Está en la página 1de 2

Durante dos años no quise usar ese saco.

Y eso que era un saco cómodo, de esos que


pierden el estatus de ropa de calle y se convierten en ropa de casa. Me hacía pensar en
M. porque fue el saco que usé el tiempo que alcanzamos a vivir juntos. Eran los detalles
más arbitrarios los que me hacían pensar en ella. Cuando me lavaba las manos pensaba
en ella, porque ella me dijo que tenía que juntar las uñas como hacen los italianos y debía
restregarlas contra el centro de la palma de la mano vigorosamente. Después de que ella
acabara con la relación (viene a mi mente la imagen de un caballo que va a toda
velocidad y se estrella contra un carro de carreras parqueado) decidí de manera
sistemática quitar de mi vista cualquier objeto que me hiciera pensar en ella. Boté una
camiseta que ella me había regalado y refundí de manera voluntaria un marcapáginas que
me había regalado su madre. Borré de las redes sociales a todos sus amigos, también
dejé de seguir las cuentas de Instagram de bailarines y compañías de baile que ella me
había mostrado. Otras cosas no se podían borrar: ciertas calles y ciertas vistas de la
montaña todavía entrañaban su presencia incluso después de varios meses. Con el
tiempo su recuerdo dejó de convertirse en un enemigo. Pensaba en ella cómo se piensa
en un trauma de la infancia. Pero todo cambió un día como cualquier otro, fue el día en el
que decidí ponerme el saco que había estado evitando. Yo estaba muy concentrado
picando cebolla larga con el cuchillo verde, uno pequeño que durante mucho tiempo fue el
más filoso. Ese día me vi haciendo mucho más esfuerzo que de costumbre para cortar la
cebolla, en vez de utilizar el filo me veía obligado a aplicar mucha fuerza para convertir el
tallo en pedacitos. Fue ahí cuando vino a mi mente el cuchillo que ella tenía. Era un
cuchillo profesional que mi amigo F. le había regalado cuando ella se fue a vivir sola. Lo
utilicé muchas veces durante el intenso año que estuvimos juntos. Tenía el tamaño
perfecto y un filo peligroso. En las relaciones románticas, debajo de la capa de amor
superficial, se esconden una serie de dinámicas tensionantes. Se me viene a la mente la
imagen de dos luchadores de lucha libre luchando encima de una torta glaseada. Los
enamorados al mismo tiempo que luchan con los brazos y el tronco tienen la intención de
no romper la delicada capa de azúcar y crema. M. y yo tuvimos una relación de amor
pragmático, pero de amor al fin de cuentas. Nunca (casi nunca) nos faltamos al respeto.
Todas las peleas que tuvimos sucedieron alrededor de la comida. La cocina se volvió el
campo de batalla dónde se dirimían nuestros conflictos. Ella me acusaba de ser
demasiado metódico a la hora de cocinar, de seguir demasiado al pie de la letra las
recetas. Yo la acusaba a ella de tomar demasiados riesgos innecesarios. Como el día en
el que decidió echarle una cantidad infame de comino a la pasta bolognesa y la arruinó.
Yo le reclamé y ella me respondió “pues te la vas a comer esta hijueputa pasta”. Se
considera que las cuestiones relacionadas con el desamor son de naturaleza
trascendental, pero al final la incompatibilidad de las personas se reduce a los asuntos
más prosaicos (como el comino). Nunca tuve ningún problema cortando cebollas con ese
cuchillo. Cuando lo tenía en mi mano casi que deseaba picar y picar más cosas. Ese día
en mi casa mientras usaba el cuchillo pequeño verde llegué a pensar que quizás la
extrañaba, una vez más. No pensé mucho más y seguí en mi tarea. En los días que
siguieron a ese día pensé en ella de manera insistente. “Ella” es un decir, pensaba en lo
que podía pensar de ella, en sus sobras, lo que mi cerebro de manera caprichosa había
decidido retener. Otro día, mientras cortaba una zanahoria decidí escribirle a M. Le dije
que la extrañaba y que me gustaría que nos viéramos para hablar. Al principio estuvo un
poco reacia a que nos viéramos, pero le dije que quizás lo correcto era vernos una última
vez para hacer las paces y seguir con nuestras vidas. Insistí en que nos viéramos en su
casa, me inventé que estaba trabajando ahí cerca y que podía escaparme un rato a la
hora del almuerzo (así dice la gente que trabaja y nunca tiene tiempo de nada). Fue así
como llegué a la casa de la persona que más he amado en mi vida, dos años después de
nuestra ruptura (que es lo único que por siempre será de los dos). Me recibió con un
abrazo desapegado y una sonrisa cálida. Lo primero que me sorprendió fue que no sentí
el vacío que estaba pensando que sentiría, sí sentí una especie de vacío, uno más
parecido al aburrimiento de la monotonía, como esa sensación que uno siente cuando
camina de su cama al baño para lavarse los dientes antes de dormir. Eso y una creciente
sensación de ansiedad. Nos sentamos en la mesa del comedor, cada uno hizo un
recuento burocrático de lo mucho o de lo poco que le había pasado en esos dos años. A
la mitad de la conversación se paró al baño, yo le dije que me iba a servir un vaso de
agua. Fui a la cocina y eso hice. Lo que percibí como una fuerza magnética exterior a mi
me hizo abrir el cajón de los cuchillos. Ahí estaba ese cuchillo perfecto, a pesar de los dos
años seguía igual, lo tomé con las dos manos y sentí fuego dentro de mí.

También podría gustarte