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¡Yo quiero ser como el

Centauro de las Vilcas!


Un niño cansado de jugar a ser un simple soldado de línea, impresiona a sus
amigos queriendo ser como el Centauro de las Vilcas, sin saber que el mítico
guerrero cortaba las cabezas de sus enemigos y de los niños que se atrevían a
jugar con su nombre.
Por
 Luis Eduardo Núñez Centurión
 -
06/20/2017
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Tenía yo casi doce años cuando me contaron su historia. Vivíamos en


tiempos difíciles en que el Perú no dejaba de batallar frente a ‘la Estrella
Solitaria’ y aunque la desgracia se nos venía encima por ser una etapa
ya de ocupación en la sierra, aún quedaba tiempo para divertirme con
mis amigos, correr por las pequeñas callecitas de mi pueblo y jugar a ser
un soldado justiciero que defendía al Perú del asedio enemigo.
Algunos de mis amigos querían ser Grau, otros discutían por ser Cáceres
o Bolognesi y como yo era el menor de todos no me dejaban escoger a
cualquiera de ellos, pues los nombres de estos grandes defensores ya
estaban apartados. ¡Escoge a otro!, me decían, mientras ellos discutían
por el derecho.

Admito que llegaba a casa molesto, al no conocer algún otro defensor


popular no me quedaba más que ser un simple soldado que solo se
limitaba a recibir órdenes, mientras que el principal honor de morir por
la patria siendo un oficial reconocido estaba en disputa por niños
mayores que yo. ¿Y por qué no juegas a ser el Centauro de las Vilcas?,
me dijo mi padre.

¿Y quién es ese?, le pregunté. ¡Aah!, es un temible jinete que tiene fama


de fantasma, me respondió. Hijo, ¿no te gustaría desaparecer y aparecer
como él, sorprendiendo al enemigo? ¡No!, respondí a secas. Bueno tú te
lo pierdes, pero si yo fuera tú, sería el Centauro de las Vilcas, me dijo
mientras me revolvía el cabello.

Ni siquiera sabía qué era un centauro y si no le pregunté a papá fue


porque no quería escuchar sus terribles historias que duran toda la
noche. Sin embargo, con el pasar de los días, el apodo del Centauro de
las Vilcas iba tomando fuerza. Cada vez que salía a jugar a ser el mismo
soldadito obediente recibiendo órdenes de todos mis amigos, empezaba
a escuchar entre la gente el nombre de Gregorio Albarracín.

Pero quién era este señor que poco a poco estaba en boca de todos aquí
en el pueblo, ¿será que tiene algo que ver con ese tal Centauro de las
Vilcas? ¡Con su sable corta las cabezas del enemigo! ¡Algunos afirman
haberlo visto en dos lugares al mismo tiempo! ¡Su caballo es más rápido
que el viento!, fueron algunas declaraciones de los mismos pobladores
que no tardaban en correr la voz y acrecentar la fama del tal Albarracín.

Uno de esos días, cuando el nombre de Gregorio Albarracín y sus


increíbles hazañas sonaba con más fuerza, salí a la calle a jugar con mis
amigos. Yo soy ¡Miguel Grau a bordo del temible Huáscar!, dijo un niño.
¡Yo seré el invencible Cáceres!, se le oye a otro. ¡Seré como Bolognesi
para no rendirme nunca!, exclamó otro niño. Y como yo estaba harto de
ser un simple soldadito grité a puño cerrado: ¡Yo seré Gregorio
Albarracín y cortaré las cabezas del enemigo!

Todos mis amigos se miraron las caras horrorizados por lo que había
dicho, nadie atinó a decir nada, después de un par de minutos empezó
la discusión: ¿Quién es Albarracín?, me preguntaban, ¡nadie lo conoce!,
se decían entre ellos. Un hacendado quien había escuchado nuestra
conversación, nos interrumpe para decirnos que Gregorio Albarracín era
el temible Centauro de las Vilcas.

Nadie de nosotros dijo una palabra, más bien escuchábamos al extraño


decir que Gregorio Albarracín era un oficial excepcional. ¡Arrastraba
chilenos con su caballo!, nos decía ¡y con su sable les arrancaba la
cabeza!, explicaba mientras imitaba el manejo de la afilada arma con su
mano. ¡Es un gigante que no teme defender al Perú! ¡Todos en el pueblo
saben que es mitad hombre y mitad caballo!, finalizó su discurso. Tal
vez el extraño señor no lo sabía, pero nos había causado un pánico
indescriptible. Todos volvimos a corriendo a casa, nadie quería
encontrarse a ese tal Albarracín, qué tal si decide cortarnos la cabeza a
mis amigos o a mí, pensé.

¡Papá, ya sé quién es ese fantasma, es Gregorio Albarracín!, grité


apenas llegué. Todos en el pueblo hablan de él, ¡capaz venga y nos corte
la cabeza! Luego de una risa prolongada, papá explica que solo gusta
cortar cabezas del enemigo y a los niños que se portan mal. Estaba
asustado mientras que mi padre no dejaba de reír, pórtate bien que
puede rondar por nuestro pueblo, sentenció, causándome un susto
tremendo.

Tenía que ser cauteloso, hacer cosas buenas y obedecer a papá eran mi
primera línea de defensa, contra este gigante que gusta arrancar
cabezas, la mía era pequeña por lo que un cuchillo basta para sacármela
del cuerpo. Me sentía una presa fácil.

Sin embargo, los juegos hacen olvidar estos malos momentos y por no
quedar en el olvido siendo un simple soldadito, afirmo ser nuevamente
Gregorio Albarracín, el terrible Centauro de las Vilcas, nombre que causa
terror en mis amigos, haciéndome de una posición importante en el
juego.

¡Yo soy el Centauro de las Vilcas!, exclamaba. Admito que al principio


me provocó miedo decirlo, pero al ver el asombro de la gente al gritar
que yo era Gregorio Albarracín me causó placer, como si tuviera
poderes. Algunos vecinos me preguntaban entre risas si yo era
verdaderamente el jinete fantasma, interrogante que respondía con mi
afilada espada que no era más que un simple palo de madera, que ¡sí!

Pasaron los días y tanto exclamé ser el temible centauro, que un día
jugando como siempre a ser un defensor del Perú, el jinete fantasma
llega al pueblo, generando el más grande de los respetos y una profunda
admiración. Mientras que muchos vecinos optaban por hacer reverencias
y descubrirse la cabeza ante un defensor del Perú, que había participado
incluso en el Combate del 2 de Mayo frente a España, yo seguía en lo
mío gritándole a la gente y a mis amigos que era el Centauro de las
Vilcas.

¿Así que tú eres el temible Centauro de las Vilcas, el monstruo mitad


hombre y mitad animal?, me preguntó un señor montado en su caballo,
con pronunciada barba y de gran estatura. ¡Así es señor!, le respondí en
el acto. ¿Y dónde está tu mitad caballo?, continuó. No sabía que decir y
lo único que se me ocurrió fue: ¡La olvidé en casa, señor!, respuesta que
le generó al caballero una prolongada risa. ¿Y dónde está tu sable con el
cortas la cabeza al enemigo?, preguntó. Y enseñando el palo de madera
respondí, ¡aquí está!
El longevo señor continúa con su risa mientras desenvaina un enorme
sable que era incluso más grande que yo. ¡Esto es un sable!, me dijo y
con esto yo corto la cabeza del enemigo, explicó. En ese momento
recordé lo que me dijo mi padre, sobre que Albarracín gustaba decapitar
al enemigo y a los niños que se portaban mal. Me tomo el cuello en
señal de pánico, no había dudas, este señor era el Centauro de las
Vilcas. Sin embargo, no era mitad animal, andaba en un enorme caballo,
si bien es cierto, este señor era de tamaño gigantesco no era un
centauro, era un viejo que podía ser mi abuelo.

Pese a no ser mitad animal su sable era aterrador, el hecho de ver el


arma pasar cerca de mí me hizo pensar que sería el fin de mis días, pese
a haberme portado bien. Este es un sable que le arrebaté a un chileno
en la Batalla del Alto de Alianza, me dijo y con este mismo sable le corté
la cabeza, explicó levantando la voz. En ese momento no sentí lástima
por el chileno, total ya estaba muerto, era mi vida la que me
preocupaba. He oído que hay en el pueblo un muchachito que dice ser
Gregorio Albarracín, ¡de manera que eras tú! ¿Sabes lo que hago cuando
alguien se quiere pasar de vivo e intenta jugar con mi nombre?, me dijo
mientras apuntaba el enorme sable que le había quitado al chileno hacia
mi cuello.

En ese momento cuando estuve a punto de botar una lágrima del susto
le dije: ¿me va a cortar la cabeza, señor? ¿Tú qué crees?, me preguntó.
Creo que si me deja vivir cuando crezca le puedo ser muy útil en la
defensa del Perú, le comenté. Gregorio Albarracín se baja del caballo y
con una tierna sonrisa me toma del hombro y me dice, seguro que sí.

Asegúrate de creer en tus palabras y defender al Perú hasta con la vida


y cuando llegue ese momento enfrenta la guerra con esto. No lo podía
creer, el Centauro de las Vilcas me estaba dando el enorme sable.
¿Pesa?, me preguntó, demasiado señor, le respondí. ¡Consérvalo! Y
cuando deje de ser pesado no dudes en seguirme, pues habrá un puesto
para ti.
Gracias señor, le dije mientras le estrechaba la mano. El jinete fantasma
vuelve a su caballo y me dice: ¡Nos veremos algún día, Centauro de las
Vilcas!, y mientras el caballo se erguía colocándose en dos patas
mostrando su belleza y enorme tamaño, Albarracín desaparece con
fuerte galope.

Al terminar de despedirlo miro el sable que me regaló, ante el asombro


de mis amigos quienes se iban acercando, voy a casa con una
inolvidable sonrisa porque sobreviví a un encuentro con el Centauro de
las Vilcas, debí demorarme porque el sable era pesado y lo arrastraba
por todo el camino, estoy seguro que lo volveré a ver cuando pueda
levantarlo y poner su filo al viento con una sola mano…

Colaboración: Instituto de Estudios históricos del Pacífico

Bibliografía: “Albarracín. El Centauro de las Vilcas”, Francisco Antonio


Vargas Vaca

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