más que nadie cuán fuerte es ese
pajarraco.
—¿Los jefazos quieren que ella hable? La haré hablar pues… —se detuvo y miró un
cono de cartón medio escondido entre los proyectores—. ¿Qué tienes ahí? —lo
agarró rápidamente—. ¿Papas fritas?
Tras un suspiro de parte del hombre, pronto las varias barras gruesas empezaron
a ceder para dejar libre la compuerta. “Me pregunto si me recordará”, pensó
Ámbar mientras veía el acceso abrirse. Y si la reconociese, ¿querría revancha?
Después de todo Santos tenía razón; sin la protección de su armadura táctica, el
Éxtimus podría matarla en un suspiro. “Aunque no dejan de llamarme la
atención…”, vació los pulmones mientras entraba. “Aquellos ojos suyos, a punto de
llorar”.
—El jefazo nos va a colgar, Ámbar —continuaba insistiendo Santos desde los
altavoces—. Hay protocolos que cumplir.
Perla creyó reconocer la voz femenina y levantó la mirada. Tal como sospechaba,
se trataba de la misma mujer con la que había dialogado en la azotea del edificio
donde cayó. Y desde luego, al ver un rostro familiar, que por más que fuera
humana no poseía ninguna diferencia al de los ángeles, se tranquilizó. Estaba
nerviosa, se sentía abandonada y necesitaba hablar con alguien.
“Híbrido”, pensó la joven por un momento, recordando la frase que aquél ángel de
alas y túnica negras le había dicho en los Templos del Trono. “Entonces, ¿tengo
una madre o un padre humano?”, se preguntó, viendo arriba abajo a la mujer.
—Mi sable.
—¿Tu sable? —la Capitana se sentó en el taburete frente al ser celestial—. Es una
espada muy bonita, pero extraña. Las pruebas con carbono 14 indican que tiene
una antigüedad de más de mil años, y la frase en dialecto jalja indica que
probablemente era de algún soldado del ejército mongol.
—¡Es mía! —gritó apretando los puños y extendiendo sus alas, como un
recordatorio de que estaba dialogando con un ángel, un ser superior.
—Tranquila, mi culpa —la voz de Ámbar era calma, aunque su corazón se quería
desbocar. No debía dejarse amedrentar. Si la enervaba, probablemente acabaría
muerta, tal y como Santos temía—. Necesito que me ayudes.
—¡Hmm!
Perla se cruzó de brazos; no era una niña, era un ángel, un ser inmortal, ella, por
esa naturaleza, se decía a sí misma que estaba por encima de cualquier humano;
no permitiría que nadie llevara las riendas de ninguna conversación. En cierta
forma, aquella Querubín, aquella niña altanera que fue, aún salía de vez en cuando
a relucir.
—Ámbar Moreira.
“Es bonito”, pensó fugazmente Perla. Pero no iba a darle el gusto, por lo que,
haciendo un mohín, sacudió sus alas y afirmó:
—No quiero nada de eso —sacudió una mano al aire y ladeó su rostro para otro
lado—. Yo no como, pero hay quienes sí lo hacen.
—¿Hay ángeles que comen? —fue inevitable sonreír por lo bajo—. ¿Y entonces…
los ángeles…? Ya sabes… ¿vais al…?
—¿Los ángeles cagáis? —resonó por el megáfono. Ámbar se había olvidado que del
otro lado había un montón de hombres curioseando la conversación. Santos el que
más.
—¡Por los dioses! —Perla enrojeció, volviendo el rostro ahora para el otro lado,
incapaz de mirar a la mujer—. ¿Esto es lo que habéis venido a hacer? ¿Preguntar
tonterías?
—Caí aquí por accidente —lentamente dirigió su mano a por otra papa.
Perla agarró el cono de papas con ambas manos. Recordó a todos ángeles que se
abalanzaron a por ella en el Aqueronte. No le resultó una imagen muy agradable
de rememorar, esos gritos, esa desesperación y odio que percibió de la legión
hacia ella. Arqueando sus alas, confesó en un susurro casi inaudible:
—No lo sé…
—¿Cómo que no lo sabes? No me digas que allá arriba no hay alguien que te
extraña.
La alada asintió tímidamente. “Espero que los que me estén extrañando sigan
vivos”, pensó apretando el cono, recordando a sus dos ángeles guardianes,
además de su maestro, quienes la protegieron durante su huida.
Perla cerró los ojos y ladeó de nuevo el rostro. Cuando cayó al reino de los
humanos, los esperó en la azotea del edificio durante largo rato, pero nadie bajó
de los Campos Elíseos para rescatarla. La idea de que sus tres protectores habían
perecido durante la revuelta se hacía cada vez más probable.
“Si no me hubiera acobardado como una maldita niña”, se reprochó mientras sus
ojos empezaban a arder.
Cuánto deseaba regresar, pero no podía, al menos no hasta que supiera volar.
Pero si supiera, ¿cómo la recibirían? Se le acumuló todo de nuevo, su debilidad, la
impotencia de no poder proteger a sus allegados, su incapacidad de cruzar los
cielos por el miedo a las alturas, su verdadera naturaleza. El sollozo fue inevitable,
aunque casi imperceptible.
“¿Acaba de… hipar?”, pensó Ámbar, achinando los ojos. Se inclinó hacia el ángel
como si no terminara de creérselo. Creció gran parte de su vida con la idea de que
aquellos seres celestiales carecían de emociones, sentimientos y sin aprecio por la
vida; no tenían más parecido que los humanos que el aspecto físico. Pero desde
que vio a la joven varios de sus mitos personales empezaron a derrumbarse.
—¿Estás llorando?
Ámbar pilló la mentira debido al balbuceo y miró hacia atrás, hacia las cámaras,
esperando alguna sugerencia de parte de sus compañeros. No tenía forma de
saber que, del otro lado del cuarto, todos estaban tan desconcertados como la
mujer. Más que un extraño ser cuya raza había destruido la civilización siglos
atrás, parecía anteponerse la imagen de una joven sumergida en un nuevo mundo,
sufriendo tal como lo haría un ser humano. Santos dejó el aire bromista y adquirió
un gesto más serio, pero a diferencia de los demás hombres en el cuarto de
control, no iba a dejarse afectar; no olvidaba el violento ataque que le propinó a
su camarada.
La Capitana suspiró al volverse hacia el ángel. No era buena con el rol de policía
conciliadora. ¿Debía sentarse a su lado? ¿Tal vez acariciar esas grandes y
radiantes alas? Cuando pretendía pedirle que se tranquilizara, Perla levantó el
rostro y la miró a los ojos: Era solo una joven, una niña a los ojos de una
conmovida Capitana, no una amenaza ni menos una cobaya dispuesta para
infinidad de experimentaciones a manos de las corporaciones farmacéuticas.
Pero, sobre todo, era un rostro demasiado similar al que ella recordaba de su hija;
de alguien cuyos ojos enrojecidos y húmedos imploraban consuelo ante la
desesperanza.
—Sofía —susurró Ámbar, extendiendo una mano hacia el ángel, como si por un
momento fuera su hija quien estuviera allí.
Ámbar bajó de su coche, viendo a lo lejos a su joven hija sentada sobre uno de los
tantos columpios de la plaza. Cabizbaja, parecía columpiarse de manera apenas
perceptible. La piel de la muchacha había palidecido en aquellos días, cuando la
variante del osteosarcoma aún no la había debilitado excesivamente, obligándola a
estar en cama.
—Hmm —gruñó la mujer, negando con la cabeza. La niña era parecida a ella, pero
su afán e interés por la astronomía los heredó de su padre—. Debí haberlo
supuesto.
—¿Quién puede usar humor con estos ánimos? —Ámbar se encogió de hombros—.
No hay día que desee tener a tu padre con nosotras. Creo que él sabría hacer las
cosas mejor que yo.
—No —meneó la cabeza débilmente, dibujando, con el pie, figuras sobre la arena—
. Estamos bien así.
Ámbar hundió su rostro entre sus manos. No había vivido algo como aquello jamás
en su vida. Una enfermedad que consumía la vida poco a poco y cuya cura era
imposible aún con la tecnología disponible. Era una mujer fuerte, valerosa, de
fama contrastada entre sus colegas porque todo lo combatía de frente, porque
todo mal cedía con su insistencia, porque toda batalla era ganable. Pero cuando
miraba a su hija, esa que tanto la admiraba, el panorama se volvía desolador. No
habría victoria, no existía escudo capaz de protegerla de las garras de la muerte y
la mujer fuerte y valerosa que todos conocían se derrumbaba, incapaz de hacer
frente a la situación.
Despojada de su fortaleza, se hacía difícil mirar a los ojos de quien la tenía como
heroína.
—No digas eso, niña —Ámbar sintió una daga en el corazón y clavó sus uñas en su
vientre—. ¿Tan mal lo he hecho?
—Mamá… —la joven la miró a los ojos y, con esos labios pálidos, esbozó una
sonrisa—. Estaba bromeando. Contigo hasta el final.
Ámbar no supo cómo reaccionar. Alguien que tenía por delante solo días contados
estaba sonriendo y dándole ánimos. Tal vez, se decía a sí misma, aquella niña era
más sabia de lo que parecía, percibiendo cuánto sufría la mujer. Acercó una mano
hacia su madre y, levantando el meñique, la invitó a engancharlo con el suyo.
Pero la mujer se abalanzó hacia ella para rodearla con sus brazos.
—No llores —susurró la hija, sin apartarse del abrazo. Elevó la mano hacia el cielo
y pareció acariciar la brillante supernova—. Incluso las estrellas tienen que morir,
mamá.
—Pero… ¡Por los dioses!, ¿qué estás haciendo? —protestó la Querubín cuando la
mujer la rodeó con sus brazos.
Perla luchó apenas unos breves segundos para apartarse del abrazo, pero no duró
mucho; extrañamente, sintió un algo cálido y apacible cuando, a base de un tirón
de Ámbar, su cabeza se hundió entre los pechos de quien fuera su captora. Era
una sensación avasallante y reconfortante que parecía calmarle el alma, un algo
nunca antes experimentado en su vida en la legión que hizo que todo su cuerpo se
relajara. Algo diferente al consuelo del Trono, al consuelo de los guardianes.
—No llores —dijo Ámbar—. Puede que no entienda tus problemas, pero sí creo
saber cómo se siente.
—¿Qué?
—Ese es mi nombre.
—Ám-ámbar… Escúchame, Ámbar… —su voz era aún más baja, aunque ya no se
percibía triste.
El sol estaba en lo alto del cielo cuando los tres Dominios llegaron al reino de los
humanos.
—Se parece a Paraisópolis —dijo él, plegando sus alas, pues en los Campos Elíseos
había una división similar, entre la ciudad angelical y el gran bosque adyacente,
aunque allí la repartición de casonas era caótica.
—¿A qué te refieres? —preguntó Nyx, otro quien admiraba el paisaje, pero tuvo
que girarse. Era una pregunta inesperada—. Los tres estuvimos de acuerdo.
—¿A qué viene esa pregunta? —protestó Hidra, quien tampoco entendía las
interrogantes de su camarada—. El Serafín Rigel es el de mayor rango ahora. Nos
debemos a él.
Fomalhaut suspiró como respuesta y, tras sacudirse las alas, lentamente dirigió
ambas manos a su espalda para tirar de las correas de sujeción de los dos sables.
Agarró las empuñaduras y las desenvainó. Sus dos congéneres ladearon el rostro,
incapaces de entender los motivos por el cual las empuñaba.
Fomalhaut se giró hacia ellos. Había algo en su mirada salvaje, muy distinta a lo
que se podría esperar de un Dominio, asociados a la apatía y falta de emociones.
Friccionó las hojas de sus sables, como un carnicero afilando sus cuchillas, y sus
dos compañeros supieron que la misión encomendada por el Serafín Rigel
peligraba.
—¿No has oído? ¡Envaina! —mandó Hidra, quien avanzó un paso firme hacia él, ya
con su brillante espada empuñada en la mano. “Se debe a algún traidor”, concluyó
viendo los ojos de su ahora irreconocible camarada. Los Dominios eran fríos y
calculadores, pero ese ángel frente a ellos, amenazante y altivo en sus gestos, se
rebelaba a su propia naturaleza.
El choque entre la espada contra los sables fue tan fuerte como veloz; apenas un
borroso refulgido; ambos ángeles se alejaron luego del encontronazo, sosteniendo
firmes sus respectivas armas. Hidra no iba a admitirlo, pero sus brazos temblaban
debido al violento choque y parecía que en cualquier momento su espada se le
resbalaría.
Habían vuelto. Los ángeles habían regresado tras más de trescientos treinta años
después del último Apocalipsis, y de nuevo iniciaban una sangrienta lucha.
Imprevistamente, una saeta rozó el ala de Fomalhaut, y él supo que Nyx, desde la
cúpula de la Basílica, tensaba su arco y buscaba así un mínimo descuido para
eliminarlo.
Tan rápido que parecía un relámpago plateado, Fomalhaut fue directo a por Hidra,
quien ya levantaba su espada. Otro choque de armas que hizo saltar chispas; otra
vez Hidra tambaleó. Pero observó de refilón un hilo de sangre que corría en el
brazo derecho de Fomalhaut; consiguió rasgarle y darle con ello un aviso.
Aquello le dio confianza a Hidra, quien entró a fondo para asestar al corazón de
Fomalhaut de una vez por todas, pero este desvió la hoja con su sable para luego
propinarle un codazo al rostro, tan fuerte que lo dejó atontado. Fue cuando el
pérfido Dominio atizó un sablazo tras otro, tan rápidos que parecían borrones
relucientes, y a los que el conmocionado Hidra desviaba como buenamente podía.
Repentinamente, el pérfido Dominio volvió al asalto; lanzó sus dos sables como si
fueran lanzas, pero Hidra los desvió hábilmente, aunque no tuvo tiempo de
reaccionar ante el puñetazo que le encajó en el estómago. Se encorvó de dolor y
sus reservas de fuerza se le agotaron; no pudo reaccionar cuando Fomalhaut lo
agarró de sus alas y lo usó como escudo contra la nueva saeta que Nyx había
lanzado desde la cúpula de la Basílica.
Sobre la Basílica, Nyx apretó los dientes, no esperaba que Fomalhaut usara de
escudo a su propio compañero. Notó cómo el cuerpo de Hidra, que ya no
reaccionaba, era lanzado violentamente hacia él.
Nyx soltó su arco y rápidamente lo atrapó entre sus brazos. Hidra estaba frío,
inmóvil. Sintió la sangre escurrirse entre sus dedos, vio el rostro inerte de quien
fuera su eterno aliado de batallas. Por un fugaz instante, deseó llorar, deseó sufrir,
cuánto le gustaría simplemente sentir algo porque lo había visto decena de veces:
el llanto, las lágrimas de los demás ángeles que cedían a sus emociones. Era una
manera de demostrar afecto, pero él carecía de sentimientos.
Era una simple herramienta, una mera carcasa creada por los dioses.
Nyx cayó de rodillas, ahora sintiendo cómo manaba la sangre de él mismo. Y vio
por un momento sus plumas plateadas abandonar sus alas, meciéndose
perezosamente en el aire. Levantó la mano débilmente y atrapó una de sus
propias plumas. La fuerza y velocidad de Fomalhaut rayaban lo salvaje y, tal vez,
ni siquiera entre varios Dominios podrían contra él, pensó a orillas de la muerte.
La sangre de los dos derrotados ángeles, a esa altura, ya era abundante y corría
en varias líneas que bañaban la otrora esfera de tónica dorada de la cúpula.
Mientras Fomalhaut posaba las hojas de sus sables a ambos lados del cuello de
Nyx, presto a darle una muerte rápida, el moribundo ángel intentó comprender a
qué se debía aquella traición tan sorprendente como violenta.
“Herramientas”, eso eran ellos según sus hacedores. Mas uno se había rebelado a
su propia naturaleza; parecía estar experimentando emociones y sentimientos, lo
primero era algo que privaron a las Dominaciones, lo último era un don solo
regalado a los humanos. Por más que fuera una traición deleznable, aquello
significaba que una Dominación había encontrado una manera de desobedecer a
los designios de sus creadores.
—¿Qué te impulsa, Fomalhaut? — preguntó sintiendo las frías hojas de los sables
mordiéndoles el cuello—. ¿Acaso es ese amor del que he oído hablar? ¿O tal vez el
odio?
No hubo respuesta.
—Puede que allá a donde vaya, también pueda sentir lo mismo que tú,
Fomalhaut.
Fue así como el Dominio enviado por los cielos iniciaba la caza.
Continuará.
—¡Ya, ya! —Zadekiel sacudió su mano al aire—. Que haya nieve no significa que
estemos en uno de los polos, Dione. Gritando y quejándote no vas a solucionar
nada. Si no te gusta, puedes volver a los Campos Elíseos.
“Lo haría si no se me congelara hasta el alma nada más elevarme”, pensó Dione
haciendo un mohín. Miró hacia atrás para comprobar cómo se encontraba su
amiga, Aegis, extrañamente muy callada desde que llegaran. “Aunque no me iría
sin ella”, concluyó, girándose para esperarla. No obstante, pese al clima hostil,
notó que el rostro de Aegis era risueño.
—¡No, Dione!
La otrora tímida hembra se detuvo para tomar la nieve con sus manos y hacer una
bola mientras reía. Aegis siempre había acatado las reglas en los Campos Elíseos y
resultaba imposible imaginar que llegaría un día en el que tuviera que desobedecer
las órdenes superiores. ¿Quién iba a pensar que alguien como ella estaría ahora en
el reino humano, experimentando esa sensación de libertad que la llenaba
completamente? No le importaba el frío o la tormenta de nieve que le
imposibilitaba ver más que unos cuantos pasos adelante; ahora era una renegada
y eso se anteponía a todo.
Una oscura figura, apenas visible por la ventisca, parecía acercarse a ellas a pasos
lentos y erráticos.
—¡Por los dioses! —Dione retrocedió un par de pasos para hacer escudo de su
amiga—. ¿Qué es eso?
—No, nada de eso… —Zadekiel achinó los ojos—. ¡Oye, tú! ¡Llévanos junto a tu
líder, humano!
Y alas…
Steven clavó fuertemente la estaca en la nieve y se retiró las gafas que protegían
su visión de la tormenta. No se lo podía creer; tres ángeles en medio de su
recorrido. Cayó la posibilidad de que tal vez abusó de su whisky o que tal vez la
soledad ya le estaba jugando malas pasadas. Inmediatamente pensó en ofrecerles
un abrigo, pues llevar solo esas túnicas parecía ser contraproducente, aunque
recordó que los ángeles tendrían una fuerza sobrehumana y probablemente no
sintieran el frío, al menos no como él.
—Pero, sobre todo, ¿no tendrías un lugar caliente y seguro? —preguntó Dione.
—¿En serio? Eso estaría bien —dijo él, apuntando el horizonte—. Llegaremos en
veinte minutos.
Dione abrió la boca para reclamar aquella vil mentira, pero lentamente fue
cerrándola mientras meneaba la cabeza. Concluyó que no sería conveniente iniciar
una disputa ahora que habían conseguido ayuda. “¡Hmm! Era de esperar de
Zadekiel”, refunfuñó ofuscada, sacudiendo sus alas. “Se aprovecha porque nadie la
conoce aquí”.
—¡Arcángel Zadekiel! —gritó una emocionada Aegis, alzando las manos y alas al
aire mientras se unía a la caminata.
Miró de nuevo a las tres ángeles frente a él. Se ayudaban entre ellas para
limpiarse las alas, salvo la más joven, quien parecía estar acostumbrada a ser la
mimada del grupo pues dejaba que las otras acariciasen e higienizasen su
plumaje.
Fue la propia Aegis quien se inclinó para agarrar un aparato tetraédrico de color
plateado del tamaño de un puño; lo ladeó y miró curiosa. Estaba al tanto del
ingenio de los mortales, aunque su curiosidad por aquellos artefactos e
invenciones era mínima.
Steven se acarició el mentón, sonriendo de lado. “Muy, muy guapas, quién diría
que tuviera tanta imaginación”.
—Soy Zadekiel —asintió la seria maestra, extendiendo ligeramente sus alas para
imprimir presencia—. Arcángel… Zadekiel…
—Yo me llamo Dione —refunfuñó mientras seguía limpiando el plumaje de las alas
de Aegis, en tanto fulminaba con la mirada a su maestra—. Y soy un ángel normal
y corriente.
—¡Y tiene alas! —Aegis extendió las suyas, golpeando y dejando caer algunos
aparatos apilados tras ella.
—No he visto un ángel más que ustedes tres —Steven se encogió de hombros—. Y
créanme que, si un ángel cayera en el mundo, no tardaría en aparecer en las
noticias. ¿Sois muy conocidos, sabéis? Hay naciones que incluso instalaron toda
una red de detección en sus territorios.
Aegis, asombrada por el lugar, dejó caer el tetraedro de entre sus brazos. Rodó
por el suelo y fue capturado por Steven, quien no dudó en levantarlo para hundir
su dedo en la base del artefacto. Inmediatamente, el objeto brilló y proyectó una
imagen tridimensional que parecía ser la portada de un periódico de su tierra
natal.
—¡Perla! —gritó Zadekiel, dando varios pasos adelante, queriendo tocar la imagen,
pero sus dedos atravesaron el holograma.
Levantó su portátil cúbico de nuevo, como si fuera alguna clase de trofeo anhelado
por aquellas hembras aladas, y de hecho así parecía serlo para ellas pues
observaban con detenimiento. Aegis era la más asombrada, boquiabierta como
estaba.
—Lo haré. Les diré dónde está su amiga… pero… Voy a ser sincero, chicas —se
acomodó en su asiento—. Todo el mundo sabe qué son los ángeles. Qué han
hecho, hace más de trescientos años. Son portadores del Apocalipsis.
—Nada de eso —Dione negó con la cabeza—. Nosotras solo nos dedicamos a
cantar. Pero entendemos que haya ciertas reticencias, humano.
—Gracias. Y yo soy un hombre pragmático. No creo que todos los ángeles sean
unos condenados demonios, no trago con todo lo que cuentan en la televisión.
Pero entiéndanme, chicas. Necesito tener la certeza de que no van a matarme. Así
que, por favor, de rodillas y quietas frente a mí… y les diré dónde está su amiga.
II
“Está bastante tranquilo”, pensó mirando hacia las lejanas calles, extrañamente
poco transitadas. Pese a que el gobierno no cesaba con su publicidad de que la
humanidad había vencido sus anteriores verdugos, y que ya no había que temer,
muchos empezaban a huir al saber que el ángel estaba captivo en la metrópolis, y
muy pocos se atrevían a continuar con su rutina.
Por otro lado, los rumores apuntaban a que el gobierno de Nueva San Pablo
accedería a la venta del ángel a alguna poderosa corporación farmacéutica,
cualquiera de ellas económicamente mejor posicionadas que la mayoría de las
naciones, todas ávidas de conocer los secretos de la inmortalidad, inmunidad y
fuerza de aquellos seres celestiales. Parecía inevitable que pronto Perla sería
traslada a un moderno complejo ubicado en algún rincón recóndito del planeta.
Johan se sentó en una silla y, llevando las manos tras la cabeza, esbozó una
sonrisa.
—Me guste o no, tengo que aprender a soportar este show mediático. Y la prensa
no perdona, así que habrá que medir mis pasos a partir de ahora.
—¡Johan!
—Lo obvio. Que quiere volver —meneó la cabeza de nuevo como si ella misma
intentara apartarse de encima la creciente responsabilidad que sentía por el ángel.
—Que lo has recuperado en menos de dos horas, Johan. Y desde luego que estoy
preocupada, no soy un condenado robot, tengo un corazón que me dice que, tenga
alas o no, deberíamos anteponer el bienestar de esa muchacha antes que los
intereses económicos del Estado y los de una maldita farmacéutica.
El chico negó con la cabeza; se mantenía firme, tratando de disimular las manos
temblorosas del nerviosismo, en parte por miedo a recibir alguna paliza, después
de todo Ámbar no era una mujer común y corriente, y en parte porque ahora
estaba confesando sus deseos más ocultos. Vació los pulmones antes de tomarla
de los hombros y girarla para que ahora ella viera su mirada decidida.
—Es muy bonito todo eso —se apartó de sus manos—. Pero a mi lado seguirás
rompiéndote el brazo. Si no es un Éxtimus, seré yo quien lo haga para hacerte
entrar en razón.
—Será así, pues. Volvería a romperme el maldito brazo otra vez para que lo
entendieras.
—¡Ja! ¡Deja los clichés, niño! —posó la mano abierta sobre el pecho del joven y lo
apartó—. ¡Soy tu superior!
El chico empalideció y retrocedió un par de pasos. Viendo cómo giraron las tornas,
él preferiría que le rompiera el brazo; lo podría recuperar en un par de horas en el
Hospital Militar.
—¡Siéntate, Johan!
Extrañamente, notó a duras penas cómo Ámbar llevaba una mano hacia sus
pechos. Sin entender el porqué, la mujer empezó a desabotonarse la camisa frente
a sus atónitos ojos.
—¿Has dicho que te romperías el brazo por mí? Es bonito y noble lo que has dicho,
Johan. ¿Acaso quieres ser mi escudo?
El muchacho tragó saliva y asintió. Ámbar sonrió por lo bajo, aunque él no pudiera
apreciarlo por la penumbra. Procedió a quitarse más botones.
La camisa cayó suavemente al suelo y Ámbar quedó solo con un sugerente sostén,
que por la penumbra parecía negro. Avanzó unos pasos firmes y se inclinó para
tomar una mano de su subordinado.
—Ajá. Calla. Ahora toca aquí —ordenó llevando la mano del chico hacia su vientre.
De manera casi imperceptible, Ámbar se estremeció al contacto; no tanto por los
dedos y la palma fríos del chico, sino porque hacía tiempo que un hombre no la
tocaba.
—Ya… ya veo, Ámbar —susurró él, palpando la piel, surcando suavemente, con la
yema de los dedos, sintiendo algunas hendiduras; tal vez era la misma que había
notado fugazmente en los vestidores— ¿Puedo hablar yo?
Tomó ambas manos del chico y lo invitó a palpar su cintura, pues allí encontraría
otras líneas que, al tacto, y tal vez a la vista, pudieran asustarlo. O eso pensaba
Ámbar, quien tenía que enmascararse tras un rostro serio, aunque en el fondo
escocía confesarle y mostrarle sus defectos a un hombre que, tras varios años,
mostraba interés en ella. Pero la mujer, dura como era, quería evitar decepciones
posteriores. Sincerarse.
—Ajá —rio—. Te has ganado otro reporte —bromeó ella, enredando sus dedos en
la cabellera del joven mientras que con otra mano iba desprendiéndole los botones
de su camisa.
Tras todo el manto de tecnología y brillo cegador en la jungla de acero, bajo los
potenciadores y nano-componentes implantados en el cuerpo, se volvía necesario
desnudar una faceta más humana; dejarse llevar por el instinto, por el deseo de la
carne, ir allí en donde restaba disfrutar y deleitarse del sabor de los besos, de la
sensación de la piel sobre otra piel, de las manos palpando, dibujando figuras
informes sobre la desnudez de los cuerpos de los amantes.
La mujer, sentada al borde de la cama, besaba en los alrededores del ombligo del
joven mientras que sus manos buscaban lenta pero firme quitarle el pantalón, por
donde ya se adivinaba el estado excitado del muchacho. Hacía tiempo que Ámbar
no lo palpaba, esa carne enhiesta, anhelante, que parecía temblar de excitación
aun cuando estaba capturado por sus manos, que se cerraban como garras de un
depredador.
—Tenemos que hablar sobre algo —dijo Ámbar, levantando la herramienta para
que apuntara hacia el techo. Antes de inclinarse y darle al chico un repaso con la
lengua, ella continuó—. Pero no pienses que te pediré que te unas a mí
aprovechando que estamos haciendo lo que hacemos.
Luego de la pasada de lengua por la piel de las más sensibles pertenencias del
muchacho, la mujer inició un vaivén lento pero firme sobre aquella verga
palpitante, conforme seguía saboreando. El chico, como si fuese víctima de un
extraño rayo que paralizase completamente sus sentidos, trataba de recobrar los
sentidos perdidos para escucharla.
Pensó que tal vez sí ella era, después de todo, la hija del Dios de los Truenos.
—Trataré —apostilló el joven entre resoplidos, incapaz de salir del trance eléctrico.
Ámbar se sonrió al pensar seriamente lo que le decía: pretendía que el chico usara
las neuronas en un momento como aquel, tan íntimo y, a juzgar por el rostro de
su amante, tan avasallante y placentero. Se levantó y, enredando sus dedos por la
cabellera de él, lo invitó a probar sus senos.
Se ofreció a él, pero como si fuera alguna especie de recordatorio de que estaba
intimando con una mujer altiva, jamás dejó que el joven guiara la situación en la
cama. Era ella quien montaba encima de él, era solo ella quien marcaba el ritmo,
el meneo de la cintura, las uñas arañando suavemente o fuerte según convenía;
era ella la que apretaba su interior para que el chico gozara, la que mordía si él se
pasaba de roscas, la que besaba su pecho y lamía los pezones como premio si lo
hacía bien.
En la noche de cielo negro, bajo la jungla de acero y luces de neón, se gestó una
alianza sellada con la unión de los amantes. Y pronto nacería una rebelión que
sería capaz de cambiar el curso del destino. Una rebelión tan fugaz, intensa y que
sacudiría la moderna sociedad humana como un relámpago que hace temblar
tanto el cielo como la tierra.
III
Steven aún no daba crédito de tener a tres mujeres sumisamente arrodilladas ante
él. Caminaba frente a ellas, con las manos tras su espalda, como un amo
comprobando el grado de sometimiento de sus esclavas, aunque en realidad
aprovechaba la vista para ver los sugerentes escotes que le hacían las túnicas,
sobre todo a Zadekiel y Dione, Aegis no las tenía grandes como ellas.
“Al diablo con las plumas, siguen siendo mujeres”, pensó él, enmascarándose tras
un rostro serio y severo, esperando que no se le evidenciara su ansiedad.
Las hembras reposaban sus manos sobre sus regazos, sacudían ligeramente sus
alas, como esperando expectantes sus palabras. Aunque Zadekiel, por más que
estuviera en una posición sumisa, parecía que en cualquier momento se
abalanzaría a por el mortal; se había presentado como una supuesta Arcángel y
por ende pensaba que merecía un mejor trato que aquel tan degradante.
“Tener que rebajarme a esto”, se dijo la rubia, meneando la cabeza para apartar
sus deseos de lucha.
—Bien, chicas, les diré dónde está vuestra amiga. Si accedéis a tres deseos míos,
eso es.
—¿Por qué querrían plumas de ángeles? —Dione hizo un mohín—. Yo creo que
estás jugando con nosotras.
—¡Auch! —chilló Aegis, quien se arrancó una pluma de sus alas. Las que estaban
bajo las cobertoras eran duras de quitar, ocultas bajo el manto externo. Se inclinó
hacia el humano y dejó la pluma a sus pies—. Aquí está la mía, señor Steven.
—Bien —asintió Steven—. Eres muy buena, Aegis. Me gustan las chicas
obedientes.
Con el rostro torcido de ira, Zadekiel se arrancó una pluma y la dejó en el mismo
lugar que Aegis. No tardó Dione en hacer lo mismo. El humano se recreó de la
escena durante unos segundos, contento por su victoria, y se agachó para
recogerlas. “Vaya, son relativamente dóciles…”, pensó, guardándose las plumas en
un bolsillo.
—¿O será que solo nos las quiere robar? —agregó una confundida Dione.
—¡Yo también robaría vuestras túnicas si estuviera vistiendo un abrigo tan pesado
y feo como el que tiene él! —rio Aegis.
“Estas chicas”, pensó un contrariado Steven. “No tienen la más pajolera idea, ¿no
es así?”. Pero cuando Aegis se deshizo de los tirantes de su túnica y esta cedió,
revelando unos senos coronados por unos sonrosados y pequeños pezones, quedó
inmóvil, salvo sus dedos, que parecían estirarse involuntariamente, como
queriendo reclamar los pequeños pechos de aquella ángel de rostro aniñado y ojos
plateados.
—No vas a entregarle tu túnica, ¿verdad, Aegis? —protestó Dione al ver que su
amiga quería desvestirse—. ¡Son sagradas!
—¿¡Y a qué viene pedirnos que nos las quitemos!? —vociferó Zadekiel.
“Madre mía, ¿en serio estás pájaras no tienen la más mínima idea?”, pensó
mientras acusaba un dolor en sus pantalones, pues algo estaba despertando a
ritmo frenético. “Supongo… que debería explicarles de otra manera”, concluyó.
—No es eso, chicas. Miren, tengo curiosidad por ver cómo es el cuerpo de un
ángel. Así que ya sabéis, que vuelen las túnicas.
—¿Podrías dejar de gritar tanto, Zadekiel? —agregó Dione quien también se había
desnudado el torso, revelando unos senos considerables, más grandes que los de
Aegis, que además alojaban pezones oscuros—. No pasa nada, no va a robarse
nuestras túnicas, y solo quiere ver.
Pero Zadekiel estaba terriblemente ofuscada por el asunto, por lo que se dirigió a
la puerta de salida. Era la única de las tres que sentía algo de pudor.
—Tal vez deberíamos… —dijo Aegis, tomando ambos tirantes de su túnica para
vestirse de nuevo—. Tal vez deberíamos ir junto a ella.
Quedó desnuda salvo sus largas botas de cuero, brazos en jarra. La hembra era
imponente en sus curvas, con unos lunares que parecieran ser más bien colocados
en lugares estratégicos que al simple azar. Uno hacia su monte de venus, otro en
la cintura, además del que se hallaba cerca de la comisura de sus labios. Los senos
se veían plenos y firmes, diríase que se levantaban orgullosos. A diferencia de
Zadekiel, Dione no percibía las intenciones verdaderas del humano, carente de
deseos carnales como era.
El hombre meneó la cabeza para cerciorarse de dos cosas: que no era una
imaginación y que realmente aquellas dos preciosidades eran incapaces de verle
sus verdaderas intenciones. Su respiración se agitaba conforme comía con la
mirada esos cuerpos exquisitos a su disposición.
“Ángeles… no, más bien… ¡Mujeres!”, se dijo a sí mismo otra vez, tratando de
convencerse de que no habría diferencia si terminaba enfiestándose con ellas.
—Lámelos.
—Señor Steven —dijo apartando su boca, mirando de reojo los relucientes dedos—
. ¿Se encuentra usted bien?
El humano ya no podía hablar, si algo tan nimio como aquello ya lo dejó al borde
de un orgasmo, estar con ella, dentro de ella, debería ser realmente una
experiencia celestial. Y es que, además, la ternura de la tímida ángel lo tenía
completamente enamorado.
—¡Uf, por… por los di-dioses! —Aegis torcía la espalda y empuñaba las manos,
completamente vencida por aquel tacto. Nunca había dejado que nadie la tocara, o
sería mejor decir, nunca nadie había mostrado interés en hacerle algo como
aquello.
—Dione —susurró su amiga, rozando sus pechos contra los de ella, arañándola
prácticamente con unos pequeños pero endurecidos pezones—. Estaré bien.
—D-Dione… —la tomó de su mano, enredando sus dedos entre los de ella—. Piensa
en Perla, por favor. Lo hacemos por ella. Lo que sea que tenga que hacer, lo
soportaré por ella.
Zadekiel estaba sentada sobre una pila de cajas metálicas, en las afueras del
laboratorio, abrazándose a sí misma, dibujando, con su pie, figuras amorfas sobre
la nieve. No era el frío, al que evidentemente podía resistir mucho más que un
humano promedio, lo que la tenía así. “Maldito humano insolente”, pensó,
apretando los dientes, recordando la orden de desnudarse.
—Tal vez deberíamos darle una lección —Zadekiel de nuevo empuñó las manos.
—¿Por qué? ¿Por ser una pésima maestra y por arrastrarnos hasta este infierno?
—Claro que no —frunció el ceño—. Me refiero a Aegis. Tiene… tiene que ser duro,
¿no es así? Tener que apartarte de alguien a quien profesas mucho cariño, Dione.
Yo… yo también sé cómo te sientes.
—Claro. Dione, ¿nunca pensaste por qué los dioses nos dieron emociones, pero
nos prohibieron los sentimientos?
—Creo que las emociones son el puente para llegar a los sentimientos —prosiguió
Zadekiel—. ¿De qué otra forma crees que Lucifer consiguió sentir aquello
prohibido?… Él amó, o eso dicen, y luego deseó la libertad de la legión para que los
demás amaran como él.
—Evidentemente, sus formas no fueron las adecuadas —rio por lo bajo, cerrando
los ojos—. Entonces yo creo —la tomó de nuevo de la mano—, que no tienes por
qué sentirte culpable por lo que estás sintiendo. Al fin y al cabo, somos así.
Negarnos a nuestra naturaleza es negarnos a ser felices. Como seres vivos,
tenemos la posibilidad y el deber de buscar la felicidad, ¿no lo crees así, Dione?
—¡Ya! Eres un libro abierto, Dione, todas mis alumnas lo son —levantó las manos
y alas al aire—. ¡Uf! ¿¡O serán mis poderes de Arcángel lo que están despertando
dentro de mí, elevando mis habilidades cognoscitivas!?
—¡Necesitamos hacer una fogata, Dione! ¿Dónde está mi espada flamígera cuando
más la necesito?
—¡Aegis! —Dione se levantó y corrió junto a su amiga para rodearla con brazos y
alas—. ¿Estás bien? —se apartó para mirarle a la cara, luego le dio la vuelta,
levantando un poco su túnica para comprobar que no le hubiera hecho nada. Solo
vio el contorno rojizo de la palma de una mano sobre su trasero.
—Allí está su amiga. Aegis tiene mi portátil, le enseñé cómo usarlo. Vayan con
cuidado, Nueva San Pablo pertenece a una de esas naciones hostiles que les
mencioné, que pueden detectarlas.
—Ya veo. Nueva San Pablo. ¡Aegis, Dione! —llamó a sus alumnas, extendiendo las
alas—. Ya tenemos un lugar. Sigamos juntas y encontremos a Perla antes que los
Dominios.
“Aguanta, Perla”, pensó mientras Aegis y Dione se elevaban para tomarla de las
manos.
IV
Pétalos y hojas revoloteaban a lo largo y ancho del cementerio de Nueva San
Pablo, que recibía la cálida luz del sol asomando en el horizonte, todo un telón de
fondo repleto de rascacielos en donde destacaba la altísima y lejana fortaleza
militar “Nova Céu”.
No le gustaba la fama, aunque era inevitable sentir cierto orgullo por lo que había
conseguido: el reconocimiento de la sociedad, un hueco importante en los libros de
historia. Pero había llegado el momento de abandonar la figura pública de heroína
para, ahora, ser vista como todos como una traidora. Aunque nunca nadie en la
moderna sociedad sabría que Ámbar sacrificaría su estatus, su honor, que
mancillaría su nombre y su propia vida, para evitar que las maquinaciones de las
corporaciones trajeran un nuevo Apocalipsis.
Y, sobre todo, no permitiría que alguien que recordaba a su propia hija terminara
muriendo; esta vez, afrontaría el problema de frente.
—No me lo creerías, pero conocí a un ángel. Es… bueno, es un poco como tú.
Ahora que lo pienso, te sonará extraño… pero realmente creo que ambas hubieran
sido grandes amigas.
—Y… tal vez hoy no sobreviva, por lo que entonces iré a reunirme contigo. Pero...
mamá aún tiene que arreglar un par de cosas antes de irse, así que espero que la
perdones y, sobre todo, estés a mi lado para que seas el escudo que nunca pude
ser para ti.
“Tiene que ser duro”, pensó Johan, a varios metros detrás. No quería
entrometerse en aquel ritual de la Capitana. Pero era inevitable ponerse en la piel
de ella, en la de una mujer que tendría que sacrificarlo todo y saber que pasaría a
la historia como una traidora, a pesar de que en realidad lo daría todo a favor de la
sociedad que juró proteger. “En una sociedad donde prima la tecnología, la
humanidad es lo último que nos queda. Y si todo sale como Ámbar planea, la
sociedad se encargará de despojársela”, concluyó atrapando una hoja de flor de
gladiolo que revoloteaba en el aire.
Ámbar se repuso.
—Está bien. Es conveniente —la mujer se giró para sonreírle—. Nunca me gustó
“Thor” como mote. Prefiero el de su padre. “Odín” estará bien.
En un mundo donde la humanidad parecía haber sido enterrada bajo una jungla de
acero y tecnología, bajo implantes y potenciadores inyectados en el cuerpo,
surgieron los héroes que habían decidido aferrarse a su lado más humano. Y
sabían que para ganar la paz era necesario hacer sacrificios que nunca antes
hubieran estado dispuestos a hacer. Aunque cada uno tuviera sus propias
motivaciones, el objetivo era el mismo.
Continuará.
Destructo II Elevación
Cuarto capítulo. ¡Huida y persecución! En el reino de los mortales se forjó una alianza tan
sorprendente como singular.
Pocos esperaban la decisión de Reykō, de abrir por fin las puertas de su imponente
centro de mando, el rascacielos más alto de occidente, ubicado en la capital del
Hemisferio Norte. Y mucho menos esperaban que la sala de conferencias luciera
como una suerte de moderno y pomposo teatro, en donde los cientos de
reporteros acreditados parecían más bien espectadores de alguna obra que
esperaban con impaciencia el inicio del acto.
—Cuánto me alegro de que esa época haya terminado. Hoy es el día en el que ese
hombre corrompido por el miedo extenderá sus propias alas para conquistar el
mundo. ¡Hoy la humanidad contemplará una nueva época histórica!
En Nueva San Pablo, el último piso del edificio “Nova Céu” perdió el suministro
eléctrico de manera repentina, y los tres policías militarizados que hacían guardia,
enfundados en sus trajes tácticos, dejaron el juego de naipes sobre la mesa;
observaron para todos lados del cuarto de control esperando encontrar una
respuesta a la repentina y misteriosa pérdida de luz.
Uno de ellos apretó los dientes; tenía una buena mano y ganaría bastante dinero.
Decidió fijarse en la compuerta que los separaba del ángel, y tragó saliva: pensaba
que tal vez el ser celestial, en cualquier momento, podría derribarla de un
puñetazo, después de todo tenían la fama de ser altamente más fuertes que los
humanos. Meneó la cabeza para vaciarse el miedo de los pensamientos y, luego de
activar la visera del casco para ver en la absoluta oscuridad, se levantó junto con
sus compañeros para salir del cuarto.
Los tres atravesaban el largo y angosto pasillo que daba a la recepción del piso; lo
hacían entre bromas, distendidos, pensando que en cualquier momento todo
volvería a la normalidad. Hacia el final del pasaje se divisaba el enorme ventanal
de la mencionada recepción, que ofrecía una vista espectacular de la nocturna
Nueva San Pablo.
Pero el trío de militares detuvo su andar en el momento que los sistemas de sus
trajes empezaron a sufrir interferencias. Las viseras desplegaban un montón de
letras y números sin sentido y para colmo sentían las articulaciones pesadas, como
si ahora el traje completo se apagase y por tanto perdiera sus facultades e
inutilizara sus propiedades de maximización de habilidades.
“Es una broma del Teniente Santos”, dijo uno. “Típico de ese bromista”, respondió
otro para que los tres rieran al unísono. Pero el ambiente distendido volvió a
desvanecerse como el eco de sus risas; se les hacía obvio que, si alguien les
atacara, por más remota que fuera la posibilidad de que algo así sucediera dentro
de la fortaleza militar, sería tarea cómoda pues se habían convertido en una presa
fácil.
Uno de ellos recordó una verdad incómoda, con una gota de sudor recorriéndole de
la frente.
Difuminadas las dudas con respecto a una broma, se armaron con sus fusiles,
formando un pequeño e improvisado círculo. Intentaron comunicarse, pero ahora
notaban que sus dispositivos cocleares habían sido desactivados.
Una fina lluvia cayó sobre los tensos hombres; los dispositivos contra incendios
estaban activados sin razón aparente. Fuera quien fuera el culpable, pensó uno,
tenía una excelente pericia para manipular los sistemas. Avanzaban ahora sobre
los pequeños charcos que empezaban a formarse a sus pies, preparando sus
armas, cubriendo cada ángulo constantemente, aunque no pudieran ver realmente
nada. Se sentirían mejor si llegaran a la recepción, allí al menos, con la luz de la
ciudad, sería mejor lugar que aquel pasillo escondido en la penumbra.
Una sombra, imperceptible a los ojos desnudos de los tres, los esperaba sobre
ellos, sosteniéndose de las paredes del angosto pasillo, valiéndose de manos y
pies. Se soltó y, cayendo grácilmente en medio del grupo, desató la batalla.
Destellos borrosos de una espada refulgían por el pasillo al son de gritos y disparos
de plasma que se estrellaban por las paredes. Uno de los soldados cayó y una bota
se hundió en su rostro, rompiendo la visera. Su compañero intentó disparar a
aquella ágil sombra, pero cayó en la cuenta que su arma ya se había partido en
dos; fue en ese instante que sintió un puño hundirse en su estómago de tal
manera que quedó encorvado de dolor.
El tercero retrocedió para evitar ser atacado, pero su corazón se encogió cuando
aquella sombra clavó una espada en el húmedo suelo. Notó entonces, a contraluz,
que aquel habilidoso enemigo vestía una armadura EXO. Por la forma que acusaba
el ceñido traje, por las curvas sinuosas, supo que se trataba de una mujer.
Segundos después, sin que nadie en el edificio se diera cuenta, el último piso del
“Nova Céu” volvió a recuperar el suministro eléctrico.
—Lo digo porque imagino que sería difícil tener que someter a un amigo…
Perla estaba agotada y, tras varias horas de vagar por su habitación, se acostó en
la cama esperando dormir. Agarró el par de almohadas y las apretujó entre sí un
par de veces. Reposó su cabeza allí, esperando encontrar de nuevo esa calidez que
había experimentado en los pechos de aquella mortal que la había abrazado.
Pero, desde luego, las almohadas no eran lo mismo. Necesitaba, ahora, una mano
que acariciara su cabellera y esa voz suave que le dijera que todo estaría bien.
Necesitaba de ese confort distinto al que recibía de parte de sus guardianes, sus
“hermanos”, o incluso del propio Trono, un “abuelo” según qué nociones humanas.
Entonces la joven Perla recordó a la legión de ángeles que buscaban consuelo de
sus desaparecidos hacedores; ahora los entendía un poco más.
—Despierta, niña.
La sacudió suavemente, del hombro, y Perla despertó poco a poco, primero abrió
los pesados párpados, luego estiró brazos, piernas y alas entre gruñidos. Aunque,
inesperadamente, la joven se arropó completamente bajo la manta, formando un
bulto llamativo debido a las alas, y le dio la espalda.
Perla abrió más sus adormecidos ojos. Se palpó el cuello y comprobó que ya no
tenía el collar. Mordiéndose los labios, miró a quien fuera su captora. Era libre, lo
deseaba, pero entonces le surgía otra cuestión que ni ella misma sabía cómo
confrontar.
—¿Volver?
Ángel y humana avanzaban por el pasillo; Perla amagó preguntar qué hacían esos
tres hombres desparramados en el suelo, en un charco de agua y naipes a su
alrededor, pero perceptiva como era, rápidamente llegó a la conclusión de que
Ámbar estaba yendo a contraorden para rescatarla. Después de todo, ya le había
dicho que su liberación no era algo que la Capitana pudiera decidir.
—¿Quién es ella?
Pero Perla empezó a jugar con sus dedos, completamente nerviosa, mirando
alternativamente a Ámbar y luego el paisaje. Había una palabra que la tenía en
ascuas.
—S-sí… ¡Sí! —empuñó sus manos y asintió. Se volvió a inclinar hacia el borde para
mirar el precipicio. Lejano y mareante precipicio. Lentamente retrocedió y agarró
una de sus alas para alisarla.
—No tenemos mucho tiempo, niña. ¿O acaso quieres estar a merced de esa
mujer?
Ámbar señaló, con su espada, uno de los hologramas desplegados en la sala. Allí,
Reykō seguía con su discurso con una pasión desmedida que asustaba a los
periodistas y a la propia muchacha alada.
—¡El ángel capturado en Nueva San Pablo es real y ahora nos pertenece! Nuestra
investigación sobre estos seres semidioses, inmortales e inmunes, nos llevarán a
una nueva época. Imaginaos un mundo sin enfermedades, un mundo con una
esperanza de vida que os hará desorbitar los ojos, imaginaos un mundo en donde
la humanidad no crezca bajo el dominio del miedo, sino libre de yugos y
desplegando todo su potencial. ¡Ahora es nuestro turno de ser quienes extiendan
las alas!
—Ám-Ámbar…
—Te estoy explicando algo y creo que no me escuchas. ¿Qué diantres pasa
contigo?
—¡Lo siento! —la joven soltó su ala y agarró la otra, volviendo a acariciarla—.
Volar lo más alto posible, ¡e-entendido!
La Capitana miró a Perla, luego desvió la mirada hacia la infinita ciudad expandida
en el horizonte. Se volvió parar observar las alas de la muchacha, achinando los
ojos. Recordó cuando se encontró con ella por primera vez, cuando las extendió,
pero por alguna razón se negó a huir de la azotea. Por último, miró a la joven y
enrojecida muchacha.
—Niña…
—¿S-sí?
—¿Es por eso que no podías volver? —frunció el ceño—. ¿Un ángel que no sabe
volar? ¿Qué sucede contigo? ¿Le tienes miedo a las alturas o algo así?
—¿Subir?
—El traje táctico manipula la gravedad. Intentaré… —miró hacia adelante, hacia la
azotea próxima—. Intentaremos llegar a él juntas. Saldremos de la ciudad, en la
frontera no existen sistemas de detección.
—¿E-estás segura?
—¿Quieres volver a tu hogar? Pues no hay otra. Súbete a mi espalda, cierra fuerte
los ojos y piensa en los condenados prados y copos de nubes que te esperan allá
arriba.
Perla dudó. Y volvió a dudar. Echó una última mirada hacia el holograma en donde
Reykō, su “dueña”, anunciaba la compra. No le agradaba la imagen y la sola aura
que parecía emanar aquella mujer. Pero volver a los Campos Elíseos tampoco
parecía producente, necesitaba una garantía de que al regresar no sería recibida
como un enemigo.
Liberó su ala del agarre de la mano; concluyó que, si la Capitana arriesgaba algo,
ella también debía hacerlo. Inspirada en su valentía, y teniendo en mente a sus
guardianes y su maestro, se envalentonó y decidió que debía sortear sus propios
miedos para volver.
La ciudad frente al peculiar dúo parecía brillar con más intensidad, como si las
esperase y alentase. Ámbar se repuso, cargando a Perla en su espalda,
confirmando de nuevo sus sospechas de cuando la cargó en sus brazos: los
ángeles eran exageradamente más livianos que los humanos.
La joven atenazó sus piernas en el torso de quien una vez fuera su captora; cerró
los ojos con fuerza y hundió el rostro sobre el hombro de la Capitana, rodeándola
con sus brazos. Ella también confirmó sus sospechas con respecto a Ámbar: el
mero hecho de estar con ella se sentía bien, esa calidez sobrecogedora que la
tranquilizaba de una manera distinta a la de sus guardianes o el Trono.
—Lo sé.
—¿Croissant?
—Una última cosa. Extiende las alas cuando sientas que empezamos a caer, no
llegaré a la azotea a menos que me ayudes.
La joven Perla volvió a dudar, pero ahora estaba imbuida de valentía y confort, por
lo que, tragando saliva, asintió y extendió, lenta y paulatinamente, sus blancas y
radiantes alas, como preparándolas para el gran momento.
Ámbar retrocedió unos cuantos pasos, midiendo la distancia de nuevo por enésima
ocasión, observando constantemente el suelo y el edificio vecino. El trecho era
monumental. Cuando el traje vibró en su espalda, supo que era hora; vació sus
pulmones y corrió hacia el ventanal para dar un gran salto. El corazón estaba a
punto de desbocarse, pero no había marcha atrás.
—¡Que se arrodillen los cielos para contemplar este glorioso día! ¡Ahora es nuestro
turno de mostrarles cuán grandioso puede ser esta sociedad que ha resucitado de
sus cenizas tras aquel fatídico Gran Ataque! ¡Que se arrodillen, pues un ángel
jamás podrá discernir la aspiración de este grandioso mundo, de la misma manera
que un mísero pájaro jamás conocerá la grandeza del vuelo de un fénix!
Y saltó. Saltaron al vacío, diríase impulsadas por sus deseos de alejarse del
discurso. El traje ayudó a que el brinco describiera un gran arco, pero ahora todo
dependía de Perla para llegar a la azotea. Las extendió a la señal de la Capitana.
Le dolía, el frío aire atizando su plumaje como filosas cuchillas, la espalda
queriéndose encorvar ya que las alas recibían el furioso embate del viento. La
joven hizo un esfuerzo postrero en poner la espalda tan recta como le fuera
posible, en tanto que tensaba cada centímetro del plumaje. Cerró los ojos, apretó
los dientes y chilló tan fuerte que, de no ser por el dispositivo coclear de Ámbar,
esta hubiera terminado con el tímpano zumbándole.
En las calles de Nueva San Pablo, eran cientos los que detenían su rutina por un
momento para ver la conferencia de prensa de Reykō, que se desplegaban en
hologramas dispuestos en cada rincón de la ciudad. Pero fueron pocos los que, al
estar cerca del edificio “Nova Céu”, levantaron la mirada hacia el último piso de la
fortaleza militar, solo un momento, y se preguntaron qué era aquello pequeño y
oscuro que cruzaba los cielos, primero delante de la luna, y luego delante de la
supernova Betelgeuse, para luego desaparecer en la maraña de rascacielos.
—Alegraos, pues —continuó una ya debilitada pero sonriente Reykō—. Porque hoy
comienza una nueva historia.
Ámbar cayó suavemente en la azotea del edificio, con las rodillas ligeramente
flexionadas, siempre cargando firme al ángel sobre su espalda. Varias plumas
revoloteaban alrededor de ellas mientras aún trataban de asimilar lo que acababan
de hacer.
Perla abrió los ojos lentamente, abrazándose a la mujer en todo momento. Echó la
mirada hacia atrás y contempló por primera vez el alto edificio donde había
permanecido captiva. Luego, inmediatamente, miró el suelo, comprobando que
estaban en una azotea. Tardó varios segundos en darse cuenta de la proeza que
habían realizado.
—¡Lo conseguimos!
Ahora la mujer era quien se giraba para comprobar la distancia recorrida. Aunque
apenas perceptible, sus piernas sufrían un ligero temblor debido a la experiencia
vivida. Pero pronto, humana y ángel, empezaron a cortar el ulular del viento con
estruendosas carcajadas.
—Bueno, sé que aún queda mucho —miró el lejano horizonte y volvió a extender
las alas—. Pero… es solo que… es de mala educación dejar las plumas tiradas…
—No hay tiempo para ponernos a recoger unas condenadas plumas. Ya lo dijiste,
tenemos mucho camino por delante —cabeceó hacia adelante, señalando la vía
que debían recorrer sin que fueran detectadas. Tras unos segundos de espera, el
siguiente edificio se sumió en una completa oscuridad; Johan hacía su parte
desactivándolo y marcando el camino a seguir.
Iniciando otra corrida, Ámbar se preparó para dar un nuevo salto hacia la siguiente
azotea.
II
Dione descendió sobre una gruesa rama de un árbol perdido en medio de una
gigantesca selva, guiada únicamente por las luces de la Luna y Betelgeuse, que
hacían que la noche no fuera tan oscura. Estaba cansada. A diferencia de los
extensos bosques de Paraisópolis, el clima le parecía excesivamente húmedo,
incómodo y, sobre todo, volar a baja altura le resultaba difícil ya que terminaba
chocando contra todo tipo de insectos.
Miró hacia abajo y sonrió al notar un gigantesco lago. Era similar al que tenían en
Paraisópolis, donde la legión iba a bañarse, aunque el de los Campos Elíseos era
mucho más grande aún. Pero había otra diferencia: este lago brillaba, eran
diminutas esferas de luces azuladas, esporas fluorescentes que flotaban sobre el
lago, provenientes de las setas que crecían en los alrededores húmedos.
Zadekiel estaba a un par de árboles detrás de ellas, pero ya acostada boca abajo
sobre una gruesa y larga rama, los brazos y piernas de la rubia cantante colgaban;
había decidido antes que las demás que aquel sitio era el ideal para dormir. Aegis
rio por lo bajo, pues no quería despertar a su maestra, mientras que Dione
aprovechó para descender a orillas del lago y, luego de quitarse las botas,
sentarse para meter los pies en el agua.
Aegis también descendió, pero en el centro del lago y dando un fuerte zambullido,
salpicando a Dione. Se irguió, riéndose, no era un lugar muy profundo y avanzó
por el agua conforme se retiraba la túnica y botas en movimientos torpes, dejando
una estela de esporas azulada a su paso. Quería darse un baño y no veía la hora.
—¡Dione! ¡Ven!
—¡Mira lo que has hecho, Aegis! —reprendió Dione—. ¡Tráeme tu túnica, que ya la
has mojado!
Aegis lanzó su túnica y las botas hacia la orilla, cerca de Dione, y luego se
escondió bajo el agua. Dione meneó la cabeza, desde que llegaran al reino de los
humanos, su amiga era la única que parecía no afectarse por estar en medio de un
nuevo y peligroso mundo. Estiró el brazo y agarró la túnica, enrollándola para
quitarle el agua. Miró en derredor, en búsqueda de alguna rama para poder
colgarla. Con suerte, estaría seca para el amanecer.
Pero se asustó cuando Aegis surgió de debajo del agua, muy cerca de la orilla, y
esta se abalanzó para tumbarla. La antes tímida ángel reía, juguetona, pero su
amiga estaba extrañamente seria.
—¿Qué te pasa? ¡Te dije que vinieras! —chilló Aegis, e inmediatamente le quitó las
tiras de su túnica—. ¡Ropas fuera!
—Dime —respondió Dione, parca como pocas veces. Miró para otro lado, hacia
unos uakaris jugando entre los árboles—. ¿Qué es lo que te ha hecho ese mortal?
Cuando quedaron solos, digo.
—Bueno —se tocó la barbilla y miró hacia las estrellas. Luego, cerró los ojos y rio—
. ¡Sexo!
—¡No lo hice! —Aegis se soltó del agarre—. Le dije que no tenemos permitido
unirnos a un mortal. Se rio, pero me lo respetó.
—¿Y entonces?
—Pues hice otra cosa —volvió al agua, tocándose lentamente su cintura—. ¡Fue
una tontería, a decir verdad!
Aegis se volvió a acercar a la orilla, y de cuatro patas, con esos nimios senos que
se mecían de un lado a otro tenuemente, se hizo lugar sobre una sorprendida
Dione. Tomó las tiras de su túnica e intentó desnudarla, pero esta rehusó, más por
caprichosa, pues aún seguía visiblemente molesta. Pero bastó un tirón insistente
para que la ropa cediera y revelara un seno de la voluptuosa y celosa hembra.
—¡He besado! Pero no como los besos que damos, es… Hmm —Aegis cerró los ojos
y trató de buscar una palabra adecuada. Se palpó suavemente su propio sexo,
remedando lo que el hombre había hecho con ella, y se deleitó de la sensación—.
Dione, es algo más especial.
—¡No! Cuando das ese beso, todo lo demás desaparece —extendió sus alas y con
ella se sirvió para rodear a Dione— Los Campos Elíseos, el reino de los mortales,
incluso toda esta situación parece desaparecer. No es que quiera olvidar a Perla,
pero se siente bien darse un respiro.
“Entonces es cierto…”, pensó Dione, arañando la arena, luego tocándose allí donde
su amiga había mordido, humedecido. Empezaba a despertar a una hembra
deseosa. “Realmente, el mundo ha desaparecido”.
En el lago, las dos ángeles exploraron el cuerpo con sus bocas, con sus dedos, en
medio del baile de esporas fluorescentes a su alrededor. Dione, en contra de lo
que se pudiera esperar, tenía mucho más miedo debido a que entraba en un
terreno nunca antes explorado. Los besos eran tímidos, duraban poco, pero venían
cargados de curiosidad; sus dedos temblaban cuando posaba la palma abierta
sobre los senos de Aegis, quien reía, extasiada, coqueta.
Todo era tan nuevo y seductor para ambas; la atracción y el deseo se veía
incrementado conforme las piernas y alas se rozaban. Era de esperar que el miedo
a tocar fuera dilucidándose hasta el punto que el tacto fuera ya tan desvergonzado
que haría desmayar de susto a los dioses.
Los ángeles estaban orgullosos de volar, de ver el mundo como sólo ellos podían
hacerlo, pero ahora era inevitable sentir envidia de los mortales, de esa manera de
vivir y amar, esa simple libertad que les fuera prohibida desde su creación pero
que ahora empezaban a experimentar.
Tal vez no fue, después de todo, una pérdida de tiempo venir al reino de los
humanos, pensó Dione mientras su boca devoraba ansiosa a “su” Aegis; esta tomó
la mano de su compañera y la llevó hacia la entrepierna, invitando a hundir los
dedos dentro de su húmeda gruta. Incluso se atrevió a sugerirle que agitara,
porque aquel humano lo había hecho y a ella terminó encantándole.
No muy lejos, Zadekiel observaba sentada sobre la rama que le había servido de
cama. Estaba durmiendo, pero los chillidos la hicieron despertar. Viendo cómo sus
alumnas parecían pasar un rato íntimo y especial, decidió callarse los regaños.
III
Ámbar se sacudió ligeramente sobre la azotea de uno de los edificios, con una
emocionada Perla en su espalda. Habían saltado de rascacielos en rascacielos
durante una treintena de minutos. Aún quedaba mucho trecho para salir de la
ciudad, lejos de los sistemas de detección, pero no habían sufrido ningún altercado
por lo tanto se sentían con la confianza de que la huida podría salir perfecta.
—Ah, ya veo —susurró, apretando sus labios, pues recordó que se trataba del
humano a quien ella atacó al llegar al reino de los mortales. Acercándose al oído
de la mujer, y doblando las puntas de sus alas, confesó por lo bajo, como
esperando que el muchacho no la escuchara—. Dile que lo siento mucho.
—No lo hago por ella —respondió rápidamente el joven al oír las disculpas; no
podía olvidar la paliza que recibió.
—Hmm —gruñó la Capitana—. Dice “Égida” que tiene sus motivos para hacerlo.
—Me gustaría decirte que lo hago por un bien mayor. Que tal vez a nuestro mundo
nos convenga devolverte junto a los tuyos, no sea que se desate otra batalla aquí.
O tal vez debería decirte que como miembro de esta sociedad no me gusta la idea
de que seas objeto de experimentaciones.
Perla notó que la mujer miraba algo en el cielo. Levantó también la mirada y vio,
por primera vez, aquella brillante supernova. Era extraño, no había algo así en los
Campos Elíseos, aunque la Luna fuera idéntica, salvo que desde el reino de los
humanos lucía un poco más pequeña. “Es hermosa”, pensó, admirando la fuerte
luz azulada. Cerró los ojos y volvió a recostar su cabeza sobre el hombro de la
humana.
—Lo cierto… —Ámbar levantó una mano, y dejó que la luz de la supernova
Betelgeuse se colara entre sus dedos—. Lo cierto es que simplemente lo hago
porque me la recuerdas.
—¿A quién?
—Mi hija —sonrió, volviendo a prepararse para un nuevo salto, pues el rascacielos
frente a ellas empezaba a apagarse—. Me recuerdas a mi hija.
Perla abrió los ojos cuanto pudo. Entonces supo que ella era una madre. Y esperó
que, de tener una madre, esta también fuera humana porque de seguro
encontraría el mismo confort que sentía en presencia de Ámbar. Si los humanos
podían proveerle esa sensación de calidez, bien que valdría la pena dejar por un
momento sus prejuicios y protegerlos, concluyó.
Ámbar echó la mirada hacia atrás nada más oír unos rugidos, de motores de
helicópteros, y su corazón dio un vuelvo. Al menos tres naves se acercaban
velozmente hacia ellas, sorteando los rascacielos aledaños. Eran escuadrones de la
policía militarizada que, de alguna manera, lograron detectarlas. Si a ella la
descubrieran escapando con el ángel, desde luego toda una vida dedicada a la
policía se acabaría y la mujer terminaría sepultaba bajo un estigma de traidora de
la nación. Por más que ya se había hecho con la idea, el experimentarlo la hizo
titubear.
Perla tragó saliva al ver aquellas extrañas naves que utilizaban los mortales, y
notar a la mujer completamente paralizada no ayudaba a su tranquilidad. Pero
meneó la cabeza para quitarse el congelamiento; ya suficiente tuvo con dejarse
vencer por el miedo en varias ocasiones; extendiendo las alas, se armó de valor y
chilló fuerte para despertar a la mujer del trance:
—¡Ámbar! ¡Vamos!
—¡S-sí! —confirmó ella, girándose para iniciar su corrida a por la siguiente azotea.
El salto no fue tan elevado como en anteriores ocasiones, tal vez el nerviosismo y
el cansancio empezaban a jugar malas pasadas. Ámbar sabía que por mucho que
planeasen, no alcanzarían la siguiente azotea y terminarían dándose de bruces
contra el ventanal de alguna oficina. Desenvainó su espada y volvió a doblar la
hoja, presta a realizar un disparo, esta vez para reventar el ventanal por el que
inexorablemente pasarían.
Perla no dudó en tomarla. Era una espada mucho más liviana que su sable y la
hoja parecía resplandecer debido a su perfecto acabado.
—¡Maldita sea! —Ámbar saltó sobre un escritorio, viendo de reojo una fugaz bola
de plasma blanca estrellándose contra una silla. Las estaban disparando desde el
helicóptero, o tal vez los soldados ya habían entrado al piso, pero girarse hacia
atrás para comprobarlo no era prioridad—. ¡La fina línea azul! ¡Pon tu índice sobre
la condenada línea azul por diez segundos!
Tras derribar otra puerta, llegaron al otro extremo del piso. Era una oficina
espaciosa, probablemente la del jefe de aquel departamento, con otra desorbitante
vista de la ciudad. Perla echó la mirada hacia atrás y vio apenas, entre la
oscuridad, a varios soldados corriendo hacia ellas, sorteando de la misma manera
los cubículos y escritorios.
Los soldados llegaron a la misma oficina y no dudaron en dar un gran salto hasta
el edificio frente a ellos. Un par consiguió estrellarse contra uno de los pisos más
altos, mientras que otros se dieron de bruces contra los ventanales de pisos más
inferiores.
Ámbar se colgaba, con una sola mano, de la cornisa del piso. No saltaron al
siguiente rascacielos y, quietas como estaban, vieron uno por uno a los soldados
saltar por encima de ellas. Perla levantó la espada al aire en señal de victoria al
ver que ninguno las descubrió, pero Ámbar estaba intranquila. No saltar y dejarse
caer fue una buena estrategia, pero la realidad es que ya estaba cansándose.
Resopló, viendo el horizonte. Sabía que faltaba mucho para salir de la ciudad.
Tan agotada estaba que no vio venir una bola de plasma estrellándose directo en
la cornisa. Sin nada de qué sostenerse, cayeron inexorablemente hacia las calles.
III
Vio una estrella fugaz. O tal vez no era una estrella. Se abrazó a sí misma
mientras negaba con la cabeza.
Aegis estaba durmiendo a orillas del lago, al lado de Dione, pero se repuso al oír la
caída de su instructora de cánticos.
—¡No, no, no! —chilló. No era a Aegis a quien respondía, sino que se trataba de un
grito a los cielos—. ¡Tiene que ser una broma!
IV
Su traje EXO era distinto. Tenía líneas zigzagueantes azuladas, hacia los hombros,
y otras líneas de igual forma, de color dorado, hacia el pecho. El diseño en zigzag
era una referencia a la espada flamígera del Arcángel Miguel y propia de la milicia
privada de Reykō. El traje parecía tener más revestimientos, se veía más grueso,
más imponente; más moderno.
—Reykō nos hizo un trato —dijo él, severo en su tono—. Quiere contratar a los
tres que capturamos al Éxtimus. Nos quiere liderando su ejército privado.
—¡Me gustaría oírlas! —ahora su tono se había vuelto más brusco—. ¿Y dónde está
Johan? ¿Acaso lo has manipulado para conseguir esto?
—Por favor, el chico te seguiría hasta el fin del mundo y lo has aprovechado. ¿No
estás contenta con destruir tu vida, que también quieres arruinársela a él?
—¿Acaso la muerte de tu hija no significa nada para ti? Osteosarcoma, ¿no es así?
¿Era eso lo que ella tenía? ¡La humanidad está muriendo a cada paso que damos y
tú decides cargarte la oportunidad que tenemos de encontrar una cura!
—¡No te la entregaré! —gritó, levantando la mano para que Perla, que sostenía su
espada, se la devolviese.
Aquello enervó al Teniente. Esa complicidad entre la mujer y el ángel. Para él, eran
seres despreciables y bien que lo confirmó en la azotea donde la capturaron. Por
más que Ámbar fuera una figura que había respetado, no podía dejarlo pasar.
“No creo que sea Johan”, pensó la Capitana, viendo cómo el fuego ahora engullía
los helicópteros. Retrocedió lentamente. Su subordinado no haría algo que pudiera
acabar con la vida de los militares.
Por otro lado, la Querubín había resistido la onda expansiva. Avanzó unos pasos
tímidos rumbo al recién llegado. Notó en el suelo cómo todo había quedado
atravesado por innumerables estrías. Se inclinó para palparlas; fuera quien fuera,
tenía una fuerza descomunal. Tragó saliva y volvió a levantar la mirada.
El Serafín más fuerte creados por los dioses, aquel cuyos puños partían la tierra y
el cielo a su paso, había llegado al reino de los mortales.
—¡Rigel! —gritó Perla, avanzando un par de pasos más—. ¿Qué sabes de Curasán?
¿Y Celes? ¿Y…? —se detuvo.
Había algo raro en él que le impedía correr para abrazarlo. La mirada severa, el
porte, su sola aura, las alas extendidas a cabalidad. Frente a ella no parecía haber
un amigo, sino más bien un enemigo presto a batallar. Meneó la cabeza, tal vez se
le metían ideas raras en la cabeza, y procedió a avanzar otros pasos.
—¡Ri… Rigel! —chilló Perla, con los ojos humedeciéndose. Entonces apeló por su
lado más sentimental, llamándolo por el apodo que ella misma le había puesto,
esperando que en cualquier momento él la llamara “Pequeña Perla” con su voz
jovial—. ¡Titán!
—Dímelo tú. Frente a mí tengo a un bastardo bastante grande y de seis alas que
ha borrado de un plumazo a un escuadrón de élite.
—Por favor —respondió ella, volviendo a mirar al Serafín. Estaba agotada, pero la
adrenalina se disparó en su cuerpo ante la amenaza de una nueva batalla. Esa
sensación poblándole el cuerpo le encantaba, era como si ella sola cargase el aire
de estática y se convirtiera en una suerte de diosa de la guerra.
Continuará
—Aquí y ahora no hay asunto que concierna a los mortales —advirtió el Serafín—.
Retírate.
—Demasiado tarde —Ámbar cabeceó hacia los helicópteros, tras el gran ángel, que
se consumían por el fuego.
Rigel giró la cabeza hacia un lado y entendió que, cuando bajó de los cielos,
entorpeció de alguna manera los artefactos de los mortales y aquello terminó
sesgándoles la vida. Suspiró. Él venía a cazar a Destructo, el ángel de la
desesperanza que traería el Apocalipsis y se rebelaría a los dioses. En cierta forma,
él venía a proteger a los “débiles mortales del reino humano”.
Ámbar activó su espada y disparó al suelo, levantando al aire una pared de polvo y
pedazos del pavimento. Cuando el Serafín volvió su mirada, notó que la mujer, de
un brinco, se abrió paso a través de la cortina de humareda para abalanzarse a por
él.
Hundió la filosa hoja en el hombro derecho del ser celestial. Apretó los dientes
porque aquello parecía ser más bien una roca que un cuerpo de carne y hueso.
Activó la descarga eléctrica, pero al no percibir nada más que impasibilidad en el
rostro de su víctima, temió por un momento que su rival fuera una suerte de ser
divino e invencible.
Por otro lado, a la Querubín le resultaba tan difícil actuar. Se había dicho que ya
no volvería a congelarse o dejarse vencer por el miedo, pero parecía que el destino
la ponía a prueba con situaciones más complicadas. Quería ir junto a la humana,
aunque ahora había un enemigo entre ellas. Un enemigo que durante toda una
vida fue un amigo.
—La profecía que vimos fue clara. Un destino te aguarda y he concluido que seré
yo quien lo impida. Eres Destructo.
—¡Soy Perla!
—¿Ámbar?
—Dijiste que tiene seis alas. Podría tratarse de un Serafín. Es decir… un ángel de
seis alas coloridas que utiliza para cubrirse el rostro y el cuerpo, pues solo los
dioses tienen derecho a verlos. Según la Angelología Cristiana son los seres más
cercanos a los dioses, por lo tanto, los más fuertes de su linaje.
—¿Alas coloridas? Las tiene blancas—resopló la mujer—. ¿No dirá por ahí cómo
matar a uno?
—Tal vez debería atraerlo hasta uno de los motores de fusión de los helicópteros
—calculó la mujer.
—Entiendo que eres una guerrera —dijo el Serafín—. No te midas por tu fuerza o
tu valentía, sino por tu inteligencia a la hora de elegir batallas. Es mi última
advertencia, esta no es tu lucha, mortal.
—¡Niña! —Ámbar levantó su espada al aire, haciendo caso omiso al ultimátum del
Serafín—. Te ganaré tiempo para que puedas huir.
Pero Perla negó con la cabeza. Se repetía una situación idéntica a cuando el Trono
murió tratando de protegerla. Y no deseaba permitirlo, que más gente se
sacrificase por ella, que más gente muriese por ella. Se preguntó entonces si ese
era el destino que le aguardaba como Destructo; que todo a su alrededor se
marchitase inexorablemente.
Ámbar partió rumbo al Serafín. Sonreía, aún con un hilo de sangre cayéndole de la
frente y otro adornándole la comisura de los labios. Aún con el cuerpo doliéndole
hasta los huesos. Para ella, el peligro y el olor a muerte ya eran viejos conocidos,
qué menos que ponerles buena cara.
II
Johan suspiró al ponerse la chaqueta de cuero y miró a los lados del callejón para
comprobar que nadie estuviera acechando; sabía que el tiempo apremiaba y no
conseguiría salvar a Ámbar de una muerte segura solo manipulando los sistemas
informáticos desde su departamento. Después de todo, él era “Égida”, su escudo;
quedarse sentado a lamentarse no era opción.
Subió al vehículo y encendió el motor. Cerró los ojos y vació los pulmones. Estaba
casi convencido de que sería su último viaje. Cuánto deseaba invitar a Ámbar a
montarlo rumbo a un destino indefinido, aunque sonrió prediciendo que
probablemente la mujer se rehusaría a subir. Pero era justamente aquello, la
esperanza de luchar por unos recuerdos que aún quedaban por construir, lo que lo
motivó a ir en su rescate.
Cuando levantó la mirada, presto a arrancar, su alma cayó al suelo: tres ángeles,
a contraluz, cerraban el paso del callejón.
Aegis dio un par de golpecitos al trapezoedro. No entendía. El punto que le
indicaba dónde se encontraba Perla había variado una decena de veces los últimos
minutos, zigzagueaba en el mapa holográfico y las hembras empezaban a ponerse
nerviosas. Pero, ahora que por fin se encontraban en el punto exacto, no veían a
su amiga por ningún lado.
—No está aquí —concluyó abrazando el artefacto contra sus pechos. Levantó la
mirada y sintió un ligero vértigo al ver todos esos altos edificios a su alrededor.
Desde arriba no se veían tan imponentes—. Y extraño Paraisópolis.
—Tal vez ese aparato no funciona —Dione se cruzó de brazos—. A ver si ese
mortal no nos la ha jugado.
—Ah, ¿quince minutos a solas y ya lo conoces? Pues ya ves lo que pasa por confiar
en un completo desconocido…
—¡Tú! —clamó la maestra—. ¡Sé un buen mortal y dinos dónde está mi alumna!
—¿Alumna? ¿Pero de qué…? Tiene que ser una puta broma… —se lamentó el chico.
Ya no era solo la presencia de un Serafín en la ciudad, sino ahora de otros tres
ángeles más. La sola idea de una invasión angelical lo ensimismó, pero de nuevo
se armó de valor y arrancó el vehículo.
Intentó embestirlas para abrirse paso, pero las tres levantaron vuelo para
esquivarlo. La rubia estiró el brazo y lo tomó del cuello, tumbándolo al suelo
mientras la motocicleta se daba de bruces contra un grupo de basureros apilados a
un costado.
—No es manera de saludar, mortal —protestó Zadekiel—. Y pensar que desde aquí
parecías tan manso.
—Entiendo que estés asombrado, pasa a menudo —dijo la maestra, quien usó sus
alas para abrazar al muchacho e intentar apaciguarlo—. Perverso mortal, ¿sabías
que con un Arcángel no es pecado?
—¡Ya, ya! —sacudió su mano al aire—. No temas, humano. Si me dices dónde está
Perla, tal vez no te arranque la cabeza.
—¿Perla? —preguntó el joven—. ¿El Éxtimus? Quiero decir… “Perla”, ¿te refieres al
ángel de nombre Perla? Mierda, ¡sé dónde está ella! ¡Sé dónde está ella!
—¿Lo dices en serio? —la maestra enarcó las cejas—. Pues más te vale. Como me
mientas, te arrepentirás de haber nacido.
Tomó del brazo del chico y lo lanzó por los aires. Cayó sobre la espalda de Dione,
entre sus alas, pues esta se había agachado para recibirlo.
III
La Querubín estaba en sus horas más bajas. El Serafín había extendido sus seis
alas y, con un fuerte batir, lanzó violentamente a la Capitana por varios metros
hacia otro amontonamiento de escombros donde terminó impactando. La mortal
estaba sacrificándose por ella para que pudiera huir. “¿Y luego qué?”, pensó la
joven. ¿Qué sentido tenía seguir viviendo si todo a su alrededor se marchitaba?
Uno de sus mayores aliados bajó de los cielos para darle caza, la humana por
quien sentía apego estaba sufriendo y ahora tenía la sospecha de que sus dos
ángeles guardianes ya no estaban vivos.
El solo respirar se le estaba volviendo doloroso. Tal vez, pensó, sí era Destructo,
un ángel que solo deja muerte y terror a su paso. Tal vez, concluyó agobiada, solo
había una manera de traer el consuelo a la legión y detener esa sensación de
desesperanza que la angustiaba.
Empuñó su tridente.
La Querubín, como único acto, cerró los ojos tan fuerte como le fue posible. Tan
fuerte, que ni siquiera se percató del relámpago plateado que cayó del cielo.
El Serafín observó atónito cómo dos sables fueron clavados en el pavimento, de tal
manera que detuvieron el avance del tridente justo en el espacio entre los dientes
del arma, a pocos metros de impactar contra la Querubín.
Perla, tras el ángel plateado, bajó los brazos y alas al reconocer al recién llegado.
—¿“Fomalaut”? —preguntó.
IV
Por más que nunca sucediera nada por la que mereciera la pena ponerlo en alerta,
vigilar la retaguardia era lo que se esperaba de él, su único objetivo desde que
fuera creado por los dioses. De hecho, en la lejana guerra contra Lucifer no tuvo
una actuación muy destacada, limitándose a guardar las espaldas del Trono y no
viéndose involucrado en la sangrienta primera línea.
Una tarde que patrullaba a pie decidió sentarse sobre una roca de considerable
tamaño que sobresalía del mar de pétalos. Retiró los dos sables enfundados en su
espalda y los arrojó a un lado. Llevando sus manos tras la cabeza, se tumbó y
miró aquellas nubes lejanas que rompían la monotonía del cielo.
Pronto subiría para deformarlas, pensó para sí, mientras cerraba lentamente los
ojos.
Abrió los ojos, algo cansado, y giró su cabeza para mirar a quien había
pronunciado su nombre de manera equivocada. Era una niña, de cabellera roja y
alas diminutas, quien lo miraba boquiabierta. Era tan pequeña que el mar de
pétalos le llegaba hasta las rodillas.
Sostenía entre sus manitas una hoja de lino. Solo se conseguía algo así en los
aposentos del Trono.
El Dominio se repuso y miró para todos lados antes de volver a fijarse en ella.
Nunca había visto una niña en persona y ya ni decir una con alas. “¿Vino con
alguien?”, pensó, pero no había nadie en las inmediaciones. Se rascó la barbilla y
cotejó posibilidades. ¿Tal vez los dioses volvieron y crearon un nuevo prototipo de
ángel? ¿Y por qué crear una tan pequeña? ¿Qué clase de hacedor crearía una niña
con alitas tan diminutas que de seguro no le servían ni para volar? Tenía que ser
un error propio de un dios sumido en una borrachera, como Dionisio.
—El Trono quiere que aprenda algunos nombres —dijo ella reclamando su hoja—.
Hoy me tocan las Dominaciones.
—Sí, “Fomalaut”.
Dio un respingo cuando alguien tiró de su ala para llamarle la atención. Se giró y
vio a la niña de la otra tarde, ahora con el ceño fruncido.
—¿Estás espiando?
—Tú de nuevo —el Dominio se acomodó sobre la roca—. Y no, no espío. Vigilo.
—Ya….
El Dominio retiró las armas y rápidamente la niña se agachó para arrancar las
flores blancas que crecían allí. Notó que, en la otra mano, ella ya había acumulado
una variedad de gladiolos de distintos colores. De seguro entró al prado con las
demás jardineras y ahora se dedicaba a imitarlas, aunque no con la pericia ni
delicadeza de ellas.
La niña asintió. Fomalhaut silbó suavemente para sí; desde luego que ganarse el
beneplácito del Trono no era un logro al alcance de cualquiera, por lo general el
líder era bastante severo con los demás ángeles si estos incurrían en alguna falta.
La niña podría ser un auténtico despropósito como jardinera, pero no podía negar
su inteligencia y viveza.
Se sentó sobre una rodilla y, cogiendo las flores que la pequeña había recolectado,
empezó a trabajar con ellas. De tanto mirar a las jardineras el Dominio sabía cómo
debía lucir un ramo, con qué suavidad tratar las flores, cómo agruparlas para que
se viera pomposo, cómo liarlas con unas tiras de césped que crecía en el terreno.
Colocó el ramo sobre la roca. Desenvainó uno de sus sables presto a cortar los
tallos con la filosa hoja; la pequeña respingó y tensó sus alitas, yendo detrás del
Dominio, ocultándose tras sus grandes y radiantes alas, asomándose apenas.
El Dominio achinó los ojos al notarla asustada; levantó sus alas y la cubrió con
ellas. Había visto a las demás hembras hacer algo similar para calmar a las otras y
esperaba que funcionara. Sonrió al ver que surtía efecto; la pequeña se aferró a
las plumas, tratándolas como si fuera un manto con el que cubrirse
completamente, lo suficiente como para solo asomar la mirada.
Una pequeña amistad había surgido entre el revoloteo de las flores. A la niña le
convenía. No lo iba a admitir, pero el guerrero tenía mucho mejor gusto que ella a
la hora de elegir las flores que harían contraste con los gladiolos. Por más que ella
luchara por terminar un ramo, no le quedaba otra que refunfuñar por ayuda. Como
su fuerte no eran precisamente los estudios, los regaños de parte de su guardián y
del Trono eran una constante, por lo que entrar al jardín en búsqueda de ramos se
había convertido prácticamente una obligación.
Sentada sobre los hombros del Dominio, la pequeña Perla observaba con
fascinación cómo este cortaba los tallos con uno de sus sables sobre la misma roca
de siempre. Ya no sentía miedo y, es más, en un par de ocasiones solicitó ser ella
quien maniobrara las armas, aunque terminaba recibiendo una negativa de parte
del ángel plateado.
—Bueno… —continuó atando los tallos—. El día que venga espero que estés cerca
de mí.
El Dominio asintió. Después de todo ya estaba al tanto de que ella era una
Querubín, el ser superior de la angelología. Sus caprichos los tomaba como
órdenes. “Cómo negarme”, concluyó, justo en el momento que la pequeña
terminaba de formar su primer ramo.
—Luce bien.
—Es un honor —lo tomó del tallo, ladeándolo. Lo cierto es que no tenía idea de qué
iba a hacer con el regalo, pero cómo iba a rechazarlo. Le buscaría un lugar en su
casona para perfumar el lugar.
—Claro que es un honor —la pequeña achinó los ojos—. Te la renovaré de tanto en
tanto.
Ahora, tras el fin de la lejana guerra, el Dominio por fin volvía a estar en alerta. Y
se sentía útil. Importante. Se sentía vivo. Porque, ¿quién sabría cuándo aparecería
Destructo? ¿O qué tan fuerte sería? A veces, durante sus guardias en el jardín,
friccionaba sus sables entre sí; si el ángel de las profecías se presentara él tendría
que estar preparado. No le importaba que ella, a esa altura, ya tuviera dos
guardianes; era el mismo caso el del Trono quien siempre tuvo guardianes que
vigilaran la línea de frente.
Con el paso del tiempo aquella niña se veía tan joven como los demás ángeles de
la legión. Y ahora entrenaba con su propio maestro particular. Era usual que Perla,
luego de sus entrenamientos, se bañara en un arroyuelo que atravesaba el
bosque, muy cerca de la cala del Río Aqueronte.
Perla y sus alas dieron varios respingos del susto. La Querubín cubrió sus senos
con un brazo mientras que con las puntas de sus alas se tapó el sexo. Luego
recordó que en la legión de ángeles no existía el pudor. En el lago cerca de
Paraisópolis era común ver tanto a varones como hembras bañándose sin
problema alguno, por lo que, temblando y presa de vergüenza, se dejó de cubrir,
no fuera que el Dominio sospechara que ella empezaba a experimentar deseos
carnales de tanto espiar a sus guardianes.
Enrojeció visiblemente. Por más que era evidente que el Dominio, con su ausencia
de emociones, no la viera con otros ojos, no se sentía muy cómoda.
—¡Tengo mis razones para mudarme! —se giró; ahora ya no le importaba revelarle
su desnudez porque había una cuestión más importante. Su mirada se había
vuelto feroz—. ¡Y él piensa que es una tontería!
La mudanza de casona era algo que Perla lo había deseado desde hacía tiempo a
pesar de las negativas de sus guardianes: alejarse de la ciudadela y estar más
cerca de los bosques y, por ende, más cerca del Río Aqueronte donde entrenaba.
Para ella representaba no solo su deseo de independizarse del ángel con quien
vivió toda su vida, sino también alejarse de aquellas miradas de los habitantes de
Paraisópolis, quienes buscaban en ella consuelo o respuestas acerca de los dioses
desaparecidos. Después de todo, ella era la Querubín, la enviada por los
hacedores.
Perla se volvió a girar para hacerse con sus botas en movimientos rápidos y
torpes, dejando entrever su nerviosismo.
—Diles que no hay nada de qué preocuparse porque volveré enseguida. Pero… —
agarró su túnica y la llevó contra sus pechos—. “Fomalaut”, ya que estás aquí,
¿me ayudarías?
—¿En qué?
—En la mudanza, claro. Dudo que Curasán mueva una mano. Y mis amigas son
muy chillonas, la verdad —tensó sus alas y se volvió a girar para mirarlo a los
ojos. Concluyó que Fomalhaut, severo, serio, con su ausencia de emociones o
sentimientos, era el ángel ideal para afrontar la mudanza.
—¿Qué me dices?
El sol se ocultaba y pocas nubes flotaban sobre el cielo naranja de los Campos
Elíseos. Perla estaba sentada sobre el techo de su recién estrenada casona, en las
fronteras de Paraisópolis. Se encontraba pensativa, abrazando sus rodillas.
Apretaba los dientes recordando lo que un irritado Curasán le había dicho durante
la mudanza: “¿Ya te vas? Espero que aún no temas a la oscuridad, ¡las velas
terminan apagándose, enana!”.
Pero era fácil para él detectar los estados de ánimo, tan observador como era. La
Querubín se encontraba desanimada, se le notaba en la mirada y, sobre todo, en
el tono de su voz. Cayó en la cuenta de que ella pasaría su primera noche sola y
que tal vez necesitaba de algún tipo de apoyo.
Levantó sus alas y rodeó a la joven, esperando confortarla como cuando era
mucho más pequeña, pero esta las apartó con un movimiento de manos.
El ángel plateado silbó suavemente para sí; realmente no sabía cómo lidiar con la
nueva Perla. Se levantó, extendiendo las alas.
Perla lo miró con curiosidad, realmente era un ángel rápido; acomodó sus alas,
pensando que algún día debería no solo aprender a volar, sino a ser tan veloz
como él.
“Me llamarán relámpago rojo”, sonrió con los labios apretados, apartándose un
mechón de la frente.
El Dominio bajó suavemente sobre una terraza frente a ella. La muchacha levantó
la mirada y contempló boquiabierta lo que el ángel había hecho. Se trataba de una
nube con forma de flor, de largas hojas lanceoladas dibujadas sobre el marco
naranja del cielo. Por primera vez en todo el día, sonrió.
—Gladiolos —dijo ella sin apartar la mirada de la nube. Desde niña eran sus
preferidas.
—Por las noches no tengo ninguna rutina. Podría vigilar por aquí hasta el
amanecer.
—No es molestia, pero no te saldrá gratis. Quiero que renueves mi ramo de flores
cada tres días.
—¡Ja! —la Querubín meneó la cabeza—. Lo había olvidado. Desde que empecé el
coro que no te la renuevo con asiduidad. Pero —apretó los puños—, desearía pasar
la noche sola. Es un paso que me gustaría dar sola, ¿me entiendes? Se lo pedí a
Curasán. Se lo pedí a Celes. Tengo que pedírtelo a ti también.
Perla suspiró al ver que él estaba allí, vigilándola. Aunque, lejos de regañarlo,
decidió saludarlo con un tímido gesto de manos. Fomalhaut asintió como saludo.
—Los maté —el Dominio sacudió sus alas presumiendo de su proeza—. Y planeo
matarte a ti también.
Ámbar, a lo lejos, suspiró aliviada ante la llegada de un nuevo e inesperado aliado.
Se sentó a duras penas sobre los escombros y dio golpecitos al lóbulo.
—Toda la parvada está aquí —dijo harto—. Eres la culpable directa. Si no fuera por
vuestro ataque al sistema, los hubiéramos detectado a tiempo.
—No me eches la culpa, iban a venir de todos modos. Detectarlos a tiempo no iba
a ayudar en lo más mínimo. Lo que sí creo es que nada de esto habría sucedido si
hubiéramos devuelto a la niña donde pertenece.
—“Niña”, dices… Me apena decírtelo, pero las noticias corren rápido. Todos están al
tanto de que liberaste al Éxtimus.
—Ya no trabajo para el Estado, así que haré la vista gorda —pasó la mano por su
cabellera—. Pero no cambiará nada. Irán a por ti. Reykō irá a por ti.
—Si ahora trabajas para Reykō, ¿significa que algún día vendrás a por mí?
Santos meneó la cabeza con una sonrisa y se repuso. Solo Ámbar podría tocar
temas incómodos como si se trataran de una broma. Ayudó a la Capitana a
levantarse; la mujer rodeó los hombros de su camarada con un brazo, en tanto
que con la mano libre aún sostenía su espada. El ambiente era extrañamente
distendido, agotados como estaban ambos.
—Si ni siquiera uno de estos pajarracos pudo matarte, ¿cómo voy a conseguirlo
yo? —suspiró acomodándola a su lado.
El veloz ángel plateado partió hacia el Serafín. Levantó ambos sables, presto a
hundir las hojas en el cuerpo del enemigo, pero este invocó de nuevo su tridente
para desviar el rumbo de las filosas armas con la fuerza de un solo brazo. Con la
mano libre hundió su puño en el estómago del sorprendido Fomalhaut, tan fuerte
que terminó arrojándolo varios metros sobre el pavimento.
Pero el cansancio se apoderó poco a poco del Dominio. Su largo y agotador viaje
estaba pasándole factura: tras cruzar el mar Tirreno, había bordeado el continente
africano para luego atravesar el océano Atlántico sin descanso alguno. Además,
tenía la sospecha de que el Serafín solo jugaba con él para agotarlo y, tal vez,
rematarlo cuando la ocasión se presentara.
Ya no era tan veloz. Ya no era tan ágil y la destreza con la que manejaba sus
sables disminuía paulatinamente. En el último intercambio de golpes consiguió
rasgar el pecho del titánico ángel, pero un puñetazo terminó arrojándolo lejos, con
saña, dejando un rastro de sangre sobre el suelo.
La pelirroja se arrodilló cerca del Dominio; tomó su cabeza y lo acostó sobre sus
muslos. Lo peinó con sus trémulos dedos, rodeándolo con sus alas. Hundió su
rostro en el pecho del varón y susurró que ya nada valía la pena; se preguntó una
y otra vez por qué tuvo que venir hasta el reino de los humanos para salvarla, a
ella, el ángel de la desesperanza y la destrucción. Todo aquel que la ayudara
terminaba muerto y ya no deseaba ver a sus más cercanos caer.
—Mi ramo —dijo el herido ángel plateado—. Vine porque aún tienes que renovarlo.
El Dominio tenía tanto por decirle. Que debía acatar la orden del Trono, aquella
fatídica noche que ella huyó, de acompañar a los demás ángeles guerreros en el
bosque y por lo tanto no pudo cumplir su promesa de vigilarla. Que vio la profecía
de Destructo junto con los demás, pero cuando el deseo de cazarla se extendió en
la legión, él simplemente deseaba protegerla del peligro que se cernía. Tanto se
arremolinó en la cabeza del Dominio más solitario de la legión que simplemente no
pudo decir más que un simple:
—Perdón.
Levantó la mano y acarició la mejilla de la que, a sus ojos, seguía siendo la dulce
Querubín.
“Están vivos”, se repitió una y otra vez. Sus guardianes, “hermanos”, estaban
vivos. Y la esperaban. Recordó lo que ella misma se había dicho; que ya no sería
una niña. Meneó la cabeza para librarse aquellos pensamientos derrotistas, de ese
deseo de sacrificarse porque todo le dolía. No podía, viendo al herido ángel
plateado, destruir aquello por lo que tanto lucharon ellos.
Había que aferrarse a la vida. Había que luchar por el sendero que ella misma juró
proteger.
Sobre la cabina de un destruido helicóptero que era consumido por el fuego, Perla
sostenía su sable. Lo había invocado y las inscripciones allí talladas refulgían.
Miraba al imponente Serafín quien la esperaba con su tridente: el ángel estaba
herido, ensangrentado, pero impaciente por finiquitar su misión de asesinato.
Había algo en los ojos verdes de la Querubín; un brillo, una intensidad. Era una
mirada que de niña ya había conseguido estremecer a quien la viera. Había
ferocidad y decisión en su semblante. Era la mirada de alguien que se vuelve
peligrosa porque busca defender lo que ama o lo que considera sagrado.
Tal vez, después de todo, la muchacha sí era un destructor. El ser que venía a
destruir, no el reino de los ángeles o el de los mortales, sino a destruir el orden
impuesto por los dioses. Tal vez, pensó ella, Destructo no era sino el ángel de la
esperanza.
Cambió el aire en el reino de los humanos. Se había vuelto frío, fuerte. Había un
punto de sangre en el ambiente. Era como si los dioses, si es que aún existían,
temblasen de miedo ante el hecho de que el temido ángel de las profecías había
despertado y tomara conciencia de su verdadera naturaleza.
Fue así como comenzó la batalla entre el Serafín más fuerte de los cielos y
Destructo.
Continuará.
La Serafín Irisiel levantó la mirada y vio cómo las estrellas se fueron ocultando tras
los oscuros nubarrones. Sintió un par de gotas cayendo sobre sus alas y se
preguntó si todo aquello no era sino un mal presagio de lo que podría ocurrir.
Frente a ella, miles de los guerreros del Serafín Rigel vigilaban la cala del Río
Aqueronte; las antorchas a lo largo y ancho chisporroteaban y arrojaban una
pálida luz amarillenta sobre los ángeles. Se le hizo extraño todo aquello; las líneas
habían engrosado y muchos se habían armado con picas, lanzas y escudos. Si
Durandal no había levantado sospechas de huir al reino de los mortales no había
motivo para reforzar la seguridad.
Luego se fijó en los guerreros frente a ella y vio a Cursa, uno de los estudiantes
prodigio del titánico Serafín. Sostenía una lanza con un lazo dorado que flameaba
al viento, ataviado a la punta.
—Volverá al amanecer.
—¿Hay secretos entre nosotros, Cursa? Ocultármelo no sirve de nada si tengo a los
Dominios conmigo. Me acaban de informar que no está aquí, por lo que solo puede
estar en el reino de los mortales.
Y era verdad. El joven ángel sabía que no tenía sentido seguir escondiéndolo y, es
más, sintió que un gran peso de encima fue liberado. Miró a la Serafín con un
gesto que revelaba su inquietud.
—Nos encontramos preocupados por nuestro maestro, pero estamos aquí para
cumplir su orden. Nadie irá al reino de los mortales hasta que él vuelva.
—Rigel estará orgulloso de contar con guerreros tan disciplinados. Pero es el más
fuerte de los cielos y no deberíais temer por él. ¿Qué es lo que tanto os preocupa?
—A toda la legión.
—¿Te estás escuchando? ¿Cómo esa niña sería capaz de algo así? ¿Qué piensa
Rigel de vuestra…? —la arquera cambió el semblante ante un pensamiento que le
asaltó súbitamente.
Consideró la idea de que, tal vez, el Serafín había bajado para hacerse cargo del
supuesto ángel de las profecías. No imaginaba que Rigel sería capaz de aquel
“sinsentido”, según ella, pero su misteriosa desaparición sumada a la fuerte
seguridad montada en la cala eran indicios de algo que no le agradaba.
—Me temo, Serafín —con la punta de su lanza trazó una línea sobre la arena
humedecida—, que nuestra orden está clara.
—Podrás ser una de las más fuertes de los Campos Elíseos, Serafín, pero estás
sola ante una legión de áng...
—¿Sola?
Tras ella, más allá de la cala, sobre los cientos de árboles y palmeras
amontonados en la oscuridad, fueron asomando incontables ángeles que habían
estado escondidos, arcos en ristre, apuntando a los guerreros de Rigel. Tensaron
aún más las cuerdas; el aire mismo se detuvo ante lo que parecía ser un
inminente enfrentamiento, y era tanta la tensión que solo se oían los incontables
crujidos de los arcos de un lado y el chisporroteo de las llamas del otro.
Pareció afectar a Cursa, pues percibió una fugaz ola de disgusto en su rostro. El
guerrero temía por su maestro, incluso deseaba que la Serafín bajara para prestar
ayuda, pero algo que caracterizaba a todos los guerreros de Rigel era la disciplina.
Aquellos deseos que chocaban entre sí tarde o temprano terminarían
desbordándose.
La Serafín tomó del cuello de Cursa y lo tumbó al suelo con saña. Se abrió paso a
través de la gruesa fila, tumbando a cuanto guerrero intentara detenerla. Pero los
más alejados se agrupaban rápido, por lo que extendió las alas y dio un brinco
elevado. Pisando las cabezas de los sorprendidos enemigos, avanzó dando grandes
zancadas; el Aqueronte estaba a solo pocos pasos.
La Serafín invocó su arco y, elevándose, tensó el arma con tres saetas listas para
salir disparadas en diferentes direcciones, pero titubeó al pensar en segar la vida
de los súbditos de Rigel. Aquella breve vacilación bastó para que Cursa saltara y la
sujetara del pie, tumbándola sobre la arena.
La arquera quedó tan conmocionada por la caída que, cuando levantó la mirada,
no supo cómo reaccionar al ver a Cursa empuñando su lanza. En sus alas vio
incrustada un par de flechas, pero el guerrero se enmascaraba tras una expresión
seria. Realmente, pensó ella, los estudiantes de Rigel eran temibles y fuertes.
Pateó al guerrero y este cayó, soltando la lanza en el ínterin. Irisiel montó sobre él
y lo tomó de la pechera de la túnica para zarandearlo.
—¿Por qué Rigel decidió bajar para asesinarla? ¿Por qué permitís esta atrocidad?
¿Acaso entrenáis tanto el cuerpo que se os ha olvidado la cabeza?
—¡Permitir que ella viva solo traerá caos y desesperanza! ¿Acaso no lo ves? —la
tomó por las manos y apretó—. ¿Qué es más importante? ¿La vida de ella o de la
legión? Matarla sería un acto de piedad.
Irisiel abrió los ojos cuanto era posible. ¿Qué posibilidad había de que aquella
dulce Querubín pudiera sobrevivir a una batalla contra el ángel más fuerte de los
cielos? Levantó la mirada y los observó cuanto la rodeaban; buscaba algún ángel
que la comprendiera, que sintiera piedad por aquella niña, pero solo percibía
miedo a su alrededor. Estaban asustados, claramente controlados por el terror.
Solo había alguien que podría ser capaz de manipularlos de esa manera.
Al otro extremo, sobre los árboles y palmeras, Próxima extendió sus alas y levantó
su arco de caza al aire. Todos los arqueros cesaron el ataque.
No muy lejos, elevado en el aire junto con unos cuantos de sus alumnos, el Serafín
Durandal contemplaba la disputa. Aunque el rostro impávido del espadachín no
revelara su estado de ánimo, experimentó la misma pesadumbre que Irisiel.
—Aguardad.
Miró a un lado, hacia la legión de arqueros de Irisiel queriendo abrirse paso hacia
el reino de los humanos, y luego al otro, hacia los guerreros de Rigel, quienes solo
los dejarían pasar sobre sus cadáveres. Él anhelaba la libertad, pero no a costa de
otros ángeles.
“¿Qué harías tú, Nelchael?”, pensó cerrando los ojos. “Te necesitamos, viejo
amigo”.
II
Perla, con su sable, apuntó al Serafín Rigel y midió la distancia. Entre ambos había
poco más de diez pasos o dos aleteadas precisas. El adversario era enorme y,
habiendo visto la batalla que libró contra sus anteriores contrincantes, la Capitana
Ámbar Moreira y el Dominio Fomalhaut, sabía que dejarse alcanzar por su puño
sería tan mortal como dejarse clavar por su tridente.
Y si él la lanzaba con la fuerza del aleteo de sus seis alas, como había hecho con
sus dos rivales, de seguro terminaría tan lastimada que no podría volver a
levantarse.
“Pero es lento”, concluyó apretando los labios. Perla no era fuerte y su maestro fue
sabio al haber potenciado su velocidad y reflejos para compensar. Había que
moverse. Y moverse rápido.
Cuando el Serafín levantó su tridente, la joven notó, por la postura del guerrero y
la posición de sus alas, encorvándose, que daría un salto hacia ella. Todo sucedía
lento ante sus ojos, por donde desfilaban varias opciones para un contraataque a
un ataque que aún no había partido.
—Ese maestro tuyo —dijo el Serafín, ignorando la línea de sangre que caía de su
frente—. Te ha entrenado muy bien.
“Por más que lo intente, cuesta hacerme a la idea de luchar contra él”, pensó ella.
“Pero si pretende matarme, debo quitarme los miedos y asestarle un golpe”. Volvió
a levantar su sable hacia el adversario, midiendo, cotejando posibilidades,
tragando tanto aire como fuera posible para vaciarlo todo, miedo incluido, de una
sola vez. “Un golpe tan fuerte que desee rendirse”, asintió decidida.
Rigel arrojó su arma como una lanza y, de refilón, la muchacha vio un relámpago
plateado caer del cielo. Fomalhaut volvía a interponerse para salvarla del ataque,
clavando sus sables entre los dientes del tridente. No estaba sola en su lucha y
aquello le dio fuerzas, pero no había mucho tiempo para pensar o agradecer; saltó
para apoyarse sobre la espalda del Dominio y, extendiendo sus alas, tomó impulso
para abalanzarse hacia el Serafín.
“Los sables no sirven para atravesar”, pensó Perla, tirando de su arma para abrirle
otra herida considerable en el pecho, rasgando la túnica angelical y salpicando
varias gotas de sangre al aire. “¡Sirven para rajar!”.
Pero el Serafín se mantenía inmutable, aun con la túnica tiñéndose de rojo. “¡Se
acabó!”, gruño, extendiendo sus seis majestuosas alas. Perla se asustó; intentó
dar otro salto hacia atrás, pero sus piernas flaquearon cuando vio aquellas
gigantescas e imponentes alas extendidas en todo su esplendor.
—Pero, ¿¡por qué lo haces, Titán!? —atinó a preguntar con los ojos humedecidos.
El Serafín agitó sus alas con una fuerza inaudita y la lanzó como una suerte de
muñeca de trapo. Mientras era arrojada por el impulso, sintió en sus alas las
yemas de los dedos del Dominio, quien intentó sostenerla, pero este no pudo más
que rozarla. Perla cerró los ojos y apretó los dientes, temiendo el peor de los
impactos.
Zadekiel extendió brazos y alas para atraparla, aunque la terrible fuerza con que
fue lanzada la Querubín la sacudió por completo y tuvo que esforzarse in extremis,
no fuera que también terminara siendo impulsada. Tras ella, Aegis y Dione
descendieron rápidamente para sujetar a su maestra. Las suelas de las botas de
las tres hembras humearon debido a la fricción contra el pavimento, pero, poco a
poco, consiguieron detenerla.
Las cuatro cayeron despatarradas sobre el suelo. Estaban a salvo y por más que la
tensión de una lucha a muerte fuera palpable en el aire, las recién llegadas
empezaron a carcajearse. Porque, ¿quién diría que unas simples hembras del coro
angelical lograrían conseguirlo a tiempo? Pese a tener el mundo en su contra,
lograron encontrar a la amiga perdida y la encontraron sana y salva.
Conmocionada, perdida entre brazos, piernas y alas varias, Perla meneó la cabeza
para espabilar y buscó con la mirada a su salvadora.
—¡Ma-maestra! —se enrojeció—. ¿Qué haces aquí?
Esta última se arrodilló, sacudiendo las alas. Se frotó los ojos cuando tuvo a Perla
frente a sí. Había cruzado medio mundo, incluso llegó a perder la esperanza, pero
ya no había nada que detuviera la felicidad que experimentaba en su corazón.
Dobló las puntas de sus alas, apretujó sus labios y los ojos se le humedecieron.
Perla se repuso recogiendo su sable del suelo. Sus amigas la sostenían, no quería
que luchara, pero la Querubín se apartó bruscamente sin despegar la mirada del
titánico ángel. Se estremeció al verlo preso del pánico. “Ya lo entiendo…”, pensó
ella apretando los labios: el Serafín estaba claramente controlado por el miedo.
Influenciado por el terror, bajó de los cielos para asesinar a aquella que
amenazaba la vida de los dioses. Se preguntó entonces quién sería capaz de
manipularlo de esa manera.
Zadekiel dio un respingo al oír aquello. Encogió las alas y achinó los ojos. Solo
conoció, en toda su vida, a un ángel que sería capaz de decir algo como aquello.
Lentamente se giró hacia su alumna.
—Eso es… eso es precisamente algo que diría un ángel destructor, ¿sabes? Creo
que mejor deberías dejar que yo hable…
—¡Pues tal vez yo sí sea Destructo! —asintió la pelirroja, causando que tanto su
maestra como sus compañeras abrieran los ojos cuanto era posible.
—¡Oh, tú! —Zadekiel, brazos en jarra, rio nerviosa—. Va a ser verdad eso de que
te golpeaste fuerte la cabeza…
Pero notó que la corriente surgía no solo allí sino a través de todas las fisuras
desperdigadas en el pavimento. Y, más que corrientes de aire, surgían incontables
hojas y pétalos coloridos que se elevaban con una rapidez notable. Muchas
revoloteaban por el campo de batalla como si tuvieran vida y conciencia propia,
otras dibujaban figuras informes a lo alto para luego caer en picado y
desperdigarse por el sitio, uniéndose a las que iban brotando de las fisuras.
—No ha salido como lo planeamos —susurró ella, buscando de nuevo sus labios
pues la mujer temía que en cualquier momento todo acabaría.
Los besos continuaron. Lo necesitaban con ansiedad luego de rozar la muerte. Ese
tacto, ese calor que hacía hervir la sangre de los amantes que apaciguaba la
desesperanza que caía sobre ellos: Ámbar no había conseguido salvar a la niña, al
menos no como lo había ideado, y era inevitable pensarse nuevamente como una
heroína fallida, como una madre que había vuelto a fracasar.
—Si todo esto termina hoy, me gustaría que sepas que estoy agradecida.
Johan vio de refilón un pétalo que voló hacia él; lo atrapó y luego miró con
asombro los miles que brotaban de las grietas. Ladeó el que había capturado y,
debido a la forma de los tépalos, notó que se trataba de una flor que conocía.
“¿Gladiolos, aquí?”, se preguntó, guardándolo en su puño. Recordó que ya había
visto la misma flor en el cementerio, cuando, junto con la Capitana, decidieron
liberar al ángel. Era un muchacho de ciencias pero, tras todo lo vivido, no podía
descartar algo que desafiaba a la lógica.
Zadekiel había caído al haber sido golpeada por otra fuerte corriente de aire que
salió disparada cerca de sus pies. Intentó levantarse, pero cayó sentada sobre el
mar de pétalos, desperdigando las hojas a su alrededor. Escupió unas cuantas,
bastante molesta, pero no tuvo más remedio que contemplar asombrada toda la
singular escena. Además, el aroma le supo delicioso y tranquilizador; levantó las
manos y sintió los pétalos colándose entre sus dedos; por un momento se sintió
como si estuviera en los prados de los Campos Elíseos.
Sin esperárselo, el ángel plateado Fomalhaut se abrió paso entre las hojas y
pétalos como quien abre un telón, y se acercó para ofrecerle una mano, siempre
enmascarado tras aquel rostro desprovisto de expresión. Ni siquiera sonrió al
percibir la sorpresa y el súbito enrojecimiento de la rubia.
—El Serafín Rigel me ordenó asesinar a Perla —confesó con una frialdad que
espantó a la maestra.
—Pero no acepté. Cuando nos lo propuso, una flor se elevó hacia mí. Era un
gladiolo. Son las preferidas de Perla porque, según ella, sus hojas siempre vuelan
a su alrededor cada vez que pasea por el jardín de Paraisópolis. Ahora que veo
este campo de flores, me pregunto si todo esto no es sino la voluntad de un ángel.
La maestra, al aceptar la mano del Dominio, se repuso y atrapó una hoja. Cayó en
la cuenta de que, tal vez, nunca estuvieron solos en ningún momento de su larga y
dura aventura. Tal vez alguien animaba a los héroes desde el mismísimo inicio.
—Veo que te aferras a la vida y has luchado bravamente. Si vas a ser el ángel que
destruya a los dioses, solo te queda algo más por hacer. Demuéstramelo —
extendió sus brazos y alas—, demuéstrame que eres el ángel más fuerte de los
cielos.
La joven negó.
Era una batalla contra el miedo. Una batalla que no había que perder bajo ningún
concepto.
Los intercambios de golpes se sucedían uno tras otro; refulgían los destellos de las
armas de los guerreros legendarios en medio del vuelo de las flores a su
alrededor; Perla era tan veloz esquivando o lanzándose a por el enemigo que las
hojas seguían la estela de viento que se trazaba tras ella, aunque los que veían la
batalla creían fervientemente que las flores la seguían allá donde ella fuera.
A veces el Serafín bloqueaba los golpes del sable y, ayudándose del asta del
tridente, conseguía que la espada de la joven saliese disparada hacia arriba, pero
rápidamente el arma desaparecía del aire y volvía a reaparecer en las manos de la
Querubín, quien ya había dominado el arte de la invocación, haciendo gala de un
manejo excepcional: asestaba un sablazo, luego giraba sobre sí misma,
extendiendo las alas, materializando su sable en la otra mano, aplicando un tajo
que desperdigaba gotas de sangre al aire.
“Es rápida”, susurró el Dominio, quien apretaba las empuñaduras de sus armas,
presto a lanzarse a la lucha y ayudarla, mas viendo cómo se desenvolvía la joven
concluyó que sería un estorbo en caso de entrometerse.
“¿Y esta es la misma niña que lloró en mis pechos?”, se preguntó la Capitana,
quien se apoyó de sus rodillas debido al cansancio. “¿Quién lo diría?”, vio el
destello de los ojos feroces de la joven, observando el choque de su arma contra el
adversario, la precisión de su danza mortal, admirando aquella fortaleza que solo
la conseguían quienes luchaban por algo que amaban.
El mundo también lo vio con fascinación; el sable rodeado por las flores que se
convertían en una extensión del arma, la agilidad y gracilidad destructora de
aquella guerrera, la larga cabellera roja como el fuego que flameaba en medio de
aquel baile de hojas coloridas.
La mitad de la asta del tridente dio varias vueltas por el aire y cayó hundida en el
mar de pétalos. Perla volvió a adoptar su posición ofensiva, apuntado al enemigo
con su sable, ahora teñido de sangre del Serafín. Respiraba pronunciadamente
debido el esfuerzo realizado.
Miró sus manos. Tal vez rendirse era una buena opción, pero él era el ángel
cazador creado por los hacedores para eliminar todo aquello que representara una
amenaza. Había sido proclamado el campeón de los dioses por ser el Serafín que
más ángeles renegados cazó, en el Río Lete, en las fronteras entre los Campos
Elíseos y el Inframundo. Ese era su fin. Por más que su corazón rogaba que dejara
de batallar, había algo oscuro que lo acallaba y le exigía terminar con la amenaza.
Miedo. Era miedo. De perderlo todo. El reino de los ángeles. El de los mortales.
Se abalanzó a por ella. La joven asestó un rápido tajo al hombro derecho; la hoja
se hundió y rajó la carne, pero no pareció hacer mucho efecto; el sable salió
disparado y se perdió en el mar de pétalos, a varios metros. Intentó invocarla de
nuevo, pero el Serafín la tomó del cuello y, con una saña inusitada, la empotró
contra el suelo, creando un boquete y levantando por los aires tanto hojas como
pedazos del pavimento.
Con el enorme Serafín sobre ella, la Querubín sintió cómo las gruesas manos
apretaban más y más el cuello. Entonces, con los ojos humedeciéndose, la
muchacha mandó un puñetazo al pecho de Rigel. El aire no llegaba a los pulmones
y perdía el conocimiento poco a poco. No debía terminar así, se dijo a sí misma, y
no le quedó más remedio que tomar la decisión más difícil de su vida.
Ladeó el cuello, como queriendo tomar un último aliento para decir algo.
Un dolor desgarrador se hizo lugar a través del pecho del guerrero, quien sintió
cómo súbitamente su legendaria fuerza le abandonó. Abrió los ojos, sorprendido, y
notó que ahora la Querubín lloraba amargamente bajo él. Pero la muchacha,
dentro de lo que cabía, parecía encontrarse bien. Buscando una explicación notó
que las trémulas manos de la joven, bajo su pecho, sostenían una empuñadora.
“Invocó su sable…”, pensó un desesperado Rigel, quien poco a poco fue retirando
la presión de sus manos sobre el cuello. “Lo invocó en medio de mi pecho…”.
El gigantesco ángel cayó a un lado, levantando pétalos al aire con su caída; los
ojos se le hacían pesados y el cuerpo ya no respondía.
Era como si el corazón, ahora libre de unas oscuras garras que lo tenían sujeto,
librase al aire todo aquello que luchaba por salir. Y el dolor que sintió al percatarse
de lo que intentó cometer fue lo más cargante que sintió en su existencia. Por
primera vez, el ángel cazador y más fuerte de los cielos, sintió los ojos arder.
Las hojas y pétalos se abrieron paso para mostrarle un cielo azul oscuro que
empezaba a ser atravesado por las luces de un nuevo amanecer.
El viento cesó y las hojas fueron cayendo lentamente sobre el mar de pétalos.
Algunas, muy pocas, aún flotaban perezosamente alrededor de los dos ángeles,
como si quisieran escuchar las súplicas que esbozaban los labios trémulos de la
dulce Querubín.
Hubo un susurro. Tal vez fue una súplica de perdón, tal vez fueron unas palabras
de advertencia acerca de la verdadera amenaza que se cernía sobre los ángeles;
su voz se perdió en el murmullo del viento.
III
“Amanece”, pensó la arquera, librando al guerrero que agarraba del cuello. Sintió
súbitamente cómo algo dentro de su pecho se había resquebrajado por completo.
Los guerreros la soltaron por lo que lentamente recuperó su compostura.
La Serafín no prestó atención; se tomó del pecho y se preguntó si lo que sentía era
verdad. O, más bien, si lo que dejaba de sentir era posible. Porque ya no percibía
al Serafín Rigel, su eterno compañero de batallas, aquel con quien había luchado
alas con alas en la lejana guerra contra las huestes de Lucifer.
—El miedo controla a los más débiles —concluyó mirándola a los ojos. Había
advertencia en sus palabras—. El miedo vuelve débil hasta al más fuerte.
—Nos vamos —respondió Durandal, bajando de la roca para así hundir sus pies en
el agua.
—Coincido. ¿Pero entonces qué pretendes hacer yendo al reino de los mortales?
—¿Huir, yo? Creía que me conocías —el Serafín sacudió sus alas, chapoteando el
agua y saboreando la dulce sensación de libertad próxima—. Hazme un favor y
libera a los guardianes de Perla.
—No te alegres tanto —elevó una mano al aire en señal de despedida—. Volveré,
mi querida amiga.
Irisiel suspiró y bajó el arco. Por más que no compartiera los ideales de libertad
del Serafín, se conmovió con aquella imagen del inesperado y masivo éxodo. Miles
de los guerreros de Durandal volaban sobre el río, otros preferían adentrarse
caminando hasta que el agua los tragara, como el propio Durandal, quien dejaba
una larga estela de espuma en las aguas del río debido a sus seis alas. Los que se
encontraban arriba caían en picado, chapoteando mientras otros, poco a poco,
iban zambulléndose.
El Río Aqueronte, en ese momento, era una gigantesca franja azulada azotada por
una auténtica lluvia de ángeles.
IV
En medio del campo de flores de Nueva San Pablo, Zadekiel daba coscorrones a
sus dos alumnas, quienes dormían placenteramente sobre el mar de hojas. Achinó
los ojos, estaba claro que ellas estaban agotadas y necesitaban descanso, pero
sabía que no era el momento y el lugar más adecuado para dormir.
Miró hacia atrás y vio que Perla también estaba extrañamente durmiendo sobre el
pecho del Serafín Rigel, a pesar de que solo hacía segundos lloraba
desconsoladamente. Apretó los labios pensando que la experiencia de asesinar a
un amigo habría sido tan traumática para la Querubín que de seguro terminó
desmayada.
A pocos metros del lugar, la Capitana olisqueó algo raro en el aire y rápidamente
frunció el ceño. Agarró al joven Johan de su camisa, ordenándole que huyeran
cuanto antes, pues estaba segura de conocer ese aroma y que, de continuar allí,
terminarían sucumbiendo ante sus efectos somníferos. Dedujo que probablemente
se trataba de la milicia local, o la de Reykō, que buscaban capturar tanto a los
ángeles como a los culpables de la liberación de Perla.
—¡Johan, necesitamos…! —se detuvo y vio con espanto que el joven caía
lentamente al suelo, amortiguado por las hojas.
Y ella también sentía los ojos pesados. Antes de caer junto con su amante, oyó el
rugido de cientos de helicópteros acercándose, probablemente militares, y se
preguntó si todo por lo que había luchado había sido en vano.
—Comandante…
—¡Papá!
Aún era de noche en la capital del Hemisferio Norte. En un alto rascacielos perdido
entre la maraña de edificios se encontraba la sede central de la farmacéutica
VER.net, donde la madura dueña del conglomerado, Reykō, había observado
fascinada la batalla entre ángeles desde la comodidad de su amplia oficina y en
compañía de sus asesores.
Aunque el ángel que había comprado se le había escapado de las manos, pronto
enviaría su ejército para capturarla. A ella y todos esos ángeles que vio en la
transmisión.
—Creía que la noche se me había arruinado —dijo Reykō—, pero parece que en
realidad es mi noche de suerte.
El Serafín Durandal tocó los hombros de los dos Dominios que entraron con él.
Eran hábiles rastreadores y no les fue difícil encontrar lo que él les había ordenado
buscar. Luego se fijó en la excéntrica mortal.
Durandal ladeó el rostro. Había una imagen sobre la profecía de Destructo que lo
tenía bastante preocupado. En aquella imagen revelada por el Segador, el Serafín
caía muerto a manos de Perla con una espada de hoja zigzagueante y flamígera,
un arma que solo podía ser una.
—La espada del Arcángel Miguel —Durandal extendió las seis alas para imprimir
presencia—. Entrégamela.
—¿O… qué? —jugueteó ella mientras sus soldados tensaban las armas.
Miles de los asustados ciudadanos levantaron la mirada hacia ese cielo nublado,
oscuro y relampagueante, y se les encogió el corazón. Sabían, con solo ver a ese
ejército de guerreros semidioses invadiendo el mundo, que una nueva Guerra
Celestial estaba comenzando.
El estudiante asintió, aunque por dentro se estremeció solo de oír aquella palabra:
“Inframundo”. El reino de los muertos donde habían perecido las huestes de
Lucifer.
Próxima iba a responder, pero la instructora posó la mano sobre su hombro con
tacto consolador.
En el reino de los mortales, los helicópteros del Ejército Privado del Vaticano
levantaban vuelo sobre la ciudad de Nueva San Pablo, desperdigando las hojas del
campo de flores a su paso. Ya estaban advertidos de la invasión angelical que
sufría una nación del norte y muchos se preguntaban si aún podrían hacer algo
para prevenir lo que parecía ser un inminente Apocalipsis.
Aquella mirada asustadiza tocó el punto débil del hombre y este se inclinó para
besarla en la frente. El miedo era inevitable, pero él era el soldado de la fe y la
gloria, al menos así rezaba la máxima del cuerpo militar del Vaticano.
—No temas. Lo conseguiremos —susurró en un tono reconfortante.
Pero sus planes habían sufrido un gran revés con la inesperada victoria de la
Querubín; no obstante, esperaba pronto volver a conducir los hilos del destino de
la manera que le convenía. Su deseo de ver de nuevo a los dioses, sobre todo a su
amada Perséfone, seguían firmes, y creía fervientemente que solo deshaciéndose
de la herejía podría invocarlos de nuevo.
Las sagradas armas de una nueva y colosal batalla estaban afilándose. Héroes y
villanos destacaban en todos los bandos. El escenario ya no tendría solamente un
campo de lucha; esta vez, tanto cielo, tierra como infierno serían testigos de un
cruento escenario bélico. La guerra había llegado y los reinos de los dioses pronto
se verían sacudidos hasta sus cimientos.
Y en medio de todo, la leyenda del ángel destructor no hacía más que iniciar su
gesta en donde cambiaría para siempre el orden impuesto por los dioses.