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sobre el modo
de fundar las sentencias41
“Fatuus est judex qui causam in sententiae expresserit utpote qui eam exprimendo
viam aperiat suae impugnandae sententiae”.
No nos detendremos, pues, a probar lo que en el día está reconocido, como una
axioma de la ciencia social, hasta en los países monárquicos.
Pero se cumple imperfectamente con esta garantía, y en realidad se elude,
cuando no aparecen en la sentencia los fundamentos, no sólo de la resolución
principal, sino de los varios puntos decididos en ella, y que le sirven de anteceden-
tes y premisas. Supongamos que se discute una cuestión de retracto, legítima en sí
misma, y que sólo se duda sobre si es admisible la acción por haber expirado o no
los nueve días fatales. Figurémonos que el contrato de venta se hubiese celebrado
el 1 de abril por la tarde, y se hubiese intentado la acción el 10 de abril al medio-
día. Contando los días de momento a momento, como quieren algunos, habría
recurrido el retrayente en tiempo hábil; contando los días naturales e incluyendo
en ellos el del contrato y el de la demanda, como sostienen otros, hubiera sido lo
contrario. Para fallar sobre la prescripción tendrá el tribunal que elegir entre los
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Este artículo se publicó en El Araucano, N° 1.138, Santiago, 26 de septiembre de 1850, con el
título de Legislación, en la sección “Variedades”. Incluido en Obras completas, tomo xviii, pp. 658-667.
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varios modos de contar los días, punto cardinal que arrastra la resolución defini-
tiva: y la elección no puede ser arbitraria; debe precisamente apoyarse en algún
fundamento jurídico. ¿De qué serviría, pues, que la sentencia, admitiendo o recha-
zando la acción, se ciñese a citar la ley que la limita a nueve días fatales, pasando
en silencio las razones que hubiesen ocurrido al tribunal para contar esos días de
un modo u otro, que era la cuestión capital? Semejante sentencia no haría más
que cumplir aparentemente con una de las más indispensables garantías de la recta
administración de justicia.
El proyecto de que se trata, tiene más extensión de la que se manifiesta en su tí-
tulo, porque, fijando las reglas a que debe ajustarse el juzgamiento para que pueda
fundarse debidamente, traza en realidad la marcha lógica que debe seguirse en él
para asegurar la rectitud del fallo, y para que, pronunciado por un tribunal, exprese
en todas sus partes la decisión de la mayoría. Este es un punto de la más grave importan-
cia, como será fácil probarlo con un ejemplo. En toda especie, están precisamente
ligados el hecho y el derecho; a veces es cuestionable el hecho, a veces el derecho,
a veces uno y otro. Supongamos que en una judicatura de cinco miembros, A y B
reconocen el hecho, pero no admiten el derecho; C y D, al contrario, juzgan que el
derecho es incontrovertible, pero que el hecho no está suficientemente probado; F
opina que ni el hecho ni el derecho admiten disputa. Fallándose en globo sobre el
mérito de la demanda, la desechará el tribunal por cuatro votos contra uno solo.
Pero ¿cómo fundará la sentencia? ¿Dirá que no está probado el hecho? A, B y F,
que hacen la mayoría, son de opinión contraria. ¿Dirá que, admitido el hecho, no
se sigue el derecho? C, D y F, que hacen también mayoría, sostienen que, supuesto
el hecho, es indubitable el derecho. ¿Qué fundamento podrá, pues, expresarse, a
que la mayoría del tribunal suscriba? Por otra parte, rechazando la demanda se
cometería una flagrante injusticia, una vez que el demandante, en el concepto de
la mayoría ha probado suficientemente el hecho, y además, en el concepto de la
mayoría, admitido el hecho, es una consecuencia necesaria el derecho.
No se objete que la mayoría que resuelve afirmativamente el primer punto,
es distinta de la mayoría que resuelve de la misma manera el segundo. La voz
de toda mayoría del tribunal es la voz del tribunal. El tribunal es un ser jurídico,
indivisible, distinto de los miembros que lo componen, considerados en su capa-
cidad individual. Lo mismo sucede en todas las demás corporaciones. En la más
augusta de todas, el Congreso, la Cámara que hoy acepta el artículo primero de un
proyecto de ley, puede ser de diferente composición que la que mañana acepta el
segundo; y aun en una misma sesión, podrá suceder, y sucede a menudo, que los
varios artículos sean aprobados por diferentes combinaciones de miembros; y sin
embargo, los artículos todos se mirarán como dictados por una autoridad siempre
idéntica consigo misma. La individualidad de los miembros desaparece en el pro-
nunciamiento de la mayoría, que es el pronunciamiento del cuerpo.
Un juicio complejo es verdaderamente un conjunto de juicios; y a ningún
miembro de un tribunal puede ser permitido emitir un juicio complejo, en que entra
un juicio parcial que la mayoría del tribunal rechaza, ni dejar de admitir un ante
cedente, un principio, que el tribunal, representado por la mayoría, ha hecho suyo.
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Son muchas las causas que presentan una cuestión compleja; y el arbitrio de
fijar y resolver separadamente las cuestiones particulares que ella envuelve, es de
absoluta necesidad, no sólo para que pueda fundarse el juzgamiento, y para que el
fallo de un tribunal se ajuste, en todas sus partes, a la decisión de la mayoría, sino
para evitar las dispersiones de votos, que obligan a llamar jueces de afuera; recurso
defectuosísimo que muchas veces agravará el mal en vez de remediarlo. Porque, si
se dispersan los votos en una corporación de cuatro o cinco vocales, ¿cuánto más
no será de temer que suceda lo mismo en un cuerpo que se componga de nueve,
once, quince o más personas? Casos se han visto en que, perdido el tribunal en un
laberinto de discordancias y dispersiones que se multiplicaban con el número de
sus miembros, los litigantes desesperados tuvieron que transigir, al cabo de años
consumidos en el interminable juicio, y después de enormes costos para obtener
una decisión judicial.
¿Qué puede decirse de un sistema que, aun en manos de magistrados sabios
y celosos, como los que tenemos, ponen a los litigantes en el caso de decir: “No
podemos obtener la decisión judicial que hemos implorado; avengámonos como
mejor podamos?”. ¿No hay en esto una verdadera, aunque involuntaria, denega-
ción de justicia?
La separación de cuestiones es un medio casi infalible de precaver la disper-
sión de votos, y el defectuoso y precario recurso de llamar jueces de afuera para
dirimirla. Una hipótesis lo manifestará.
Se litiga sobre la propiedad de un terreno abandonado por las aguas del mar.
El poseedor alega el derecho de primer ocupante; su adversario pretende que la
tierra que dejan descubiertas las aguas acrece a las heredades contiguas por dere-
cho de accesión. El tribunal se compone de cinco miembros. A y B reconocen el
derecho del primer ocupante; C y D sostienen que no puede ocuparse lo que desde
el primer momento de su existencia ha pertenecido a otros, es decir, a los propie-
tarios vecinos; y F opina que el derecho de accesión, que las leyes reconocen en
las tierras abandonadas por los ríos, no es aplicable a las playas del mar; que la
cosa litigada no había sido, sin embargo, res nullius, cuyo señorío pudiese adqui-
rirse por ocupación, sino tierra vacante, esto es, no perteneciente a individuos o
corporaciones particulares, y cuyo único dueño era, por consiguiente, el fisco, es
decir, la nación42.
Tenemos tres cuestiones de derecho:
1ª ¿Cabe el derecho de primer ocupante en terrenos abandonados por el
mar?
2ª ¿Cabe en ellos el derecho de accesión de las heredades colindantes?
3ª ¿Pertenecieron al fisco desde su primera existencia?
Éstas son las cuestiones sobre las cuales debe deliberar separadamente el tri-
bunal. Pero, ¿en qué orden?
Es evidente que no se debe principiar por la primera, porque, si la cosa, litiga-
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No tratamos de reproducir una causa ventilada hace algunos años en Santiago, y semejante bajo
algunos respectos a la especie que proponemos hipotéticamente. (Nota de Andrés Bello).
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No harían más que emitir una consecuencia lógica, que se deriva necesariamente
de principios sancionados por la mayoría del tribunal, que es órgano de la ley:
Conscientia legis vincit conscientiam hominis. Uno puede estar persuadido de que tal o
cual ley de Partida es intrínsecamente contraria a la equidad natural; y sin embargo,
en los casos a que deba aplicarse esta ley, fallará según ella, y fallará bien. Dirá
como el jurisconsulto romano [Ulpiano]: Perquam durum est, sed ita lex scripta est (ley
12 qui et a quibus manumissi). Esto es lo que debe pasar en el alma del magistrado;
y no es de creer que tenga la presunción de aferrarse a todo trance en lo que la
mayoría del tribunal repudia.
El método de que se trata, no es sólo un medio casi infalible de evitar la disper-
sión de votos, y de precaver sentencias falsas e injustas, que dan la causa ganada al
que realmente, según la mayoría del tribunal, debería perderla; no sólo es necesa-
rio para que pueda fundarse debidamente la sentencia, sino que tiende a establecer
en los tribunales un sistema lógico de doctrinas jurídicas. Una vez que por la reso-
lución de una controversia parcial, en un litigio dado, se formulase un principio,
una interpretación, una regla, este acuerdo facilitaría la discusión de otros litigios
en que se presentase la misma controversia: no sería, a la verdad, una norma obli-
gatoria para los acuerdos futuros; pero tendría a lo menos un influjo moral podero-
so. Y si por acaso ocurriese que en diferentes judicaturas o una misma expresasen
en diferentes especies opiniones contrarias sobre algún punto de derecho, sería
propio de su sabiduría solicitar una decisión de la legislatura, exponiéndole los
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