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En un pasaje decisivo de su tratado sobre el gobierno, el inglés John Locke imaginó que dos príncipes

necesitaban grandes sumas para financiar una previsible guerra entre ellos. Uno, el príncipe necio ,
decidió entonces aumentar cuanto antes los impuestos, pero todo lo que consiguió al fin fue asfixiar a su
pueblo y debilitar a su ejército. El otro, el príncipe sabio , decidió, al contrario, permitir y alentar el
enriquecimiento del pueblo y, por haberlo hecho, sólo tuvo que aplicar después un impuesto
proporcionalmente moderado para llenar sus arcas y ganar la guerra.

Lo que está pasando es que después de muchas idas y venidas los gobernantes latinoamericanos más
sensatos, más "sabios" en el lenguaje de Locke, están aprendiendo que la ruta del progreso económico y
social al que aspiran nuestros pueblos no consiste en adherir exclusivamente al socialismo ni
exclusivamente al liberalismo , sino en lograr una feliz combinación entre ambos. Pero ¿qué es, después
de todo, el "centro"? Es el reconocimiento de que las dos ideologías más potentes de nuestro tiempo
poseen, cada una de ellas, una parte de la verdad. Pero al anuncio de que habría que combinar estas dos
"medias verdades" debe sumarse, para que su matrimonio sea fecundo, una fórmula que sepa acordarle
a cada una de ellas la función que le corresponde. Si a una sociedad se la priva del inmenso estímulo de
la competitividad, se la vuelve económicamente estéril. Esta es la verdad liberal. Pero si en esa sociedad
no actúa además un Estado con ese algo de socialismo que le permita asegurar, aparte de la honestidad
de sus propios funcionarios, el efectivo imperio de la competencia entre los empresarios y una justa
distribución de la riqueza para mejorar la condición de los que están peor, sin desalentar por ello las
inversiones y la creatividad de los más capaces, lo que resulta al fin es el progreso insoportable de los
favoritos.

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