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Destructo II Bienvenida a la jungla

Primer capítulo. Un ángel cayó del cielo, desatando un auténtico pandemónium en el


moderno reino humano.

I. 2 de enero de 2332

Ámbar estaba absorta, viendo la sucesión de pequeñas imágenes tridimensionales


que proyectaba el dispositivo de transmisión holográfica sobre el escritorio. Su
oscuro cuarto se teñía de los colores de las fotografías conforme estas se sucedían
una tras otra a cada pulsación de su dedo índice. Sentada en un mullido sofá, se
inclinó hacia adelante, como si quisiera observar mejor los detalles.

Un paseo en el parque con su niña, una visita al lago en donde su esposo


perseguía a la sonriente pequeña. Prosiguió una tanda de su hija, ya joven,
cocinando para el cumpleaños de su padre. Luego sobrevino una larga serie de
imágenes en el hogar de su suegra; sonrió con los labios apretados, recordando el
embate de críticas que solía recibir cada vez que la visitaba. Ámbar no era buena
cocinera ni la madre ideal con la que soñaba aquella mujer; de hecho, no era
alguien que anduviera entre sonrisas y tratos delicados.

Pero era inevitable ser diferente al prototipo ideal y dulce que su suegra deseaba:
ser Capitana de la policía militarizada de una de las ciudades más violentas del
mundo terminó amoldándola.

Un suave sonido se oyó desde el dispositivo coclear implantado dentro de su oído


derecho, interrumpiendo sus recuerdos. Lo odiaba: el aparato y las interrupciones.
Faltaba un par de semanas para sus vacaciones y no veía la hora de quitárselo.
Aumentaba su capacidad auditiva en el momento que entrara en algún antro
silencioso de mala muerte y la reducía considerablemente durante los tiroteos.
Aquello le había salvado la vida en más de una ocasión, pero últimamente se le
hacían insoportables las constantes interrupciones.

La madrugada no era precisamente su horario, por lo que solo podría tratarse de


alguna emergencia. Suspiró, apagando el dispositivo holográfico.

—¿Qué sucede? —preguntó ella, recostándose en su sillón mientras ideaba alguna


excusa para no presentarse.
—Capitana —la voz juvenil de su subordinado, Johan, la hizo apretar los dientes.
Fuera lo que fuera la emergencia, decidió que ese chico lo iba a solucionar
mientras ella se echaba a dormir—. No me lo va a creer.

—Prueba a llamarme por mi nombre cuando no estoy en la Jefatura.

—Señora Ámbar…

—Solo Ámbar…

—Ámbar… La necesitan en la Jefatura. Un… un Éxtimus ha caído en Nueva San


Pablo. Los sistemas lo detectan en la azotea del edificio Mirante do Vale.

Enarcó las cejas, pero inmediatamente se relajó. Podría ser una broma. Los
estudiantes hacía rato se habían dejado de amenazas de bombas y ahora estaban
acostumbrados a llamar a la Jefatura con advertencias de: “Hay un ángel en el
colegio” para que las clases se suspendieran y un escuadrón militar se presentara.
Pero no había clases de madrugada, y era la primera vez que el propio sistema del
Estado había detectado la intrusión de un ente que los científicos habían bautizado
como Caelum Coelestis Éxtimus.

—Debe ser un error, ¿lo has cotejado? —preguntó ella. Más de trescientos años
pasaron desde que los ángeles trajeron el Apocalipsis, o Gran Ataque, y el temor
había disminuido lentamente con el paso del tiempo.

—Lo he hecho varias veces… El problema es que lecturas no son del todo
concluyentes. Sí le aseguro que hay algo ahí y no es humano… y el jefe la
necesita, Cap… Ámbar.

Ámbar echó la cabeza hacia atrás y echó a suspirar, pensando en cuántos días
quedaban para sus merecidas vacaciones.

—Seguro que es un error…

El Teniente André Santos entró en la atiborrada jefatura y todos alrededor le


abrieron paso. Para los que lo observaran, se trataba del oficial más respetado de
la policía militar de Nueva San Pablo y, con certeza, el más apto para el escuadrón
que rápidamente se forjaba de madrugada para contactar con el primer Éxtimus
detectado tras más de trescientos años de su misteriosa aparición.

Era un hombre de aspecto fiero e intimidante, ayudado por su mirada intensa y el


corte mohicano de estilo militar. Se diría que su heroica actuación durante los
atentados terroristas en Matto Groso, Minas Gerais y Goiás habrían terminado
forjando una personalidad fría y calculadora; que los implantes tecnológicos que
estimulaban y maximizaban sus sentidos habían creado una persona
deshumanizada, inmune al constante espectáculo de la muerte, pero pocos
creerían que en realidad se trataba de un hombre apacible y de buen humor.
Percibió en el rostro de todos cuanto lo miraban una suerte de miedo e
incertidumbre. No era para menos, el temor a un nuevo Apocalipsis se extendió
rápidamente en la Jefatura. Santos sonrió, elevando una mano al aire.

—Soy del Control de Plagas. Vengo a eliminar un pájaro que está causando
problemas…

Las carcajadas empezaron a surgir espontáneamente, algún que otro aplauso


también. Ahora avanzaba y recibía palmadas en la espalda en medio de un
ambiente más distendido. Todos lo necesitaban, a él y ese humor para apaciguar
el miedo.

—¡Teniente! —un joven apuró el paso entre los policías para llegar hasta él—. La
Capitana nos está esperando.

—¿“Nos”? ¿Qué pasa? ¿Tú vienes con nosotros, Johan? —preguntó al verlo,
dándole un suave coscorrón.

—¿Bromea, Teniente?

La sola idea de participar en un momento histórico opacaba los peligros de su


misión. Johan no era hábil como la Capitana Ámbar Moreira ni el Teniente Santos,
pero con el traje protector de combate táctico EXO que le aguardaba en el
vestidor, poco tendría que temer. Las habilidades de ofensiva y el rendimiento
físico mejoraban considerablemente una vez se hiciera con el ceñido y oscuro traje
fibra de carbono, que además alojaba dispositivos tácticos y nano-componentes
tecnológicos. Con aquello, tendría al menos la fuerza de diez hombres.

—Ya decía yo que tenía que caer un pajarraco del cielo para que por fin te
levantaras de ese escritorio. ¿Será tu primera vez con el EXO, Johan?

—Espero que no la última…

—¡Ponle actitud! Y recuerda actuar de forma normal.

—¿Actuar norm…?

Cuando accedieron a los vestidores contemplaron a la Capitana Moreira, desnuda,


luchando por colocarse el ceñido traje militar. Ámbar no se lo había puesto durante
un par de meses y al parecer había subido algún que otro kilo que le decía, muy
por dentro, que con el traje no iba a estar del todo cómoda. Ni siquiera se molestó
en saludar o hacer algún gesto desde que notara a sus dos compañeros; tan solo
deseaba que la moderna armadura le quedara perfecta como antaño.

—Jefa —asintió Santos, cerrando la puerta y dirigiéndose hacia un lado del


vestidor para hacerse con su traje.

Johan quedó inmóvil ante la visión de lo que creía ser una auténtica diosa. Se
recreó por un rato en su fina mata de vello púbico, luego en sus senos que
bamboleaban ligeramente al contonearse ella en su lucha contra el traje. Incluso
una pequeña cicatriz en la ingle, blanquecina y apenas visible a la vista, le pareció
sensual. Pero por un momento, mientras una erección peligraba, pensó que tal vez
se trataba de algún regalo del destino antes de su muerte: tal vez el encuentro
con el Éxtimus no saldría como cabría esperar.

Ámbar levantó la vista, sonriente; el traje había pasado por sus caderas. Tal vez
no había engordado como pensaba y, aunque lo hubiera hecho, un par de kilos no
se notarían en el ajustado traje. Se topó con la mirada del joven subordinado y no
pudo evitar fruncir el ceño.

—Apúrate, Johan.

El muchacho dio un respingo, dirigiéndose al otro extremo del cuarto para hacerse
con su traje.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintidós, Capitana.

“Demasiado poco”, pensó ella, recordando su edad, metiendo sus brazos en las
mangas del traje. Miró al muchacho, quien parecía haberse autocastigado con la
mirada clavada en la pared mientras se desvestía. Era delgado, lo notó cuando se
retiró la camisa. Pero al ver cuando se bajaba rápidamente el pantalón, notó que
tenía un trasero agradable para su vista.

—Soy demasiado vieja para ti —dijo sacando pecho para terminar de colocarse el
traje, esperando que la mirase. Pero solo se oyó una estruendosa carcajada
proveniente del otro lado del cuarto.

—¡Llegará el día en que todas querrán estar a los pies de Johan! —Santos,
desnudo y brazos en jarra, se acercó a la Capitana, quien no intentó siquiera mirar
el sexo colgante de su camarada, aunque sí podía apreciar su atlético cuerpo de
refilón. No era la primera vez que ambos se veían desnudos para algún operativo,
pero Santos no podía ver siquiera a Ámbar como probable compañera sexual. A
sus ojos, ella era la superior al que se debía, al que confiaba su propia vida.

Guiñándole el ojo, prosiguió:

—Si no haces algo ahora, más adelante te arrepentirás, jefa.

La Capitana, ya enfundada, palpó su cuerpo con las manos, comprobando


compulsivamente que la carne estuviera bien sujeta. Sin hacer caso a Santos, se
dirigió hasta el joven subordinado, quien ya se estaba cubriendo sus piernas con el
traje.

—Esperemos que ese día llegue, ¿no, Johan? —le dio la vuelta para tenerlo cara a
cara, y le ayudó a ponérselo, escrutando su mirada. El chico palideció; ladeó la
mirada al no poder sostenerla, pero la Capitana tomó de su mentón y obligó a que
se mirasen—. Hoy no pienso perder ningún hombre.

—Sí, Capitana —dijo el joven quien, obnubilado, dejó que su superior le terminara
de colocar el traje. Cómo no embobarse cuando el traje mismo destacaba y
realzaba las curvas de la mujer.

Ámbar se decía a sí misma que debía asegurar cada rincón del traje. Todas las
fibras debían ceñirse al cuerpo para que este obtuviera un rendimiento óptimo;
aquello implicaba palpar o alisar cualquier burbuja de aire que quedara. Y estaba
casi perfecto, excepto por una pequeña bolsa de aire que quedó demasiado cerca
de la entrepierna del joven. Podría ordenarle que él mismo se la ajustara, pero
tragó saliva y aplastó su palma allí, sintiendo ligeramente el sexo abultado del
chico. Subió por el vientre para alisarlo del todo.

La Capitana se levantó y tomó de nuevo el mentón del muchacho para que la


mirase. Aunque fuera dura, no podía negarse a cierto instinto maternal que
despertaba cuando se topaba con los más jóvenes de la jefatura.

—Escúchame, Johan. Suceda lo que suceda, estate siempre detrás de mí.

—Oye, oye, ¿a mí no me vas a ayudar, jefa? —al otro lado del cuarto, Santos
extendió los brazos.

Aún estaba desnudo.

El motor del helicóptero rugía en la madrugada de la ciudad que nunca dormía. En


el momento que la compuerta se abrió, iluminando la cabina de golpe, los tres
miembros del Escuadrón Policial tragaron todo el aire puro que los cascos de sus
trajes les permitían. Los edificios brillaban con intensidad salvo el más alto de
todos; el Mirante do Vale acobijaba en su azotea al primer Éxtimus visto desde
hacía más de trescientos años.

Alrededor del imponente rascacielos, incontables helicópteros vigilaban la escena.

Ámbar se sacudió, comprobando constantemente la espada guardada en su


espalda, en una funda de acero y cuero negro. Era un arma especial: de una
caricia en el mango, la hoja se doblaba sobre sí misma y revelaba una apertura
por donde salía disparada una fuerte descarga eléctrica. O si lo deseaba, podría
usarla a la vieja usanza y activar la descarga eléctrica en el momento que la hoja
se hundiera en la carne del enemigo. Meneó la cabeza, tal vez la violencia era
necesaria en su ciudad, pero sería contraproducente usarla contra un ángel.

—Santos, Johan —dijo acuclillándose, inclinándose hacia afuera; quería comenzar


cuanto antes con su operativo. Mientras, una vibración se hacía presente en la
espalda, pues unos pequeños motores instalados en la espalda del traje se
encendían y permitirían, a los tres, manipular la gravedad para realizar grandes
saltos—. ¿Quién de ustedes ha puesto música en nuestros implantes?

—Pensé que fue usted, Capitana —el joven rápidamente toqueteó el borde
iluminado de su casco, desde donde operaba los sistemas, intentando localizar el
problema.

—¿Mozart? —Santos preguntó divertido.

—Escuchen —resopló la mujer—. Las noticias corren rápido. Diecisiete naciones


además de nueve corporaciones farmacéuticas ya están al tanto de esta situación,
y ahora están presionando a nuestro gobierno para que capturemos al ángel vivo y
luego lo negociemos… —se detuvo unos instantes para pensar aquello. Muchos
evitaban decir “ángel” debido a las connotaciones religiosas. En aquel nuevo
mundo, la religión perdió bastante fuelle tras el Apocalipsis—. Éxtimus. Por lo que
sabemos, podríamos enfrentarnos a un guerrero semidios, inmortal e inmune a
todas las enfermedades humanas, no me extraña el interés despertado. Pero mi
prioridad nunca se ha regido por los deseos de las multinacionales ni los
gobiernos. Mi prioridad sois vosotros.

Santos la tomó del hombro y asintió decidido.

—Confío en vosotros —continuó ella—, y por eso estás aquí conmigo. Preparaos
por si el Éxtimus extiende las alas y huye, no permitiré que escape; créanme
cuando les digo que no deseo quedar registrada en los libros de historia como la
mujer que dejó huir al primer ser celestial visto desde el Gran Ataque, ¿me habéis
oído?

—Entendido, jefa —Santos levantó el pulgar.

—Oído, Capitana.

—Por cierto… Esta música no está nada mal—concluyó ella, pues parecía que había
acompañado su breve discurso.

Recordó a su difunta hija mientras el helicóptero se inclinaba ligeramente hacia la


azotea y la luz de la cabina se tornaba de roja a verde. Tal vez de haber
renunciado a su peligroso cargo sería lo mejor, habría pasado más tiempo con ella
en sus últimos días. Pero el riesgo era su terreno natural y siempre había
mostrado seguridad y confianza en sus instintos, al menos hasta que la fatídica
enfermedad se la arrebató. Era inevitable pensar en ella cada vez que el peligro
asomaba.

Vaciando sus pulmones, esperó concentrarse en la misión. Al grito de “¡Vamos!”,


saltaron del helicóptero para descender en la azotea del Mirante do Vale. El traje
manipularía la gravedad para que cayeran suavemente.

II
Cuando la rubia Zadekiel abrió la puerta de su casona en Paraisópolis, sus
adormecidos ojos se dieron de bruces contra la luz del sol. No estaba de buen
humor, ¿cómo iba a estarlo si la despertaron golpeando violentamente la puerta?
Tras un largo y tendido bostezo, levantó una mano para rascarse la punta de una
de sus alas, en tanto que con la otra trataba de reacomodar su desmadejada
cabellera; no era precisamente la imagen que alguien esperaría del ángel de voz
más agraciada de los Campos Elíseos, tal vez incluso una de las hembras más
hermosas de la legión.

Aegis y Dione, sus dos alumnas del coro que llamaron a la puerta, amagaron
saludar, pero Zadekiel carraspeó.

—Elijan bien vuestras palabras, ¿eh? —las fulminó con la mirada—. Porque serán
las últimas que pronunciéis. Mira que interrumpir el descanso de un Arcángel.

Aegis era tímida, de rostro aniñado, larga cabellera castaña y ojos plateados.
Estuvo a punto de pedir disculpas por interrumpir la hora de sueño de su maestra,
hasta que la altanera Dione torció su gesto. De cabellera corta y oscura, además
de un llamativo lunar cerca de la comisura de los carnosos labios, avanzó un firme
paso al frente.

—Zadekiel —gruñó, mirándola detenidamente—. Tú no eres ningún Arcángel.

—¿Y qué más da? Soy vuestra maestra, vuestra superior. Es casi lo mismo. Solo
pido un poco de respeto a mis horarios.

Dione blanqueó los ojos. Zadekiel solo era un ángel de rango menor, exactamente
como ellas, simples encargadas de los jardines y recolección de frutas, con la
salvedad de contar con una voz extraordinaria que le permitió fundar el coro
angelical, de la cual se convirtiera en directora. “Maestra”, como ella ordenaba a
sus alumnas que la nombraran.

—Discúlpanos, maestra —se lamentó Aegis, ocultándose detrás de las alas de su


amiga Dione—. Pero es algo urgente.

—¿Ur… gente? —bostezó Zadekiel.

—Eres una completa vaga —sentenció Dione—. Hace una hora que salió el sol y
aún no te has despertado del todo. Tenemos a la peor instructora de los Campos
Elíseos, me da vergüenza que me vean contigo en esas condiciones.

—Pues a mí me da igual lo que pienses, Dione —la maestra volvió a entrar a su


casona—. No volváis a despertarme si no es algo importante.

—Yo en tu lugar no pasaría tanto tiempo durmiendo —Dione se encogió de


hombros—. Tu voz últimamente desafina mucho. Va siendo hora de que practiques
más…
Ambas hembras rodaban por el empedrado de la calle en una lucha de puñetazos,
plumas, patadas y aleteos varios. Zadekiel era un ángel orgullosa de su voz;
celosa, de hecho, y bien que lo sabía Dione porque criticándola era la única forma
de espabilar a su maestra. En un momento en el que la pelea pareció detenerse
entre resoplidos cansados, ya que ninguna de las dos tenía el estado físico de un
ángel guerrero, la tímida Aegis se acercó hasta ambas dando pasos cortos.

—Discúlpanos, maestra —empuñó sus manos y las llevó hacia sus pechos,
doblando las puntas de sus alas—. Pero… esto es una emergencia y teníamos que
decírtelo.

—¿¡Ah!? ¿¡Emergencia!? —preguntó montada sobre Dione, escupiendo un par de


plumas.

Zadekiel se sentó en las escaleras que daban a la entrada de su casona cuando


recibió la impactante noticia de parte de sus estudiantes. El Trono había muerto,
Perla había huido al reino de los humanos y, para colmo, se trataba del temido
ángel destructor que, según las profecías, traería el Apocalipsis.

La rubia se abrazó las rodillas, incapaz de mirarlas a los ojos.

—¿Perla? —se preguntó.

No podía negarlo, la que fuera la Querubín era una de sus estudiantes preferidas.
¿Cómo no serlo si creció frente a sus ojos y con ello percibió en primera fila la
asombrosa evolución que podría tener una voz? Los ángeles no envejecían, por lo
que nunca había vivido un desarrollo vocal como el que la Querubín acusaba.

—Anoche, todos los ángeles guerreros vieron la profecía —Aegis se inclinó hacia a
su maestra y la tomó de las manos—. Muchos la llaman Destructo sin dudar, ¿te lo
puedes creer?

—Pero nosotras no vimos nada —agregó Dione—. Tal vez por eso siga siendo Perla
para nosotras. ¿Tú qué piensas, Zadekiel?

—Es demasiado repentino, ¿saben? —suspiró, incapaz de levantar la mirada—. ¿Y


qué harán los Serafines al respecto?

—¿Cómo vamos a saberlo? Tan pronto lo supimos, vinimos a informarte.

—Yo… he… oído… —apretando los dedos de su maestra, Aegis plegó sus alas—.
Esto… Parece que luego del funeral del Trono, los Serafines decidirán quién irá a
buscarla.

—¿Buscarla? —Zadekiel torció el gesto, soltándose del agarre de su estudiante—.


¿O… cazarla?
Aegis dio un respingo del susto.

—¿Por… qué…? ¿Por qué querrían cazar a Perla?

—¿No es obvio? ¡Piensa, Aegis! —Dione dio un coscorrón a su compañera—. Si


dicen que Perla es Destructo, no creo que vayan a pedirle que vuelva aquí… ¿O sí?

Zadekiel se levantó, tomando de las manos a sus alumnas para tirar de ellas y así
llevarlas por la calle, rumbo a los jardines del Templo donde se celebraba el
entierro. Ambas callaron y se dejaron guiar. Sabían que la noticia no era fácil de
digerir y sospechaban cuánto Zadekiel sufría por dentro, ni siquiera ellas mismas
creían que su dulce amiga pelirroja del coro pudiera ser el mismísimo ángel
destructor. Tal vez los guerreros, aquellos que vieron la profecía la noche anterior,
estaban seguros, pero ellas se negaban a aceptarlo.

—¿Adónde vamos, maestra? —preguntó Aegis.

—Al funeral. A hablar con los Serafines. Necesito respuestas.

—¿Estamos en condiciones de pedir respuestas? —preguntó una sorprendida


Dione. Por lo general, y salvo en el coro, Zadekiel era un ángel despreocupada. Su
propia imagen desmadejada, recién despierta y con su túnica arrugada, era prueba
de ello. Pero ahora parecía conocer una nueva faceta de su maestra de cánticos.

—¡Claro que sí! —bramó la maestra, extendiendo las alas—. ¡Apúrense!

El sol asomaba sobre el extenso jardín adyacente al Gran Templo e incontables


pétalos de flores revoloteaban entre los rayos de luz del amanecer; a cualquier
ángel que prefiriese caminar por allí se le hundían los pies en el colorido mar de
hojas y pétalos. No obstante, pese al paisaje y el perfume embriagador, el clima
era lúgubre. Muchos de los que no habían estado presentes en la batalla en el
bosque despertaban y chocaban contra la dura realidad.

En el centro del lugar, los Dominios enterraban el cuerpo del Trono a la vista de
prácticamente toda la legión de ángeles. Algunos se acercaban para verlo, solos o
acompañados, ya sea para despedirse para siempre o simplemente porque no
terminaban de creerse el macabro suceso. Otros preferían observar desde la
distancia, suspendidos en el aire o en las afueras del gran jardín.

Sin embargo, aunque estuvieran cerca del entierro, los tres Serafines estaban
demasiado preocupados sobre el asunto de Destructo como para siquiera prestar
atención a lo que sucedía alrededor, a los llantos, a los lamentos, incluso a los
pétalos a sus pies que de vez en cuando eran levantados por la brisa. Hablando
por lo bajo, pues no querían llamar la atención o interrumpir el acto, trataban de
decidir cuanto antes un asunto demasiado urgente:

—¿Y bien? —susurró Durandal, siempre observando el entierro—. ¿Quién irá a por
Perla?

Irisiel, en medio de los tres, era probablemente quien más seguía afectada por la
muerte de su líder. Pero era justamente aquella palabra: “Líder”, la que la tenía en
ascuas. Ahora, la responsabilidad de los Campos Elíseos recaía sobre los tres
Serafines. ¿Un triunvirato entre ángeles tan dispares como ellos sería conveniente?
¿No tendría acaso un desenlace similar al que sufrieron los tres Arcángeles? Para
empeorarlo todo, era evidente que la primera y más difícil decisión que tenían que
tomar era sobre Perla.

Suspiró, ajustándose la coleta de su cabellera.

—Tenemos dos problemas. El primero es convencer a la legión de que no se


abalancen a por Perla para cuando la traigamos de nuevo. El segundo… Bueno,
¿quién irá a traerla? ¿Acaso piensas ir tú, Durandal?

—Él no cruzará el Río Aqueronte —susurró el enorme Serafín Rigel, brusco en su


tono. Pensaba que, o Durandal iría para escapar al reino humano y no volver, o en
todo caso, escapar para asesinar a la joven Perla… y luego no volver.

—¿Por qué te pones así? —el severo Serafín esbozó una ligera sonrisa—. ¿Crees
que huiré? Juraría que me conocías mejor, Rigel. No iré a ningún lado. Al menos,
no hasta que solucionemos este asunto. Será mejor que nos mantengamos unidos
hasta que la amenaza sea erradicada.

—¿Amenaza? ¿Acaso piensas en Perla como una amenaza? —preguntó Rigel,


cruzándose de brazos.

“Con amenaza no me refería a ella…”, pensó Durandal, pero prefería no entablar


una discusión allí en un momento tan delicado. Tal vez la epifanía de aquella joven
pelirroja matándolo lo confundió hasta el punto de sentirse amenazado, pero con
el amanecer sobrevino la tranquilidad: concluyó que era imposible que Perla
pudiera poner un dedo encima a cualquiera de los ángeles debido a su forma de
ser, rayando entre inocente y tímida. En ese aspecto, pensaba que Nelchael había
hecho bien al criarla en el seno de la legión.

—¿No teníamos una lucha pendiente, Rigel? —devolvió Durandal—. Terminemos el


asunto de una vez, bien lejos de aquí.

Irisiel, en medio de la disputa, extendió sus seis alas para apartarlos.

—No tenéis solución. Ni siquiera sois capaces de disimular vuestro odio a la vista
de toda la legión. ¡Controlaos!

El viento aulló y levantó incontables pétalos al aire. Aún no eran oficialmente


reconocidos como los nuevos líderes de la legión, pero ya estaban sufriendo
problemas de organización. Irisiel se preguntó cuánto tardaría en desmoronarse
todo el orden por el que tanto luchó Nelchael; nunca fue buena intentando mediar
entre los dos Serafines. Tal vez necesitaba eso, mediadores, por lo que
inmediatamente vinieron a su mente las Potestades, los sabios ángeles que
custodiaban la Gran Biblioteca en Paraisópolis.

Imprevistamente, tres guerreros de alas, cabelleras y ojos plateados, se les


acercaron, obligándolos a recuperar la compostura.

Los Dominios Nyx, Hidra y Fomalhaut interrumpieron la improvisada pero tensa


reunión. Los guardianes del Trono no se encontraban particularmente afectados, al
menos en sus rostros serios no se percibía emoción alguna. Fue así como fueron
creados por los dioses; simples herramientas que debían desempeñar una sola
misión: proteger al líder, misión que, imprevistamente, ya no podía llevarse a
cabo.

Nyx avanzó un paso.

—Iremos nosotros.

—¿Ir? —preguntó Irisiel—. ¿De qué estás hablando?

—Perla —agregó fríamente.

—Ah, ya veo. Queréis ir al reino de los humanos. Comprendo que vuestro dolor por
la pérdida de Nelchael os impulse a decidir lo que acabáis de decidir. Pero es por
eso que no creo que sea conveniente…

—¿Dolor? —interrumpió Hidra, ladeando el rostro con curiosidad—. ¿Ves una


expresión de dolor en nosotros? Porque yo sí veo trazos de dolor en ti, Serafín
Irisiel, en tu rostro, en tus movimientos, en tu habla. No en los nuestros.

—¿Trazos de…? —Irisiel ladeó la cara, tratando de limpiarse disimuladamente el


rostro. Pensó que seguramente quedó algún rastro de las lágrimas.

—Iremos nosotros —insistió Nyx—. Porque vuestro dolor fue lo que impulsó a toda
la legión de guerreros a abalanzarse a por Perla, provocando su huida. Vuestra
inestabilidad emocional comprometerá cualquier misión que esté relacionada a
ella.

La Serafín percibió el regaño y apretó los puños. En cierta forma, Nyx tenía razón,
de hecho, Irisiel no se perdonaba a sí misma el haber cedido a la desesperación
durante la noche que huyó la Querubín. Pero, altiva como era, no iba a permitir
que una Dominación, de menor rango a ella, la analizara de esa manera tan fría.
“¿Me acaba de llamar emocionalmente inestable?”, pensó de nuevo, apretando los
dientes.

—¿Podrías repetírmelo, Dominio?

—Me da igual todo esto —interrumpió Durandal, alejándose de la reunión—. Pero


creo que es una buena idea que vayan los Dominios, ¿no lo creéis así, Irisiel,
Rigel? Harán lo que les pidáis y lo harán rápido. No bajarán para matarla, como
teme Rigel. La traerán de regreso.

La idea no les parecía mala, después de todo, los Dominios tenían una excelente
habilidad de rastreo que haría que la búsqueda y localización de Perla fuera más
rápida. Además, la evidente ausencia de emociones en los tres no comprometería
de alguna manera la misión. Acatarían las órdenes de los Serafines y cumplirían al
pie de la letra lo exigido. Eran meras herramientas, diríase meras carcasas, a las
órdenes de los superiores.

—Supongo que sí —Irisiel meneó la cabeza para deshacerse de la furia, y también


se apartó de la reunión, yendo para otro lado—. Os esperaremos al atardecer en el
Río Aqueronte. Nyx, Hidra y Fomalhaut, traedla de regreso. Luego veremos qué
hacer.

—Se hará, Serafín Irisiel —asintió Nyx.

Rigel supuso que ambos Serafines se habían alejado para dialogar con sus
respectivas legiones. De hecho, él también debía hacerlo. El que todos los
estudiantes se abalanzaran a por Perla durante la madrugada fue una de las
causas que provocó la huida de la joven al reino de los humanos. Los Serafines
debían tranquilizar a sus pupilos y, sobre todo, asegurarse de que no volvieran a
cometer desacato.

El enorme Serafín atrapó una hoja de tonalidad blanquecina que revoloteaba en el


aire, y miró a los tres Dominios que seguían allí inamovibles.

—¿Sabéis? El Trono pidió un campo de flores cerca de sus aposentos. Estas eran
sus preferidas. Una vez me dijo que el día que tuviera que morir, le gustaría que le
enterraran aquí.

—Flores de gladiolos —susurró el Dominio Fomalhaut.

—Sí. Ese fue el día que le prometí que primero caería yo antes que él.

—Lo sentimos, Serafín Rigel —afirmó Hidra, más bien un acto o frase protocolaria
que unas palabras dichas desde el corazón. Los Dominios estaban decepcionados
por todo lo acaecido, desde luego, pero no experimentaban en sus corazones el
agobio de los demás.

Rigel lo sabía perfectamente.

—Fui el primer Serafín creado por los dioses. Soy superior a Irisiel y Durandal.

—Estamos al tanto, Serafín Rigel —asintió Nyx.

Era conocido por todos que, durante la rebelión de Lucifer, cuando la guerra
estaba perdiéndose, los dioses crearon cuanto antes a un ángel cazador y de
fuerza titánica para que la balanza de la guerra empezara a equilibrarse. Fue así
como crearon al Serafín Rigel, el ser más fuerte de los cielos.

—Os tengo una orden. Necesito saber si cumpliréis o no.

—Depende —Fomalhaut imitó a Rigel y atrapó otra hoja de gladiolo que volaba
hacia él—. Haremos todo lo que sea para el bien de la legión. Dinos, Serafín Rigel,
cuál es tu propuesta.

III

La joven Perla se sentía perdida, desorientada, abandonada en un paraje


desolador; una oscura jungla de hierro y acero. Cuando levantó la mirada, vio a
dos extraños seres de traje negro y ceñido que cayeron del cielo. No tenían alas,
pero hubiera jurado que aminoraron la caída de alguna manera. Hacía rato que
intentaba encontrar una manera de huir, pero con el miedo a las alturas sumado al
hecho de no saber volar, había concluido que lo mejor sería esperar a que alguien
viniera a por ella.

Pero prefería que fuera un ángel. Tal vez Curasán. Tal vez Celes.

La Capitana cayó grácilmente, sentada sobre una rodilla y con la mirada fija en el
Éxtimus. Extendió su brazo derecho hacia un lado para evitar que Johan, tras ella,
hiciera alguna tontería. No quería perderlo. Era demasiado joven y tenía futuro en
la jefatura.

—Recuerda. Detrás de mí, Johan.

—Entendido, Capitana.

Su implante coclear volvió a emitir un suave sonido, apaciguando el ensordecedor


rugido de los helicópteros rodeándolos. La jefatura solicitaba un reporte inmediato
debido a que la cámara alojada a un costado de su casco no emitía señal alguna.
Los informes que recibían acerca del ángel, y que ella podía ver desplegándose en
la visera de su casco, tenían considerables errores acerca de su composición
química y molecular. Los resultados arrojaban que no era ángel ni tampoco
humano.

Ámbar evitaba a toda costa realizar algún movimiento brusco. Lentamente dirigió
su mano hasta la parte posterior de su casco y, tras presionar una hendidura, la
visera se retiró. Si el sistema operativo del Estado no podía decirle qué había
frente a ella, sus ojos desnudos sí podrían.

—¿Qué ves, Ámbar? —preguntaban desde la jefatura, un motón de oficiales


amontonados y clavando sus ojos en la pantalla gigantesca que transmitía
estática, mientras que, en otras pantallas, varios canales de noticias transmitían
en vivo y en directo desde la lejanía.

Perla vio el momento en el que aquel extraño casco cedió, revelando un rostro
femenino. Frunció el ceño, eran humanos. No perdería el tiempo con ellos más del
necesario. Sabía que la legión completa se debía a la humanidad creada por los
dioses, pero ella se preocupaba más por los suyos que por unos seres a quienes
nunca había conocido. Para ella, eran despreciables, solo guerras y conflictos
habían empañado sus libros de estudios y había desarrollado un desprecio que
despertó en el momento que vio el primer humano.

“Aunque… si ella tuviera alas, pasaría perfectamente por un ángel”, concluyó,


llevando lentamente la mano hacia la funda en su espalda, buscando la
empuñadura de su sable. Cerró los ojos cuando no lo sintió; probablemente lo
perdió entre todo el trajín de los Campos Elíseos.

—Es solo una niña —susurró Ámbar con los ojos abiertos como pocas veces había
estado. Pensaba que encontraría algún ser amenazante que no dudaría en atacar
nada más verlos, pero ahora su instinto maternal parecía exigirle no lastimarla.
Volvió a escuchar el murmullo de la jefatura y tuvo que menear su cabeza para
volver a concentrarse—. Quiero decir… Es de sexo femenino y es joven. Y tiene…
tiene alas. No parece peligrosa.

—Coincido con la Capitana —Johan hizo el mismo gesto y se deshizo de la visera.


Estaba harto de intentar comprobar los datos. Los cuerpos de los ángeles caídos
en el último Apocalipsis habían arrojado una compleja secuencia del genoma, pero
reconocible en todos los cadáveres alados que encontraron. Aquella disposición no
coincidía con la joven pelirroja que tenían enfrente.

Repentinamente, Perla extendió las alas.

—¡Atención, unidades siete y nueve, puede huir hacia su sector! ¡Encendiendo de


nuevo el impulsor, trataré de seguirla y marcarla!

Se había agitado el ambiente. Pero pasaban los segundos y aquella joven solo
había retrocedido un par de pasos, mirando el precipicio, para luego volver a su
lugar usual a pasos lentos. Ámbar se extrañó, pensó que si quisiera volar ya lo
hubiera hecho. “¿Acaso se lastimó las alas al caer?”, se preguntó, levantando
ambas manos en señal de paz; tal vez el diálogo podría tranquilizarla.

—¿Quién eres?

Perla no entendía el idioma. Pero estaba consciente de que la legión tenía la


habilidad de acomodarse a todas las lenguas habladas por los humanos. Por un
momento percibió las intenciones que cargaban esas extrañas palabras mientras
que, en su interior, se acomodaban lenta y paulatinamente esos sonidos que poco
a poco parecían tener sentido.

“¿Quién soy?”, se preguntó finalmente, plegando sus alas, como si quisiera de


alguna manera esconder lo que se le había revelado acerca de su verdadera
naturaleza. De todas las preguntas que podrían haberle hecho, aquella era la peor.
¿Qué debería decirle a aquella humana? ¿Que era un ángel destructor expulsada
de su reino? ¿O debería ir por lo seguro y decir la verdad a medias? No le gustaba
estar allí, no le gustaba hablar con seres inferiores que para colmo no parecían
temerle como debieran.

—¿¡Quién eres tú!? —preguntó Perla con valor y en un perfecto portugués. Era a
ella a quien debían temer.

Extendió su brazo y, para sorpresa de los dos oficiales, agarró la empuñadura de


un sable resplandeciente que había aparecido en el aire. Perla sonrió por lo bajo,
era la primera vez que invocaba su arma. Al menos, su arma completa. Recordó
que la tarde en que su maestro intentó enseñarle fue infructuosa. Como mucho,
solo logró invocar el mango mientras la hoja daba peligrosas vueltas por el aire.

“¡Lo hice!”, pensó orgullosa, dando un sablazo al suelo para marcar una línea.

El corazón de Johan se había desbocado. En el momento que vio el arma, preparó


su fusil de impulsos plásmidos y se adelantó varios pasos para proteger a su
Capitana. No le importaba capturarla viva o muerta, esos extraños compuestos
moleculares seguirían allí, ni le importaba la presión de su gobierno y la de
prácticamente medio mundo; aquella mujer que admiraba estaba en peligro y no
dudaría en tirar del gatillo.

—¡Johan, te he dicho que te quedes atrás! —Ámbar tomó la empuñadura de su


espada en el momento que vio al ángel correr hacia ambos.

La joven Querubín aún estaba frustrada por no haber sido capaz de proteger al
líder de la legión. No era una guerrera nata, lo sabía, y tal vez por haber estado en
una pelea de ángeles se había acobardado. Pero enfrente solo había un par de
humanos; demasiado inferiores, demasiado débiles, perfectos juguetes para
desquitarse y demostrarse a sí misma que era hábil. No sentiría remordimientos si
les hiciera recordar su lugar.

De un tajo, la muchacha partió en dos el arma de Johan. Le agarró la muñeca para


tirar de su brazo, mientras que con el mango del sable martilleó, de arriba abajo,
el brazo del joven. Un terrible crujido se oyó junto con un largo alarido. De una
patada al estómago, la Querubín alejó violentamente al muchacho, quien cayó a
varios metros de distancia, retorciéndose en el suelo.

Ámbar desencajó la mandíbula. El traje les daba fuerza de diez hombres, eso era
una certeza. Los ángeles tenían aproximadamente la fuerza de doce hombres,
aquello era solo una aproximación teórica debido a los análisis. Se sintió como una
hormiga miserable bajo el escrutinio de un ser que probablemente, visto lo visto,
triplicaba sus fuerzas.

Desenvainó su espada y la usó para protegerse del violento sablazo que la


muchacha había pretendido asestarle. Apretó los dientes y forzó cada músculo del
cuerpo para no ceder; aquella aparente joven era demasiado fuerte para ser
verdad. Parecía que en cualquier momento su espada se rompería, por lo que
activó la descarga eléctrica en su máxima potencia.

Desde lo lejos, todos contemplaron el fugaz brillo blanquecino que causó la


espada, similar a un relámpago desplegando sus garras para rasgar al enemigo
angelical.

—Sigues en pie —dijo Ámbar, viéndola retroceder varios pasos—. Un ser humano
habría terminado inconsciente.

—¡Necesito volver! —gritó Perla con una mirada feroz que alojaba ojos húmedos.

—Pues lo siento mucho —respondió la mujer, guardando su espada en la espalda.

La joven sintió una garra fría ceñirse en su cuello. Alguien tras ella había lanzado
lo que parecía ser un collar metálico y la fuerza del tirón hizo que diera varios
pasos hacia delante; soltó su sable para agarrar la extraña argolla que se cerraba
perfectamente. Su sangre empezaba a hervir al entender que trataban de
capturarla como a un animal salvaje. Pero antes de girarse para ver quién había
osado tratarla así, se desplomó sobre el suelo y sus ojos solo vieron oscuridad.

El Teniente Santos saltó del helicóptero y cayó en la azotea del Mirante do Vale,
sujetando una bayoneta de acero, adornada con luces y visores varios a lo largo
del arma. Miró al ángel, pero no le prestó demasiada atención y caminó hasta su
camarada que había quedado herido. Estaba preocupado, si el helicóptero se
hubiera posicionado mucho antes en el lugar correcto, nada de aquello hubiera
sucedido. No obstante, sonrió en el momento que comprobó que, salvo el brazo
doblado horrorosamente, el chico estaba bien.

—Venga, arriba —dijo agachándose para tomarle de su brazo sano.

—¿El Éxtimus? —preguntó Johan con la voz jadeante.

Ámbar se inclinó hacia el ángel y apartó los mechones rojos que cubrían la frente
perlada de sudor de la muchacha. A sus ojos, era solo una niña, pero poseedora
de una ferocidad inusitada. Notó que a Johan solo lo había desarmado y varias
dudas la asaltaron. ¿Por qué querría perdonarle la vida y deshacerse solo del
arma? ¿Acaso pretendía hacer algo similar con ella? Por lo que sabía, los ángeles
no tendrían piedad de nadie, pero lo que vio en aquella azotea del edificio
contrastaba con lo que conocía.

—Unos segundos más y no habríais sobrevivido —aseveró Santos.

—¿Tú lo crees así? —se preguntó ella, activando la hendidura del casco para
desplegar su visera.

—Bueno… no me parece precisamente una paloma mensajera de amor —protestó


el subordinado Johan, arrancando una carcajada de Santos.

—Lo que creo —continuó Ámbar— es que, si ella hubiera querido, estaríamos
muertos desde el momento que saltamos del helicóptero. Es más fuerte de lo que
hubiera imaginado.

—¿No te habrás encariñado con el pájaro, jefa? —preguntó Santos.

No respondió, sino que agarró al vuelo una pluma que revoloteaba frente a ella.
“De todos los lugares en los que podrías haber caído, has tenido que parar
justamente aquí”, se lamentó, guardándola en su puño. “Bienvenida a la jungla,
ángel”.

Se sentó sobre una rodilla para cargar en sus brazos a la muchacha alada: era
liviana, más de lo que hubiera esperado; tal vez volar se le diera fácil de esa
manera, concluyó, levantando la mirada hacia el helicóptero que se acercaba.

Volvió a escuchar el suave sonido del aviso de sus superiores, quienes esperaban
un reporte cuanto antes.

—Jefatura, tenemos al Éxtimus. La estamos llevando inmediatamente.

IV

Atardecía en la cala de un atestado Río Aqueronte donde no cabía ni una pluma


más. Si antes fueron los extensos jardines los que estaban a rebosar de ángeles,
ahora todos los miembros de la legión, guerreros o no, fueron al lugar para
observar a los tres Dominios elegidos para la tarea encomendada por los
Serafines: localizar y traer de vuelta a Perla lo más rápido posible.

Los ángeles le abrieron un pasillo para dar camino a Nyx, Hidra y Fomalhaut,
quienes se enfilaban rumbo al Aqueronte con sus rostros serios y poco expresivos.
Cada uno portaba el arma con la que mejor se desenvolvían: Nyx llevaba en su
espalda un arco de caza, Hidra tenía enfundada una espada en su cinturón
mientras que dos sables cruzados refulgían en la espada de Fomalhaut. Muchos se
preguntaban, al ver al trío de ángeles plateados, si al menos sus corazones no
apresuraban latidos. Abajo había un reino inexplorado y desconocido para ellos;
además, abajo, probablemente, les aguardaba el temido ángel de las profecías.

Irisiel se había sentado sobre una alta rama de un árbol, alejada de la cala y
rodeada de algunos de sus estudiantes. Estaba inquieta viendo cómo los Dominios
avanzaban inexorablemente. Se inclinó ligeramente hacia adelante como un halcón
que desea levantar vuelo; cuánto deseaba, muy por dentro, ser ella quien bajara
para buscar y encontrar a Perla. Necesitaba hablar con ella, tal vez pedirle
disculpas, tal vez, ahora que su maestro había desaparecido, ofrecerse como su
tutora.

“Emocionalmente inestable”, se repitió para sí misma. Tal vez debía trabajar en


eso también, pensó. Ella y el resto de la legión.

—Encontradla rápido —susurró. Se mordió los labios pues, ¿qué haría cuando la
trajeran? Ni ella misma lo sabía, pero le parecía infinitamente mejor tenerla en los
Campos Elíseos antes que en el reino de los mortales. Temía por ella… y temía por
los humanos.

—Me pregunto en qué pensarán —dijo Durandal, suspendido en el aire, en otro


extremo del lugar. Rodeado de algunos de sus estudiantes, experimentaba cierto
nivel de celo viendo a los tres Dominios. Deseaba ser él quien atravesara el río
para ir allá, a ese reino libre que tanto anhelaba.

Achinó los ojos al ver que tres hembras se interpusieron en el camino de los
Dominios.

La rubia Zadekiel extendió sus alas y brazos para llamar la atención de aquellos
ángeles de rostros impasibles. La sorpresa fue mayúscula, todos alrededor se
preguntaron qué hacía la cantante principal del coro angelical interrumpiéndoles la
misión. Para colmo con un rostro no muy amistoso. Tras ella, sus dos alumnas,
Aegis y Dione, se ocultaban tras las alas de su maestra.

—¡Fomalhaut! —gritó Zadekiel.

—¿Qué deseas? –preguntó Fomalhaut, confundido, tanto como Nyx e Hidra.

—Cuando encuentres a Perla… —Zadekiel tomó respiración y lo fulminó con la


mirada—. ¿Qué harás cuando la encuentres?

—¿Por qué me lo preguntas?

—¡Se trata de mi alumna! ¡Tengo la potestad de saberlo!

—Controla tus impulsos, ángel —interrumpió Nyx al notar el estado alterado de la


hembra—. Estamos bajo las órdenes del Serafín Rigel.

—¿Ves, maestra? —susurró la tímida Aegis—. Si Rigel ha ordenado esto, no


tenemos por qué temer. Él aprecia a Perla…

—Sí, mejor dejémosles continuar su camino —susurró Dione—. Que suficiente


vergüenza estamos pasando a la vista de todos…

—¿¡Y qué harás tú, Fomalhaut!? —insistió Zadekiel.

—Pero, ¿cuál es tu problema con él? —le reprendió Dione—. ¡Hay otros dos
Dominios también!

—Me debo al Serafín Rigel —Fomalhaut asintió seriamente.


—Ábrenos el paso, debemos continuar —agregó Hidra.

Pasaron a su lado, pero las dos alumnas podían sentir la tensión en el aire cuando
Fomalhaut y Zadekiel se miraron brevemente a los ojos. Indiferente él, penetrante
ella. “Te equivocas”, pensó la maestra, “si crees que me cruzaré de alas sabiendo
que vas a por mi alumna”.

Los tres Dominios extendieron sus alas nada más pisar el agua y
cronométricamente se elevaron sobre el Aqueronte mientras toda la legión los
observaba con detenimiento. Tal vez, pensaban muchos, aún había tiempo para
recomponer las cosas. Tal vez, pensaban otros, esto no era sino el comienzo de un
gran problema.

Como saetas, los Dominios bajaron a velocidad frenética para entrar al río y
desaparecer en un fugaz chapoteo.

—Maestra… discúlpame, pero… —Aegis dobló las puntas de sus alas mientras se
armaba de valor—. ¿Por qué no confías en Fomalhaut?

—¡Hmm! Tengo mis razones, Aegis. Volvamos.

—No te ha convencido, ¿no es así?

—¡Para nada! ¡Dione, Aegis! Créanme cuando les digo que no me voy a quedar
con las alas quietas.

Poco a poco los ángeles en la cala se dispersaban para volver a sus actividades,
mientras que los estudiantes del Serafín Rigel descendían en la orilla para
cerciorarse de que nadie cruzara el río. Durandal, a lo lejos, sonrió; se le hacía
evidente que toda la seguridad montada era por él. Irisiel, al otro extremo,
extendió sus seis alas para levantar vuelo y dirigirse a la gran biblioteca de las
Potestades; debía hacer fuerzas para enfocarse en la legión que ahora dependía de
los Serafines.

—No seas insensata, Zadekiel —se preocupó Dione, agarrando el ala de su


maestra—. ¿Qué pretendes hacer?

La rubia se giró para mirar a sus dos preocupadas alumnas. Su ceño fruncido no
se lo iba a quitar ninguno de los dioses, pensaban ellas. La maestra se acercó y,
luego de mirar en derredor, les susurró:

—Voy a ir.

—¿A… adónde?

—¿A dónde más? Al reino de los humanos —asintió decidida—. Así que, ¿estáis
conmigo?
Continuará.

Destructo II Incluso las estrellas mueren


Segundo capítulo. En los Campos Elíseos se desató una pequeña rebelión que, tal vez,
sería la más grande de todas.

A lo largo de la orilla del Río Aqueronte, bajo las luces centelleantes de las
estrellas, varios de los estudiantes del Serafín Rigel vigilaban celosamente, ya sea
vuelos en escuadrones en formación “V” o caminando en solitario, para cerciorarse
de que ningún ángel de la legión escapara al reino de los humanos. Aunque el
Serafín Durandal ni sus alumnos habían mostrado interés en abandonar los
Campos Elíseos tras la huida de Perla, Rigel no se confiaba. Tarde o temprano,
pensaba él, Durandal aprovecharía para reclamar su anhelada libertad.

Aegis avanzaba agachada, dando pasos cortos entre los oscuros arbustos, no fuera
que la descubrieran infiltrándose en uno de los lugares, ahora, más celosamente
resguardados de los Campos Elíseos. Su amiga Dione la seguía detrás, igual de
cautelosa, oteando constantemente en derredor. Estaban nerviosas, ¿cómo
explicarían tal desacato si las pillaban? Unas simples miembros del coro angelical
no pintaban nada en un lugar como aquel.

—Aegis —susurró Dione—. Deberíamos volver.

—N-no —respondió insegura, siempre avanzando a hurtadillas—. La vi venir por


aquí.

Dione sonrió por lo bajo, no era usual ver a la tímida Aegis mostrando ese lado
rebelde. Su amiga nunca había quebrado las normas, nunca había contrariado a
nadie, odiaba las disputas y las bromas pesadas, bien que lo supo tras una tarde
en la que le ató las alas con una cuerda y la retó a un vuelo sin que ella supiera de
las ataduras. Pero parecía que Aegis se había envalentonado al ver cómo
cambiaron las tornas con la huida de Perla.

No obstante, Dione temía por su amiga, por lo que la sujetó de una de sus ala y
tiró hacia sí.

—Pues yo solo veo a los estudiantes del Serafín Rigel, y están por todos lados –
dijo levantando la mirada hacia la cala. Pero enarcó las cejas al comprobar que,
paradójicamente, no había nadie vigilando el sector donde observaba.

—¿P-piensas detenerme, Dione? —preguntó sacudiendo su ala para soltarse del


agarre—. Nadie te obliga a seguirme. Si no me vas a ayudar… pu-puedes volver a
Paraisópolis.

—No seas necia, Aegis, no te voy a abandonar. Pero… ya te dije que no tiene
sentido que Zadekiel haya venido aquí.

—Pero vino, yo la vi. Y vino sola. ¿Por qué no nos pidió ayuda?

Ambas sintieron un frío correr sobre sus espaldas en el momento que una fémina y
reconocible voz bramó en la orilla del Aqueronte.

—¿¡Pero qué cosas os ponéis a decir!? ¿¡Para qué yo querría pedir ayuda!?

Aegis y Dione dieron un respingo de sorpresa. Asomaron la mirada por encima de


los arbustos y observaron hacia el río a una hermosa ángel, por delante de la
gigantesca Luna. De larga cabellera dorada que era mecida por la húmeda brisa
del Aqueronte, su maestra Zadekiel las miraba con el ceño fruncido, como si de
alguna manera estuviera a punto de regañarlas por haber desafinado la voz
durante las prácticas.

—¡Maestra! —Aegis salió de los arbustos y se acercó lentamente para darse cuenta
de que su instructora pisaba a un ángel tumbado sobre la arena. Empuñó sus
manos y las llevo hacia sus pechos, aspirando tanto aire como le fuera posible—.
¡Ah! ¿L-lo has matado? ¿Has matado a un ángel?

—Claro que no –Zadekiel lanzó, a un lado, una rama gruesa que sostenía en la
mano—. Solo le he dado un golpe muy fuerte.

—¿Adónde vas, Zadekiel? –Dione también salió de entre los arbustos en búsqueda
de respuestas.

—¿No es obvio? ¡Voy a rescatar a mi alumna! ¡Perla está sola en el reino humano!

—Maestra –suspiró Aegis, doblando las puntas de sus alas—. Así que lo decías en
serio. Eso es admirable.

—Y lo haría si cualquiera de mis alumnas pasara por lo mismo –afirmó caminando


hacia el río. En el momento que pisó el agua, se giró para revelarles su rostro
preocupado—. Además, no confío en Fomalhaut.

—¿Fomalhaut? —preguntó Dione, recordando al Dominio a quien su maestra le


había regañado durante la tarde—. ¿Cuál es tu problema con él?

—¡Ya les dije que tengo mis razones!

—Eso no nos sirve, Zadekiel. ¡Dínoslo de una vez!

—¡Hmm!… Fomalhaut es el único Dominio que va a nuestras noches de coro. Es


por eso que dudo de él. ¿Estáis contentas?

Un largo silencio se hizo presente en el Aqueronte, solo cortado de vez en cuando


por el sonido de la brisa. Las dos alumnas miraban confusas a su maestra, sin
saber qué decir.

—Esa es… —Dione hundió el rostro entre sus manos—. Esa es una razón de lo más
estúpida para dudar de él.

Pero Aegis sabía que su maestra nunca bromeaba cuando hablaba de cánticos y
coros. Aunque, al igual que Dione, no entendía cómo algo tan inocente como
presentarse para oír los cánticos angelicales pudiera ser considerado como
sospechoso o que generase desconfianza. Después de todo, prácticamente toda la
legión asistía a los coros.

—Maestra… ¿Qué tiene de malo?

—¿No es obvio? Los Dominios no sienten emociones. No temen, no sufren. Solo


analizan y actúan. ¡Hacen lo que consideran correcto sin remordimiento alguno!
¡Meras herramientas! —empuñó sus manos—. Es por eso que los han enviado a
buscar a Perla, porque no actuarán como los ángeles que, guiados por sus
emociones, quisieron matarla la noche que huyó. ¿Qué os digo siempre sobre la
responsabilidad que tenemos como coro angelical?

—“Los cánticos influyen en el cuerpo y la mente de la legión. Canalizan las penas


de los ángeles, alivian los pesares e incrementa la alegría en el alma” —Aegis
repitió el usual discurso de su maestra.

—Tal cual. Ningún Dominio va a nuestros coros porque no necesitan aliviar una
angustia que no sienten ni sentirán. Pero Fomalhaut… él siempre está allí para
escucharnos, sentado sobre una rama del árbol cerca del escenario.

—Ahora que lo dices —concluyó Aegis, tocándose la barbilla—. Es verdad que era
usual verlo durante los cánticos.

—¿Y entonces qué? —preguntó Dione—. ¿Crees que Fomalhaut puede


experimentar emociones?

—¡No lo sé con certeza, Dione! Pero si siente emociones, ¿cómo crees que actuará
si encuentra a Perla? ¡Era uno de los guardianes del Trono! ¿Tal vez querrá vengar
su muerte? Es por eso que he decidido ir al reino humano. Así que, ¿me vais a
delatar?

—Jamás –Aegis negó con la cabeza—. Yo iré contigo, Zadekiel.

—¿En serio?

—Sí –asintió con los ojos cerrados—. Perla es una amiga. Además, sola no podrás
encontrarla. Mejor cuatro alas que dos.

—Supongo que mejor seis alas que cuatro –suspiró Dione, sacudiendo su mano al
aire. En el fondo no quería abandonar a su amiga Aegis. El imaginarla sola en el
reino humano le causaba un agobio insoportable—. Hacedme un lugar en vuestra
pequeña rebelión.

—Eso es, somos tres –la maestra asintió decidida—. No os preocupéis, la


encontraremos y volveremos para practicar nuevas canciones.

—¿Por qué estás tan segura? –preguntó Dione—. Entraremos al Aqueronte y


caeremos en quién sabe dónde. En el desierto, en el mar, o peor, ¡en los polos!
¿Sabremos a dónde ir y qué hacer para encontrarla antes que los Dominios?

—Confía en mí –tranquilizó Zadekiel, acercándose para tomar la mano de Aegis,


extendiendo la otra hacia Dione, quien seguía dubitativa—. Escúchame, Dione, me
conocen como el ángel con la voz más hermosa de la legión, pero muchos olvidan
que también soy un Dominio, sé rastrear.

—No, no lo eres… —gruñó Dione.

—¿¡Y qué más da que no lo sea!? –se acercó para tomarla de la muñeca—. ¡Venga,
vamos!

—¿A qué ha venido decir que eres un Dominio?

—¿Ibas a venir conmigo sabiendo que no tengo habilidades de rastreo, Dione?

—No lo sé –se encogió de hombros—. Pero no voy a seguir a una mentirosa…

—¡No caeremos en los polos, necia!

Y tirando de la mano de sus alumnas, Zadekiel se adentró en el Río Aqueronte.


Ninguna sabía qué les deparaba en búsqueda de su amiga, allá en ese ignoto reino
de los mortales, pero era mejor que esperar sentadas, mejor que ser meros
testigos del avance inexorable del tiempo sin ser capaces de reclamar un lugar en
la historia. No eran las más fuertes, ni siquiera tenían condiciones físicas como las
de los guerreros de los Serafines, pero entraron a las frías aguas entre chapoteos,
risas y esperanzas de encontrar un final mejor que el que las profecías dictaban.

Se forjó, en la noche del Aqueronte, una pequeña y torpe rebelión que, tal vez,
sería la más grande de todas. Se pactó una promesa que parecía tener la fuerza
de dar un golpe triunfal al propio destino.

—¡Nunca temas al lado de un Arcángel, Dione! —gritó Zadekiel.

—¡No eres ningún Arcángel, maldita!

—¡Pero podría serlo, nadie ha reclamado ese cargo!

—¡No creo que eso funcione así!

II

Ámbar avanzaba por los pasillos blanquecinos y opacos del Hospital Militar de
Nueva San Pablo. Guardó las manos en los bolsillos de su gabardina e intentaba,
de una manera u otra, pasar desapercibida entre el gentío y los médicos.
“Habitación 709”, pensó, agachando la cabeza. Pero era imposible que no la
notasen; siempre había uno que la felicitaba al reconocerla y pronto le seguían
más. Nunca había experimentado la fama y le parecía agobiante.

Avanzaba. Y aguantaba los embates de doctores, enfermeras y algún que otro


periodista que logró colarse entre el gentío y personal médico, quienes lanzaban al
aire sus esferas fotográficas para captar cuanta imagen fuera posible, aunque bien
estos rápidamente eran abordados por los agentes de seguridad.

“¿Qué le dijo el Éxtimus, Capitana? ¿Qué le respondió usted?”.

“Capitana, es un honor tenerla por aquí. Muchos pacientes han preguntado si su


visita aquí era cierta, ¿podría acompañarnos, tal vez, más tarde, para
saludarlos?”.

“¿Nos permitiría una foto, Capitana?”.

“¿Ha pensado en publicitar su imagen para productos de belleza? Piénselo, su


rostro en un pote de gel. Án-gel. ¿Lo pilla? Án-GEL.”

Cuánto logró cambiarlo todo una fotografía que algún periodista, desde un
helicóptero civil, logró obtener cuando ella capturó al Éxtimus en el Mirante do
Vale. Su pose de mujer fuerte sosteniendo en los brazos a un ángel derrotado,
significaba no solo un salto a una fama que ni esperaba ni le agradaba: ahora, sin
ella quererlo, representaba el triunfo de la humanidad sobre lo sobrenatural. El
triunfo de la tecnología sobre seres que otrora habían destruido la civilización.
Ámbar era ahora la cara visible de una nueva época en donde los hombres y
mujeres se deshicieron de un miedo latente y clamaron a los cielos su
independencia.

Y lo odiaba.
Entró a la habitación 709 y se recostó contra la puerta, vaciando sus pulmones.

—¿Capitana? —preguntó Johan desde la cama donde reposaba.

El joven subordinado estaba en observación debido a la paliza que recibió de parte


del ser celestial, pero todo apuntaba a que pronto saldría. Con una escayola en el
brazo partido que, eso sí, se la retirarían esa misma noche.

La mujer se inclinó hacia el muchacho y posó el dorso de la mano sobre su frente.

—¿Cómo estás?

—Mucho mejor ahora —respondió con el rostro iluminado—. Gracias, Capitana.

—Hmm —gruñó, meneando la cabeza—. Déjate de formalidades y dime “Ámbar”.


Ahora estoy de civil.

La mujer se sentó al lado de la cama; en la pared frente a ellos se proyectaba un


holograma en donde veían las noticias del día. Ámbar estaba cansada de mirar los
telediarios: si no hablaban del ángel capturado, narraban la dura vida que tuvo la
mujer que la capturó. “Todo este show mediático montado a mi alrededor. Tenía
que haberlo supuesto…”, pensó suspirando; cerró los ojos mientras hundía el
rostro entre sus manos.

—¿Estás bien?

—Quieren mi foto para ponerlo en un pote de gel.

—Vaya, eso es… Oye, Ámbar —el joven levantó levemente su brazo roto—. ¿Me
firmas la escayola?

La mujer echó a reírse. Era la primera vez en todo el día que lo hacía y desde
luego necesitaba quitarse la tensión acumulada. Johan, por dentro, se sintió
orgulloso de haberle arrancado aquella risa, de haberle levantado el humor y ese
rostro alicaído de aquella Capitana tan brava. No era algo al alcance de cualquiera.

—Me has hecho reír, así que te lo concederé, chico —dijo retirando un rotulador
láser, acercándose para firmársela—. ¿Quieres alguna frase en particular?

—Pon un bonito “Para mi fan número uno”.

—¡Ja! Gracias. No por lo del fan —meneó la cabeza con una sonrisa de lado
mientras firmaba la escayola—. Eso es ridículo. Sino por protegerme allá en el
Mirante do Vale.

—Ni lo menciones —se acomodó en su cama, mirando el techo—. Quedé como un


imbécil.
—Nada de eso. Aprecio lo que hiciste, no lo olvidaré. Siempre soy yo quien se
pone al frente y a todos les parece bien. Todos tienen una madre, una pareja, un
hijo, una hermana… y yo comprendo que quieran anteponer eso cuando surge el
peligro. Pero fue reconfortante tener a alguien que, por un momento, se olvide de
sí mismo y se ofrezca como el escudo de una.

—¿En serio? Para ser sincero, pensé que me caería un reporte de tu parte…

—Bueno, por esta ocasión se queda entre nosotros. Luego de que termine esto,
me gustaría invitarte a un café. ¿Qué dices?

—“Cuando termine esto”. ¿Qué pasa? ¿Aún hay más?

Ámbar lo miró a los ojos y confesó con preocupación:

—El Éxtimus está en un cuarto de máxima seguridad, en uno de los últimos pisos
del “Nova Céu”. Entraron dos soldados en trajes EXO, por precaución, para
interrogarla. Pero se niega a hablar.

—Pero contigo sí habló…

—Es precisamente por eso que me pidieron que vaya y hable con ella. Si me
preguntas, ni siquiera sé la razón de por qué lo hizo conmigo allá en la azotea…

—¿Lo harás?

—¿Qué pasa, chico? ¿Te preocupa lo que me pueda pasar?

—Bueno… —se rascó la barbilla—. Claro, me preocupa lo del café. Espero que el
casco del traje EXO que lleves no tenga problemas como el que tuvimos cuando la
confrontamos. ¿Ya lo revisaron?

Ámbar abrió los ojos cuanto era posible. Recordó el momento en el que, cuando
enfrentó al ser celestial, tuvo que desplegar su visera debido a una falla en el
sistema informático del traje táctico EXO. Un par de chispas saltaron en su cabeza.

—Johan… —dijo con la mirada perdida—. Eso es… Ese maldito casco…

—¿“Maldito… casco”?

En medio de la jungla de acero destacaba uno de los edificios más altos, el “Nova
Céu”, de luces azuladas que sobresalía del resto de rascacielos de brillo
blanquecino. Rodeado constantemente de esferas de vigilancia que iban y venían a
su alrededor, artefactos que en su momento detectaron la intrusión del ángel en la
metrópolis, se trataba de una auténtica fortaleza militar, propiedad del gobierno y
a disposición de la policía estatal de Nueva San Pablo.

Cualquiera que caminara en las inmediaciones detenía su rutina y levantaba la


vista por unos momentos para mirar a lo alto, entre los últimos pisos, pues era
sabido por todos que allí tenían apresado al Éxtimus capturado. Y estaría así hasta
que el Estado de Nueva San Pablo anunciara a quién había decidido venderla para
su traslado y estudio. Según las corporaciones farmacéuticas, las
experimentaciones con un ser inmune a todas las enfermedades humanas
facilitaría el desarrollo de nuevas curas y por ende se vislumbraba un futuro
utópico para la sociedad.

Muchos se preguntaban si aquello era lo adecuado. Si el ser celestial siguiese


apresado, o incluso si muriese siendo objeto de experimentos, tal vez despertase
la ira de un ejército celestial. Pero la humanidad aún estaba eufórica celebrando la
victoria de los suyos sobre los ángeles y no temían a ninguna amenaza externa.

El cuarto donde la habían encerrado no era muy espacioso; de un blanco pulcro y


brillante, en donde solo había una fina cama adherida a la pared y un taburete
frente a esta. Tan solo rompían con el monótono blanco las cámaras y altavoces
desperdigados en cada esquina.

La vigilaban constantemente, aunque ella no estuviera al tanto. Del otro lado de la


habitación, tras la pared, se apostaba todo un cuarto de control con cámaras y
medidores varios. Era un equipamiento básico y rudimentario; no había científicos,
solo militares que, con el correr de las horas, observaban con aburrimiento al ser
celestial.

—Me pregunto qué tipo de música le gustará al pajarraco —se preguntó el


Teniente Santos, dándole un mordisco a un bastoncillo de papa frita.

El comentario arrancó alguna risa suelta en el grupo. Él estaba frente a uno de los
hologramas que se desplegaban, en donde se la veía sentada al borde de la cama,
cabizbaja, como si estuviera pensando en algo. Bajo la cama guardó sus botas de
cuero y, de vez en cuando, caminaba por la habitación para recoger algunas
plumas que se desprendían de sus alas. Tenía el mismo collar que le habían
cerrado en el cuello; si realizara cualquier acto hostil la pondrían a dormir, pero
hasta el momento se comportaba serena.

—Luce joven, tal vez le guste un grupo esos de adolescentes —sugirió un soldado.

—Pero si esos son terribles, nada como los músicos de mi época —agregó otro.

—No te dejes guiar por su apariencia, podría tener decenas de miles de años —
Santos apuntó, con la patata, a la imagen del ángel en el holograma—. Tal vez le
guste la clásica.

Estuvo a punto de poner algo de música a través del altavoz, acto curioseado por
los aburridos presentes, pero todos dieron un respingo del susto cuando la
Capitana entró al cuarto de control abriendo las puertas de par en par.
Inmediatamente, Santos escondió el cono de cartón de comida rápida, entre los
proyectores, no fuera que la mujer le regañara.

Ámbar estaba aún de civil, gabardina y pantalón elegante. Buscó por Santos, con
la mirada, mientras hacía caso omiso a las felicitaciones de los hombres allí
apostados. Notó que alguien se levantó de su asiento para hacerle una reverencia
a modo de broma.

—Es un honor tener a la mujer más famosa del momento, jefa.

—Déjate de memeces, Santos, voy a entrar.

—¿Sin el EXO?

La mujer se acercó a la compuerta que daba al cuarto del ángel; la vio de arriba
abajo. Estaba fabricada con una aleación más fuerte que el titanio y de un
considerable grosor, sin manija ni mecanismos a la vista, salvo por las varias
barras horizontales que la sellaban. Solo cedería con una aprobación.

—Entraré sin el EXO. Ábreme la condenada puerta, te lo acabo de pedir


claramente.

—Espera, jefa, no te sigo…

—El ángel reaccionó cuando desplegué la visera de mi casco y vio mi rostro. Fue
por eso que me habló. Necesita un rostro humano, o mejor dicho un rostro que le
resulte familiar, no soldados armados. ¿Tengo que pedirte de nuevo que la abras o
quieres que solicite una renovación de tus implantes cocleares?

—Espera… Jefa, sin traje EXO te expones a morir de un golpe. ¿No opinaría lo
mismo Johan, ahora en el Hospital? Sabes más que nadie cuán fuerte es ese
pajarraco.

—¿Los jefazos quieren que ella hable? La haré hablar pues… —se detuvo y miró un
cono de cartón medio escondido entre los proyectores—. ¿Qué tienes ahí? —lo
agarró rápidamente—. ¿Papas fritas?

—No me mires así, no he comido nada desde lo de anoche.

—Esto no es un maldito comedor, Santos. Voy a entrar —dijo mostrándoles las


papas—. Ábreme la puerta si no quieres un reporte por esto.

Tras un suspiro de parte del hombre, pronto las varias barras gruesas empezaron
a ceder para dejar libre la compuerta. “Me pregunto si me recordará”, pensó
Ámbar mientras veía el acceso abrirse. Y si la reconociese, ¿querría revancha?
Después de todo Santos tenía razón; sin la protección de su armadura táctica, el
Éxtimus podría matarla en un suspiro. “Aunque no dejan de llamarme la
atención…”, vació los pulmones mientras entraba. “Aquellos ojos suyos, a punto de
llorar”.

Luego de avanzar, se enmascaró tras un rostro impertérrito y pose


despreocupada, mientras la compuerta tras de sí se cerraba.

—El jefazo nos va a colgar, Ámbar —continuaba insistiendo Santos desde los
altavoces—. Hay protocolos que cumplir.

—Pues ponle al día si pretende hacerlo. Somos héroes nacionales. Hasta


mundiales, Santos. No se atrevería a colgarnos.

—Y tienes mis papas…

—Lo sé —levantó el cono de comida rápida a la cámara—. Me sé de alguien que


tampoco habrá comido desde lo de anoche.

Perla creyó reconocer la voz femenina y levantó la mirada. Tal como sospechaba,
se trataba de la misma mujer con la que había dialogado en la azotea del edificio
donde cayó. Y desde luego, al ver un rostro familiar, que por más que fuera
humana no poseía ninguna diferencia al de los ángeles, se tranquilizó. Estaba
nerviosa, se sentía abandonada y necesitaba hablar con alguien.

“Híbrido”, pensó la joven por un momento, recordando la frase que aquél ángel de
alas y túnica negras le había dicho en los Templos del Trono. “Entonces, ¿tengo
una madre o un padre humano?”, se preguntó, viendo arriba abajo a la mujer.

—Libérame —dijo la muchacha alada en un perfecto portugués, tocando su collar.


Aquello causó un respingo generalizado en el cuarto de control; se trataba de las
primeras palabras que pronunciaba el Éxtimus desde que fuera capturado.

—Esa no es mi área, ángel. No me corresponde decidir eso.

—Mi sable.

—¿Tu sable? —la Capitana se sentó en el taburete frente al ser celestial—. Es una
espada muy bonita, pero extraña. Las pruebas con carbono 14 indican que tiene
una antigüedad de más de mil años, y la frase en dialecto jalja indica que
probablemente era de algún soldado del ejército mongol.

—Es mía —dijo por lo bajo, acomodándose en el borde de la cama.

—¿Acaso se la robaste a Gengis Kan?

—¡Es mía! —gritó apretando los puños y extendiendo sus alas, como un
recordatorio de que estaba dialogando con un ángel, un ser superior.

—Tranquila, mi culpa —la voz de Ámbar era calma, aunque su corazón se quería
desbocar. No debía dejarse amedrentar. Si la enervaba, probablemente acabaría
muerta, tal y como Santos temía—. Necesito que me ayudes.

—¿Qué es lo quieres de mí?

La Capitana se tranquilizó al ver la actitud predispuesta de la joven. “En cierta


forma me la recuerda”, se dijo por dentro, recordando a su hija y los arrebatos
que solía tener. Una relación que ayudó a que Ámbar supiera qué tono utilizar
durante el interrogatorio. Hablaría distendida, como una amiga. “O, más bien,
como una madre…”, concluyó.

—¿Cómo te llamas, niña?

—¡Hmm!

Perla se cruzó de brazos; no era una niña, era un ángel, un ser inmortal, ella, por
esa naturaleza, se decía a sí misma que estaba por encima de cualquier humano;
no permitiría que nadie llevara las riendas de ninguna conversación. En cierta
forma, aquella Querubín, aquella niña altanera que fue, aún salía de vez en cuando
a relucir.

—Dime primero el tuyo, mortal —hizo énfasis en la última palabra.

—Ámbar Moreira.

“Es bonito”, pensó fugazmente Perla. Pero no iba a darle el gusto, por lo que,
haciendo un mohín, sacudió sus alas y afirmó:

—Tienes un nombre raro.

—¿Estás segura de que no quieres papas fritas? ¿O los ángeles no coméis?

—No quiero nada de eso —sacudió una mano al aire y ladeó su rostro para otro
lado—. Yo no como, pero hay quienes sí lo hacen.

—¿Hay ángeles que comen? —fue inevitable sonreír por lo bajo—. ¿Y entonces…
los ángeles…? Ya sabes… ¿vais al…?

—¿Los ángeles cagáis? —resonó por el megáfono. Ámbar se había olvidado que del
otro lado había un montón de hombres curioseando la conversación. Santos el que
más.

—¡Por los dioses! —Perla enrojeció, volviendo el rostro ahora para el otro lado,
incapaz de mirar a la mujer—. ¿Esto es lo que habéis venido a hacer? ¿Preguntar
tonterías?

—¿Podrías no entrometerte, Santos? —reclamó la indignada Capitana.


—¡“Santos” también es un nombre raro y tonto! —gruñó Perla, mirando a los
altavoces.

Meneando la cabeza, Ámbar se levantó del taburete y dejó el cono de papas en la


cama del ángel, quien apenas le prestó atención. Relajó las alas cuando la mujer
salió del cuarto. “Seguro irá a regañarlo”, pensó la pelirroja. “¡Qué atrevimiento!”,
se sonrojó, doblando las puntas de sus alas. Miró entonces el cono de cartón e,
imposible de negarse a su naturaleza curiosa, tocó fugazmente la punta de una
papa.

“Papas… fritas…”. Revoloteó la mirada por todo el cuarto, tratando de interesarse


en algo más, pero poco atrayente como era la habitación de blanco impoluto, fue
inevitable volver a fijarse en el cono de cartón. “¿Olerá mal?”, pensó inclinándose
para olisquearlo.

Luego de un par de minutos de ausencia, Ámbar volvió.

—Perdona, ángel. Ya no nos volverán a molestar.

—Epfero que fí.

La Capitana sonrió al verla masticar lenta y torpemente. “¿Acaso desconfía de


nuestra comida?”, se preguntó. “¿O simplemente no está acostumbrada a
comer?”. Pero se hizo lugar de nuevo en el taburete; era hora de tener respuestas
que medio mundo exigía.

—¿Por qué estás aquí y no arriba, ángel?

De nuevo, Perla se enfrentaba a una pregunta que la incomodaba demasiado.


Degustó toda la papa y se limpió las manos. Le había parecido deliciosa, mucho
mejor de lo que esperaba de algo cultivado por los “débiles y mortales seres del
reino humano”. Miró de reojo el paquete de cartón en donde había más de aquella
comida.

—Caí aquí por accidente —lentamente dirigió su mano a por otra papa.

Santos no pudo evitar su deseo de intervenir a través de los altavoces:

—¿Saltabas entre copos de nube y te resbalaste?

—¡Santos! —gruñó Ámbar, pasándose la mano por la cabellera—. Mira, si caíste


aquí por accidente, nos gustaría saber si bajarán para buscarte.

Perla agarró el cono de papas con ambas manos. Recordó a todos ángeles que se
abalanzaron a por ella en el Aqueronte. No le resultó una imagen muy agradable
de rememorar, esos gritos, esa desesperación y odio que percibió de la legión
hacia ella. Arqueando sus alas, confesó en un susurro casi inaudible:
—No lo sé…

—¿Cómo que no lo sabes? No me digas que allá arriba no hay alguien que te
extraña.

La alada asintió tímidamente. “Espero que los que me estén extrañando sigan
vivos”, pensó apretando el cono, recordando a sus dos ángeles guardianes,
además de su maestro, quienes la protegieron durante su huida.

—Y entonces, ¿no crees que ellos bajarán para buscarte?

Perla cerró los ojos y ladeó de nuevo el rostro. Cuando cayó al reino de los
humanos, los esperó en la azotea del edificio durante largo rato, pero nadie bajó
de los Campos Elíseos para rescatarla. La idea de que sus tres protectores habían
perecido durante la revuelta se hacía cada vez más probable.

“Si no me hubiera acobardado como una maldita niña”, se reprochó mientras sus
ojos empezaban a arder.

Cuánto deseaba regresar, pero no podía, al menos no hasta que supiera volar.
Pero si supiera, ¿cómo la recibirían? Se le acumuló todo de nuevo, su debilidad, la
impotencia de no poder proteger a sus allegados, su incapacidad de cruzar los
cielos por el miedo a las alturas, su verdadera naturaleza. El sollozo fue inevitable,
aunque casi imperceptible.

“¿Acaba de… hipar?”, pensó Ámbar, achinando los ojos. Se inclinó hacia el ángel
como si no terminara de creérselo. Creció gran parte de su vida con la idea de que
aquellos seres celestiales carecían de emociones, sentimientos y sin aprecio por la
vida; no tenían más parecido que los humanos que el aspecto físico. Pero desde
que vio a la joven varios de sus mitos personales empezaron a derrumbarse.

—¿Estás llorando?

—N-no, claro que no…

Ámbar pilló la mentira debido al balbuceo y miró hacia atrás, hacia las cámaras,
esperando alguna sugerencia de parte de sus compañeros. No tenía forma de
saber que, del otro lado del cuarto, todos estaban tan desconcertados como la
mujer. Más que un extraño ser cuya raza había destruido la civilización siglos
atrás, parecía anteponerse la imagen de una joven sumergida en un nuevo mundo,
sufriendo tal como lo haría un ser humano. Santos dejó el aire bromista y adquirió
un gesto más serio, pero a diferencia de los demás hombres en el cuarto de
control, no iba a dejarse afectar; no olvidaba el violento ataque que le propinó a
su camarada.

La Capitana suspiró al volverse hacia el ángel. No era buena con el rol de policía
conciliadora. ¿Debía sentarse a su lado? ¿Tal vez acariciar esas grandes y
radiantes alas? Cuando pretendía pedirle que se tranquilizara, Perla levantó el
rostro y la miró a los ojos: Era solo una joven, una niña a los ojos de una
conmovida Capitana, no una amenaza ni menos una cobaya dispuesta para
infinidad de experimentaciones a manos de las corporaciones farmacéuticas.

Pero, sobre todo, era un rostro demasiado similar al que ella recordaba de su hija;
de alguien cuyos ojos enrojecidos y húmedos imploraban consuelo ante la
desesperanza.

—Sofía —susurró Ámbar, extendiendo una mano hacia el ángel, como si por un
momento fuera su hija quien estuviera allí.

—¿Vas a burlarte de mí? —preguntó Perla, enjugándose las lágrimas fugazmente.

“¿Vas a burlarte de mí, mamá?”, resonó en la cabeza de la Capitana. Por un


momento, abandonó el cuarto del ángel y su mente viajó varios años atrás,
durante una noche de luna llena que iluminaba una plaza vacía, en los suburbios
de Nueva San Pablo, y en donde solo se oía el murmullo lejano del tráfico.

Ámbar bajó de su coche, viendo a lo lejos a su joven hija sentada sobre uno de los
tantos columpios de la plaza. Cabizbaja, parecía columpiarse de manera apenas
perceptible. La piel de la muchacha había palidecido en aquellos días, cuando la
variante del osteosarcoma aún no la había debilitado excesivamente, obligándola a
estar en cama.

En silencio, la madre se sentó en el columpio a su lado.

—Me tenías preocupada.

—Solo deseaba salir un rato de casa, mamá.

—Podrías avisar. Yo entiendo.

—Lo dudo —dijo la muchacha, cabeceando hacia la constelación de Orión—. No


salgo porque me aburra ni quiera escapar de nada. Verás, dicen que cualquier día
de este mes podría estallar la estrella Betelgeuse y convertirse en una gran
supernova que podría verse a simple vista.

—Hmm —gruñó la mujer, negando con la cabeza. La niña era parecida a ella, pero
su afán e interés por la astronomía los heredó de su padre—. Debí haberlo
supuesto.

—¿Qué? ¿Vas a burlarte de mí, mamá?

—¿Quién puede usar humor con estos ánimos? —Ámbar se encogió de hombros—.
No hay día que desee tener a tu padre con nosotras. Creo que él sabría hacer las
cosas mejor que yo.

—No —meneó la cabeza débilmente, dibujando, con el pie, figuras sobre la arena—
. Estamos bien así.

Ámbar hundió su rostro entre sus manos. No había vivido algo como aquello jamás
en su vida. Una enfermedad que consumía la vida poco a poco y cuya cura era
imposible aún con la tecnología disponible. Era una mujer fuerte, valerosa, de
fama contrastada entre sus colegas porque todo lo combatía de frente, porque
todo mal cedía con su insistencia, porque toda batalla era ganable. Pero cuando
miraba a su hija, esa que tanto la admiraba, el panorama se volvía desolador. No
habría victoria, no existía escudo capaz de protegerla de las garras de la muerte y
la mujer fuerte y valerosa que todos conocían se derrumbaba, incapaz de hacer
frente a la situación.

Despojada de su fortaleza, se hacía difícil mirar a los ojos de quien la tenía como
heroína.

—Sé que no he sido la madre perfecta —continuó la mujer—. Pero permíteme…


déjame quedarme contigo.

—Bueno, vine aquí porque quería alejarme de ti…

—No digas eso, niña —Ámbar sintió una daga en el corazón y clavó sus uñas en su
vientre—. ¿Tan mal lo he hecho?

—Mamá… —la joven la miró a los ojos y, con esos labios pálidos, esbozó una
sonrisa—. Estaba bromeando. Contigo hasta el final.

Ámbar no supo cómo reaccionar. Alguien que tenía por delante solo días contados
estaba sonriendo y dándole ánimos. Tal vez, se decía a sí misma, aquella niña era
más sabia de lo que parecía, percibiendo cuánto sufría la mujer. Acercó una mano
hacia su madre y, levantando el meñique, la invitó a engancharlo con el suyo.

—¿Qué decías del humor con estos ánimos, mamá?

Pero la mujer se abalanzó hacia ella para rodearla con sus brazos.

—¡Ah! ¡Ma-mamá! ¡Es-espera! —reía la muchacha.

Aunque todo el cuerpo de la muchacha se paralizó al percatarse de un extraño


brillo azulino que poblaba la hierba de la plaza, lenta y paulatinamente. Sus ojos
se abrieron como nunca antes al darse cuenta del hecho histórico que empezaba a
acaecer en el manto negro del cielo.

—¡N-no me lo creo! ¡Espera, déjame un rato, solo un rato! ¡E-e-está reventando,


e-está sucediendo!

La estrella Betelgeuse, tal como habían pronosticado los astrónomos, estalló en el


cielo para convertirse en una supernova y, con su brillo azulino tan fuerte como
una segunda luna, tiñó la noche de la jungla de acero; un brillo que se perpetuaría
durante un par de años e iluminaría la moderna sociedad humana como una
hermosa postal del universo, pero al mismo tiempo un recordatorio de que nada
era duradero.

—No llores —susurró la hija, sin apartarse del abrazo. Elevó la mano hacia el cielo
y pareció acariciar la brillante supernova—. Incluso las estrellas tienen que morir,
mamá.

—Pero… ¡Por los dioses!, ¿qué estás haciendo? —protestó la Querubín cuando la
mujer la rodeó con sus brazos.

Perla luchó apenas unos breves segundos para apartarse del abrazo, pero no duró
mucho; extrañamente, sintió un algo cálido y apacible cuando, a base de un tirón
de Ámbar, su cabeza se hundió entre los pechos de quien fuera su captora. Era
una sensación avasallante y reconfortante que parecía calmarle el alma, un algo
nunca antes experimentado en su vida en la legión que hizo que todo su cuerpo se
relajara. Algo diferente al consuelo del Trono, al consuelo de los guardianes.

—No llores —dijo Ámbar—. Puede que no entienda tus problemas, pero sí creo
saber cómo se siente.

Tras un respingo, las enormes y radiantes alas de Perla se extendieron lentamente


para luego elevarse; aquello causó algún susto en el cuarto de control, pero todo
se relajó cuando notaron cómo el plumaje, como si fuera un manto, rodeó
completamente a ambas. La joven ya sabía que eran observadas, por lo que
necesitaba algo de privacidad. Aunque en el fondo también quería devolver el
afecto y consuelo recibido, pues no esperaba encontrarlo en el violento reino de los
humanos.

—Perla —susurró el ángel.

—¿Qué?

—Ese es mi nombre.

—Es un nombre muy bonito.

—Ám-ámbar… Escúchame, Ámbar… —su voz era aún más baja, aunque ya no se
percibía triste.

—¿Qué sucede? —susurró cómplice.

—¿Tienes…? Ámbar, ¿tienes más papas fritas?


III

El sol estaba en lo alto del cielo cuando los tres Dominios llegaron al reino de los
humanos.

Hidra se inclinó para palpar el suelo marmóreo de la azotea de forma cupular


donde descendieron y, levantando la mirada, notó en la lejanía un agolpamiento
de casas a un lado, repartidas ordenadamente hasta donde la vista alcanzara
mientras que un extenso prado se extendía al otro extremo.

—Se parece a Paraisópolis —dijo él, plegando sus alas, pues en los Campos Elíseos
había una división similar, entre la ciudad angelical y el gran bosque adyacente,
aunque allí la repartición de casonas era caótica.

—Antes de continuar —interrumpió Fomalhaut. Agachándose, palpó la figura de un


Querubín de mármol tallado cerca del borde de la cúpula. No se atrevía a mirar a
sus compañeros—. ¿Realmente estamos dispuestos a acatar las órdenes del
Serafín Rigel?

—¿A qué te refieres? —preguntó Nyx, otro quien admiraba el paisaje, pero tuvo
que girarse. Era una pregunta inesperada—. Los tres estuvimos de acuerdo.

—¿Os debéis al Serafín? ¿Nyx, Hidra? —insistió Fomalhaut.

—¿A qué viene esa pregunta? —protestó Hidra, quien tampoco entendía las
interrogantes de su camarada—. El Serafín Rigel es el de mayor rango ahora. Nos
debemos a él.

Fomalhaut suspiró como respuesta y, tras sacudirse las alas, lentamente dirigió
ambas manos a su espalda para tirar de las correas de sujeción de los dos sables.
Agarró las empuñaduras y las desenvainó. Sus dos congéneres ladearon el rostro,
incapaces de entender los motivos por el cual las empuñaba.

—Enváinalas —ordenó Nyx.

Fomalhaut se giró hacia ellos. Había algo en su mirada salvaje, muy distinta a lo
que se podría esperar de un Dominio, asociados a la apatía y falta de emociones.
Friccionó las hojas de sus sables, como un carnicero afilando sus cuchillas, y sus
dos compañeros supieron que la misión encomendada por el Serafín Rigel
peligraba.

—¿No has oído? ¡Envaina! —mandó Hidra, quien avanzó un paso firme hacia él, ya
con su brillante espada empuñada en la mano. “Se debe a algún traidor”, concluyó
viendo los ojos de su ahora irreconocible camarada. Los Dominios eran fríos y
calculadores, pero ese ángel frente a ellos, amenazante y altivo en sus gestos, se
rebelaba a su propia naturaleza.

“¿O acaso alguien lo está manipulando?”, pensó Nyx, justo en el momento en el


que Fomalhaut se abalanzaba velozmente hacia el espadachín.

El choque entre la espada contra los sables fue tan fuerte como veloz; apenas un
borroso refulgido; ambos ángeles se alejaron luego del encontronazo, sosteniendo
firmes sus respectivas armas. Hidra no iba a admitirlo, pero sus brazos temblaban
debido al violento choque y parecía que en cualquier momento su espada se le
resbalaría.

Fomalhaut estaba al tanto de la desventaja de luchar contra dos. Ante todo,


necesitaba comprobar la fuerza de Hidra, quien de seguro prefería una lucha
cercana, a diferencia de Nyx, quien querría alejarse cuanto antes y usar su arco de
caza aprovechando la distancia. Todo buen arquero buscaría alejarse, pensó, y
todo buen espadachín estaría ansioso de aproximarse y mostrar sus habilidades.

Inesperadamente, el envilecido Dominio extendió sus alas y se elevó sobre la


cúpula. Apuntando a Hidra con uno de sus sables, lo invitó a una lucha en el aire
que sabía no podría rechazar.

—Ven a por mí, carroña.

La batalla estaba servida.

En la Plaza de la Rotonda, ciudad del Vaticano, decenas de personas detuvieron su


rutina y se fijaron en el repentino baile de sombras que empezaba a vislumbrarse
sobre el pavimento. Levantaron la vista y contemplaron, muchos con el corazón en
la garganta, otros haciendo la señal de la cruz, la violenta lucha que acaecía sobre
la mismísima Basílica de San Pedro.

Habían vuelto. Los ángeles habían regresado tras más de trescientos treinta años
después del último Apocalipsis, y de nuevo iniciaban una sangrienta lucha.

Fomalhaut voló en círculo alrededor de un inexpresivo Hidra, que había subido y


aceptado la invitación a la batalla. Blandía sus sables de un lado a otro, a veces los
volvía friccionar con fuerza. E Hidra, impávido como estaba, lo seguía con la
mirada, atento a cualquier ataque repentino, apretando la empuñadura de su
espada.

Imprevistamente, una saeta rozó el ala de Fomalhaut, y él supo que Nyx, desde la
cúpula de la Basílica, tensaba su arco y buscaba así un mínimo descuido para
eliminarlo.

—Preferimos ser carroña a ser traidores de la legión —dijo el habilidoso arquero.

Tan rápido que parecía un relámpago plateado, Fomalhaut fue directo a por Hidra,
quien ya levantaba su espada. Otro choque de armas que hizo saltar chispas; otra
vez Hidra tambaleó. Pero observó de refilón un hilo de sangre que corría en el
brazo derecho de Fomalhaut; consiguió rasgarle y darle con ello un aviso.
Aquello le dio confianza a Hidra, quien entró a fondo para asestar al corazón de
Fomalhaut de una vez por todas, pero este desvió la hoja con su sable para luego
propinarle un codazo al rostro, tan fuerte que lo dejó atontado. Fue cuando el
pérfido Dominio atizó un sablazo tras otro, tan rápidos que parecían borrones
relucientes, y a los que el conmocionado Hidra desviaba como buenamente podía.

Cuando ambos se alejaron, Hidra estaba resoplando, cansado, herido, un par de


gruesas líneas de sangre adornaban su túnica mientras que Fomalhaut se sacudió,
sonriente, volviendo a friccionar sus sables de manera amenazante.

—¿Qué sucede? —preguntó Fomalhaut, apuntándolo de nuevo con su sable—. Te


veo lento.

En el tercer intercambio de espadazos, a Hidra ya se le notaba débil. Más que


atacar, se dedicaba a defenderse de los sablazos mientras la sangre empañaba de
manera más evidente su túnica, abandonando su cuerpo y debilitándolo poco a
poco. Fomalhaut lo sabía; cualquier ángel fatigado y herido dejaba caer más
plumas de lo normal. Por más que Hidra se enmascarase tras un rostro impasible,
las plumas revoloteando a su alrededor no mentían.

Repentinamente, el pérfido Dominio volvió al asalto; lanzó sus dos sables como si
fueran lanzas, pero Hidra los desvió hábilmente, aunque no tuvo tiempo de
reaccionar ante el puñetazo que le encajó en el estómago. Se encorvó de dolor y
sus reservas de fuerza se le agotaron; no pudo reaccionar cuando Fomalhaut lo
agarró de sus alas y lo usó como escudo contra la nueva saeta que Nyx había
lanzado desde la cúpula de la Basílica.

El alarido de Hidra fue largo, con la saeta enterrada en su corazón.

Sobre la Basílica, Nyx apretó los dientes, no esperaba que Fomalhaut usara de
escudo a su propio compañero. Notó cómo el cuerpo de Hidra, que ya no
reaccionaba, era lanzado violentamente hacia él.

Nyx soltó su arco y rápidamente lo atrapó entre sus brazos. Hidra estaba frío,
inmóvil. Sintió la sangre escurrirse entre sus dedos, vio el rostro inerte de quien
fuera su eterno aliado de batallas. Por un fugaz instante, deseó llorar, deseó sufrir,
cuánto le gustaría simplemente sentir algo porque lo había visto decena de veces:
el llanto, las lágrimas de los demás ángeles que cedían a sus emociones. Era una
manera de demostrar afecto, pero él carecía de sentimientos.

Era una simple herramienta, una mera carcasa creada por los dioses.

Cuando Nyx levantó de nuevo la mirada en búsqueda de Fomalhaut, este ya había


desparecido del cielo. Acostó al derrotado Hidra sobre la cúpula y volvió a hacerse
con su arco, mirando en derredor, pues el traidor podría salirle de cualquier lado.
En el momento que tensó la cuerda de su arco, Fomalhaut descendió rápidamente
frente a él y hundió los sables en su estómago.

—Los dioses —dijo Fomalhaut, tirando de sus enrojecidos sables para


recuperarlos—, si ves a los dioses, diles que no somos sus herramientas.

Nyx cayó de rodillas, ahora sintiendo cómo manaba la sangre de él mismo. Y vio
por un momento sus plumas plateadas abandonar sus alas, meciéndose
perezosamente en el aire. Levantó la mano débilmente y atrapó una de sus
propias plumas. La fuerza y velocidad de Fomalhaut rayaban lo salvaje y, tal vez,
ni siquiera entre varios Dominios podrían contra él, pensó a orillas de la muerte.

La sangre de los dos derrotados ángeles, a esa altura, ya era abundante y corría
en varias líneas que bañaban la otrora esfera de tónica dorada de la cúpula.

Mientras Fomalhaut posaba las hojas de sus sables a ambos lados del cuello de
Nyx, presto a darle una muerte rápida, el moribundo ángel intentó comprender a
qué se debía aquella traición tan sorprendente como violenta.

“Herramientas”, eso eran ellos según sus hacedores. Mas uno se había rebelado a
su propia naturaleza; parecía estar experimentando emociones y sentimientos, lo
primero era algo que privaron a las Dominaciones, lo último era un don solo
regalado a los humanos. Por más que fuera una traición deleznable, aquello
significaba que una Dominación había encontrado una manera de desobedecer a
los designios de sus creadores.

Y entonces, por primera vez, Nyx experimentó un sentimiento de envidia hacia su


compañero.

—¿Qué te impulsa, Fomalhaut? — preguntó sintiendo las frías hojas de los sables
mordiéndoles el cuello—. ¿Acaso es ese amor del que he oído hablar? ¿O tal vez el
odio?

No hubo respuesta.

—Puede que allá a donde vaya, también pueda sentir lo mismo que tú,
Fomalhaut.

“Buscar y destruir”. Esas palabras retumbaban en la mente del pérfido Dominio


mientras daba el tajo final. Sin inmutarse de ver a sus dos compañeros muertos
sobre la cúpula, cerró los ojos y levantó el rostro para sentir ese fuerte sol sobre
él, dibujando en su mente aquella que una vez fue la Querubín para la legión de
ángeles. Extendió sus alas plateadas y levantó vuelo mientras un auténtico
pandemónium se desataba en la Santa Sede.

La sintió, la percibió en el aire; la localizó con aquella habilidad natural que le


fuera otorgada por los dioses a los que ya no se debía.

—Te tengo —susurró, guardando sus sables en las fundas de su espalda.

La otrora esfera de tónica dorada de la Basílica de la Santa Sede, ahora


enrojecida, teñida de sangre de ángeles, marcó el comienzo de una nueva
insurrección celestial que sacudiría el moderno reino de los mortales.

Fue así como el Dominio enviado por los cielos iniciaba la caza.

Continuará.

Destructo II No soy la chica que llevarías a casa


Tercer capítulo. En el reino de los mortales también se gestaban rebeliones para cambiar
el curso de los eventos.

Dione avanzaba a duras penas a través de la gruesa cortina de nieve, abrazándose


a sí misma y tiritando de frío mientras mascullaba insultos dirigidos a su maestra
Zadekiel, que de seguro oiría si no fuera por el ulular del viento polar. Sacar una y
otra vez el pie de entre la nieve se le estaba volviendo cansino, y ni qué decir de la
fría y fuerte tormenta que amenazaba con congelar hasta sus alas.
Definitivamente, pensaba ella una y otra vez, fue un error haberse dejado
convencer para huir hasta el reino de los humanos.

—¡Prometiste que no caeríamos en los polos, Zadekiel!

—¡Ya, ya! —Zadekiel sacudió su mano al aire—. Que haya nieve no significa que
estemos en uno de los polos, Dione. Gritando y quejándote no vas a solucionar
nada. Si no te gusta, puedes volver a los Campos Elíseos.

“Lo haría si no se me congelara hasta el alma nada más elevarme”, pensó Dione
haciendo un mohín. Miró hacia atrás para comprobar cómo se encontraba su
amiga, Aegis, extrañamente muy callada desde que llegaran. “Aunque no me iría
sin ella”, concluyó, girándose para esperarla. No obstante, pese al clima hostil,
notó que el rostro de Aegis era risueño.

—¡Aegis!, ¿cómo estás? ¿Tienes frío? ¿No te duelen las alas?

—¡No, Dione!

La otrora tímida hembra se detuvo para tomar la nieve con sus manos y hacer una
bola mientras reía. Aegis siempre había acatado las reglas en los Campos Elíseos y
resultaba imposible imaginar que llegaría un día en el que tuviera que desobedecer
las órdenes superiores. ¿Quién iba a pensar que alguien como ella estaría ahora en
el reino humano, experimentando esa sensación de libertad que la llenaba
completamente? No le importaba el frío o la tormenta de nieve que le
imposibilitaba ver más que unos cuantos pasos adelante; ahora era una renegada
y eso se anteponía a todo.

Una oscura figura, apenas visible por la ventisca, parecía acercarse a ellas a pasos
lentos y erráticos.

—¡Por los dioses! —Dione retrocedió un par de pasos para hacer escudo de su
amiga—. ¿Qué es eso?

—¡Un monstruo de la nieve! —Aegis rio divertida, lanzando la bola al horizonte.

—No, nada de eso… —Zadekiel achinó los ojos—. ¡Oye, tú! ¡Llévanos junto a tu
líder, humano!

Steven había pasado los últimos cinco meses trabajando en un puesto


radiotelescópico ubicado en medio de la Antártida, lugar ideal para la investigación
de la radiación interestelar. La paga era buena, aunque las condiciones laborales
eran especiales y, sobre todo, muy solitarias. En un día como aquel, con una
violenta tormenta de nieve, la peor noticia era un fallo en el suministro de energía
de fusión que exigía que saliera de su cálido observatorio y avanzara medio
kilómetro hasta llegar al generador.

“Me estoy volviendo loco”, concluyó avanzando a duras penas, ayudándose de su


estaca, pues creyó ver tres oscuras figuras femeninas tras la ventisca. De hecho
juraría que una de ellas le había llamado la atención. Pero no les hizo caso, siguió
su camino rumbo al laboratorio. Era imposible que alguna mujer pudiera estar allí
a la intemperie apenas vestida con túnicas y botas de cuero.

Y alas…

—¿Alas? —se rascó la barbilla y volvió su vista hacia el trío de mujeres.

Steven clavó fuertemente la estaca en la nieve y se retiró las gafas que protegían
su visión de la tormenta. No se lo podía creer; tres ángeles en medio de su
recorrido. Cayó la posibilidad de que tal vez abusó de su whisky o que tal vez la
soledad ya le estaba jugando malas pasadas. Inmediatamente pensó en ofrecerles
un abrigo, pues llevar solo esas túnicas parecía ser contraproducente, aunque
recordó que los ángeles tendrían una fuerza sobrehumana y probablemente no
sintieran el frío, al menos no como él.

“Y encima son bonitas”, asintió.

—¡Venimos en son de paz, humano!

—Qué va. Definitivamente, necesito descansar —No supo si le habló a ellas o a él


mismo, pero ya le dio igual, agarró su estaca para volver a su camino.

—¡Oye, te estoy hablando, maldito mortal! —protestó Zadekiel.

El hombre se volvió a girar. Eran unas alucinaciones la mar de insistentes, pensó.


Y muy atractivas también. “Bueno… ¿Qué más da si son ilusiones?”, concluyó con
una sonrisa de labios apretados. De todos modos, necesitaba hablar con alguien,
un mero pasatiempo para combatir la soledad, necesitaba de compañía, por más
que fuera imaginación suya. Nadie se enteraría de que se había vuelto, al menos
ese día, completamente loco.

—¿Qué queréis, chicas?

—¡Tenemos muchas preguntas que hacerte, mortal!

—Pero, sobre todo, ¿no tendrías un lugar caliente y seguro? —preguntó Dione.

—¡Como un iglú! —rio Aegis.

—No tengo un iglú —dijo el hombre—. Pero podéis acompañarme a mi


observatorio, es el sitio seguro más cercano en este lugar. Por no decir el único…

—¡Bien, bien! —Zadekiel se sacudió las alas, desperdigando la nieve encima, y se


unió a la caminata—. Se te recompensará muy bien, humano.

—¿En serio? Eso estaría bien —dijo él, apuntando el horizonte—. Llegaremos en
veinte minutos.

—Tienes mi palabra, mortal. Soy una… Arcángel…

—¿Una Arcángel? Es un honor, pues.

Dione abrió la boca para reclamar aquella vil mentira, pero lentamente fue
cerrándola mientras meneaba la cabeza. Concluyó que no sería conveniente iniciar
una disputa ahora que habían conseguido ayuda. “¡Hmm! Era de esperar de
Zadekiel”, refunfuñó ofuscada, sacudiendo sus alas. “Se aprovecha porque nadie la
conoce aquí”.

—¡Arcángel Zadekiel! —gritó una emocionada Aegis, alzando las manos y alas al
aire mientras se unía a la caminata.

El hombre se deshizo, con sendas patadas, de la basura, aparatos y cables varios


en el suelo de su laboratorio. Era un lugar pequeño y, ahora que lo pensaba, tal
vez tendría alguna similitud con un iglú. Se sentó sobre su mullido sillón, una
suerte de trono, y mirando su botella de whisky a un costado, concluyó que lo
mejor sería no beber, no fuera que aparecieran más ilusiones. Le sería difícil
administrar tantas mujeres imaginarias.

Miró de nuevo a las tres ángeles frente a él. Se ayudaban entre ellas para
limpiarse las alas, salvo la más joven, quien parecía estar acostumbrada a ser la
mimada del grupo pues dejaba que las otras acariciasen e higienizasen su
plumaje.

Fue la propia Aegis quien se inclinó para agarrar un aparato tetraédrico de color
plateado del tamaño de un puño; lo ladeó y miró curiosa. Estaba al tanto del
ingenio de los mortales, aunque su curiosidad por aquellos artefactos e
invenciones era mínima.

Steven se acarició el mentón, sonriendo de lado. “Muy, muy guapas, quién diría
que tuviera tanta imaginación”.

—¿Cómo os llamáis, chicas?

—Soy Zadekiel —asintió la seria maestra, extendiendo ligeramente sus alas para
imprimir presencia—. Arcángel… Zadekiel…

—Yo me llamo Dione —refunfuñó mientras seguía limpiando el plumaje de las alas
de Aegis, en tanto fulminaba con la mirada a su maestra—. Y soy un ángel normal
y corriente.

—¡Aegis! —chilló la emocionada joven, abrazando contra sus pechos el aparato


tetraédrico, mirando asombrada el lugar.

—Encantado de conocerlas. Me pueden llamar Steven. ¿A qué han venido tres


lindas chicas como ustedes en un lugar tan frío e inhóspito como la Antártida?

—Venimos en búsqueda de nuestra amiga —continuó Zadekiel—. ¿No habrá caído


aquí? Es joven, cabellera roja, de esta estatura más o menos…

—¡Y tiene alas! —Aegis extendió las suyas, golpeando y dejando caer algunos
aparatos apilados tras ella.

—No he visto un ángel más que ustedes tres —Steven se encogió de hombros—. Y
créanme que, si un ángel cayera en el mundo, no tardaría en aparecer en las
noticias. ¿Sois muy conocidos, sabéis? Hay naciones que incluso instalaron toda
una red de detección en sus territorios.

Aegis, asombrada por el lugar, dejó caer el tetraedro de entre sus brazos. Rodó
por el suelo y fue capturado por Steven, quien no dudó en levantarlo para hundir
su dedo en la base del artefacto. Inmediatamente, el objeto brilló y proyectó una
imagen tridimensional que parecía ser la portada de un periódico de su tierra
natal.

Las tres hembras quedaron sorprendidas al ver la fotografía en donde un ser de


traje oscuro cargaba en sus brazos a una joven y alada pelirroja. Steven leyó el
título con un escalofrío llenándole el cuerpo. “Capturado un Éxtimus en Nueva San
Pablo”. Miró de nuevo al trío de chicas, esas que buscaban a una pelirroja con alas.
Tal vez aquellas tres frente a él no eran, después de todo, imaginación suya.

“Tienes que estar jodiéndome”, tragó saliva.

—¡Perla! —gritó Zadekiel, dando varios pasos adelante, queriendo tocar la imagen,
pero sus dedos atravesaron el holograma.

—Ya veo —suspiró Steven, apagando el artefacto. Señaló el suelo—. De rodillas,


las tres.

—¿Cómo…? —Zadekiel frunció el ceño—. ¿¡Por qué habría de arrodillarme ante un


mortal!? ¡Muéstrame a Perla! ¡Tráela otra vez!

—¿Traerla? ¿Te refieres a que encienda de nuevo mi portátil?

—¡Lo que sea!

El hombre cayó en la cuenta de que ellas no entendían de tecnología. Si bien le


invadió un miedo al darse cuenta de que estaba frente a tres ángeles de verdad,
sabía que ahora tenía una pequeña pero importante ventaja que podría salvarle la
vida. Aunque ellas no parecían ser el prototipo de ángeles que él esperaría, ni
violentas ni armadas como para asesinar ejércitos enteros, debía mantenerse
cauteloso.

Levantó su portátil cúbico de nuevo, como si fuera alguna clase de trofeo anhelado
por aquellas hembras aladas, y de hecho así parecía serlo para ellas pues
observaban con detenimiento. Aegis era la más asombrada, boquiabierta como
estaba.

—Lo haré. Les diré dónde está su amiga… pero… Voy a ser sincero, chicas —se
acomodó en su asiento—. Todo el mundo sabe qué son los ángeles. Qué han
hecho, hace más de trescientos años. Son portadores del Apocalipsis.

—Nada de eso —Dione negó con la cabeza—. Nosotras solo nos dedicamos a
cantar. Pero entendemos que haya ciertas reticencias, humano.

—Gracias. Y yo soy un hombre pragmático. No creo que todos los ángeles sean
unos condenados demonios, no trago con todo lo que cuentan en la televisión.
Pero entiéndanme, chicas. Necesito tener la certeza de que no van a matarme. Así
que, por favor, de rodillas y quietas frente a mí… y les diré dónde está su amiga.

II

Ámbar salió al balcón de su departamento y perdió la mirada en el cabrilleo


intenso de las luces de la ciudad. Era una auténtica explosión de colores intensos
en aquella jungla de hierro y acero, de edificios y estructuras interminables en el
horizonte. Solo la Luna y la supernova Betelgeuse brillaban con relativa fuerza en
el manto negro del cielo, generalmente opacado por la intensidad de la luz
artificial.

“Está bastante tranquilo”, pensó mirando hacia las lejanas calles, extrañamente
poco transitadas. Pese a que el gobierno no cesaba con su publicidad de que la
humanidad había vencido sus anteriores verdugos, y que ya no había que temer,
muchos empezaban a huir al saber que el ángel estaba captivo en la metrópolis, y
muy pocos se atrevían a continuar con su rutina.

Y es que, aunque la religión había perdido mella en la moderna sociedad humana,


la noticia del ser celestial caído en Nueva San Pablo había sacudido en lo más
profundo de las personas. Llegaban reportes de otras naciones en donde las
sinagogas, iglesias y templos recibían un número inusual de visitantes; trescientos
treinta años después del Apocalipsis, la llegada de un ángel no presagiaba nada
bueno en el reino de los mortales, y la humanidad parecía buscar un consuelo
espiritual ante el temor de un nuevo fin de los tiempos.

Por otro lado, los rumores apuntaban a que el gobierno de Nueva San Pablo
accedería a la venta del ángel a alguna poderosa corporación farmacéutica,
cualquiera de ellas económicamente mejor posicionadas que la mayoría de las
naciones, todas ávidas de conocer los secretos de la inmortalidad, inmunidad y
fuerza de aquellos seres celestiales. Parecía inevitable que pronto Perla sería
traslada a un moderno complejo ubicado en algún rincón recóndito del planeta.

Ámbar se estremeció de pensar en lo que le deparaba a la joven alada, siendo


objeto de experimentaciones y privada de la vida que de seguro disfrutaba en los
cielos. “No sé por qué me preocupo”, pensó, inclinándose para apoyarse de la
baranda, recordando la noche anterior que pasó dialogando con ella,
acompañándola hasta que consiguiera dormirse.

El joven Johan salió al balcón, interrumpiendo sus cavilaciones. La invitación a un


café no terminó como ambos oficiales esperaban: la cita prometida terminó
desbocándose en una marabunta de periodistas y fanáticos que no dudaban en
acercarse a Ámbar, entre los flashes de las esferas fotográficas y filmadoras,
solicitando autógrafos o algunas palabras de la mujer que había derrotado a un
ángel. Algunos solo deseaban tocarla como si fuera alguna especie de nuevo
mesías.

Johan se sentó en una silla y, llevando las manos tras la cabeza, esbozó una
sonrisa.

—¿Te gusta tu nuevo mote, “Hija de Thor”?

Ámbar gruñó como respuesta. Las imágenes de la Capitana, desenvainando su


espada para luego desencadenar una fuerte y brillante corriente eléctrica contra el
ángel, se volvieron virales. Pronto la publicidad la llevó a ganarse rápidamente el
apodo de la “Hija de Thor”, dios de los truenos de la mitología nórdica.

—Me guste o no, tengo que aprender a soportar este show mediático. Y la prensa
no perdona, así que habrá que medir mis pasos a partir de ahora.

Se giró hacia su subordinado, a quien parecía divertirle todo el asunto de la prensa


y la fama que la rodeaba. “Ahora que lo pienso, fue contraproducente salir a
caminar con un chiquillo como él”, meditó Ámbar, rascándose la frente. “Espero
que mañana no aparezca en las revistas como una maldita asaltacunas”.

—Pronto anunciarán a quién decidieron vender al Éxtimus —dijo el muchacho—.


Espero que la cosan a jeringas allá a donde la lleven.

—¡Johan!

—¿Qué? Lo digo en serio. Es un ser inmortal, inmune, semidios, lo que quieras —


sacudió una mano al aire—. Soportará todo.

—Es solo una niña.

—¿Niña? Te preocupa lo que le pueda pasar, ¿no es así? ¿Qué es lo que te ha


dicho cuando charlaste con ella?

—Lo obvio. Que quiere volver —meneó la cabeza de nuevo como si ella misma
intentara apartarse de encima la creciente responsabilidad que sentía por el ángel.

—Pues esa “niña” me rompió el brazo.

—Que lo has recuperado en menos de dos horas, Johan. Y desde luego que estoy
preocupada, no soy un condenado robot, tengo un corazón que me dice que, tenga
alas o no, deberíamos anteponer el bienestar de esa muchacha antes que los
intereses económicos del Estado y los de una maldita farmacéutica.

El joven dejó su pose despreocupada y se inclinó hacia ella, mirándola fijamente.

—Pienso exactamente lo mismo. Es decir, tampoco me considero una mera


herramienta del Estado y por ello hay veces que puedo titubear antes de acatar
una orden.

—¿Entonces estamos de acuerdo en que esa niña no merece estar encerrada?

—No me interesa el Éxtimus —Johan se levantó; aunque su corazón empezara a


apresurar latidos, se armó de valor para revelarse ante ella y dar convicción a sus
palabras—. Me interesas tú. Quiero decir… es por ti quien hice de escudo para
protegerte del ángel. El Estado quería capturar al Éxtimus vivo, pero a costa de
nuestras vidas. No lo iba a permitir.

—Deja de decir memeces —la mujer se giró y volvió a apoyarse de la baranda—.


Guarda esas frases para las chicas de tu edad. En la Jefatura hay muy buenos
partidos con las que podrías dedicar tu tiempo.

El chico negó con la cabeza; se mantenía firme, tratando de disimular las manos
temblorosas del nerviosismo, en parte por miedo a recibir alguna paliza, después
de todo Ámbar no era una mujer común y corriente, y en parte porque ahora
estaba confesando sus deseos más ocultos. Vació los pulmones antes de tomarla
de los hombros y girarla para que ahora ella viera su mirada decidida.

—Pues no estoy interesado en ellas.

“Maldito niño”, pensó Ámbar con un escalofrío recorriéndole la espalda. “Estoy en


medio de algo importante y me sale con estas”. Apretó los dientes. Y lo peor de
todo, para ella, era que ese deseo del muchacho parecía extenderse ahora a su
propio cuerpo, contagiándolo de apetito. Después de todo su cuerpo ya añoraba el
tacto, besos y caricias. Recordó aquella mirada del joven, cuando se encontraron
en los vestidores, y volvió a estremecerse de manera avasallante al saberse
deseada.

Se remojó los labios, pero luego se los mordió en un intento de calmarse.

—Es muy bonito todo eso —se apartó de sus manos—. Pero a mi lado seguirás
rompiéndote el brazo. Si no es un Éxtimus, seré yo quien lo haga para hacerte
entrar en razón.

—Será así, pues. Volvería a romperme el maldito brazo otra vez para que lo
entendieras.

—¡Ja! ¡Deja los clichés, niño! —posó la mano abierta sobre el pecho del joven y lo
apartó—. ¡Soy tu superior!

—¿No deseabas que te tratara informalmente fuera de la jefatura, Ámbar?

—¡Ah! Pues cuando vuelva a la Jefatura redactaré un reporte por desacato.

El chico empalideció y retrocedió un par de pasos. Viendo cómo giraron las tornas,
él preferiría que le rompiera el brazo; lo podría recuperar en un par de horas en el
Hospital Militar.

Ámbar gruñó, empujándole bruscamente para llevarlo dentro de su departamento.


La mujer no dejaría que un subordinado llevara las riendas de ninguna situación,
una situación que ya se estaba desbordando y que ella estaba dispuesta a
apaciguar de la manera menos profesional posible.

—Te invito a un café y así me lo agradeces… —regañó la mujer tirándole de la


oreja con una mano, mientras que con la otra apagaba las luces de un chasquido
de dedos.

—¡Espera, espera, Ámbar…! ¿Lo del… reporte… iba en serio? —protestaba a


trompicones mientras era llevado hasta el sofá.

—¡Siéntate, Johan!

Soltó la oreja e inmediatamente el chico procedió a sentarse en el sofá; ahora,


había perdido todo el valor que acumuló, aunque aún necesitaba una respuesta
sobre la amenaza de la mujer. Levantó la mirada y la vio a contraluz; la brillante
ciudad tras ella dejaba adivinar el contorno de su cuerpo, esos brazos en jarra, esa
pose firme y amenazante. De seguro, pensaba Johan, ella lo estaría fulminando
con una mirada penetrante, como desaprobando su actitud e intenciones.

Extrañamente, notó a duras penas cómo Ámbar llevaba una mano hacia sus
pechos. Sin entender el porqué, la mujer empezó a desabotonarse la camisa frente
a sus atónitos ojos.

—¿Has dicho que te romperías el brazo por mí? Es bonito y noble lo que has dicho,
Johan. ¿Acaso quieres ser mi escudo?

El muchacho tragó saliva y asintió. Ámbar sonrió por lo bajo, aunque él no pudiera
apreciarlo por la penumbra. Procedió a quitarse más botones.

—Yo fui escudo de muchas personas y compañeros —continuó Ámbar—. Durante


redadas, asaltos e incluso atentados, siempre soy la primera al frente. No temo a
la muerte, no porque tenga alojado potenciadores tecnológicos en mi cuerpo,
como Santos. Te diría que soy así por naturaleza. Pero tienes que entender que
por más nobles que sean tus objetivos, todo tiene consecuencia.

La camisa cayó suavemente al suelo y Ámbar quedó solo con un sugerente sostén,
que por la penumbra parecía negro. Avanzó unos pasos firmes y se inclinó para
tomar una mano de su subordinado.

—Estoy dispuesto a enfrentar las consecuencias, Ámbar —afirmó él con confianza


al sentir que la mano de la mujer era mansa, suave, delicada.

—Ajá. Calla. Ahora toca aquí —ordenó llevando la mano del chico hacia su vientre.
De manera casi imperceptible, Ámbar se estremeció al contacto; no tanto por los
dedos y la palma fríos del chico, sino porque hacía tiempo que un hombre no la
tocaba.

—Ya… ya veo, Ámbar —susurró él, palpando la piel, surcando suavemente, con la
yema de los dedos, sintiendo algunas hendiduras; tal vez era la misma que había
notado fugazmente en los vestidores— ¿Puedo hablar yo?

—No, sigue callado, te lo pedí claramente. ¿Sientes la cicatriz? Esta me la hicieron


cuando me ofrecí como intercambio durante una toma de rehenes en Matto
Grosso. El bastardo utilizó una navaja lo suficientemente filosa para atravesar el
EXO de aquel entonces. Aquí hay otra —subió la mano del joven y la llevó hacia la
fina línea que separaba ambos senos, en el esternón. Ladeó el sostén y le ayudó a
palpar la piel—. Esto que sientes aquí…

—¡Espera! Espera, no tienes que decirlo, Ámbar…

—¿Qué parte de “sigue callado” no has entendido? No me hagas repetirlo, Johan, y


sigue tocando. Aquí, ¿lo sientes?

Tomó ambas manos del chico y lo invitó a palpar su cintura, pues allí encontraría
otras líneas que, al tacto, y tal vez a la vista, pudieran asustarlo. O eso pensaba
Ámbar, quien tenía que enmascararse tras un rostro serio, aunque en el fondo
escocía confesarle y mostrarle sus defectos a un hombre que, tras varios años,
mostraba interés en ella. Pero la mujer, dura como era, quería evitar decepciones
posteriores. Sincerarse.

“Esto es lo que hay conmigo, chico. En serio, busca a otra mejor”.

Inesperadamente, Johan sus manos hasta la espalda de la mujer, entre los


hombros, donde, con una paciencia inaudita, logró sentir en la espalda unas
marcas, de varias líneas paralelas, como de latigazos, que confirmaban el violento
mundo en el que ambos estaban sumidos.

Ámbar se estremeció y, diríase en un acto reflejo, se abrazó al chico. Hundió el


rostro en el hombro de su subordinado, pensando que tal vez fue mala la idea de
mostrarle todo aquello. Despertaba recuerdos muy dolorosos, la mostraba como
alguien frágil, no como la mujer dura que se mostraba día a día.

—Puedes seguir, no cambiaré de opinión, Ámbar.

—Eres demasiado insistente.

—Lo digo en serio. Sigue, si esta es la única manera de tocarte, yo encantado…

—Ajá —rio—. Te has ganado otro reporte —bromeó ella, enredando sus dedos en
la cabellera del joven mientras que con otra mano iba desprendiéndole los botones
de su camisa.
Tras todo el manto de tecnología y brillo cegador en la jungla de acero, bajo los
potenciadores y nano-componentes implantados en el cuerpo, se volvía necesario
desnudar una faceta más humana; dejarse llevar por el instinto, por el deseo de la
carne, ir allí en donde restaba disfrutar y deleitarse del sabor de los besos, de la
sensación de la piel sobre otra piel, de las manos palpando, dibujando figuras
informes sobre la desnudez de los cuerpos de los amantes.

La mujer, sentada al borde de la cama, besaba en los alrededores del ombligo del
joven mientras que sus manos buscaban lenta pero firme quitarle el pantalón, por
donde ya se adivinaba el estado excitado del muchacho. Hacía tiempo que Ámbar
no lo palpaba, esa carne enhiesta, anhelante, que parecía temblar de excitación
aun cuando estaba capturado por sus manos, que se cerraban como garras de un
depredador.

—Tenemos que hablar sobre algo —dijo Ámbar, levantando la herramienta para
que apuntara hacia el techo. Antes de inclinarse y darle al chico un repaso con la
lengua, ella continuó—. Pero no pienses que te pediré que te unas a mí
aprovechando que estamos haciendo lo que hacemos.

Luego de la pasada de lengua por la piel de las más sensibles pertenencias del
muchacho, la mujer inició un vaivén lento pero firme sobre aquella verga
palpitante, conforme seguía saboreando. El chico, como si fuese víctima de un
extraño rayo que paralizase completamente sus sentidos, trataba de recobrar los
sentidos perdidos para escucharla.

Pensó que tal vez sí ella era, después de todo, la hija del Dios de los Truenos.

Tras una ligera mordida que lo sacudió, Ámbar prosiguió:

—Hacemos lo que estamos haciendo porque tú y yo así lo deseamos, Johan. No


porque quiera aprovecharme de la situación. Te propondré algo que no sé si te
gustará, por lo que espero que me des una respuesta sincera. Pero respondas lo
que respondas, te prometo que esta noche terminará como tú y yo deseamos.

—Trataré —apostilló el joven entre resoplidos, incapaz de salir del trance eléctrico.

Ámbar se sonrió al pensar seriamente lo que le decía: pretendía que el chico usara
las neuronas en un momento como aquel, tan íntimo y, a juzgar por el rostro de
su amante, tan avasallante y placentero. Se levantó y, enredando sus dedos por la
cabellera de él, lo invitó a probar sus senos.

—Perdóname. Ya habrá momento. Ahora mismo, mi cuerpo es tuyo.

Se ofreció a él, pero como si fuera alguna especie de recordatorio de que estaba
intimando con una mujer altiva, jamás dejó que el joven guiara la situación en la
cama. Era ella quien montaba encima de él, era solo ella quien marcaba el ritmo,
el meneo de la cintura, las uñas arañando suavemente o fuerte según convenía;
era ella la que apretaba su interior para que el chico gozara, la que mordía si él se
pasaba de roscas, la que besaba su pecho y lamía los pezones como premio si lo
hacía bien.

El sonido de los gemidos y gruñidos, de una cama chirriando y de dos cuerpos


uniéndose con pasión, rebotaban y se perdían en la ciudad como un eco en la
oscuridad.

En la noche de cielo negro, bajo la jungla de acero y luces de neón, se gestó una
alianza sellada con la unión de los amantes. Y pronto nacería una rebelión que
sería capaz de cambiar el curso del destino. Una rebelión tan fugaz, intensa y que
sacudiría la moderna sociedad humana como un relámpago que hace temblar
tanto el cielo como la tierra.

III

Steven aún no daba crédito de tener a tres mujeres sumisamente arrodilladas ante
él. Caminaba frente a ellas, con las manos tras su espalda, como un amo
comprobando el grado de sometimiento de sus esclavas, aunque en realidad
aprovechaba la vista para ver los sugerentes escotes que le hacían las túnicas,
sobre todo a Zadekiel y Dione, Aegis no las tenía grandes como ellas.

“Al diablo con las plumas, siguen siendo mujeres”, pensó él, enmascarándose tras
un rostro serio y severo, esperando que no se le evidenciara su ansiedad.

Las hembras reposaban sus manos sobre sus regazos, sacudían ligeramente sus
alas, como esperando expectantes sus palabras. Aunque Zadekiel, por más que
estuviera en una posición sumisa, parecía que en cualquier momento se
abalanzaría a por el mortal; se había presentado como una supuesta Arcángel y
por ende pensaba que merecía un mejor trato que aquel tan degradante.

Cuando el humano pasó a su lado, la maestra empuñó ambas manos: quería


ponerlo en su lugar, pero fue rápidamente interrumpida por un codeo de Dione. Él
sabía la ubicación de Perla, las hembras no debían utilizar la violencia, máxime
conociendo la superioridad física de un ángel por sobre un humano. Podría matarlo
de un puñetazo y allí sí que estarían perdidas.

“Tener que rebajarme a esto”, se dijo la rubia, meneando la cabeza para apartar
sus deseos de lucha.

—Bien, chicas, les diré dónde está vuestra amiga. Si accedéis a tres deseos míos,
eso es.

—¿¡Y bien!? —bramó Zadekiel—. ¡Dinos, mortal!

—Arrancaos una pluma de vuestras alas y ponédmela cerca de mis pies.

—¿¡Ah, qué cosas dices!? —Zadekiel achinó los ojos.


—Las plumas de los ángeles son muy valiosas, ¿sabéis? Pero deben ser las plumas
que están debajo de las cobertoras, las más enraizadas. Obviamente, ya casi no
quedan ninguna tras el Gran Ataque, pero existe un mercado negro que oferta
mucho dinero por una pluma de ángel.

—¿Por qué querrían plumas de ángeles? —Dione hizo un mohín—. Yo creo que
estás jugando con nosotras.

—Clonación —agregó serio—. Un proyecto que nunca rendirá frutos, si me


preguntas. Yo solo quiero el dinero.

—¡Auch! —chilló Aegis, quien se arrancó una pluma de sus alas. Las que estaban
bajo las cobertoras eran duras de quitar, ocultas bajo el manto externo. Se inclinó
hacia el humano y dejó la pluma a sus pies—. Aquí está la mía, señor Steven.

—Bien —asintió Steven—. Eres muy buena, Aegis. Me gustan las chicas
obedientes.

—¡Ya! —dijo colorada, regresando a su posición.

Con el rostro torcido de ira, Zadekiel se arrancó una pluma y la dejó en el mismo
lugar que Aegis. No tardó Dione en hacer lo mismo. El humano se recreó de la
escena durante unos segundos, contento por su victoria, y se agachó para
recogerlas. “Vaya, son relativamente dóciles…”, pensó, guardándose las plumas en
un bolsillo.

Tomó aire. Realmente ya no necesitaba nada de ellas. Si eran ángeles, haría


dinero con sus plumas. Era la única recompensa que valía la pena sin tener que
arriesgar su integridad física. No obstante, con la boca haciéndose agua, ordenó:

—Vuestras túnicas… Retiraos las túnicas.

—¿¡Ahora nuestras túnicas!? —preguntó una nerviosa Zadekiel—. ¿¡También


queréis clonar nuestras túnicas!?

—¿O será que solo nos las quiere robar? —agregó una confundida Dione.

—¡Yo también robaría vuestras túnicas si estuviera vistiendo un abrigo tan pesado
y feo como el que tiene él! —rio Aegis.

“Estas chicas”, pensó un contrariado Steven. “No tienen la más pajolera idea, ¿no
es así?”. Pero cuando Aegis se deshizo de los tirantes de su túnica y esta cedió,
revelando unos senos coronados por unos sonrosados y pequeños pezones, quedó
inmóvil, salvo sus dedos, que parecían estirarse involuntariamente, como
queriendo reclamar los pequeños pechos de aquella ángel de rostro aniñado y ojos
plateados.

—No vas a entregarle tu túnica, ¿verdad, Aegis? —protestó Dione al ver que su
amiga quería desvestirse—. ¡Son sagradas!

—Es… eso es verdad —dijo, ignorante de que su torso desnudo estuviera


provocando al científico. Empezó a jugar con la tela de su vestido mientras
agachaba la cabeza—. Tenía a Perla en todo momento, así que acepté.

—Chicas… chicas…. —Steven se despertó del trance. Podría decirse lo mismo de su


sexo—. No voy a robarles sus túnicas.

—¿¡Y a qué viene pedirnos que nos las quitemos!? —vociferó Zadekiel.

—¡Ah! —chilló Aegis, tapándose la boca. Frunció el ceño y señaló al asustado


humano con un dedo amenazador—. ¡Quiere que nos resfriemos! ¿No es así? ¡Te
advierto que no funcionamos como los mortales!

“Madre mía, ¿en serio estás pájaras no tienen la más mínima idea?”, pensó
mientras acusaba un dolor en sus pantalones, pues algo estaba despertando a
ritmo frenético. “Supongo… que debería explicarles de otra manera”, concluyó.

—No es eso, chicas. Miren, tengo curiosidad por ver cómo es el cuerpo de un
ángel. Así que ya sabéis, que vuelen las túnicas.

—¡Las túnicas son sagradas! —volvió a insistir Zadekiel, levantándose con un


gesto indignado en el rostro. Era como si fuese la única que realmente pillaba las
intenciones del hombre—. ¡Y también lo son nuestros cuerpos, mortal! ¡Hmm!
Debería darte vergüenza.

—¿Podrías dejar de gritar tanto, Zadekiel? —agregó Dione quien también se había
desnudado el torso, revelando unos senos considerables, más grandes que los de
Aegis, que además alojaban pezones oscuros—. No pasa nada, no va a robarse
nuestras túnicas, y solo quiere ver.

Pero Zadekiel estaba terriblemente ofuscada por el asunto, por lo que se dirigió a
la puerta de salida. Era la única de las tres que sentía algo de pudor.

—Aegis, Dione, disculpadme, pero las esperaré afuera.

—Tal vez deberíamos… —dijo Aegis, tomando ambos tirantes de su túnica para
vestirse de nuevo—. Tal vez deberíamos ir junto a ella.

—Zadekiel estará bien —respondió Dione, levantándose para terminar de quitarse


la túnica.

Quedó desnuda salvo sus largas botas de cuero, brazos en jarra. La hembra era
imponente en sus curvas, con unos lunares que parecieran ser más bien colocados
en lugares estratégicos que al simple azar. Uno hacia su monte de venus, otro en
la cintura, además del que se hallaba cerca de la comisura de sus labios. Los senos
se veían plenos y firmes, diríase que se levantaban orgullosos. A diferencia de
Zadekiel, Dione no percibía las intenciones verdaderas del humano, carente de
deseos carnales como era.

—¿Y bien, mortal? ¿Está satisfecha tu curiosidad?

—S-señor Steven… —dijo Aegis, levantándose.

Desnuda como su amiga, la tímida hembra se robó la atención y el aliento del


hombre. Aegis empuñó sus manos y las llevó contra sus pequeños pechos. No
gozaba de curvas pronunciadas, no como las de su amiga, pero para Steven era
innegable el encanto que irradiaba con ese cuerpo que parecía tallado
exquisitamente por un dios, y ni qué decir esa actitud sumisa que le hechizaba.

—S-señor Steven, ¿cuál es su tercer deseo?

El hombre meneó la cabeza para cerciorarse de dos cosas: que no era una
imaginación y que realmente aquellas dos preciosidades eran incapaces de verle
sus verdaderas intenciones. Su respiración se agitaba conforme comía con la
mirada esos cuerpos exquisitos a su disposición.

“Ángeles… no, más bien… ¡Mujeres!”, se dijo a sí mismo otra vez, tratando de
convencerse de que no habría diferencia si terminaba enfiestándose con ellas.

Se acercó a Aegis y se inclinó hacia sus pechos. “Quédate quiera por un


momento”, ordenó en un susurro de tónica pervertida. Acercó sus dedos índice y
pulgar a los labios de una hembra que miraba con inusitada curiosidad al hombre;
nunca ningún ángel había actuado de manera tan extraña con ella, ni en juegos.

—Lámelos.

—¿La… lamerlos, señor Steven?

El hombre asintió. La hembra, visiblemente confundida, tomó la mano con las


suyas y acercó los dedos para abrigarlos con sus finos labios. Los ensalivó y,
notando cómo el rostro del mortal parecía arrugarse, creyó estar lastimándolo,
aunque cuando notó una suerte de sonrisa bobalicona pensó que estaba
haciéndolo bien, por lo que incluso se atrevió a usar la punta de su lengua para
terminar de humedecerlo.

—Señor Steven —dijo apartando su boca, mirando de reojo los relucientes dedos—
. ¿Se encuentra usted bien?

El humano ya no podía hablar, si algo tan nimio como aquello ya lo dejó al borde
de un orgasmo, estar con ella, dentro de ella, debería ser realmente una
experiencia celestial. Y es que, además, la ternura de la tímida ángel lo tenía
completamente enamorado.

Suavemente posó la palma abierta de su mano sobre el vientre de la hembra, y


bajando, perdió los ensalivados dedos en la pequeña mata de vello púbico; palpó
la feminidad de Aegis, tibia y suave, descarnada, la percibía exaltada y nerviosa,
mientras ella entrecerraba los ojos y abría torpemente la boca, intentando decir
algo, un simple gruñido, un simple gimoteo, pero todo intento se perdió en un
largo y tendido resoplido.

Dione, por otro lado, se erizó completamente al ver el rostro de su amiga


desfigurándose. Como ángel jardinera y miembro del coro, no estaba muy puesta
acerca de los peligros del reino humano y sobre las prohibiciones de unirse en
cuerpo a un humano, advertencias que sí conocían los guerreros de los Serafines.
Despojada de deseos carnales como era, temió por la vida de su amiga.

—¿Eres…? —preguntó Steven, frunciendo el ceño, pues al intentar introducir un


dedo dentro de la joven hembra, notó una fina barrera que se lo impedía. Empujó
un poco más, pero no cedería fácilmente, mucho menos con la hembra empezando
a retorcerse—. ¿Eres virgen?

—¡Uf, por… por los di-dioses! —Aegis torcía la espalda y empuñaba las manos,
completamente vencida por aquel tacto. Nunca había dejado que nadie la tocara, o
sería mejor decir, nunca nadie había mostrado interés en hacerle algo como
aquello.

—¡Suéltala, mortal! —Dione tomó a su amiga de la mano, tirándola hacia sí para


apartarla. La rodeó con sus brazos, consolándola, acariciándole las alas—. ¿Qué
has hecho con ella?

—¡Dione! —musitó la enrojecida Aegis—. Estoy bien…

—Pues a mí no me lo pareció. Maldito mortal, ¡dinos tu último deseo!

—Tienes un temperamento parecido al de la otra, la que salió. Por mí, puedes


retirarte.

—¿¡Y dejarte a solas con Aegis!? ¡Jamás!

—Dione —susurró su amiga, rozando sus pechos contra los de ella, arañándola
prácticamente con unos pequeños pero endurecidos pezones—. Estaré bien.

Al ver a Aegis completamente enrojecida y embriagada de placer, Dione sintió un


algo nunca antes experimentado. Como si su cuerpo despertara y activase algo;
sintió su pecho y vientre llenarse de inexistentes hormigas. Tal vez, al estar en un
nuevo mundo, al estar estrenando su nueva condición de ángel renegada y, sobre
todo, al encontrarse expuesta en un nuevo y peligroso mundo, Dione consiguió
despertar algo enterrado dentro de sí.

—¡No digas tonterías, no te abandonaré, Aegis!

—D-Dione… —la tomó de su mano, enredando sus dedos entre los de ella—. Piensa
en Perla, por favor. Lo hacemos por ella. Lo que sea que tenga que hacer, lo
soportaré por ella.

—Qué divino —se mofó el hombre—. Allí está la puerta.

Zadekiel estaba sentada sobre una pila de cajas metálicas, en las afueras del
laboratorio, abrazándose a sí misma, dibujando, con su pie, figuras amorfas sobre
la nieve. No era el frío, al que evidentemente podía resistir mucho más que un
humano promedio, lo que la tenía así. “Maldito humano insolente”, pensó,
apretando los dientes, recordando la orden de desnudarse.

Dione salió del observatorio, acomodándose su túnica, y se acercó junto a su


maestra.

—Ese mortal es muy raro.

—Tal vez deberíamos darle una lección —Zadekiel de nuevo empuñó las manos.

—Deseo lo mismo, pero no sería conveniente, Zadekiel. Además, la tormenta de


nieve ya terminó —Dione echó una mirada a los alrededores—. Creo que ahora
podríamos volar con comodidad.

—¿Ya habéis terminado? Así podré ir a por él…

—¿Me estás escuchando? Será mejor que no lo cabreemos si queremos saber


dónde está Perla.

Se sentó al lado de su maestra, imitándola inconscientemente, dibujando también


sobre la nieve, con los pies. ¿Qué era aquello que la había invadido dentro del
observatorio? Era un algo inexplicable para ella que exigía que no solo no se
apartase de Aegis, sino que evitara a toda costa dejarla a solas con ese mortal.
Siempre había sentido apego por su compañera de cánticos, pero ahora, expuestas
al peligro, pareciera que sus emociones se disparasen… y despertasen
sentimientos, algo que, en teoría, los dioses les habían arrancado cuando fueron
creados.

Zadekiel percibió la preocupación de su alumna, por lo que le tomó de la mano.


Con una voz mucho más afable que la que acostumbraba a hablar, la consoló:

—Lo siento, Dione.

—¿Por qué? ¿Por ser una pésima maestra y por arrastrarnos hasta este infierno?

—Claro que no —frunció el ceño—. Me refiero a Aegis. Tiene… tiene que ser duro,
¿no es así? Tener que apartarte de alguien a quien profesas mucho cariño, Dione.
Yo… yo también sé cómo te sientes.

—¿Qué estás diciendo? —se soltó de su agarre.

—¡Hmm! —Zadekiel se cruzó de brazos—. Es decir, no confías en mí y pusiste


varias pegas para venir al reino humano, pero hete aquí.

—No iba a abandonar a Aegis.

—Claro. Dione, ¿nunca pensaste por qué los dioses nos dieron emociones, pero
nos prohibieron los sentimientos?

—Vaya cosas te pones a pensar, Zadekiel… —miró de nuevo hacia el observatorio,


como esperando que en cualquier momento se abriera la puerta y saliera Aegis.
Entonces, la reconfortaría con un abrazo.

—Creo que las emociones son el puente para llegar a los sentimientos —prosiguió
Zadekiel—. ¿De qué otra forma crees que Lucifer consiguió sentir aquello
prohibido?… Él amó, o eso dicen, y luego deseó la libertad de la legión para que los
demás amaran como él.

—Y le declaró la guerra a los dioses —agregó Dione.

—Evidentemente, sus formas no fueron las adecuadas —rio por lo bajo, cerrando
los ojos—. Entonces yo creo —la tomó de nuevo de la mano—, que no tienes por
qué sentirte culpable por lo que estás sintiendo. Al fin y al cabo, somos así.
Negarnos a nuestra naturaleza es negarnos a ser felices. Como seres vivos,
tenemos la posibilidad y el deber de buscar la felicidad, ¿no lo crees así, Dione?

—Estás presuponiendo demasiadas cosas de mí —se soltó de nuevo.

—¡Ya! Eres un libro abierto, Dione, todas mis alumnas lo son —levantó las manos
y alas al aire—. ¡Uf! ¿¡O serán mis poderes de Arcángel lo que están despertando
dentro de mí, elevando mis habilidades cognoscitivas!?

—Deja de jugar a que eres un Arcángel…

—¡Necesitamos hacer una fogata, Dione! ¿Dónde está mi espada flamígera cuando
más la necesito?

—¡No eres ningún Arcángel, maldita!

Ambas hembras rodaban por la nieve en una lucha interminable de patadas,


puñetazos y aleteos varios. Dione no era el tipo de estudiante que cualquier
maestro querría, siempre altanera y conflictiva, algo esquiva en algunos asuntos,
pero qué más daba, pensaba Zadekiel, era su estudiante y aprendió a soportarla…
y conocerla. En el fondo, la conocía. Las conocías a todas.

Repentinamente, la batalla cesó entre resoplidos cansados. Quedaron allí, la


nerviosa Dione sobre una risueña Zadekiel. Dieron un respingo cuando oyeron
abrirse la puerta del laboratorio. De allí salió Aegis, vestida con su túnica,
sonriente y enrojecida mientras jugaba con sus propios dedos. Tras ella, Steven
fumaba un habano, no sin antes propinarle una nalgada de despedida.

—¡Ah! —chilló Aegis, tocándose el trasero.

—¡Aegis! —Dione se levantó y corrió junto a su amiga para rodearla con brazos y
alas—. ¿Estás bien? —se apartó para mirarle a la cara, luego le dio la vuelta,
levantando un poco su túnica para comprobar que no le hubiera hecho nada. Solo
vio el contorno rojizo de la palma de una mano sobre su trasero.

—¡E-estoy bien, Dione! —dijo obnubilada—. N-no te preocupes… yo… te tuve en


mente en todo momento…

Dione humedeció sus ojos, sumiéndose en otro fuerte abrazo.

—¡No digas eso, Aegis!

—¡Nueva San Pablo! —gritó el humano.

—¿¡Ah!? —preguntó Zadekiel, sacudiéndose la nieve sobre su túnica—. ¿¡De qué


hablas, raro mortal!?

—Allí está su amiga. Aegis tiene mi portátil, le enseñé cómo usarlo. Vayan con
cuidado, Nueva San Pablo pertenece a una de esas naciones hostiles que les
mencioné, que pueden detectarlas.

—Ya veo. Nueva San Pablo. ¡Aegis, Dione! —llamó a sus alumnas, extendiendo las
alas—. Ya tenemos un lugar. Sigamos juntas y encontremos a Perla antes que los
Dominios.

—¡S-sí, maestra Zadekiel! —chilló Aegis, y riendo, agregó—. ¡Arcángel Zadekiel!

La maestra se elevó ligeramente, extendiendo ambas manos hacia adelante para


esperar a sus pupilas. No tenía idea de dónde podrían estar los Dominios, pero las
hembras apenas habían llegado y rápidamente consiguieron ubicarla; tal vez,
pensaba ella, podrían llegar a tiempo y rescatarla antes de que Fomalhaut pusiera
una mano sobre su preciada estudiante.

“Aguanta, Perla”, pensó mientras Aegis y Dione se elevaban para tomarla de las
manos.

IV
Pétalos y hojas revoloteaban a lo largo y ancho del cementerio de Nueva San
Pablo, que recibía la cálida luz del sol asomando en el horizonte, todo un telón de
fondo repleto de rascacielos en donde destacaba la altísima y lejana fortaleza
militar “Nova Céu”.

Ámbar retiró del bolsillo de su gabardina un pequeño juguete, un soldado de traje


EXO que sostenía una espada radiante, y lo colocó cerca de la lápida de su hija. Se
arrodilló allí, sonriendo y cerrando los ojos, tratando de olvidar por un momento
toda la situación que se amontonaba ahora sobre sus hombros.

—Sofía —dijo, dándole un par de golpecitos al juguete—, te encantará saber que


ahora hacen figuras de mí. Me la trajo mi vecina a mi departamento, esta mañana.
No te rías, pero ahora me dicen “Hija de Thor”, el dios nórdico, debido a la
capacidad que tiene mi espada de realizar descargas eléctricas.

No le gustaba la fama, aunque era inevitable sentir cierto orgullo por lo que había
conseguido: el reconocimiento de la sociedad, un hueco importante en los libros de
historia. Pero había llegado el momento de abandonar la figura pública de heroína
para, ahora, ser vista como todos como una traidora. Aunque nunca nadie en la
moderna sociedad sabría que Ámbar sacrificaría su estatus, su honor, que
mancillaría su nombre y su propia vida, para evitar que las maquinaciones de las
corporaciones trajeran un nuevo Apocalipsis.

Y, sobre todo, no permitiría que alguien que recordaba a su propia hija terminara
muriendo; esta vez, afrontaría el problema de frente.

—No me lo creerías, pero conocí a un ángel. Es… bueno, es un poco como tú.
Ahora que lo pienso, te sonará extraño… pero realmente creo que ambas hubieran
sido grandes amigas.

Sus ojos se humedecían, pero no lloraría allí. No frente a su hija. No se mostraría


como la destruida mujer que no supo confrontar una enfermedad incurable. Había
llegado el momento de ser la heroína que su amada Sofía admiraba.

—Y… tal vez hoy no sobreviva, por lo que entonces iré a reunirme contigo. Pero...
mamá aún tiene que arreglar un par de cosas antes de irse, así que espero que la
perdones y, sobre todo, estés a mi lado para que seas el escudo que nunca pude
ser para ti.

“Tiene que ser duro”, pensó Johan, a varios metros detrás. No quería
entrometerse en aquel ritual de la Capitana. Pero era inevitable ponerse en la piel
de ella, en la de una mujer que tendría que sacrificarlo todo y saber que pasaría a
la historia como una traidora, a pesar de que en realidad lo daría todo a favor de la
sociedad que juró proteger. “En una sociedad donde prima la tecnología, la
humanidad es lo último que nos queda. Y si todo sale como Ámbar planea, la
sociedad se encargará de despojársela”, concluyó atrapando una hoja de flor de
gladiolo que revoloteaba en el aire.
Ámbar se repuso.

—Johan. Va siendo hora. ¿Estás listo?

—Sí —respondió él, soltando la hoja y recuperando su compostura—. Pero vamos a


necesitar motes. No me gustaría oír nuestros nombres en pleno operativo. Por
ejemplo, me gustaría que me llamaras “Égida”.

—Parece mote para mujer...

—Es así como se llama el escudo de Zeus, Ámbar…

—Está bien. Es conveniente —la mujer se giró para sonreírle—. Nunca me gustó
“Thor” como mote. Prefiero el de su padre. “Odín” estará bien.

En un mundo donde la humanidad parecía haber sido enterrada bajo una jungla de
acero y tecnología, bajo implantes y potenciadores inyectados en el cuerpo,
surgieron los héroes que habían decidido aferrarse a su lado más humano. Y
sabían que para ganar la paz era necesario hacer sacrificios que nunca antes
hubieran estado dispuestos a hacer. Aunque cada uno tuviera sus propias
motivaciones, el objetivo era el mismo.

—Está decidido —asintió Ámbar, mirando la lejana fortaleza militar—. Liberemos al


ángel.

Continuará.

Destructo II Elevación
Cuarto capítulo. ¡Huida y persecución! En el reino de los mortales se forjó una alianza tan
sorprendente como singular.

Gran parte de la sociedad humana enfocaba su atención en una conferencia de


prensa histórica. La corporación farmacéutica VER.net se había hecho con los
derechos de propiedad del ángel capturado, tras intensas negociaciones con el
gobierno de Nueva San Pablo. Y la cabeza visible, la líder de la poderosa
compañía, Reykō, económicamente la mujer más poderosa sobre la faz de la
Tierra según incontables medios, se preparaba para revelar la noticia al mundo
entero.

Pocos esperaban la decisión de Reykō, de abrir por fin las puertas de su imponente
centro de mando, el rascacielos más alto de occidente, ubicado en la capital del
Hemisferio Norte. Y mucho menos esperaban que la sala de conferencias luciera
como una suerte de moderno y pomposo teatro, en donde los cientos de
reporteros acreditados parecían más bien espectadores de alguna obra que
esperaban con impaciencia el inicio del acto.

Pronto descubrirían cuánto, a la singular dueña, le encantaba ser foco de la


atención.

Irrumpió en el escenario una mujer madura, de gran altura y envuelta con un


largo y ceñido vestido negro de cola larga y pomposa. Su cabellera era ceniza y de
diseño extravagante, pues se asemejaban a las alas de un ángel, estiradas hacia
atrás; su porte y mirada transmitían autoridad y actitud y, en algunos casos,
causaba miedo e incomodidad en los presentes.

Levantó un brazo, mostrando la famosa espada de hoja zigzagueante del Arcángel


Miguel, que durante siglos pasó por varias manos hasta caer por fin en las suyas.
Todos en el salón enmudecieron, llámese respeto, llámese miedo, y la mujer se
sonrió completamente satisfecha.

—¡No es el dinero ni el poder lo que controla a los hombres! —bramó, clavando la


espada en el escenario—. ¡Lo que corrompe, lo que amolda es el miedo! ¡Somos
testigos de ello!; ¡durante siglos, nuestra sociedad ha crecido y sido controlada
bajo un manto oscuro de terror!

Luego de un chasquido de dedos, aparecieron incontables imágenes holográficas


tras la mujer. Y en ellas se veía claramente a la ya famosa Capitana Ámbar
Moreira cargando en sus brazos al derrotado ángel que cayó del cielo. Reykō,
acariciando la empuñadora de la espada zigzagueante, esbozó una apenas
perceptible sonrisa de lado.

—Cuánto me alegro de que esa época haya terminado. Hoy es el día en el que ese
hombre corrompido por el miedo extenderá sus propias alas para conquistar el
mundo. ¡Hoy la humanidad contemplará una nueva época histórica!

En Nueva San Pablo, el último piso del edificio “Nova Céu” perdió el suministro
eléctrico de manera repentina, y los tres policías militarizados que hacían guardia,
enfundados en sus trajes tácticos, dejaron el juego de naipes sobre la mesa;
observaron para todos lados del cuarto de control esperando encontrar una
respuesta a la repentina y misteriosa pérdida de luz.

Uno de ellos apretó los dientes; tenía una buena mano y ganaría bastante dinero.
Decidió fijarse en la compuerta que los separaba del ángel, y tragó saliva: pensaba
que tal vez el ser celestial, en cualquier momento, podría derribarla de un
puñetazo, después de todo tenían la fama de ser altamente más fuertes que los
humanos. Meneó la cabeza para vaciarse el miedo de los pensamientos y, luego de
activar la visera del casco para ver en la absoluta oscuridad, se levantó junto con
sus compañeros para salir del cuarto.

Los tres atravesaban el largo y angosto pasillo que daba a la recepción del piso; lo
hacían entre bromas, distendidos, pensando que en cualquier momento todo
volvería a la normalidad. Hacia el final del pasaje se divisaba el enorme ventanal
de la mencionada recepción, que ofrecía una vista espectacular de la nocturna
Nueva San Pablo.

Pero el trío de militares detuvo su andar en el momento que los sistemas de sus
trajes empezaron a sufrir interferencias. Las viseras desplegaban un montón de
letras y números sin sentido y para colmo sentían las articulaciones pesadas, como
si ahora el traje completo se apagase y por tanto perdiera sus facultades e
inutilizara sus propiedades de maximización de habilidades.

“Es una broma del Teniente Santos”, dijo uno. “Típico de ese bromista”, respondió
otro para que los tres rieran al unísono. Pero el ambiente distendido volvió a
desvanecerse como el eco de sus risas; se les hacía obvio que, si alguien les
atacara, por más remota que fuera la posibilidad de que algo así sucediera dentro
de la fortaleza militar, sería tarea cómoda pues se habían convertido en una presa
fácil.

Uno de ellos recordó una verdad incómoda, con una gota de sudor recorriéndole de
la frente.

—El Teniente Santos está de permiso.

Difuminadas las dudas con respecto a una broma, se armaron con sus fusiles,
formando un pequeño e improvisado círculo. Intentaron comunicarse, pero ahora
notaban que sus dispositivos cocleares habían sido desactivados.

Una fina lluvia cayó sobre los tensos hombres; los dispositivos contra incendios
estaban activados sin razón aparente. Fuera quien fuera el culpable, pensó uno,
tenía una excelente pericia para manipular los sistemas. Avanzaban ahora sobre
los pequeños charcos que empezaban a formarse a sus pies, preparando sus
armas, cubriendo cada ángulo constantemente, aunque no pudieran ver realmente
nada. Se sentirían mejor si llegaran a la recepción, allí al menos, con la luz de la
ciudad, sería mejor lugar que aquel pasillo escondido en la penumbra.

Una sombra, imperceptible a los ojos desnudos de los tres, los esperaba sobre
ellos, sosteniéndose de las paredes del angosto pasillo, valiéndose de manos y
pies. Se soltó y, cayendo grácilmente en medio del grupo, desató la batalla.

Destellos borrosos de una espada refulgían por el pasillo al son de gritos y disparos
de plasma que se estrellaban por las paredes. Uno de los soldados cayó y una bota
se hundió en su rostro, rompiendo la visera. Su compañero intentó disparar a
aquella ágil sombra, pero cayó en la cuenta que su arma ya se había partido en
dos; fue en ese instante que sintió un puño hundirse en su estómago de tal
manera que quedó encorvado de dolor.

El tercero retrocedió para evitar ser atacado, pero su corazón se encogió cuando
aquella sombra clavó una espada en el húmedo suelo. Notó entonces, a contraluz,
que aquel habilidoso enemigo vestía una armadura EXO. Por la forma que acusaba
el ceñido traje, por las curvas sinuosas, supo que se trataba de una mujer.

Todo intento de advertencia se perdió en el fugaz instante en el que dicha espada,


con un brillo intenso, desató una poderosa descarga eléctrica que se expandió en
el pasillo, ayudada por el agua, dibujando un círculo repleto de garras que no
tuvieron piedad a la hora de atrapar y lanzar por los aires a los tres aturdidos
guardianes.

Segundos después, sin que nadie en el edificio se diera cuenta, el último piso del
“Nova Céu” volvió a recuperar el suministro eléctrico.

La Capitana elevó un brazo, capturando en el aire un naipe de los varios que


revoloteaban. Tiró de la espada para desclavarla del suelo. Se molestó al descubrir
que aquellos oficiales jugaban a las cartas durante sus turnos; podría redactar un
reporte luego de su operativo, si es que conseguía salir viva, pero concluyó que
mucho castigo ya había sido haberlos electrocutado hasta la inconciencia.

Su dispositivo coclear emitió un suave sonido.

—Me alegra que el Teniente Santos no esté allí —era Johan.

—¿Por? —preguntó ella, guardando su espada en la funda—. ¿Crees que yo no


podría contra él?

—Lo digo porque imagino que sería difícil tener que someter a un amigo…

—Bueno, yo podría darle una buena paliza y no me entraría remordimiento alguno


—respondió sin hacerle caso, avanzando hacia el cuatro de control donde tenían
encerrado al ángel.

Se tranquilizó de tener a Johan de su lado. Gracias a él y sus conocimientos


informáticos, podría manipular fácilmente los sistemas de detección, los trajes
tácticos e incluso los nano-componentes implantados en los cuerpos de los
oficiales. Si todo marchaba bien, podría liberar al ángel y no tener siquiera que
preocuparse por ser descubierta.

Perla estaba agotada y, tras varias horas de vagar por su habitación, se acostó en
la cama esperando dormir. Agarró el par de almohadas y las apretujó entre sí un
par de veces. Reposó su cabeza allí, esperando encontrar de nuevo esa calidez que
había experimentado en los pechos de aquella mortal que la había abrazado.

Pero, desde luego, las almohadas no eran lo mismo. Necesitaba, ahora, una mano
que acariciara su cabellera y esa voz suave que le dijera que todo estaría bien.
Necesitaba de ese confort distinto al que recibía de parte de sus guardianes, sus
“hermanos”, o incluso del propio Trono, un “abuelo” según qué nociones humanas.
Entonces la joven Perla recordó a la legión de ángeles que buscaban consuelo de
sus desaparecidos hacedores; ahora los entendía un poco más.

Cerró los ojos, pues el cansancio ya había ganado terreno.

—Despierta, niña.

La Capitana se inclinó hacia la cama y toqueteó un pequeño panel holográfico que


se desplegó en el collar del ángel; este cedió, abriéndose en dos partes que
inmediatamente fueron retiradas por la mujer. Se detuvo un momento para
observar a la joven, completamente dormida.

—Cuánto tiempo, “Égida” —susurró ella.

—Siete minutos —respondió Johan.

La mujer suspiró. Era recordada constantemente, durante la preparación, que


tendría veinte minutos para el rescate, antes de que el sistema se reseteara.
Replegó la visera de su casco para ver al ángel con sus ojos desnudos. “Parece que
en cualquier momento me rogará que la deje dormir un rato más”, pensó con una
pequeña sonrisa, apartándole un mechón de la frente.

La sacudió suavemente, del hombro, y Perla despertó poco a poco, primero abrió
los pesados párpados, luego estiró brazos, piernas y alas entre gruñidos. Aunque,
inesperadamente, la joven se arropó completamente bajo la manta, formando un
bulto llamativo debido a las alas, y le dio la espalda.

—Por… los… dioses —bostezó—. Déjame dormir un poco más.

—Niña —insistió Ámbar, tirando ligeramente de la manta—. No es momento para


dormir.

En la exhausta mente de la joven se arremolinaban pensamientos y voces, una


mezcla informe de los últimos sucesos vividos en el reino de los ángeles y en el de
los mortales, pero al reconocer la voz de aquella humana, destacando entre todas,
abrió los ojos y tensó sus alas. Se giró y cuánta fue su emoción al verla allí de
nuevo.

—¡Ámbar! —se hizo a un lado en la cama; sutilmente alisó un espacio, como


invitándola a sentarse o tal vez acostarse a su lado. Entonces, ella aprovecharía
para reposar su cabeza entre sus confortables pechos—. Á-ámbar… ¿Vienes para
hacer más preguntas? Aquí hay lugar para ti.

—No. Es hora de que vuelvas a casa.

Perla abrió más sus adormecidos ojos. Se palpó el cuello y comprobó que ya no
tenía el collar. Mordiéndose los labios, miró a quien fuera su captora. Era libre, lo
deseaba, pero entonces le surgía otra cuestión que ni ella misma sabía cómo
confrontar.

—¿Volver?

Ámbar asintió, ofreciéndole la mano.

Ángel y humana avanzaban por el pasillo; Perla amagó preguntar qué hacían esos
tres hombres desparramados en el suelo, en un charco de agua y naipes a su
alrededor, pero perceptiva como era, rápidamente llegó a la conclusión de que
Ámbar estaba yendo a contraorden para rescatarla. Después de todo, ya le había
dicho que su liberación no era algo que la Capitana pudiera decidir.

Mientras, el discurso de Reykō rebotaba como un tímido eco en el pasillo, y al


llegar a la recepción, la joven se fijó en uno de los proyectores que transmitían la
conferencia.

—¿Quién es ella?

—Ella es una de las razones por la que te estoy liberando —respondió


desenvainando su espada. De una caricia en el mango, la hoja se dobló sobre sí
misma y reveló una apertura que se asemejaba a la de un fusil—. Palabras más,
palabras menos, si no nos apuramos, podría ser tu dueña.

—¿Dueña? —preguntó Perla, doblando las puntas de sus alas.

Ámbar accionó su espada y disparó al ventanal; todo se deshizo en incontables


pedazos de vidrio esparciéndose por el aire; el viento entró sin piedad para
azotarlo todo. La Querubín dejó de prestar atención al holograma, no le agradaba
la imagen de esa extraña humana ni su estrafalario discurso, por lo que se dirigió
hacia el borde del destrozado ventanal. Frente a ella se extendía la brillante y
aparente infinita metrópolis, y le invadió de nuevo ese vértigo al mirar hacia abajo,
en las lejanas calles.
—No tenemos mucho tiempo, así que extiende las alas y huye —Ámbar señaló el
edificio frente a ellas—. Tengo un aliado conmigo, él desactivará los sistemas de
detección cada doscientos metros, por lo que serás indetectable mientras huyes.
Vuela sobre los edificios. Sabrás que el sistema está desactivado porque las luces
del edificio inservible se apagarán por completo. No vueles hacia adelante a menos
que el edificio delante de ti esté sin luces, ¿me has entendido?

Pero Perla empezó a jugar con sus dedos, completamente nerviosa, mirando
alternativamente a Ámbar y luego el paisaje. Había una palabra que la tenía en
ascuas.

—¿Volar? ¿Volar, has dicho?

—Eso es lo que los ángeles sabéis hacer, ¿no?

—S-sí… ¡Sí! —empuñó sus manos y asintió. Se volvió a inclinar hacia el borde para
mirar el precipicio. Lejano y mareante precipicio. Lentamente retrocedió y agarró
una de sus alas para alisarla.

—No tenemos mucho tiempo, niña. ¿O acaso quieres estar a merced de esa
mujer?

Ámbar señaló, con su espada, uno de los hologramas desplegados en la sala. Allí,
Reykō seguía con su discurso con una pasión desmedida que asustaba a los
periodistas y a la propia muchacha alada.

—¡El ángel capturado en Nueva San Pablo es real y ahora nos pertenece! Nuestra
investigación sobre estos seres semidioses, inmortales e inmunes, nos llevarán a
una nueva época. Imaginaos un mundo sin enfermedades, un mundo con una
esperanza de vida que os hará desorbitar los ojos, imaginaos un mundo en donde
la humanidad no crezca bajo el dominio del miedo, sino libre de yugos y
desplegando todo su potencial. ¡Ahora es nuestro turno de ser quienes extiendan
las alas!

—Escúchame, niña —continuó Ámbar—. Cuando llegues a determinada altura, ya


no habrá forma de localizarte. El sistema solo limita la detección en la metrópolis
hasta diez kilómetros sobre el nivel del mar, una vez que hayas avanzado al
menos tres edificios de distancia, alcanza esa altura lo más rápido posible.

—Ám-Ámbar…

—Te estoy explicando algo y creo que no me escuchas. ¿Qué diantres pasa
contigo?

—¡Lo siento! —la joven soltó su ala y agarró la otra, volviendo a acariciarla—.
Volar lo más alto posible, ¡e-entendido!

La Capitana miró a Perla, luego desvió la mirada hacia la infinita ciudad expandida
en el horizonte. Se volvió parar observar las alas de la muchacha, achinando los
ojos. Recordó cuando se encontró con ella por primera vez, cuando las extendió,
pero por alguna razón se negó a huir de la azotea. Por último, miró a la joven y
enrojecida muchacha.

—Niña…

—¿S-sí?

—Dime que sabes volar…

La huida se había complicado y el silencio sería sepulcral si no fuese por el fuerte


ulular del viento que todo lo vapuleaba en la recepción. Para colmo de males,
Reykō seguía vociferando con fuerza a través de los transmisores, desanimando el
peculiar dúo.

—¿Es por eso que no podías volver? —frunció el ceño—. ¿Un ángel que no sabe
volar? ¿Qué sucede contigo? ¿Le tienes miedo a las alturas o algo así?

—N-no, claro que no… —respondió mirando para otro lado.

Ámbar suspiró al pillarle la mentira. Miró de nuevo la maraña de edificios


brillantes, tratando de cotejar posibilidades. “Ahora la humanidad aprenderá a
volar”, había dicho Reykō desde los transmisores. “Volar”, susurró la Capitana,
caminando por la recepción, eso es lo ahora que necesitaban ambas. “¿Pero,
¿cómo?”, se preguntó. Apretó los dientes y activó la hendidura de su casco para
desplegar la visera, haciendo cálculos rápidos, midiendo las distancias entre el piso
y la azotea vecina, mediante el sistema de su traje.

Para sorpresa de Perla, la Capitana avanzó unos pasos hacia el ventanal y se


arrodilló de espaldas a ella.

—Sube. Sobre mi espalda.

—¿Subir?

—El traje táctico manipula la gravedad. Intentaré… —miró hacia adelante, hacia la
azotea próxima—. Intentaremos llegar a él juntas. Saldremos de la ciudad, en la
frontera no existen sistemas de detección.

—¿E-estás segura?

—¿Quieres volver a tu hogar? Pues no hay otra. Súbete a mi espalda, cierra fuerte
los ojos y piensa en los condenados prados y copos de nubes que te esperan allá
arriba.

Perla dudó. Y volvió a dudar. Echó una última mirada hacia el holograma en donde
Reykō, su “dueña”, anunciaba la compra. No le agradaba la imagen y la sola aura
que parecía emanar aquella mujer. Pero volver a los Campos Elíseos tampoco
parecía producente, necesitaba una garantía de que al regresar no sería recibida
como un enemigo.

Liberó su ala del agarre de la mano; concluyó que, si la Capitana arriesgaba algo,
ella también debía hacerlo. Inspirada en su valentía, y teniendo en mente a sus
guardianes y su maestro, se envalentonó y decidió que debía sortear sus propios
miedos para volver.

No sería más una niña cobarde, asintió, apretando los puños.

—Muchos se preguntan —continuaba Reykō—, si nuestro proceder es el adecuado.


Hay quienes sugieren que deberíamos liberar al ángel como un acto de paz entre
las dos especies. Hay quienes dicen que deberíamos negociar algún tipo de
sociedad con ellos. Ay, queridos, a veces me sonroja la ingenuidad del hombre.
¡Echad la mirada hacia atrás, en la Historia! ¡No hay, ni habrá ningún tipo de
alianza entre nosotros! ¡Esta es la única vía! ¡Redención a través del
sometimiento! ¡Y luego, evolución!

La ciudad frente al peculiar dúo parecía brillar con más intensidad, como si las
esperase y alentase. Ámbar se repuso, cargando a Perla en su espalda,
confirmando de nuevo sus sospechas de cuando la cargó en sus brazos: los
ángeles eran exageradamente más livianos que los humanos.

La joven atenazó sus piernas en el torso de quien una vez fuera su captora; cerró
los ojos con fuerza y hundió el rostro sobre el hombro de la Capitana, rodeándola
con sus brazos. Ella también confirmó sus sospechas con respecto a Ámbar: el
mero hecho de estar con ella se sentía bien, esa calidez sobrecogedora que la
tranquilizaba de una manera distinta a la de sus guardianes o el Trono.

Ámbar se estremeció al sentir cómo la muchacha parecía depositar toda su


confianza, su propia vida, a ella. Se aclaró la garganta, buscando un tono
consolador en su voz. Lo último que necesitaba era transmitirle el agobio y miedo
que ella misma sentía.

—Niña —dijo—. Pase lo que pase, no mires hacia abajo.

—Lo sé.

—¿Ya habías hecho esto antes?

—Con Curasán lo hice muchas veces.

—¿Croissant?

—No, Curasán. Es mi ángel guardián.

—Una última cosa. Extiende las alas cuando sientas que empezamos a caer, no
llegaré a la azotea a menos que me ayudes.

—¿Extenderlas? Te he dicho que no sé volar…

—Y no vas a volar, no me dejas terminar mis frases. Vamos a planear, lo acabo de


calcular. Solo… solo mantén las condenadas alas firmes cuando grite “Ya”.

La joven Perla volvió a dudar, pero ahora estaba imbuida de valentía y confort, por
lo que, tragando saliva, asintió y extendió, lenta y paulatinamente, sus blancas y
radiantes alas, como preparándolas para el gran momento.

Ámbar retrocedió unos cuantos pasos, midiendo la distancia de nuevo por enésima
ocasión, observando constantemente el suelo y el edificio vecino. El trecho era
monumental. Cuando el traje vibró en su espalda, supo que era hora; vació sus
pulmones y corrió hacia el ventanal para dar un gran salto. El corazón estaba a
punto de desbocarse, pero no había marcha atrás.

Aún se podía oír, aunque fuera ligeramente, el discurso de la pletórica Reykō


mientras las botas de Ámbar hacían crujir el vidrio roto y desperdigado por el
suelo.

—¡Que se arrodillen los cielos para contemplar este glorioso día! ¡Ahora es nuestro
turno de mostrarles cuán grandioso puede ser esta sociedad que ha resucitado de
sus cenizas tras aquel fatídico Gran Ataque! ¡Que se arrodillen, pues un ángel
jamás podrá discernir la aspiración de este grandioso mundo, de la misma manera
que un mísero pájaro jamás conocerá la grandeza del vuelo de un fénix!

—¡Recuerdas extenderlas, niña!

—¡Por los dioses, las extenderé, las extenderé!

Y saltó. Saltaron al vacío, diríase impulsadas por sus deseos de alejarse del
discurso. El traje ayudó a que el brinco describiera un gran arco, pero ahora todo
dependía de Perla para llegar a la azotea. Las extendió a la señal de la Capitana.
Le dolía, el frío aire atizando su plumaje como filosas cuchillas, la espalda
queriéndose encorvar ya que las alas recibían el furioso embate del viento. La
joven hizo un esfuerzo postrero en poner la espalda tan recta como le fuera
posible, en tanto que tensaba cada centímetro del plumaje. Cerró los ojos, apretó
los dientes y chilló tan fuerte que, de no ser por el dispositivo coclear de Ámbar,
esta hubiera terminado con el tímpano zumbándole.

En las calles de Nueva San Pablo, eran cientos los que detenían su rutina por un
momento para ver la conferencia de prensa de Reykō, que se desplegaban en
hologramas dispuestos en cada rincón de la ciudad. Pero fueron pocos los que, al
estar cerca del edificio “Nova Céu”, levantaron la mirada hacia el último piso de la
fortaleza militar, solo un momento, y se preguntaron qué era aquello pequeño y
oscuro que cruzaba los cielos, primero delante de la luna, y luego delante de la
supernova Betelgeuse, para luego desaparecer en la maraña de rascacielos.

—Alegraos, pues —continuó una ya debilitada pero sonriente Reykō—. Porque hoy
comienza una nueva historia.

Ámbar cayó suavemente en la azotea del edificio, con las rodillas ligeramente
flexionadas, siempre cargando firme al ángel sobre su espalda. Varias plumas
revoloteaban alrededor de ellas mientras aún trataban de asimilar lo que acababan
de hacer.

Perla abrió los ojos lentamente, abrazándose a la mujer en todo momento. Echó la
mirada hacia atrás y contempló por primera vez el alto edificio donde había
permanecido captiva. Luego, inmediatamente, miró el suelo, comprobando que
estaban en una azotea. Tardó varios segundos en darse cuenta de la proeza que
habían realizado.

Hinchó el pecho, orgullosa, y levantando el puño cerrado, bramó:

—¡Lo conseguimos!

Ahora la mujer era quien se giraba para comprobar la distancia recorrida. Aunque
apenas perceptible, sus piernas sufrían un ligero temblor debido a la experiencia
vivida. Pero pronto, humana y ángel, empezaron a cortar el ulular del viento con
estruendosas carcajadas.

—Debería bajarme para recoger mis plumas…

—Pero, ¿hablas en serio, niña? No tenemos todo el tiempo del mundo.

—Bueno, sé que aún queda mucho —miró el lejano horizonte y volvió a extender
las alas—. Pero… es solo que… es de mala educación dejar las plumas tiradas…

—No hay tiempo para ponernos a recoger unas condenadas plumas. Ya lo dijiste,
tenemos mucho camino por delante —cabeceó hacia adelante, señalando la vía
que debían recorrer sin que fueran detectadas. Tras unos segundos de espera, el
siguiente edificio se sumió en una completa oscuridad; Johan hacía su parte
desactivándolo y marcando el camino a seguir.

Iniciando otra corrida, Ámbar se preparó para dar un nuevo salto hacia la siguiente
azotea.

—¡Vamos, mantenlas firmes a la señal!

—¡Qué vergüenza, se me caen las plumas por doquier!

II

Dione descendió sobre una gruesa rama de un árbol perdido en medio de una
gigantesca selva, guiada únicamente por las luces de la Luna y Betelgeuse, que
hacían que la noche no fuera tan oscura. Estaba cansada. A diferencia de los
extensos bosques de Paraisópolis, el clima le parecía excesivamente húmedo,
incómodo y, sobre todo, volar a baja altura le resultaba difícil ya que terminaba
chocando contra todo tipo de insectos.

Miró hacia abajo y sonrió al notar un gigantesco lago. Era similar al que tenían en
Paraisópolis, donde la legión iba a bañarse, aunque el de los Campos Elíseos era
mucho más grande aún. Pero había otra diferencia: este lago brillaba, eran
diminutas esferas de luces azuladas, esporas fluorescentes que flotaban sobre el
lago, provenientes de las setas que crecían en los alrededores húmedos.

—Es precioso —dijo, inclinándose hacia adelante, como si quisiera darse un


zambullido y desparramar las esporas.

—Mycenas… chlorophos —pronunció torpemente Aegis, a su lado, manipulando el


trapezoedro que el científico le había regalado. Había aprendido a utilizarlo y le
fascinaba el nombre que los mortales daban a absolutamente todo.

—Parece un lugar seguro —asintió Dione, levantándose y plegando las alas—.


¿Qué dices para descansar aquí, Zadek…?

Zadekiel estaba a un par de árboles detrás de ellas, pero ya acostada boca abajo
sobre una gruesa y larga rama, los brazos y piernas de la rubia cantante colgaban;
había decidido antes que las demás que aquel sitio era el ideal para dormir. Aegis
rio por lo bajo, pues no quería despertar a su maestra, mientras que Dione
aprovechó para descender a orillas del lago y, luego de quitarse las botas,
sentarse para meter los pies en el agua.

Aegis también descendió, pero en el centro del lago y dando un fuerte zambullido,
salpicando a Dione. Se irguió, riéndose, no era un lugar muy profundo y avanzó
por el agua conforme se retiraba la túnica y botas en movimientos torpes, dejando
una estela de esporas azulada a su paso. Quería darse un baño y no veía la hora.

Se giró, desnuda, y extendió ambas manos hacia su compañera:

—¡Dione! ¡Ven!

Dione dio un respingo. De nuevo sintió ese hormigueo en su vientre y parecía


aumentar mientras veía el cuerpo de su tímida amiga ahora rodeado de
incontables puntos azulados que flotaban en el aire. Aegis jugaba con el agua, la
lanzaba al aire y, extendiendo brazos y alas, daba vueltas y vueltas mientras las
gotas caían a su alrededor y las esporas parecían danzar en torno a ella.

—¡Mira lo que has hecho, Aegis! —reprendió Dione—. ¡Tráeme tu túnica, que ya la
has mojado!

Aegis lanzó su túnica y las botas hacia la orilla, cerca de Dione, y luego se
escondió bajo el agua. Dione meneó la cabeza, desde que llegaran al reino de los
humanos, su amiga era la única que parecía no afectarse por estar en medio de un
nuevo y peligroso mundo. Estiró el brazo y agarró la túnica, enrollándola para
quitarle el agua. Miró en derredor, en búsqueda de alguna rama para poder
colgarla. Con suerte, estaría seca para el amanecer.

Pero se asustó cuando Aegis surgió de debajo del agua, muy cerca de la orilla, y
esta se abalanzó para tumbarla. La antes tímida ángel reía, juguetona, pero su
amiga estaba extrañamente seria.

—¿Qué te pasa? ¡Te dije que vinieras! —chilló Aegis, e inmediatamente le quitó las
tiras de su túnica—. ¡Ropas fuera!

—Dime —respondió Dione, parca como pocas veces. Miró para otro lado, hacia
unos uakaris jugando entre los árboles—. ¿Qué es lo que te ha hecho ese mortal?
Cuando quedaron solos, digo.

—Bueno —se tocó la barbilla y miró hacia las estrellas. Luego, cerró los ojos y rio—
. ¡Sexo!

Dione se desarmó completamente. Ahora sentía agruparse otro montón de nuevas


sensaciones en su estómago. Pero lo que más primaba por sobre todo eran: celos.
Porque sabía superficialmente lo que era el sexo. La unión de cuerpos que les
fuera prohibida a los ángeles pues solo debían afecto y amor a sus creadores. Su
eterna amiga, su tímida y consentida Aegis se había unido con otra persona, y en
el fondo, si bien desconocía sobre esas lides, empezaba a desear ser ella quien
diera junto con Aegis esos pasos vedados.

Después de todo, eran amigas y juntas lo hacían todo. Recolección de frutas,


jardinería, cánticos. Incluso, durante la guerra contra Lucifer habían servido a la
legión curando a los ángeles heridos. Siempre juntas. Y aunque Dione odiaba
cantar, no tuvo más remedio cuando Aegis se inscribió para estar bajo la tutela de
Zadekiel. Entonces sentía un apego e incluso cierto sentido de pertenencia. Aegis
era “suya”, en cierto modo.

—¡Está prohibido! —gritó Dione, tomándola de la muñeca.

—¡No lo hice! —Aegis se soltó del agarre—. Le dije que no tenemos permitido
unirnos a un mortal. Se rio, pero me lo respetó.

—¿Y entonces?

—Pues hice otra cosa —volvió al agua, tocándose lentamente su cintura—. ¡Fue
una tontería, a decir verdad!

—Y fuera lo que fuera, lo disfrutaste… —“Con él y no conmigo”, pensó,


tumbándose de nuevo, mirando las estrellas.
—Bueno… lo disfruté porque, como te dije, te tuve en mente todo el tiempo —
chapoteó el agua para que la mirase—. Es así como siempre fue, ¿no? Siempre
estabas a mi lado. Entonces… ¡Dione! Me preguntaba cómo reaccionarías si fuera
tu cuerpo y no el de él, y entonces me reía, cosa que al mortal le molestaba.

—¿Reaccionar? ¿Reaccionar a qué?

Aegis se volvió a acercar a la orilla, y de cuatro patas, con esos nimios senos que
se mecían de un lado a otro tenuemente, se hizo lugar sobre una sorprendida
Dione. Tomó las tiras de su túnica e intentó desnudarla, pero esta rehusó, más por
caprichosa, pues aún seguía visiblemente molesta. Pero bastó un tirón insistente
para que la ropa cediera y revelara un seno de la voluptuosa y celosa hembra.

—¡He besado! Pero no como los besos que damos, es… Hmm —Aegis cerró los ojos
y trató de buscar una palabra adecuada. Se palpó suavemente su propio sexo,
remedando lo que el hombre había hecho con ella, y se deleitó de la sensación—.
Dione, es algo más especial.

—A ver si en realidad no te has golpeado la cabeza…

—¡No! Cuando das ese beso, todo lo demás desaparece —extendió sus alas y con
ella se sirvió para rodear a Dione— Los Campos Elíseos, el reino de los mortales,
incluso toda esta situación parece desaparecer. No es que quiera olvidar a Perla,
pero se siente bien darse un respiro.

Imitando al científico, Aegis depositó un beso en la oscura areola de la brava


Dione. Apretujó el pezón con sus labios y su lengua se encargó de endurecerla a
base de estimularla. Imbuida por ese intenso placer recientemente estrenado, dio
un mordisco y tiró un poco.

—¡Aegis! —chilló Dione.

La celosa hembra se erizó y perdió el control de sus manos y alas, conforme la


otrora tímida ángel luchaba para quitarle la túnica y así besar su vientre, su
ombligo, a veces volvía a los pezones; eran picos húmedos, a veces mordía entre
gruñidos, porque se estaba perdiendo en medio de la excitación. Seguían cayendo
los besos, ahora en el cuello, luego en ese lunar que Dione tenía en la comisura de
los labios y, por último, esa boca fogosa se perdió abajo, más allá de la fina mata
de vellos.

—¡A-aegis! —se encorvó, torciendo alas y espalda.

Dione se apartó, toda enrojecida, mirando su cuerpo repleto de mordiscones. Aún


intentaba recuperar la razón cuando levantó la mirada. Aegis volvía al agua,
extendiendo sus manos de nuevo hacia ella, invitándola.

“Entonces es cierto…”, pensó Dione, arañando la arena, luego tocándose allí donde
su amiga había mordido, humedecido. Empezaba a despertar a una hembra
deseosa. “Realmente, el mundo ha desaparecido”.

En el lago, las dos ángeles exploraron el cuerpo con sus bocas, con sus dedos, en
medio del baile de esporas fluorescentes a su alrededor. Dione, en contra de lo
que se pudiera esperar, tenía mucho más miedo debido a que entraba en un
terreno nunca antes explorado. Los besos eran tímidos, duraban poco, pero venían
cargados de curiosidad; sus dedos temblaban cuando posaba la palma abierta
sobre los senos de Aegis, quien reía, extasiada, coqueta.

Todo era tan nuevo y seductor para ambas; la atracción y el deseo se veía
incrementado conforme las piernas y alas se rozaban. Era de esperar que el miedo
a tocar fuera dilucidándose hasta el punto que el tacto fuera ya tan desvergonzado
que haría desmayar de susto a los dioses.

Los ángeles estaban orgullosos de volar, de ver el mundo como sólo ellos podían
hacerlo, pero ahora era inevitable sentir envidia de los mortales, de esa manera de
vivir y amar, esa simple libertad que les fuera prohibida desde su creación pero
que ahora empezaban a experimentar.

Tal vez no fue, después de todo, una pérdida de tiempo venir al reino de los
humanos, pensó Dione mientras su boca devoraba ansiosa a “su” Aegis; esta tomó
la mano de su compañera y la llevó hacia la entrepierna, invitando a hundir los
dedos dentro de su húmeda gruta. Incluso se atrevió a sugerirle que agitara,
porque aquel humano lo había hecho y a ella terminó encantándole.

No muy lejos, Zadekiel observaba sentada sobre la rama que le había servido de
cama. Estaba durmiendo, pero los chillidos la hicieron despertar. Viendo cómo sus
alumnas parecían pasar un rato íntimo y especial, decidió callarse los regaños.

“Tenías razón”, pensó la maestra, mirando la gigantesca Luna y dejándose invadir


por unos recuerdos tan gratos como lejanos. “Al final, las semillas que plantaste en
la legión, terminaron floreciendo”. Se abrazó a sí misma, humedeciendo sus labios,
como si en cualquier momento llegaría su amante para reclamarla y unir sus
cuerpos sobre la hierba humedecida de los Campos Elíseos.

“Semillas. Es tal como me lo dijiste. Solo había que regarlas, Lucifer”.

III

Ámbar se sacudió ligeramente sobre la azotea de uno de los edificios, con una
emocionada Perla en su espalda. Habían saltado de rascacielos en rascacielos
durante una treintena de minutos. Aún quedaba mucho trecho para salir de la
ciudad, lejos de los sistemas de detección, pero no habían sufrido ningún altercado
por lo tanto se sentían con la confianza de que la huida podría salir perfecta.

A la joven ángel le encantaba cómo había logrado deshacerse de su miedo a las


alturas para conseguir el escape. A veces, mientras planeaban, abría los ojos
apenas, viendo las lejanas calles, y trataba de controlar su vértigo. Empezaba a
sentir que era un miedo que, al menos en compañía, podía vencer.

—“Égida” —dijo la Capitana. Miraba el siguiente rascacielos. De momento, sus


luces no se apagaban, por lo que era necesario esperar.

—Dame tiempo, “Odín”, no es tan sencillo —respondió el joven subordinado.

—¿“Égida”? —preguntó Perla—. ¿Es la persona que nos está ayudando?

—Sí. Fue mi compañero cuando tú y yo nos encontramos por primera vez.

—Ah, ya veo —susurró, apretando sus labios, pues recordó que se trataba del
humano a quien ella atacó al llegar al reino de los mortales. Acercándose al oído
de la mujer, y doblando las puntas de sus alas, confesó por lo bajo, como
esperando que el muchacho no la escuchara—. Dile que lo siento mucho.

—No lo hago por ella —respondió rápidamente el joven al oír las disculpas; no
podía olvidar la paliza que recibió.

—Hmm —gruñó la Capitana—. Dice “Égida” que tiene sus motivos para hacerlo.

—¿Y los tuyos? —preguntó Perla—. ¿Por qué lo haces?

Ámbar volvió a mirar el rascacielos, esperando que se apagara pronto, pero


aparentemente el chico seguía con problemas. Luego levantó un poco la cabeza
para mirar a la supernova Betelgeuse, y reacomodó a Perla sobre su espalda.

—Me gustaría decirte que lo hago por un bien mayor. Que tal vez a nuestro mundo
nos convenga devolverte junto a los tuyos, no sea que se desate otra batalla aquí.
O tal vez debería decirte que como miembro de esta sociedad no me gusta la idea
de que seas objeto de experimentaciones.

Perla notó que la mujer miraba algo en el cielo. Levantó también la mirada y vio,
por primera vez, aquella brillante supernova. Era extraño, no había algo así en los
Campos Elíseos, aunque la Luna fuera idéntica, salvo que desde el reino de los
humanos lucía un poco más pequeña. “Es hermosa”, pensó, admirando la fuerte
luz azulada. Cerró los ojos y volvió a recostar su cabeza sobre el hombro de la
humana.

—Entonces, ¿por qué lo haces?

—Lo cierto… —Ámbar levantó una mano, y dejó que la luz de la supernova
Betelgeuse se colara entre sus dedos—. Lo cierto es que simplemente lo hago
porque me la recuerdas.

—¿A quién?

—Mi hija —sonrió, volviendo a prepararse para un nuevo salto, pues el rascacielos
frente a ellas empezaba a apagarse—. Me recuerdas a mi hija.

Perla abrió los ojos cuanto pudo. Entonces supo que ella era una madre. Y esperó
que, de tener una madre, esta también fuera humana porque de seguro
encontraría el mismo confort que sentía en presencia de Ámbar. Si los humanos
podían proveerle esa sensación de calidez, bien que valdría la pena dejar por un
momento sus prejuicios y protegerlos, concluyó.

Ámbar echó la mirada hacia atrás nada más oír unos rugidos, de motores de
helicópteros, y su corazón dio un vuelvo. Al menos tres naves se acercaban
velozmente hacia ellas, sorteando los rascacielos aledaños. Eran escuadrones de la
policía militarizada que, de alguna manera, lograron detectarlas. Si a ella la
descubrieran escapando con el ángel, desde luego toda una vida dedicada a la
policía se acabaría y la mujer terminaría sepultaba bajo un estigma de traidora de
la nación. Por más que ya se había hecho con la idea, el experimentarlo la hizo
titubear.

Perla tragó saliva al ver aquellas extrañas naves que utilizaban los mortales, y
notar a la mujer completamente paralizada no ayudaba a su tranquilidad. Pero
meneó la cabeza para quitarse el congelamiento; ya suficiente tuvo con dejarse
vencer por el miedo en varias ocasiones; extendiendo las alas, se armó de valor y
chilló fuerte para despertar a la mujer del trance:

—¡Ámbar! ¡Vamos!

—¡S-sí! —confirmó ella, girándose para iniciar su corrida a por la siguiente azotea.

El salto no fue tan elevado como en anteriores ocasiones, tal vez el nerviosismo y
el cansancio empezaban a jugar malas pasadas. Ámbar sabía que por mucho que
planeasen, no alcanzarían la siguiente azotea y terminarían dándose de bruces
contra el ventanal de alguna oficina. Desenvainó su espada y volvió a doblar la
hoja, presta a realizar un disparo, esta vez para reventar el ventanal por el que
inexorablemente pasarían.

El dúo cayó sobre una suerte de mesa de reunión sumida en la oscuridad.


Ordenadores, sillas y tazas de café fueron desperdigados por el viento mientras
Perla, aferrada a ella, veía asombrada el revoloteo de hojas, faxes y gráficos a su
alrededor.

El rugido de los helicópteros aumentaba y para colmo su visera empezaba a sufrir


interferencias. Ámbar intentaba entablar contacto con Johan, tal vez él podría
interferir los sistemas de los militares que la importunaban, pero al no recibir
respuestas, supo que quienes estaban interfiriendo tanto la comunicación como su
sistema eran precisamente los de la patrulla que la perseguía.

Lanzó el casco a un lado y, mientras el viento mecía su cabellera, levantó su


espada.
—¡Niña, agárrala! —ordenó—. Y no la sueltes.

Perla no dudó en tomarla. Era una espada mucho más liviana que su sable y la
hoja parecía resplandecer debido a su perfecto acabado.

De un salto, Ámbar bajó del escritorio y se adentró en la maraña de sillas,


escritorios y fotocopiadoras dispersas en los pasillos delimitados por incontables
cubículos. Sabía que del helicóptero bajarían soldados para perseguirla y que no
podía permitirse perder más segundos.

—¡En la empuñadura verás un detector de huellas dactilares! ¡Pon tu dedo sobre el


detector!

—¡Empuñadura! —asintió Perla, mirándola detenidamente—. ¡Sé lo que es eso,


pero no lo demás!

—¡Maldita sea! —Ámbar saltó sobre un escritorio, viendo de reojo una fugaz bola
de plasma blanca estrellándose contra una silla. Las estaban disparando desde el
helicóptero, o tal vez los soldados ya habían entrado al piso, pero girarse hacia
atrás para comprobarlo no era prioridad—. ¡La fina línea azul! ¡Pon tu índice sobre
la condenada línea azul por diez segundos!

Tras derribar otra puerta, llegaron al otro extremo del piso. Era una oficina
espaciosa, probablemente la del jefe de aquel departamento, con otra desorbitante
vista de la ciudad. Perla echó la mirada hacia atrás y vio apenas, entre la
oscuridad, a varios soldados corriendo hacia ellas, sorteando de la misma manera
los cubículos y escritorios.

De una caricia al lugar mencionada, la muchacha consiguió que la hoja se doblara


sobre sí misma; Ámbar inició una veloz carrera directamente al ventanal conforme
le ordenaba que disparase para abrirles un camino. La joven extendió el arma y,
con otra caricia sutil, consiguió disparar una bola eléctrica hacia adelante, donde la
reluciente metrópolis las aguardaba para continuar la huida.

Los soldados llegaron a la misma oficina y no dudaron en dar un gran salto hasta
el edificio frente a ellos. Un par consiguió estrellarse contra uno de los pisos más
altos, mientras que otros se dieron de bruces contra los ventanales de pisos más
inferiores.

Ámbar se colgaba, con una sola mano, de la cornisa del piso. No saltaron al
siguiente rascacielos y, quietas como estaban, vieron uno por uno a los soldados
saltar por encima de ellas. Perla levantó la espada al aire en señal de victoria al
ver que ninguno las descubrió, pero Ámbar estaba intranquila. No saltar y dejarse
caer fue una buena estrategia, pero la realidad es que ya estaba cansándose.

Resopló, viendo el horizonte. Sabía que faltaba mucho para salir de la ciudad.

Tan agotada estaba que no vio venir una bola de plasma estrellándose directo en
la cornisa. Sin nada de qué sostenerse, cayeron inexorablemente hacia las calles.

III

Zadekiel despertó y cayó bruscamente al suelo, entre los matorrales. Se repuso


rápidamente, escupiendo algunas hojas, e inmediatamente miró el cielo perlado de
estrellas. Algo en su cuerpo había entrado en alerta. Sentía una corriente extraña
en el aire, la noche se había vuelto rara, como el momento que precede a una
tormenta.

Vio una estrella fugaz. O tal vez no era una estrella. Se abrazó a sí misma
mientras negaba con la cabeza.

Aegis estaba durmiendo a orillas del lago, al lado de Dione, pero se repuso al oír la
caída de su instructora de cánticos.

—Maestra, ¿te encuentras bien?

—¡No, no, no! —chilló. No era a Aegis a quien respondía, sino que se trataba de un
grito a los cielos—. ¡Tiene que ser una broma!

Dione también despertó. Al principio no le dio mayor importancia a los gritos de


Zadekiel, pero luego la vio completamente aterrorizada y supo que algo grave
estaba pasando. Vino a su mente, inmediatamente, la imagen del Dominio en
quien su tutora desconfiaba.

—¿Qué sucede? —preguntó, levantándose bruscamente—. ¿Es Fomalhaut? ¿Acaso


lo sientes?

Zadekiel extendió las alas y, mirando a sus alumnas, bramó:

—¡Vamos, ni un segundo que perder!

IV

La avenida era angosta, aunque completamente libre de tránsito. Ámbar pensó


que tal vez se debía a las altas horas de la noche, o tal vez porque la población era
escasa en Nueva San Pablo, alarmados como estaban los ciudadanos que preferían
huir al saber que un ángel estaba captivo allí en la metrópolis.

Se repuso y, por sorprendente que pareciera, aún cargaba a Perla en la espalda. Si


no fuera por ella y sus alas, la caída la habría matado. Pero había caído
suavemente y estaban a salvo, aunque la alegría no duró mucho cuando un grupo
de helicópteros se posición frente a ellas y las cegó con sus luces. Pronto, la
escena se llenó de esferas de vigilancia, así como de al menos una veintena de
militares enfundados en sus trajes, y desde luego, apuntándolas con sus rifles de
pulsos plásmidos.
La Capitana retrocedió un par de pasos. “Tranquila”, dijo, pues notaba cómo Perla
parecía apretar el abrazo. Acomodó su visión y notó a un militar avanzando con la
mano en alto, ordenando a los demás soldados que bajaran las armas.

Su traje EXO era distinto. Tenía líneas zigzagueantes azuladas, hacia los hombros,
y otras líneas de igual forma, de color dorado, hacia el pecho. El diseño en zigzag
era una referencia a la espada flamígera del Arcángel Miguel y propia de la milicia
privada de Reykō. El traje parecía tener más revestimientos, se veía más grueso,
más imponente; más moderno.

El soldado retiró la visera. Ámbar se sorprendió, bajó la guardia por un instante,


pero rápidamente volvió a ponerse en alerta. Era el Teniente Santos. No esperaba
encontrarse con él, había planeado la liberación porque sabía que él no estaría de
guardia. Y de seguro, pensaba ella, lo último que él esperaba era descubrirla
liberando al Éxtimus y, con ello, rebelándose al Estado.

—Reykō nos hizo un trato —dijo él, severo en su tono—. Quiere contratar a los
tres que capturamos al Éxtimus. Nos quiere liderando su ejército privado.

—Dile que rechazo humildemente su proposición.

—¿Por qué lo haces? —cabeceó despreciativamente hacia Perla.

—¡Tengo mis razones!

—¡Me gustaría oírlas! —ahora su tono se había vuelto más brusco—. ¿Y dónde está
Johan? ¿Acaso lo has manipulado para conseguir esto?

—¡No he manipulado a nadie!

—Por favor, el chico te seguiría hasta el fin del mundo y lo has aprovechado. ¿No
estás contenta con destruir tu vida, que también quieres arruinársela a él?

—¡Deja de decir memeces, Santos!

—¿Acaso la muerte de tu hija no significa nada para ti? Osteosarcoma, ¿no es así?
¿Era eso lo que ella tenía? ¡La humanidad está muriendo a cada paso que damos y
tú decides cargarte la oportunidad que tenemos de encontrar una cura!

La mujer titubeó. Por un momento, perdió su motivación completamente. Casi


soltó a Perla, recordando a su hija. Era cierto: entregando al ángel, millares de
personas en situación idéntica a la de su hija, podrían salvarse. O al menos eso
aseguraba la farmacéutica.

Pero la volvió a sostener fuerte, gritando a todo pulmón:

—¡Lo sé! ¡Pero esta no es la manera!


—¡No somos quiénes para discutir eso!

—¡No te la entregaré! —gritó, levantando la mano para que Perla, que sostenía su
espada, se la devolviese.

Aquello enervó al Teniente. Esa complicidad entre la mujer y el ángel. Para él, eran
seres despreciables y bien que lo confirmó en la azotea donde la capturaron. Por
más que Ámbar fuera una figura que había respetado, no podía dejarlo pasar.

—No titubearé si planeas atacarme, Ámbar —extendió ambos brazos—. Me apena


decirlo, pero frente a mí solo veo una traidora. ¡Prueba, pues, atácame! ¡O lanza al
pajarraco que proteges y la someteré yo solo! ¡Comprobará que ahora somos
nosotros los invencibles!

Las luces de la ciudad se desvanecieron en un fugaz instante. Fue un parpadeo


que duró pocos segundos. Algunos edificios recuperaron las luces, pero otros no.
Tanto un bando como el otro pensaron inmediatamente en Johan, quien de seguro
estaría manipulándolo todo con tal de proteger a la Capitana. Santos no despegó
la mirada de la mujer, aun cuando tras él empezó a oír el crujir del acero y el grito
de sus propios camaradas.

Los helicópteros perdieron el control de los motores de antimateria y cayeron


violentamente a los lados de la avenida. Las esferas de vigilancia se apagaron y
también impactaron contra el pavimentado, rodando para todos lados con sus
partes saliéndosele y chispeando. Cuando una de estas se detuvo a los pies de
Santos, este lo pisó.

—Johan es muy hábil —dijo aplastando la esfera con fuerza y rabia.

“No creo que sea Johan”, pensó la Capitana, viendo cómo el fuego ahora engullía
los helicópteros. Retrocedió lentamente. Su subordinado no haría algo que pudiera
acabar con la vida de los militares.

Cuando un gigantesco haz de luz rodeó al escuadrón, el Teniente Santos no tuvo


más remedio que girarse. Vio con espanto cómo algo oscuro y amorfo cayó de los
cielos en medio de sus hombres, con tal fuerza que el pavimento quedó convertido
rápidamente en un cráter. Fuera quien fuera el ser que había llegado, era tan
fuerte que bastó un puñetazo al suelo para que una onda expansiva arrojara tanto
a sus soldados como a él mismo por los aires.

Aunque Ámbar se había alejado, también terminó siendo arrojada violentamente


por varios metros. Lentamente se repuso de entre los escombros, ayudada por la
fortaleza que otorgaba su traje. Miró en derredor en búsqueda de Perla, pero no la
encontraba. Luego observó cómo la avenida había quedado convertida en un
auténtico campo de batallas; soldados inconscientes por doquier, helicópteros
ardiendo, la propia carretera hecha añicos, convertida en un montón de escombros
desnivelados alrededor del extraño recién llegado.

Por otro lado, la Querubín había resistido la onda expansiva. Avanzó unos pasos
tímidos rumbo al recién llegado. Notó en el suelo cómo todo había quedado
atravesado por innumerables estrías. Se inclinó para palparlas; fuera quien fuera,
tenía una fuerza descomunal. Tragó saliva y volvió a levantar la mirada.

“Otro ángel”, pensó la Capitana, viéndole a contraluz mientras el extraño agitaba


sus gigantescas alas. Pero algo le causaba una curiosidad inaudita: era la primera
vez en su vida que veía a uno con seis alas…

El Serafín más fuerte creados por los dioses, aquel cuyos puños partían la tierra y
el cielo a su paso, había llegado al reino de los mortales.

—¡Rigel! —gritó Perla, avanzando un par de pasos más—. ¿Qué sabes de Curasán?
¿Y Celes? ¿Y…? —se detuvo.

Había algo raro en él que le impedía correr para abrazarlo. La mirada severa, el
porte, su sola aura, las alas extendidas a cabalidad. Frente a ella no parecía haber
un amigo, sino más bien un enemigo presto a batallar. Meneó la cabeza, tal vez se
le metían ideas raras en la cabeza, y procedió a avanzar otros pasos.

Repentinamente, el Serafín extendió a un lado su brazo, e invocó el arma que le


fuera regalada para cazar a Lucifer. Era un tridente dorado que relucía con
intensidad; clavó sus filosos dientes sobre el pavimento con tal fuerza que creó
más escombros y estrías.

—¡Ri… Rigel! —chilló Perla, con los ojos humedeciéndose. Entonces apeló por su
lado más sentimental, llamándolo por el apodo que ella misma le había puesto,
esperando que en cualquier momento él la llamara “Pequeña Perla” con su voz
jovial—. ¡Titán!

Pero el gigantesco Serafín no mostraba señal de afecto alguno. Miró a Perla y


sentenció con una voz potente, gruesa, intimidante. Una voz que rebotaría hasta el
último rincón de Nueva San Pablo.

—¡Suficiente! —apretó la empuñadura de su tridente—. ¡He venido a darte caza,


Destructo!

Congelada, Perla cayó de rodillas, negando enérgicamente con la cabeza. Su


cuerpo completo pareció ser avasallado por aquellas palabras profesadas con un
odio profundo; perdió esperanzas, pues uno de los ángeles que más la protegía,
que más la amaba y que más la consentía, había bajado de los cielos para llamarla
con ese nombre que detestaba.

Ámbar avanzó a duras penas, haciendo caso omiso a su cansado y adolorido


cuerpo. Recogió su espada del suelo mientras se sacudía el polvo del traje. No
entendió el idioma que habló el gigantesco Serafín, pero era más que obvio que no
venía a rescatar a la niña; ni el tono ni su mirada le agradaba, así que apuró el
paso hasta quedar frente a la joven para servirle de escudo.
Oyó un suave sonido en su dispositivo coclear y supo que Johan había vuelto a
recuperar la comunicación.

—Ámbar —dijo él—. Dime que el sistema se ha vuelto loco.

—Dímelo tú. Frente a mí tengo a un bastardo bastante grande y de seis alas que
ha borrado de un plumazo a un escuadrón de élite.

—Según la detección de voz, dijo “Destrucción” y “Caza”. Es… Sumerio… Habló en


Sumerio.

—¿Sabes? Empiezo a creer que la niña en realidad estaba huyendo de su hogar…


—se giró hacia Perla y frunció el ceño—. Tú y yo vamos a tener que hablar luego
de esto.

—Dime que huirás —insistió el subordinado.

—Por favor —respondió ella, volviendo a mirar al Serafín. Estaba agotada, pero la
adrenalina se disparó en su cuerpo ante la amenaza de una nueva batalla. Esa
sensación poblándole el cuerpo le encantaba, era como si ella sola cargase el aire
de estática y se convirtiera en una suerte de diosa de la guerra.

Y sonrió al imponente Serafín.

—¡Piensa, Ámbar! —gruñó el subordinado—. ¿Qué te hace pensar que podrías


contra él?

—Hazme un favor —la Capitana activó su espada para que cabrillease de


electricidad—. Dime cómo se dice en sumerio “Bienvenido a Nueva San Pablo”.

Continuará

Destructo II Dóblame, rómpeme; soy la desesperanza


Quinto capítulo. En el reino de los humanos, un relámpago plateado cayó del cielo.
I

Frente a la Capitana se encontraba un adversario sin parangón. Cualquiera


pensaría, viéndola con un ligero temblor en las manos y piernas, que la mujer
estaba poseída por el miedo y la desesperación. Después de todo al Serafín lo
rodeaban incontables soldados yacidos en el suelo, entre el fuego y la destrucción.
El ángel, además, era imponente en su físico, amenazante en su porte, con las seis
alas extendidas y sosteniendo aquel tridente dorado.

Pero, en realidad, Ámbar temblaba de emoción. Y sonreía porque ahora tendría


una batalla digna, una batalla que había que pelear porque había algo importante
que debía proteger.

—Aquí y ahora no hay asunto que concierna a los mortales —advirtió el Serafín—.
Retírate.

—No me subestimes, pichón.

—Desearía no matar a ningún mortal.

—Demasiado tarde —Ámbar cabeceó hacia los helicópteros, tras el gran ángel, que
se consumían por el fuego.

Rigel giró la cabeza hacia un lado y entendió que, cuando bajó de los cielos,
entorpeció de alguna manera los artefactos de los mortales y aquello terminó
sesgándoles la vida. Suspiró. Él venía a cazar a Destructo, el ángel de la
desesperanza que traería el Apocalipsis y se rebelaría a los dioses. En cierta forma,
él venía a proteger a los “débiles mortales del reino humano”.

Ámbar activó su espada y disparó al suelo, levantando al aire una pared de polvo y
pedazos del pavimento. Cuando el Serafín volvió su mirada, notó que la mujer, de
un brinco, se abrió paso a través de la cortina de humareda para abalanzarse a por
él.

Hundió la filosa hoja en el hombro derecho del ser celestial. Apretó los dientes
porque aquello parecía ser más bien una roca que un cuerpo de carne y hueso.
Activó la descarga eléctrica, pero al no percibir nada más que impasibilidad en el
rostro de su víctima, temió por un momento que su rival fuera una suerte de ser
divino e invencible.

Rigel apartó la espada con un movimiento del brazo y rápidamente agarró a la


mujer de la muñeca, lanzándola lejos, hacia un grupo de escombros amontonados
a un costado de la avenida, donde impactó con violencia y desperdigando pedazos
de pavimento al aire. Se tocó el hombro; pese a la línea de sangre encharcándole
la túnica, no era una herida grave. No para un Serafín. Sonrió, mirando hacia la
humana ahora despatarrada sobre los escombros; se trató de una estrategia
sencilla pero efectiva, pensó. Además, jamás pasó por su cabeza que un mortal
pudiera llegar a hacerle un rasguño a él, al ángel más fuerte de los cielos.

Por otro lado, a la Querubín le resultaba tan difícil actuar. Se había dicho que ya
no volvería a congelarse o dejarse vencer por el miedo, pero parecía que el destino
la ponía a prueba con situaciones más complicadas. Quería ir junto a la humana,
aunque ahora había un enemigo entre ellas. Un enemigo que durante toda una
vida fue un amigo.

El Serafín empuñó el tridente y la joven retrocedió varios pasos.

—¡Titán! ¡No soy Destructo!

—La profecía que vimos fue clara. Un destino te aguarda y he concluido que seré
yo quien lo impida. Eres Destructo.

La joven negó vivamente con la cabeza.

—¡Soy Perla!

—¡Suficiente con los llantos!

Alejada de la discusión, la Capitana yacía boca arriba sobre el montón de


escombros y restos de equipos tecnológicos que chispeaban. Miraba el cielo negro,
esperando que pronto se le pasara el terrible dolor que sentía hasta los huesos.
Era un enemigo fuerte, pensó, y debía tener precaución. Aún sostenía la
empuñadura de su espada y la levantó para mirar la hoja.

Su dispositivo coclear emitió un sonido.

—¿Ámbar?

—Sigo aquí, Johan.

—Dijiste que tiene seis alas. Podría tratarse de un Serafín. Es decir… un ángel de
seis alas coloridas que utiliza para cubrirse el rostro y el cuerpo, pues solo los
dioses tienen derecho a verlos. Según la Angelología Cristiana son los seres más
cercanos a los dioses, por lo tanto, los más fuertes de su linaje.

—¿Alas coloridas? Las tiene blancas—resopló la mujer—. ¿No dirá por ahí cómo
matar a uno?

—No, no dice cómo matar a uno. Estamos hablando de un nuevo biotipo de


Éxtimus que no conocíamos. ¿Se te ha pasado por la cabeza la posibilidad de que
sea un ente divino? Podría ser invencible.

—No es un ser divino —respondió mirando la sangre que adornaba la hoja de su


espada—. El pichón sangra.
—Si sangra, estará cabreado.

—Si sangra, puede morir.

Apretando los dientes, la Capitana se levantó con dificultad. Se sacudió el polvo de


encima y contempló con una mezcla de fascinación y miedo hasta qué distancia
había sido arrojada por el ángel. Si no fuera por su traje táctico, no sobreviviría el
impacto, concluyó.

—Voy a probar con una bomba de neutrinos.

—Pero para eso tendrías que acercarte a él.

—¿Por qué tengo la sensación —clavó su espada en el suelo— de que todos me


están subestimando?

Levantó la mano y presionó el pequeño dispositivo que sostenía, activando la


bomba que había logrado colocar entre las alas del Serafín antes de que este la
lanzara. Una gigantesca esfera de luz blanquecina surgió en medio de la
destrozada avenida, engullendo en su interior al titánico ángel. Incontables líneas
azuladas surgieron de adentro para girar velozmente alrededor de la esfera; era
un auténtico espectáculo visual, aunque de naturaleza destructiva y un sonido
atronador que todo lo hacía vibrar.

Cuando la explosión fue apaciguándose, la mujer levantó la mirada con esperanzas


de encontrar al ángel en el suelo, sufriendo espasmos musculares y convulsiones
antes de su muerte, al menos así estaría un ser humano, pero el Serafín seguía
allí, firme en su posición, rodeado, eso sí, de varias plumas que revoloteaban a su
alrededor.

La Capitana gruñó, en parte por decepción, en parte por el dolor.

—Tal vez debería atraerlo hasta uno de los motores de fusión de los helicópteros
—calculó la mujer.

—Le estoy hablando a una condenada pared… —se quejó el muchacho.

—Entiendo que eres una guerrera —dijo el Serafín—. No te midas por tu fuerza o
tu valentía, sino por tu inteligencia a la hora de elegir batallas. Es mi última
advertencia, esta no es tu lucha, mortal.

—¡Niña! —Ámbar levantó su espada al aire, haciendo caso omiso al ultimátum del
Serafín—. Te ganaré tiempo para que puedas huir.

Pero Perla negó con la cabeza. Se repetía una situación idéntica a cuando el Trono
murió tratando de protegerla. Y no deseaba permitirlo, que más gente se
sacrificase por ella, que más gente muriese por ella. Se preguntó entonces si ese
era el destino que le aguardaba como Destructo; que todo a su alrededor se
marchitase inexorablemente.

Tal vez, después de todo, sí era el ángel de las profecías. El ángel de la


desesperanza.

Ámbar partió rumbo al Serafín. Sonreía, aún con un hilo de sangre cayéndole de la
frente y otro adornándole la comisura de los labios. Aún con el cuerpo doliéndole
hasta los huesos. Para ella, el peligro y el olor a muerte ya eran viejos conocidos,
qué menos que ponerles buena cara.

II

Johan suspiró al ponerse la chaqueta de cuero y miró a los lados del callejón para
comprobar que nadie estuviera acechando; sabía que el tiempo apremiaba y no
conseguiría salvar a Ámbar de una muerte segura solo manipulando los sistemas
informáticos desde su departamento. Después de todo, él era “Égida”, su escudo;
quedarse sentado a lamentarse no era opción.

Más de la mitad de la ciudad estaba sumida en un apagón y sospechó que el caos


en la Jefatura de seguro era de órdago al haberse perdido el contacto con el
escuadrón que persiguió a la Capitana. Debía aprovechar la situación y evitar que
la mujer fuera capturada: podría ajustar el sistema del Estado de tal manera que
la milicia pensara que Ámbar había escapado de la ciudad, provocando que el
ejército se dispersara por toda la nación. ¿Pero quién creería que la mujer
consiguió escapar tan rápidamente? Solo levantaría sospechas por lo inverosímil
de aquello. No le quedó otra que modificar el software de manera que toda la
milicia se presentara en su propio departamento pensando que tanto la mujer
como el Éxtimus estarían allí.

En realidad, la milicia se encontraría con una pila de bombas electromagnéticas


que inutilizarían su tecnología nada más abrir la puerta.

Acarició las curvaturas de su motocicleta, una auténtica bestia a base de energía


de fusión de una rueda trasera y dos delanteras que, según convenía, se
separaban o unían para dar una mayor velocidad. Tenía una fijación por las más
antiguas, las que funcionaban a base de petróleo, ruidosas como ellas solas,
aunque nunca pudo encontrar una desde que las últimas petroleras cerraran.

Subió al vehículo y encendió el motor. Cerró los ojos y vació los pulmones. Estaba
casi convencido de que sería su último viaje. Cuánto deseaba invitar a Ámbar a
montarlo rumbo a un destino indefinido, aunque sonrió prediciendo que
probablemente la mujer se rehusaría a subir. Pero era justamente aquello, la
esperanza de luchar por unos recuerdos que aún quedaban por construir, lo que lo
motivó a ir en su rescate.

Cuando levantó la mirada, presto a arrancar, su alma cayó al suelo: tres ángeles,
a contraluz, cerraban el paso del callejón.
Aegis dio un par de golpecitos al trapezoedro. No entendía. El punto que le
indicaba dónde se encontraba Perla había variado una decena de veces los últimos
minutos, zigzagueaba en el mapa holográfico y las hembras empezaban a ponerse
nerviosas. Pero, ahora que por fin se encontraban en el punto exacto, no veían a
su amiga por ningún lado.

—No está aquí —concluyó abrazando el artefacto contra sus pechos. Levantó la
mirada y sintió un ligero vértigo al ver todos esos altos edificios a su alrededor.
Desde arriba no se veían tan imponentes—. Y extraño Paraisópolis.

—Tal vez ese aparato no funciona —Dione se cruzó de brazos—. A ver si ese
mortal no nos la ha jugado.

—Imposible —meneó la cabeza—. Me lo prometió.

—Ah, ¿quince minutos a solas y ya lo conoces? Pues ya ves lo que pasa por confiar
en un completo desconocido…

Zadekiel avanzó un par de pasos y miró detenidamente al humano frente a ellas.


Perla no estaba allí, pero él sí. El tiempo apremiaba y no dudó en exigir
respuestas, aunque fuera a la desesperada.

—¡Tú! —clamó la maestra—. ¡Sé un buen mortal y dinos dónde está mi alumna!

—¿Alumna? ¿Pero de qué…? Tiene que ser una puta broma… —se lamentó el chico.
Ya no era solo la presencia de un Serafín en la ciudad, sino ahora de otros tres
ángeles más. La sola idea de una invasión angelical lo ensimismó, pero de nuevo
se armó de valor y arrancó el vehículo.

Intentó embestirlas para abrirse paso, pero las tres levantaron vuelo para
esquivarlo. La rubia estiró el brazo y lo tomó del cuello, tumbándolo al suelo
mientras la motocicleta se daba de bruces contra un grupo de basureros apilados a
un costado.

Johan gruñó de dolor. La hembra montó sobre él y lo tomó del cuello de su


chaqueta.

—No es manera de saludar, mortal —protestó Zadekiel—. Y pensar que desde aquí
parecías tan manso.

El muchacho no lograba articular palabra alguna. No podía tener tanta mala


suerte, pensó. De reojo vio a la otra ángel, quien abrazaba una portátil
trapezoédrica contra sus pechos. Desconocía cómo lo había conseguido, pero
sospechaba que el aparato las había dirigido directo hacia su departamento, tal y
como había modificado el sistema para confundir a la policía militarizada. Pero no
esperaba que unos ángeles se valieran de los sistemas de navegación para llegar
hasta allí.

—¡Realmente no tengo tiempo para esta mierda! —gritó forcejando, pero


simplemente no podía competir contra la fuerza de un ser celestial. Cuánto
deseaba al menos vestir su traje táctico.

—Entiendo que estés asombrado, pasa a menudo —dijo la maestra, quien usó sus
alas para abrazar al muchacho e intentar apaciguarlo—. Perverso mortal, ¿sabías
que con un Arcángel no es pecado?

—¡Zadekiel! —gruñó Dione—. ¡No es momento!

—¡Ya, ya! —sacudió su mano al aire—. No temas, humano. Si me dices dónde está
Perla, tal vez no te arranque la cabeza.

—¿Perla? —preguntó el joven—. ¿El Éxtimus? Quiero decir… “Perla”, ¿te refieres al
ángel de nombre Perla? Mierda, ¡sé dónde está ella! ¡Sé dónde está ella!

—¿Lo dices en serio? —la maestra enarcó las cejas—. Pues más te vale. Como me
mientas, te arrepentirás de haber nacido.

Tomó del brazo del chico y lo lanzó por los aires. Cayó sobre la espalda de Dione,
entre sus alas, pues esta se había agachado para recibirlo.

—¡Sujétate bien, mortal! —ordenó Zadekiel—. Contemplarás la cara del mundo


como solo los ángeles pueden hacerlo.

—Comprenderás que estamos en un apuro —Dione acomodó al muchacho sobre su


espalda—. ¡Guíanos, humano!

III

La Querubín estaba en sus horas más bajas. El Serafín había extendido sus seis
alas y, con un fuerte batir, lanzó violentamente a la Capitana por varios metros
hacia otro amontonamiento de escombros donde terminó impactando. La mortal
estaba sacrificándose por ella para que pudiera huir. “¿Y luego qué?”, pensó la
joven. ¿Qué sentido tenía seguir viviendo si todo a su alrededor se marchitaba?
Uno de sus mayores aliados bajó de los cielos para darle caza, la humana por
quien sentía apego estaba sufriendo y ahora tenía la sospecha de que sus dos
ángeles guardianes ya no estaban vivos.

El solo respirar se le estaba volviendo doloroso. Tal vez, pensó, sí era Destructo,
un ángel que solo deja muerte y terror a su paso. Tal vez, concluyó agobiada, solo
había una manera de traer el consuelo a la legión y detener esa sensación de
desesperanza que la angustiaba.

Con los ojos humedeciéndose, extendió brazos y alas en cruz. Ofreciéndose.


Sacrificándose. Por primera vez Perla perdió todo deseo de vivir.

—¡Basta! —chilló—. ¡Es a mí a quien buscas, Rigel!... ¡Hazlo! ¡Mátame, si es así


como la legión lo desea!

Aunque el Serafín no revelara su estado de ánimo, por dentro luchaba contra su


propia conciencia. Siempre había tenido la idea de que derrotar al ángel destructor
le sería difícil, pero no imaginó cuánto. ¿Cómo iba a asesinar a la niña que creció
ante sus ojos?, se preguntaba una y otra vez, pero bajó de los cielos porque sabía
que era lo que tenía que hacer.

Empuñó su tridente.

—La profecía te dicta un destino cruel. Matarte es un acto de piedad —dijo el


guerrero, vaciando sus pulmones antes de lanzar el arma.

La Querubín, como único acto, cerró los ojos tan fuerte como le fue posible. Tan
fuerte, que ni siquiera se percató del relámpago plateado que cayó del cielo.

El Serafín observó atónito cómo dos sables fueron clavados en el pavimento, de tal
manera que detuvieron el avance del tridente justo en el espacio entre los dientes
del arma, a pocos metros de impactar contra la Querubín.

Bajó suavemente un ángel de alas plateadas, sirviéndose de las empuñaduras de


los sables para posar sus pies. Se acuclilló, observando con curiosidad el arma
dorada que aún repicaba en el suelo. Luego levantó su mirada hacia el Serafín. Era
una mirada salvaje. Una mirada impropia de un Dominio que fuera creado como
una mera herramienta.

Era la mirada de alguien que tenía algo importante que proteger.

Perla, tras el ángel plateado, bajó los brazos y alas al reconocer al recién llegado.

—¿“Fomalaut”? —preguntó.

IV

Antes de la llegada de la Querubín a los Campos Elíseos, el Dominio Fomalhaut


solía patrullar el jardín adyacente al Gran Templo, muy a diferencia de las otras
Dominaciones, quienes solían montar guardia en la entrada principal o en los
pasillos del pomposo Santuario. Su jornada consistía en un ir y venir constante, a
veces caminando en el mar de pétalos del extenso patio, a veces en vuelo,
curioseando las actividades de las hembras del coro, pues era usual verlas
practicando en las inmediaciones.

Por más que nunca sucediera nada por la que mereciera la pena ponerlo en alerta,
vigilar la retaguardia era lo que se esperaba de él, su único objetivo desde que
fuera creado por los dioses. De hecho, en la lejana guerra contra Lucifer no tuvo
una actuación muy destacada, limitándose a guardar las espaldas del Trono y no
viéndose involucrado en la sangrienta primera línea.

Pero al menos estaba en tensión. Cuando vino la paz también sobrevino un


inusitado aburrimiento. A veces creía firmemente que, terminada la guerra, ya no
tenía utilidad alguna; el hecho de vigilar un apacible jardín lo decía todo. Entonces,
para paliar el hastío, se elevaba en el cielo y volaba en círculos, arremolinando y
deformando las nubes para luego caer en picado hasta el mar de pétalos del jardín
donde, con un veloz vuelo rasante, los hacía revolotear a su paso.

Algunas hembras, que de vez en cuando se internaban en los jardines para


recolectar flores, lo miraban fascinadas pues su velocidad era asombrosa. Era,
según los que lo veían, un relámpago plateado; sin dudas el ángel más veloz de la
legión.

Una tarde que patrullaba a pie decidió sentarse sobre una roca de considerable
tamaño que sobresalía del mar de pétalos. Retiró los dos sables enfundados en su
espalda y los arrojó a un lado. Llevando sus manos tras la cabeza, se tumbó y
miró aquellas nubes lejanas que rompían la monotonía del cielo.

Pronto subiría para deformarlas, pensó para sí, mientras cerraba lentamente los
ojos.

—“Fomalaut” —dijo una voz torpe y aniñada.

Abrió los ojos, algo cansado, y giró su cabeza para mirar a quien había
pronunciado su nombre de manera equivocada. Era una niña, de cabellera roja y
alas diminutas, quien lo miraba boquiabierta. Era tan pequeña que el mar de
pétalos le llegaba hasta las rodillas.

Sostenía entre sus manitas una hoja de lino. Solo se conseguía algo así en los
aposentos del Trono.

—Tus alas. Las tienes plateadas —continuó ella, revelando el motivo de su


asombro. Pero luego sonrió, destacando sus graciosos mofletes—. Y además tienes
el nombre más feo de todos.

El Dominio se repuso y miró para todos lados antes de volver a fijarse en ella.
Nunca había visto una niña en persona y ya ni decir una con alas. “¿Vino con
alguien?”, pensó, pero no había nadie en las inmediaciones. Se rascó la barbilla y
cotejó posibilidades. ¿Tal vez los dioses volvieron y crearon un nuevo prototipo de
ángel? ¿Y por qué crear una tan pequeña? ¿Qué clase de hacedor crearía una niña
con alitas tan diminutas que de seguro no le servían ni para volar? Tenía que ser
un error propio de un dios sumido en una borrachera, como Dionisio.

Se encogió de hombros y decidió charlar con la niña.


—Fomal-“jaut” —corrigió.

La pequeña vio sus apuntes y meneó la cabeza:

—Aquí dice Fomalaut.

—Esa “jet” no es muda —señaló el símbolo sumerio de su nombre—. Fomal-“jaut”.

—Sigue siendo un nombre feo.

Le arrebató los apuntes. Estaban escritos los nombres de varios ángeles. Al


menos, los más importantes: las Virtudes, los Principados, los Serafines, las
Potestades, las Dominaciones, el Trono e incluso algunos ángeles de menor rango.
Fomalhaut estaba allí, entre los nombres de sus compañeros Dominios.

Miró seriamente a la pequeña. “Podría ser una lista de asesinatos”, pensó


achinando los ojos.

—El Trono quiere que aprenda algunos nombres —dijo ella reclamando su hoja—.
Hoy me tocan las Dominaciones.

—Ya veo. Entonces ya sabes el mío.

La pequeña volvió a reír torpemente y asintió:

—Sí, “Fomalaut”.

Cuando la niña se alejó para volver al Templo, el guerrero se dispuso a continuar


su descanso. Antes de cerrar los ojos miró de nuevo a aquellas lejanas nubes y
esbozó una sonrisa, pensando en cómo las arremolinaría cuando volara hacia ellas.

Era el único divertimento del ángel más solitario de la legión.

Si no eran vuelos rasantes o si no practicaban las hembras del coro en las


inmediaciones, se entretenía viendo a las jardineras recolectar las infinidades de
flores dispersas en el prado. Entraban al lugar cada tres días para renovar las
flores que adornaban las calles de Paraisópolis. Nunca se acercaba a ellas, solitario
como era, pero le resultaba imposible no escudriñar cómo creaban los ramos y
hacían contrastes con los colores de dichas flores.

Sentado sobre la roca de siempre, espiaba a las jardineras. Unas conversaban,


otras reían, incluso había una con el rostro alicaído. Esta última fue consolada por
otra hembra que la rodeó con sus alas y le susurró algo para que sonriera. El
Dominio se preguntaba constantemente el motivo de aquel desfile de emociones:
qué causaba el decaimiento, la risa, pero, sobre todo, le intrigaba el poder que
podían ejercer unas palabras o algunos gestos en el ánimo de los demás.

Y es que, aunque desconociera de emociones o sentimientos, no podía negarse a


su naturaleza curiosa.

Dio un respingo cuando alguien tiró de su ala para llamarle la atención. Se giró y
vio a la niña de la otra tarde, ahora con el ceño fruncido.

—¿Estás espiando?

—Tú de nuevo —el Dominio se acomodó sobre la roca—. Y no, no espío. Vigilo.

—Ya….

—¿A qué has venido?

—Tus sables —dijo ella, señalándolos—. Están aplastando los gladiolos.

El Dominio retiró las armas y rápidamente la niña se agachó para arrancar las
flores blancas que crecían allí. Notó que, en la otra mano, ella ya había acumulado
una variedad de gladiolos de distintos colores. De seguro entró al prado con las
demás jardineras y ahora se dedicaba a imitarlas, aunque no con la pericia ni
delicadeza de ellas.

La niña se levantó manipulando los tallos recogidos, amasándolos torpemente. Se


hacía evidente que la pequeña no tenía mucho futuro como floricultora de la
legión. “Si las flores hablasen”, pensó él, “estarían gritando…”.

—¿Las vas a llevar a Paraisópolis?

—No. Son para el Trono —levantó el improvisado ramo—. Se cabrea cuando no


hago los deberes, pero he notado que le gusta cuando le llevo las flores.

—¿Y consigues tranquilizarlo con eso?

La niña asintió. Fomalhaut silbó suavemente para sí; desde luego que ganarse el
beneplácito del Trono no era un logro al alcance de cualquiera, por lo general el
líder era bastante severo con los demás ángeles si estos incurrían en alguna falta.
La niña podría ser un auténtico despropósito como jardinera, pero no podía negar
su inteligencia y viveza.

—Te admiro. Pero ese ramo…

Se sentó sobre una rodilla y, cogiendo las flores que la pequeña había recolectado,
empezó a trabajar con ellas. De tanto mirar a las jardineras el Dominio sabía cómo
debía lucir un ramo, con qué suavidad tratar las flores, cómo agruparlas para que
se viera pomposo, cómo liarlas con unas tiras de césped que crecía en el terreno.

Colocó el ramo sobre la roca. Desenvainó uno de sus sables presto a cortar los
tallos con la filosa hoja; la pequeña respingó y tensó sus alitas, yendo detrás del
Dominio, ocultándose tras sus grandes y radiantes alas, asomándose apenas.

—¿Y ahora qué te pasa?

—¡Ten cuidado! —gruñó apretando las alas plateadas—. Parece un arma


peligrosa…

El Dominio achinó los ojos al notarla asustada; levantó sus alas y la cubrió con
ellas. Había visto a las demás hembras hacer algo similar para calmar a las otras y
esperaba que funcionara. Sonrió al ver que surtía efecto; la pequeña se aferró a
las plumas, tratándolas como si fuera un manto con el que cubrirse
completamente, lo suficiente como para solo asomar la mirada.

—Tranquila. Es peligrosa solo si no sabes manejarla.

Una pequeña amistad había surgido entre el revoloteo de las flores. A la niña le
convenía. No lo iba a admitir, pero el guerrero tenía mucho mejor gusto que ella a
la hora de elegir las flores que harían contraste con los gladiolos. Por más que ella
luchara por terminar un ramo, no le quedaba otra que refunfuñar por ayuda. Como
su fuerte no eran precisamente los estudios, los regaños de parte de su guardián y
del Trono eran una constante, por lo que entrar al jardín en búsqueda de ramos se
había convertido prácticamente una obligación.

Sentada sobre los hombros del Dominio, la pequeña Perla observaba con
fascinación cómo este cortaba los tallos con uno de sus sables sobre la misma roca
de siempre. Ya no sentía miedo y, es más, en un par de ocasiones solicitó ser ella
quien maniobrara las armas, aunque terminaba recibiendo una negativa de parte
del ángel plateado.

Se bajó cuando él terminó con la manualidad y procedió a sentarse sobre la roca


para atar los tallos. Entonces se fijó en el guerrero, que envainaba su sable. Hasta
ese momento no lo había pensado mucho, pero aquel Dominio era el único ángel
de la legión que manejaba dos armas por lo que concluyó que debía ser habilidoso
como ninguno.

—“Fomalaut” —dijo—. ¿Conoces la profecía de Destructo?

—He oído algo.

—Bueno… —continuó atando los tallos—. El día que venga espero que estés cerca
de mí.

—Ya veo. Trataré.

—No, no trates —dijo mirándolo fijamente—. Es una orden.

El Dominio asintió. Después de todo ya estaba al tanto de que ella era una
Querubín, el ser superior de la angelología. Sus caprichos los tomaba como
órdenes. “Cómo negarme”, concluyó, justo en el momento que la pequeña
terminaba de formar su primer ramo.

El guerrero silbó suavemente, agachándose para admirar el ramo:

—Luce bien.

—Lo sé. Es para ti.

—Es un honor —lo tomó del tallo, ladeándolo. Lo cierto es que no tenía idea de qué
iba a hacer con el regalo, pero cómo iba a rechazarlo. Le buscaría un lugar en su
casona para perfumar el lugar.

—Claro que es un honor —la pequeña achinó los ojos—. Te la renovaré de tanto en
tanto.

Ahora, tras el fin de la lejana guerra, el Dominio por fin volvía a estar en alerta. Y
se sentía útil. Importante. Se sentía vivo. Porque, ¿quién sabría cuándo aparecería
Destructo? ¿O qué tan fuerte sería? A veces, durante sus guardias en el jardín,
friccionaba sus sables entre sí; si el ángel de las profecías se presentara él tendría
que estar preparado. No le importaba que ella, a esa altura, ya tuviera dos
guardianes; era el mismo caso el del Trono quien siempre tuvo guardianes que
vigilaran la línea de frente.

Él era el ángel que cuidaba la retaguardia.

Con el paso del tiempo aquella niña se veía tan joven como los demás ángeles de
la legión. Y ahora entrenaba con su propio maestro particular. Era usual que Perla,
luego de sus entrenamientos, se bañara en un arroyuelo que atravesaba el
bosque, muy cerca de la cala del Río Aqueronte.

El Dominio descendió suavemente sobre la rama de un árbol cerca del arroyuelo.


Se acuclilló y se fijó en ella. Perla se había recogido la cabellera sobre la nuca, con
unas horquillas. Brillaban con intensidad los cientos de gotitas de agua que
pasaban por su cuerpo mientras ella se limpiaba las manchas ocasionadas por sus
entrenamientos. Un par de hojas de nenúfares se pegaron en la cara interna de
sus muslos y otro sobre un ala.

El Dominio sonrió contemplando aquel atlético y desnudo cuerpo repleto de pecas.


No había deseo carnal en su sangre debido a su naturaleza; simplemente
analizaba las diferencias de cómo esa niña de alitas pequeñas y mofletes marcados
se había transformado con el paso del tiempo en una hembra de curvas sinuosas,
de radiantes alas y de movimientos refinados.
La Querubín musitaba una canción. Fomalhaut conocía la letra de tanto que la oía
cuando ella practicaba con las hembras del coro. “Imperio de Ángeles”. Se le había
hecho usual ir a los cánticos nocturnos para vigilarla y de paso escucharla; no
podía negar que su voz tenía encanto y lograba animarlo.

Pero no había tiempo que perder. Se acuclilló sobre la rama y carraspeó.

—Tu guardián —dijo—. Está aleteando por media Paraisópolis en tu búsqueda.

—¡Ah, ah, ah! ¡Ah!

Perla y sus alas dieron varios respingos del susto. La Querubín cubrió sus senos
con un brazo mientras que con las puntas de sus alas se tapó el sexo. Luego
recordó que en la legión de ángeles no existía el pudor. En el lago cerca de
Paraisópolis era común ver tanto a varones como hembras bañándose sin
problema alguno, por lo que, temblando y presa de vergüenza, se dejó de cubrir,
no fuera que el Dominio sospechara que ella empezaba a experimentar deseos
carnales de tanto espiar a sus guardianes.

Enrojeció visiblemente. Por más que era evidente que el Dominio, con su ausencia
de emociones, no la viera con otros ojos, no se sentía muy cómoda.

—¿Q-qué pasa? —preguntó, girándose para buscar su túnica. Se encargó de que


sus alas cubrieran su trasero de manera disimulada.

—Que tus guardianes están buscándote.

—¡Hmm! —gruñó, avanzando por el riachuelo mientras se quitaba la hoja pegada


al ala—. Pues que sigan buscando.

El Dominio ladeó el rostro. Que Perla mantuviera rifirrafes con su guardián


Curasán no era precisamente un secreto en los Campos Elíseos. Aunque al final
terminaban haciendo las paces, tenía la sensación de que esa tarde había algo
distinto.

—¿Es por tu mudanza?

—¡Tengo mis razones para mudarme! —se giró; ahora ya no le importaba revelarle
su desnudez porque había una cuestión más importante. Su mirada se había
vuelto feroz—. ¡Y él piensa que es una tontería!

La mudanza de casona era algo que Perla lo había deseado desde hacía tiempo a
pesar de las negativas de sus guardianes: alejarse de la ciudadela y estar más
cerca de los bosques y, por ende, más cerca del Río Aqueronte donde entrenaba.
Para ella representaba no solo su deseo de independizarse del ángel con quien
vivió toda su vida, sino también alejarse de aquellas miradas de los habitantes de
Paraisópolis, quienes buscaban en ella consuelo o respuestas acerca de los dioses
desaparecidos. Después de todo, ella era la Querubín, la enviada por los
hacedores.

Una enviada rota que no podía dar ningún tipo de consuelo.

Perla se volvió a girar para hacerse con sus botas en movimientos rápidos y
torpes, dejando entrever su nerviosismo.

—Diles que no hay nada de qué preocuparse porque volveré enseguida. Pero… —
agarró su túnica y la llevó contra sus pechos—. “Fomalaut”, ya que estás aquí,
¿me ayudarías?

—¿En qué?

—En la mudanza, claro. Dudo que Curasán mueva una mano. Y mis amigas son
muy chillonas, la verdad —tensó sus alas y se volvió a girar para mirarlo a los
ojos. Concluyó que Fomalhaut, severo, serio, con su ausencia de emociones o
sentimientos, era el ángel ideal para afrontar la mudanza.

Se retiró las horquillas, meneando la cabeza para sacudir la cabellera.

—¿Qué me dices?

El sol se ocultaba y pocas nubes flotaban sobre el cielo naranja de los Campos
Elíseos. Perla estaba sentada sobre el techo de su recién estrenada casona, en las
fronteras de Paraisópolis. Se encontraba pensativa, abrazando sus rodillas.
Apretaba los dientes recordando lo que un irritado Curasán le había dicho durante
la mudanza: “¿Ya te vas? Espero que aún no temas a la oscuridad, ¡las velas
terminan apagándose, enana!”.

—¡Hmm! —gruñó la Querubín, meneando la cabeza para olvidarse del amargo


recuerdo de despedida.

—¿Qué te sucede? —preguntó Fomalhaut, sentado a su lado.

—Nada, no pasa nada —respondió alicaída.

La muchacha rememoró la última frase que lanzó su guardián. “¿Y ya pensaste en


quién te lavará las túnicas? ¿O acaso lo vas a hacer tú? Me río solo de imaginarte
lavando ropas a orillas del lago, ¡oh, ser superior de la angelología!”.

—¡Hmm! —volvió a gruñir, torciendo las puntas de sus alas.

—¿Es cierto lo que dijo tu guardián? ¿Le temes a la oscuridad?


—¿También lo escuchaste? ¡Pues n-no es verdad!

Pero era fácil para él detectar los estados de ánimo, tan observador como era. La
Querubín se encontraba desanimada, se le notaba en la mirada y, sobre todo, en
el tono de su voz. Cayó en la cuenta de que ella pasaría su primera noche sola y
que tal vez necesitaba de algún tipo de apoyo.

Levantó sus alas y rodeó a la joven, esperando confortarla como cuando era
mucho más pequeña, pero esta las apartó con un movimiento de manos.

—No. Ya no soy una niña.

El ángel plateado silbó suavemente para sí; realmente no sabía cómo lidiar con la
nueva Perla. Se levantó, extendiendo las alas.

—¿Adónde vas? —preguntó ella—. No quería que te molestaras.

Fomalhaut se elevó y con su veloz vuelo se volvió un auténtico relámpago plateado


que se abalanzaba una y otra vez a por una nube, dándole golpes con sus alas
para deformarla, giraba en el aire y volvía para hacer y deshacer formas con su
sola velocidad.

Perla lo miró con curiosidad, realmente era un ángel rápido; acomodó sus alas,
pensando que algún día debería no solo aprender a volar, sino a ser tan veloz
como él.

“Me llamarán relámpago rojo”, sonrió con los labios apretados, apartándose un
mechón de la frente.

El Dominio bajó suavemente sobre una terraza frente a ella. La muchacha levantó
la mirada y contempló boquiabierta lo que el ángel había hecho. Se trataba de una
nube con forma de flor, de largas hojas lanceoladas dibujadas sobre el marco
naranja del cielo. Por primera vez en todo el día, sonrió.

—Gladiolos —dijo ella sin apartar la mirada de la nube. Desde niña eran sus
preferidas.

—Por las noches no tengo ninguna rutina. Podría vigilar por aquí hasta el
amanecer.

—¿Lo harías? No quiero ser molestia, “Fomalaut”.

—No es molestia, pero no te saldrá gratis. Quiero que renueves mi ramo de flores
cada tres días.

—¡Ja! —la Querubín meneó la cabeza—. Lo había olvidado. Desde que empecé el
coro que no te la renuevo con asiduidad. Pero —apretó los puños—, desearía pasar
la noche sola. Es un paso que me gustaría dar sola, ¿me entiendes? Se lo pedí a
Curasán. Se lo pedí a Celes. Tengo que pedírtelo a ti también.

El Dominio simuló alejarse al ocultarse el sol, aunque no tardó en volver,


aterrizando sobre una terraza cercana para sentarse en el borde. Luego de
apagarse las velas de la casona de la Querubín, la notó asomándose por el marco
de la ventana de su habitación.

Perla suspiró al ver que él estaba allí, vigilándola. Aunque, lejos de regañarlo,
decidió saludarlo con un tímido gesto de manos. Fomalhaut asintió como saludo.

Cuando la muchacha se volvió a su cama, el ángel plateado miró el cielo, allí


donde la nube poco a poco perdía forma. Vigilarla era la orden irrevocable que juró
cumplir. Sonrió para sí porque por fin, desde que fuera creado por los dioses,
sentía firmemente que servía para algo.

Era el ángel que cuidaba la retaguardia.

Y era bueno en ello.

En medio de la destrozada avenida de Nueva San Pablo, un inesperado aliado


había caído del cielo. Bajó tan rápido que los mortales que lograron observarlo
desde la distancia solo vieron un borroso relámpago plateado.

Fomalhaut miraba fijamente al Serafín:

—Realmente no te entiendo. Lo he pensado varias veces y sigo sin entender por


qué has tenido que ordenarnos que matáramos a Perla.

El Serafín no esperaba que un Dominio se presentara para proteger a la joven.


Había enviado a tres de ellos para la misión de buscarla y esperaba un reporte,
pero la impaciencia ganó terreno y decidió que él mismo bajaría para finiquitar la
misión que les encomendó en secreto: “Buscar y asesinar al ángel destructor”.

—Te di una orden que debías cumplir —respondió el Serafín—. Quienes no


cumplen las órdenes son traidores a la legión.

—Seré traidor a tu juicio. Prefiero serlo a ser carroña.

—¿Dónde están tus compañeros?

—Los maté —el Dominio sacudió sus alas presumiendo de su proeza—. Y planeo
matarte a ti también.
Ámbar, a lo lejos, suspiró aliviada ante la llegada de un nuevo e inesperado aliado.
Se sentó a duras penas sobre los escombros y dio golpecitos al lóbulo.

—Johan, ¿estás allí? Contesta.

No hubo respuesta y temió lo peor. Intentó levantarse, pero las fuerzas se le


habían agotado. No se percató, hasta muy tarde, que alguien se había sentado a
su lado, imitando el gesto de los golpecitos al lóbulo. Se trataba del Teniente
Santos, quien también se retiró el casco, lanzándolo hacia un lado pues también
estaba incomunicado.

—Toda la parvada está aquí —dijo harto—. Eres la culpable directa. Si no fuera por
vuestro ataque al sistema, los hubiéramos detectado a tiempo.

—No me eches la culpa, iban a venir de todos modos. Detectarlos a tiempo no iba
a ayudar en lo más mínimo. Lo que sí creo es que nada de esto habría sucedido si
hubiéramos devuelto a la niña donde pertenece.

—“Niña”, dices… Me apena decírtelo, pero las noticias corren rápido. Todos están al
tanto de que liberaste al Éxtimus.

—¿Y entonces? ¿Vas a arrestarme? —rio Ámbar.

—Ya no trabajo para el Estado, así que haré la vista gorda —pasó la mano por su
cabellera—. Pero no cambiará nada. Irán a por ti. Reykō irá a por ti.

—Si ahora trabajas para Reykō, ¿significa que algún día vendrás a por mí?

Santos meneó la cabeza con una sonrisa y se repuso. Solo Ámbar podría tocar
temas incómodos como si se trataran de una broma. Ayudó a la Capitana a
levantarse; la mujer rodeó los hombros de su camarada con un brazo, en tanto
que con la mano libre aún sostenía su espada. El ambiente era extrañamente
distendido, agotados como estaban ambos.

—Si ni siquiera uno de estos pajarracos pudo matarte, ¿cómo voy a conseguirlo
yo? —suspiró acomodándola a su lado.

El veloz ángel plateado partió hacia el Serafín. Levantó ambos sables, presto a
hundir las hojas en el cuerpo del enemigo, pero este invocó de nuevo su tridente
para desviar el rumbo de las filosas armas con la fuerza de un solo brazo. Con la
mano libre hundió su puño en el estómago del sorprendido Fomalhaut, tan fuerte
que terminó arrojándolo varios metros sobre el pavimento.

No había lugar para el dolor; se repuso rápidamente. Y de nuevo comenzó la


mortal lucha. El Dominio era veloz, esquivaba con destreza los golpes del tridente,
pero carecía de la fuerza del Serafín por lo que los sablazos, cuando los daba, no
rompían la defensa del enemigo. Refulgían una y otra vez los destellos de color
plateado y dorado que resonaban por la destrozada avenida, una auténtica lucha
de otro mundo, entre las plumas que parecían danzar al son de los gráciles
movimientos de los combatientes.

Pero el cansancio se apoderó poco a poco del Dominio. Su largo y agotador viaje
estaba pasándole factura: tras cruzar el mar Tirreno, había bordeado el continente
africano para luego atravesar el océano Atlántico sin descanso alguno. Además,
tenía la sospecha de que el Serafín solo jugaba con él para agotarlo y, tal vez,
rematarlo cuando la ocasión se presentara.

Ya no era tan veloz. Ya no era tan ágil y la destreza con la que manejaba sus
sables disminuía paulatinamente. En el último intercambio de golpes consiguió
rasgar el pecho del titánico ángel, pero un puñetazo terminó arrojándolo lejos, con
saña, dejando un rastro de sangre sobre el suelo.

Fomalhaut estaba débil. Intentó levantarse, pero su legendario estado físico se


agotaba. Miró las nubes en el cielo del reino humano y deseó por un momento
elevarse y dibujar algo para Perla. La notó sufriendo y quería hacer algo para
cambiarle el rostro.

La pelirroja se arrodilló cerca del Dominio; tomó su cabeza y lo acostó sobre sus
muslos. Lo peinó con sus trémulos dedos, rodeándolo con sus alas. Hundió su
rostro en el pecho del varón y susurró que ya nada valía la pena; se preguntó una
y otra vez por qué tuvo que venir hasta el reino de los humanos para salvarla, a
ella, el ángel de la desesperanza y la destrucción. Todo aquel que la ayudara
terminaba muerto y ya no deseaba ver a sus más cercanos caer.

—¿Por qué? —preguntó ella.

—Mi ramo —dijo el herido ángel plateado—. Vine porque aún tienes que renovarlo.

Perla cerró fuerte los ojos y susurró:

—Los gladiolos, ¿no es así? Me temo que eso ya no se puede hacer.

El Dominio tenía tanto por decirle. Que debía acatar la orden del Trono, aquella
fatídica noche que ella huyó, de acompañar a los demás ángeles guerreros en el
bosque y por lo tanto no pudo cumplir su promesa de vigilarla. Que vio la profecía
de Destructo junto con los demás, pero cuando el deseo de cazarla se extendió en
la legión, él simplemente deseaba protegerla del peligro que se cernía. Tanto se
arremolinó en la cabeza del Dominio más solitario de la legión que simplemente no
pudo decir más que un simple:

—Perdón.

Levantó la mano y acarició la mejilla de la que, a sus ojos, seguía siendo la dulce
Querubín.

—Te he visto extendiendo brazos y alas, sacrificándote. Aférrate a la vida. Honra a


los que han luchado para que sigas viva.

—Todos están muertos —Había amargura en la voz de la Querubín—. Y pronto lo


estaremos tú y yo. ¿Lo entiendes, “Fomalaut”? Soy la desesperanza.

—Desmoronarse es fácil. Pero tus guardianes te han dejado bajo mi protección


antes de venir aquí, y no deseo rendirme.

—¿Qué has dicho? —dio un respingo—. ¿E-están vivos?

Asintió, incapaz de comprender lo que eso significaba para ella.

“Están vivos”, se repitió una y otra vez. Sus guardianes, “hermanos”, estaban
vivos. Y la esperaban. Recordó lo que ella misma se había dicho; que ya no sería
una niña. Meneó la cabeza para librarse aquellos pensamientos derrotistas, de ese
deseo de sacrificarse porque todo le dolía. No podía, viendo al herido ángel
plateado, destruir aquello por lo que tanto lucharon ellos.

Había que aferrarse a la vida. Había que luchar por el sendero que ella misma juró
proteger.

—Hasta que no te conocí, no entendía el significado de mi existencia —sonrió el


Dominio—. Para mí, tú eres el ángel de la esperanza.

Sobre la cabina de un destruido helicóptero que era consumido por el fuego, Perla
sostenía su sable. Lo había invocado y las inscripciones allí talladas refulgían.
Miraba al imponente Serafín quien la esperaba con su tridente: el ángel estaba
herido, ensangrentado, pero impaciente por finiquitar su misión de asesinato.

Había algo en los ojos verdes de la Querubín; un brillo, una intensidad. Era una
mirada que de niña ya había conseguido estremecer a quien la viera. Había
ferocidad y decisión en su semblante. Era la mirada de alguien que se vuelve
peligrosa porque busca defender lo que ama o lo que considera sagrado.

Tal vez, después de todo, la muchacha sí era un destructor. El ser que venía a
destruir, no el reino de los ángeles o el de los mortales, sino a destruir el orden
impuesto por los dioses. Tal vez, pensó ella, Destructo no era sino el ángel de la
esperanza.

Cambió el aire en el reino de los humanos. Se había vuelto frío, fuerte. Había un
punto de sangre en el ambiente. Era como si los dioses, si es que aún existían,
temblasen de miedo ante el hecho de que el temido ángel de las profecías había
despertado y tomara conciencia de su verdadera naturaleza.

Fue así como comenzó la batalla entre el Serafín más fuerte de los cielos y
Destructo.

Continuará.

Destructo II Sus labios esbozan la destrucción


Sexto capítulo. En un campo de flores, se gestó la leyenda del ángel destructor.

La Serafín Irisiel levantó la mirada y vio cómo las estrellas se fueron ocultando tras
los oscuros nubarrones. Sintió un par de gotas cayendo sobre sus alas y se
preguntó si todo aquello no era sino un mal presagio de lo que podría ocurrir.

Frente a ella, miles de los guerreros del Serafín Rigel vigilaban la cala del Río
Aqueronte; las antorchas a lo largo y ancho chisporroteaban y arrojaban una
pálida luz amarillenta sobre los ángeles. Se le hizo extraño todo aquello; las líneas
habían engrosado y muchos se habían armado con picas, lanzas y escudos. Si
Durandal no había levantado sospechas de huir al reino de los mortales no había
motivo para reforzar la seguridad.

A su lado descendieron suavemente dos Dominios. Uno se acercó para comunicarle


la situación: el Serafín Rigel no se encontraba en los Campos Elíseos pues no lo
percibían. Irisiel cerró los ojos y echó a suspirar.

Luego se fijó en los guerreros frente a ella y vio a Cursa, uno de los estudiantes
prodigio del titánico Serafín. Sostenía una lanza con un lazo dorado que flameaba
al viento, ataviado a la punta.

—¿Dónde está vuestro maestro?

El guerrero prefería mantener silencio, pero Irisiel no era precisamente una


desconocida en el rango angelical. Su voz era firme, como era de esperar de
alguien que fuera honrado con el cargo de líder mientras Rigel no estuviera
presente.

—Volverá al amanecer.

Irisiel apretó la mandíbula.

—¿Hay secretos entre nosotros, Cursa? Ocultármelo no sirve de nada si tengo a los
Dominios conmigo. Me acaban de informar que no está aquí, por lo que solo puede
estar en el reino de los mortales.

Y era verdad. El joven ángel sabía que no tenía sentido seguir escondiéndolo y, es
más, sintió que un gran peso de encima fue liberado. Miró a la Serafín con un
gesto que revelaba su inquietud.

—Nos encontramos preocupados por nuestro maestro, pero estamos aquí para
cumplir su orden. Nadie irá al reino de los mortales hasta que él vuelva.

—Rigel estará orgulloso de contar con guerreros tan disciplinados. Pero es el más
fuerte de los cielos y no deberíais temer por él. ¿Qué es lo que tanto os preocupa?

—Destructo —dijo sosteniendo su mirada, y tras él los guerreros murmuraron—. Si


es verdad que Perla es el ángel de las profecías, entonces le confieso que estamos
muy preocupados.

Irisiel enarcó una ceja.

—¿Creéis que Destructo podría asesinar a Rigel?

—A toda la legión.

—¿Te estás escuchando? ¿Cómo esa niña sería capaz de algo así? ¿Qué piensa
Rigel de vuestra…? —la arquera cambió el semblante ante un pensamiento que le
asaltó súbitamente.

Consideró la idea de que, tal vez, el Serafín había bajado para hacerse cargo del
supuesto ángel de las profecías. No imaginaba que Rigel sería capaz de aquel
“sinsentido”, según ella, pero su misteriosa desaparición sumada a la fuerte
seguridad montada en la cala eran indicios de algo que no le agradaba.

El tono de la discusión cambió drásticamente.


—¡Ábreme el paso! Iré con los Dominios.

—Me temo, Serafín —con la punta de su lanza trazó una línea sobre la arena
humedecida—, que nuestra orden está clara.

—Tienes agallas, Cursa —pateó el suelo arenoso y salpicó la línea trazada—.


¿Podrías volver a dibujar esa condenada línea otra vez?

El guerrero tragó saliva.

—Podrás ser una de las más fuertes de los Campos Elíseos, Serafín, pero estás
sola ante una legión de áng...

La hembra hizo un ademán brusco para interrumpirlo. Y, lentamente, reveló su


amenazadora sonrisa de colmillos.

—¿Sola?

Tras ella, más allá de la cala, sobre los cientos de árboles y palmeras
amontonados en la oscuridad, fueron asomando incontables ángeles que habían
estado escondidos, arcos en ristre, apuntando a los guerreros de Rigel. Tensaron
aún más las cuerdas; el aire mismo se detuvo ante lo que parecía ser un
inminente enfrentamiento, y era tanta la tensión que solo se oían los incontables
crujidos de los arcos de un lado y el chisporroteo de las llamas del otro.

Irisiel avanzó un paso hacia el nervioso guerrero.

—¿Vuestro maestro ha bajado para asesinar al supuesto ángel de las profecías y


ustedes no harán más que vigilar un río? ¿Acaso el Serafín confía tan poco en
vuestras capacidades que él mismo tiene que bajar para hacer vuestro trabajo?

Pareció afectar a Cursa, pues percibió una fugaz ola de disgusto en su rostro. El
guerrero temía por su maestro, incluso deseaba que la Serafín bajara para prestar
ayuda, pero algo que caracterizaba a todos los guerreros de Rigel era la disciplina.
Aquellos deseos que chocaban entre sí tarde o temprano terminarían
desbordándose.

—¡Somos el muro de Rigel!

La Serafín tomó del cuello de Cursa y lo tumbó al suelo con saña. Se abrió paso a
través de la gruesa fila, tumbando a cuanto guerrero intentara detenerla. Pero los
más alejados se agrupaban rápido, por lo que extendió las alas y dio un brinco
elevado. Pisando las cabezas de los sorprendidos enemigos, avanzó dando grandes
zancadas; el Aqueronte estaba a solo pocos pasos.

—¡Próxima! —gritó la Serafín.

En medio de la legión de Irisiel se encontraba un ángel acuclillado sobre la rama


de un árbol. De gruesas alas y con plumas de puntas rojizas, el estudiante más
audaz de la Serafín se irguió al oírla y tensó la cuerda de su arco hasta la oreja,
tragando aire y vaciando su mente de cualquier pensamiento.

Tronó un relámpago a lo lejos. En el momento que la lluvia empezó a caer para


azotarlo todo en la cala, surcó una saeta, imperceptible en la oscuridad de la
noche, y se clavó en la pierna de un guerrero que forcejeaba con la Serafín.

—¡Protegedla! —bramó Próxima sacando otra flecha de su carcaj.

La noche y la torrencial lluvia lo dificultaban todo; silbaban las flechas en el cielo y


estas eran rechazadas por los escudos de los guerreros, aunque algunas
conseguían colarse y clavarse en los cuerpos enemigos, que caían adoloridos,
tiñendo de sangre la otrora pacífica y paradisíaca cala del Río Aqueronte.

La Serafín invocó su arco y, elevándose, tensó el arma con tres saetas listas para
salir disparadas en diferentes direcciones, pero titubeó al pensar en segar la vida
de los súbditos de Rigel. Aquella breve vacilación bastó para que Cursa saltara y la
sujetara del pie, tumbándola sobre la arena.

La arquera quedó tan conmocionada por la caída que, cuando levantó la mirada,
no supo cómo reaccionar al ver a Cursa empuñando su lanza. En sus alas vio
incrustada un par de flechas, pero el guerrero se enmascaraba tras una expresión
seria. Realmente, pensó ella, los estudiantes de Rigel eran temibles y fuertes.

—¡Rigel solo quiere librar a Perla de su estigma!

—¿¡A costa de su vida!?

Pateó al guerrero y este cayó, soltando la lanza en el ínterin. Irisiel montó sobre él
y lo tomó de la pechera de la túnica para zarandearlo.

—¿Por qué Rigel decidió bajar para asesinarla? ¿Por qué permitís esta atrocidad?
¿Acaso entrenáis tanto el cuerpo que se os ha olvidado la cabeza?

—¡Permitir que ella viva solo traerá caos y desesperanza! ¿Acaso no lo ves? —la
tomó por las manos y apretó—. ¿Qué es más importante? ¿La vida de ella o de la
legión? Matarla sería un acto de piedad.

Irisiel abrió los ojos cuanto era posible. ¿Qué posibilidad había de que aquella
dulce Querubín pudiera sobrevivir a una batalla contra el ángel más fuerte de los
cielos? Levantó la mirada y los observó cuanto la rodeaban; buscaba algún ángel
que la comprendiera, que sintiera piedad por aquella niña, pero solo percibía
miedo a su alrededor. Estaban asustados, claramente controlados por el terror.

Solo había alguien que podría ser capaz de manipularlos de esa manera.

—¿Cómo es posible que no seáis capaces de verlo? —volvió a zarandearlo con


violencia—. ¡Esa niña no es la verdadera amenaza! ¡Es ese maldito Segador!

A su alrededor nadie se atrevía a clavar alguna lanza en la espalda expuesta de la


Serafín. Algunos estiraban sus escudos para protegerla de los flechazos que
podrían caer hacia ella. La respetaban, aunque a sus ojos la hembra sintiera afecto
por un ángel que, a juicio de ellos, traería muerte y desesperanza.

Al otro extremo, sobre los árboles y palmeras, Próxima extendió sus alas y levantó
su arco de caza al aire. Todos los arqueros cesaron el ataque.

No muy lejos, elevado en el aire junto con unos cuantos de sus alumnos, el Serafín
Durandal contemplaba la disputa. Aunque el rostro impávido del espadachín no
revelara su estado de ánimo, experimentó la misma pesadumbre que Irisiel.

—El miedo controla a los ángeles —concluyó uno de sus estudiantes.

—No —respondió el Serafín—. Solo a los débiles.

—¿Deberíamos intervenir, Maestro?

—Aguardad.

Miró a un lado, hacia la legión de arqueros de Irisiel queriendo abrirse paso hacia
el reino de los humanos, y luego al otro, hacia los guerreros de Rigel, quienes solo
los dejarían pasar sobre sus cadáveres. Él anhelaba la libertad, pero no a costa de
otros ángeles.

“¿Qué harías tú, Nelchael?”, pensó cerrando los ojos. “Te necesitamos, viejo
amigo”.

II

Un par de gotas de agua cayeron sobre el destruido pavimento y resbalaron hacia


una de las innumerables grietas que se habían abierto tras las intensas luchas
libradas. El cielo relampagueó a lo lejos; los nubarrones habían llegado para
oscurecerlo todo en Nueva San Pablo y amenazaban con traer, tarde o temprano,
una lluvia torrencial.

Una esfera filmadora entró en la zona de batalla y, deslizándose con sigilo, no


fuera que la descubrieran, transmitía para toda la humanidad un combate tan
sorprendente como misterioso: dos ángeles desafiándose en duelo mortal.

Perla, con su sable, apuntó al Serafín Rigel y midió la distancia. Entre ambos había
poco más de diez pasos o dos aleteadas precisas. El adversario era enorme y,
habiendo visto la batalla que libró contra sus anteriores contrincantes, la Capitana
Ámbar Moreira y el Dominio Fomalhaut, sabía que dejarse alcanzar por su puño
sería tan mortal como dejarse clavar por su tridente.
Y si él la lanzaba con la fuerza del aleteo de sus seis alas, como había hecho con
sus dos rivales, de seguro terminaría tan lastimada que no podría volver a
levantarse.

“Pero es lento”, concluyó apretando los labios. Perla no era fuerte y su maestro fue
sabio al haber potenciado su velocidad y reflejos para compensar. Había que
moverse. Y moverse rápido.

Cuando el Serafín levantó su tridente, la joven notó, por la postura del guerrero y
la posición de sus alas, encorvándose, que daría un salto hacia ella. Todo sucedía
lento ante sus ojos, por donde desfilaban varias opciones para un contraataque a
un ataque que aún no había partido.

Rigel se abalanzó e intentó clavar el tridente en el cuerpo de la muchacha, pero


esta dio un salto, ayudada por sus alas, y pisó los dientes del arma para hundirla
en el suelo pavimentado. El Serafín no salía de su asombro cuando vio a la
Querubín, parada sobre la asta, tomando impulso para propinarle una patada al
rostro con tal agilidad y fuerza que lo dejó aturdido.

El guerrero retrocedió atontado por la fuerza del golpe; la muchacha notó un


blanco en el pecho y podría asestar un sablazo. Pero tuvo dudas, en sus
entrenamientos todo se detenía allí, con un suave golpe de la empuñadura en el
pecho o en el brazo, indicando que había vencido. Ahora tendría que matar y no a
cualquiera; por más que frente a sí había un adversario, no podía quitarse el hecho
de que se trataba de un ángel a quien ella profesaba un cariño especial. Titubeó lo
suficiente para que el Serafín invocara su tridente en la mano.

De un salto, la joven retrocedió y adoptó su postura de ataque, lejos del alcance


de los dientes del arma.

—Ese maestro tuyo —dijo el Serafín, ignorando la línea de sangre que caía de su
frente—. Te ha entrenado muy bien.

“Por más que lo intente, cuesta hacerme a la idea de luchar contra él”, pensó ella.
“Pero si pretende matarme, debo quitarme los miedos y asestarle un golpe”. Volvió
a levantar su sable hacia el adversario, midiendo, cotejando posibilidades,
tragando tanto aire como fuera posible para vaciarlo todo, miedo incluido, de una
sola vez. “Un golpe tan fuerte que desee rendirse”, asintió decidida.

Rigel arrojó su arma como una lanza y, de refilón, la muchacha vio un relámpago
plateado caer del cielo. Fomalhaut volvía a interponerse para salvarla del ataque,
clavando sus sables entre los dientes del tridente. No estaba sola en su lucha y
aquello le dio fuerzas, pero no había mucho tiempo para pensar o agradecer; saltó
para apoyarse sobre la espalda del Dominio y, extendiendo sus alas, tomó impulso
para abalanzarse hacia el Serafín.

El titánico ángel la vio venir y pretendió defenderse, pero un inesperado mareo lo


invadió y perdió el control de su cuerpo por un instante. El dolor en los músculos
que se contraían, la visión que se le emborronó. Era la primera vez que
experimentaba algo de esa naturaleza y se preguntó si aquella violenta explosión
en la que se vio engullido pudo ser capaz de afectarlo.

El cielo relampagueó en el instante en que la Querubín consiguió atizarle un tajo


certero en el pecho, aunque no esperaba que Rigel quedara con el rostro
inmutable. La afilada hoja apenas se hundió en la piel; tal como la Capitana lo
había comprobado, el Serafín parecía estar hecho de roca más que de carne.

—Te creía inteligente. La mortal ya comprobó que una espada no me atravesaría.

“Los sables no sirven para atravesar”, pensó Perla, tirando de su arma para abrirle
otra herida considerable en el pecho, rasgando la túnica angelical y salpicando
varias gotas de sangre al aire. “¡Sirven para rajar!”.

Pero el Serafín se mantenía inmutable, aun con la túnica tiñéndose de rojo. “¡Se
acabó!”, gruño, extendiendo sus seis majestuosas alas. Perla se asustó; intentó
dar otro salto hacia atrás, pero sus piernas flaquearon cuando vio aquellas
gigantescas e imponentes alas extendidas en todo su esplendor.

—Pero, ¿¡por qué lo haces, Titán!? —atinó a preguntar con los ojos humedecidos.

El Serafín agitó sus alas con una fuerza inaudita y la lanzó como una suerte de
muñeca de trapo. Mientras era arrojada por el impulso, sintió en sus alas las
yemas de los dedos del Dominio, quien intentó sostenerla, pero este no pudo más
que rozarla. Perla cerró los ojos y apretó los dientes, temiendo el peor de los
impactos.

Zadekiel extendió brazos y alas para atraparla, aunque la terrible fuerza con que
fue lanzada la Querubín la sacudió por completo y tuvo que esforzarse in extremis,
no fuera que también terminara siendo impulsada. Tras ella, Aegis y Dione
descendieron rápidamente para sujetar a su maestra. Las suelas de las botas de
las tres hembras humearon debido a la fricción contra el pavimento, pero, poco a
poco, consiguieron detenerla.

Las cuatro cayeron despatarradas sobre el suelo. Estaban a salvo y por más que la
tensión de una lucha a muerte fuera palpable en el aire, las recién llegadas
empezaron a carcajearse. Porque, ¿quién diría que unas simples hembras del coro
angelical lograrían conseguirlo a tiempo? Pese a tener el mundo en su contra,
lograron encontrar a la amiga perdida y la encontraron sana y salva.

Conmocionada, perdida entre brazos, piernas y alas varias, Perla meneó la cabeza
para espabilar y buscó con la mirada a su salvadora.
—¡Ma-maestra! —se enrojeció—. ¿Qué haces aquí?

—¡Buena atrapada, Zadekiel! —Dione elevó la mano y levantó el pulgar.

—¡Digno de una Arcángel! —rio Aegis.

Esta última se arrodilló, sacudiendo las alas. Se frotó los ojos cuando tuvo a Perla
frente a sí. Había cruzado medio mundo, incluso llegó a perder la esperanza, pero
ya no había nada que detuviera la felicidad que experimentaba en su corazón.
Dobló las puntas de sus alas, apretujó sus labios y los ojos se le humedecieron.

—¡Perla! —chilló jugando con sus dedos—. ¡Te he extrañado!

La Querubín no pudo articular palabra alguna y echó a trastabillar palabras como


respuesta; rodeada constantemente de enemigos y en su peor momento, cuánto
bálsamo le resultó tener de cerca a sus amigas. Recibió el abrazo de la tímida
ángel, que más bien pareció ser una embestida. Hizo un esfuerzo por enjugar sus
propias lágrimas de manera disimulada.

—Yo también te he extrañado —respondió por fin, acariciando la cabellera de


Aegis. Luego miró a Dione, quien se sacudía el polvo de encima—. Las extrañé
todas. Y es por ustedes que he decidido luchar.

Dione enarcó las cejas.

—¿Luchar? ¿Contra el Serafín? —miró a su alrededor; se mordió los labios al ver la


destrucción que desolaba el lugar—. Por los dioses, ¿acaso te has golpeado la
cabeza?

Zadekiel ya se había repuesto y avanzó hacia el Serafín. Sabía que debía


confrontarlo: era la maestra, la superior. Por más que fuera solo una instructora
del coro angelical, era algo que lo sentía como una responsabilidad; debía proteger
a sus alumnas. Vio a su alrededor el destruido campo de batalla, el fuego
levantándose por donde fuera que mirase, el humo dibujando figuras informes en
el aire y los cuerpos de decenas de mortales desperdigados en el suelo.

Frunció el ceño y se fijó en Rigel.

—¿Todo esto lo has hecho tú?

Rigel arrancó de un manotazo la parte superior de su túnica. Estaba


completamente teñida de sangre y hecha jirones. La herida en el pecho era
considerable y al notar que el mareo persistía supo que debía apurar su misión, no
fuera que se debilitara.

Había subestimado a la mortal. Y había subestimado a la Querubín.

Clavó su tridente en el suelo, con violencia, volviendo a crear grietas a su


alrededor.

—¡Apartaos de mi camino! ¿O acaso queréis morir protegiendo a Destructo?

—¡Detén esta barbarie, Rigel! —ordenó Zadekiel.

—Es mi última advertencia. Apártate o caerás con ella.

—¿Entonces seremos enemigos? —la rubia meneó la cabeza—. No entendí cuando


te percibí bajando de los cielos. Percibí odio, ansia de sangre. Pero, sobre todo…
¡Sobre todo percibí miedo! ¡Este no eres tú! ¡Baja el arma! ¡Esto no es lo que el
Trono hubiera deseado!

—¡Esto es precisamente lo que él deseaba! ¡La supervivencia de la legión!

—¡No así, no de esta manera!

Perla se repuso recogiendo su sable del suelo. Sus amigas la sostenían, no quería
que luchara, pero la Querubín se apartó bruscamente sin despegar la mirada del
titánico ángel. Se estremeció al verlo preso del pánico. “Ya lo entiendo…”, pensó
ella apretando los labios: el Serafín estaba claramente controlado por el miedo.
Influenciado por el terror, bajó de los cielos para asesinar a aquella que
amenazaba la vida de los dioses. Se preguntó entonces quién sería capaz de
manipularlo de esa manera.

—¡Perla no es Destructo! —chilló la maestra apretando los puños—. Deja de


comportarte como una herramienta de los dioses. ¿No puedes, simplemente,
pensar por ti mismo, Rigel?

—Dioses, dioses, dioses…. —gruñó la Querubín apuntando a Rigel con su sable—.


Es por ellos que tanto sufrís. ¡Los detesto! ¡Si esto es culpa de ellos, entonces me
encargaré de exigirles cuentas el día que vuelvan!

Zadekiel dio un respingo al oír aquello. Encogió las alas y achinó los ojos. Solo
conoció, en toda su vida, a un ángel que sería capaz de decir algo como aquello.
Lentamente se giró hacia su alumna.

—Eso es… eso es precisamente algo que diría un ángel destructor, ¿sabes? Creo
que mejor deberías dejar que yo hable…

—¡Pues tal vez yo sí sea Destructo! —asintió la pelirroja, causando que tanto su
maestra como sus compañeras abrieran los ojos cuanto era posible.

—¡Oh, tú! —Zadekiel, brazos en jarra, rio nerviosa—. Va a ser verdad eso de que
te golpeaste fuerte la cabeza…

Repentinamente, la larga falda de la túnica de la maestra se levantó y revoleó,


revelando más pierna de lo que usualmente ella permitía. Enrojeció, cubriéndose
de nuevo y actuando como si no hubiera sucedido nada, aunque el momento fue
cazado por la esfera filmadora y por lo tanto toda la humanidad la contempló. Miró
el suelo y ladeó el rostro al percibir una fuerte corriente de aire manando a través
de la grieta.

Pero notó que la corriente surgía no solo allí sino a través de todas las fisuras
desperdigadas en el pavimento. Y, más que corrientes de aire, surgían incontables
hojas y pétalos coloridos que se elevaban con una rapidez notable. Muchas
revoloteaban por el campo de batalla como si tuvieran vida y conciencia propia,
otras dibujaban figuras informes a lo alto para luego caer en picado y
desperdigarse por el sitio, uniéndose a las que iban brotando de las fisuras.

La esfera filmadora se deslizaba a baja altura, entre los escombros, permitiendo


que el mundo también fuera testigo de aquel misterioso espectáculo de belleza
inusitada, en donde, de manera inexplicable, la línea que separaba el cielo y la
tierra poco a poco fue desapareciendo, borrada por las hojas y pétalos que ya
ocupaban todo el campo de visión.

Tumbado sobre un montón de escombros, Johan se sacudió el polvo de su


cabellera mientras mascullaba insultos; había sufrido un viaje rápido y vertiginoso
en la espalda de una de las hembras del coro, que no fue muy cortés al soltarlo
bruscamente. Le dolía hasta los huesos, pero sintió que alguien le agarró de la
cabellera y, girándole ligeramente la cabeza, le plantó un beso en los labios que
pareció calmarle el dolor.

La Capitana se apartó de la unión de labios; tras clavar su espada en el suelo, se


arrodilló para apoyar su cabeza en el pecho del joven amante, buscando un
consuelo que necesitaba con urgencia. A esas alturas su traje táctico se había
convertido en poco más que un montón de tiras de fibra de carbono que
desnudaban su cuerpo en algunas zonas. La idea de involucrarse en aquella batalla
de guerreros semidioses estaba descartada.

—No ha salido como lo planeamos —susurró ella, buscando de nuevo sus labios
pues la mujer temía que en cualquier momento todo acabaría.

El muchacho aún no salía de su asombro; temía por la vida de la mujer, pero


cuánto fue su alivio al verla viva. La tomó de la barbilla, solo para comprobar que
no fuera una ilusión, y le limpió una mancha de la mejilla. Poco a poco fue
esbozándose una sonrisa bobalicona.

—Salió mejor de lo que pensaba —respondió él—. Sigues viva.

Los besos continuaron. Lo necesitaban con ansiedad luego de rozar la muerte. Ese
tacto, ese calor que hacía hervir la sangre de los amantes que apaciguaba la
desesperanza que caía sobre ellos: Ámbar no había conseguido salvar a la niña, al
menos no como lo había ideado, y era inevitable pensarse nuevamente como una
heroína fallida, como una madre que había vuelto a fracasar.

—Si todo esto termina hoy, me gustaría que sepas que estoy agradecida.

—Pero… si conseguimos salir vivos, deberíamos buscar otro trabajo… —asintió el


joven.

Johan vio de refilón un pétalo que voló hacia él; lo atrapó y luego miró con
asombro los miles que brotaban de las grietas. Ladeó el que había capturado y,
debido a la forma de los tépalos, notó que se trataba de una flor que conocía.
“¿Gladiolos, aquí?”, se preguntó, guardándolo en su puño. Recordó que ya había
visto la misma flor en el cementerio, cuando, junto con la Capitana, decidieron
liberar al ángel. Era un muchacho de ciencias pero, tras todo lo vivido, no podía
descartar algo que desafiaba a la lógica.

—Me pregunto si están intentando decirnos algo.

—¿Qué? ¿Las flores? —preguntó la mujer atrapando otro—. No sé qué mensaje


podría ser.

—Significan “Victoria” —dijo él, soltando la hoja.

Zadekiel había caído al haber sido golpeada por otra fuerte corriente de aire que
salió disparada cerca de sus pies. Intentó levantarse, pero cayó sentada sobre el
mar de pétalos, desperdigando las hojas a su alrededor. Escupió unas cuantas,
bastante molesta, pero no tuvo más remedio que contemplar asombrada toda la
singular escena. Además, el aroma le supo delicioso y tranquilizador; levantó las
manos y sintió los pétalos colándose entre sus dedos; por un momento se sintió
como si estuviera en los prados de los Campos Elíseos.

Sin esperárselo, el ángel plateado Fomalhaut se abrió paso entre las hojas y
pétalos como quien abre un telón, y se acercó para ofrecerle una mano, siempre
enmascarado tras aquel rostro desprovisto de expresión. Ni siquiera sonrió al
percibir la sorpresa y el súbito enrojecimiento de la rubia.

—El Serafín Rigel me ordenó asesinar a Perla —confesó con una frialdad que
espantó a la maestra.

—¡Ah! Y lo dices tan tranquilo —Zadekiel frunció el ceño y se cruzó de brazos—. Es


por cosas como estas que los Dominios no me caen muy bien.

—Pero no acepté. Cuando nos lo propuso, una flor se elevó hacia mí. Era un
gladiolo. Son las preferidas de Perla porque, según ella, sus hojas siempre vuelan
a su alrededor cada vez que pasea por el jardín de Paraisópolis. Ahora que veo
este campo de flores, me pregunto si todo esto no es sino la voluntad de un ángel.

—¿Voyuntad ye quiéd? —preguntó la hembra, sacando una hoja que se pegó en su


lengua.

—No lo sé. Es simplemente una sensación que tengo.

La maestra, al aceptar la mano del Dominio, se repuso y atrapó una hoja. Cayó en
la cuenta de que, tal vez, nunca estuvieron solos en ningún momento de su larga y
dura aventura. Tal vez alguien animaba a los héroes desde el mismísimo inicio.

—¿Te refieres al Trono?

El Serafín Rigel se conmovió al ver el cielo y el mismo suelo repleto de flores, y


llegó a la misma conclusión que Zadekiel: el viejo Trono estaba allí, de alguna
manera; su voluntad se elevaba entre las hojas que teñían a Nueva San Pablo de
un mágico colorido. Supo entonces que era momento de cumplir de una vez su
objetivo; levantó la mirada para ver a Perla frente a él y se sorprendió al notar que
las flores parecían bailar especialmente a su alrededor, describiendo una especie
de órbita en torno a su cintura, sus alas y, especialmente, su sable.

—Veo que te aferras a la vida y has luchado bravamente. Si vas a ser el ángel que
destruya a los dioses, solo te queda algo más por hacer. Demuéstramelo —
extendió sus brazos y alas—, demuéstrame que eres el ángel más fuerte de los
cielos.

La joven negó.

—¡Eres mi amigo! ¡Conseguiré terminar esta lucha sin perderte!

El Serafín suspiró, desclavando su tridente del pavimento.

—Y tú demasiado dulce, pequeña Perla.

Ambos se lanzaron a la lucha inevitable sintiendo que llegaban al cénit. Lo sabían;


que no había marcha atrás, que aquella batalla era lo que tenía que hacerse
porque no existía la posibilidad de un tal vez. Perla lo comprendía mejor que
nadie: no era una lucha contra un enemigo; nunca lo fue. Era una lucha contra
algo que asomaba entre las sombras, era una batalla contra algo oscuro que
cubría el corazón del Serafín con unas garras.

Era una batalla contra el miedo. Una batalla que no había que perder bajo ningún
concepto.

Porque ella era el ángel de la esperanza.

Los intercambios de golpes se sucedían uno tras otro; refulgían los destellos de las
armas de los guerreros legendarios en medio del vuelo de las flores a su
alrededor; Perla era tan veloz esquivando o lanzándose a por el enemigo que las
hojas seguían la estela de viento que se trazaba tras ella, aunque los que veían la
batalla creían fervientemente que las flores la seguían allá donde ella fuera.

A veces el Serafín bloqueaba los golpes del sable y, ayudándose del asta del
tridente, conseguía que la espada de la joven saliese disparada hacia arriba, pero
rápidamente el arma desaparecía del aire y volvía a reaparecer en las manos de la
Querubín, quien ya había dominado el arte de la invocación, haciendo gala de un
manejo excepcional: asestaba un sablazo, luego giraba sobre sí misma,
extendiendo las alas, materializando su sable en la otra mano, aplicando un tajo
que desperdigaba gotas de sangre al aire.

“Es rápida”, susurró el Dominio, quien apretaba las empuñaduras de sus armas,
presto a lanzarse a la lucha y ayudarla, mas viendo cómo se desenvolvía la joven
concluyó que sería un estorbo en caso de entrometerse.

“¿Y esta es la misma niña que lloró en mis pechos?”, se preguntó la Capitana,
quien se apoyó de sus rodillas debido al cansancio. “¿Quién lo diría?”, vio el
destello de los ojos feroces de la joven, observando el choque de su arma contra el
adversario, la precisión de su danza mortal, admirando aquella fortaleza que solo
la conseguían quienes luchaban por algo que amaban.

El mundo también lo vio con fascinación; el sable rodeado por las flores que se
convertían en una extensión del arma, la agilidad y gracilidad destructora de
aquella guerrera, la larga cabellera roja como el fuego que flameaba en medio de
aquel baile de hojas coloridas.

Era un auténtico relámpago carmesí.

La mitad de la asta del tridente dio varias vueltas por el aire y cayó hundida en el
mar de pétalos. Perla volvió a adoptar su posición ofensiva, apuntado al enemigo
con su sable, ahora teñido de sangre del Serafín. Respiraba pronunciadamente
debido el esfuerzo realizado.

El Serafín, con decenas de cortes adornando su cuerpo, sostenía con incredulidad


su arma, que para colmo había perdido un diente.

“Esta niña”, pensó el guerrero, tirando a un lado el tridente. “Completa insolente.


Quería desarmarme”.

—¿Aún piensas en terminar esta lucha de manera pacífica?


—¡Suficientes han caído hoy, Titán!

El Serafín lo sintió como un regaño. Y de nuevo le invadió la culpabilidad por haber


sesgado la vida de aquellos humanos cuando bajó de los cielos. Él había matado.
Ella, el supuesto ángel de la desesperanza, luchaba por preservar la vida aún si
esta fuera de su enemigo. Se preguntó entonces si aquella dulce niña realmente
portaba sobre sus hombros la destrucción.

Miró sus manos. Tal vez rendirse era una buena opción, pero él era el ángel
cazador creado por los hacedores para eliminar todo aquello que representara una
amenaza. Había sido proclamado el campeón de los dioses por ser el Serafín que
más ángeles renegados cazó, en el Río Lete, en las fronteras entre los Campos
Elíseos y el Inframundo. Ese era su fin. Por más que su corazón rogaba que dejara
de batallar, había algo oscuro que lo acallaba y le exigía terminar con la amenaza.

Miedo. Era miedo. De perderlo todo. El reino de los ángeles. El de los mortales.

Se abalanzó a por ella. La joven asestó un rápido tajo al hombro derecho; la hoja
se hundió y rajó la carne, pero no pareció hacer mucho efecto; el sable salió
disparado y se perdió en el mar de pétalos, a varios metros. Intentó invocarla de
nuevo, pero el Serafín la tomó del cuello y, con una saña inusitada, la empotró
contra el suelo, creando un boquete y levantando por los aires tanto hojas como
pedazos del pavimento.

Con el enorme Serafín sobre ella, la Querubín sintió cómo las gruesas manos
apretaban más y más el cuello. Entonces, con los ojos humedeciéndose, la
muchacha mandó un puñetazo al pecho de Rigel. El aire no llegaba a los pulmones
y perdía el conocimiento poco a poco. No debía terminar así, se dijo a sí misma, y
no le quedó más remedio que tomar la decisión más difícil de su vida.

Ladeó el cuello, como queriendo tomar un último aliento para decir algo.

—Perdóname… —susurró ella—. Perdóname, Titán.

Un dolor desgarrador se hizo lugar a través del pecho del guerrero, quien sintió
cómo súbitamente su legendaria fuerza le abandonó. Abrió los ojos, sorprendido, y
notó que ahora la Querubín lloraba amargamente bajo él. Pero la muchacha,
dentro de lo que cabía, parecía encontrarse bien. Buscando una explicación notó
que las trémulas manos de la joven, bajo su pecho, sostenían una empuñadora.
“Invocó su sable…”, pensó un desesperado Rigel, quien poco a poco fue retirando
la presión de sus manos sobre el cuello. “Lo invocó en medio de mi pecho…”.

El gigantesco ángel cayó a un lado, levantando pétalos al aire con su caída; los
ojos se le hacían pesados y el cuerpo ya no respondía.

“¿Por qué?”, pensó el Serafín tocando la empuñadura sable que lo atravesaba.


“Ahora que he perdido…”, y giró débilmente su cabeza para mira a aquella
muchacha que, ahora sí, gritaba y lloraba amargamente, cubriéndose el rostro con
las manos, incapaz de aceptar la realidad de que, por primera vez en su vida,
había matado a alguien.

En la mente del Serafín se agolparon tantos recuerdos de manera inexplicable. De


los de una niña con alitas llorando desconsoladamente porque no quería apartarse
del gigantesco ángel, quien ella misma bautizó como “Titán” porque le parecía tan
grande como los titanes que ilustraban sus libros de estudios. O de sus tardes
paseando, con la pequeña sentada sobre sus hombros, a orillas del lago en
Paraisópolis, quien oía fascinada las historias del guerrero contra las huestes de
Lucifer.

Era como si el corazón, ahora libre de unas oscuras garras que lo tenían sujeto,
librase al aire todo aquello que luchaba por salir. Y el dolor que sintió al percatarse
de lo que intentó cometer fue lo más cargante que sintió en su existencia. Por
primera vez, el ángel cazador y más fuerte de los cielos, sintió los ojos arder.

Las hojas y pétalos se abrieron paso para mostrarle un cielo azul oscuro que
empezaba a ser atravesado por las luces de un nuevo amanecer.

Inesperadamente, Perla se abalanzó sobre él para abrazarlo. La Querubín lloraba


desconsoladamente, intentaba pedirle perdón, hundiendo su rostro en el pecho del
guerrero, pero tan solo salían balbuceos ininteligibles conforme apretaba el abrazo.

El viento cesó y las hojas fueron cayendo lentamente sobre el mar de pétalos.
Algunas, muy pocas, aún flotaban perezosamente alrededor de los dos ángeles,
como si quisieran escuchar las súplicas que esbozaban los labios trémulos de la
dulce Querubín.

Haciendo un sobreesfuerzo, el Serafín acarició la cabellera de la joven.

Hubo un susurro. Tal vez fue una súplica de perdón, tal vez fueron unas palabras
de advertencia acerca de la verdadera amenaza que se cernía sobre los ángeles;
su voz se perdió en el murmullo del viento.

III

La Serafín Irisiel tumbó a un guerrero sobre la arena de la cala mientras varios la


sujetaban de los pies y alas para que no escapara al reino de los mortales.
Aunque, para sorpresa de todos, se abstuvo de tumbar a otro al ver cómo una fina
línea de luz dorada se posaba sobre el horizonte oscuro del Río Aqueronte.

“Amanece”, pensó la arquera, librando al guerrero que agarraba del cuello. Sintió
súbitamente cómo algo dentro de su pecho se había resquebrajado por completo.
Los guerreros la soltaron por lo que lentamente recuperó su compostura.

Pero, extrañamente, la idea de ir al reino de los mortales se le volvió innecesaria.


Era como si supiera que, hiciera lo que hiciera, sería un esfuerzo inútil. Que ya era
tarde. Se giró y notó que los guerreros de Rigel sufrían de manera similar a ella.
Había un ensimismamiento generalizado y a su alrededor iban cayendo, poco a
poco, las picas, lanzas, escudos y antorchas que antes sostenían con fuerza.

Su estudiante, Próxima, descendió velozmente en la cala y, al ver a su maestra


tambaleándose de alguna suerte de mareo, lanzó su arco al suelo y se acercó para
sujetarla. No notó ningún tipo de herida en el cuerpo o en las alas de su
instructora, por lo que estaba desconcertado.

—Maestra —dijo el joven guerrero—. ¿Se encuentra bien?

La Serafín no prestó atención; se tomó del pecho y se preguntó si lo que sentía era
verdad. O, más bien, si lo que dejaba de sentir era posible. Porque ya no percibía
al Serafín Rigel, su eterno compañero de batallas, aquel con quien había luchado
alas con alas en la lejana guerra contra las huestes de Lucifer.

A su alrededor los estudiantes de Rigel caían arrodillados, mirando el río dorado


del amanecer, experimentando el mismo agobio que la Serafín; era como si la
verdad flotara en el aire arrastrada por el viento como un aroma en un campo de
flores.

El Serafín Durandal descendió suavemente cerca de la hembra, sobre una gran


roca acariciada por el agua. Miró el río y sintió que, definitivamente, faltaba algo.
Casi deseaba que viniera ese “gigante” a regañarlo, o a rodear su cuello con esas
enormes manos para amenazarlo con la muerte por atreverse a acercarse al
Aqueronte.

—¡Durandal! —gritó la Serafín—. ¿Tú lo sientes? Es… es Rigel, ¿no es así?…


¿Cómo?... ¿Cómo es posible…?

—El miedo controla a los más débiles —concluyó mirándola a los ojos. Había
advertencia en sus palabras—. El miedo vuelve débil hasta al más fuerte.

Repentinamente, la arquera comprobó con estupor cómo varios ángeles


caminaban pacíficamente hacia el Río Aqueronte, atravesando la cala, pasando
entre los miles de estudiantes de Rigel, quienes no hacían nada por detenerlos,
absortos como estaban debido a la sensación de vacío nunca antes experimentada.

El mayor temor de la Serafín, que Durandal y su legión abandonasen los Campos


Elíseos, se materializaba frente a sus ojos.

—¿¡Adónde vais!? —preguntó Irisiel.

—Nos vamos —respondió Durandal, bajando de la roca para así hundir sus pies en
el agua.

La hembra invocó su arco de caza y lo tensó, apuntando al Serafín. Pero, de


nuevo, no se atrevió a disparar. Además, sin Rigel presente, ella no podría hacer
mucho para detenerlo. Nunca fue buena mediadora. Aun así, no quería desnudar
sus dudas y debilidades, por lo que no bajó el arco en ningún momento.

—¿Vas al reino de los mortales? ¿También pretendes asesinar a Destructo?

Mientras los miles de ángeles se adentraban en el río, Durandal frunció el ceño. Se


giró y miró detenidamente a la Serafín.

—Se llama Perla.

Retomó su caminata, internándose cada vez más.

—Lo dijiste tú misma. Ella no es la amenaza. La culpa la tiene el que ha hinchado


de miedo a Rigel y su legión. Nuestro enemigo es el Segador.

—Coincido. ¿Pero entonces qué pretendes hacer yendo al reino de los mortales?

—Con la muerte de Rigel, la amenaza se ha convertido en realidad. Estamos en


guerra, Irisiel. Actúa antes de que el miedo se extienda hacia tus estudiantes…

—¿Entonces estáis huyendo de la guerra?

—¿Huir, yo? Creía que me conocías —el Serafín sacudió sus alas, chapoteando el
agua y saboreando la dulce sensación de libertad próxima—. Hazme un favor y
libera a los guardianes de Perla.

—Si tú me conocieras, sabrías que no te conviene darme la espalda —su arco


crujió debido a la tensión.

—No te alegres tanto —elevó una mano al aire en señal de despedida—. Volveré,
mi querida amiga.

Irisiel suspiró y bajó el arco. Por más que no compartiera los ideales de libertad
del Serafín, se conmovió con aquella imagen del inesperado y masivo éxodo. Miles
de los guerreros de Durandal volaban sobre el río, otros preferían adentrarse
caminando hasta que el agua los tragara, como el propio Durandal, quien dejaba
una larga estela de espuma en las aguas del río debido a sus seis alas. Los que se
encontraban arriba caían en picado, chapoteando mientras otros, poco a poco,
iban zambulléndose.

El Río Aqueronte, en ese momento, era una gigantesca franja azulada azotada por
una auténtica lluvia de ángeles.

IV

En medio del campo de flores de Nueva San Pablo, Zadekiel daba coscorrones a
sus dos alumnas, quienes dormían placenteramente sobre el mar de hojas. Achinó
los ojos, estaba claro que ellas estaban agotadas y necesitaban descanso, pero
sabía que no era el momento y el lugar más adecuado para dormir.

Miró hacia atrás y vio que Perla también estaba extrañamente durmiendo sobre el
pecho del Serafín Rigel, a pesar de que solo hacía segundos lloraba
desconsoladamente. Apretó los labios pensando que la experiencia de asesinar a
un amigo habría sido tan traumática para la Querubín que de seguro terminó
desmayada.

—Deberíamos llevarlas a un sitio más seguro —dijo girándose en búsqueda del


Dominio, pero notó que este también se encontraba tumbado sobre el mar de
hojas.

A pocos metros del lugar, la Capitana olisqueó algo raro en el aire y rápidamente
frunció el ceño. Agarró al joven Johan de su camisa, ordenándole que huyeran
cuanto antes, pues estaba segura de conocer ese aroma y que, de continuar allí,
terminarían sucumbiendo ante sus efectos somníferos. Dedujo que probablemente
se trataba de la milicia local, o la de Reykō, que buscaban capturar tanto a los
ángeles como a los culpables de la liberación de Perla.

—¡Johan, necesitamos…! —se detuvo y vio con espanto que el joven caía
lentamente al suelo, amortiguado por las hojas.

Y ella también sentía los ojos pesados. Antes de caer junto con su amante, oyó el
rugido de cientos de helicópteros acercándose, probablemente militares, y se
preguntó si todo por lo que había luchado había sido en vano.

Decenas de helicópteros adornaban el lugar que fuera el escenario de la cruenta


batalla entre los ángeles. La esfera filmadora se infiltró, a baja altura, entre las
naves y los soldados que descendían, pero rápidamente fue atravesada por una
filosa espada, por lo que terminó echando chispas y apagándose. Apenas consiguió
captar una empuñadura plateada en donde destacaba el símbolo de una cruz
carmesí.

Varios soldados en traje EXO de un blanco pulcro habían llegado al lugar,


engalanados con capas que flameaban al viento. Además de contar con espadas
enfundadas en el cinturón o rifles modernos sujetos en sus espaldas, se hacía
notable el símbolo de la cruz carmesí del templario destacando en el pecho de
todos, abrazado por un dragón dorado.

En un mundo donde la religión perdió mella tras el Apocalipsis, fue necesario


adaptarse a los tiempos o terminar sucumbiendo; en medio de la ciudad de Nueva
San Pablo, los modernos cruzados del Ejército Privado del Vaticano habían llegado
misteriosamente, saltándose todo tipo de protocolos internacionales.
Un soldado accionó su casco para retirar la visera y así poder ver con sus ojos
desnudos todo aquello. De cabellera y barba canosas que delataban su edad, el
líder del operativo se preguntó sobre la procedencia de aquel extraño mar de
pétalos por donde se hundían sus pies, pero sabía que no había mucho tiempo que
perder, bastante complicado se veía el panorama por haber entrado a una nación
hostil sin ningún tipo de aviso.

Habría consecuencias inmediatas, de eso estaba seguro.

—¡Comandante! —gritó una joven en guardapolvo, señalando a una dormida


Ámbar—. ¿Qué hacemos con esta mujer? —la muchacha se acarició la comisura de
los ojos para ajustarse el implante visual y cerciorarse de que se trataba de la
mismísima Capitana Moreira; estaba segura de que la mujer no tenía mucho futuro
si la abandonaban allí.

No obstante, el Comandante fue contundente:

—No es nuestro problema, doctora. Solo los ángeles.

—Comandante —insistió la muchacha, que ahora señalaba al durmiente Johan—.


Son los policías que liberaron al ángel. Tienen orden de captura.

—Pero, ¿tienen alas?

—Comandante…

—No tienen alas, no entran en los helicópteros. Cíñase al plan, doctora.

—¡Papá!

—Ya está, ya empezamos —suspiró el hombre—. Súbelos.

Acercándose a la discusión, un soldado cargaba a Perla en los brazos mientras


que, detrás de él, tres militares arrastraban con dificultad el cuerpo del Serafín
derrotado. La doctora dio un respingo al ver a la muchacha alada; nunca había
tenido a un ángel de cerca, y vaya ángel, pensó, se trataba de la que bajó de los
cielos y ganó aquella batalla televisada para toda la humanidad.

Tras pasarle un rutinario escaneo con un dispositivo que sostenía en la mano, no


pudo evitar tragar saliva al comprobar los resultados sobre la cadena de ADN. Con
los ojos bien abiertos, miró la secuencia del genoma y a la durmiente pelirroja de
manera intermitente. Sacudió el dispositivo y volvió a escanearla. Luego de volver
a comprobar los resultados, giró lentamente la cabeza hacia su padre.

—¡Comandante!… Este ángel…

—¿Y ahora qué diantres pasa, doctora?


—Esto… —tragó saliva y guardó el dispositivo—. Tal vez te lo diga cuando estés
con mejor humor…

—¡Nos vamos! Cárguenlos a todos, ni un segundo más en este sitio.

Aún era de noche en la capital del Hemisferio Norte. En un alto rascacielos perdido
entre la maraña de edificios se encontraba la sede central de la farmacéutica
VER.net, donde la madura dueña del conglomerado, Reykō, había observado
fascinada la batalla entre ángeles desde la comodidad de su amplia oficina y en
compañía de sus asesores.

Aunque el ángel que había comprado se le había escapado de las manos, pronto
enviaría su ejército para capturarla. A ella y todos esos ángeles que vio en la
transmisión.

Pero el ambiente en la oficina no era el que la mujer deseaba. Su despacho se


encontraba repleto de soldados, protegiéndola y apuntando con sus rifles al
enemigo que había entrado sorpresivamente, reventando el gigantesco ventanal.

Pese al peligro latente, la mujer sonreía al recién llegado.

—Creía que la noche se me había arruinado —dijo Reykō—, pero parece que en
realidad es mi noche de suerte.

El Serafín Durandal tocó los hombros de los dos Dominios que entraron con él.
Eran hábiles rastreadores y no les fue difícil encontrar lo que él les había ordenado
buscar. Luego se fijó en la excéntrica mortal.

—¿Quién eres y a qué has venido? —preguntó ella.

Durandal ladeó el rostro. Había una imagen sobre la profecía de Destructo que lo
tenía bastante preocupado. En aquella imagen revelada por el Segador, el Serafín
caía muerto a manos de Perla con una espada de hoja zigzagueante y flamígera,
un arma que solo podía ser una.

—La espada del Arcángel Miguel —Durandal extendió las seis alas para imprimir
presencia—. Entrégamela.

—¿O… qué? —jugueteó ella mientras sus soldados tensaban las armas.

Y el Serafín, como respuesta, sonrió ampliamente.

Sobre las azoteas de los cientos de edificios que rodeaban la fortaleza de la


farmacéutica, descendían los miles de ángeles de la legión de Durandal mientras
las sirenas de la urbe atronaban con intensidad, advirtiendo la invasión de los
seres celestiales que tanto había temido el mundo entero.

Miles de los asustados ciudadanos levantaron la mirada hacia ese cielo nublado,
oscuro y relampagueante, y se les encogió el corazón. Sabían, con solo ver a ese
ejército de guerreros semidioses invadiendo el mundo, que una nueva Guerra
Celestial estaba comenzando.

Mientras, en los Campos Elíseos, el húmedo viento mecía la larga cabellera de la


Serafín Irisiel, quien admiraba un nuevo amanecer abriéndose paso sobre el Río
Aqueronte. Pese a estar rodeada de sus estudiantes, no podía evitar sentirse sola
sin la presencia de los dos Serafines. Pero había mucho trabajo que hacer; había
toda una guerra por librar. A su lado, su estudiante predilecto, Próxima, se
preguntó qué les deparaba a los dos reinos, pero prefería mantenerse callado.

—Próxima —dijo ella, percibiendo la intranquilidad de su alumno—. Te tengo una


misión en el Inframundo. ¿Crees poder con eso?

El estudiante asintió, aunque por dentro se estremeció solo de oír aquella palabra:
“Inframundo”. El reino de los muertos donde habían perecido las huestes de
Lucifer.

—¿Acaso sientes miedo?

Próxima iba a responder, pero la instructora posó la mano sobre su hombro con
tacto consolador.

—Durandal se equivoca. Sentir miedo es natural. Simplemente, no dejes que te


domine. Tenlo siempre presente y triunfarás en tu misión.

En el reino de los mortales, los helicópteros del Ejército Privado del Vaticano
levantaban vuelo sobre la ciudad de Nueva San Pablo, desperdigando las hojas del
campo de flores a su paso. Ya estaban advertidos de la invasión angelical que
sufría una nación del norte y muchos se preguntaban si aún podrían hacer algo
para prevenir lo que parecía ser un inminente Apocalipsis.

Dentro de una de las cabinas, el Comandante se fijó en la pelirroja alada que


dormía plácidamente, ahora en los brazos de la doctora. Tal vez, pensó desviando
la mirada hacia la ciudad, aún había esperanzas de crear una alianza entre reino
de los cielos y el reino de la Tierra.

—Esta invasión —dijo la doctora buscando consuelo en la mirada del


Comandante—. Tengo miedo… Papá.

Aquella mirada asustadiza tocó el punto débil del hombre y este se inclinó para
besarla en la frente. El miedo era inevitable, pero él era el soldado de la fe y la
gloria, al menos así rezaba la máxima del cuerpo militar del Vaticano.
—No temas. Lo conseguiremos —susurró en un tono reconfortante.

Lejos, en las profundidades del Inframundo, el Segador, sentado en el trono de un


castillo perdido en medio de la oscura ciudad de Flegetonte, acariciaba el filo de su
guadaña. Tal y como había hecho con los Arcángeles hacía más de trescientos
años, manipuló e inyectó de terror al Serafín Rigel esperando que este pudiera
encargarse por sí solo de la amenaza de Destructo.

Pero sus planes habían sufrido un gran revés con la inesperada victoria de la
Querubín; no obstante, esperaba pronto volver a conducir los hilos del destino de
la manera que le convenía. Su deseo de ver de nuevo a los dioses, sobre todo a su
amada Perséfone, seguían firmes, y creía fervientemente que solo deshaciéndose
de la herejía podría invocarlos de nuevo.

Por amor, sería capaz de librar de nuevo el fin de los tiempos.

Las sagradas armas de una nueva y colosal batalla estaban afilándose. Héroes y
villanos destacaban en todos los bandos. El escenario ya no tendría solamente un
campo de lucha; esta vez, tanto cielo, tierra como infierno serían testigos de un
cruento escenario bélico. La guerra había llegado y los reinos de los dioses pronto
se verían sacudidos hasta sus cimientos.

Y en medio de todo, la leyenda del ángel destructor no hacía más que iniciar su
gesta en donde cambiaría para siempre el orden impuesto por los dioses.

El miedo solo se vencería con esperanza.

Fin de la segunda parte

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