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PROCESO POR ASESINATO Charles Dickens He notado siempre una falta de valor muy

preponderante, incluso en personas de inteligencia y cultura superiores, para comentar las


experiencias psicológicas propias cuando han sido de índole extraña. Casi todos los hombres
temen que lo relatado en tal línea carezca de paralelo o respuesta en la vida interna del
oyente, y pudiera provocar suspicacias o risas. Un viajero veraz, que hubiera visto alguna
criatura extraordinaria del tipo de una serpiente marina, ningún miedo sentiría de
mencionarlo; pero ese mismo viajero, tras algún presentimiento, impulso, extravagancia del
pensamiento, visión (por así llamarla), sueño u otra impresión mental sobresaliente y singular,
dudaría considerablemente antes de aceptar haberla tenido. Atribuyo a tal reticencia gran
parte del silencio que rodea a esos temas. No es habitual que comuniquemos nuestras
experiencias con esos acontecimientos subjetivos como lo hacemos con nuestras experiencias
de origen objetivo. Es consecuencia de esto que el fondo general de experiencias habidas en
ese campo aparezca como excepcional (y que en realidad lo sea), en el sentido de presentarse
lamentablemente imperfecto. En lo que estoy por relatar ninguna intención tengo de proponer
una teoría cualquiera, oponerme a ella o darle apoyo. Conozco la historia del librero de Berlín,
estudié el caso de la esposa del finado astrónomo real, según relato de sir David 2
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx Brewster, y he seguido en sus menores detalles el caso
mucho más notable de la ilusión espectral, ocurrido en el círculo privado de mis amigos. En lo
que toca a esto último, quizás sea necesario aclarar que la víctima (una dama) en ningún
grado, no importa cuán remoto, era mi pariente. Una suposición errónea al respecto pudiera
sugerir una explicación para una parte de mi caso —aunque sólo para una parte—, explicación
que del todo carecería de fundamento. No se le puede relacionar con alguna peculiaridad
heredada, ni tampoco tuve jamás experiencia similar y jamás a partir de entonces volví a tener
otra. No viene al caso precisar hace cuántos años, sean muchos o pocos, se cometió en
Inglaterra un crimen que atrajo mucho la atención. Es suficiente lo que oímos de asesinos que
en sucesión alcanzan un lugar de execrable eminencia, y con gusto, de poderlo hacer,
enterraría toda memoria de este ser brutal en lo específico, tal como su cuerpo se halla
enterrado en la cárcel de Newgate. De propósito me abstengo de dar cualquier indicio sobre la
identidad de este asesino. Al descubrirse el crimen, ninguna sospecha cayó —o más bien
debiera decir, porque conviene ser muy preciso en los hechos, que en ningún sitio se insinuó
públicamente que cayera sospecha alguna— sobre el hombre que más tarde fue llevado a
juicio. Como por entonces ninguna referencia acerca de él se hizo en la prensa, obviamente
resulta imposible que en aquel tiempo se diera en los periódicos su descripción. Es esencial
que se recuerde este hecho. 3 http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx Al abrir, durante el
desayuno, mi periódico matutino, donde se daba razón de aquel descubrimiento, encontré el
caso muy interesante y leí todo con suma atención. Y lo leí dos veces, si no es que tres. El
descubrimiento ocurrió en un dormitorio y, cuando dejé a un lado el periódico, tuve un
destello, un amago, un flujo, un no sé cómo llamarlo —pues ninguna palabra que conozca es lo
bastante descriptiva— en que me pareció ver que el dormitorio pasaba a lo ancho de mi
habitación, como un cuadro imposiblemente pintado sobre un río en movimiento. Aunque casi
instantáneo en su aparición, fue muy claro; tan claro que con toda nitidez, y con una sensación
de alivio, observé que el cadáver no estaba sobre la cama. No fue un lugar romántico aquél en
el que tuve esta sensación curiosa, sino en ciertas habitaciones de Piccadilly, casi en la esquina
con la calle Saint James. Se trató de algo totalmente nuevo para mí. Estaba en mi sillón, y la
sensación vino acompañada de un temblor peculiar, que desplazó al mueble de su lugar.
(Aunque debe comentarse que el sillón se mueve con facilidad debido a sus ruedecillas). Me
acerqué a una de las ventanas (hay dos en la habitación, que está en un segundo piso) para
descansar los ojos en los objetos que por Piccadilly pasaban. Era una clara mañana de otoño, y
la calle se veía brillante y alegre. Había un viento fuerte; cuando miraba hacia afuera, trajo
desde el parque un cierto número de hojas secas, que una ráfaga tomó e hizo girar en una
columna. Al cesar el viento y dispersarse las hojas, vi a dos hombres en la acera opuesta, que
iban del oeste al este, uno detrás del otro. El de adelante miraba a menudo por encima del
hombro. El 4 http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx segundo lo seguía, a unos treinta pasos de
distancia, con la mano derecha levantada en gesto amenazador. Al principio, la singularidad y
constancia de aquel gesto, en un lugar tan público, atrajeron mi atención; luego, la
circunstancia incluso más sorprendente de que nadie hiciera caso. Ambos hombres se abrían
paso entre los transeúntes con una facilidad que difícilmente se adecuaba al acto mismo de
caminar por un pavimento. Ninguna criatura, hasta donde me era posible comprobarlo, se
hacía a un lado, los tocaba o los seguía con la vista. Al pasar ante mi ventana, los dos me
miraron. Distinguí sus rostros con toda nitidez, y supe que los reconocería en cualquier sitio.
No que hubiera notado conscientemente algo de peculiar en ellos, excepto que el primer
hombre tenía un desusado gesto de preocupación y la cara de quien lo seguía el color de la
cera impura.

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