Está en la página 1de 3

¿Saber o sabiduría?

(por Rodolfo Kusch)

(por Rodolfo Kusch en: Charlas para vivir en América)

¿Por qué decimos "ya sé, ya sé"? ¿Qué queremos decir con la pregunta "cuándo vas a
aprender"? ¿Y cuando decimos "ya agarré" para referirnos a algún conocimiento? ¿Qué
sabemos de nosotros mismos? ¿Qué saber enseñamos a nuestros alumnos en las escuelas?
¿Saber pulcro o saber tenebroso? En este hermoso texto, Rodolfo Kusch, el gran pensador,
filósofo y antropólogo argentino, nos da las claves para pensar - entre otras cuestiones- qué
sabemos de nosotros, qué creemos que sabemos, qué enseñamos... 

Desde niños nos suelen decir con cierto desprecio "Cuándo


vas a aprender". A la vida la vemos siempre como algo en
donde tenemos que adquirir determinados datos para
enfrentar las vicisitudes. Y en esto nos puede haber ido bien o
mal. Si nos va mal, nos queda un raro modismo. Cuando el
jefe o el amigo nos explica algo decimos de inmediato "Ya sé,
ya sé". Nos urge saber, o en todo caso simular algún saber.

Se diría que aunque nos esforcemos en saber, siempre nos


queda la sensación de una leve ignorancia, que flota detrás del dato recién aprendido, y que
seguramente se manifestará el día de mañana cuando aparezca la novedad que nos hará ver que
nada sabemos o que nuestro saber es anticuado. Por otra parte siempre habrá en otros lados
mejores máquinas, mejores procedimientos, más libros y más saber.

Y esto poco o nada remedia la enseñanza. Suele haber serias contiendas entre profesores de una
misma materia pero de distintos cursos. Concebimos la enseñanza como una fabricación en serie.
Es natural que si el profesor del primer año no pone la rueda el de segundo no tiene porqué
ajustar las tuercas. Pero es inútil. Porque aunque el de primero diga "ya sé, ya sé", y aun que el de
segundo truene con aquello de "¿y cuándo aprenderá?", el alumno igual pasará entre el fragor de
los dos y seguirá algunos años más para egresar al fin y decir al prójimo, también "ya sé, ya sé",
aunque no sepa nada. Y esto no sólo es propio de la enseñanza, sino que también se da en el
plano nacional y hasta continental. Fuimos formados en América bajo la tenante pregunta de
"¿cuándo vamos aprender?" y proliferamos en instituciones precisamente como una forma
honesta y sincera de responder, y, un poco, para decir lo mismo que el alumno aquél: "ya sé, ya
sé", aunque nada sepamos.

Pero de esto estamos seguros e incluso hartos. Por eso nosotros siempre envidiamos el
desparpajo con que un porteño se burla ante la exposición que alguien hace de sus conocimientos,
y no pudiendo con su genio dice groseramente: "Cómo sabe". ¿Qué dice con eso el porteño? Pues
debe ser en cierta medida algún antídoto para frenar tanta adquisición de datos nuevos. Al fin de
cuentas con un "ya me las voy a arreglar" trata de hacer frente a las situaciones con la pura y
absoluta ignorancia. ¿Y eso está mal?

Pero el porteño dice también, un poco para salir del paso, "ya agarré". ¿Y esto qué significa? Se
diría que el saber supone una cosa, que se "agarra" con todas las consecuencias: algo exterior,
ajeno a uno, y que debe ser adquirido sin más como un par de zapatos. Si así fuera, no deja de ser
sospechoso saber mucho. Seria algo así como "haber agarrado mucho", o tener un sin fin de
conocimientos-cosas como quien tiene propiedades. Y el porteño tiene razón. Solemos saber
mucho sólo para mostrar todas las cosas que tenemos. Más aún, sabemos para "ser alguien". Algo
de esto debe haber porque no por nada se dan los pequeños pedantes que agregan a su buena
posición social o docente, un brillante despliegue de datos inútiles. Tenemos mucha urgencia de
ser lúcidos y lo hacemos mal.

Pero veamos otra cosa. Si el saber lúcido crea tantos problemas, la ventaja debe estar en su
opuesto, en algo así como el saber tenebroso. Si el saber lúcido de cosas que se "agarran" y se
esgrimen nos torna un poco ficticios y hasta inmorales, el saber tenebroso debe salvar nuestra
moralidad.

Pero he aquí que chocamos con la razón. Si el saber lúcido dice que dos más dos son cuatro, el
tenebroso dará otro resultado. ¿Cómo es eso? Pues es muy simple. Cuatro chocolatines para un
niño hambriento no es lo mismo que para un niño satisfecho. El deseo o la satisfacción hacen que
no sea verdadero ese axioma matemático dé que cuatro es igual a cuatro. La vida se encar ga de
turbar el rigor de los números. La angustia, el amor, el odio tornan al saber lúcido en algo
tenebroso. Y he aquí el problema: de este saber tenebroso nadie nos habló. Lo esgrimen sólo los
porteños diciendo "cómo sabe", o "ya agarré" o "ya sé". Y ahí queda todo.

Los aztecas en cambio solían concebir la educación como una formación del rostro y del corazón.
El rostro era la máscara que cada uno necesitaba para enfrentar a sus prójimos, como si se tratara
del aspecto exterior del hombre, eso que se ve sin más a través de los buenos modales y la
cortesía. Era en parte lo que entre nosotros resolvemos míseramente con el "ya sé, ya sé". El puro
saber como adquisición de datos: un saber lúcido.

Sin embargo fincaban la importancia de la educación en otros aspectos. Era aquél según el cual el
saber no provenía de afuera si no de adentro. Era el corazón. ¿Y en qué consistía? El corazón tenía
para los aztecas un sentido especial. Era la semilla puesta por la divinidad en el centro del cuerpo,
en medio de los cuatro miembros humanos, en cierto modo el quinto elemento integrador que
centraba en sí la sabiduría. ¿Y qué era ésta? Pues el equilibrio no sólo del individuo sino también
del universo.

Ese mismo corazón era asociado al corazón físico y era ofrendado a la divinidad, por intermedio
del sacrificio sangriento. El corazón era el lugar donde se juntaban los opuestos, donde se daba la
luz y las tinieblas, pero también era el esquema del universo que ellos concebían, el animal-mundo
con sus cuatro miembros y la ciudad ombligo. Hombre y mundo debían estar concebidos de la
misma manera si no había educación.

El discípulo cuyo corazón estaba formado sabía de las cosas del cielo y de la tierra, lo verdadero y
lo falso, y cómo uno se convertía en otro. Sabía en suma el margen de tinieblas que rodea el saber
lúcido. Sabiduría era entonces un saber lúcido y un saber tenebroso. Como si se abarcara toda la
montaña: su parte iluminada y su parte oscura.

¿Y en qué consiste ver sabiamente las cosas? Pues en adosar las tinieblas a la luz. Si dos más dos
son cuatro para las matemáticas, el sabio le agrega la sospecha tenebrosa de que para la vida eso
podría no ser así. Si cuando decimos hombre creemos estar diciendo todo, el saber tenebroso
supone que detrás de cada cosa está su negación, detrás de hombre el no-hombre. La simple
negación.
Pensemos qué significa no-hombre. Supone desde ya otra cosa: piedra, planta, dios, gato, mesa y
muchas cosas más. Y juntar el hombre con el no-hombre, según el saber tenebroso, significa echar
lo que aquél es en lo que no es. Y está bien. Porque sólo convirtiendo el hombre en un gato nos
daremos cuenta cómo extrañamos todo lo referente al hombre. Y lo mismo pasaría si lo
convirtiéramos en planta o en piedra o en armario. Negar al hombre es afirmar todo lo que el
hombre, es. Y es más. Si cuando decimos hombre pensamos sólo en blanco, con el no-hombre
pensamos también en negro.

¿Y qué pasa en todo esto? Pues que de esta manera, descubrimos la semilla o el corazón del
concepto de hombre. En cierta medida volvemos a crearlo, porque aprendemos todo lo que el
hombre podría ser, lo blanco y lo negro del hombre. Por eso conviene no dejar de lado el saber
tenebroso. ¿Entonces deberíamos imitar a los aztecas y no ser tan excesivamente lúcidos?

Pero es que somos lúcidos en la cátedra pero tenebrosos en la calle, subversivamente tenebrosos.
Nosotros nunca diríamos como el porteño "ya sé", o "cómo sabe" o "ya agarré", pero lo pensamos.
Porque ¿qué significan realmente estas expresiones? ¿No esconden en realidad cierta burla ante
el saber lúcido? ¿Y más aun, no se trata en el fondo de afirmar un saber tenebroso? Y si fuera así
¿nos sentimos culpables de querer saber —como los aztecas— el corazón de las cosas y no su
rostro, pero nos asustamos?

Quizá no sea para tanto. Pensemos sólo que vivir significa tener el germen de las cosas en la mano.
No hacemos nada con sólo conocer su aspecto o su rostro, el mero dato vacío o los hechos. Si
supiéramos que nuestra ciudad es realmente de cemento y asfalto o que detrás de las fechas nada
hay, nos moriríamos en seguida. Sólo vivimos porque suponemos, un poco tenebrosamente, que
detrás del cemento y el asfalto y de la historia misma hay un animal-mundo que vive a la par
nuestra, tal como pensaban los aztecas. Si no estaríamos muy solos.

El misterio de la sabiduría está en saber que el hombre es lúcido y tenebroso a la vez, aunque nos
disguste. Y esto ya no se "agarra" como dice irónicamente el porteño, se sabe sin más. Pero
mientras no comprendamos esto seguiremos enseñando o haciendo cosas en el plano mezquino
del "ya sé", ese que consiste en defendernos humildemente ante un saber de piedra, sin corazón y
de puro rostro. Pero no olvidemos que los aztecas y nuestro porteño son más sinceros. Realmente,
el día que enseñemos a los alumnos un saber lúcido, que sea a la vez tenebroso, habremos ganado
el cielo.

También podría gustarte