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Causas de una guerra que dio origen al

mundo de hoy
Varios de los factores que desataron la Primera Guerra se
remontan a los inicios del siglo XIX.
Por:  ARCESIO FONSEKA | 

Artículo publicado por el diario El Tiempo el 26 de julio de 2014

El 28 de junio de 1914, un joven nacionalista bosnio llamado Gavrilo Princip mató en


Sarajevo al heredero de la corona del Imperio Austrohúngaro, el archiduque Francisco
Fernando de Habsburgo, quien iba en una procesión por la ciudad con su esposa, Sofía
Chotek. Varios miembros del grupo radical Joven Bosnia acechaban el cortejo ese día, cada
uno con un revólver, una granada, y una cápsula de cianuro para ingerirla cuando el plan se
hubiera consumado.

Pero solo Gavrilo Princip pudo hacerlo, casi por casualidad: por una fatal coincidencia,
cuando el carro en el que iban Francisco Fernando y Sofía camino del hospital para ver a su
edecán, se desvió de la ruta. Entonces quedó justo enfrente de la cafetería en que estaba el
asesino, quien, sin pensarlo, tiró dos veces del gatillo: la primera bala atravesó el vientre de
la archiduquesa; la segunda, el cuello del archiduque.

Muchos libros de historia suelen coincidir en que el atentado en Sarajevo fue el punto de
partida de la Primera Guerra Mundial. Y sin duda lo fue, más bien como un pretexto y un
detonante. Como la desembocadura de los conflictos latentes que estaban por estallar en
Europa justo en ese preciso momento de la historia, todos al mismo tiempo, y como un
símbolo de lo que estaba muriendo con el siglo XIX y lo que estaba fraguando el incierto y
turbulento siglo XX.

Es evidente que una sola muerte, por trágica que sea y por célebre que resulte su
protagonista, no puede causar una guerra, y menos una guerra mundial. Y cuando eso pasa
es porque debajo, en el subsuelo histórico, los factores de dicho conflicto estaban dados, ya
se habían consumado en un lento y a veces imperceptible proceso de larga duración en el
que al final los hechos no son sino eso: válvulas de escape, pretextos para que ocurra lo que
ocurrió.

Ese es el sentido que tiene la muerte de Francisco Fernando en Sarajevo: con ella, con el
largo mes de tensiones diplomáticas y políticas que le sobrevino en las cancillerías de
Europa, empieza una guerra cuyas causas más lejanas podrían remontarse casi hasta el siglo
XVI, o por lo menos hasta el Congreso de Viena, a principios del siglo XIX, cuando los
damnificados de Napoleón se reunieron para tratar de resarcirse y para sentar las bases de la
nueva Europa: una Europa que no les salió bien y en la que la paz se hizo cada vez más
esquiva y frágil.

Varias fueron, en el mediano plazo, las causas de la Gran Guerra. Por un lado, la compleja
situación en la península de los Balcanes, donde el nacionalismo –sobre todo el
nacionalismo paneslávico, con Rusia como su gran inspiradora– era un proyecto político
cada vez más beligerante y agresivo, con cuyas banderas fue expulsado de la región el
Imperio Otomano, que, mal que bien, había logrado ser allí el fiel de la balanza durante más
de tres siglos.

La situación se recrudeció cuando en 1878, en el congreso de Berlín y como consecuencia


de la guerra ruso-turca, el Imperio Austrohúngaro ocupó de facto Bosnia-Herzegovina, con
argumentos que pretendían ser altruistas –de ahí la figura del ‘protectorado’–, pero que eran
parte del juego de las grandes potencias europeas, que buscaban hacer leña el imperio turco,
pero neutralizar la influencia de Rusia en la región.

En octubre de 1908, y después de que Bulgaria declarara su independencia de los turcos, el


Imperio Austrohúngaro decidió anexionarse Bosnia-Herzegovina, lo que enfureció aún más
a los nacionalistas bosnios y serbios, que veían a los austriacos como unos usurpadores.
Podría decirse que seis años antes empezó a planearse el asesinato del archiduque
Francisco. Allí comenzó también la Primera Guerra Mundial.

Pero si en los Balcanes llovía, en el resto de Europa no escampaba. Sobre todo por el
apetito imperialista del káiser Guillermo II de Alemania, que había logrado lo impensable:
que Inglaterra, Rusia y Francia –asilada por la diplomacia de Bismarck desde 1871– se
unieran para hacerle frente a ese poder amenazante que depredaba el frágil equilibrio de las
potencias. Quedaban así establecidos los dos bandos de la confrontación inminente: la
Triple Entente contra los Poderes Centrales.

Para nadie era un secreto que Francia necesitaba recuperar lo que había perdido en la guerra
franco-prusiana (julio de 1870 a mayo de 1871): el honor perdido, y también la Alsacia y la
Lorena. Mientras, Inglaterra velaba por sus intereses en el mundo entero, y Europa ardía
por todas sus esquinas: en el mar de Mármara, donde los irredentistas balcánicos libraban
sus últimas batallas contra los otomanos; en Agadir, donde la Gran Guerra casi empieza
tres años antes.

Londres, París y Moscú contra Berlín y Viena: el mundo era un dramático hervidero de
disputas coloniales y de transformaciones económicas y tecnológicas. Conflictos en el
Mediterráneo, en el mar del Norte, en los Dardanelos. La cercanía de una guerra que estalló
cuando un fanático bosnio le disparó a Francisco Fernando, pero que había empezado
mucho antes.

En Viena no tenían duda: ese atentado no era un hecho aislado ni el capricho de un loco.
Ese era un atentado contra el imperio. Era el final del siglo XIX, de la historia. Un largo y
vano mes, después de Sarajevo, duraron los políticos agotando los cauces de la diplomacia
para impedir lo inevitable. Luego llegó la hora de los soldados. El 28 de julio Austria le
declaró la guerra a Serbia, sin que le importara la advertencia rusa de que si eso pasaba,
Moscú tendría que intervenir. Y si Moscú intervenía, también lo haría Berlín, en defensa de
Viena. Luego París, luego Londres.

Así comenzó una guerra cuya mayor consecuencia, hasta hoy, es el mundo en que vivimos.

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