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Nacer de Nuevo
Nacer de Nuevo
NACER DE NUEVO
LA CUERDA
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Samuel caminaba sin pensarlo hacia el
lugar de su muerte. Aquella mañana lo había
decidido. Así que agarró la soga que guardaba en
el armario de su garaje y la enroscó dentro de una
mochila negra. Sin agua, sin comida, sin nada.
Sólo una soga. Una soga gruesa y peluda, rubia
como la tierra seca y polvorienta que ahora pisaba,
rodeado de campos en barbecho y trigo
chamuscado; en espacios abiertos al infinito que
el sol amarillo del verano se encargaba de quemar
lentamente.
Mientras sus pasos se dibujaban sobre la
tierra por última vez, en su mente escribía una
carta imaginaria, con la ilusión subconsciente de
que alguien la leyera. La carta que se había
olvidado de escribir. Mientras, el aire, a
contracorriente, le lijaba los pómulos y agotaba
sus fuerzas:
“Mi nombre es Samuel, y soy un asesino”.
“Sé lo que pasó. Lo oí una noche con
apenas cinco años. Vi las sombras de mis padres,
alargadas por la luna contra el suelo del patio. Oí
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el susurrar histérico de sus voces, los aspavientos
exagerados de aquellas siluetas magníficas y
negras que se agitaban como marionetas. Lo vi
todo tras aquellas sombras. Vi cómo mi padre la
empujó al frío pavimento. Después oí aquel
rasguear suave, aquel susurro rápido y repentino,
mientras una serpiente oscura y peluda envolvía
su cuello…... A los pocos segundos giró su rostro y
pude ver cómo se apagó igual que una media luna
negra.
¡Pero no hice nada!.
Sólo oí gemidos. Gemidos y después
silencio. El silencio de la muerte.
Ella tampoco le quería”.
Samuel entonces tragó saliva, pero le supo
al aire polvoriento. Ojeó las agujas blancas de su
reloj de acero. Eran las tres y veinte. Cuarenta
minutos para llegar al único roble que
ensombrecía aquel camino.
El aire despertó en una oleada nueva,
abrasándole los muslos hinchados.
La brisa seguía engordando cada vez más,
como una melodía que le escoltaba. A veces más
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suave, otras más intensa; adoptaba timbres y
colores diferentes, disfrazándose en gemidos,
rugidos, o gritos calientes que parecían
desgarradores…..y que se hicieron más nítidos a
medida que Samuel avanzaba con sus pesadas
botas de montaña. De pronto algo le hizo
sobresaltarse. Agudizó el oído:
-¡¡Socorroooo!!...¡¡ayudaaaaaaaaaaa!!....
Dio dos vueltas sobre sí mismo
confundido, sin saber si aquello era producto de
su imaginación. Anduvo hacia delante con paso
ligero unos segundos. Paró. Silencio. El viento
volvió a enroscarse en torno suyo empolvándole
hasta el rostro.
-¡¡Ayuda por favor!!....¡¡ayudaaa!!.
Bajó la vista al suelo, y avanzó un par de
zancadas. Entonces, abrió los ojos como nunca en
su vida. Una poza negra y estrecha se hundía
delante de él, en medio del camino. En lo hondo,
entre las palmas de dos manos abiertas y
húmedas, unos ojos semicerrados trataban de
abrirse venciendo la luz del sol. Era una mujer.
Samuel lo dedujo al distinguir en la semioscuridad
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su largo cabello rubio y los pequeños labios
agrietados que se retorcían.
Samuel analizó la situación fríamente. No
habría más de dos metros de distancia entre las
manos extendidas y el borde de aquel pozo
improvisado, posiblemente una trampa para
animales.
Desabrochó con agilidad la cremallera de
su mochila y saco la soga. Era lo suficientemente
gruesa. Le pasó uno de los cabos a aquella
desconocida y le pidió que se rodease la cintura y
la entrepierna con ella. La extraña obedeció, con
sus manos débiles y blancas. Samuel agarró ambos
cabos, se alejó unos pasos hasta tensar bien la
cuerda, y tiró con fuerza hacia arriba y hacia atrás,
mientras ella apoyaba las piernas contra la pared
del hoyo y trataba de escalar con los dos brazos.
Aunque la tez de Samuel se hinchaba
enrojecida por el esfuerzo y el calor, la de ella
parecía cada vez más pálida y fría. El viento
exhalaba sus gemidos hacia no se qué montañas
lejanísimas cuando de aquel útero abierto en la
tierra asomó a duras penas medio cuerpo. Se
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recostó en el suelo, como buscando el asidero de
la vida, amarrada al cordón con las piernas
encogidas. En cuanto se vio a salvo, la muchacha
comenzó a sollozar, rendida sobre la tierra
caliente.
Samuel la agarró con delicadeza de los
hombros buscando su mirada, buscando que le
hablase, buscando conocerla, buscando darle todo
el amor del mundo que tenía guardado.
Cuando se sentó en el suelo junto a ella,
mientras observaba sus labios secos y sus dientes
blancos, se percató de que un reguero salado
mojaba sus mejillas. Y observó en los ojos de ella
los suyos propios, aquellos con los que nació y con
los que miró al mundo, y a los que el mundo por
primera vez miraba, y lo hacía apasionadamente,
lleno de agradecimiento.
Samuel revisó su reloj: las cuatro de la
tarde. Dirigió la vista al frente. Ahí estaba. Un
roble inmenso y solitario. Se quedó observándolo
un instante. Parecía ser amigable. Parecía decirle
adiós agitando sus ramas, deseándole la mejor de
las suertes.
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- ¡Tiene que saber todo el mundo que me
has salvado la vida!.... ¡ya no creas que voy a
dejarte escapar!, ¿eh?.-le espetó ella.
-Tú sí que me has salvado a mí.
-¿Yo???...si te he arruinado el paseo.
Samuel añadió:.
- Precisamente por eso.
Aquel roble todavía existe. La frondosidad
de sus ramas sorprende a todo el que se cruza en
su camino. Los lugareños dicen que en las tardes y
noches de viento, junto a él se oyen inquietantes
gemidos femeninos, llenos de angustia. Dicen que
los lamentos no descansan, y que su efecto es
maléfico e irresistible para las almas tristes, que
no pueden evitar precipitarse hacia el vacío de la
muerte cuando los oyen.
Nadie sabe dónde reposan los restos de la
madre de Samuel. Pero él sí lo supo cuando la oyó
llorar aquella tarde de viento, buscando remediar
su soledad y vengar su muerte, desde las raíces
mismas de aquel roble milenario.
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LA CONFIANZA
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Él sintió aturdirse su mente como el que
persigue una bola de lotería en un bombo en
movimiento. ¿Por qué?, ¿por qué ahora se negaba
a creerle, después de tanto tiempo juntos?. Él se
llamaba Ramón. Ella Esmeralda.
Se habían conocido de la forma más
anodina, en la fiesta que él dio para inaugurar su
casa. La vida le sonreía. El pasado divorcio
quedaba atrás. El nuevo trabajo le garantizaba un
futuro por delante: diferente, excitante, exitoso.
Aquel día irremediablemente iba a ser el principio
del principio.
Esmeralda se le apareció a Ramón por
primera vez como un fantasma, entre las sillas
blancas de pie elipsoidal y los muros negros del
salón minimalista. Una figura de piel tostada y
pelo rojizo que se deslizaba como una intrusa en
un vestido rosa fucsia de tela etérea y
semitransparente. Hasta tres veces le pareció
divisarla después: saliendo del baño, levantándose
de su nuevo sofá blanco de cuero, mirando la
ciudad de espaldas al salón en la
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terraza…Entonces su hermana los presentó. Era su
nueva compañera de gimnasio.
Él por entonces no buscaba en ella nada
más allá de aquellos pechos periformes que la tela
rosa envolvía como el lazo de un regalo de
cumpleaños. Ella sencillamente había desistido en
su búsqueda, así que se conformaba con disfrutar
del momento.
Precisamente eso es lo que hicieron
aquella noche después de un número de copas
que Ramón no recuerda. Durante los cinco meses
siguientes disfrutaron el uno del otro sin ningún
límite ni compromiso.
Sin embargo, un día quedaron para hacer
algo distinto, por aburrimiento simplemente. Ella
dijo que iba a ver la exposición temporal de
Picasso en el Museo Reina Sofía. Fueron. Ramón,
para su sorpresa, disfrutó del día. Los cuadros le
parecían llenos de luz aun con los colores más
oscuros, con figuras que le sonreían aun con las
muecas más tristes. Todo sucedió en un momento
puntual, mientras observaba el perfil de ella
resaltar sobre las paredes blancas. La nariz recta y
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más bien pequeña, los labios gruesos y
entreabiertos, como la entrada de una gruta
silvestre, los ojos marrones como el chocolate,
cubiertos por unas pestañas negras en forma de
abanico y fascinados ante la vista de uno de los
últimos retratos de Picasso, que Ramón no
recuerda. Entonces lo supo. Entonces supo que la
quería. Así que decidió confesárselo, seguro de
que ella le correspondería, feliz de haber
encontrado lo que ya no buscaba.
-Quizás es que no me quieres.
Estas palabras se repetían sin parar
desesperadamente en la mente de Ramón
mientras caminaba a casa. Parecían querer
condenarle a la tortura de escucharlas sin
remedio. Se sentía culpable de algo que no podía
identificar. Era una sensación de culpabilidad
difusa y genérica, que abarcaba cualquiera de sus
acciones, desde la forma de respirar a la forma de
girar la llave que abre su piso ya no tan nuevo.
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Mientras bebía un café solo, sentado en el
sofá blanco de piel, la lógica le llevó por caminos
que hacía veinte minutos hubiera considerado
inverosímiles; pero ahora se sorprendía
escuchándolos como un científico que analiza
distintas propuestas basadas en datos empíricos:
está claro que ella no está bien; algo le ha pasado
en la cabeza, no confiar, no reconocer los
sentimientos ajenos….¿no había una enfermedad
psiquiátrica que tenía estos síntomas? . No, puede
ser que no. Yo creo que simplemente no puede
creerse la realidad. Tiene miedo a sufrir un
desengaño. Quizá le hayan dicho algo de mí para
desacreditarme. ¿Quién puede haber sido?...¡José
Luis!. La miraba demasiado mientras hablábamos
el día de la fiesta, claro, por eso nos sonreía tanto.
Seguro que estaba pensando cómo jugármela.
¡Cómo he podido ser tan ingenuo!....¡por eso se ha
apuntado al gimnasio con mi hermana!”...Se puso
de pie y echó a andar esquivando los muebles del
salón o rodeándolos aleatoriamente.
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De pronto su teléfono comenzó a saltar
silbando sobre la mesa. Ramón dio un respingo y
se lo acercó a la oreja. Era su hermana.
- ¿Cómo eres tan torpe?
- Sí. Y ya te vale.
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- ¿¿Y???...
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EL TERREMOTO
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Hace muchos años que salí del
monasterio. Era un convento de clausura, o sea,
de esos con rejas en las ventanas y en las salas de
visitas, de esos donde nadie puede tocar a las
monjas.
Se trataba de un edificio románico del
siglo XII en lo alto de un monte que, como es
natural, al efecto de las abundantes lluvias y la
extremada humedad de la ría del Eo, estaba
cayéndose a pedazos aquel día 23 de agosto de
1999 en que ingresé, y llevaba cayéndose a
pedazos al menos una década. Por dentro la
pintura blanca de las paredes se descascarillaba, y
las vigas de madera al pudrirse abrían abolladuras
en los techos. Aún así, nada que no se pudiera
sobrellevar con facilidad.
La madre superiora había logrado que el
alcalde financiara las obras de reconstrucción de
la enfermería, con el pretexto de que el
monasterio era un edificio de interés cultural a
conservar. Sin embargo, ni el dinero ni las ganas
llegaban para la otra mitad del convento. A las
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monjas no les gustaba la suciedad de las obras y se
sentían muy incómodas con extraños pululando
por los pasillos del claustro.
Todo cambiaría después de una atípica
noche de verano. Hacía dos semanas que había
decidido motu proprio dormir en el suelo, porque
el colchón de espuma me destrozaba la espalda.
En la mitad del sueño, con el oído contra el
entarimado, empecé a escuchar un leve murmullo
que venía de la lejanía. No sabía bien si era real o
lo estaba soñando. El caso es que me inquietaba
sin saber por qué. Nunca me han gustado los
ruidos para dormir, pero lo que realmente me
desasosegaba era el no poder identificar su
procedencia. Se me antojó que era un camión que
se acercaba por la calle, cada vez más cerca y más
potente, pero me inquietaba que nunca terminara
de atravesarla y perderse en el silencio. ¡¿Qué
sería aquello?!, ¡¿qué era?!. De pronto los cristales
de mi ventana empezaron a vibrar. Primero
levemente, después con más y más intensidad.
Inesperadamente pude percibir con claridad un
crujido profundo, como si la tierra se estuviera
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desgajando bajo mi cuerpo tumbado. El crucifijo
de pie saltó un par de palmos sobre el escritorio,
que pateaba el suelo y se desplazaba a
trompicones hacia los lados. Yo miré asustada la
abolladura blanca del techo, que parecía abrirse
como unos labios ansiosos de comer. Todo se
sacudía violentamente alrededor, menos los
gruesos muros de piedra, que se sostenían en su
estructura plácidamente, como si aquel
movimiento de la tierra fuera una leve brisa que
apenas los rozara. “Así que no es para tanto”-
pensé-, “habrá sido un leve movimiento sísmico”.
Finalmente el temblor cesó, perdiéndose
en la lejanía como el eco de aquel camión que yo
imaginaba. Cuando salí al baño encontré a sor
Carmen Mª y a la madre maestra en las puertas de
sus celdas. Era gracioso verlas con los camisones
blancos de manga larga, los pies descalzos y los
gorros de dormir, que protegían sus cabezas
rapadas del frío y la humedad. El cuerpo robusto
de la madre maestra se balanceaba como un
tentempié, mientras hablaba elevando la barbilla y
agitando lentamente sus manos callosas. El rostro
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de sor Carmen Mª parecía un retrato de Picasso de
lo descompuesto que estaba. La madre maestra
trataba de tranquilizarla cuando unos grititos
salieron de la celda contigua a la mía. Era sor
Diana Mª, la otra novicia:
- ¡Ah!..¡aaaaaaah!..¡socorroooooooo!..
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- -¡Diana!..¡ sal ya muyer que ya ha pasado!
Mientras, se oían sobre nuestras cabezas golpes
secos intermitentes que recorrían el techo,
primero a un lado, luego al otro, parando a
intervalos irregulares.
Al día siguiente, en el refectorio, tras sonar
la campanilla que daba permiso para hablar
después del desayuno, todas las monjas sin
excepción se alborotaron dando gritos. Sor
Concepción, una de las mayores, hablaba como si
tuviera un polvorón en la boca. Decía:
- ¡Sores!, ¡sores!...¿vieron lo que pasó
fuera?..¡pobriños los gitanos!...¡que salieron con
los colchones y todo al medio de la calle!...¡por eso
dije yo ¿esto qué es?!, ¡pensé que se caía el techo
sores!
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Presentación era la más gordita de todas, tanto
que apenas se podía mover, y hablaba casi en
susurros, con una voz lenta y suave. Sor Pilar, la
abadesa, no decía nada y miraba a todos lados
despistada, porque hacía meses que el aparato del
oído que tenía no tenía potencia suficiente para su
sordera, y no se enteraba nunca de nada. Creo que
fue la única que aquella noche durmió de un
tirón.
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EL REENCUENTRO
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Erase una vez un niño que soñaba con
encerrar el mundo, como si fuera una canica azul,
en una gota de agua. Entretenido como estaba en
sus elucubraciones, dio un respingo cuando la voz
de una niña se interpuso en su camino, en medio
del parque, atestado de más y más voces
diferentes.
-¡Cuidado!..¡que me pisas!
-Perdona…..
-¿Qué haces?
-Nada, pensando…
-Cosas…-respondió bajando la
barbilla al pecho.
-¿Qué cosas?..
las cosas.
- ¿Qué cosas.
eso?.
-Pensar.
- Claro.
- ¿Y qué pensabas?
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así lo vería entero… pero aún no sé
enrojecido de repente.
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De pronto todo se apagó en la mente de
segundo en su memoria.
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letras temblorosas que bailaban torpes sobre el
papel.
momento.
hinchados:
eres.”
serlo.”
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Dando un respingo decidió olvidarse del
amigos.
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¡Su vida le había pasado tan rápido!.
que hizo.
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papeles, teléfonos y más teléfonos, corbatas,
efímera.
entonces.
ninguno.
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A Juan lo sucedido no le afectaba, o
profunda.
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en cobrar el cheque que le correspondía. Así que
deprimido.
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niños, madres, ciclistas, ancianos, perros,
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luz!. Me refugiaba a menudo junto a unas rocas de
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bien a su lado. Él estaba solo, o eso me decía. Se
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Sin pensarlo más hice la maleta y dejé una carta a
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con divagaciones durante semanas y meses, en los
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azul perdida y reseca….todo ello lo atestiguaba.
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Nunca jamás he vuelto a casa, no sé si por miedo a
solo.
siempre.
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Mamá.”.
casa.
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y ahora vigorosos, mientras él lloraba por fin,
supo cómo.
pertenece.
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sintiendo un inmenso placer que arrullaba cada
entonces?...
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El niño le tendió decidido el brazo mientras la
de jugar.
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Ana Victoria Alonso Guerrero es profesora de Lengua y
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