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España vive una crisis de régimen que tiene al menos tres dimensiones: la social (el
empobrecimiento continuo de las clases populares, así como el deterioro del nivel de vida y
las expectativas de los sectores medios); la institucional (la corrupción y el patrimonialismo
de Estado del Partido Popular no es la excepción sino su regla de gobierno); y la territorial,
sobre la que tratan estas consideraciones.
La crisis de régimen que vive nuestra patria la reconocen incluso las élites (políticas,
económicas, mediáticas) que dirigieron el régimen del 78 y que mantienen una parte de su
poder. La figura política más importante de nuestra historia política reciente, Felipe
González, lo reconocía sin ambages en la recepción real del 12 de Octubre: «Soy un orgulloso
representante del régimen del 78». Aquella recepción fue la imagen de una conjura
monárquica para superar, mediante una restauración conservadora y centralista, la crisis
española.
Pero lo que se mostró en aquella fiesta real (que no tuvieron a bien suspender tras la muerte
de un trabajador de las Fuerzas Armadas que participó en el desfile) no fue un grupo
cohesionado, coherente y capaz de diseñar una política de Estado exitosa.
Aunque en la foto del 12 de Octubre había mucho poder (político, militar, económico,
etcétera), no había —ni de lejos— tanto como el que atesoraban las élites hace cuarenta
años y, desde luego, allí había mucho menos talento de Estado.
El acuerdo entre el PSOE y el PP que conllevó la reforma del artículo 135 de la Constitución
española, y que supuso la subordinación del interés social a los intereses de los acreedores
bancarios, representó la ruptura del pacto social en nuestro país. Hoy, el nuevo acuerdo
entre el PP, el PSOE y la nueva extrema derecha que representa Ciudadanos implica de facto
la ruptura del pacto territorial. El espíritu del 155 como política de vulneración de derechos y
libertades democráticas no tiene por qué quedarse en Catalunya. De hecho, dirigentes del
PP ya han amenazado con aplicar algo parecido en Euskadi y en Castilla-La Mancha (en esta
región el PSOE gobierna con nosotros).
El bloque afín a la monarquía apenas maneja un errático proyecto de restauración que se
sustenta en los siguientes pilares:
El bloque monárquico tiene a su disposición todos los recursos coactivos para desarrollar su
proyecto, pero carece —a diferencia de lo que ocurrió hace cuarenta años— de la capacidad
política integradora imprescindible para que España sea viable como realidad política y
territorial a medio y largo plazo.
La suspensión del autogobierno de Catalunya no solo hará saltar por los aires uno de los
pactos cruciales de la Transición (la reinstauración de una institución republicana como la
Generalitat, reconocida por la Constitución de 1978, fue la base del amplio apoyo social al
texto constitucional en Catalunya), sino que es un ataque a los fundamentos mismos de la
democracia española.
El nuevo Govern, con Rajoy, Zoido y Montoro a la cabeza, estará controlado solamente por el
Senado, el cual está dominado por el PP con mayoría absoluta, gracias a una ley electoral
antidemocrática y absurda.
El virrey Rajoy querrá administrar Catalunya y se encontrará resistencias que solo podrá
afrontar con represión y más encarcelamientos.
Tarde o temprano tendrá que convocar elecciones y todo parece indicar que los partidos que
apoyan el virreinato no mejorarán significativamente sus últimos resultados electorales.
Las fuerzas políticas partidarias de la independencia obtuvieron el 47,8% de los votos (es
decir, algo más de un tercio del censo electoral) en las elecciones de septiembre de 2015.
Ese resultado, muy superior al del bloque monárquico (C’s-PSC-PP) y al nuestro, les da todo
el derecho a gobernar Catalunya, pero no a declarar la independencia.
La movilización política del pasado 1 de octubre por parte de los partidarios del derecho a
decidir fue imponente y épica, dadas las condiciones en las que se desarrolló. Es un hecho
destacado que más de dos millones de ciudadanos catalanes expresaran su voluntad política.
Pero, aun aceptando los datos ofrecidos por la Generalitat, es evidente que aquella
movilización no reunió las condiciones y garantías de un referéndum que permita
determinar la relación jurídica de Catalunya con el resto del Estado.
Pero, del mismo modo, no puede tampoco aceptarse que esa gran movilización social
justifique la independencia de Catalunya.
Cuando el PP forzó que el Tribunal Constitucional (TC) hiciera saltar por los aires el Estatut
(aprobado en el Parlament, en el Congreso de los Diputados y por el pueblo catalán en
referéndum), también hizo saltar por los aires buena parte de las bases del pacto territorial
que había hecho viable España como un Estado que integraba una territorialidad
plurinacional compleja.
Pensamos que la ciudadanía catalana tiene derecho a elegir también esta opción, al margen
de las otras dos opciones: la independentista y la continuista.
4) El proyecto del bloque monárquico: España antes rota que con Unidos Podemos en el
Gobierno
Desde el surgimiento de Podemos y su desarrollo junto a fuerzas políticas hermanas con las
que confluimos y compartimos proyecto, las élites han movilizado todo su arsenal para
evitar que pudiéramos formar parte del Gobierno del Estado.
Trataron de forzar el entendimiento entre PP, PSOE y C’s presionando incluso a Mariano
Rajoy para que renunciara como candidato a la presidencia del Gobierno para facilitar así
una gran coalición a tres. Rajoy resistió y el intento ulterior fue favorecer un Gobierno con
un programa neoliberal acordado entre PSOE y C’s, siempre y cuando Podemos no
participara en dicho Gobierno.
Las élites se opusieron con todas sus fuerzas a la posibilidad de entendimiento del PSOE con
nosotros y las fuerzas políticas catalanas y vascas.
El propio Pedro Sánchez, horas después de ser obligado a dimitir como Secretario General
del PSOE en 2016, reconoció en una entrevista con Jordi Évole que fue presionado, entre
otros por César Alierta, así como por los jefes del diario El País y por la vieja guardia de su
partido, para que no formase un Gobierno con nosotros.
Las élites saben que solo un Gobierno de coalición con Unidos Podemos hubiera podido
pactar una salida democrática al problema catalán, pero nuestra presencia en el Gobierno
habría implicado también cambios en el Estado que hubieran amenazado sus privilegios y a
un entramado corrupto que, sin controlar el Estado, habría quedado expuesto a una acción
de la Justicia sin interferencias por parte del poder político.
Antes que poner en riesgo sus privilegios y su impunidad, las élites decidieron arriesgar la
integridad territorial de España.
La victoria de las bases del PSOE contra el aparato de su partido y contra los principales
poderes mediáticos del país se basó en tres pilares: plurinacionalidad, mayor cercanía a
Podemos y una oposición real al PP en la que no se descartaba la moción de censura.
Al arrojar por la borda las tres claves de su victoria, el nuevo Secretario General del PSOE,
Pedro Sánchez, no solamente ha colocado al PSC en una posición imposible y ha debilitado a
los sectores de su partido que le hicieron ganar, sino que ha vuelto a empoderar a sus
adversarios internos, que nunca lo aceptarán como a uno de los suyos. Mil veces nos
contaron el fin de los asesinos de Viriato y mil veces la historia se repite.
La victoria de Pedro Sánchez despertó una ola de ilusión en España, tanto en los votantes
socialistas como en los nuestros, que veían en esa victoria de las bases un horizonte de
Gobierno conjunto y la posibilidad de llevar a cabo avances sociales históricos y de resolver
democráticamente el conflicto catalán. Apoyando al PP y apuntalando el bloque felipista, el
PSOE ha renunciado a liderar un Gobierno de cambio en el Estado.
El problema histórico de los monárquicos es que jamás entendieron España, a la que solo
supieron dominar y someter. Nunca fueron capaces, salvo cuando la presión democrática les
obligó, de utilizar el Estado para hacer de nuestra riqueza plurinacional un proyecto
patriótico.
Las experiencias monárquicas de Estado durante los siglos XIX y XX configuraron una visión
estrecha, uninacional y autoritaria de la realidad española. Para los partidarios de la
monarquía, asociar la palabra «nación» en el territorio del Estado a algo diferente a España
era algo inaceptable. Por ello, siempre identifican el Estado con la monarquía. Y España es
mucho más que la monarquía y, además, está llamada a sobrevivir a ella.
Uno de los primeros elementos de ruptura con el franquismo durante la Transición fue la
restauración de la Generalitat, con el retorno del president Tarradellas antes de que España
se dotase de la actual Constitución. Con ello se reconocía que Catalunya se organizaba según
un orden político propio, que es lo que en estos días se está rompiendo. Eso también fue
evidente en Euskadi, donde no se reconoció la Constitución hasta que se garantizó la
actualización de sus fueros. Las nacionalidades históricas se reconocen, precisamente, en el
hecho de poseer instituciones propias que no derivan de la Constitución de 1978.
A partir de 1982, el modelo de Estado de las autonomías funcionó gracias a la estabilidad
brindada por los grandes partidos nacionalistas catalán (CiU) y vasco (PNV). Sin embargo, en
los últimos diez años, al tiempo que la crisis económica debilitó el proyecto de la Unión
Europea, la estabilidad del régimen del 78 se rompió por dos flancos: el que abrió el 15M y el
que abrió el proceso soberanista en Catalunya tras la sentencia del TC sobre el Estatut.
España y Catalunya afrontan hoy la realidad de su historia, de sus relaciones y de la carencia
de una solución democrática pactada.
Para nosotros y nosotras, la solución es celebrar un referéndum legal y pactado que
presente como opción una relación libre entre pueblos, para repartir de forma adecuada los
beneficios y las cargas de pertenecer a un único Estado.
Me enorgullece como demócrata que Catalunya haya sido siempre una pieza crucial del
cambio político en España y me indigna como español que la estrategia negacionista hacia el
problema catalán por parte de las élites centrales pretenda impedir que Catalunya ayude a
la formación de una nueva España.
Pablo Iglesias
Secretario General de Podemos