Anecdotario.net (Selección 2017-2018) Los difuntos Por José Joaquín López
Una noche de cervezas surgió la idea de organizar
nuestros funerales en vida. Cada uno, por turnos, iba a tener su propio funeral. Se invitaría gente, habría un ataúd y se hablaría de todo lo bueno que era el difunto y de lo mucho que se le iba a extrañar. Todo sería como en cualquier funeral, salvo que en este caso el difunto iba a estar vivo. No sé a quién se le ocurrió la idea, pero todos estuvimos de acuerdo y brindamos por eso. Éramos jóvenes y chingones y con la excusa del funeral nos reuniríamos el último viernes de cada mes para celebrar nuestros funerales. Yo pensé que era una de esas tantas bromas que se hacen entre amigos y que nunca llegan a realizarse, pero un día me llamó Carlos para anunciarme que yo sería el primer difunto.
Éramos un grupo de cinco universitarios, todos
menores de veinte años. Como todos los jóvenes, íbamos a conquistar el mundo. Nos reuníamos a tomar cerveza con cualquier excusa. A veces éramos más, pero siempre considerábamos a los otros como visitantes. Nuestras familias y novias se conocían. A veces, cuando había dinero, íbamos a bares y a clubes de estrípers. Nos habíamos hecho amigos en el bachillerato. Carlos estudiaba derecho, igual que Luis. Los demás estudiábamos ingeniería. Alberto, química; Juan, civil; y yo, industrial. Nunca fuimos muy aplicados que digamos, pero íbamos pasando cursos.
Carlos y yo ya habíamos conseguido trabajo. A los
demás los sostenían todavía sus papás. El que más se preocupaba de mantener al grupo unido era Alberto, a quien todos llamábamos para saber cuándo y dónde sería la próxima reunión. Él organizaba todo y decidía quién se encargaría de la comida, quién de la cerveza, quién pondría la casa. Durante algún tiempo intentamos ser una banda de rock, pero no éramos tan buenos músicos que digamos. Eso sí, el par de conciertos que dimos los llenamos con todos nuestros amigos y familia. Juan era el músico, siempre sacaba la guitarra y se sabía todas las canciones. Cantaba genial. Aún hoy creo que toca en una banda de rock. Fue una noche de enero que surgió la idea de los funerales. Sonaba divertido ir a tu propio funeral. Esa noche, recuerdo bien, hubo una pelea entre Juan y Luis, éste último andaba colgado de una su novia que estaba bien buena. Juan, ya borracho, le dijo que su novia estaba rica. Luis se enfureció y empezó a golpearlo antes de que reaccionáramos. Los separamos, se calmaron y Luis hasta terminó pidiéndole disculpas a Juan. No me acuerdo si antes o después de la pelea fue que hablamos de lo de los funerales.
La idea era olvidarse de que la muerte era triste y
además tener una excusa para pasársela bien. Lo peor de todo, decía Carlos, es que en las funerarias siempre se cuentan chistes y el difunto no se puede ya reír. Alberto dijo que tenía un tío que tenía funeraria y que podía ver lo de conseguir un ataúd. Acordamos que se invitaría a las novias, amigos y familia que quisieran participar en la broma. Luis haría el acta de defunción. Juan iba a prestar una de las casas de su papá que estaba vacía y no conseguía inquilinos. Yo me encargaría crear el evento en las redes sociales y promocionar el funeral entre nuestros conocidos.
A pesar de todo lo que se habló yo pensé que
nunca lo haríamos. Estaba bien como broma, pero llevarlo a la realidad era un poco tétrico, pensaba. A la siguiente reunión yo no llegué pero los demás siguieron con la idea y sortearon los turnos. Dicen que me llamaron al celular, pero yo no recuerdo haber tenido ninguna llamada perdida. Así que al día siguiente Carlos fue el encargado de notificarme que yo sería el primer difunto. Después seguía él, luego Juan, después Luis y por último Alberto. Yo pensé al principio que Carlos bromeaba, pero después llamé a Alberto y me confirmó que sí haríamos los funerales, pero que si después del primero no nos gustaba la cosa ya no continuaríamos con los demás.
Yo debía vestir adecuadamente para la ocasión. El
único tacuche que tenía en ese tiempo lo usé para mi funeral en vida. En cuanto a la organización no debía preocuparme mucho, sólo debía colaborar con algo de dinero para la cerveza y la comida. Eso sí, debía invitar por las redes sociales de internet para que la gente fuera a mi funeral. Hubo un par de gentes que lo consideraron macabro, una tía me llamó para preguntarme si estaba bien, si acaso quería suicidarme. No tía, contesté, sólo es mi funeral en vida. Colgó el teléfono como si le hubiera hablado un espanto. En casa a mi mamá le pareció una idea de mal gusto y me dijo que en lugar de estar haciendo tonteras mejor fuera a la iglesia. Mi papá, más divertido, sólo me aconsejó no beber demasiado para no morirme de verdad.
Llegada la noche del funeral yo estaba un poco
nervioso. De alguna manera yo iba a ser el centro de atención y eso me incomodaba un poco. El carro funerario, prestado por la funeraria del tío de Alberto, llegó a casa a las ocho de la noche. Los muchachos me mostraron el ataúd en donde sería llevado. Debo admitir que me provocó escalofrío, pero logré disimular y seguir el juego. Me metí al ataúd y me trasladaron al carro funerario. Yo sentí sofocarme cuando cerraron la puerta de la caja. Pero luego pensé en que era sólo una broma y, que en todo caso, cuando me tocara de verdad, yo ni me iba a enterar.
Logré deshacerme de mis miedos y al llegar a la
fiesta fúnebre fui ovacionado. Había habido una buena convocatoria, casi todos los compañeros del colegio y de la universidad estaban por ahí. Algunos más creo que por la curiosidad de la broma que porque tuvieran algún tipo de aprecio por mí. Habían preparado un repertorio musical con toda la música que me gustaba, mi novia pronunció un discurso tan sentido que hizo llorar a las mujeres del salón. Me emocionó mucho escucharla. Un año después se estaría casando con otro.
Los amigos del grupo fueron pasando al micrófono
y contaron anécdotas de nuestra vida juntos. Yo estaba acostado en el ataúd con la tapa superior abierta para que pudiera escuchar a todos. Quise sentarme, pero me lo impidieron. Alberto recordó la primera vez que nos emborrachamos. Luis me agradeció haberlo alojado en mi casa cuando la suya se quemó. Carlos se recordó la vez que lo ayudé a estudiar matemáticas, casi todo un diciembre, para que pudiera ganar su retrasada. Juan estaba muy agradecido conmigo porque fui el único que lo acompañó, a las tres de la mañana, a dar serenata a su exnovia que al otro día se casaría con otro tipo. Todos recordaron buenos momentos, y al final de cada discurso, cada orador invitaba al brindis respectivo.
Hablaron también un par de primos y algunos
amigos. Me enteré de que una amiga había estado enamorada de mí durante algún tiempo; ella misma lo admitió. Se acercó al ataúd y me estampó un beso en los labios, ante la celosa mirada de mi novia. Al final de los panegíricos hubo un acto religioso. Por supuesto no había cura real, era uno de mis amigos del colegio el que se había prestado para disfrazarse y decir algo. Bendijo a todo mundo y contó algunos chistes de Pepito sobre la muerte. Todo mundo rió de buena gana. Después de todo esto me permitieron salir del ataúd e inició la verdadera fiesta, que duró hasta el amanecer.
El siguiente turno fue el de Carlos, a cuyo funeral
incluso asistió su familia. La familia de Carlos era particular, todos eran bromistas. El propio Carlos era el más serio y eso era ya mucho decir. Su funeral fue el más alegre y parecía más un concurso de chistes. A todos nos dolió el estómago de tanto reírnos. Esa vez fue tanta la algarabía que se rompió en dos el ataúd cuando un par de sus primas se subió en él para bailar mientras todos gritábamos mucha ropa. Lo pagamos entre todos.
Los funerales de Juan y Luis no los recuerdo con
tanto detalle. El de Juan fue amenizado por un grupo de rock en el que Juan era el cantante. Fue más una fiesta normal que un funeral bromista como los anteriores. En el de Luis la nota destacada fue que su mamá pronunció el primer discurso y lloró sentidamente. La señora sabía hablar en público y emocionar a la audiencia. El mismo Luis salió del ataúd y la abrazó, ante el aplauso de todos.
El funeral que nunca se llevó a cabo fue el de
Alberto. Nos habíamos preparado mejor que para todos los demás, porque aparte de ser el último, Alberto era una gran persona, el alma del grupo. Todos habíamos preparado un buen discurso. Habíamos planificado todo para que fuera una gran fiesta, habrían muchos invitados, música en vivo, mucha comida y por supuesto, mucho alcohol. Hicimos que más gente participara en la preparación y hasta íbamos a cobrar entrada. Sin embargo, un par de días antes de la fiesta fúnebre, Alberto tuvo un accidente. Murió su papá y un hermano. Alberto pasó internado en el hospital durante una semana.
Lo visitamos en el hospital todos los días. Como
era joven y tenía buena salud, se recuperó más rápido de lo que habían predicho los médicos. Cuando por fin pudo hablarnos, nos contó que vio el túnel que dicen los que han estado a punto de morir. Nos pidió que nos olvidáramos para siempre de nuestra broma funeraria. No era bueno burlarse de la muerte, nos dijo. Coincidimos con él.
Tiempo después le envié por correo electrónico el
discurso que yo iba a pronunciar. Nunca me respondió. A raíz del accidente se alejó del grupo. Como Alberto era el alma del grupo, los demás también nos fuimos dispersando y espaciando las reuniones, hasta que pasó tanto tiempo que perdimos contacto. Con el único que me encontrado un par de veces es con Carlos, pero nos saludamos como evitándonos, como si al entrar otra vez en contacto amistoso, pudiéramos provocar otra tragedia. La vecina Por José Joaquín López
Tenía poco tiempo de haberme mudado al barrio
cuando se pasó a vivir a la par de mi casa una mujer que alborotó al vecindario entero. Yo tenía quince años. Mis papás trabajaban todo el día, y por las tardes, al regresar del colegio, me tocaba cuidar a mi hermana de seis años. Yo vi cuando el camión de mudanzas bajaba las cosas de la vecina una tarde de abril. La primera vez que la vi estaba de espaldas y aproveché para ver el cuerpazo que tenía. Cuando se volteó vi a la mujer más hermosa que había visto en mi vida. Tenía un lindo cabello negro, liso, brillante, como comercial de shampú de la tele.
Llevaba una tele grandota, muebles grandes y un
montón de ropa. Cuando me vio allí parado me pidió que le ayudara a bajar algunas cosas, me guiñó el ojo y me dijo guapo. Le ayudé a bajar los muebles de sala y comedor. Me dijo que se llamaba Clarissa. Era linda. Yo me enamoré como un idiota al instante. Al día siguiente de su traslado vi que llegaron varios carros a distinta hora, se estacionaban frente a la casa y luego de una o dos horas se iban. Cada vez que me la encontraba en la calle, la vecina me saludaba con una hermosa sonrisa que me dejaba babeando.
Después de hacer las tareas a veces me quedaba
sin qué hacer. En una de tantas tardes dejé a mi hermanita viendo tele, salí al patio y de intención tiré una pelota plástica al techo para tener la excusa de subirme. Subí para ver si la vecina andaba por ahí. Hacía una tarde soleada, ella estaba en el jardín, recostada en una silla de playa con un biquini rojo como única vestimenta. Su bronceado era perfecto. Yo me olvidé de buscar la pelota y de todo el mundo que me rodeaba. No sé si se dio cuenta de que la estaba viendo, pero en eso sonó su celular y ella corrió adentro a responder. Sus pechos rebotaban y mis ojos con ellos cuando echó la carrera por el teléfono. Corrí al baño a encerrarme.
De los carros que se estacionaban frente a su casa
bajaban sólo hombres, generalmente ejecutivos. Casi siempre llegaban por la tarde, aunque no era raro que llegaran por la mañana y por la noche. Yo me subía todas las tardes al techo para ver si veía algo. A veces la encontraba barriendo el patio y me saludaba siempre de buen humor. Por lo regular andaba por la casa con shorts y en sandalias. Siempre era un espectáculo verla y siempre terminaba yo encerrado en el baño.
A mi mamá le molestaba la presencia de la vecina.
Una vez que me sorprendió saludándola en la calle, me prohibió dirigirle la palabra a esa mujerzuela. Fue la primera vez que escuché esa palabra, hasta me dio risa. Casi me gano una cachetada de mi mamá. Sin embargo, por las tardes yo siempre subía al techo y si ella andaba por ahí, saludaba a la bella Clarissa. Una vez que fui a la tienda con mi hermanita le compró un bombón a ella y un tortrix a mí. Se portaba buena onda conmigo.
Cuando Clarissa se paseaba por las calles del
barrio no había alma masculina que no la volteara a ver. Pero a todos los tenían sentenciados sus mujeres y pocos se atrevían a saludarla, por lo menos al principio. En una sesión del comité de vecinos varias mujeres se quejaron de su presencia, pero Clarissa era de las que siempre pagaba puntual las cuotas del mantenimiento y la vigilancia, y además, los directivos del comité eran todos hombres. Los directivos, para calmar a las vecinas airadas, prometieron hablar con mi vecina, cosa que por supuesto no hicieron.
Por las tardes yo subía al techo siempre con la
esperanza de una sonrisa y su saludo. No siempre tenía suerte porque salía o tenía visitas. Una de tantas tardes, sin embargo, la vi llorando mientras barría el patio. Al verme, en medio de sus lágrimas, me saludó con una sonrisa.
—¿Por qué no bajás un ratito? —me dijo, de
repente.
Mi corazón empezó a latir a toda velocidad y
apenas atiné a preguntarle qué le pasaba.
—Bajá y te cuento.
Yo bajé lo más rápido que pude. Muchas veces
había visto por dónde me podía bajar si alguna vez se me daba la oportunidad, así que no fue difícil. Me hizo pasar a su sala y me sirvió una cocacola. Me preguntó por mi hermanita y mis papás, por el colegio. Se sentó a la par mía en el sofá. Ya entrados un poco en confianza, me contó por qué lloraba.
—Mi novio me dejó, por eso lloro —dijo
suspirando—. Como te vi ahí, tan lindo como siempre, pensé en que bajaras un rato para no sentirme sola.
—Ah —dije yo, apenas con suficiente fuerza para
ser escuchado.
—La gente no me quiere porque soy amable con
los hombres. Pero vos no sos como la gente, sos lindo.
Se acercó a mí y me repetía sos lindo, muy lindo.
Mi corazón latía a mil por hora. Me empezó a besar y a quitarme la ropa.
—Yo, yo…, no tengo condón —dije, casi sin voz,
suplicando.
—No tengás pena, yo tengo, corazón.
Al volver a casa yo me sentía supermán. Me
conecté a internet y empecé a chatear con el Manolo, el primer cuate que vi conectado. Le conté todo, aumentando un poco la hazaña. Ya antes les había pasado a mis cuates fotos de Clarissa tomadas con el celular y al contarle todo al Manolo, prefirió llamarme al teléfono de la casa para que le contara todos los detalles. Sos mi ídolo, me dijo, no lo puedo creer.
Durante las siguientes dos semanas, todas las
tardes, sin falta, subí al techo de la casa pero no la ví. Veía los carros de siempre, el movimiento de siempre. La vi algunas veces por la calle y me saludaba como siempre, pero si intentaba acercarme, me decía ahora no, corazón. Seguí subiendo al techo, como un ritual religioso, todas las tardes, a la misma hora, mientras mi hermanita veía las caricaturas. Al fin, una tarde se asomó.
—Bajá, corazón.
Fueron el par de palabras que más me habían
alegrado en toda la vida. Bajé tan rápido como pude y me puse a las órdenes.
—Me voy de aquí, corazón. Sólo quiero despedirte
como se debe.
Fue muy cariñosa conmigo. Cuando me dijo que al
otro día se iba del vecindario, yo lloré. Ella lloró. Me dijo que sólo quería que alguien la extrañara, que alguien la recordara si no para siempre, que por lo menos se recordara de ella de vez en cuando. Me empezó a besar y a decir que era lindo.
Al otro día llegó el camión de mudanzas. Yo le
ayudé a subir los muebles y a dejar limpia la casa. Me dijo que se iba a casar con tipo viejo que tenía mucho dinero. Que un día de estos pasaría por el vecindario y me invitaría a tomar una cocacola. Me despidió con un beso en los labios y se subió a su carro. Fue la última vez que la vi. Miré al camión de mudanzas ir tras el carro de ella. Yo me quedé en la calle hasta que dejé de escuchar el ruido del motor de su carro. Me senté en la acera, cabizbajo, triste. No sentí que estaba lloviendo hasta que mi hermanita salió y me llamó para adentro. El héroe Por José Joaquín López
Un día yo regresaba de la oficina en mi carro e iba
por una avenida muy transitada cuando vi por la ventanilla a un hombre que asaltaba a una muchacha. Me encolericé y a pesar del tráfico me bajé y fui hasta donde estaba el tipo, le di una trompada, le quité la pistola y le devolví la bolsa a la muchacha. Lo hice tan rápido que el asaltante cayó al suelo y se quedó unos segundos sorprendido, como en shock. Después se levantó y salió corriendo. Yo regresé al carro y seguí mi ruta.
La sorprendida mujer apenas me sonrió; estaba
temblando del susto. Se las habrá arreglado después como pudo, porque yo no me iba a quedar a asistirla, ya había hecho bastante. Aquel día regresé a casa tranquilo y satisfecho, y repasé mentalmente lo que había pasado y lo que había hecho. Pensé en que no era tan difícil hacer ese trabajo y que cada vez que hubiera algún ladronzuelo al que pudiera someter iba a entrar en acción. Sería una especie de superhéroe menor. Sin embargo, aunque pareciera que los ladrones abundan en esta ciudad, pasaron dos semanas antes de que pudiese entrar en acción de nuevo. Caminaba al mediodía para ir a almorzar a un lugar cerca de la oficina, cuando escuché un grito y luego un tipo corriendo, con una mochila. Alguien gritó ¡ladrón! y yo fui corriendo tras él. Lo alcancé, y me barrí cual futbolista tacleador y el tipo cayó dando una voltereta muy peculiar en el aire. Le di una patada en la cara, agarré la mochila y se la dí al muchacho que había gritado. Antes revisé el contenido y le hice preguntas, para ver si él realmente era el dueño. Luego me fui a almorzar.
Se supone que después de acciones como esta los
niveles de adrenalina suben un montón y debería pasar algún tiempo antes de recobrar el estado normal. No sucedía así en estos casos, y salvo la agitación por el esfuerzo físico, no habían más secuelas. Nadie en la oficina notó agitación en mi comportamiento; se enteraron al día siguiente. Un par de muchachas que nunca me habían prestado mucha atención me invitaron a almorzar. El tercer caso en el que me desempeñé como superhéroe menor fue en un asalto a un banco. Creo que me extralimité, pero me dejé llevar por el ímpetu. Eran tres tipos. Al que apuntaba al cajero lo sometí de un codazo en la sien y afortunadamente era el único que tenía arma. Los otros dos salieron corriendo, pero los agentes de seguridad del banco los alcanzaron. Luego llegó la policía y se los llevaron. El gerente del banco me pagó el almuerzo y me ofreció abrir una cuenta, pero ya tenía una y no me interesaba otra.
A raíz de estos tres incidentes mi fama en el área
cercana a la oficina creció. Nunca tuve tanta suerte con las mujeres ni tanta consideración de parte de mi jefe. El dueño de la empresa solía referirse a mí como “nuestro héroe”. La gente agregó otras aventuras que no tuve, algunos pensaban que yo había sido militar o policía o que era un agente encubierto. Otros decían que yo había sido narcotraficante entrenado por los zetas.
En un par de ocasiones más reduje a otros
asaltantes, pero no recuerdo que hayan sido memorables. Lo cierto es que mi fama no dejó de crecer y no faltó quien me ofreciera pelea, aunque fuera sólo por joder. Un club de apostadores clandestino me contactó para que peleara por las noches en un parqueo privado, pero no les hice caso. Me ofrecieron un buen dinero, pero lo mío nunca fueron las peleas.
Me hablaron dos empresas de seguridad privada
para asesorarlos, me citaron en la policía, me quisieron entrevistar en dos diarios, una radio y un noticiero de televisión. A todo dije que no, no porque yo sea modesto, sino porque todo eso me parecía pérdida de tiempo y no me interesaba.
Pero como todo lo que sube tiene que bajar, llegó
el día en que mi exitosa carrera como superhéroe menor sufriría una debacle. Era un asalto común y corriente perpetrado por un carterista cualquiera que con cuchillo en mano y palabras soeces le pedía la bolsa a una señorita. Me acerqué e iba a hacer mi trabajo cuando me di cuenta de que era el hermano menor de un amigo y vecino mío. A ese muchacho yo lo había conocido desde que él era un niño, e incluso habíamos jugado al fútbol con él. Me quedé petrificado y él al darse cuenta quién era yo, tiró la bolsa al suelo y salió corriendo. Yo seguí entonces mi camino hacia la oficina, puesto que regresaba de almorzar. Me entristeció mucho ver al chavo haciendo eso, y después me enteré que había huido de su casa y tenía problemas de drogas.
La gente que había visto la escena esparció el
rumor de que yo no me había enfrentado al ladrón y que había sufrido un ataque de pánico. Que me había acobardado, que no era el valiente héroe que todos habían conocido. El rumor fue degenerando hasta escucharse en las últimas versiones que el ladrón me había sometido e incluso me había robado a mí. Se acabó mi éxito con el sexo femenino, la estima de mi jefe y el respeto de mis compañeros. Ya no me saludaba tanta gente en la calle, ya no me buscaron más medios ni hubo más invitaciones a almorzar. Mi fama se había acabado.
La situación llegó a tal punto que tuve que darme
de golpes con un compañero de oficina. No me había enterado de que me tuvieran envidia o estuvieran celosos de mi fama, así que la única manera de acabar eso era con una pelea, que por supuesto gané. Un viernes después de terminar el trabajo nos dimos unos buenos puñetazos en el parqueo del edificio. Nos suspendieron a los dos una semana sin goce de sueldo y el compañero perdedor renunció, pero no se despidió de mí con rencor ni nada, sólo insinuó que yo había tenido suerte.
Después de esa pelea la situación volvió a ser
normal. Eso sí, nadie se mete conmigo. Desde entonces he evitado un asalto a un bus, derrotado a un par de carteristas e hice caer a un ladrón en moto. La gente de alrededor de la oficina parece ya no prestarme tanta atención. Sigo siendo un superhéroe menor, pero sin fama.
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